Jesús Díaz
(La Habana, 1941 - Madrid, 2002)

III. La negativa
Los años duros (1966)


Hay golpes en la vida tan fuertes... ¡Yo no sé!
VALLEJO


       Era por el claro de la quijada, allí donde no le nacía barba, por donde pasaba una y otra vez la yema del dedo. Miraba al que tenía sentado frente a sí y no lo miraba. Su vista iba más allá, al candil, a las mohosas tablas de la casucha, tras las tablas, aunque no había ventanas, al camino, a los oscuros lomos de la noche.
       —¿Qué decías, Méndez? —preguntó con voz lenta, sin dejar de acariciarse el rostro.
       —¿Te sientes mal, Erasmo?
       —No, no, estaba pensando. ¿Cuándo, por fin?
       —Eso es mañana al amanecer —dijo Méndez— ¿Y el juicio, el tuyo?
       —Después de almuerzo.
       —Pero qué perfecto, compadre. Perfecto, perfecto —dijo Méndez poniéndose de pie y frotándose las manos—. Eso seguro lo toman en cuenta en el juicio, ¿tú no crees?
       Erasmo se encogió de hombros.
       —Seguro lo toman en cuenta, ¿eh? —volvió a preguntar Méndez.
       —Sí, a lo mejor lo toman en cuenta —dijo Erasmo sin moverse.
       —Coño, pero qué perfecto —Méndez rodeó el buró al hablar y se acercó a Erasmo—. Oye, ¿y no son los mismos tipos que... vaya, con los que tuviste el lío?
       —No, no son los mismos que se me escaparon —respondió Erasmo recalcando el final de la frase.
       —Es una lástima, sería mejor que fueran los mismos. Sacó un tabaco y le brindó otro a Erasmo.
       —No, deja —dijo éste.
       Méndez rodeó el tabaco despaciosamente con los labios.
       —Sería mejor que fueran los mismos —dio vueltas al puro delante de la llama para que prendiera bien. —¿Tú no crees?
       —Claro, claro —respondió Erasmo.
       —Bueno, pero no importa, el caso es que los cogiste —dijo exhalando una gorda bocanada. —¿Se pusieron pesados o fue cosa fácil?
       —Claro, claro —repitió Erasmo en el mismo tono.
       —¿Claro qué?
       —Que sí, que está bien —dijo Erasmo abriendo los brazos.
       —Tú no me estás oyendo.
       —Perdona, es que estaba pensando. ¿Qué cosa era?
       —¿Que si fue fácil el asunto?
       —Sí, fue sencillo —dijo poniéndose de pie—. ¿Carmenati va a venir o no? —preguntó cambiando el tono de voz.
       —Ya lo mandé a llamar, tú lo...
       —Es que tengo qué hacer— comenzó a dar vueltas por la habitación.
       —Siéntate.
       —Deja, quiero crecer un poco.
       —Bueno, ¿vas a contar o no?
       —Ya te dije —Erasmo habló otra vez con voz lenta.
       —¡Coño, compadre! —Méndez golpeó con la mano abierta sobre el buró.— La verdad es que no te entiendo. Allá en el campo me agitaste, me rogaste, hiciste todo con tal que te dejara perseguir a los tipos. Parecía que en eso te iba la vida. Después los coges. Yo tú, estaría dando brincos; sin ser tú estoy dando brincos. Si hasta parece que fui yo el que cogió los bandidos. Y tú ahí, hablando bajito. «si, no, no, sí», como si en vez de cogerlos se te hubieran ido.
       —Es que se me fueron una vez —gritó Erasmo golpeando el buró con el puño cerrado —se me fueron —repitió en voz más baja.
       —¡Ah! Pero eso ya pasó, compadre. ¡Ya pasó! No vas a estar toda la vida. Ya pasó.
       —Por eso mismo, porque pasó —se apretó la frente—. Porque las cosas que pasan, pasan, y ya. Puedes hacer muchas cosas después, pero ésas quedan ahí, siempre.
       —La verdad es que no te entiendo. Yo tú...
       —Con permiso.
       —Pasa, Carmenati, pasa. Yo tú, estaría haciéndole el cuento a la gente hasta decir está bueno.
       —Buenas —dijo Carmenati al entrar. Se quitó la boina y comenzó a jugar con ella— ¿Me mandó llamar, Méndez?
       —Sí, porque quiero enterarme bien de lo que pasó y tu jefe no quiere hablar. ¿Cómo fue la cosa?
       Carmenati, que continuaba jugando con la boina, miró sonriendo a los hombres.
       —Arriba, arriba —dijo Méndez.
       —Bueno, como usted sabe, Erasmo estaba claro porque los ban...
       —No te mandamos a llamar para eso, Carmenati.
       Carmenati guardó silencio y miró a Méndez.
       —No le hagas caso —dijo éste sonriendo—. Está insoportable.
       —Vamos a acabar de plantearle el problema y después él te cuenta el lío —Erasmo consultó su reloj—. Yo tengo que irme.
       —Está bien, ganaste. Siéntate, Carmenati, siéntate.
       Carmenati, todavía jugando con la boina se sentó. Comenzó a golpear el suelo con las puntas de las botas.
       —El problema es...
       —Te llamamos para... dale.
       —Sigue tú.
       —No, no, dale, dale tú.
       —Bueno —dijo Méndez sonriendo— voy. Mira: Erasmo me dijo que te la comiste con los bandidos —se detuvo para observar a Carmenati, que, en ese momento, dejó de golpear el suelo y sonrió—. Que te la comiste —continuó Méndez— y, vaya, me pidió que, como tú eres nuevo en esto, que si tú querías, te incluyera en el pelotón. La cosa es por la madrugada.
       A medida que Méndez hablaba la sonrisa se le iba deteniendo en los labios a Carmenati. Cuando terminó quedaba sólo el gesto, pero muerto. Empezó de nuevo a darle vueltas a la boina y a golpear el suelo. Miró a Erasmo.
       —Yo voy a dirigir el pelotón— dijo éste.
       Carmenati intentó, en vano, animar su mueca.
       —El juicio terminó ahorita —dijo Méndez.
       —Sí, la gente me dijo.
       —Bueno, ¿qué? —preguntó Méndez.
       Carmenati pasó la vista de uno a otro. Tenía un gesto indefinido en el rostro. Bajó la cabeza y aceleró el golpear de las botas.
       —Di —Méndez habló con voz seca, cortante.
       —Yo... vaya, si Erasmo lo manda, yo...
       Méndez movió la cabeza como asintiendo.
       —No, no, no, yo no lo mando. Yo le pedí a Méndez que te incluyera porque estuviste al frente y eres nuevo aquí y no has estado en un pelotón todavía; pero yo no mando nada. Acuérdate que ya yo no soy teniente.
       —Erasmo, de verdad, yo no quise decir... usted sabe.
       Carmenati alzó la cabeza al hablar, mirando a Erasmo. Éste bajó la suya.
       —Olvida eso, Carmenati —dijo muy bajito y muy rápido—. Olvida eso —repitió.
       —Yo no quise decir.... — Movía la cabeza a uno y otro lado.
       —Yo sé —dijo Erasmo palmeándole la espalda.— Yo sé, olvida eso.
       —¿Entonces? —preguntó Méndez—. Parece que no está muy decidido.
       —Miren —dijo observando alternativamente a los dos hombres—. Yo... Cuando me toque, cuando le toque a mi pelotón, pero vaya, voluntario, no sé... yo preferiría...
       —Está bien, está bien —dijo Méndez moviendo ambas manos—. Puedes retirarte.
       —No, no, no, no, yo, si hace falta, voy... yo...
       —Puedes retirarte —repitió Méndez.
       Carmenati se puso de pie, pero no continuó moviéndose. Quedó mirando a Erasmo. Éste se incorporó y le pasó el brazo por la espalda.
       —No hay problema, Carmenati, yo sé por experiencia que la primera vez es duro. Cuando le toque a tu pelotón, participas.
       —Erasmo, yo no quise decir, yo, si usted lo manda...
       —No hay problema, yo sé que tú te fajas —volvió a darle palmadas en la espalda.
       —Es que... vaya, no quiero que se piense...
       —No te preocupes —dijo Erasmo acompañándolo hasta la puerta—, no se piensa nada, no te preocupes.
       —Méndez —dijo Carmenati ya en la puerta—, lo del cuento no puede ser ahora. Entro a las doce.
       —Puedes retirarte —repitió Méndez con voz agria.

       En una esquina del cuartucho estaban sentados los dos hombres, semicerrados los ojos, gachas las cabezas, atadas a la espalda las manos. Un golpe de luna se descolgaba desde el ventanuco, formando en el centro de la estancia un triángulo de bordes imprecisos que, al calar las sombras, se disolvían en un claroscuro espectral.
       —Va a ser por la madrugada, Jabao. Faltarán... ¿cuántas horas?
       —No sé, ni me importa. Ojalá me partiera un rayo ahora mismo.
       —Pues a mí no, a mí que no me parta ningún rayo.
       —¿Por qué no? Si mañana, Lolo, quedas de todas todas.
       —Pero hoy no es mañana y Lolo está vivo.
       —¿Vivo? ¡No jodas!
       —Estoy vivo.
       —¿Y de qué carajo te sirve si ya apestas a muerto?
       Lolo no respondió, quedó mirando las partículas de polvo que entraban y salían del círculo iluminado. Estuvieron mucho rato en silencio, sin moverse. La luna quería hacer algo como luz dentro; pero, fuera del triángulo, todo se disolvía en penumbras. Los
      
faltan pgs. 100-101

lengua por el labio—. Piensa en otra cosa porque mañana a esta hora tendrás tres varas de tierra arriba.
       —Por tu culpa.
       —¿Por mi culpa?
       —Por tu culpa misma.
       —¿Quién fue el que se amarilló y mató al perro y nos descubrió?
       El Jabao volvió a avanzar hacia Lolo. Éste retrocedió.
       —¿Quién fue el pendejo?
       —Tú —gritó Lolo deteniéndose de pronto— tú que mataste al Niño por la espalda —avanzó—. El Niño quería pelear, el Niño era un buen socio.
       —El Niño lo que era un buen hijoeputa.
       —El Niño era un cojonudo y un buen socio.
       —Cuando te la van a zafar no hay socio que valga un carajo.
       —Tú mataste al Niño.
       —Al Niño lo matamos los dos, porque tú estuviste de acuerdo conmigo.
       Lolo no respondió.
       —Estuviste de acuerdo —repitió el Jabao.
       —Después —dijo Lolo— no podía hacer otra cosa.
       —Mira: ¡por aquí! —dijo el Jabao dirigiendo violentamente la quijada hacia la entrepierna—. Estabas de acuerdo por salvar el pellejo, igual que no me rompieron antes por salvar el pellejo, porque yo era el único que sabía llegar a la costa; pero allí me iban a partir la vida...
       —Tú nos habías embarcado.
                                     ...allí me iban a romper. Yo no soy comemierda, si no llega a ser por ustedes me salvo.
       —E1 que me salvo soy yo si no es por ti y por el Niño, porque yo no tenía muertos.
       —¿No tenías muertos? ¡Penco! ¿Y el guajiro aquel fidelista, el del alambre de púas? Te le tiraste a los pies para acabarlo de liquidar.
       —Lo hice por lástima, para que no sufriera, porque ustedes lo habían colgado en la guásima con el alambre al cuello y lo estaban destripando poco a poco. Por eso me le tiré para que no sufriera, pero ese muerto no es mío.
       —Tú le aguantaste la pata a la vaca, maricón.
       —Tú sí tienes; tú sí. Por eso me embarcaste en el juicio. Yo soy también un muerto tuyo. Tú fuiste el que se tiró primero a aquella guajirita, tú fuiste...
       —Fuimos tres, tú no...

                                           ...el de la idea de traer al padre para que viera como se la tiraban...
                                     ..te la clavaste porque no hubo tiempo, pero te la hiciste mirándonos al...
                                     ...tú fuiste el que volvió loco al viejo aquel, el que...
                                     ...Niño y a mí gozar a la hembrita...
                                     ...la mató después metiéndole el cuchillo por ahí para que no hablara...
                                     ...tú te la tiraste con el cerebro...
                                     ...tú no tienes madre.
       —¡No te metas con la vieja! —gritó el Jabao avanzando.
       —Tú no tienes madre, tú no tienes madre, tú no...
       Los ojos se le agrandaron mucho al Jabao, dio un bufido y se lanzó sobre Lolo con la boca abierta. Los labios le habían crecido y se le habían estirado, los colmillos brillaron contra la luna. Lanzó una dentellada, afincó bien los dientes sobre la oreja. Después comenzó a mover la cabeza a un lado y otro hasta que, en medio de un agudo grito de Lolo, la separó llevando en la boca una masa sanguinolenta.
       Lolo bajó la cara hacia el hombro que se le cubrió de una sangre viscosa y negruzca. Se incorporó y comenzó a correr por el cuartucho gritando.
       —No tienes madre...
       —¡Te voy a matar!
                                           ...mataste al Niño por la espalda, mataste a la guajirita, no tienes madre...
       —¡Te voy a matar! ¡Párate!
                                     ...delante del padre te la clavaste, volviste loco al viejo, no tienes madre...
       —¡Párate!
       La puerta de la casucha saltó arrancada de cuajo. Por sobre la puerta entró el posta, fusil en mano. Temblando.
       —¡Cállense, o no van a llegar a mañana! ¡Cállense, monstruos! ¡Cállense!
       Disparó mientras gritaba. Una ráfaga corta hizo saltar algunas tablas de la pared. Lolo y el Jabao se hicieron uno. El posta les apuntó.
       —¡Espérate, coño! —gritó el otro posta al tiempo que lo aguantaba.
       —¡Déjame! —gritó el primero temblando—. ¡Déjame!
       —Espera a mañana. No te vayas a salar por estos mierdas.
       —¡Déjame!
       —Vamos, anda, vamos —lo arrastró hacia el hueco de la puerta.
       —¡Bestias! —gritó el primero al llegar a la salida. Su cuerpo era presa de un temblor violento. Lloraba.

       El sol bajaba violento desde un cielo plano, duro, sin una nube. Algunos hombres se ocupaban de limpiar sus armas; otros descansaban.
       —¿Fue muy duro eso, Carmenati?
       —No..., fue rápido.
       —La verdad es que te portaste bien, en la patrulla, y en el pelotón.
       —Usted sí que se portó bien.
       —¿Cómo anda eso, caballeros?
       —Bien, Martínez —dijo Carmenati al recién llegado.
       —¿Estrenaste al muchacho, Erasmo?
       —Sí, estuvo en el pelotón.
       —Vaya —dijo Martínez—. Oye, ¿cuándo es el juicio tuyo?
       —Ahorita, después de almuerzo.
       —Seguro que sales bien.
       Erasmo no dijo nada. Miró al cielo y el sol le obligó a achicar los ojos.
       —¿Y qué te pasa a ti, Carmenati? Preguntó Martínez—. ¿Estás enfermo?
       —¿Yo? —dijo éste acusándose— No, ¿por qué?
       —Tienes los ojos rojos.
       —Ah, es que anoche no dormí, estuve de posta.




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