Jorge Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928 - Madrid, 1983)


Falta de espíritu scout
La ley de Herodes y otros cuentos (1967)

      —Si tú vas al Jamboree —me dijo el maestro Nicodemus—, yo no voy.
       Yo lo miraba estúpidamente. Nunca me imaginé que se fuera a poner así.
       —Eres un anarquista y vas a fomentar el desorden —explicó Nicodemus.
       Estábamos parados frente a la reja del elevador, en el edificio de 16 de Septiembre en donde estaban las oficinas de la Asociación de Scouts de México, de la Liga de la Decencia y de los Fraccionamientos Lanas.
       Nicodemus era el Jefe de la Delegación Mexicana al Jamboree; yo era… nomás yo, que entonces tenía diecinueve años y ganas de ir al Jamboree.
       Después de decir la frase que anoté allá arriba, Nicodemus cambió de brazo el portafolio y entró en el elevador.
       Yo había conocido a Nicodemus siete años antes, cuando entré en los Scouts. El era jefe del Grupo iii.
       Yo venía de una escuela de barbajanes, plagada de hijos de la mano izquierda, de generales de división, de libaneses recién llegados del Golfo y de judíos gigantescos, que venían huyendo de Hitler y que nos golpeaban cuando nos reíamos en filas, porque creían que nos burlábamos de ellos.
       Lo que más me gustó del Grupo iii es que parecía escuela de señoritas. Había sido fundado por los hermanos maristas en una escuelita marista. Era un grupo de niños decentes y bien portados; Nicodemus, que era el jefe en aquel entonces, no era hermano marista, pero había estudiado con ellos y daba clases en una de sus escuelas. Nadie decía una mala palabra, en las juntas nos enseñaban a curar heridos, a hacer nudos y a comunicarnos por medio del semáforo y de la clave Morse; de vez en cuando, se leía el Evangelio y alguien tenía que comentarlo. Un domingo de cada mes había misa Scout; íbamos uniformados al Hospital de la Luz y en la capilla, el padre Fanales, nuestro capellán, decía misa y nos echaba un fervorín escultista. Cada patrulla tenía un local, atestado de los cachivaches que los scouts sacaban de sus casas. En esos locales se hacían juntas en las que no sucedía nada importante, pero eran bastante divertidas. Cada quince días había excursión, una vez al mes, campamento y una vez al año, “campamento de topografía”. Estábamos levantando el plano del Valle de los Dos Ríos, no sé con qué objeto, valiéndonos de varios instrumentos rústicos; una horqueta y dos ligas, una botella, una pica grabada a modo de baliza, etcétera.
       Cuatro meses después de mi ingreso tuve la primera dificultad con Nicodemus. Me habían llevado, como un favor especial, porque era muy chico, a un viaje que hicieron “los grandes” a Jalapa y Veracruz. El viaje duró ocho días y costó cuarenta pesos por cabeza; todo incluido: pasajes, hoteles, comida .y hasta un peine que le traje a mi mamá.
       Éramos cuatro: Nicodemus, Julio Pernod que era el jefe dé tropa, el Licenciado Cabra y yo.
       Pues sucedió que en Jalapa, un día qué estaba lloviendo nos metimos en un cine a ver Raffles, y, esa noche, Julio Pernod y yo, que éramos cineastas consumados, la pasamos hablando primores de Olivia de Havilland y no dejamos dormir a Nicodemus, que amaneció de un humor de perros. Esto fue el prólogo. La culminación vino en Veracruz, cuando Julio Pernod y yo nos negamos a ir a una expedición cinegética, alegando que sólo teníamos un arma, el .22 del Licenciado Cabra, quien era capaz de pasarse toda una tarde balaceando pelícanos, sin hacer un blanco, ni soltar el rifle. Nos separamos en dos grupos y Julio Pernod y yo nos fuimos al cine a ver una película de Carol Landis. ¡Cuál no sería nuestra sorpresa, al ver, cuando se encendieron las luces en el entreacto que en el anfiteatro estaban Nicodemus y Cabra, que se habían aburrido de tirar balazos!
       Cuando regresamos a México, Nicodemus, que era un tarasco marrullero, hizo que el guía de mi patrulla me obligara a pedirle disculpas (a Nicodemus) por mi indisciplina. Según él, yo había incitado a Julio Pernod, que era un retrasado mental de 25 años (yo tenía doce), a irse al cine a ver una película de Carol Landis, “causando la división del grupo expedicionario”.
       Yo estaba muy aturdido y pedía disculpas. Pero esto no fue más que el principio de la descomposición del Grupo III.
       En los cinco años siguientes, Nicodemus renunció cinco veces, cinco veces le pedimos perdón y le rogamos que no se fuera, y cinco veces accedió a nuestra petición y se quedó. Durante esos años, fui acusado por Nicodemus de “formar una hegemonía dentro del Grupo”, de “fomentar en los muchachos la ley del menor esfuerzo”, de “beber rompope para celebrar el triunfo en una competencia”, etcétera.
       Por eso cuando en 1947 pedí permiso para ir al Jamboree, Nicodemus dijo:
       —Si tú vas al Jamboree, yo no voy, eres un anarquista y vas a fomentar la indisciplina.
       Jamboree, que quiere decir “junta de las tribus” en uno de esos idiomas que nadie conoce, es en realidad una reunión internacional de Boy Scouts. El de Moissons, en Francia, ha sido el más importante en la historia de los Scouts, porque la guerra acaba de pasar y no se reunían desde 1936.
       Los franceses prepararon, a orillas del Sena y a unos cien kilómetros de París, un campo que podía recibir a cuarenta mil Scouts de todo el mundo. El gobierno británico destinó un crucero para transportar las delegaciones de las partes más lejanas del Imperio; los scouts americanos fletaron un barco para transportar su delegación, que era una de las más numerosas; los scouts marinos de Inglaterra, Holanda y Noruega anunciaron que llegarían hasta el campamento en embarcaciones tripuladas por ellos mismos y tres grupos de scouts aéreos, que aterrizarían con sus planeadores a poca distancia; los scouts españoles, que eran republicanos y funcionaban ilegalmente, iban a cruzar los Pirineos a pie, porque la frontera estaba cerrada, etcétera.
       En un principio se decidió que la Delegación que iba a representar a México en el Jamboree, debería estar formada por la flor y nata de los scouts, es decir, los cincuenta mejores scouts de México. Pero había un problema. Como los scouts eran en esa época una organización muy independiente y bastante miserable, cada cual tendría que pagar sus gastos. En consecuencia, el “contingente” iba a estar formado, no por los cincuenta mejores, sino por los cincuenta mejores, de entre los más ricos. Urgía pues, saber cifras, ¿cuánto iba a costar el viaje?
       La tarea de organizar la Delegación fue encargada a dos personas: don Juan Lanas y Nicodemus, que eran respectivamente Jefe Scout Nacional y Jefe de la Delegación Mexicana. Don Juan era el encargado del transporte y Nicodemus del adiestramiento.
       Nicodemus trataba, sobre todo, de llevar un contingente que fuera no sólo disciplinado, sino dócil, porque había un antecedente fatídico: En la Delegación Mexicana que fue al Jamboree de Holanda, en 1936, se había producido una verdadera revolución que después se convirtió en cisma. Durante seis años hubo en México dos Asociaciones de Scouts: los “reconocidos por Londres” y los “disidentes”. La revolución había estallado porque el jefe de la Delegación Mexicana, Ingeniero don Jorge Núñez, había llevado un colchón neumático, que los scouts tenían que inflar cada noche.
       No sé quién hizo los primeros cálculos, ni en qué se basó para hacerlos, pero corrió la voz de que el viaje a Europa, de tres meses, incluyendo estancia en el campamento, estancia en París, visita de los castillos del Loire, viaje a Italia, Bendición Papal, etc., iba a costar ¡mil quinientos pesos!
       Por supuesto que se inscribieron muchísimos. Entre ellos, yo. Fue cuando Nicodemus me dijo:
       —Si tú vas, yo no voy. Etcétera.
       Ahora bien, don Juan Lanas tenía la mala costumbre de hacer viajes a cualquier parte y con cualquier pretexto y después pasarle la cuenta a la Asociación y cargarla en la lista de donativos. Cada año, en la Asamblea, en el Informe del Tesorero aparecía que don Juan había regalado a la Asociación miles de pesos que él mismo había gastado en viajes de placer.
       Uno de estos viajes de placer, lo hizo don Juan a Nueva York, dizque para averiguar cuáles eran los medios de transporte más convenientes. Digo que fue de placer, porque regresó con la noticia de que los barcos no existían y de que había que hacer el viaje en avión.
       A todo esto, Nicodemus, que en su vida había puesto un pie fuera de México, había decidido deslumbrar a los europeos con los sarapes de Saltillo, los chiles jalapeños, El caminante del Mayab y la Danza de los Viejitos. Los cincuenta elegidos tenían que juntarse dos veces por semana en la Y.M.C.A. a cantar canciones mexicanas y a dar taconazos, bajo la dirección del Profesor Urchedumbre, que era especialista en folklore.
       La tristeza que me dio no ser aceptado en el “contingente”, se me quitó cuando don Juan regresó de Nueva York. Como la Delegación tenía que irse en avión, las cifras se modificaron. El costo del viaje pasó, de mil quinientos a tres mil, de tres mil a cinco mil quinientos y de allí a seis mil. Simultáneamente, el número de asistentes pasó, de cincuenta a veintitrés y de allí a doce, y eso, contando a dos que se orinaban en la cama.
       Manuel Felguérez había sido de los elegidos que ensayaban la Danza de los Viejitos, pero no tenía seis mil pesos. Fue él quien decidió hacer otra Delegación Mexicana al Jamboree, formada por él y yo.
       —Podemos irnos en un barco de carga —me dijo, un día que estábamos tomando el sol en la Y.M.C.A.
       En ése momento se me ocurrió una idea que ahora parece muy sencilla, pero que a nadie se le había ocurrido: ir a Wagons-Lits Cook.
       Así fue como Felguérez y yo descubrimos en la Avenida Juárez lo que don Juan Lanas no había descubierto en Nueva York: había un barco, que había sido transporte de tropas y que estaba destinado a llevar turistas a Europa y a traer inmigrantes a los Estados Unidos. Iba de Nueva York a Southampton y El Havre y el pasaje costaba quinientos cincuenta pesos mexicanos. Con un par de telegramas conseguimos pasajes en el S.S. Marine Falcon, que salía de Nueva York el primero de agosto. El Jamboree comenzaba el día seis.
       Ya con los pasajes en la mano, fuimos al despacho de don Juan Lanas, le contamos que íbamos a San Antonio, Texas, y le pedimos una carta de presentación para los scouts de allá. Don Juan, en parte por holgazán y en parte por no saber con quién trataba, nos dijo que dictáramos la carta a la secretaria y que él la firmaría.
       Huelga decir que la carta que firmó don Juan decía que Felguérez y yo éramos sus hijos muy amados y que él se hacía responsable de cualquier iniquidad que cometiéramos en el extranjero.
       Pero del plato a la boca se cae la sopa. Dos días antes de salir de México nos topamos con don Juan y el Padre Fanales en el Consulado de Francia. Estábamos recogiendo visas. Nosotros, las nuestras, y ellos, las de la Delegación Mexicana.
       Don Juan se puso furioso.
       —¿No me dijeron que iban a San Antonio? ¡Me han engañado! Yo les di aquella carta creyendo que los Ibargüengoitia eran gente decente.
       Dijo esto porque había conocido a un tío mío que era Caballero del Santo Sepulcro.
       El padre Fanales nomás movía la cabeza. Después comentó con alguien el suceso y dijo que significaba que Felguérez y yo éramos “llevados de la mala”, pero que en sus labios sonaba como que estábamos poseídos del Demonio.
       —¡Devuélvanme la carta hoy mismo! —terminó diciendo don Juan.
       Por supuesto que no se la devolvimos. Felguérez llamó por teléfono a varios de los que querían ir al Jamboree y no tenían seis mil pesos, y les dijo que habíamos encontrado medios de transporte que permitían reducir el precio del viaje a la mitad.
       Se armó un jaleo. El Consejo Nacional tuvo una junta de emergencia, en la que se acusó a Nicodemus de incompetencia y a don Juan de estulticia.
       Al día siguiente la secretaría de la Asociación habló por teléfono.
       —Que pasen a canjear la carta de presentación por una Carta Internacional —dijo.
       La Carta Internacional era el documento que lo acreditaba a uno como “delegado” al Jamboree. Felguérez y yo dábamos de saltos de gusto.
       Don Juan nos recibió con cara de “esta tacita se rompió, ya nunca se volverá a pegar”. Le entregamos la carta de presentación.
       —Denme ustedes los datos de ese barco que dicen que va a Europa. Son muy interesantes.
       Le dimos los datos del S.S. Marine Falcon y él los apuntó en un papelito. Nosotros estábamos esperando a que nos diera nuestra Carta Internacional.
       —La Carta Internacional —nos dijo Don Juan, se las mandaré a Nueva York, porque tiene que ir firmada por el Consejo Nacional.
       Nosotros le creímos y esa noche salimos rumbo a Nueva York en Transportes del Norte. Al día siguiente, cuando íbamos llegando a Laredo, nunca hubiéremos imaginado que en esos momentos estábamos siendo juzgados, en ausencia, por un tribunal compuesto por Julio Pernod, el Licenciado Cabra, y el joven Alhóndiga, pasante de Derecho. El fiscal fue Nicodemus y no tuvimos defensor. La acusación fue “falta de espíritu Scout”. Fuimos declarados culpables y expulsados del Grupo III y por consiguiente, de la Asociación de Scouts de México.

       Cuando Felguérez y yo subimos la pasarela del S S. Marine Falcon, encontramos a quince scouts mexicanos que habían aprovechado nuestro hallazgo. Estaban bajo el mando de Germán Arechástegui, uno de los personajes míticos del escultismo mexicano; sé decía que era capaz de caminar tres días sin comer otra cosa que pinole. También venían el Chino Aguirrebengurren y el señor Bronson, dos viejos scouts que estaban aprovechando la coyuntura para darse una vueltecita por Europa. El Chino Aguirrebengurren nos dio la mala noticia: para nosotros no había Carta Internacional, porque habíamos sido expulsados de la Asociación. Cuando ya creíamos que nos iban a tratar como apestados, apareció el señor Bronson y al ver que estábamos vestidos de civiles, dijo en voz de trueno:
       —¿Qué esperan para uniformarse?
       Así acabó la discriminación. A pesar de que legalmente Nicodemus había triunfado en toda la línea, nadie nos trató como “expulsados”.

       El Marine Falcon casi ni parecía barco. El castillo de proa era muy chico y el de popa nunca lo encontramos; tampoco encontramos la chimenea. Por dentro era todo pasillos y escaleras y por fuera era como una cazuela. Los pasillos y las escaleras iban de los dormitorios a los botes salvavidas y viceversa. Los dormitorios tenían sesenta literas. Los excusados estaban en la proa y no tenían puertas, así que en las mañanas nos sentábamos veintitantos a mirarnos las caras, como los canónigos en el coro.
       Todavía a la vista de Manhattan, el S.S. Marine Falcon empezó a hundirse. Bajamos a la Cubierta F y encontramos los colchones flotando. Las máquinas pararon y el Capitán estuvo tratando de localizar, por medio de los altavoces, al jefe de mecánicos. Cuando nos fuimos a acostar, todavía estábamos al pairo, a la vista de Nueva York.
       En los dormitorios no había ni día ni noche, porque no tenían ventanas y las luces nunca se apagaban. No se oía más que el ruido de los ventiladores y los ronquidos de los pasajeros. Pero cuando desperté y salí a cubierta, el sol había salido y el barco navegaba alegremente en alta mar.
       Al segundo día de viaje, el scout San Megaterio fue iniciado en los misterios del sexo por una inglesita de catorce años. Al tercero, el scout apodado La Campechana se hizo novio de una americana. Al cuarto, el scout apodado el Matutino fue seducido por una joven inglesa. Al sexto, corrió la voz de que el scout Chateaubriand había sido seducido por un pastor protestante. Al séptimo, nuestro barco entró en la había de Cobh y encalló al tratar de cederle, galantemente, el paso al S.S. America: hubo que esperar la siguiente marea para ponerlo a flote. Al octavo, llegamos a Southampton y el Matutino fue degradado por fornicar con el uniforme puesto. Al noveno día llegamos a El Havre.
       Un señor con fedora y redingote, que era el jefe de los scouts de El Havre, nos informó a Felguérez y a mí, que no hacía falta Carta Internacional para acampar en el Jamboree, bastaba con tener ganas de hacerlo y dinero para inscribirse.
       Antes de abordar el tren de Rouen, Germán Arechástegui nos advirtió:
       —Recuerden que están en Francia. Nunca toquen con las nalgas la tapa de un excusado, porque pescan una sífilis.

       El Jamboree era un pueblo enorme, con tiendas de campaña en vez de casas y scouts en vez de habitantes. Había zonas comerciales, restaurantes, puesto de bomberos, uno excusados públicos de cartón que al octavo día empezaron a disolverse, iglesias de todas las creencias, etc. Había scouts zapateros, scouts armeros, scouts plomeros, scouts bomberos, scouts intérpretes y scouts policías. Habían scouts estafadores, como un viejo eclaireur que nos compró dos dólares al cambio oficial.
       Felguérez y yo acampamos en el Campo del Zodiaco, que era el lugar de los scouts irregulares y la Capua del Jamboree. Junto a nosotros estaban los españoles, que eran unos vejestorios de treinta y tantos, que sabían de memoria las obras completas de Cantinflas; un poco más lejos estaban los turcos, que eran muy perseguidos por Mustafá Kemal; había scouts austriacos, alemanes desnazificados, persas, kurdos y un japonés.
       Como las tiendas estaban bajo un bosque de encinos y los encinos llenos de orugas, los scouts estaban llenos de ronchas. Pero ésa fue la única molestia, porque unas girl guides francesas cocinaban y lavaban la ropa y la remendaban si uno se los pedía. Lo único que tuvimos que hacer fue montar la tienda. Pasábamos el tiempo panza arriba, platicando con los españoles, viajando en el ferrocarrilito que circundaba el Jamboree, nadando en el Sena y visitando los demás campos.
       Nicodemus las había pasado negras. En la entrada del campo mexicano, había hecho, con muchos trabajos un armazón que figuraba el perfil de una pirámide teotihuacana y la había cubierto con sarapes de Saltillo. Cuando Germán Arechástegui vio la portada, no comentó nada. Se limitó a cortar las cuerdas de un nudo vital y la estructura se vino abajo y con ella, el prestigio de su constructor. Por otra parte, los scouts que viajaron en barco contaron con tanto entusiasmo sus experiencias sexuales a los que viajaron en avión, que los hicieron sentirse estafados. ¿Estafados por quién? Por Nicodemus. Se había descubierto que la Compañía Mexicana de Aviación había regalado un pasaje de ida y vuelta: el de Nicodemus. Por último, tenía el problema de la alimentación.
       La dieta del Jamboree consistía en carne, papas, zanahorias, chocolate, pan y mantequilla. La carne era dura y parecía curtida; venía de un animal desconocido en América; había que ponerla a conocer a las siete de la mañana para que estuviera masticable a las seis de la tarde. Para esas horas, las papas y las zanahorias se habían convertido en una especie de bolo alimenticio. Hubo scouts que no salieron a comerse las papas crudas; pero todos estaban de mal humor, porque la comida era mala.
       ¿Quién tenía la culpa de que la comida fuera mala? Nicodemus, por supuesto.
       Cuando Felguérez y yo íbamos de visita al campamento, Nicodemus nos miraba como si fuéramos transparentes.
       Al medio día, el campo mexicano presentaba el siguiente aspecto: había tres o cuatro scouts tratando de cocinar, otros tantos, tratando de dormir a la sombra de las tiendas, los demás estaban sentados en semicírculo, como yogas, frente a unos montoncitos de sarapes de Saltillo, de fajillas de indios chamulas, de sombreros de charro, etc., en espera de algún scout europeo que cambiara estas cosas por una cámara fotográfica, un reloj de pulsera, un radio de pilas, etc. Se habían cambiado los papeles. Ahora los mexicanos llevaban las baratijas y los europeos se deslumbraban con ellas.
       Nicodemus había invitado al Coronel Wilson a tomar con los mexicanos el penúltimo almuerzo del Jamboree. Para esta solemnidad había preparado un menú consistente en mole poblano, frijoles refritos, chiles jalapeños y chongos zamoranos.
       Quiso su mala suerte que dos días antes del banquete, nos viniera a Felguérez y a mí la nostalgia de la comida mexicana. Estuvimos bastante rato diciendo:
       —Unos tacos de carnitas.
       —Unos frijoles refritos.
       —Unos huevos rancheros.
       Etcétera.
       Así platicando, llegamos al campo mexicano. Ya había oscurecido y los scouts se habían ido a las fogatas. Sólo encontramos a La Campechana que estaba cocinando una sopa de avena y jitomate de lata. Con él seguimos la conversación.
       —Unos tacos de cabeza.
       —Unas quesadillas de huitlacoche.
       Al poco rato, no pudimos más y caímos sobre la despensa de Nicodemus.
       En el banquete que la Delegación Mexicana ofreció al Coronel Wilson, se sirvieron sardinas de lata y pan con mantequilla.
       Pero si este episodio fue ridículo, cuando menos quedó en familia. Malo, el día en que los mexicanos dirigidos por Nicodemus, cantaron El caminante del Mayab ante cuatro mil espectadores. Y peor, todavía, la Danza de los Viejitos. De nada sirvieron los ensayos con el Profesor Urchedumbre, que habían sido con iluminación eléctrica, tablado y música de disco. En el Jamboree no hubo ninguna de las tres cosas.
       La cosa salió tan mal, que Felguérez y yo, que estábamos a cien metros, nos moríamos de vergüenza. Germán Arechástegui tocó una chirimía; como no había tablado, no se oían los pasos y nadie llevaba el compás; se fueron unos contra otros. Afortunadamente, con los zapatos se levantó tal nube de polvo, que cubrió a ejecutantes y nadie vio el final de la representación.
       Cuando se retiraron los mexicanos, entraron al escenario los neozelandeses e hicieron una danza maorí. El scout que estaba junto a mí, me preguntó si esos eran los mexicanos. Por puro amor patrio le contesté que sí.
       Felguérez y yo nos fuimos a París dos días antes que la Delegación Mexicana. Al día siguiente, por un asunto relacionado con el Mercado Negro, tuvimos que regresar al Jamboree y por culpa de los ferrocarriles, no pudimos regresar a París en la noche. ¿Qué hacer? No teníamos tienda de campaña y estábamos en camisa. Fuimos a ver a La Campechana y le dijimos que no teníamos dónde dormir. La Campechana, que era muy generoso, corrió al scout San Chateaubriand de la tienda, le quitó una cobija al scout San Megaterio y así pasamos la noche: en el lugar de Chateaubriand y con la cobija de San Megaterio.
       A las seis y media de la mañana, despertó Nicodemus con las dianas; se puso su gorro de piel de conejo y salió de su tienda gritando:
       —¡Arriba todo el mundo, que hay que levantar el campamento!
       Y fue a despertar a los perezosos.
       Felguérez y yo nos tapamos la cara con la cobija de San Megaterio. Oíamos la voz de Nicodemus, que se acercaba:
       —¡Pronto! ¡Arriba! ¡Prontito! ¿Qué haces aquí Chateaubriand? ¡Pronto! ¡Arriba! —para terminar con la frase más teatral que he oído—: ¡Manuel!, ¡Jorge!, ¿Ustedes aquí?
       Se puso furioso y fue a regañar a La Campechana. Le dijo que iba a procesarlo por falta de espíritu scout.
       Felguérez y yo ayudamos a levantar el campo y a cargar los trebejos hasta la estación de ferrocarril. En esta operación estábamos, cuando cayó un aguacero que nos empapó.
       Felguérez y yo subimos en el tren hechos una miseria; los demás llevaban impermeables. Nicodemus tuvo el único gesto amable de muchos meses.
       —Te vas a resfriar —me dijo—, y me prestó su suéter.
       Cuando llegamos al Refugio Scout que había en París, que estaba en el Local de la Exposición, cerca de la Puerta de Versalles, Nicodemus, en uno de los pocos momentos democráticos de su vida, reunió a los que se habían ido en avión y les dijo:
       —He sabido que algunos están inconformes con el viaje que hicimos en avión. Levanten la mano los que quieran regresar en barco.
       Todos levantaron la mano. Nicodemus contempló por un momento aquel bosque de manos levantadas y después dijo:
       —Bueno, pues los que vinieron en barco, regresan en barco y los que vinieron en avión, aunque quieran regresar en barco, regresan en avión. ¿Que por qué? porque yo digo. Porque yo soy el Jefe de la Delegación y porque ustedes no tienen todavía veintiún años, ni criterio formado, ni capacidad para decidir por cuenta propia.
       Y regresaron en avión.



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