José Luis González
(República Dominicana, 1926 - México, 1997)


Mr. Miller(1956)
(Fragmento de una novela)

Originalmente publicado en la Revista de la Universidad de México (No. 6, febrero 1956)


       Don Ramón se mantiene unos cuantos años a la expectativa. El, a diferencia del jíbaro que ya vendió su tierra, sí "sabe de letra", y la letra le ha enseñado varias cosas. Una de ellas: no esperar en este mundo, y menos sin pagar un precio, el paraíso que posiblemente sólo existe en el de más allá. Otra: que sólo un desastre justifica un cambio de importancia en cualquier aspecto de la vida. Lo que se ha sembrado siempre todavía es dinero, y lo otro ... Lo otro, si no se siembra, hay que comprárselo al vecino. Y mientras haya tierra...
       Pero el yanqui quiere caña. El yanqui echa al suelo los viejos trapiches con sus dos bueyes lentos y trae de su tierra, para reemplazarlos, maquinaria poderosa que cuesta muchos dólares. Cierto que esa maquinaria es capaz de producir en unas horas lo que tomaría semanas a un trapiche, pero los beneficios que eso significa dependen de que nunca falte qué moler. De ahí que el yanqui quiera caña, caña en abundancia, mucha caña...
       Y el futuro colono lo ve llegar un día, ya mejor jinete, un tanto acriollado, con sombrero alón y un tabaco en la boca, y sin intérprete porque ya no le hace falta. Lo ve llegar “como quien no quiere la cosa”:
       —A saludar nada más don Ramón.
       —Pase usted, mister Miller, tenga la bondad. Encantado de verlo por aquí.
       Y el yanqui se desmonta, con una agilidad que no deja de impresionar al criollo, y sube hasta la galería de la casona. Tiende la roja manaza.
       —A saludar nada, don Ramón, porque voy ver una finquita que venden más allá de la propiedad de su compadre don Pepe Mirabal.
       —Tome asiento, mister Miller. Y... ¿quién vende, si se puede saber?
       —La sucesión de don Leocadio Benítez. ¿Usted quizá conoce don Juan José, el licenciado? Es uno de ellos, y el abogado de la familia. El no quería vender, realmente, porque pensaba meterle caña a la finca. Pero la viuda y otros hijos con negocios en San Juan... ¡en fin! Yo voy sólo por ver, porque verdaderamente... ya no tenemos interés en comprar.
       —¿Cómo así, mister Miller? —tantea don Ramón.
       —Mucho problema, mi amigo. Mucha administración. La compañía no tiene interés en adquirir más tierras por ahora, sino en producir más azúcar.
       —¿Y todo lo que ha comprado hasta ahora?
       —¿De quién, don Ramón? Del pequeño propietario, porque era indispensable centralizar para reducir los costos de producción. Pero, ¿por qué comprarle al propietario grande? Nosotros lo que queremos es caña. La tierra la compramos cuando es necesario, pero si no... ¿Qué ganamos nosotros con hacernos de tanta tierra?
       —Caña más barata.
       —No crea. Nosotros preferimos economizar los gastos de administración y toda esa historia. Hablándole con franqueza, si mañana viene una crisis en el azúcar, ¿qué vamos a hacer con la tierra? El agricultor puede cambiar de cosecha, según lo que más le convenga, pero nosotros somos azucareros, don Ramón, y nada más que azucareros. Si se nos cae el precio del azúcar, no nos vamos a meter a competidores de las compañías tabacaleras...
       —¿Y qué pasaría si se cae el precio del azúcar, mister Miller? —pregunta con malicia mal disimulada don Ramón.
       El yanqui sonríe, y pregunta a su vez:
       —¿Qué le pasaría ... a quién?
       —A ustedes... y a los cosecheros. A todos.
       —Pues a nosotros nos forzaría a reducir la producción, naturalmente... y quizá hasta a parar algunas centrales. A los cosecheros, en cambio, los obligaría simplemente a cambiar de cosecha. ¿Qué la caña no deja mucho? Pues a sembrar otra cosa, y se acabó. ¿No le parece?
       El criollo calla un instante, parece meditar sobre una idea que todavía no ha madurado, y al fin plantea:
       —¿Y si el precio, en vez de bajar, sube?
       Mister Miller vuelve a sonreir y dice:
       —Salimos ganando todos, don Ramón. ¿Qué mejor que eso?
       —¿Y cómo anda en estos días el precio del azúcar, mister Miller?
       —Pues depende, depende... Depende de una serie de cosas. Pero va tener que perdonarme, don Ramón, porque se me va haciendo tarde.
       —Pero, hombre, si ni siquiera me ha dejado ofrecerle una taza de café.
       —No, muchas gracias, mi amigo. Ya me tomé una en la oficina, antes de salir. Y se me va haciendo tarde, créame. Bueno, don Ramón...
       Y tiende otra vez la roja manaza.
       —Hasta luego, mister Miller —dice el criollo—. Un día de estos le voy a devolver la visita, y a lo mejor hablamos un poco de negocios, ¿no?
       —Cuando guste, don Ramón, cuando guste. Sabe que siempre estamos a sus órdenes.
       Y destrenzado otra vez el camino real bajo las patas de su caballo, el yanqui sonríe y se dice: “Ya lo creo que va a devolver la visita. Estos son todos iguales: lo que temen es perder dos pesetas. Todavía no conocen la palabra iniciativa, ¡Cristo! Y nosotros no se la vamos a enseñar de balde, that’s for sure!”
       Y espoloneando a la montura con violiencia, se lanza en un galope que resuena sobre las vegas y el lomerío idílico como tambor que llama a un combate decidido de antemano.

* * *

       El criollo todavía no se decide. Espera. Con lo que ha sembrado siempre no lo pasa mal. Si la caña va a hacer llover maná, como dice el yanqui, ya habrá tiempo de agarrar siquiera una llovizna. Pero que se aventure otro primero. Después se verá.
       Pasan los años, lentos.
       El yanqui siempre se deja ver, de rato en rato, “a saludar nada más, don Ramón”. Los años lo van poniendo gordo y cada vez más rojo, lo van haciendo amante de los buenos tabacos y del denso café prieto que otrora se le hiciera intolerable. Ya compra caballos sin necesidad de consejero criollo, y los vendedores no le regatean elogios a su capacidad de selección. Sus paisanos que trabajan en “el Norte” para la misma compañía, amigos de la infancia o antiguos compañeros de colegio, que vienen a la Isla por unos cuantos días en gestiones de negocio, tratan de convencerlo de que ya es tiempo sobrado de ir pensando en un traslado y en el retorno a los suyos, a donde realmente pertenece. Le recuerdan que ya cumplió los cuarenta y todavía no se ha casado. Le cuentan de sus familias, de la buena vida hogareña, del reposado amor conyugal y de los chiquitines rubios que los esperan con la pipa y las pantuflas al regreso de la oficina cada tarde. Le recuerdan las “Navidades blancas” de la tierra lejana, con sus pavos asados, sus trineos sobre la nieve su árbol iluminado, su Santa Claus para los chicos. Y el yanqui acriollado se enternece un instante (estimulado el poder de evocación por la botella de whisky al alcance de la mano) y se rinde a la nostalgia en un trance casi doloroso. Cierra los ojos y asiste a un fascinante desfile de girls de piel de melocotón y leche, de suave peluza de maíz en las axilas, su girls de una juventud todavía cercana, piernilargas y elásticas, que lo miran desde el recuerdo con sus ojos de agua clara y le regalan sus sonrisas iguales y distantes. Entonces, de repente:
       —Mister Mile, ¿preparo el café?
       La voz cantrina de la mulata joven que mantiene en orden su casa de soltero hace añicos el encanto de la evocación. El yanqui abre los ojos, el rostro contraído en una mueca de disgusto que asusta por un momento a la muchacha. Pero la visión de la hembra joven frente a él, la espléndida escultura viva de su cuerpo (cuyos más íntimos encantos dejaron hace tiempo de guardarle sus secretos), borra en un instante la impresión de disgusto causada por la interrupción.
       —Sí, María, prepara café para todos. Pero no tan fuerte como de costumbre.
       Añade, sonriente, para explicar.
       —Los señores tienen todavía la sangre un poco rala.
       La muchacha devuelve la sonrisa, descubriendo una hilera de parejas perlas pequeñitas. Y entonces es cuando mister Miller, al volver el rostro, percibe el efecto que la aparición de la muchacha ha tenido sobre el grupo de sus paisanos. Se divierte con la bocaza abierta de uno de ellos y con la turbia mirada codiciosa de un segundo, y de súbito los saca a todos del embeleso con una carcajada ruidosa:
       —¡Ja! ¿Decían ustedes de... ir pensando en un traslado? —les lanza las palabras punzantes de ironía. Y ríe, feliz, contento de sí mismo.
       Todo eso se lo cuenta a don Ramón, que todavía no se decide a sembrar caña en sus trescientos cincuenta cuerdas, para después decirle, amigable:
       —Ya ve. Lo que son los huesos de este yanqui se quedan para abono de esta tierra.
       —Nosotros encantados de que no se nos vaya, mister Miller —dice el finquero, cortés.
       Después de una pausa llena de complacencia, durante la cual ambos dejan vagar sus miradas sobre el paisaje multiverde, ahito de sol, el yanqui de repente se va al grano:
       —¿Así que no se decide, don Ramón?
       —Pues por ahora... francamente... sería un poco aventurado, ¿no le parece? Fíjese que no me va mal con lo que he sembrado siempre.
       —Ya lo sé. Pero le podría ir mucho mejor. ¿Por qué no prueba con una cosecha?
       —Pero, mister Miller, usted sabe que no se cambia de cosecha como de corbata. No es posible sembrar una cosa un año y caña el siguiente y otra cosa el de más allá. Esos cambios cuestan plata... mucha plata.
       —¿Y si nosotros le garantizáramos unas cuantas cosechas, don Ramón? Usted puede hacer sus cálculos. Cuestión de números: dos y dos son cuatro.
       El criollo no responde en seguida, pero cuando mira otra vez hacia sus campos, tratando de formular una evasiva, la visión de los maizales y los platanales se le transmuta como por encanto, y en su lugar aparece —tan claro, tan claro que casi lo ve— un gran océano verde, rutilante bajo el sol como una inmensa esmeralda increíble. Y el vaivén de las rubias guajanas al viento se le antoja un millón de olas de oro, de oro que sólo espera que sus manos...
       —¿Y si le garantizáramos unas cuantas cosechas, don Ramón?

* * *

       Y cierto día, en boca de un viajero que viene de San Juan, llega a una de las haciendas la noticia:
       —El otro día mataron en Europa al Archiduque de Austria.
       Y el hacendado, católico e ignorante, comenta por decir algo:
       —Los europeos como que se están olvidando de las enseñanzas del Señor. Ojalá que no les salga demasiado caro.
       A mister Miller la noticia le ha llegado mucho antes, en un cable desde Nueva York. El hombre, solo en su oficina en ese momento, abandona de un salto la silla giratoria y comienza a pasearse de un extremo al otro de la pieza, arrancándole nubes de humo denso a su tabaco. De repente se detiene, abre una puerta y llama a un secretario.
       —¡Los libros, Martínez!
       El secretario permanece unos instantes en la puerta, vacilante, y el yanqui le adivina la duda:
       —Todos, Martínez. Todos.
       —En seguida, mister Miller.
       Y esa madrugada, un jíbaro trasnochado que regresa a su bohío de un baquiné en casa de un compadre, contempla intrigado desde el camino la solitaria ventana iluminada en el edificio de la Administración de la central.

* * *

       Don Ramón le echa dos carajos al peón que ensilla el caballo y que no acaba de comprender toda aquella irritación y toda aquella prisa súbitas. El peón sabe que el hermano de don Ramón, el licenciado don Antonio, llegó de San Juan anoche, cuando nadie lo esperaba, y después volvió a salir para la capital temprano esta mañana. Pero no sabe que los dos hombres permanecieron en el despacho de don Ramón hasta los primeros claros del alba, y menos sabe en qué consistió la conversación que los mantuvo ocupados hasta esa hora.
       El peón ve montar a don Ramón, lo oye echar otro carajo —esta vez el caballo que caracolea antes de largarse al camino— y después lo ve alejarse a un galope desacostumbrado en dirección de la central.
       Mister Miller, desde la ventana de su oficina, el rostro iluminado por una sonrisa, lo ve llegar y desmontar. En unas semanas, desde la declaración de la guerra en Europa, las visitas de los finqueros se han sucedido con una rapidez que sobrepasa por mucho los mejores cálculos del yanqui. Don Ramón ciertamente no es de los primeros, pero tampoco de los últimos. Mister Miller guarda en una de las gavetas de su escritorio la lista que preparó de antemano, y ha ido tachando los nombres según los finqueros han acudido. También ha ido anotando, junto a cada nombre tachado, el número de cuerdas que arropará la marea verde en la próxima siembra. Todavía queda más de la mitad de los nombres sin tachar, sin embargo, y hay nombres que mister Miller, enemigo de todo optimismo mal fundado, no incluye aún en la lista. Pero el yanqui piensa en el futuro con una fe inconmovible de empresario en vísperas de un boom sin precedentes.
       Después de media hora de conversación (ya don Ramón puede escribirle a su hermano que, después de todo, no era tanta la prisa y que el temor de "llegar tarde" no tenía fundamento alguno), un empleado trae dos tazas de café recién colado y mister Miller produce de una caja sobre él escritorio dos de sus tabacos escogidos. Saboreando ambas cosas, don Ramón le confiesa a mister Miller una preocupación que empieza a intranquilizarlo en los momentos no ocupados por problemas más inmediatos y concretos:
       —Algunos colonos se están viendo en dificultades con los trabajadores, mister Miller. Los socialistas...
       El yanqui lo interrumpe con una sonrisa, mientras da vueltas al cigarro humeante entre el índice y el pulgar de la diestra.
       —El socialismo, don Ramón —dice, con un dejo de desprecio—, el socialismo, bajo la bandera americana, es un sarampión inofensivo del sistema, en comparación con el tifo que ha llegado a ser en la Europa cansada y decadente. Y fíjese que esa gente celebra todas sus asambleas con las franjas y las estrellas sobre la pared. Estamos inmunizados. No se preocupe.
       Las palabras del yanqui no alcanzan a calmar por completo todas las incipientes aprensiones de don Ramón, pero, al mismo tiempo, suenan tan... ¿ cómo se diría?... ¡tan autorizadas, casi sabias! Aquello de “la Europa cansada y decadente”, por ejemplo, es cosa como de libros. Y, además, si mister Miller, que tiene tanto o más que perder a manos de la peonada salida de lugar, no se preocupa...

* * *

       Nada ni nadie detuvo el avance de la marea verde.
       El finquero la vió llegar, la vió detenerse momentáneamente ante sus guardarrayas, la ignoró unos años desde el fondo de su complacencia tradicionalista, se juzgó fuerte para “usarla” en su provecho, y finalmente, con la ingenua convicción de que llegaba porque él “le daba paso”, la vió derribar sus guardarrayas y acabar de tragárselo todo, hasta las estribaciones mismas de la sierra cafetalera.




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar