José
Luis González
(República Dominicana, 1926
- México, 1997)
En el fondo del caño hay un negrito
En este lado
(México: Los Presentes, 1954, 180 págs.);
En este lado. Edición corregida
(La Habana: Nuevo Mundo, 1961, 123 págs.)
A
René Depestre
I
La primera vez que el negrito
Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue en la mañana del
tercero o cuarto día después de la mudanza, cuando llegó gateando hasta
la única puerta de la nueva vivienda y se asomó para mirar hacia la
quieta superficie del agua allá abajo.
Entonces el padre, que acababa de
despertar sobre el montón de sacos vacíos extendidos en el piso, junto a
la mujer semidesnuda que aún dormía, le gritó:
—¡Mire... eche p'adentro!
¡Diantre'e muchacho desinquieto!
Y Melodía, que no había aprendido a
entender las palabras pero sí a obedecer los gritos, gateó otra vez
hacia adentro y se quedó silencioso en un rincón, chupándose un dedito
porque tenía hambre.
El hombre se incorporó sobre los
codos. Miró a la mujer que dormía a su lado y la sacudió flojamente por
un brazo. La mujer despertó sobresaltada, mirando al hombre con ojos de
susto. E1 hombre rió. Todas las mañanas era igual: la mujer salía del
sueño con aquella expresión de susto que a él le provocaba un regocijo
sin maldad. La primera vez que vio aquella expresión en el rostro de su
mujer no fue en ocasión de un despertar, sino la noche que se acostaron
juntos por primera vez. Quizá por eso a él le hacía gracia verla
despabilarse así todas las mañanas.
El hombre se sentó sobre los sacos
vacíos.
—Bueno—se dirigió entonces a la
mujer—. Cuela el café.
Ella tardó un poco en contestar:
—Ya no queda.
—¿Ah?
—No queda. Se acabó ayer.
Él empezó a decir: “¿Y por qué
no compraste más?”, pero se interrumpió cuando vio que en el rostro de
su mujer comenzaba a dibujarse aquella otra expresión, aquella mueca que
a él no le causaba regocijo y que ella sólo hacía cuando él le
dirigía preguntas como la que acaba de truncar ahora. La primera vez que
vio aquella expresión en el rostro de su mujer fue la noche que regresó
a casa borracho y deseoso de ella pero la borrachera no lo dejó hacer
nada. Tal vez por eso al hombre no le hacía gracia aquella mueca.
—¿Conque se acabó ayer?
—Ajá.
La mujer se puso de pie y empezó a
meterse el vestido por la cabeza. El hombre, todavía sentado sobre los
sacos vacíos, derrotó su mirada y la fijó durante un rato en los
agujeros de su camiseta.
Melodía, cansado ya de la insipidez
del dedo, se decidió a llorar. El hombre lo miró y le preguntó a la
mujer:
—¿Tampoco hay na pal nene?
—Sí. Conseguí unas hojitas de
guanábana y le gua hacer un guarapillo horita.
—¿Cuántos días va que no toma
leche?
—¿Leche? —la mujer puso un poco de asombro inconsciente en la voz—.
No me acuerdo.
El hombre se levantó y se puso los
pantalones. Después se allegó a la puerta y miró hacia afuera. Le dijo
a la mujer:
—La marea ta alta. Hoy hay que dir
en bote.
Luego miró hacia arriba, hacia el
puente y la carretera. Automóviles, guaguas y camiones pasaban en un
desfile interminable. El hombre observó cómo desde casi todos los
vehículos alguien miraba con extrañeza hacia la casucha enclavada en
medio de aquel brazo de mar: el “caño” sobre cuyas márgenes
pantanosas había ido creciendo hacía años el arrabal. Ese alguien por
lo general empezaba a mirar la casucha cuando el automóvil, la guagua o
el camión llegaba a la mitad del puente, y después seguía mirando,
volviendo gradualmente la cabeza hasta que el automóvil, la guagua o el
camión tomaba la curva allá adelante y se perdía de vista. El hombre se
llevó una mano desafiante a la entrepierna y masculló:
—¡Pendejos!
Poco después se metió en el bote y
remó hasta la orilla. De la popa del bote a la puerta de la casa había
una soga larga que permitía a quien quedara en la casa atraer nuevamente
el bote hasta la puerta. De la casa a la orilla había también un
puentecito de tablas, que se cubría con la marea alta.
Ya en tierra, el hombre caminó hacia la carretera. Se sintió mejor
cuando el ruido de los automóviles ahogó el llanto del negrito en la
casucha.
II
La
segunda vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del
caño fue poco después del mediodía, cuando volvió a gatear hasta la
puerta y se asomó y miró hacia abajo.
Esta vez el negrito en el fondo del
caño le regaló una sonrisa a Melodía. Melodía había sonreído primero
y tomó la sonrisa del otro negrito como una respuesta a la suya. Entonces
hizo así con su manita, y desde el fondo del caño el otro negrito
también hizo así con su manita. Melodía no pudo reprimir la risa, y le
pareció que también desde allá abajo llegaba el sonido de otra risa. La
madre lo llamó entonces porque el segundo guarapillo de hojas de
guanábana ya estaba listo.
Dos mujeres, de las afortunadas que
vivían en tierra firme, sobre el fango endurecido de las márgenes del
caño, comentaban:
—Hay que velo. Si me lo bieran
contao, biera dicho que era emboste.
—La necesidá, doña. A mí misma,
quién me lo biera dicho, que yo diba llegar aquí. Yo que tenía hasta mi
tierrita.
—Pues nosotros juimos de los
primeros. Casi no bía gente y uno cogía la parte más sequecita, ¿ve?
Pero los que llegan ahora, fíjese, tienen que tirarse al agua, como quien
dice. Pero, bueno y esa gente, ¿de ónde diantre haberán salío?
—A mí me dijieron que por ai por
Isla Verde tan orbanisando y han sacao un montón de negros arrimaos. A lo
mejor son desos.
—¡Bendito!... ¿Y usté se ha fijao
en el negrito qué mono? La mujer vino ayer a ver si yo tenía unas
hojitas de algo pa hacele un guarapillo, y yo le di unas poquitas de
guanábana que me quedaban.
—¡Ay, Virgen, bendito...!
Al atardecer, el hombre estaba
cansado. Le dolía la espalda, pero venía palpando las monedas en el
fondo del bolsillo, haciéndolas sonar, adivinando con el tacto cuál era
un vellón, cuál de diez, cuál una peseta. Bueno, hoy había habido
suerte. El blanco que pasó por el muelle a recoger su mercancía de Nueva
York. Y el compañero de trabajo que le prestó su carretón toda la tarde
porque tuvo que salir corriendo a buscar a la comadrona para su mujer, que
estaba echando un pobre más al mundo. Sí, señor. Se va tirando. Mañana
será otro día.
Entró en un colmado y compró café y
arroz y habichuelas y unas latitas de leche evaporada. Pensó en Melodía
y apresuró el paso. Se había venido a pie desde San Juan para ahorrarse
los cinco centavos del pasaje.
III
La
tercera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del
caño fue al atardecer, poco antes de que el padre regresara. Esta vez
Melodía venía sonriendo antes de asomarse, y le asombró que el otro
también se estuviera sonriendo allá abajo. Volvió a hacer así con la
manita y el otro volvió a contestar. Entonces Melodía sintió un súbito
entusiasmo y un amor indecible por el otro negrito. Y se fue a buscarlo.
(1950)
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