Juan Bosch
(La Vega, Rep. Dominicana, 1909 - Santo Domingo, 2001)

Mal tiempo (1949)
Originalmente publicado en la Revista Bohemia
Año 41, Núm. 44 (30 de octubre de 1949), págs. 4-5 y 145-146;
La muchacha de La Guaira
(Santiago, Chile: Editorial Nascimento, 1955, 197 págs.);
Más cuentos escritos en el exilio
(Santo Domingo, Librería Dominicana,
Colección Pensamiento Dominicano, 1964, 285 págs.)



      El viento arreció a medianoche de tal manera que Eloísa empezó a temblar. Tenía miedo de que el huracán destruyera el bohío y éste los aplastara, miedo de lo que pudiera sucederle a su hijo en la soledad de la loma y miedo de que el viejo Venancio despertara y la sorprendiera sentada en el catre, llena de pavor. Así pues, estuvo a punto de gritar asustada cuando oyó la voz de Venancio:
       —Tranquilícese, que no es na. Los troncos e mangos le quitan juerza al viento.
       Pero los mangos nada significaban para Eloísa. Toda la vida había sido miedosa. A pesar de sus treinta años viviendo en el lugar no había podido evitar el terror que sentía ante el mar, que estaba bien cerca; y aunque no lo decía, porque hablaba poco y porque su marido no admitía debilidades, se pasaba los días creyendo que desde que Venancio la llevó a ese lugar se hallaba sin amparo alguno en la vida. Además, su hijo andaba por la loma, solo del todo, y quién sabe lo que estaba haciendo ese viento por allá.
       Súbitamente el bohío crujió, movido por una racha que pasaba haciendo mugir las copas de los mangos; y Eloísa no pudo seguir callada.
       —¡Virgen de la Altagracia, ampáranos! —gritó.
       El viejo Venancio levantó entonces medio cuerpo en el catre y sujetó a su mujer por un brazo.
       —¿Pero usté no oyó lo que le dije? ¡Acuéstese di una vé y si le parece póngase a rezar, pero no lloriquee a esta hora!
       Sumisamente ella se acostó. Con los ojos cerrados podía hacerse la imagen del lugar, y ver tras el bohío los doce troncos de mango que el propio marido había sembrado mucho antes de que naciera el primer hijo. Pensar en que esos mangos servían para desviar el viento le producía cierto alivio, a pesar de que tal idea era falsa, porque lo que seguramente la tranquilizaba algo era saber que Venancio no se sentía inquieto en lo más mínimo. Por otra parte tal vez ni eso, ya que en verdad su mayor miedo no era al viento, sino a que el mar se desbordara. Siempre había sentido pavor ante esa posibilidad. El mar estaba tres millas hacia atrás, y por allí la costa caía a pico. Era muy improbable que algún día su tremenda carga de agua subiera; pero Eloísa se había asustado cuando lo vio por vez primera, y jamás se había librado de la impresión recibida entonces, que fue de soledad ante una fuerza gigantesca y ciega. A partir del momento en que empezó a tener hijos vivía segura, sin que pudiera explicarse la razón, de que alguna vez ese mar le mataría a uno de ellos. De pronto pensó en el único que le quedaba; lo vio bajo la lluvia y el viento, guarecido al pie de un árbol, solito en la compacta oscuridad del monte; y empezó a sollozar tratando de que Venancio no la oyera.
       Pero Venancio sí la oyó, y en tal ocasión de lo profundo de sí mismo le salió la cólera a estallidos. ¡Esa mujer, con su lloradera y sus temblores, no iba a dejarlo dormir! La agarró por un hombro, y Eloísa podía sentir, en medio de la oscuridad, los llameantes ojos del marido clavados en ella.
       —¿Se va a tar tranquila, sí o no? —preguntó él.
       Tratando de dominar su miedo, ella explicó:
       —Es que vea... Julián ta solo con este tiempo.
       —Julián ta seguro en la loma —sentenció él—. Lo que usté tiene que hacer es dejarse de lagrimeo y dormirse ya mesmo.
       Y él se durmió al cabo de un rato, aunque no Eloísa. Ni Julián. Julián iba a esa hora río abajo, luchando con las sombras de la noche para que la corriente no le llevara el tronco de caoba con que había resuelto sorprender al viejo. Eso era algo que se salía de lo habitual, pues el muchacho tenía su tarea concreta, que consistía en cortar madera para que el padre hiciera carbón; echaba los palos al suelo, los partía en trozos manejables, los conducía poco a poco hasta la orilla del río y los tiraba al agua; luego iba hacia abajo escoltándolos en su cayuco, hasta salir al prolongado arenal que el río y el mar formaban cuando el primero desembocaba en el segundo. Desde la boca hasta su casa, que quedaba a cinco o seis millas hacia el oeste, había un largo trecho desarbolado, a pesar de que al principio hubo ahí manglares que en una época sirvieron para hacer carbón. En tal trecho, unas veces más cerca del río, otras más lejos, se hacían las carboneras; y todo el lugar parecía un antiguo cementerio abandonado. Cruzando los palos debidamente astillados, y colocándolos en hoyos que después cubrían de tierra, en tal forma que a distancia semejaban túmulos, el padre y el hijo carbonizaban la madera y vigilaban el hilo de negruzco humo que día tras día salía por los respiraderos. Unos años atrás el viejo iba al monte con Julián, cada vez más lejos porque a medida que pasaba el tiempo eran menos accesibles los sitios arbolados; mas cuando Venancio empezó a quedarse corto de vista, como ya Julián era bastante fuerte, el padre resolvió que fuera él solo a los cortes. En los primeros meses Venancio se quejaba:
       —Vea, Eloísa, si no se hubieran muerto tos los muchachos que tuvimos aquí no faltaría madera pa’l carbón.
       —Asina sería —aprobaba Eloísa.
       De tarde en tarde Venancio preguntaba de pronto:
       —¿Cuántos años tendría agora Rafael, Eloísa?
       —Veintiocho —respondía la mujer.
       —¿Y Justino?
       —Veintisiete.
       El marido seguía pasando revista a los muertos, a lo mejor calculando cuánto carbón hubiera podido producir con todos vivos. No podía ser de otra manera porque Venancio no se gastaba en accesos sentimentales. Lo que a Eloísa le parecía muy raro era que recordara uno por uno los nombres de los ocho. Al final, indefectiblemente, Venancio comentaba.
       —Antonce Julián tiene.
       —Agora tiene casi diecinueve —le había dicho Eloísa, exactamente un mes antes de esa noche de mal tiempo.
       Con efecto, ésos tenía; pero desde muchacho de once o doce se comportaba como un adulto. Ya en esa época, cuando llegaba con el padre a la loma y daban con un macizo de árboles apropiados, no consultaba al viejo ni le decía una palabra; cogía su pequeño machete y trepaba silencioso a los troncos para empezar a desramarlos; y una vez terminado el desrame, tan pronto Venancio comenzaba a hachar, él se ponía a abrir trocha hacia el río, para que fuera más fácil la conducción de los maderos hasta la vía de agua. Estaba hecho a actuar por su cuenta. A lo sumo, alguna vez el viejo le decía:
       —Aquí no, muchacho. Vamos a ver si jallamos llana por ese rumbo.
       Entonces Julián bajaba del tronco en que se hallaba, siempre sin hablar, y se ponía a tumbar bejucos haciendo camino hacia el corazón del monte.
       Como no estaba acostumbrado a consultar, tres días antes de esa mala noche había resuelto tumbar el tronco de caoba con que de buenas a primeras se había dado. De inmediato comprendió que tal palo iba a exigirle varias jornadas de trabajo y que debía bregar duro para bajarlo hasta el río, pues si quería sacarle todo su valor tendría que llevarlo sin cortarlo en pedazos. Venancio se molestaría al verlo llegar sin más madera, y como ya estaba casi ciego de tanto meterse en las carboneras, no podría distinguir de pronto la calidad del tronco. Quizá hasta dijera que era ojancho; y a Julián le parecía oírlo:
       —Muchacho, ¿cómo cortaste ese palo tan duro en vé de traer llana?
       Entonces él le diría:
       —Usté ta medio ciego, taita. Eso no es ojancho; eso es un tronco de caoba que vale como cien pesos.
       A lo que sin duda alguna el padre contestaría alzando la cabeza, esforzándose en mirarle la cara, y diciendo al cabo de un rato, esquivando discutir sobre su error:
       —Antonce busque como venderlo di una vé, y si va al pueblo tréigase algo de comida y cómprele un túnico a Eloísa.
       Eso tendría que suceder así y no de otra manera. Además si el padre no mencionaba el túnico de la madre, él iba a comprarlo de todos modos. La vieja tenía ya tal vez más de cincuenta años; era chiquita, delgada, canosa, sufrida, y aunque el hijo no mencionaba tal detalle, entre otras razones porque él no tenía el hábito de hacer comentarios, él notaba que a la hora de servir la comida en la cocina el primer plato era siempre el suyo. Una vez hasta sintió a la madre, tarde en la noche, tirándole arriba un saco vacío.
       Durante tres días el muchacho batalló sin descanso. Tumbar el caobo fue lo más fácil; lo difícil fue conducirlo hasta el río. En ocasiones lo hacía rodar al favor de los desniveles del terreno, tras haber limpiado a machete él trayecto que debía seguir el madero: pero en otras tenía que vencer los obstáculos levantando el enorme tronco por el extremo menos pesado. Cuando la tarde caía, y el bosque se poblaba de pajarillos que llegaban aturdidos por el sueño a llenar las altas ramas de los árboles, Julián se encaminaba hacia el río para dormir en su cayuco, amarrado en la orilla. El tercer día amaneció con amagos de lluvia, y desde media mañana, una vez comenzó a llover, el muchacho tuvo que luchar con ese nuevo inconveniente, lo que aumentó mucho sus dificultades. Fueron siete u ocho terribles horas las que pasó, con el tronco resbalándole a causa del lodo y del agua, yéndosele de las manos, atajándosele en cualquier pequeño matojo de yerbas. Aun bajo la lluvia Julián sentía el sudor corriéndole por la frente. La ropa se le había endurecido a efectos del agua. Pero no cejó un minuto. A eso de las seis vio el río a escasos metros de distancia; y cuando oscureció del todo sintió que su decisión de echar sin demoras el tronco a la corriente crecía a compás con la oscuridad y con la lluvia, que iban engrosando cada vez más. Era septiembre, el temido septiembre de las islas, y no había esperanzas de que el mal tiempo se debiera a cambios de la luna. Julián sabía, pues, que no debía parar un instante.
       A eso de las ocho el caobo cayó al agua. Se le oyó chasquear blandamente; y sin perder tiempo el muchacho deshizo el nudo de la cuerda que sujetaba el cayuco y se metió en él. Con gran trabajo, canaleteando con una mano y con la otra empujando el caobo, logró situarse en medio del río. A partir de ahí la tarea sería menos agobiadora, sobre todo cuando llegara la luz del día; pues mantenerse atento a que el tronco no se le atravesara frente al cayuco o a que no se le embarrancara no era cosa fácil en la compacta oscuridad de la noche. Durante largas horas pudo manejarse relativamente bien, a pesar de la fuerte lluvia. Pero de pronto, a mitad de trecho entre la medianoche y el amanecer, notó que el cayuco se mecía de atrás alante, como si el agua del río estuviera creciendo en oleadas. Por sí solo ese hecho daba que pensar; cuánto más lo daría media hora después, al comenzar el viento a dejarse sentir soplando con creciente vigor, encajonado entre los árboles de las orillas. Julián, sin embargo, no sintió temor. Sabía bien qué indicaban esos síntomas; pero él había resuelto llevar hasta la playa de la boca el tronco de caoba, y lo llevaría sin duda alguna, pasara lo que pasara.
       Endurecido por la sorda lucha que libraban dentro de él el sueño y la atención, Julián se quedó sorprendido de súbito cuando, ya al amanecer, movido inesperadamente por una fuerza de agua, el tronco giró a toda velocidad y se atravesó frente al cayuco. El muchacho corrió, haciendo tambalear la primitiva embarcación. Después que logró evitar el choque alzó la cabeza y vio cómo el viento doblaba las copas de los árboles que orillaban el río.
       —Si el tiempo ta malo pa’bajo, los viejos ni haberán dormío —dijo en voz bastante alta.
       Y acertaba, porque Eloísa, por lo menos, no pudo dormir. Durante más de cinco horas estuvo con los ojos abiertos, oyendo el paso cada vez más violento de las ráfagas y el caer incesante de la lluvia, que hacía sonar de manera sorda las yaguas del techo.
       El viento empezó a amainar después de amanecer, pero la lluvia fue haciéndose más fuerte, y a eso de las doce era un diluvio lo que se sentía sobre la tierra. Llovió menos en la tarde, para arreciar otra vez al entrar la noche. Solos y silenciosos, dando vueltas en los pequeños límites del bohío, fumando de vez en cuando sus cachimbos, Eloísa y Venancio veían caer el agua, la veían rodar por los pequeños desniveles e ir llenando el patio de lagunatos. En dos ocasiones, una en la mañana y otra bien entrada la tarde, Eloísa comentó como para sí que tal vez su hijo Julián estaría mojándose más de la cuenta en el monte. La última vez Venancio se puso de pie al oírla, y respondió de mal modo, mirándola a los ojos:
       —Usté déjese de tar llamando desgracia. El muchacho se pue mojar lo que quiera, que no es de azúcar pa derretirse.
       En lo cual estaba acertado. Julián no era de azúcar; y de todos modos estaba de más hablar de él. Pues había ocurrido que a eso de las diez de la mañana, quizá entre las nueve y media y las diez, el río había empezado a bajar cada vez más cargado. Por momentos unas turbias oleadas cubrían las orillas e iban doblegando los yerbazales. Sin duda el viento que había cruzado hacia las lomas durante la noche había empujado las nubes hasta la cabecera. Y debió ser así, porque de improviso, tal vez un poco pasadas las diez, se oyó el pavoroso ronquido de la masa de agua que bajaba dominándolo todo. Julián se puso de pie en medio del cayuco, y miró hacia atrás. Él no sabía lo que era eso, pero muchas veces oyó a Venancio contar historias de violentas crecidas. En medio de la lluvia podían distinguirse los ruidos de los bejucos que se doblaban chasqueando, el golpear del agua en los troncos de los árboles más cercanos y el impresionante fondo del ruido que hacía la propia agua al rodar sobre sí misma, creciéndose en oleadas de un pie de altura.
       Durante una fracción de minuto Julián quedó confundido, sin saber qué hacer. Al tratar de ver el caobo advirtió que iba meciéndose, hundiendo en el río ya una punta, ya la otra, y en ocasiones girando como un rehilete. Sentándose otra vez, para no perder el equilibrio, metió el canalete en la turbia masa líquida y pretendió avanzar lo más aprisa que pudiera, porque era necesario pegarse al palo y dominarlo, a fin de que no embarrancara o no se le atravesara. Si el río estaba arrastrando árboles descuajados, lo cual era posible, y el caobo se le enredaba en uno de ellos, no iba a poder sacarlo en medio de la corriente; le cogería la noche, y como llevaba ya una sin dormir se le haría muy difícil dominar el sueño. Así pues, avanzó cuanto pudo y se arrimó al tronco. Pero sucedió que en tal momento el caobo comenzó a girar sobre su eje longitudinal, y Julián cometió el error de querer atraparlo con un pie precisamente cuando otra ola de la crecida venía mugiendo tras él, imponiéndose en el recodo que acababa de dejar tras su espalda. Dos veces el tronco fue y volvió, pegando contra el cayuco; y eso ocurrió con movimientos tan rápidos que Julián no nudo evitar que su pierna, caída al agua cuando perdió la sustentación del tronco, quedara atrapada entre éste y el cayuco. El primer golpe casi le hizo perder el conocimiento tal fue el dolor que le produjo; el segundo lo aturdió largo rato, sobre todo porque había sentido el sonido del hueso al quebrarse, y de inmediato algo parecido a la feroz mordedura de un perro en lo recóndito del vientre. Llevado por el instinto el muchacho quiso acudir a cubrirse la pierna con las manos; y entonces el cayuco, atravesado ya en medio del río, se ladeó, soltó su carga, brincó un poco sobre el agua y comenzó a derivar, dando bandazos, corriente abajo. Sobre su fondo de liviana madera la lluvia sonaba con sordo golpear.
       Todo aquello duró tal vez lo que un relámpago y aunque las circunstancias eran aflictivas Julián ni siquiera las apreció. Perdido el cayuco nadaría otra vez hasta alcanzarlo; y si no podía, porque era demasiado ligero de peso y el agua acaso lo arrastraría con velocidad, nada evitaría que él se arrimara al caobo. De ser así se abrazaría al tronco y se dejaría ir con él, aunque se embarrancara o se enredara en un árbol desarraigado por el río. El muchacho estaba hecho a cejar, y no lo haría. No le importaba tener que pasar sujeto al caobo un día, una noche más, dos días, dos noches. Ahora ya no se trataba, como minutos antes, de calcular las dificultades que podían proporcionarle la oscuridad, el río crecido y el trasnoche; ahora se trataba de salvarse y llegar a la playa de la desembocadura con el caobo. De manera firme y poderosa Julián sentía que el caobo y él, no él sin el caobo o el caobo sin él, tenían necesariamente que correr la suerte juntos, hasta arribar adonde el viejo pudiera dar con ellos. Ese sentimiento le comunicaba fuerzas, a despecho de la pierna, que tiraba de él hacia el fondo.
       En verdad, pocos minutos después no podía con ella; un rato más tarde ni siquiera le era dable mover el muslo, y la cadera se le estaba partiendo del dolor. Llovía, estaba metido en el agua, y sin embargo sentía que algo frío, surgido de sí mismo, le empapaba el cuerpo y el rostro. Vio con toda claridad alejarse el cayuco, que discurría rápidamente al favor de la corriente; y vio al caobo moviéndose a saltos, como si alguien lo empujara desde abajo. Pensó gritarle que lo esperara, que él iba para allá. Sin parar mientes en lo que sentía, braceó enérgicamente, una, tres, cinco veces. ¡Ya tenía el tronco ahí, a su alcance! ¡Ah!, si hubiera podido detenerlo un instante, un solo instante.
       —¡Párate, maldito! —gritó.
       Pero en tal momento un extremo del caobo saltó, como un pez que huye, y cuando pegó de nuevo en el agua había sido arrastrado casi dos varas más allá. Julián quiso bracear otra vez; mas de súbito, con un impulso brutal y despiadado, el dolor de la cadera estalló, enfriándole el vientre, y sintió los brazos paralizados. El muchacho abrió la boca, ya con la nariz y la cuenca de los ojos afilados por el color amarillo que iba transfigurando sus facciones. Ciego y sordo; trató de salir adelante, luchando por no hundirse, seguro de que iba a vencer. Hasta que no pudo más. A pesar de que no veía cuando por última vez sacó la cara a la superficie, tuvo, sin embargo, la fugaz impresión de que la lluvia pegaba duramente en el río; lo cual —aunque ya para él estaban desapareciendo la mentira y la verdad— era absolutamente cierto.
       No sólo llovía allí, sobre el río, sobre el cayuco que había derivado y girado cien veces hasta quedar varado entre los matorrales de la orilla izquierda, y sobre el tronco de caoba que tan pronto se cruzaba en medio de la corriente como se dejaba arrastrar por el ímpetu de las aguas; sino que con igual intensidad estaba lloviendo en la costa, sobre el bohío donde Eloísa y Venancio, encerrados en los setos de tablas de palma, esperaban no sabían qué.
       La lluvia duró todavía dos días y dos noches más. Al tercer día el sol fue surgiendo lentamente. Había lodo y toda la naturaleza se veía cansada; pero Venancio no parecía afligido. En verdad, jamás había cambiado su manera de ser. Mientras tomaba café, bien temprano, se dirigió a la mujer.
       —Usté ha estao haciendo mucha zoquetá en estos días —dijo—. Ajuera lloviendo y usté adentro mortificándome...
       —Era que estaba pensando en Julián, íngrimo y solo en esa loma con un tiempo tan malo —explicó ella.
       —Bueno; pero ya el tiempo pasó. Déjese de tar pensando en el muchacho, que a él no le hace falta. El muchacho sabe cuidarse.
       Y nada más habló de eso el viejo. Unos minutos más tarde con los ojos iluminados por alguna idea que le daba cierto aspecto de picardía juvenil, dijo de pie en el umbral de la puerta:
       —Vea, este tiempo debe haber hecho crecer el río, y tal vé el agua haiga arrastrao algún tronco de provecho. Me voy pa allá.
       Y salió inmediatamente, rehuyendo los pozos de agua y los lodazales que cubrían el camino. Eloísa lo vio irse, triste sin saber por qué. El temporal había pasado y con él cualquier peligro. Pero lo cierto era que aquel sol que estaba sucediendo a las lluvias tenía un acento parecido al del hogar donde por primera vez plañe un niño cuya madre ha muerto al darlo a luz.
       Sin embargo, todo ese cúmulo de sentimientos debía ser causado por sus cincuenta años. Las cosas no andaban mal, como lo probó la vuelta de Venancio, quien retornó a la caída de la tarde con la noticia de que algo bueno había ocurrido.
       —Figúrese, Eloísa —dijo— que jallé en la playa un tronco de ojancho, y como tiene buen tamaño va a dar algunos sacos de carbón. Cuando el muchacho vuelva va a encontrar que su taita le tiene una sorpresa.
       —Qué bueno —comentó ella, confusamente alegre de que su marido demostrara tal interés por el hijo—. Él se la merece, porque mire que Julián es buen hijo, ¿no le parece, Venancio?
       Pero Venancio no la oyó bien. Estaba pensando en otras cosas; y he aquí que, sin darse cuenta, y para confundir más a su mujer, que nunca le había oído expresarse en tal forma, dijo en alta voz lo que pensaba. Que fue esto:
       —Dió no le falta al pobre, Eloísa ¡Vea que traer este temporal pa ayudarnos!
       Y se quedó con la mirada perdida en el cuadro de cielo que se veía a través de la puerta, quizá esperanzado en que viniera otro mal tiempo tan generoso como el que acababa de pasar.



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