Juan Bosch
(La Vega, Rep. Dominicana, 1909 - Santo Domingo, 2001)

Guaraguaos
Camino real
(La Vega: Imprenta El Progreso, R. A. Ramos, 1933, 152 pags.);
Cuentos escritos antes del exilio
(Santo Domingo: Editorial Alfa & Omega, 1974, 284 págs.)



      El viejo Valerio señaló las aves y dijo:
       —¿Usté los está aguaitando? Bueno… Esos son querebebés. Atrás de los querebebés vienen las golondrinas, atrás de las golondrinas viene el agua, y atrás del agua… ¡Cristiano! Dios sabe lo que viene atrás del agua.
       A diez pasos corría el río; inmediatamente después se alzaba el monte tupido: capá, quiebrajacha, amacey, algarrobo, amapolo, palma.
       ¡Monte! ¡Monte!
       Al atardecer, no importa dónde esté, si me hallo solo y sentado en una silla serrana, recuerdo aquel monte. Todo él se iba alzando envuelto en enredaderas: bejuco, camarón, cundeamor, bejuco musú. Todo él estaba como arropado por las hojas que se juntaban, apretaban y confundían hasta no saber uno si bajo las hojas de capá había, verdaderamente, capá. Ahí mismo, a la orilla del río, la tierra se escondía en la tramazón magnífica de raíces de pomos; agua abajo iban siempre los frutos rosados y amarillos. A media tarde sentíamos, arriba, arrullos de palomas.
       ¡Monte! ¡Monte! ¡Vientre de árboles y de sombra…!
       Ya tenemos aquí diez meses el viejo Valerio y yo, diez meses esperando. No sabemos cuándo ha de volver Bucandito; no sabemos en qué lejana parte del país estará ahora; pero le esperamos.
       Bucandito se fue antes de que Desiderio se alzara. Bordas había pasado ya para Puerto Plata, al frente de las fuerzas, y nosotros tuvimos la esperanza de que terminara pronto aquello; sin embargo…
       —Vea, Juan —sopló el viejo Valerio en esos días—. Tanto rogarle al muchacho, y nada. Cuando el cuerpo pide una cosa…
       Así era. ¿Cómo podría yo decir de aquella fiebre que le hacía los ojos brillantes, de aquella admiración que le dejaba mudo, de aquel estarse quedo? Bucandito enloquecía cuando veía pasar un buen jinete armado de colt o de máuser con un pañuelo azul al cuello… Gritaba, empinándose:
       —¡Vivan los bolos!
       Y si el jinete se volvía y, entusiasmado, replicaba:
       —¡Vivaaannn!
       Bucandito, niño aún, me clavaba en el brazo las uñas y enseñaba los dientes en una sonrisa inexplicable.
       Yo recuerdo lo sucedido una mañana de sol: el viejo Valerio, Bucandito y yo, renovábamos las yaguas del bohío; habíamos abierto las nuevas al sol y las pisábamos con montones de piedra y troncos pesados. Él estaba sobre el caballete, recibiendo las que yo le entregaba. Se veía pequeñín, comparado con las palmas que rodeaban el bohío, entre cuyas ramazones se enredaba el sol caprichosamente. Sentimos pisadas de caballo y nos detuvimos un momento para ver pasar la cabalgata: era un grupo armado, con pañuelos rojos al cuello. El que parecía ser jefe, de anchas espaldas y jinetear elegante, gritó, en pasando frente a nosotros:
       —¡Viva Horaciooo!
       Mecánicamente miré a Bucandito: se había alzado sobre el caballete y parecía tan seguro como sobre una roca. Levantó su bracito derecho, quemado por el sol, y su vocecita se coló a través de los mangos y los joberos que servían de espeques:
       —¡Embuste! —dijo—. ¡Vivan los bolos!
       El grupo se detuvo como clavado.
       —¡Muchacho! —regañó el jefe.
       Los ojos del viejo Valerio iban del jinete a su hijo; pero Bucandito, como si le hubiera enardecido el regaño, gritó más recio aún:
       —¡Que vivan los bolos!
       Entonces el otro volvió repentinamente la cabeza, miró a los suyos, se viró a nosotros con una sonrisa amplia y, sacando el revólver que brillaba como espejo, disparó al aire y clavó su montura que se alzó gallarda sobre sus patas traseras.
       —¡Tú vas a gritar agora que vivan los rabuses, muchacho e porra! —rabió el hombre.
       Y Bucandito:
       —¿Quién? ¿Yo? Mejor máteme.
       El hombre enfundó otra vez su revólver, hizo caracolear el caballo, metió mano en un bolsillo, sacó un clavao y lo tiró a mis pies a la vez que señalaba a Bucandito y decía:
       —Eso es pa’ ti, muchacho. ¡Tú vas a ser un hombre de a verdá!
       Con las pisadas de los caballos se confundió la voz de Bucandito:
       —¡Yo no le cojo cuarto a rabuses!
       ¡Cierto que Bucandito Valerio fue un hombre!
       Recuerdo un caso, por aquellos meses, que me impresionó: salimos a montear nidos de guineas alzadas. Con nosotros iba Princesa, una perra negra, flaca y lenta, huevera como ella sola. En el primer nidal ella se dio a comer huevos y como Bucandito la acosara le fue encima. Se le llevó entre los dientes blancos el meñique de la zurda. El muchacho no se inmutó por aquel chorro de sangre que le salía de la mano: alzó el colín, vomitó una imprecación y de un mandoble partió en dos la cabeza del animal como si hubiera sido un melón. Desde entonces no hubo más perros en la casa.
       El tiempo, a esa edad, se nos va de prisa. Un día nos encontramos con dieciocho años encima. Yo tenía poca noción de las cosas que sucedieron entonces, pero Bucandito tenía anhelo de pelea e inteligencia clara y se hacía idea precisa de los motivos que hacían trepidar el país a cada paso.
       Una tarde nos fuimos a Jamao Arriba. Empezaban las corridas de San Andrés y había baile allá. A Bucandito parecía no interesarle la diversión, porque se mantenía por el patio o los rincones, conversando con sus amigos en voz baja.
       Tengo muy vagamente el recuerdo de aquella noche: la tambora, un acordeón que alargaba las notas, la güira… A ratos me quemaba la garganta con tragos de aguardiente. Bailé con Yeya, la trigueña de Bijero. ¡Qué duros y qué cálidos eran los senos de Yeya!
       Camino de casa, cerca del amanecer, Bucandito me dijo:
       —Esperémonos un chin, Juan.
       Se estuvo un rato callado, como si rumiara algo. Al cabo dijo:
       —Tú sabes que abajo de la ceiba salen muertos. Yo quiero verlos antes de dirme.
       —¿De irte? —pregunté.
       —Sí hombre… Pa’l monte.
       Quise mirarle. Sus facciones se desleían en la media luz de la madrugada. ¡Pero yo no podía estar equivocado! ¡Si Bucandito era casi un niño! ¿Sus dieciocho años? ¿Y qué? ¿Dejaba por eso de ser un cuerpecito enclenque, bajito, como si tuviera apenas quince? Tres años antes, nada más, le había dicho un hombre que llegaría a ser macho de verdad. ¿Acaso aquel tiempo que anunciaba el hombre había llegado?
       ¡Bucandito! ¡ Bucandito! El viejo Valerio no dij o palabra cuando no te encontró por la mañana; pero yo sé con seguridad que lo sintió porque sus ojos estuvieron opacos más de una semana.
       Bucandito envió noticias desde la Línea Noroeste: los bolos triunfaban bajo la jefatura de Desiderio y se acercaban a Santiago, ciudad que pretendía sitiar. Recomendaba que dejáramos el lugar y nos fuéramos a Loma Tocaya, donde tenía el viejo terrenos, porque probablemente todo el Cibao ardería con la llegada de Horacio. El hombre que nos trajo nuevas mientras esperaba el café que calentaba en el fogón, nos decía:
       —Muchacho ese que se ha dado guapo… El general lo quiere y nada más lo oye usté con Bucandito pa’ arriba y Bucandito pa’ bajo.
       Yo sentía el calorcillo que me subía por los pies.
       Vi la cara del viejo: por los ojos, por los carrillos, por la frente, por todo el rostro le salía una luz rara, que le hacía joven y bello. Pero no habló.

       Fue tal como lo dijo el viejo Valerio: tras los querebebés vinieron las golondrinas; tras las golondrinas vino al agua; sin embargo, nadie sabía lo que podía venir tras el agua.
       ¡Monte! ¡Monte! ¡Yo te veía escondido en la lluvia gris, aquellos interminables días ahumados! El río bajaba sucio y veloz. Tú estabas allí, tan inmutable, tan sereno como si nada sucediera. A tu sombra se fueron a esconder palomas, calandrias, carpinteros, petigres, guineas, perdices. Los becerros y las gallinas se salvaron de las aguas porque tú les brindaste la seguridad de tu tierra empinada. ¡Monte! ¡Monte!
       El viejo Valerio tampoco se inmutaba; seguía callado, encerrado en una costra irrompible, oscura. Día a día, con los pies en el travesaño de la silla, los brazos cruzados y los ojos semicerrados, se pasó aquel tiempo esperando, esperando. ¿Qué le importaban al viejo Valerio la lluvia, los becerros, los relámpagos? Él esperaba… Nada más.
       No vimos el sol en dos meses. Zumbaba en nuestros oídos el ras-ras lento del aguacero. Ni leña seca con que encender una hoguera para calentar café, ¡siquiera! La cuaba era algo precioso que debíamos economizar como oro.
       Yo tenía los pies blancos y blandos, como la flor de la campanilla. Y el río… ¡Monte noble y fuerte! Fuiste benigno como para permitir que la orilla del río llegara hasta los troncos de tus primeras palmeras!

       ¡Qué día aquél, viejo Valerio, cuando vimos el sol empujar suavemente las nubes grises! Las palmas parecían esponjadas, rizaditas, y el gallo manilo batió las alas satisfecho.
       ¡Qué día aquél, viejo Valerio! Te levantaste pasito de la silla, fuiste a la puerta y dijiste, con una voz sin emoción:
       —Pue’ ser que venga agora.
       Cierto que el río bajaba sucio aún, cierto que la tierra fangosa necesitaba muchos días de sol; cierto que en la tarde lloviznó. Mas a pesar de todo, ¡qué mañana tan eterna en mi alma, viejo Valerio!
       Aquella noche me eché en mi barbacoa con una alegría rara, amarga, que me mordía como perro bravo. Ya me hacía falta el zumbar de la lluvia para adormecerme. Sentía al viejo Valerio moverse; esperaba oírle quejarse. Pero se me fueron haciendo pesadas las piernas, los brazos, la cabeza… Sentí, como si aquello sucediera muy lejos, el cacareo desasosegador de las gallinas. Me despertó, al fin, la voz de Valerio que decía:
       —Juan, las gallinas están cacareando. Eso es anuncio de desgracia.
       ¿Cómo no iba yo a comprender que, lo mismo que en el mío, la imagen de Bucandito se había clavado en su cerebro?
       Pero el sueño me dominó, precisamente cuando hubiera querido llorar un poco. Una lágrima, siquiera…

       Nada más sentí uno: el último. Sonó igual que si hubieran dado una pedrada en un tronco de palma. Él, sin embargo, los había oído todos y preguntó:
       —¿Oyó los tiros, Juan?
       —¿Tiros? —dudé yo.
       —Sí hombre, un droteíto por allá, pa’ los lados de La Pelada.
       El viejo hablaría, probablemente, con la vista en dirección al techo. Yo estaba así, por lo menos. Por debajo de la puerta se colaba un vientecillo desagradable, que entraba hasta mi rincón, buscaba las rendijas de la barbacoa y me enfriaba la espalda. Yo no pensaba; pregunté, seguramente con la intención de no dejar al viejo así, esperando que yo hablara:
       —¿Será alguna fiesta?
       Él contestó:
       —Hubiéramos oído la tambora.
       Dije luego:
       —Debe estar amaneciendo.
       —Falta mucho todavía —le oí decir.
       Y a continuación:
       —Me tienen caprichoso esos tiros…
       El sueño pudo más que todo ese montón de preguntas que se me iba agrupando en el cerebro y en el corazón. Doblé las piernas, pegué casi las rodillas a la cara, me volví a la pared y me fui hundiendo otra vez en el lodo blando y negro de la noche.

       Me tiré de la barbacoa, soñoliento aún, precisamente cuando el gallo manilo saludaba la mañana con un canto recio y prolongado.
       Todavía la tierra del piso estaba húmeda y se sentía la brisa mañanera cargada de agua. El viejo Valerio salió de la otra habitación; se apretaba el cinturón y dijo:
       —Buen día, Juan.
       —Buen día —respondí.
       Abrió la puerta del patio, se detuvo un momento, vio el tamarindo donde dormían las gallinas y se metió en el ranchón que nos servía de cocina. Yo cogí el jigüero y me fui al río. Sobre sus aguas se posaba una luz azul tenue. En el monte había tal cantar de pájaros que no parecía sino que celebraban fiestas. Yo vi algunas calandrias en los pomos que orillaban el río, con las plumas levantadas y la cabeza bajo el alita, buscando algún piojillo molestoso, sin duda.
       El agua estaba más limpia que el día anterior. Tal vez hoy, aquí en la ciudad, tiraría una que no fuera cristalina; pero allá… ¡cuántos días alimentándonos con agua sucia como de poza! ¡Y menos mal que siquiera eso nos quedaba: agua sucia!

       Un cuarto de camino había hecho sol y nos miraba de lado, radiante en el cielo más azul que he visto. Uno veía así, a su alrededor, y le parecía estar metido en un círculo de palmeras, tamarindos, cañafístulos, guanábanos. Sólo el monte rompía la línea suave de la curva y se empinaba poco a poco, como si pretendiera alcanzar el sol.
       Valerio estaba sentado a la puerta del patio; de vez en cuando se apretaba la mano contra el rostro y sonaba la nariz. Yo llegué a pensar que quizá estuviera enfermo. Pero el viejo, pasado un rato, se levantó, entró la silla al bohío, tomó un machete y me dijo:
       —Ayúdeme a talar el frentecito, Juan.
       Y nos pusimos a trabajar.
       El sol caía de refilón en nuestras espaldas. Estábamos silenciosos y parecíamos oír solamente el ritmo de los machetes que tenían un alegre grito metálico al tronchar los guayabos y los pajonales de cola de gato. Era un trabajo bastante largo, pero agradable; empezábamos a sudar y yo creía tener en la espalda una gran plancha recién sacada del fuego. Vi eso en el viejo: se había erguido sin prisa; a poco tomó el machete en la mano zurda y con la otra hizo pantalla: miraba por encima del monte.
       Hay impresiones que no se olvidan: he ahí una. Recordaré siempre la bella figura del viejo Valerio, firme, con el pecho salido y la cabeza hacia atrás, la mano sobre los ojos, el machete al final del brazo que descansaba alargado, lacio. A pocos metros estaba el río y parecía haberse detenido para verle. El sol se apretaba contra la piel quemada del viejo; le brillaba en los bigotes canos, en la frente ancha y recta, en la punta de la nariz y en la barbilla avanzada.
       Aquella mirada fija me arrastró; quise ver también. Pero mis ojos azules debieron hundirse en el azul del cielo. La claridad me hacía daño y se me clavaba en ellos como espinas. Sólo me pareció ver dos pequeñas cruces muy altas, perdidas, que se movían con elegancia y trazaban grandes círculos cada vez más bajos.
       El viejo Valerio, como si se le hubiera roto aquel hilo que le sostenía erguido, bajó de golpe la cabeza y se cruzó de brazos, sin soltar el machete. Después se fue moviendo poco a poco y se quedó frente a mí. Su mirada indefinible, serena, inmutable, parecía acariciarme. Dijo:
       —Vea, Juan… Esos tiros…
       Se le apagó la voz, pero volvió a hablar en tono opaco:
       —Dios quiera. Para mí debe haber algún hombre o algún animal malogrado.
       Yo estaba agachado, con una rodilla en tierra, y mientras él hablaba me sostenía con la diestra en el cabo del machete y la punta de éste en tierra.
       —¿Qué le pasa? —pregunté.
       Entonces él señaló muy vagamente el lugar donde estaban aquellas manchitas y explicó:
       —Esos son guaraguaos y están por los lados de La Pelada.
       Se dobló, apretó los labios y, como si nada hubiera dicho, se dio a talar con bríos renovados. Los machetes daban pequeños gritos agudos y los primeros arbustos tumbados se mareaban al sol.

       Yo pensaba muchas cosas. El trabajo parecía acelerar en mí una fiebre nueva y noble: no sentía el sudor ni el sol; quería nada más trabajar, pero hacerlo sin descanso. Iba abriendo una especie de trochita entre los arbustos, directa al río, y calculaba todo lo que nos era necesario hacer, ya que había sequía. Pronto estarían los caminos transitables y podría uno ir a la tierra llana en busca de carne. Además tendríamos que traer las tres vacas paridas, que ahora vagaban por los terrenos incultos. Y todo esto venía a tiempo: la carne de la puerca gacha se estaba acabando. ¡Qué satisfacción saber que el cacao secaría y que no tardaríamos en tener café bueno!
       En ese montón de ideas me asaltó una: los guaraguaos. ¿No habría muerto, por casualidad, uno de los terneritos nuevos? ¿Alguna vaca, tal vez? ¿Para qué, si no para comer carne muerta, habían venido los guaraguaos? Es seguro que estarían lejos, porque las gallinas no habían cacareado temerosas. ¡Hombre!
       —¡Viejo! —llamé antes de terminar el pensamiento.
       Él me miró con ojos acariciadores.
       —Si las gallinas cacarearon anoche, fue por los guaraguaos —terminé.
       Y su voz suave me llegó:
       —No, hijo. La gallina no ve de noche. Eso fue mal anuncio.
       —Será que las aguas han ahogado uno de los becerritos…
       Valerio tenía en ese momento una matita de pomo en la mano, pegada a tierra, y la iba a trozar con su machete afilado; pero no lo hizo: se levantó, me miró hondo, sacudió la cabeza. Quería hablar y no se atrevía. Al fin…
       —Lo mejor es dir a La Pelada.
       Y se quedó viendo el monte.
       Estuvo un instante callado; después movió la cabeza de arriba abajo y, como asustado, consintió:
       —Sí… Vámonos.
       Rompió marcha de una vez, decidido. Yo quise lavarme las manos emporcadas de lodo. El agua lenta y turbia del río era fría como mano de muerte.

       ¡Monte! ¡Monte! ¡Vientre de árboles y de sombras…! Eres húmedo y acogedor. Mis pies desnudos se pegaban a tu tierra negra; mis ojos azules se enredaban en tus árboles serenos; mis manos ansiosas se prendían de tus bejucos. Era una hora antes de medio día; en la tierra llana el sol se extendía como verdolaga blanca; en mis espaldas era plancha recién sacada del fuego; pero en tu seno pardo parecía tardecita. Yo vi la perdiz, color de hoja seca, brincar confiada; y la paloma gris en las ramas del yagrumo y del cigua prieta, sin temores.
       El viejo Valerio caminaba de prisa; su respiración era sonora. No volvía la cara atrás ni decía palabra. Algunas veces levantaba el brazo y cortaba a machetazos los bejucos. Después los retiraba con la punta del arma. Teníamos muy a menudo necesidad de sujetarnos a ramas de árboles para poder subir. Y era como si a cada instante el monte se fuera alzando más, más, más…

       La Pelada es una planicie entre las lomas Tocaya y Guarina. Una vegetación pobrísima, de pajonales pardos, resecos, y algún que otro palo de cabirma, es todo lo de admirar en ella. La tierra rojiza, abundante en piedras, parece hozada por cerdos. No se puede caminar de prisa entre aquellos montones de pedruscos disimulados por el pajonal.
       A nosotros se nos fue metiendo el sol poco a poco, poco a poco; y lo encontramos de pronto completo, vaciado en La Pelada.
       Yo no vi nada, lo juro; pero ¿cómo no había de sorprenderme aquel súbito arrancar de Valerio; su andar preciso, como si supiera a conciencia qué quería hacer? De pronto vi los cerdos correr acompañándose de gruñidos. Valerio alzó el machete, lo tiró a los animales y dijo:
       —¡Chonchos condenados! ¡Comiendo carne de gente!
       Fue en ese preciso instante cuando sentí el mal olor que se me pegó a la nariz y se prendió de ella lo mismo que una mano.
       Lo que había allí no era más que algo deforme, un montón impreciso de carnes, con el vientre y la cara roídos. Los perros de los alrededores, los ratones, los jíbaros, los cerdos, quizá los guaraguaos, ¡qué sé yo cuántos animales se habían alimentado durante una noche y medio día con la carne de un hombre muerto!
       Yo me quedé algo retirado; el viejo Valerio parecía un árbol, porque hasta media pierna se veía hundido entre la yerba tostada de los pajonales. Tenía la mano izquierda en la nariz, y ni un músculo de su cuerpo se movía. Sólo que aquellos ojos estaban muy opacos cuando se volvió para decirme:
       —Tráigase un yaguacil, o dos; y si no halla busque yaguas.
       Antes de marchar le vi sentarse y dejar el brazo derecho caído entre las piernas. Parecía irse disolviendo en el sol del medio día.

       Eso no podría explicarse nunca y por tanto no me detendré en ello, pero yo ruego a todos procurar huir de las tierras incultas porque son crueles como hombres malos. Nadie podría figurarse lo que supone caminar hora y media, atravesar un monte sombrío, con los restos de un hombre a cuestas. Aquel montón de huesos y carne hedía de un modo horrible. En mi vida, el recuerdo de esa hora y media es atormentador y me sabe a pesadilla. ¡Yo siento a cada instante aquí, en la nariz, en la boca, en el estómago, el asco de aquella jornada!
       Cuando soltamos el yaguacil, frente al bohío, procuré no mirar lo que había en él. De lo que la ropa azul dejaba ver sólo la mano izquierda se había conservado intacta, pero llena de manchas azulosas, casi moradas. Yo reconozco que no era yo quien vivía entonces; me parece que no anduve sobre la tierra, sino en el aire, y que entonces estaban las cosas sujetas entre sí con telarañas.
       ¡Huid de las tierras incultas, porque son crueles como hombres malos!

       Yo no hablé media palabra mientras hoyábamos, ni hubiera podido hacerlo. La tierra pegajosa por las lluvias recientes se hacía rebelde. El sudor y el barro nos ponían una costra que parecía apretarnos por todos lados. No teníamos más que dos machetes y el deseo de acabar pronto. ¡Cómo nos miraba desde el oeste el ojo blanco del sol!
       El viejo Valerio se fue a cortar la madera mientras yo echaba tierra. Después aquella cruz, rama un momento antes y ahora mondada, blanquecina, parecía un niño que nos llamara con sus bracitos abiertos.
       Yo sentía las manos torpes, los dedos hinchados, y un deseo de no hacer nada, como si estuviera por dentro lleno de humo. Valerio se sentó a la puerta, frente a la tumba. Tenía los ojos muy opacos todavía y hacía ya cuatro horas que no hablaba. Sus manos largas, lentas, estaban juntas entre las piernas. Yo me quedé mirándole y, al rato, como si algo me obligara a hacerlo, dije:
       —Vámonos a Jamao, viejo. Yo no puedo seguir viviendo aquí…
       Con la vista clavada en la cruz, igual que reanudando una conversación rota, el viejo Valerio recomendó:
       —No mate nunca un guaraguao, Juan, y procure que no lo mate naiden.
       Y, a mi silencio lleno de asombro que se tragó sus palabras, explicó:
       —Si no hubiera sido por ellos no estuviera mi hijo enterrado ’ aquí agora.
       Yo grité:
       —¿Qué, viejo?
       Entonces fue cuando me miró.
       —¿No vido el dedo que le faltaba en la mano, el que le llevó la perra?

       Viejo Valerio: dejé La Tocaya después de tu muerte; pero no debes ignorar que voy a veces para adornar tu tumba y la de Bucandito.
       ¡Todavía está mi alma de rodillas frente a tu magnífica serenidad, viejo Valerio!



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