Juan Bosch
(La Vega, Rep. Dominicana, 1909 - Santo Domingo, 2001)

Maravilla (1940)
Originalmente publicado en la Revista Carteles
(1 de septiembre de 1940), págs. 24 y 26;
Dos pesos de agua
(La Habana: Ed. Impresor A. Ríos, 1941, 168 págs.);
Más cuentos escritos en el exilio
(Santo Domingo, Librería Dominicana,
Colección Pensamiento Dominicano, 1964, 285 págs.)



      La baja de la carne —por los días aquellos en que un toro de veinticinco arrobas valía veinticinco pesos— salvó a Maravilla del puñal del matarife, pero no pudo torcer su destino. El dueño llegó, le dio la vuelta estudiándolo detenidamente, le golpeó las ancas y dijo, mientras chupaba su cigarro, que era un crimen vender tan hermoso animal a ese precio; después se fue, cambiando opiniones con el viejo Uribe, y Maravilla empezó a mordisquear la grama con su calma habitual. Cuando el viejo Uribe volvió se plantó frente a la bestia y sin quitarle el ojo de encima se pasó largo rato con los brazos clavados en la cintura, la boca cerrada y la cara ensombrecida. Allí estuvo Uribe con sus piernas torcidas y sus hombros estrechos hasta que llegó el boyero Eusebio, a quien dijo, con cierta pesadumbre, que había que abrirle la nariz a Maravilla y que el dueño había dispuesto mandarlo a la loma.
       —¿Pal arrastre? —preguntó Eusebio.
       —Unjú —respondió Uribe.
       Algo murmuró el boyero. Uribe se fue sin ponerle mayor caso. Ya había él pensado eso mismo y estaba de acuerdo con lo que dijera Eusebio sobre la belleza del animal y la pena de enviarlo al trabajo. Al cabo, ¿no era igual matarlo? Eusebio salió a la amanecida de un lunes, arreando a Maravilla.
       Eusebio temía que la gordura le hiciera daño y lo ahogara en la subida de la loma. Con su piel rojiza y blanca, sus cuernos cortos, sus ancas potentes y su hermoso cuello, Maravilla se veía fuerte y poderoso. Su conductor y él iban flanqueando el primer repecho de la Cordillera por el lado de San José; abajo, hacia el sur, flotaban manchas de humo mecidas por el viento y entre las arboledas se extendía rápidamente un tono oscuro. Eusebio se detuvo un instante para contemplar la llanura y pensó que había escogido mal día. “De las doce pa bajo llueve”, se dijo.
       El boyero Eusebio era muy viejo en esas andanzas para no saber con exactitud qué decían las señales del tiempo. Con toda seguridad llovería. El aserradero estaba bien distante y si le cogía el agua con Maravilla cansado iba a tener que encomendarse a todos los santos para llegar antes de la noche. Dispuso, pues, apurar al animal. Al principio Maravilla rompía en trote cuando oía la voz potente de Eusebio ordenándole más prisa, pero al cabo empezó a sentir cansancio y un golpe fuerte en el pecho, algo así como si el corazón le hubiera estado creciendo. El calor era agobiante y el poco sol que llegaba quemaba como una llama. Fatigado y respirando sonoramente, Maravilla logró ganar el firme de la loma.
       En aquellos sitios sólo había pinos. Las negras raíces se extendían cruzando el camino, y los enormes troncos, cubiertos de cáscara rugosa, se sucedían en desorden. Al pie de uno de ellos, babeando y cansado, se detuvo Maravilla.
       Las manchas oscuras iban ganando las primeras estribaciones de la loma; a lo lejos se podía columbrar algún techo pardo y entre la confusión de las arboledas se distinguían los tonos claros de los potreros. Expandiendo las costillas a resoplidos, Maravilla quiso descansar mientras contemplaba el paisaje con ojos inexpresivos. Pero Eusebio veía acercarse la lluvia y opinó que debían seguir. Gritó dos o tres veces, y aunque Maravilla quiso complacerlo, no pudo. Estaba ahogándose; sentía el corazón pesado como una piedra y apenas podía batir la cola. Eusebio perdió la paciencia, y con una larga vara que no había utilizado en toda la mañana, aguijoneó al animal pinchándole las ancas. Maravilla saltó como si lo hubieran picado con una punta de fuego. El boyero volvió a clavarlo. Fuera de sí por el dolor, Maravilla echó a correr y su enorme cuerpo se balanceaba mientras sus pisadas resonaban sordamente. Profiriendo gritos, Eusebio le siguió.
       La sospecha de que el hombre pudiera alcanzarlo y volver a causarle dolor enfriaba en sus venas la sangre del animal. Se sentía cada vez más asustado y sus propios pasos le causaban angustia. Favorecido por los desniveles del firme de la loma, anduvo a toda carrera hasta que el sol desapareció entre las nubes y el viento empezó a presagiar la cercanía de la lluvia. El boyero había dejado de gritar. Arremolinándose en las copas de los pinos, la brisa arrancaba hojuelas. El lugar iba tomándose oscuro y desagradable. Maravilla sintió de golpe la soledad. Ese sentimiento no era nuevo; él había sido siempre muy sensible a la tristeza de la lluvia. Pero entonces, en aquel sitio apartado, sin compañeros y con el recuerdo de los pinchazos, la tristeza le pareció mayor. Se detuvo y volvió los ojos en redondo buscando la presencia de algún toro o de alguna vaca. El viento tomaba fuerzas por momentos. Los pinos jóvenes se doblaban y gemían como seres vivos; el batir de las hojuelas llenaba el paraje de un rumor entristecedor. Maravilla perdió su calma habitual. El mismo Eusebio se había detenido y observaba aquellas señales de mal tiempo con evidente preocupación. Repentinamente asustado, Maravilla lanzó un mugido largo y doloroso.
       —¿Cállate condenao! —gritó el boyero.
       A seguidas, como si el animal le hubiera insultado, se puso a dar voces ordenando que siguiera y el desdichado Maravilla pudo notar en el brillo de sus ojos que se había puesto fuera de sí. Temeroso de algo malo, Maravilla echó a andar. Sólo el miedo podía hacerle caminar. Estaba agobiado, con el pecho como lleno de aire, las ancas adoloridas y las rodillas duras. La furia del viento aumentó de golpe y el grito de los pinos azotados se hizo más fuerte. Y de pronto comenzó a llover. De los Pinos caían gotas gruesas y al sentirlas el animal perdió hasta el miedo que tenía; sólo le quedó su sentimiento de soledad y desamparo y empezó a mugir tristemente. Eusebio buscó el cobijo de un tronco, y se dobló y se cubrió como pudo mientras Maravilla batiendo la cola, mugía con acento doliente, Al fin, también Maravilla buscó abrigo al pie de un pino. El y el hombre podían verse por entre el agua. Desde su lugar, Eusebio contempló la bestia, tan poderosa, tan fuerte, y volvió a sentir pena por el destino que le esperaba.
       Cuando la lluvia cesó había caído tanta agua que durante horas estaría bajando por los flancos de la loma y llenando el camino. El barro era pegajoso y en algunos sitios las patas de Maravilla se metían casi hasta las rodillas en aquella pasta rojiza. Sin duda Eusebio quería ganar el tiempo perdido y por eso gritaba como un endemoniado. Hostigado por aquella voz Maravilla apuraba el paso, cuidándose de clavar bien las pezuñas. Antes de una hora se sentía cansado; le dolían las ancas y respiraba con dificultad.
       —¿Echa, que horita llegamos! —gritaba Eusebio.
       Y él “echó”. Todavía caían algunas gotas de agua rezagadas y los pinos se revolvían, llevados y traídos por el viento. De pronto Maravilla percibió un rumor sordo, como de río despeñándose.
       —¿Para, para! —ordenó el hombre.
       Al tiempo de decirlo se le puso delante y le pegó la garrocha en la frente. Con las patas y el vientre llenos de barro, molido, cansado, el animal se detuvo y miró en redondo. Eusebio señaló un camino que descendía a la derecha de Maravilla, y éste vio que abajo, casi como si estuvieran a sus patas, había algunos bohíos y un rancho largo, cubierto de zinc, del cual salía humo.
       —¿Echa! —tornó a gritar el boyero.
       Empezaba a oscurecer. Con sus lentos ojos, Maravilla vio la bajada del camino, por el cual rodaba agua, y sintió miedo. El descenso era difícil, mucho más que la peor de las subidas, porque como él tenía las patas delanteras más cortas que las de atrás, sentía que todo el peso del cuerpo se le iba a la cruz y tiraba de él hacia adelante, como queriendo derriscarle de cabeza. Lleno de hoyos, de piedras, de lodo y de raíces, aquel sendero le parecía a Maravilla la peor prueba de su vida. Por momentos volvía los ojos al boyero pidiéndole que lo dejara allí, que no lo mortificara más con sus gritos. Quería descansar, echarse a rumiar, dormitar un poco. Oscurecía rápidamente. Maravilla adelantaba con suma cautela, afirmando cada pezuña en terreno sólido. Correteando arriba, sin tirarse a las profundas zanjas del camino, sujetándose a los troncos y gritando sin cesar, Eusebio blandía su garrocha sobre los ojos del animal. Enloquecido por el tormento, Maravilla se puso a mugir, y su mugido era casi un grito de angustia. No podía más. Veía los bohíos y distinguía ya algunos hombres que saltaban sobre los pinos cortados; los veía y pensaba que jamás podría él llegar allá abajo. Desde el fondo del hoyo subieron ladridos de perros y voces agudas.
       —¿Echa! —gritaba Eusebio sin cesar.
       Pero Maravilla resolvió no “echar” más. Volvió los ojos a Eusebio, le miró largamente y decidido a soportar lo que le llegara, dobló las patas delanteras y se recostó en el lodo; pareció recobrar de golpe su acostumbrada placidez y se puso a ver, por entre los pinos, las lomas más cercanas. El boyero lanzó un grito agudo.
       —¿Condenao! —rugió—. ¿Arriba, maldecío!
       La bestia hizo como si no lo oyera, lo cual llenó al hombre de cólera. Blandiendo la garrocha le asestó varios golpes en el espinazo y después empezó a clavarle la punta en las ancas. El animal sentía aquel clavo como un punto de fuego, pero prefería ese tormento al de seguir andando. Eusebio perdió completamente la cabeza; los ojos le enrojecieron como brasas, saltó al camino y comenzó a golpear a Maravilla en las costillas, dándole con el mango de la garrocha; después le pegó con pies y manos. Los gritos del boyero eran insufribles. Estaba como loco y llegó a pensar en saltarle un ojo a aquella bestia inconmovible, pero al fin decidió hacer algo más práctico: le tomó la cola, se la dobló por la mitad y apretó con todas sus fuerzas. Maravilla sintió de pronto un dolor tan agudo que perdió la vista y creyó que iba a morir. Mecánicamente se paró. De poder hacerlo, hubiera gritado como los seres humanos. Aquel dolor insoportable le había dejado sin fuerzas. Eusebio volvió a tomarle la cola, y temeroso de que repitiera su crueldad, Maravilla echó a andar. No tenía ya voluntad. Sólo el miedo lo empujaba y se movía como un madero arrastrado por la corriente de un río. Fue bajando la pendiente poco a poco, mugiendo con tristeza. El ruido de la brisa entre los pinos, el del agua que rodaba y el que subía del fondo le atontaban más. Pensaba en el potrero y recordaba los días en que fue castrado.
       Llegó, al fin, metida ya la noche y levantando un vuelo de ladridos. Eusebio le hizo entrar en un corralejo y vio perros acercársele con los dientes desnudos; se echó en un aserrín caluroso y al mismo tiempo húmedo, y su cansancio era tal que durmió hasta la madrugada.
       Por la mañana hubo sol y la bestia pudo darse cuenta, observando lo que le rodeaba, de que estaba en un aserradero. Había por todas partes troncos de pinos; algunos hombres sacaban parejas de bueyes enyugados y se iban con ellos. Del lado opuesto a aquel por donde había llegado Maravilla, corría un río. Justamente encima del río, acaso a quinientos metros de distancia, la loma estaba calva, sin un árbol, y mostraba su entraña rojiza. Maravilla vio que algunas parejas de bueyes llegaban al calvero y que dos hombres golpeaban los troncos que arrastraban los bueyes; los troncos se desprendían, resbalaban por una zanja profunda que caía a tajo sobre el río, y, formando un estrépito infernal rodaban, haciendo saltar piedras y barro, y pegaban en el agua, de la cual se elevaban columnas de espuma. El río se remansaba en ese punto, pero inmediatamente volvía a correr llevándose los troncos. Varios hombres, armados de varas terminadas en hierros curvos, saltaban de tronco en tronco y los iban empujando y ordenando para que no se amontonaran. Los cantos de aquellos hombres y los gritos de los boyeros que desde allá arriba pedían atención, se confundían con el rumor del agua, el ruido de la tierra y los ladridos de los perros. Un humo oloroso a madera se elevaba continuamente de una chimenea. Algunos mulos esperaban que acabaran de cargarlos; les amarraban tablas en los lados y salían a trote ligero, arreados por los recueros, que gritaban y hacían restallar sus foetes. Maravilla trató de dormitar, pero el ruido no lo dejaba. No se movió, sin embargo. Estuvo allí toda la mañana, y los chicos —también algunos que no lo eran— se acercaban a mirarle y a decir su nombre en alta voz. Con su mirada noble, Maravilla los observaba mientras rumiaba con lentitud.
       Bien entrada la tarde lo sacaron del corralejo y lo llevaron junto a un viejo buey negro, de ancas peladas y cuernos rugosos, que estaba en mitad de una explanada y que tenía aspecto penoso. Aquel huesudo compañero parecía agobiado por los años. Excepto la quijada, nada se movía en su cuerpo, ni siquiera la cola, por mucho que las moscas se posaban en las llagas que le había formado la garrocha. No se movió tampoco cuando pusieron a su lado a Maravilla. Maravilla se impresionó cuando trajeron un yugo que colocaron en su cabeza y en la del viejo buey. Sintió que amarraban el yugo a sus cuernos, pero no intentó impedir la operación. Se quedó quieto un rato y no comprendió de qué se trataba sino más tarde, cuando quiso moverse y observó que no podía hacerlo ni podía mover la cabeza. Así, en ese estado, le hicieron andar. Todo el resto de la tarde tuvo que pasarlo aprendiendo a soportar el yugo, a parar en seco, a recular. Le dolía el pescuezo y debía estar atento a la menor presión de su compañero o a la voz del boyero. Dar la vuelta, lo cual se hacía girando sobre las patas delanteras, le parecía un tormento infernal.
       Aquello duró varios días, pero al fin se acostumbró al yugo, al ruido de la sierra, a los silbidos de las máquinas, al estrépito de los troncos que caían, a las voces de mando. Y un día —una clara mañana de junio— Maravilla fue sacado con su viejo compañero y llevado a la loma. Le hicieron caminar horas y horas por entre pinos, por bajadas y subidas, por lugares donde las hojas caídas hacían el suelo resbaloso y por otras donde las piedras golpeaban sus patas. El sol penetraba en todas partes y la brisa hacía sonar dulcemente la loma. Sin duda el día era bello, pero Maravilla no podía apreciarlo porque iba sometido al yugo, con la cabeza baja, sin poder moverla. A su lado, calmoso y triste, iba caminando lentamente el viejo buey negro, ducho en sufrimientos. Anduvieron larga distancia y al fin llegaron a un claro donde reposaban troncos enormes de pino a los cuales habían quitado la corteza para que resbalaran fácilmente sobre el camino. Cuando Maravilla y su compañero llegaron allí oyeron a dos hombres saludar alegremente al boyero que los conducía.
       —Vamos a ponerle este tronco, que es de buen tamaño —dijeron.
       —No —opinó el boyero—, Maravilla es nuevo y hay que ponerle carga liviana. Los otros protestaron que nada importaba eso y al cabo de una ligera discusión se acordó que yendo con el Negro, no había miedo de que Maravilla no pudiera cargar pesado. Mientras los hombres discutían los animales reposaban a la sombra de los pinos. El sitio era plácido. La brisa danzaba suavemente y alguna avecilla —muy raras en esos parajes— saltaba y piaba arriba.
       Pero el descanso no fue largo. Los hombres escogieron un tronco enorme y en el extremo más grueso, justamente en el corazón, le clavaron una especie de gran púa. Utilizaban una mandarria y sus golpes resonaban multiplicándose de árbol en árbol hasta perderse a lo lejos. Una vez terminada esa faena llevaron a los bueyes junto a la cabeza donde habían clavado la púa, pusieron en ésta una cadena y colgaron la otra punta de la cadena en una argolla que llevaba colgando el yugo. Maravilla oyó el tintineo de los hierros y temió que iba a empezar de nuevo algo desagradable.
       Así fue, por desdicha. El boyero gritó hasta cansarse, le clavó la garrocha y le hizo andar. A su lado, como una sombra, con paso seguro, iba el Negro. Maravilla procuraba mantener la cabeza baja porque el peso del tronco tiraba de él hacia atrás. Le ardían los nacimientos de los cuernos, quemados por las sogas. Lentamente, con mucho trabajo, los animales fueron saliendo a un camino formado por huellas de pinos arrastrados. El tronco se rodaba hacia alante en los desniveles y golpeaba en las patas de Maravilla. Delante, dando gritos, saltaba el boyero.
       Molesto, acalorado, resoplando, Maravilla veía que el camino se alargaba dos horas, tres horas, hasta que le pareció oír el ruido de las sierras. Por otros caminos descendían parejas de bueyes que, igual que ellos, llevaban troncos. Faltaba poco para la caída de la tarde y el sitio iba cobrando un aire amable. El sol no tardaría en hundirse en la llanura distante. Arreados por su boyero, Maravilla y el Negro se acercaban al calvero. Otra pareja estaba ya allí. Con las patas afincadas en la tierra, inmóviles, los dos bueyes esperaban que soltaran la cadena. Maravilla vio cómo lo hacían, y vio de pronto levantarse la punta del tronco como si este estuviera manejado por un brazo gigantesco; oyó el estrépito que hacía el pino pegando contra el declive y luego el golpe en el agua seguido por gritos de hombres. La pareja de bueyes quedó allí todavía medio minuto, como clavada, acaso asustada. Al fragor de la caída, los dos bueyes abrieron los ojos y después empezaron a caminar con lentitud.
       Lleno de recelo, Maravilla oyó la voz del boyero animándoles a él y al Negro a acercarse. De su lado —el derecho— no había nada entre sus patas y el abismo. Un ligero movimiento, un descuido fugaz, y sus pezuñas resbalarían. Al ver allá abajo hombres y troncos confundidos con el agua, Maravilla empezó a temblar. Con la mirada vidriosa, con las patas vacilantes, frío de miedo, fue andando pulgada a pulgada. La voz del boyero le enloquecía. Sentía a su lado al compañero, confiado, tranquilo, hecho desde hacía años a ese peligro, y no se explicaba por qué tenía una respiración normal cuando la suya le hacía estallar las costillas.
       De pronto sintió que su pata trasera derecha resbalaba, que la tierra se deshacía bajo ella. El boyero gritó con un alarido agudo y torturante. Maravilla quiso saltar y sintió que no podía. Durante un segundo su corazón se detuvo y su sangre se heló. Tembló más. Inesperadamente, el pito de la sirena estalló abajo, penetró en el bosque, sacudió los pinos y paralizó la vida de Maravilla. Fue un segundo, un solo segundo mortal. Enloquecido, el animal quiso huir, escapar al yugo, al terrible instante. Su pata batió el aire y, abierto de ancas, la sintió rodar por el abismo hasta que él pegó con el vientre en la tierra. Mugió, lleno de pavor y de dolor. El pesado tronco se fue cargando de lado, moviéndose con cruel lentitud, y Maravilla sentía ese movimiento y comprendía a qué conducía. Pero luchó; clavó las tres pezuñas restantes, las afincó furiosamente, restregó el hocico contra la tierra. Una fuerza descomunal tiraba de su cabeza hacia arriba y él sabía que si le daba a esa fuerza la menor ventaja, quedaría desnucado. Hizo un esfuerzo desesperado y sus ojos se llenaron de sangre, se le hinchó el pescuezo, se le crecieron las venas del vientre y los músculos de las ancas y de los muslos le quedaron en relieve. A su lado, silencioso y obstinado, el Negro se mantenía firme, con una de las patas traseras apoyada en una raíz, tirando también su cabeza hacia abajo. Asustado hasta la palidez, el boyero corría de un lado a otro dando voces.
       Allá abajo alguien llamó la atención y la gente empezó a murmurar. Corrían de todos lados y se agrupaban a ver la escena. Los perros ladraban y esos ladridos atormentaban a Maravilla. Este luchaba con su destino en aquel calvero y desde abajo se le veía librando la batalla por su vida.
       Poco a poco, con lentitud espeluznante, el pino iba rodando y saliéndose hacia el abismo. Maravilla sintió que perdía la vista, que entre él y la tierra se interponía una mancha de sangre. No podía respirar; le faltaba el aire y su corazón debía estar creciéndole por segundos. Crujieron las sogas del yugo y la cadena. Maravilla oyó resoplar al Negro y le pareció que también pateaba, que también iba cediendo. La fuerza que tiraba de su cabeza era cada vez más poderosa. Un poco más y aquello iba a decidirse.
       —¿Suban para aguantar el tronco; que suban para aguantar el tronco! —gritaban de abajo.
       El tronco se movió, se hizo más pesado, se agitó como un péndulo, y la cadena quedó tan templada que chirrió. La pezuña de la pata trasera izquierda de Maravilla, que hasta entonces había estado fija, comenzó a rodar, a resbalar, a deshacer la tierra. El peso aumentó hasta lo indecible. La bestia perdió la vista durante unos segundos y su corazón pareció estallar.
       De abajo vieron cómo un ligero movimiento decidió la lucha en favor del tronco. En un instante las cabezas de ambos bueyes se movieron, se alzaron; sus patas delanteras batieron el aire y se vio a las dos bestias resbalar, empujadas por el tronco, que saltó pegando con un extremo en un saliente del declive y se lanzó luego, en una mecida gigantesca, al vacío. Golpeando contra las piedras y las raíces, Maravilla y el Negro rebotaron, ensangrentando la zanja, y cayeron con estrépito. Los hombres vociferaron. Allá arriba, pálido, el boyero buscaba un sendero para bajar.
       De pronto un hombre de ojos autoritarios corrió desde el aserradero y hendió el grupo de gente con los brazos.
       —¿Corran —ordenó con voz estentórea— y saquen esos bueyes, que su carne sirve todavía!
       Los de varas largas corrieron en dirección de Maravilla y del Negro saltando sobre los troncos que iba arrastrando el agua y otros fueron en busca de machetes y cuchillos mientras los perros aullaban de alegría pensando en un próximo festín.
       Al caer la noche la carne de Maravilla estaba lista para ser enviada a las carnicerías de la comarca. Fue así como se cumplió su destino, a pesar del bajo precio de la carne, que por esos días era una miseria.


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