Juan Bosch
(República Dominicana, 1909-2001)


La negación
(Cuentos escritos antes del exilio, 1975)



      Viendo a José Dolores se recibe la impresión de que vivió caminando: hay en todo él como polvo de camino. Sus ojos parecen devolver paisajes. José Dolores habla y uno evoca a la abuela, cuando registraba baúles.
       —Este fue mi primer traje largo —dejaba oír la vieja.
       Y así él. Arrinconados por ahí, en su cerebro, tiene los recuerdos.
       Ahora se entretiene en cortar andullo; va sacando finísimas rajas que luego deshace entre las manos.
       —En mi tiempo no había carretera —dice—. Por eso no me acostumbro. Dende que se me estiricó el bayo juré no andar más que con esto —y señala los pies.
       Sonríe. Tiene una alegría de hombre sano, acostumbrado al bien y cargado de conformidad.
       Por la puerta se ven las cosas como alambradas: la lluvia es recia, sonora.
       Dos pequeños desgranan el maíz. En la sombra de un rincón se adivina la silla de montar.
       —Con Dios por delante —proyecta su huésped— entre unos diítas siembro todo ese limpio que usté vido antes de llegar. El maíz es degallao.
       José Dolores piensa que Eufemio también estará preparando la siembra. Tendrá un conuco para los víveres de la casa. Él recuerda haberle dejado buena tierra recién lista para frijol. ¡Las cosechas que habrá hecho en tanto tiempo!
       Se alegra de pensar en el hijo; su contento es tal que le salta por los ojos. En este momento, por ejemplo, se siente capaz de seguir su camino, a pesar de la lluvia y de la noche que se le viene encima.
       Eufemio debe estar ajembrado. Quizá tenga algún hijo. ¡Quién sabe!
       El roce de las mazorcas hace dúo a la lluvia: rass rass…
       José Dolores siente olor de cocina.
       —Es Cunda —explica el huésped—; no le gusta que la gente pase hambre.
       Él empieza a sonreír. ¡Grata vida ésta!, de pronto entra un pequeño, chorreando agua y morado de frío.
       —Ese becerro condenado no aparece —rezonga.
       El más chiquilín lo mira y sonríe.
       José Dolores se esponja. La palizada se esconde en la lluvia. Las mazorcas prosiguen su dúo: rass rass…

       Cabeceaba el día un sueño cuando se le entró cuerpo adentro la locura. Eso es; locura. Corrió, corrió. La casa, el jardinillo, los mangos detrás; todo lo vio como en derrumbe. Se ahogaba. No supo cuándo saltó la tranca. Aquel perro bermejo que empezó a ladrar… Locura, eso es: locura.
       —¡Ufemio! ¡Ufemio!
       ¡Qué alegría, qué alegría! ¡Había llegado! ¡Y tantos años! ¡Tantos!
       —¡Ufemio! ¡Ufemio! —gritó de nuevo.
       Fue mujer quien contestó. Apareció en la puerta del bohío, secándose las manos con un trapo listado. La voz era lenta:
       —¿Qué quiere usté?
       —¿No vive aquí Ufemio, doña?
       —Para servirle.
       A poco más grita. ¡Qué contento, Dios; qué contento!
       —Es que yo soy su taita —dijo.
       —¿José Dolores? —preguntó ella asombrada.
       Casi no la oyó porque se le iba la cabeza. Hubiera querido meterse por el bohío, corriendo, corriendo; ver todo con aquellos ojos que le saltaban de alegría; abrazar a la mujer, y la casa y el perro.
       —Dios te bendiga, hija —logró decir.
       Y terminó:
       —Porque tú eres su mujer. Segurito…
       Entró. El perro bermejo estaba echado a la puerta. Tenía la cabeza entre las piernas y comenzó a gruñir.
       Cuando él vio aparecer aquel pequeño por la puerta del patio sintió un vuelco en el corazón. ¡Si tenía su misma cara!
       Corrió y lo alzó en brazos.
       —¿Cómo te llamas, lindura?
       El niño no quiso contestar; le azoraba ese hombre.
       —Es tu agüelo, Lolito —terció la mujer.
       —¿Le pusieron como a mí?
       Las lágrimas le caían en abundancia. No quería contenerlas porque se sentía feliz llorando. La mujer le miró, le miró y prefirió irse. Volvió al rato: el viejo acariciaba al niño y sonreía.
       —Usté me va a esperar un chin, taita, en lo que le preparo algo —dijo.
       José Dolores puso al nieto en las piernas:
       —Agüelo te va a comprar un potriquito —decía—; y si te portas bien te va a llevar al pueblo.
       La mujer tornó a poco trayendo plátanos humeantes. Él quería partir su comida con Lolito y sólo tenía ojos para mirarle.
       Fue al cabo de un rato cuando preguntó por Eufemio. El alma se le quedó en un hilo al ver la nuera secándose una lágrima.
       —¿Muerto? —preguntó angustiado.
       La contestación tardó; tal vez no tanto como le pareció a José Dolores.
       —Preso.
       —¿Preso?
       Sobre la rodilla, la mano se le hizo una mueca.
       —¿Por qué?
       Lolito los miraba como tratando de no oír. El perro bermejo lanzaba dentelladas cazando moscas.
       —Robó —dijo ella al fin.
       El sol se metió por las rendijas y le encontró listo. Lo único que le hacía extraño era el brillo de los ojos. Se llegó hasta el patio y llamó a la mujer.
       —Quiero que me dispense, doña —rogó—. Tenía hambre y sueño y por eso hablé embuste.
       Ella no abrió la boca, pero la interrogación se le leía en los ojos.
       —Es que yo no soy el taita de Ufemio —explicó.
       No esperó. Miró, al pasar, a Lolito. Quiso detenerse; sin embargo, tuvo fuerzas para saltar la tranca con agilidad. Ni siquiera volvió la cara antes de tragárselo el recodo.




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