María Luisa Bombal
(Viña del Mar, 1910 - Santiago de Chile, 1980)


La amortajada (1938)
(Buenos Aires: Sur, 1938)


      Y luego que hubo anochecido, se le entreabrieron los ojos. Oh, un poco, muy poco. Era como si quisiera mirar escondida detrás de sus largas pestañas.
       A la llama de los altos cirios, cuantos la velaban se inclinaron, entonces, para observar la limpieza y la transparencia de aquella franja de pupila que la muerte no había logrado empañar. Respetuosamente maravillados se inclinaban, sin saber que Ella los veía.
       Porque Ella veía, sentía.

       Y es así como se ve inmóvil, tendida boca arriba en el amplio lecho revestido ahora de las sábanas bordadas, perfumadas de espliego —que se guardan siempre bajo llave—, y se ve envuelta en aquel batón de raso blanco que solía volverla tan grácil.
       Levemente cruzadas sobre el pecho y oprimiendo un crucifijo, vislumbra sus manos; sus manos que han adquirido la delicadeza frívola de dos palomas sosegadas.
       Ya no le incomoda bajo la nuca esa espesa mata de pelo que durante su enfermedad se iba volviendo, minuto por minuto, más húmeda y más pesada.
       Consiguieron, al fin, desenmarañarla, alisarla, dividirla sobre la frente.
       Han descuidado, es cierto, recogerla.
       Pero ella no ignora que la masa sombría de una cabellera desplegada presta a toda mujer extendida y durmiendo un ceño de misterio, un perturbador encanto.
       Y de golpe se siente sin una sola arruga, pálida y bella como nunca.
       La invade una inmensa alegría, que puedan admirarla así, los que ya no la recordaban sino devorada por fútiles inquietudes, marchita por algunas penas y el aire cortante de la hacienda.
       Ahora que la saben muerta, allí están rodeándola todos.
       Está su hija, aquella muchacha dorada y elástica, orgullosa de sus veinte años, que sonreía burlona cuando su madre pretendía, mientras le enseñaba viejos retratos, que también ella había sido elegante y graciosa. Están sus hijos, que parecían no querer reconocerle ya ningún derecho a vivir, sus hijos, a quienes impacientaban sus caprichos, a quienes avergonzaba sorprenderla corriendo por el jardín asoleado; sus hijos ariscos al menor cumplido, aunque secretamente halagados cuando sus jóvenes camaradas fingían tomarla por una hermana mayor.
       Está Zoila que la vio nacer y a quien la entregó su madre desde ese momento para que la criara. Zoila, que le acunaba la pena en los brazos cuando su madre lista para subir al coche, de viaje a la ciudad, desprendíasela enérgicamente de las polleras a las que ella se aferraba llorando.
       ¡Zoila, antigua confidente en los días malos; dulce y discreta olvidada, en los de felicidad! Allí está canosa, pero todavía enjuta y sin edad discernible, como si la gota de sangre araucana que corriera por sus venas hubiera tenido el don de petrificar su altivo perfil.
       Están algunos amigos, viejos amigos que parecían haber olvidado que un día fue esbelta y feliz.
       Saboreando su pueril vanidad, largamente permanece rígida, sumisa a todas las miradas, como desnuda a fuerza de irresistencia.
       El murmullo de la lluvia sobre los bosques y sobre la casa la mueve muy pronto a entregarse cuerpo y alma a esa sensación de bienestar y melancolía en que siempre la abismó el suspirar del agua en las interminables noches del otoño.
       La lluvia cae fina, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer. Caer sobre los techos, caer hasta doblar los quitasoles de los pinos, y los anchos brazos de los cedros azules, caer. Caer hasta anegar los tréboles, y borrar los senderos, caer.
       Escampa, y ella escucha nítido el bemol de lata enmohecida que rítmicamente el viento arranca al molino. Y cada golpe de aspa viene a tocar una fibra especial dentro de su pecho amortajado.
       Con recogimiento siente vibrar en su interior una nota sonora y grave que ignoraba hasta ese día guardar en sí.
       Luego, llueve nuevamente. Y la lluvia cae, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer.
       Caer y resbalar como lágrimas por los vidrios de las ventanas, caer y agrandar hasta el horizonte las lagunas, caer. Caer sobre su corazón y empaparlo, deshacerlo de languidez y tristeza.
       Escampa, y la rueda del molino vuelve a girar pesada y regular. Pero ya no encuentra en ella la cuerda que repita su monótono acorde; el sonido se despeña ahora, sordamente, desde muy alto, como algo tremendo que la envuelve y la abruma. Cada golpe de aspa se le antoja el tic-tac de un reloj gigante marcando el tiempo bajo las nubes y sobre los campos…
       No recuerda haber gozado, haber agotado nunca, así, una emoción.
       Tantos seres, tantas preocupaciones y pequeños estorbos físicos se interponían siempre entre ella y el secreto de una noche. Ahora, en cambio, no la turba ningún pensamiento inoportuno. Han trazado un círculo de silencio a su alrededor, y se ha detenido el latir de esa invisible arteria que le golpeaba con frecuencia tan rudamente la sien.
       A la madrugada cesa la lluvia. Un trazo de luz recorta el marco de las ventanas. En los altos candelabros la llama de los velones se abisma trémula en un coágulo de cera. Alguien duerme, la cabeza desmayada sobre el hombro, y cuelgan inmóviles los diligentes rosarios.
       No obstante, allá lejos, muy lejos, asciende un cadencioso rumor.
       Sólo ella lo percibe y adivina el restallar de cascos de caballos, el restallar de ocho cascos de caballo que vienen sonando.
       Que suenan, ya esponjosos y leves, ya recios y próximos, de repente desiguales, apagados, como si los dispersara el viento. Que se aparejan, siguen avanzando, no dejan de avanzar, y sin embargo que, se diría, no van a llegar jamás.
       Un estrépito de ruedas cubre por fin el galope de los caballos. Recién entonces despiertan todos, todos se agitan a la vez. Ella los oye, al otro extremo de la casa, descorrer el complicado cerrojo y las dos barras de la puerta de entrada.
       Los observa, en seguida, ordenar el cuarto, acercarse al lecho, reemplazar los cirios consumidos, ahuyentar de su frente una mariposa de noche.

       Es él, él.
       Allí está de pie y mirándola. Su presencia anula de golpe los largos años baldíos, las horas, los días, que el destino interpuso entre ellos dos, lento, oscuro, tenaz.

       —Te recuerdo, te recuerdo adolescente. Recuerdo tu pupila clara, tu tez de rubio curtida por el sol de la hacienda, tu cuerpo entonces, afilado y nervioso.
       Sobre tus cinco hermanas, sobre Alicia, sobre mí, a quienes considerabas primas —no lo éramos, pero nuestros fundos lindaban y a nuestra vez llamábamos tíos a tus padres— reinabas por el terror.
       Te veo correr tras nuestras piernas desnudas para fustigarlas con tu látigo.
       Te juro que te odiábamos de corazón cuando soltabas nuestros pájaros o suspendías de los cabellos nuestras muñecas a las ramas altas del plátano.
       Una de tus bromas favoritas era dispararnos al oído un salvaje: ¡uh! ¡uh!, en el momento más inesperado. No te conmovían nuestros ataques de nervios, nuestros llantos. Nunca te cansaste de sorprendernos para colarnos por la espalda cuanto bicho extraño recogías en el bosque.
       Eras un espantoso verdugo. Y, sin embargo, ejercías sobre nosotras una especie de fascinación. Creo que te admirábamos.
       De noche nos atraías y nos aterrabas con la historia de un caballero, entre sabio y notario, todo vestido de negro, que vivía oculto en la buhardilla.
       Era algo así como el Gobernador de cuanto nos era hostil en el bosque.
       Tenía los bolsillos llenos de murciélagos y mandaba a las arañas peludas, a los ciempiés y a las cuncunas.
       Era él quien infundía vida a ciertas ramas secas que al tocarlas se agitaban frenéticas, convertidas en aquellos terroríficos «caballos del diablo», él quien, por la noche, empezaba a encender los ojos de los búhos, quien ordenaba salir a las ratas y ratones.
       Dicho personaje llevaba por lo demás una contaduría especial: el censo exacto de los súbditos de su asqueroso dominio; y en su registro, hecho de papel de hortigas, escribía con una cola de lagartija untada en la tinta de los pantanos que chupan.
       Durante varios años no pudimos casi dormir temerosas de su siniestra visita.

       La época de la siega nos procuraba días de gozo, días que nos pasábamos jugando a escalar las enormes montañas de heno acumuladas tras la era y saltando de una a otra, inconscientes de todo peligro y como borrachas de sol.
       Fue en uno de aquellos locos mediodías, cuando, desde la cumbre de un haz, mi hermana me precipitó a traición sobre una carreta, desbordante de gavillas, donde tú venías recostado.
       Me resignaba ya a los peores malos tratos o a las más crueles burlas, según tu capricho del momento, cuando reparé que dormías. Dormías, y yo, coraje inaudito, me extendí en la paja a tu lado, mientras guiados por el peón Aníbal los bueyes proseguían lentos un itinerario para mí desconocido.
       Muy pronto quedó atrás el jadeo desgarrado de la trilladora, muy pronto el chillido estridente de las cigarras cubrió el rechinar de las pesadas ruedas de nuestro vehículo.
       Apegada a tu cadera, contenía la respiración tratando de aligerarte mi presencia. Dormías, y yo te miraba presa de una intensa emoción, dudando casi de lo que veían mis ojos: ¡Nuestro cruel tirano yacía indefenso a mi lado!
       Aniñado, desarmado por el sueño, ¿me pareciste de golpe infinitamente frágil? La verdad es que no acudió a mí una sola idea de venganza.
       Tú te revolviste suspirando, y entre la paja, uno de tus pies desnudos vino a enredarse con los míos.
       Y yo no supe cómo el abandono de aquel gesto pudo despertar tanta ternura en mí, ni por qué me fue tan dulce el tibio contacto de tu piel.

       Un ancho corredor abierto circundaba tu casa. Fue allí donde emprendiste, cierta tarde, un juego realmente original.
       Mientras dos peones hurgaban con largas cañas las vigas del techo, tú acribillabas a balazos los murciélagos obligados a dejar sus escondrijos.
       Recuerdo el absurdo desmayo de tía Isabel; todavía oigo los gritos de la cocinera y me duele la intervención de tu padre.
       Una breve orden suya dispersó a tus esbirros, te obligó a hacerle instantáneamente entrega de la escopeta, mientras con esos ojos estrechos, claros y fríos, tan parecidos a los tuyos, te miraba de hito en hito. En seguida levantó la fusta que llevaba siempre consigo y te atravesó la cara, una, dos, tres veces.
       Frente a él, aturdido por lo imprevisto del castigo, tú permaneciste primero inmóvil. Luego enrojeciste de golpe y llevándote los puños a la boca temblaste de pies a cabeza.

       —«¡Fuera!» —murmuró sordamente, entre dientes, tu padre.
       Y como si aquella interjección colmara la medida, recién entonces desataste tu rabia en un alarido, un alarido desgarrador, atroz, que sostenías, que prolongabas mientras corrías a esconderte en el bosque.
       No reapareciste a la hora del almuerzo.
       —«Tiene vergüenza» —nos decíamos las niñas entre impresionadas y perversamente satisfechas. Y Alicia y yo debimos marcharnos cargando con el despecho de no haber podido presenciar tu vuelta.
       A la mañana siguiente, como acudiéramos ansiosas de noticias, nos encontramos con que no habías regresado en toda la noche.
       —«Se ha perdido intencionalmente en la montaña o se ha tirado al río. Conozco a mi hijo…» —sollozaba tía Isabel.
       —«Basta» —vociferaba su marido—, «quiere molestarnos y eso es todo. Yo también lo conozco.»
       Nadie almorzó aquel día. El administrador, el campero, todos los hombres, recorrían el fundo, los fundos vecinos.
       —«Puede que haya trepado a la carreta de algún peón y se encuentre en el pueblo» —se decían.
       A nosotras y a la servidumbre —que el acontecimiento liberaba de las tareas habituales— se nos antojaba a cada rato oír llegar un coche, el trote de muchos caballos. En nuestra imaginación a cada rato te traían, ya sea amarrado como un criminal, ya sea tendido en angarillas, desnudo y blanco —ahogado.
       Mientras tanto, a lo lejos, la campana de alarma del aserradero desgajaba constantemente un repetir de golpes precipitados y secos.
       Atardecía cuando irrumpiste en el comedor. Yo me hallaba sola, reclinada en el diván, aquel horrible diván de cuero oscuro que cojeaba, ¿recuerdas?
       Traías el torso semidesnudo, los cabellos revueltos y los pómulos encendidos por dos chapas rojizas.
       —«Agua» —ordenaste. Yo no atiné sino a mirarte aterrorizada.
       Entonces, desdeñoso, fuiste al aparador y groseramente empinaste la jarra de vidrio, sin buscar tan siquiera un vaso. Me arrimé a ti. Todo tu cuerpo despedía calor, era una brasa.
       Guiada por un singular deseo acerqué a tu brazo la extremidad de mis dedos siempre helados. Tú dejaste súbitamente de beber y, asiendo mis dos manos, me obligaste a aplastarlas contra tu pecho. Tu carne quemaba.
       Recuerdo un intervalo durante el cual percibí el zumbido de una abeja perdida en el techo del cuarto.
       Un ruido de pasos te movió a desasirte de mí, tan violentamente, que tambaleamos. Veo aún tus manos crispadas sobre la jarra de agua que te habías apresurado a recoger.

       Después…
       Años después fue entre nosotros el gesto dulce y terrible cuya nostalgia suele encadenar para siempre.

       Fue un otoño en que sin tregua casi, llovía.
       Una tarde, el velo plomo que encubría el cielo se desgarró en jirones y de norte a sur corrieron lívidos fulgores.
       Recuerdo. Me encontraba al pie de la escalinata sacudiendo las ramas, cuajadas de gotas de un abeto. Apenas si alcancé a oír el chapaleo de los cascos de un caballo cuando me sentí asida por el talle, arrebatada del suelo.
       Eras tú, Ricardo. Acababas de llegar —el verano entero lo habías pasado preparando exámenes en la ciudad— y me habías sorprendido y alzado en la delantera de tu silla.
       El alazán tascó el freno, se revolvió enardecido…, y yo sentí, de golpe, en la cintura, la presión de un brazo fuerte, de un brazo desconocido.
       El animal echó a andar. Un inesperado bienestar me invadió que no supe si atribuir al acompasado vaivén que me echaba contra ti o a la presión de ese brazo que seguía enlazándome firmemente.
       El viento retorcía los árboles, golpeaba con saña la piel del caballo. Y nosotros luchábamos contra el viento, avanzábamos contra el viento.
       Volqué la frente para mirarte. Tu cabeza se recortaba extrañamente sobre un fondo de cielo donde grandes nubes galopaban, también, como enloquecidas. Noté que tus cabellos y tus pestañas se habían oscurecido; parecías el hermano mayor del Ricardo que nos había dejado el año antes.
       El viento. Mis trenzas aleteaban deshechas, se te enroscaban al cuello.
       Henos de pronto sumidos en la penumbra y el silencio, el silencio y la penumbra eternos de la selva.
       El caballo acortó el paso. Con precaución y sin ruido salvaba obstáculos: rosales erizados, árboles caídos cuyos troncos mojados corroía el musgo; hollaba lechos de pálidas violetas inodoras, y hongos esponjosos que exhalaban, al partirse, una venenosa fragancia.
       Pero yo sólo estaba atenta a ese abrazo tuyo que me aprisionaba sin desmayo.
       Hubieras podido llevarme hasta lo más profundo del bosque, y hasta esa caverna que inventaste para atemorizarnos, esa caverna oscura en que dormía replegado el monstruoso mugido que oíamos venir y alejarse en las largas noches de tempestad.
       Hubieras podido. Yo no habría tenido miedo mientras me sostuviera ese abrazo.
       Chasquidos misteriosos, como de alas asustadas, restallaban a nuestro paso entre el follaje. Del fondo de una hondonada subía un apacible murmullo.
       Bajamos, orillamos un estrecho afluente semioculto por los helechos. De pronto, a nuestras espaldas, un suave crujir de ramas y el golpe discreto de un cuerpo sobre las aguas. Volvimos la cabeza. Era un ciervo que huía.
       Lenguas de humo azul brotaron de la hojarasca. La noche próxima nos intimaba a desandar camino.
       Emprendimos lentamente el regreso.
       ¡Ah, qué absurda tentación se apoderaba de mí! ¡Qué ganas de suspirar, de implorar, de besar!
       Te miré. Tu rostro era el de siempre; taciturno, permanecía ajeno a tu enérgico abrazo.
       Mi mejilla fue a estrellarse contra tu pecho.
       Y no era hacia el hermano, el compañero, a quien tendía ese impulso; era hacia aquel hombre fuerte y dulce que temblaba en tu brazo. El viento de los potreros se nos vino encima de nuevo. Y nosotros luchamos contra él, avanzamos contra él. Mis trenzas aletearon deshechas, se te enroscaron al cuello.
       Segundos más tarde, mientras me sujetabas por la cintura para ayudarme a bajar del caballo, comprendí que desde el momento en que me echaste el brazo al talle me asaltó el temor que ahora sentía, el temor de que dejara de oprimirme tu abrazo.
       Y entonces, ¿recuerdas?, me aferré desesperadamente a ti murmurando «Ven», gimiendo «No me dejes»; y las palabras «Siempre» y «Nunca». Esa noche me entregué a ti, nada más que por sentirte ciñéndome la cintura.
       Durante tres vacaciones fui tuya.
       Tú me hallabas fría porque nunca lograste que compartiera tu frenesí, porque me colmaba el olor a oscuro clavel silvestre de tu beso.

       Aquel brusco, aquel cobarde abandono tuyo, ¿respondió a una orden perentoria de tus padres o a alguna rebeldía de tu impetuoso carácter? No sé.
       Nunca lo supe. Sólo sé que la edad que siguió a ese abandono fue la más desordenada y trágica de mi vida.
       ¡Oh, la tortura del primer amor, de la primera desilusión! ¡Cuando se lucha con el pasado, en lugar de olvidarlo! Así persistía yo antes en tender mi pecho blando, a los mismos recuerdos, a las mismas iras, a los mismos duelos.
       Recuerdo el enorme revólver que hurté y que guardaba oculto en mi armario, con la boca del caño hundida en un diminuto zapato de raso. Una tarde de invierno gané el bosque. La hojarasca se apretaba al suelo, podrida. El follaje colgaba mojado y muerto, como de trapo.
       Muy lejos de las casas me detuve al fin; saqué el arma de la manga de mi abrigo, la palpé, recelosa, como a una pequeña bestia aturdida que puede retorcerse y morder.
       Con infinitas precauciones me la apoyé contra la sien, contra el corazón.
       Luego, bruscamente, disparé contra un árbol.
       Fue un chasquido, un insignificante chasquido como el que descarga una sábana azotada por el viento. Pero, oh Ricardo, allá en el tronco del árbol quedó un horrendo boquete disparejo y negro de pólvora.
       Mi pecho desgarrado así, mi carne, mis venas dispersas… ¡Ay, no, nunca tendría ese valor!
       Extenuada me tendí largo a largo, gemí, golpeé el suelo con los puños cerrados. ¡Ay, no, nunca tendría ese valor!
       Y sin embargo quería morir, quería morir, te lo juro.

       ¿Qué día fue? No logro precisar el momento en que empezó esa dulce fatiga.
       Imaginé, al principio, que la primavera se complacía, así, en languidecerme. Una primavera todavía oculta bajo el suelo invernal, pero que respiraba a ratos, mojada y olorosa, por los poros entrecerrados de la tierra.
       Recuerdo. Me sentía floja, sin deseos, el cuerpo y el espíritu indiferentes, como saciados de pasión y dolor.
       Suponiéndolo una tregua, me abandoné a ese inesperado sosiego. ¿No apretaría mañana con más inquina el tormento?
       Dejé de agitarme, de andar.
       Y aquella languidez, aquel sopor iban creciendo, envolviéndome solapadamente, día a día.
       Cierta mañana, al abrir las celosías de mi cuarto reparé que un millar de minúsculos brotes, no más grandes que una cabeza de alfiler, apuntaban a la extremidad de todas las cenicientas ramas del jardín.
       A mi espalda, Zoila plegaba los tules del mosquetero, invitándome a beber el vaso de leche cotidiano. Pensativa y sin contestar, yo continuaba asomada al milagro.
       Era curioso; también mis dos pequeños senos prendían, parecían desear florecer con la primavera.
       Y de pronto, fue como si alguien me lo hubiera soplado al oído.
       —«Estoy… ¡ah!…» —suspiré, llevándome las manos al pecho, ruborizada hasta la raíz de los cabellos.

       Durante muchos días viví aturdida por la felicidad. Me habías marcado para siempre. Aunque la repudiaras, seguías poseyendo mi carne humillada, acariciándola con tus manos ausentes, modificándola.
       Ni un momento pensé en las consecuencias de todo aquello. No pensaba sino en gozar de esa presencia tuya en mis entrañas. Y escuchaba tu beso, lo dejaba crecer dentro de mí.

       Entrada ya la primavera, hice colgar mi hamaca entre dos avellanos. Permanecía recostada horas enteras.
       Ignoraba por qué razón el paisaje, las cosas, todo se me volvía motivo de distracción, goce plácidamente sensual: la masa oscura y ondulante de la selva inmovilizada en el horizonte, como una ola monstruosa, lista para precipitarse; el vuelo de las palomas, cuyo ir y venir rayaba de sombras fugaces el libro abierto sobre mis rodillas; el canto intermitente del aserradero —esa nota aguda, sostenida y dulce, igual al zumbido de un colmenar— que hendía el aire hasta las casas cuando la tarde era muy límpida.

       Deseos absurdos y frívolos me asediaban de golpe, sin razón y tan furiosamente, que se trocaban en angustiosa necesidad. Primero quise para mi desayuno un racimo de uvas rosadas. Imaginaba la hilera apretada de granos, la pulpa cristalina.
       Bien pronto, como se me convenciera de que era un deseo imposible de satisfacer —no teníamos parrón ni viña y el pueblo quedaba a dos días del fundo— se me antojaron fresas.
       No me gustaban, sin embargo, las que el jardinero recogía para mí, en el bosque. Yo las quería heladas, muy heladas, rojas, muy rojas y que supieran también un poco a frambuesa.
       ¿Dónde había comido yo fresas así?
       —«… La niña salió entonces al jardín y se puso a barrer la nieve. Poco a poco la escoba empezó a descubrir una gran cantidad de fresas perfumadas y maduras que gozosa llevó a la madrastra…»
       ¡Ésas! ¡Eran ésas las fresas que yo quería!, ¡las fresas mágicas del cuento!
       Un capricho se tragaba al otro. He aquí que suspiraba por tejer con lana amarilla, que ansiaba un campo de mirasoles, para mirarlos horas enteras.
       —¡Oh, hundir la mirada en algo amarillo!
       Así vivía golosa de olores, de color, de sabores.
       Cuando la voz de cierta inquietud me despertaba importuna:
       —«¡Si lo llega a saber tu padre!» —procurando tranquilizarme le respondía:
       —«Mañana, mañana buscaré esas yerbas que… o tal vez consulte a la mujer que vive en la barranca…»
       —«Debes tomar una decisión antes de que tu estado se vuelva irremediable.»
       —«Bah, mañana, mañana…»
       Recuerdo. Me sentía como protegida por una red de pereza, de indiferencia; invulnerable, tranquila para todo lo que no fuera los pequeños hechos cotidianos: el subsistir, el dormir, el comer.
       Mañana, mañana, decía. Y en esto llegó el verano. La primera semana de verano me llenó de una congoja inexplicable que crecía junto con la luna.
       En la séptima noche, incapaz de conciliar el sueño me levanté, bajé al salón, abrí la puerta que daba al jardín.
       Los cipreses se recortaban inmóviles sobre un cielo azul; el estanque era una lámina de metal azul; la casa alargaba una sombra aterciopelada y azul.
       Quietos, los bosques enmudecían como petrificados bajo el hechizo de la noche, de esa noche azul de plenilunio.
       Largo rato permanecí de pie en el umbral de la puerta sin atreverme a entrar en aquel mundo nuevo, irreconocible, en aquel mundo que parecía un mundo sumergido.
       Súbitamente, de uno de los torreones de la casa, creció y empezó a flotar un estrecho cendal de plumas.
       Era una bandada de lechuzas blancas.
       Volaban. Su vuelo era blando y pesado, silencioso como la noche.
       Y aquello era tan armonioso que, de golpe, estallé en lágrimas.
       Después, me sentí liviana de toda pena. Fue como si la angustia que me torturaba hubiera andado tanteando en mí hasta escaparse por el camino de las lágrimas.
       Aquella angustia, sin embargo, la sentí de nuevo posada sobre mi corazón a la mañana siguiente; minuto por minuto su peso aumentaba, me oprimía. Y he aquí que tras muchas horas de lucha, tomó, para evadirse, el mismo camino de la víspera, y se fue nuevamente, sin que me revelara su secreta razón de ser.
       Idéntica cosa me sucedió el día después, y al otro día.
       Desde entonces viví a la espera de las lágrimas. Las aguardaba como se aguarda la tormenta en los días más ardorosos del estío. Y una palabra áspera, una mirada demasiado dulce, me abrían la esclusa del llanto.
       Así vivía, confinada en mi mundo físico.

       El verano declinaba. Tormentas jaspeadas de azulosos relámpagos solían estallar, de golpe, remedando los últimos sobresaltos de un fuego de artificio.
       Una tarde, al aventurarme por el camino que lleva a tu fundo, mi corazón empezó a latir, a latir; a aspirar e impeler violentamente la sangre contra las paredes de mi cuerpo.
       Una fuerza desconocida atraía mis pasos desde el horizonte, desde allí donde el cielo negro y denso se esclarecía acuchillado por descargas eléctricas, alucinantes señales lanzadas a mi encuentro.
       —«Ven, ven, ven» —parecía gritarme, frenética, la tormenta.
       —«Ven» —murmuraba luego, más bajo y pálido.
       A medida que avanzaba me estimulaba un dulce y creciente calor.
       Y seguía avanzando, solamente para sentirme más llena de vida.
       Corriendo casi, descendí el sendero que baja a la hondonada donde las casas se aplastan agobiadas por la madreselva, mientras los perros subían, ladrando, a buscarme.
       Recuerdo que me eché extenuada sobre la silla de paja que la mujer del mayordomo me ofreció en la cocina. La pobre hablaba a borbotones… —«¡Qué tiempo!» «¡Qué humedad!» «Don Ricardo llegó esta tarde». «Está descansando». «Ha pedido que no lo despierten hasta la hora de la comida». «Tal vez será mejor que la señorita se vuelva a su fundo antes de que descargue el aguacero…»
       Yo sorbía el mate e inclinaba dócilmente la cabeza.
       «Don Ricardo llegó esta tarde». ¡Tan ligados nos hallábamos el uno al otro, que mis sentidos me habían anunciado tu venida!
       No te molesté, no. Conocía tus agresivos despertares. Me volví precipitadamente, bajo las primeras gotas de lluvia.
       Pero a medida que te dejaba atrás, durmiendo, a medio vestir, en un cuarto con olor a encerrado, sentía disminuir la dulce fiebre que me golpeaba las sienes.
       Tenía las manos yertas, tiritaba de frío cuando me senté a la mesa frente a mi padre enardecido… «Estaba escrito que me retrasaría siempre. Tres veces había sonado el gong. Si Alicia y yo no hacíamos más que «flojear», mis hermanos y él trabajaban a la par de los peones… necesitaban comer a sus horas. ¡Ah, si nuestra madre viviera!…»
       El día siguiente me lo pasé esperándote. Porque tuve la ingenuidad de pensar que volvías por mí.
       Caía la tarde y estaba recostada en la hamaca cuando sentí el latido avisador. Me incorporé, eché a andar y nuevamente empujó en mí ese florecimiento de vida. Y era detenerme y detenerse, también, estacionarse en mí, esa alegría física. Y aletear otra vez con ímpetu no bien apuraba el paso.
       Y así fue como mi corazón —mi corazón de carne— me guió hasta la tranquera que abre al norte.
       Allá lejos, a la extremidad de una llanura de tréboles, bajo un cielo vasto, sangriento de arrebol, casi contra el disco del sol poniente divisé la silueta de un jinete arriando una tropilla de caballos.
       Eras tú. Te reconocí de inmediato. Apoyada contra el alambrado pude seguirte con la mirada durante el espacio de un suspiro. Porque, de golpe y junto con el sol, desapareciste en el horizonte.

       Esa misma noche, mucho antes del amanecer, soñaba… Un corredor interminable por donde tú y yo huíamos estrechamente enlazados. El rayo nos perseguía, volteaba uno a uno los álamos —inverosímiles columnas que sostenían la bóveda de piedra; y la bóveda se hacía constantemente añicos detrás, sin lograr envolvernos en su caída.
       Un estampido me arrojó fuera del lecho. Con los miembros temblorosos me hallé despierta en medio del cuarto.
       Oí entonces, por fin, el aullar sostenido, el enorme clamor de un viento iracundo.
       Temblaban las celosías, crepitaban las puertas, me azotaba el revuelo de invisibles cortinados. Me sentía como arrebatada, perdida en el centro mismo de una tromba monstruosa que pujase por desarraigar la casa de sus cimientos y llevársela uncida a su carrera.
       —«Zoila» —grité; pero el fragor del vendaval desmenuzó mi voz.
       Hasta mis pensamientos parecían balancearse, pequeños, oscilantes, como la llama de una vela.
       Quería. ¿Qué? Todavía lo ignoro.
       Corrí hacia la puerta y la abrí. Avanzaba penosamente en la oscuridad con los brazos extendidos, igual que las sonámbulas, cuando el suelo se hundió bajo mis pies en un vacío insólito.
       Zoila vino a recogerme al pie de la escalera. El resto de la noche se lo pasó enjugando, muda y llorosa, el río de sangre en que se disgregaba esa carne tuya mezclada a la mía…
       A la mañana siguiente me hallaba otra vez tendida en la veranda con mis impávidos ojos de niña y mis cejas ingenuamente arqueadas, tejiendo, tejiendo con furia, como si en ello me fuera la vida.

       El brusco, el cobarde abandono de su amante, ¿respondió a alguna orden perentoria o bien a una rebeldía de su impetuoso carácter?
       Ella no lo sabe, ni quiere volver a desesperarse en descifrar el enigma que tanto la había torturado en su primera juventud.
       La verdad es que, sea por inconsciencia o por miedo, cada uno siguió un camino diferente.
       Y que toda la vida se esquivaron, luego, como de mutuo acuerdo.
       Pero ahora, ahora que él está ahí, de pie, silencioso y conmovido; ahora que, por fin, se atreve a mirarla de nuevo, frente a frente, y a través del mismo risible parpadeo que le conoció de niño en sus momentos de emoción, ahora ella comprende.
       Comprende que en ella dormía, agazapado, aquel amor que presumió muerto. Que aquel ser nunca le fue totalmente ajeno.
       Y era como si parte de su sangre hubiera estado alimentando, siempre, una entraña que ella misma ignorase llevar dentro, y que esa entraña hubiera crecido así, clandestinamente, al margen y a la par de su vida.
       Y comprende que, sin tener ella conciencia, había esperado, había anhelado furiosamente este momento.
       ¿Era preciso morir para saber ciertas cosas? Ahora comprende también que en el corazón y en los sentidos de aquel hombre ella había hincado sus raíces; que jamás, aunque a menudo lo creyera, estuvo enteramente sola; que jamás, aunque a menudo lo pensara, fue realmente olvidada.
       De haberlo sabido antes, muchas noches, desvelada, no habría encendido la luz para dar vuelta las hojas de un libro cualquiera, procurando atajar una oleada de recuerdos. Y no habría evitado tampoco ciertos rincones del parque, ciertas soledades, ciertas músicas. Ni temido el primer soplo de ciertas primaveras demasiado cálidas.
       ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¿Es preciso morir para saber?

       —«Vamos, vamos».
       —«¿Adónde?»
       Alguien, algo, la toma de la mano, la obliga a alzarse.
       Como si entrara, de golpe, en un nudo de vientos encontrados, danza en un punto fijo, ligera, igual a un copo de nieve.
       —«Vamos».
       —«¿Adónde?»
       —«Más allá».
       Baja, baja la cuesta de un jardín húmedo y sombrío.
       Percibe el murmullo de aguas escondidas y oye deshojarse helados rosales en la espesura.
       Y baja, rueda callejuelas de césped abajo, azotada por el ala mojada de invisibles pájaros…
       ¿Qué fuerza es ésta que la envuelve y la arrebata? Brusca y vertiginosamente se siente refluir a una superficie.
       Y hela aquí, de nuevo, tendida boca arriba en el amplio lecho.
       A su cabecera el chisporroteo aceitoso de dos cirios.
       Recién entonces nota que una venda de gasa le sostiene el mentón. Y sufre la extraña impresión de no sentirla.

       El día quema horas, minutos, segundos.
       Un anciano viene a sentarse junto a ella. La mira largamente, tristemente, le acaricia los cabellos sin miedo, y dice que está bonita.
       Sólo a la amortajada no inquieta esa agobiada tranquilidad. Conoce bien a su padre. No, ningún ataque repentino ha de fulminarlo. Él ha visto ya a tantos seres así estirados, pálidos, investidos de esa misma inmovilidad implacable, mientras alrededor de ellos todo suspira y se agita.
       —Ana María, ¿te acuerdas de tu madre? —solía preguntarle a veces, casi como en secreto, cuando ella era muy niña.
       Y para darle gusto, a cada vez, ella cerraba los ojos y concentrándose fuertemente, lograba captar un instante la imagen huidiza de otros ojos muy negros que la miraban burlones tras del tul atado a un breve sombrero. Algo así como un perfume flotaba alrededor de la tierna evocación.
       —Claro está que me acuerdo, papá.
       —¿Era linda, verdad? ¿Tú la querías?
       —Sí, la quería.
       —¿Y por qué la querías? —había insistido él un día.
       Cándidamente ella había contestado:
       —Porque llevaba siempre un velito atado alrededor del sombrero y tenía tan rico olor.
       Los ojos de su padre se habían llenado de lágrimas; y, como ella se le arrimara instintivamente, él la había rechazado por primera vez.
       —Eres una tonta —le había dicho, luego había dejado el cuarto dando un portazo.
       Pero desde ese momento, toda la vida ella sospechó que su padre también había querido a su mujer por la misma razón, por la cual ella, la tonta, la había querido…
       Sí, la había querido por su efímero perfume, sus tules aleves… y esa muerte prematura tan desconcertante como el frívolo misterio de sus ojos.
       Ahora levanta la mano, traza la señal de la cruz sobre la frente de su hija. ¿No solía despedirla cada noche de idéntica manera?
       Más tarde, luego de haber cerrado todas sus puertas, se extenderá sobre el lecho, volverá la cara contra la pared y recién entonces se echará a sufrir. Y sufrirá oculto, rebelde a la menor confidencia, a cualquier ademán de simpatía, como si su pena no estuviere al alcance de nadie.
       Y durante días, meses, tal vez años, seguirá cumpliendo mudo y resignado la parte de dolor que le asignara el destino.

       Desde el principio de la noche, sin descanso, una mujer ha estado velando, atendiendo a la muerta.
       Por primera vez, sin embargo, la amortajada repara en ella; tan acostumbrada está a verla así, grave y solícita, junto a lechos de enfermos.
       —«Alicia, mi pobre hermana, ¡eres tú! ¡Rezas!»
       ¿Dónde creerás que estoy? ¿Rindiendo cuentas al Dios terrible a quien ofreces día a día la brutalidad de tu marido, el incendio de tus aserraderos, y hasta la pérdida de tu único hijo, aquel niño desobediente y risueño que un árbol arrolló al caer y cuyo cuerpo se dislocó entero cuando lo levantaron de entre el fango y la hojarasca?
       Alicia, no. Estoy aquí, disgregándome bien apegada a la tierra. Y me pregunto si veré algún día la cara de tu Dios.
       Ya en el convento en que nos educamos, cuando Sor Marta apagaba las luces del largo dormitorio y mientras, infatigable, tú completabas las dos últimas decenas del rosario con la frente hundida en la almohada, yo me escurría de puntillas hacia la ventana del cuarto de baño. Prefería acechar a los recién casados de la quinta vecina.
       En la planta baja, un balcón iluminado y dos mozos que tienden el mantel y encienden los candelabros de plata sobre la mesa.
       En el primer piso otro balcón iluminado. Tras la cortina movediza de un sauce, ése era el balcón que atraía mis miradas más ávidas.
       El marido tendido en el diván. Ella sentada frente al espejo, absorta en la contemplación de su propia imagen y llevándose cuidadosamente a ratos la mano a la mejilla, como para alisar una arruga imaginaria. Ella cepillando su espesa cabellera castaña, sacudiéndola como una bandera, perfumándola.
       Me costaba ir a extenderme en mi estrecha cama, bajo la lámpara de aceite cuya mariposa titubeante deformaba y paseaba por las paredes la sombra del crucifijo.
       Alicia, nunca me gustó mirar un crucifijo, tú lo sabes. Si en la sacristía empleaba todo mi dinero en comprar estampas era porque me regocijaban las alas blancas y espumosas de los ángeles y porque, a menudo, los ángeles se parecían a nuestras primas mayores, las que tenían novios, iban a bailes y se ponían brillantes en el pelo.
       A todos afligió la indiferencia con que hice mi primera comunión.
       Jamás me conturbó un retiro, ni una prédica. ¡Dios me parecía tan lejano, y tan severo!
       Hablo del Dios que me imponía la religión, porque bien pueda que exista otro: un Dios más secreto y más comprensivo, el Dios que a menudo me hiciera presentir Zoila.
       Porque ella, mi mamá, déspota, enfermera y censora, nunca logró comunicarme su sentido práctico, pero sí todas las supersticiones de su espíritu tan fuerte como sencillo.
       —Chiquilla, ¡la luna nueva! Salúdala tres veces y pide tres cosas que Dios te las dará en seguida… ¡Una araña corriendo por el techo a estas horas! Novedad tendremos… ¡Jesús, quebraste ese espejo! Torcida va a andar tu suerte mientras no rompas vidrio blanco…
       Y, Alicia, figúrate, a medida que iba viviendo, aquellos signos pueriles que sin yo saberlo consideraba ya «¡Advertencia de Dios!» iban cambiando y siendo remplazados por otros signos más sutiles.
       No sé cómo explicarte. Ciertas coincidencias extrañas, ciertas ansiedades sin objeto, ciertas palabras o gestos míos que mi inteligencia no hubiera podido encontrar por sí sola; y tantas otras pequeñas cosas, difíciles de captar y aún más de contar, empezaron a antojárseme signos de algo, alguien, observándome escondido y entretejiendo a ratos parte de su voluntad dentro de la aventura de mi vida.
       Claro está, las manifestaciones de ese «alguien» eran oscuras, a menudo contradictorias. Sin embargo, ¿qué de veces me obligaron a preguntarme miedosamente si un Dios muy orgulloso, pero también anhelante de que se lo presintiera, se lo buscara, se lo deseara… no alentaba quizás, invisible y cerca?
       Pero, Alicia, tú bien sabes que este «valle de lágrimas» como sueles decir, impertérrita a la sonrisa burlona de tu marido; este valle, sus lágrimas y gente, sus pequeñeces y goces acapararon siempre lo mejor de mis días y sentir.
       Y es posible, más que posible, Alicia, que yo no tenga alma.
       Deben tener alma los que la sienten dentro de sí bullir y reclamar. Tal vez sean los hombres como las plantas; no todas están llamadas a retoñar y las hay en las arenas que viven sin sed de agua porque carecen de hambrientas raíces.
       Y puede, puede así, que las muertes no sean todas iguales. Puede que hasta después de la muerte todos sigamos distintos caminos.
       Pero reza, Alicia, reza. Me gusta ver rezar, tú lo sabes.
       ¡Qué no daría, sin embargo, mi pobre Alicia, por que te fuera concedida en tierra una partícula de la felicidad que te está reservada en tu cielo! Me duele tu palidez, tu tristeza. Hasta tus cabellos parecen habértelos desteñido las penas.
       ¿Recuerdas tus dorados cabellos de niña? ¿Y recuerdas la envidia mía y la de las primas? Porque eras rubia te admirábamos, te creíamos la más bonita. ¿Recuerdas?

       Ahora sólo queda, cerca de ella, el marido de María Griselda.
       ¡Cómo es posible que ella también llame a su hijo: el marido de María Griselda!
       ¿Por qué? ¡Porque cela a su hermosa mujer! ¡Porque la mantiene aislada en un lejano fundo del sur!
       La noche entera ella ha estado extrañando la presencia de su nuera y la ha molestado la actitud de Alberto; de este hijo que no ha hecho sino moverse, pasear miradas inquietas alrededor del cuarto.
       Ahora que, echado sobre una silla, descansa, duerme tal vez, ¿qué nota en él de nuevo, de extraño… de terrible?
       Sus párpados. Son los párpados los que lo cambian, los que la espantan; unos párpados rugosos y secos, como si, cerrados noche a noche sobre una pasión taciturna, se hubieran marchitado, quemados desde adentro.
       Es curioso que lo note por primera vez. ¿O simplemente es natural que se afine en los muertos la percepción de cuanto es signo de muerte?
       De pronto aquellos párpados bajos comienzan a mirarla fijamente, con la insondable fijeza con que miran los ojos de un demente.
       ¡Oh, abre los ojos, Alberto!
       Como si respondiera a la súplica, los abre, en efecto… para echar una nueva mirada recelosa a su alrededor. Ahora se acerca a ella, su madre amortajada, y la toca en la frente como para cerciorarse de que está bien muerta.
       Tranquilizado, se encamina resuelto hacia el fondo del cuarto.
       Ella lo oye moverse en la penumbra, tantear los muebles, como si buscara algo.
       Ahora vuelve sobre sus pasos con un retrato entre las manos.
       Ahora pega a la llama de uno de los cirios la imagen de María Griselda y se dedica a quemarla concienzudamente, y sus rasgos se distienden apaciguados a medida que la bella imagen se esfuma, se parte en cenizas.
       Salvo una muerta, nadie sabe ni sabrá jamás cuánto lo han hecho sufrir esas numerosas efigies de su mujer, rayos por donde ella se evade, a pesar de su vigilancia.
       ¿No entrega acaso un poco de su belleza en cada retrato? ¿No existe acaso en cada uno de ellos una posibilidad de comunicación?
       Sí, pero ya el fuego deshojó el último. Ya no queda más que una sola María Griselda; la que mantiene secuestrada allá en un lejano fundo del sur.
       ¡Oh, Alberto, mi pobre hijo!

       Alguien, algo, la toma de la mano.
       —«Vamos, vamos…»
       —«¿Adónde?»
       —«Vamos».
       Y va. Alguien, algo la arrastra, la guía a través de una ciudad abandonada y recubierta por una capa de polvo de ceniza, tal como si sobre ella hubiera delicadamente soplado una brisa macabra.
       Anda. Anochece. Anda.
       Un prado. En el corazón mismo de aquella ciudad maldita, un prado recién regado y fosforescente de insectos.
       Da un paso. Y atraviesa el doble anillo de niebla que lo circunda. Y entra en las luciérnagas, hasta los hombros, como en un flotante polvo de oro.
       Ay. ¿Qué fuerza es ésta que la envuelve y la arrebata?
       Hela aquí, nuevamente inmóvil, tendida boca arriba en el amplio lecho.
       Liviana. Se siente liviana. Intenta moverse y no puede. Es como si la capa más secreta, más profunda de su cuerpo se revolviera aprisionada dentro de otras capas más pesadas que no pudiera alzar y que la retienen clavada, ahí, entre el chisporroteo aceitoso de dos cirios.
       El día quema horas, minutos, segundos.
       —«Vamos».
       —«No».
       Fatigada, anhela, sin embargo desprenderse de aquella partícula de conciencia que la mantiene atada a la vida, y dejarse llevar hacia atrás, hasta el profundo y muelle abismo que siente allá abajo.
       Pero una inquietud la mueve a no desasirse del último nudo.
       Mientras el día quema horas, minutos, segundos.

       Este hombre moreno y enjuto al que la fiebre hace temblar los labios como si le estuviera hablando. ¡Que se vaya! No quiere oírlo.
       —«¡Ana María, levántate!»
       Levántate para vedarme una vez más la entrada de tu cuarto. Levántate para esquivarme o para herirme, para quitarme día a día la vida y la alegría. Pero, ¡levántate, levántate!
       ¡Tú, muerta!
       Tú incorporada, en un breve segundo, a esa raza implacable que nos mira agitarnos, desdeñosa e inmóvil.
       Tú, minuto por minuto cayendo un poco más en el pasado. Y las substancias vivas de que estabas hecha, separándose, escurriéndose por cauces distintos, como ríos que no lograrán jamás volver sobre su curso. ¡Jamás!
       «Ana María, ¡si supieras cuánto, cuánto te he querido!»
       ¡Este hombre! ¡Por qué aún amortajada le impone su amor!
       Es raro que un amor humille, no consiga sino humillar.
       El amor de Fernando la humilló siempre. La hacía sentirse más pobre. No era la enfermedad que le manchaba la piel y le agriaba el carácter lo que le molestaba en él, ni como a todos, su desagradable inteligencia, altanera y positiva.
       Lo despreciaba porque no era feliz, porque no tenía suerte.
       ¿De qué manera se impuso sin embargo en su vida hasta volvérsele un mal necesario? Él bien lo sabe: haciéndose su confidente.
       ¡Ah, sus confidencias! ¡Qué arrepentimiento la embargaba siempre, después!
       Oscuramente presentía que Fernando se alimentaba de su rabia o de su tristeza; que mientras ella hablaba, él analizaba, calculaba, gozaba sus desengaños, creyendo tal vez que la cercarían hasta arrojarla inevitablemente en sus brazos. Presentía que con sus cargos y sus quejas suministraba material a la secreta envidia que él abrigaba contra su marido. Porque fingía menospreciarlo y lo envidiaba: le envidiaba precisamente los defectos que le merecían su reprobación.
       ¡Fernando! Durante largos años, qué de noches, ante el terror de una velada solitaria, ella lo llamó a su lado, frente al fuego que empezaba a arder en los gruesos troncos de la chimenea. En vano se proponía hablarle de cosas indiferentes. Junto con la hora y la llama, el veneno crecía, le trepaba por la garganta hasta los labios, y comenzaba a hablar.
       Hablaba y él escuchaba. Jamás tuvo una palabra de consuelo, ni propuso una solución ni atemperó una duda, jamás. Pero escuchaba, escuchaba atentamente lo que sus hijos solían calificar de celos, de manías.
       Después de la primera confidencia, la segunda y la tercera afluyeron naturalmente y las siguientes también, pero ya casi contra su voluntad.
       En seguida, la fue imposible poner un dique a su incontinencia. Lo había admitido en su intimidad y no era bastante fuerte para echarlo.
       Pero no supo que podía odiarlo hasta esa noche en que él se confió a su vez.
       ¡La frialdad con que le contó aquel despertar junto al cuerpo ya inerte de su mujer, la frialdad con que le habló del famoso tubo de veronal encontrado vacío sobre el velador!
       Durante varias horas había dormido junto a una muerta y su contacto no había marcado su carne con el más leve temblor.
       —«¡Pobre Inés! —decía—. Aún no logro explicarme el porqué de su resolución. No parecía triste ni deprimida. Ninguna rareza aparente tampoco. De vez en cuando, sin embargo, recuerdo haberla sorprendido mirándome fijamente como si me estuviera viendo por primera vez. Me dejó. ¡Qué me importa que no fuera para seguir a un amante! Me dejó. El amor se me ha escurrido, se me escurrirá siempre, como se escurre el agua de entre dos manos cerradas».
       «¡Oh, Ana María, ninguno de los dos hemos nacido bajo estrella que lo preserve…!» Dijo, y ella enrojeció como si le hubiera descargado a traición una bofetada en pleno rostro.
       ¿Con qué derecho la consideraba su igual?
       En un brusco desdoblamiento lo había visto y se había visto, él y ella, los dos junto a la chimenea. Dos seres al margen del amor, al margen de la vida, teniéndose las manos y suspirando, recordando, envidiando. Dos pobres. Y como los pobres se consuelan entre ellos, tal vez algún día, ellos dos… ¡Ah, no! ¡Eso no! ¡Eso jamás, jamás!
       Desde aquella noche solía detestarlo. Pero nunca pudo huirlo.
       Ensayó, sí, muchas veces. Pero Fernando sonreía indulgente a sus acogidas de pronto glaciales; soportaba, imperturbable, las vejaciones, adivinando quizás que luchaba en vano contra el extraño sentimiento que la empujaba hacia él, adivinando que recaería sobre su pecho, ebria de nuevas confidencias.

       ¡Sus confidencias! ¡Cuántas veces quiso rehuirlas él también! Antonio, los hijos; los hijos y Antonio. Sólo ellos ocupaban el pensamiento de esa mujer, tenían derecho a su ternura, a su dolor.
       Mucho, mucho debió quererla para escuchar tantos años sus insidiosas palabras, para permitirle que le desgarrase así, suave y laboriosamente, el corazón.
       Y sin embargo, no supo ser débil y humilde hasta lo último.
       «Ana María, tus mentiras, debí haber fingido también creerlas. ¡Tu marido celoso de ti, de nuestra amistad!
       ¿Por qué no haber aceptado esta inocente invención tuya si halagaba tu amor propio? No. Prefería perder terreno en tu afecto antes que parecerte cándido.
       Más que mi mala suerte fue, Ana María, mi torpeza la que impidió que me quisieras.
       Te veo inclinada al borde de la chimenea, echar cenizas sobre las brasas mortecinas; te veo arrollar el tejido, cerrar el piano, doblar los periódicos tirados sobre los muebles.
       Te veo acercarte a mí, despeinada y doliente: —«Buenas noches, Fernando. Siento haberle hablado aún de todo esto. La verdad es que Antonio no me quiso nunca. Entonces, ¿a qué protestar, a qué luchar? Buenas noches». Y tu mano se aferraba a la mía en una despedida interminable, y a pesar tuyo tus ojos me interrogaban, imploraban un desmentido a tus últimas palabras.
       Y yo, yo, envidioso, mezquino, egoísta, me iba sin desplegar los labios más que para murmurar: «Buenas noches».
       Sin embargo, mucho me ha de ser perdonado, porque mi amor te perdonó mucho.
       Hasta que te encontré, cuando se me hería en mi orgullo dejaba automáticamente de amar, y no perdonaba jamás. Mi mujer habría podido decírtelo, ella que no obtuvo de mí ni un reproche, ni un recuerdo, ni una flor en su tumba.
       Por ti, sólo por ti, Ana María, he conocido el amor que se humilla, resiste a la ofensa y perdona la ofensa.
       ¡Por ti, sólo por ti!
       Tal vez había sonado para mí la hora de la piedad, hora en que nos hacemos solidarios hasta del enemigo llamado a sufrir nuestro propio mísero destino.
       Tal vez amaba en ti ese patético comienzo de destrucción. Nunca hermosura alguna me conmovió tanto como esa tuya en decadencia.
       Amé tu tez marchita que hacía resaltar la frescura de tus labios y la esplendidez de tus anchas cejas pasadas de moda, de tus cejas lisas y brillantes como una franja de terciopelo nuevo. Amé tu cuerpo maduro en el cual la gracilidad del cuello y de los tobillos ganaban, por contraste, una doble y enternecedora seducción. Pero no quiero quitarte méritos. Me seducía también tu inteligencia porque era la voz de tu sensibilidad y de tu instinto.
       Qué de veces te obligué a precisar una exclamación, un comentario.
       Tú enmudecías, colérica, presumiendo que me burlaba.
       Y no, Ana María, siempre me creíste más fuerte de lo que era. Te admiraba. Admiraba esa tranquila inteligencia tuya cuyas raíces estaban hundidas en lo oscuro de tu ser.
       —«¿Sabe lo que hace agradable e íntimo este cuarto? El reflejo y la sombra del árbol arrimado a la ventana. Las casas no debieran ser nunca más altas que los árboles», decías.
       O aún: «No se mueva. ¡Ay, qué silencio! El aire parece de cristal. En tardes como ésta me da miedo hasta de pestañear. ¿Sabe uno acaso dónde terminan los gestos? ¡Tal vez si levanto la mano, provoque en otros mundos la trizadura de una estrella!»
       Sí, te admiraba y te comprendía.
       Oh, Ana María, si hubieras querido, de tu desgracia y mi desdicha hubiéramos podido construir un afecto, una vida; y muchos habrían rondado envidiosos alrededor de nuestra unión como se ronda alrededor de un verdadero amor, de la felicidad.
       ¡Si hubieras querido! Pero ni siquiera tomaste en cuenta mi paciencia. Nunca me agradeciste una gentileza. Nunca.
       Me guardabas rencor porque te apreciaba y conocía más que nadie, yo, el hombre que tú no amabas».

       Pobre Fernando, ¡cómo tiembla! Casi no puede tenerse en pie. ¡Va a desmayarse!
       Un muchacho comparte el temor de la amortajada. Fred, que se acerca, pone la mano sobre el hombro del enfermo y le habla en voz baja. Pero Fernando sacude la cabeza, y se niega, tal vez, a salir del cuarto.
       Entonces ella observa cómo Fred lo empuja hacia un sillón y se inclina solícito. Y el pasado tierno que la presencia del muchacho volcó en su corazón desborda por sobre esta imagen de Fernando entre los brazos de Fred, el hijo preferido.
       Recuerdo que, de niño, Fred teníale miedo a los espejos y solía hablar en sueños un idioma desconocido.
       Recuerda el verano de la gran sequía y aquella tarde, en que a eso de las tres, Fernando le había dicho: «¿Si fuéramos hasta los terrenos que compré ayer?»
       Los niños treparon al break sin titubear.
       Antonio alegó lo de siempre: que era desagradable salir a esa hora.
       Pero ella, para no decepcionar a Fernando y cuidar que los niños no expusieran sus cabezas al sol, había aceptado la poco dichosa invitación.
       «Estaremos de vuelta mucho antes de la comida», gritó a su marido en tanto el coche se alejaba. Pero Antonio que fumaba, recostado en la mecedora, ni se dignó agitar la mano.
       Y así hubo de sobrellevar muda y ofendida los primeros diez minutos de llanura polvorienta.
       Los perros de Fred, esa jauría hecha de todos los perros vagos del fundo, siguieron un instante el carruaje. Luego se quedaron bebiendo en el barro de una acequia.
       Los niños se movían incesantemente, gritaban, cantaban, hacían preguntas. Ella, agobiada por el calor, sonreía sin contestarles. Y el coche avanzaba así, entre una doble fila de lechuzas que, gravemente erguidas sobre los postes del alambrado, los miraban pasar.
       «Tío Fernando, quiero una lechuza. Toma, aquí tienes tu escopeta, mata una lechuza para mí. ¿Por qué no? ¿Por qué, tío Fernando? Yo quiero una lechuza. Ésa. No, ésta no. Esta otra…»
       Y Fernando accedió como accedía siempre cuando Anita se le colgaba de una manga y lo miraba en los ojos. Por temor de caer en desgracia ante la niña, halagaba siempre sus malas pasiones. La llamaba: Princesa, y apedreaba junto con ella las pequeñas lagartijas que se escurrían horizontales por las tapias del jardín.
       Fernando detuvo los caballos, apoyó la escopeta contra el hombro y apuntó a la lechuza que desde un poste los observaba, confiada, sin moverse.
       Una breve detonación paró de golpe el inmenso palpitar de las cigarras, y el pájaro cayó fulminado al pie del poste. Anita corrió a recogerlo. El canto de las cigarras se elevó de nuevo como un grito. Y ellos reanudaron la marcha.
       Sobre las rodillas de la niña, la lechuza mantenía abiertos los ojos, unos ojos redondos, amarillos y mojados, fijos como una amenaza. Pero, sin inmutarse, la niña sostenía la mirada. «No está bien muerta. Me ve. Ahora cierra los ojos poquito a poco… ¡Mamá, mamá, los párpados le salen de abajo!»
       Pero ella no la escuchaba sino a medias, atenta a la masa violeta y sombría que, desde el fondo del horizonte, avanzaba al encuentro del carruaje.
       «¡Niños, a subir el toldo! Una tormenta se nos viene encima».
       Fue cosa de un instante. Fue sólo un viento oscuro que barrió contra ellos, ramas secas, pedregullo e insectos muertos.
       Cuando lograron transponerlo, la vieja armazón del break temblaba entera, el cielo se extendía gris y el silencio era tan absoluto que daban deseos de removerlo como a un agua demasiado espesa.
       Bruscamente, habían descendido a otro clima, a otro tiempo, a otra región.
       Los caballos corrían despavoridos por una llanura que ninguno recordaba haber visto jamás. Y así arrastraron el coche hasta una granja en ruinas.
       De pie, en el umbral sin puerta, un hombre parecía esperarlos.
       —«¿El camino a San Roberto, por favor?»
       El peón —¿era un peón?—, calzaba botas y tenía una fusta en la mano. Los miró extrañamente, tardó un segundo y contestó:
       —«Sigan derecho. Encontrarán un puente. Doblen luego a la izquierda».
       —«Gracias».
       Los caballos emprendieron de nuevo su inquietante carrera. Y entonces, Fred con cautela se arrimó a ella y la llamó en voz muy baja:
       —«Mamá, ¿te fijaste en los ojos del hombre? Eran iguales a los de la…»
       Aterrada se había vuelto hacia su hija para gritarle:
       —«Tira esa lechuza; tírala he dicho, que te mancha el vestido».
       ¿El puente? Cuántas horas erraron en su busca. No sabe.
       Sólo recuerda que en un determinado momento ella había ordenado: «Volvamos».
       Fernando obedeció en silencio y emprendió aquel interminable regreso durante el cual la noche se les echó encima.
       La llanura, un monte, otra vez la llanura y otra vez un monte.
       Y la llanura aún.
       «Tengo hambre», murmuraba tímidamente Alberto.
       Anita dormía, recostada contra Fernando, y la felicidad de Fernando era tan evidente que ella procuraba no mirarlo, presa de un singular pudor.
       Bruscamente uno de los caballos resbaló y se desplomó largo a largo.
       Dentro del coche se hizo un breve silencio. Luego, como si revivieran de golpe, los niños se precipitaron coche abajo, prorrumpiendo en gritos y suspiros.
       Fernando habló por fin. «Ana María, estoy perdido desde hace horas», dijo.
       Los niños corrían en la oscuridad del campo. «Aquí debe haber llovido», chillaba Alberto hundido hasta la rodilla en un lodazal.
       Apremiado por Fernando el caballo se erguía tambaleante, caía y se volvía a alzar relinchando sordamente.
       —«Ana María, más vale no seguir el viaje. Los caballos están extenuados. El coche no tiene faroles. Esperemos que amanezca».
       Instantáneamente Fernando golpeó las manos para reunir a los niños dispersos.
       —«¡Nos vamos! ¡Nos vamos! ¿Y Fred? ¿Dónde está Fred? ¡Fred!, ¡Fred!»
       —«¡Hu, hu!» —gritó una voz, mientras a lo lejos, un punto de luz se encendía y apagaba.
       —«Se ha llevado la linterna sorda y está jugando a la luciérnaga» —explicaron los hermanos.
       Recuerda cómo echó pie a tierra y se internó rabiosa entre las zarzas, mal segura sobre sus altos tacones.
       —«Fred, nos vamos. ¿Qué haces ahí?»
       Inmóvil ante un arbusto cuyas ramas mantenía alzadas, Fred, por toda respuesta le hizo una seña misteriosa. Y como si le comunicara un secreto, fijó contra el fango el redondel de luz.
       Entonces ella vio, pegada a la tierra, una enorme cineraria. Una cineraria de un azul oscuro, violento y mojado, y que temblaba levemente.
       Durante el espacio de un segundo el niño y ella permanecieron con la vista fija en la flor, que parecía respirar.
       De pronto Fred desvió la luz y la tétrica cosa se hundió en la sombra.
       ¿Por qué persistió en ella la imagen azul y fría? ¿Por qué sus carnes se apretaban temblorosas mientras volvía hacia el coche apoyada en el hombro de Fred? ¿Por qué había dicho suavemente a Fernando: «Tiene razón. Es peligroso seguir viaje. Esperemos que amanezca»?
       Como si hubieran oído una orden, los niños estiraron las mantas.
       Distingue aún como en sueños a su hijo Alberto que se acerca para taparla, que le pega un coscorrón a Fred, para dormir, solo, contra ella y bajo el mismo abrigo.
       Nunca, no, nunca olvidó el terror que los sobrecogió al despertar.
       Un paso más y aquella noche habrían desaparecido todos. El coche estaba detenido al borde de la escarpa. Y allá, en lo hondo, debajo de una espesa neblina, y encajonado entre las dos pendientes, adivinaron, corriendo a negros borbotones, el río.

       Desde aquel día memorable ella había vigilado a Fred, inquieta, sin saber por qué. Pero el niño no parecía tener conciencia de ese sexto sentido, que lo vinculaba a la tierra y a lo secreto.
       Y aun cuando fue un muchacho insolente y robusto lo siguió cuidando como a un ser delicado. Sólo porque de repente, y en el momento más inesperado, solía mirarla con los ojos pueriles y graves del niño misterioso de ayer.
       «No lo niegues, solía decirle Antonio, es tu preferido, le perdonas todo». Ella sonreía. Era cierto que le perdonaba todo, hasta la rudeza con que se desprendía de ella cuando se inclinaba para besarlo.
       ¿Y cómo olvidar aquella pequeña mano que durante tres días y tres noches, en el cuarto de una clínica, se aferró a la suya sin soltarla? Durante tres días ella no había comido y durante tres noches había dormido sentada al borde del lecho, torturada por esa mano ávida de Fred, que le transmitía el sufrimiento y la obligaba a hundirse, junto con él, en la pesadilla y el ahogo.

       Poco a poco, sin advertirlo, ella se había acostumbrado a su fastidiosa presencia.
       Abominaba el deseo que brillaba en los ojos de Fernando, y sin embargo, la halagaba ese irreflexivo homenaje cotidiano.
       Ahora recuerda, como en una última confidencia, a Beatriz, la íntima amiga de su hija. Recuerda su patética voz de contralto. Apenas sabía cantar, pero cuando ella la acompañaba al piano, lograba sobreponer su torpeza. Tenía en la garganta cierta nota de terciopelo, grave y tierna a la vez, que su voluntad prolongaba, amplificaba, sofocaba dulcemente. Recuerda el otoño pasado y sus noches sin luna, estridentes y claras.
       «Apenas levantados de la mesa, tú, Fernando, te apresurabas a salir con el cigarrillo en los labios, esperando que te siguiera para apoyarme a tu lado contra la balaustrada de la terraza. Pero yo corría a instalarme frente al piano. Y Beatriz empezaba a cantar.
       Uno, dos, tres Heder me esperabas de pie, luego te sentabas en el escaño de hierro, la espalda apoyada contra las enredaderas del muro.
       Hasta el salón culebreaba el humo de los cigarrillos, que encendías uno en la colilla del otro, sin compasión por tu salud.
       Nada me importaba tu enervamiento, la humedad que las madreselvas alentaban sobre tus hombros. Mañana estarías enfermo, por cierto, pero ¿era, acaso, yo culpable de que te empeñases, taciturno, en esperarme al frío, culpable de que la música me apasionara cien veces más que tu compañía?
       Muchas veces, inmediatamente después del acorde final subí furtivamente a mi cuarto sin esperar tu vuelta, negándote la limosna de las buenas noches.
       Nunca se me ocurrió pensar que fuera una crueldad inútil; creía que tu presencia o tu ausencia me dejaban indiferente.
       Una noche, sin embargo, entre una romanza y otra me asomé a la terraza.
       No encontré a nadie sobre el escaño de hierro.
       ¿Por qué te habías marchado sin avisar? ¿Y en qué momento? Ni a lo lejos resonaba el galope de tus caballos.
       Recuerdo mi desconcierto. Di unos pasos, respiré fuerte, levanté los ojos.
       Había en el cielo un hormigueo tal de estrellas, que debí bajarlos casi en seguida, presa de vértigo. Vi entonces el jardín, los potreros crudamente golpeados por una luz directa, uniforme, y tuve frío.
       Frente al piano, otra vez, me acometió un gran desaliento.
       Ya no me interesaba la música ni el canto de Beatriz. No encontraba ya razón de ser a mis gestos.
       Oh, Fernando, me habías envuelto en tus redes. Para sentirme vivir, necesité desde entonces a mi lado ese constante sufrimiento tuyo.
       Qué de veces durante mi enfermedad me incorporé en el lecho para escucharte con delicia rondar la puerta que te había vedado.

       ¡Pobre Fernando! Ahora se acerca para tocarle tímidamente los cabellos; sus largos cabellos de muerta, crecidos hasta durante esa noche.
       Abren de golpe las persianas. Luz gris, ¿de amanecer, de atardecer?
       Ni una sombra es posible ya en el cuarto a la luz de esta fea luz. Las cosas se destacan con dureza. Algo revolotea pesadamente entre las flores y se posa sobre la sábana, algo abyecto… una mosca.
       Fernando ha levantado la cabeza. Por fin logrará lo que tanto anheló.
       ¿Por qué titubea y detiene su impulso ahora que puede besarla?
       ¿Por qué la mira fijamente y no la besa? ¿Por qué?
       Recién entonces, ella ve sus propios pies. Los ve extrañamente erguidos y puestos allá, al extremo de la colcha, como dos cosas ajenas a su cuerpo.
       Y porque veló en vida a muchos muertos, la amortajada comprende. Comprende que en el espacio de un minuto inasible ha cambiado su ser. Que al levantar Fernando los ojos había hallado a una estatua de cera en el lugar en que yacía la mujer codiciada.
       Cuantos entran al cuarto se mueven ahora tranquilos, se mueven indiferentes a ese cuerpo de mujer, lívido y remoto, cuya carne parece hecha de otra materia que la de ellos.
       Sólo Fernando sigue con la mirada fija en ella; y sus labios temblorosos parecen casi articular su pensamiento.
       «Ana María, ¡es posible! ¡Me descansa tu muerte!
       Tu muerte ha extirpado de raíz esa inquietud que día y noche me azuzaba a mí, un hombre de cincuenta años tras tu sonrisa, tu llamado de mujer ociosa.
       En las noches frías del invierno mis pobres caballos no arrastrarán más entre tu fundo y el mío aquel sulky con un enfermo adentro, tiritando de frío y mal humor. Ya no necesitaré combatir la angustia en que me sumía una frase, un reproche tuyo, una mezquina actitud mía.
       Necesitaba tanto descansar, Ana María. ¡Me descansa tu muerte!
       De hoy en adelante no me ocuparán más tus problemas sino los trabajos del fundo, mis intereses políticos. Sin miedo a tus sarcasmos o a mis pensamientos reposaré extendido varias horas al día, como lo requiere mi salud. Me interesará la lectura de un libro, la conversación con un amigo; estrenaré con gusto una pipa, un tabaco nuevo.
       Sí, volveré a gozar los humildes placeres que la vida no me ha quitado aún y que mi amor por ti me envenenaba en su fuente.
       Volveré a dormir, Ana María, a dormir hasta bien entrada la mañana, como duermen los que nadie ni nada apremia. Ninguna alegría, pero tampoco ninguna amargura.
       Sí, estoy contento. Ya no necesitaré defenderme contra un nuevo dolor cada día.
       Me sabías egoísta, ¿verdad? Pero no sabías hasta dónde era capaz de llegar mi egoísmo. Tal vez deseé tu muerte, Ana María».


El día quema horas, minutos, segundos.
       Muy entrada la tarde, llega, por fin, el hombre que ella esperaba.
       El vacío que hacen alrededor de su cama le previene que se encuentra en la casa y que espera tal vez en la habitación contigua.
       Durante un espacio de tiempo que le parece interminable, nada altera el silencio.
       Apoyado contra el quicio de la puerta, adivina, de pronto, a su marido.
       Lo han dejado solo, dueño y señor de aquella muerte. Y allí está inmóvil, concentrando fuerzas para poder afrontarla con dignidad.
       Ella empieza entonces a remover cenizas, retrocediendo entremedio hasta un tiempo muy lejano, hasta una ciudad inmensa, callada y triste, hasta una casa donde llegó cierta noche.
       ¿A qué hora? No sabría decirlo.
       Ya en el tren, extenuada por el largo viaje, había reclinado la cabeza sobre el hombro de Antonio. El ramo de azahares prendido a su manguito alentaba una azucarada fragancia que la mareaba ligeramente y le impedía prestar atención a cuanto le murmuraba su joven marido.
       Pero, ¿importaba? ¿No repetía acaso lo que le contó ya una, dos y muchas veces?
       «… Que ella tejía, no hacía sino tejer en la veranda de cristales que abría sobre el jardín… y que la suerte había querido que el fundo de él, aquella negra selva inculta, no dispusiera de un solo camino transitable; que así, de paso por un camino prestado, pudo admirarla, tarde a tarde, durante un año… que un pesado nudo de trenzas negras doblegaba hacia atrás su cabeza, su pequeña y pálida frente. Aquella primavera, como para tocar su mejilla, un árbol entraba al aposento, sus ramas cargadas de flores y de abejas… y era fácil para él acecharla entonces; no necesitaba tan siquiera bajarse del caballo… que apenas el invierno acortó los días, cobró audacia y fue a apoyar la frente contra los vidrios, y que, largo rato, desde la oscuridad de la noche, solía abismarse en la contemplación de la lámpara, del fuego en la chimenea y de aquella muchacha silenciosa que tejía extendida en una larga mecedora de paja. A menudo, como si lo presintiera allí agazapado tras la oscuridad, ella levantaba los ojos y sonreía distraídamente, al azar. Sus pupilas tenían el color de la miel y despedían siempre la misma mirada perezosa y dulce. La nieve aleteó una vez sobre sus espaldas de intruso; en vano pesaba sobre el ala de su sombrero, y se le adhería a las pestañas. Enamorado ya, perdidamente, continuó a pesar de todo, gozando de esa sonrisa que no iba dirigida a él…»
       El ramo de azahares prendido a su manguito, su malsano aroma que la adormecía, le quitaba fuerzas para reaccionar violentamente y gritarle: «Te equivocas. Era engañosa mi indolencia. Si solamente hubieras tirado del hilo de mi lana, si hubieras, malla por malla, deshecho mi tejido… a cada una se enredaba un borrascoso pensamiento y un nombre que no olvidaré».

       En aquella fría alcoba nupcial, cuántas veces, al volver del primer sueño, intentó traspasar el espeso velo de oscuridad que se le pegaba a los ojos.
       Su corazón latía azorado. Era tan profunda aquella oscuridad. ¿No estaría ciega?
       Estiraba los brazos, palpaba nerviosamente a su alrededor, se aprestaba sofocada a saltar del lecho, cuando una mano de fuego se le posaba sobre el seno, la tumbaba nuevamente hacia atrás. Y como si viniera a tocarle una herida, el gesto de aquella mano imperiosa la tornaba débil y gimiente, cada vez.
       Recuerda que permanecía inmóvil, anhelando primero detener, luego desalentar con su pasividad el asalto amoroso; y permanecía inmóvil hasta durante el último, el definitivo beso.
       Pero cierta noche sobrevino aquello, aquello que ella ignoraba.
       Fue como si del centro de sus entrañas naciera un hirviente y lento escalofrío que junto con cada caricia empezara a subir, a crecer, a envolverla en anillos hasta la raíz de los cabellos, hasta empuñarla por la garganta, cortarle la respiración y sacudirla para arrojarla finalmente, exhausta y desembriagada, contra el lecho revuelto.
       ¡El placer! ¡Con que era eso el placer! ¡Ese estremecimiento, ese inmenso aletazo y ese recaer unidos en la misma vergüenza!
       ¡Pobre Antonio, qué extrañeza la suya ante el rechazo casi inmediato! Nunca, nunca supo hasta qué punto lo odiaba todas las noches en aquel momento.
       Nunca supo que noche tras noche, la enloquecida niña que estrechaba en sus brazos, apretando los dientes con ira intentaba conjurar el urgente escalofrío. Que ya no luchaba sólo contra las caricias sino contra el temblor que, noche a noche, esas caricias lograban, inexorables, hacer brotar en su carne.

       Amanece, había pensado ella, cuando la criada abrió las persianas a su primera mañana de casada, tan escasa era la luz que penetró en la fría estancia.
       Sin embargo, su marido la requería desde fuera: «Levántate».
       Recuerda como si fuera hoy el jardín estrecho y sin flores, tapizado de musgo sombrío y el estanque de tinta sobre cuya superficie se recortó su propia imagen envuelta en el largo peinador blanco.
       Pobre Antonio. ¿Qué gritaba? «Es un espejo, un espejo grande para que desde el balcón te peines las trenzas».
       ¡Ah, peinarse eternamente las trenzas a esa desoladora luz de amanecer!
       Miró afligida el paisaje que se reflejaba invertido a sus pies. Unos muros muy altos. Una casa de piedra verdosa. Ella y su marido como suspendidos entre dos abismos: el cielo, y el cielo en el agua.
       —«Lindo, ¿verdad? Mira, lo rompes y se vuelve a armar…»
       Riendo siempre, Antonio agitó el brazo para lanzar con violencia un guijarro que allá abajo fue a herir a su desposada en plena frente.
       Miles de culebras fosforescentes estallaron en el estanque y el paisaje que había dentro se retorció, y se rompió.
       Recuerda. Asiéndose de la balaustrada de hierro forjado, había cerrado los ojos, conmovida por un miedo pueril.
       —«El fin del mundo. Así ha de ser. Lo he visto».
       La nueva casa; aquella casa incómoda y suntuosa donde habían muerto los padres de Antonio y donde él mismo había nacido. Su nueva casa, recuerda haberla odiado desde el instante en que franqueó la puerta de entrada.
       ¡Qué distinta del pabellón de madera fragante cuyo luminoso interior invitaba a espiar por los cristales!
       Tal vez tuviera algún parecido con la vieja casa de su abuela en la ciudad de provincia donde pasó su primera infancia, donde residió durante el invierno y se presentó en sociedad.
       Pero, ¿dónde están la sala de billar, el costurero, el jardín con olor a toronjil?
       Aquí, ni una sola chimenea —y ¡horror! el espejo del vestíbulo trizado de arriba abajo—; largos salones cuyos muebles parecían definitivamente enfundados de brin.
       Recuerda que erraba de cuarto en cuarto buscando en vano un rincón a su gusto. Se perdía en los corredores. En las escaleras espléndidamente alfombradas, su pie chocaba contra la varilla de bronce de cada escalón.
       No lograba orientarse, no lograba adaptarse.

       Invariablemente, a la caída de la tarde, Antonio instalaba a su mujer en el fondo del cupé, le cubría las rodillas con una piel y se recostaba a su lado.
       Jamás llegaron, sin embargo, hasta la casa de la madrina paralítica que dormitaba pegada al brasero de plata. Y la vieja sobreviviente de esa familia extinguida los esperó, en vano, tarde a tarde, junto al té servido —y bajó a reposar con los suyos sin conocer a la que iba a continuar su raza.
       —«Iremos mañana» —suspiraba el enamorado marido apenas el coche franqueaba el portal—, «hoy déjame mirarte, déjame quererte». Y vagaban al azar.
       Así, recién casada, trabó conocimiento con aquella ciudad inmensa, callada y triste.
       Al final de sus estrechas calles, divisaban siempre las escarpadas montañas. La población estaba cercada de granito, como sumida en un pozo de la alta cordillera, aislada hasta del viento.
       Y ella, acostumbrada al eterno susurrar de los trigos, de los bosques, al chasquido del río golpeando las piedras erguidas contra la corriente, había empezado a sentir miedo de ese silencio absoluto y total que solía despertarla durante las noches.
       La perseguía la imagen del mundo que vio destrozarse el primer día en el estanque. Aquel silencio se le antojaba el presagio de una catástrofe.
       Tal vez un volcán ignorado de todos acechaba, muy cerca, el momento de estallar y aniquilar.

       Había anhelado entonces refugiarse en algo que le fuera familiar, en un gesto, en un recuerdo.
       No reconocía su cuerpo disfrazado de vestidos nuevos, sus cabellos mal peinados. Pero Zoila, ¿por qué la habría criado tan haragana? ¿Por qué no le habría enseñado a apretar su pesada cabellera?
       Día a día aplazaba el deseo de abrir sus maletas para buscar, retratos, objetos, una prenda cordial. El frío, un frío insólito la estaba volviendo cobarde, sin iniciativa, y sus dedos transidos no atinaban ni a anudar un lazo de cinta.
       Trataba de pensar en cuánto había dejado hacía tan sólo un par de meses. Entornaba los ojos procurando evocar un cuarto tibio, y no lo veía sino revuelto por la precipitación de la partida; el gran salón de fiestas donde temblaban las lágrimas de cristal de las arañas y donde, con las trenzas recogidas por primera vez, bailó cierta noche locamente hasta el amanecer, y no lo encontraba sino en aquella tarde gris en que su padre le había dicho: «Chiquilla, abraza a tu novio».
       Entonces ella se había acercado obediente a ese hombre tan arrogante… y tan rico, se había empinado para besar su mejilla.
       Recordaba que al apartarse, la habían impresionado el rostro grave de la abuela y las manos temblorosas de su padre. Recordaba haber pensado en Zoila y en las primas, que presentía con el oído pegado a la puerta. Y haber sentido asimismo la solicitud con que la habían rodeado durante tantos años.
       Y no; ya no era capaz sino de evocar el temor que se había apoderado de ella a partir de ese instante, la angustia que crecía con los días y el obstinado silencio de Ricardo.
       Pero, ¿cómo volver sobre una mentira? ¿Cómo decir que se había casado por despecho?
       Si Antonio… Pero Antonio no era el tirano ni el ser anodino que hubiera deseado por marido. Era el hombre enamorado, pero enérgico y discreto a quien no podía despreciar.

       Un día, al fin, como si despertara de su embriaguez de amor, su marido la había mirado largamente; una mirada inquisidora, tierna.
       —«Ana María, dime, ¿alguna vez llegarás a quererme como yo te quiero?»
       ¡Dios mío, aquella humildad tan digna! A ella se le habían agolpado las lágrimas a los ojos.
       —«Yo te quiero, Antonio, pero estoy triste».
       Entonces él había continuado con el mismo tono razonable y dulce.
       —«¿Qué debo hacer para que no estés triste? Si la casa no te gusta la transformaré a tu antojo. Si te aburres, sola conmigo, desde mañana veremos gente. Daremos una gran fiesta; tengo muchos amigos aquí».
       Pero ella movía de un lado a otro la cabeza murmurando:
       —«No, no…»
       Ahora le era odioso el tono de Antonio, ahora una sorda aflicción remontaba en ella. ¿Qué le estaba proponiendo? ¿Organizar toda una existencia allí, en ese fondo de mar, sin familia, entre amigos flamantes y servidores desconocidos?
       «—Tal vez extrañes ciertas diversiones. Haré venir del fundo un par de alazanes e iremos al Parque, por las mañanas. Ana María, habla, di: ¿qué quieres?
       Se había aferrado al brazo de su marido deseando hablar, explicar, y fue aquí donde su pánico, rebelde, saltó por sobre todo argumento:
       —«Quiero irme».
       Él la miró intensamente. Nunca había visto ella palidecer a nadie. Desde ese momento supo lo que era: una blancura insólita afilando el pómulo, una cara inmóvil donde sólo viven los ojos, brillantes y fijos.
       Y fue así como Antonio la devolvió a su padre, por un tiempo.
       Ay, no se duerme impunemente tantas noches al lado de un hombre joven y enamorado.
       Un desaliento se había apoderado de ella al reanudar su antigua existencia. Parecíale estar repitiendo gestos que hubiera agotado ayer de todo interés.
       Erraba del bosque a la casa, de la casa al aserradero, sorprendida de no encontrar ya razón de ser a una vida que se le antojaba completa. ¡Es posible que en algunas semanas nuestros sueños y nuestras costumbres, cuanto parecía formar parte de nosotros mismos pueda volvérsenos ajeno! Bajo el tul del mosquitero su cama le parecía ahora estrecha, fría; estúpido —de un mal gusto que la humillaba—, el papel salpicado de nomeolvides que tapizaba el cuarto. ¿Cómo pudo vivir allí tanto tiempo sin cobrarle odio?
       Cierta noche soñó que amaba a su marido. De un amor que era un sentimiento extrañamente, desesperadamente dulce, una ternura desgarradora que le llenaba el pecho de suspiros y a la que se entregaba lacia y ardorosa.
       Despertó llorando. Contra la almohada, en la oscuridad, llamó, entonces despacito: «¡Antonio!»
       Si en aquel instante hubiera tenido el valor de no pronunciar ese nombre, otro fuera tal vez su destino.
       Pero llamó: Antonio, y en ella se había hecho la singular revelación.
       «No se duerme impunemente tantas noches al lado de un hombre joven y enamorado». Necesitaba su valor, su abrazo, todo el hostigoso amor que había repudiado.
       Recordó un lecho amplio, desordenado y tibio.
       Añoró el momento en que aferrado a sus trenzas como para retenerla, Antonio se aprestaba a dormir. Unas sacudidas muy leves contra su cadera venían a anunciarle, entonces, que su marido se desprendía poco a poco de la vida, resbalaba en la inconsciencia. Luego, aquella sien abandonada sobre su hombro de mala esposa empezaba a latir fuertemente, como si toda la sensibilidad de ese cuerpo afluyera y fuera a golpear ahí.
       Una gran emoción, un gran respeto la conmovían ahora al pensar con qué generosidad sin límites él le entregaba su sueño.
       Y anheló besar esa sien confiada de Antonio, que era de noche la parte más vulnerable de su ser.

       Mes a mes, la ausencia —él tardó en acudir al persistente llamado de la familia; reclamaba tiempo para su herida— fue acrecentando el arrepentimiento, la sed amorosa.
       Caía el otoño, en la casa de la abuela ardían los primeros braseros cuando Antonio se dignó venir.
       Recuerda. Llegaba exhausta del fundo y no atinó tan siquiera a arreglar sus trenzas deshechas, su tez fatigada. Entró directamente al sombrío escritorio donde su marido la esperaba fumando.
       —«¡Antonio!»
       —«¿Cómo estás?» —replicó una voz tranquila, desconocida.
       Muy poca cosa consigue resucitar de aquella entrevista que ahora sabe definitiva.
       Reconsidera y nota que de su vida entera quédanle sólo en el recuerdo, como signos de identificación, la inflexión de una voz o el gesto de una mano que hila en el espacio la oscura voluntad del destino.
       Qué absurda, qué lejana debió parecerle a Antonio, en aquel momento, la pasión que abrigó por la muchacha ahora despeinada y flaca que sollozaba a sus pies y le rodeaba la cintura con los brazos.
       La cara hundida en la chaqueta de un hombre indiferente, ella buscaba el olor, la tibieza del fervoroso marido de ayer.
       Recuerda y siente aún sobre la nuca una mano perdonadora que la apartaba, sin embargo, dulcemente…
       Y así fue luego y siempre, siempre.
       Vivieron en el fundo que ella indicó, el que le había dado su padre por dote. Pero Antonio guardó su selva negra, conservó su casa y sus intereses en la ciudad.
       Un tono fácil, amable, pero jamás en él la alusión, el gesto que la permitieran rehabilitarse. Sin esfuerzo se había desprendido del pasado que a ella la había hecho esclava. Y de noche su abrazo era fuerte aún, tierno, sí, pero distante.
       Entonces había conocido la peor de las soledades; la que en un amplio lecho se apodera de la carne estrechamente unida a otra carne adorada y distraída.
       Su primogénito no consiguió devolverle el amor ni el espíritu de Antonio.
       La enfermedad y la muerte tampoco crearon entre ellos la amarra del dolor.
       Pero ella había aprendido a refugiarse en una familia, en una pena, a combatir la angustia rodeándose de hijos, de quehaceres.
       Y eso acaso la salvó de nuevas y funestas pasiones. ¿Eso? No.
       Fue que, a pesar de todo, durante su juventud entera no terminó de agotar los celos, el amor y la tristeza de la pasión que Antonio le había inspirado.
       ¡Él, en cambio, la engañó tantas veces!
       Su vida galante subía hasta ella en una ola de anónimos y delaciones. Hubo un tiempo en que desdeñosa, aunque dolorida, rehuía las confidencias, amparada en su categoría de mujer legítima, segura de que ello representaba una elección, un puesto de honor definitivo en el corazón distante de su marido.
       Hasta el día aquel…
       Fue una mañana. Retrasada a causa de sus largos cabellos, desde el cuarto de baño consideraba a través de la puerta medio abierta, el dormitorio en desorden, cuando Antonio entró inesperadamente de vuelta de la caza. Creyéndose solo, mantenía el sombrero echado sobre la oreja y masticaba una ramita de boj. Segundos después, al acercarse al velador para depositar la cartuchera, su bota tropezó con una chinela de cuero azul.
       Y entonces, oh entonces —ella vio y nunca pudo olvidarlo—, brutalmente, con rabia, casi, la arrojó lejos de sí de un puntapié.
       Y en un segundo, en ese breve segundo se produjo en ella el brusco despertar a una verdad, verdad que llevó tal vez adentro desde mucho y esquivaba mirar de frente. Comprendió que ella no era, no había sido sino una de las múltiples pasiones de Antonio, una pasión que las circunstancias habían encadenado a su vida. La toleraba nada más; la aceptaba, tascando el freno, como la consecuencia de un gesto irremediable.
       Recuerda. Se había echado despacito hacia atrás, anhelando furiosamente pasar inadvertida. Atisbo un suspiro, luego el crujir del lecho bajo el peso del cuerpo de Antonio.
       Era una mañana de sol y el día se anunciaba esplendoroso. Contra los vidrios empavonados de la ventana golpeaban en multitudes las libélulas. Del jardín subían los gritos de los niños persiguiéndose con la manguera de regar.
       Todo un día de calor por delante. Tener que peinarse, que hablar, ordenar y sonreír. «¿La señora está triste con un tiempo tan lindo?…» «Mamá, ven a jugar con nosotros»… «¿Qué te pasa? ¿Por qué estás siempre de mal humor, Ana María?»
       Tener que peinarse, que hablar, ordenar y sonreír. Tener que cumplir el túnel de un largo verano con ese puntapié en medio del corazón. Se había apoyado contra la pared, de golpe horriblemente fatigada.
       Sus ojos se habían llenado de lágrimas que enjugó en seguida, pero ya, silenciosas afluían otras, y otras, y otras… No recuerda haber llorado nunca tanto.

       Pasaron años. Años en que se retrajo y se fue volviendo día a día más limitada y mezquina.
       ¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?
       Los hombres, ellos, logran poner su pasión en otras cosas. Pero el destino de las mujeres es remover una pena de amor en una casa ordenada, ante una tapicería inconclusa.

       En vano había agotado los inconscientes métodos de la pasión para reconquistar a Antonio; ternura, violencia, reproches, mutismo, asedio amoroso. Él la evitaba cariñosa y miedosamente, o fingía ignorar sus sombrías actitudes.
       Pero, a veces, cuando extenuada moralmente, una momentánea indiferencia la hacía moverse con naturalidad, la simpatía y la confianza de su marido brotaban hacia ella espontáneamente. Entonces la invitaba a la ciudad, la llevaba al teatro, y hasta acompañábala a las tiendas. Y conversaba con ella de ella y de él, de los niños y de la vida «que era tan triste a pesar de todo», así decía él, él, la alegría hecha persona…
       —Eres la mujer con más encanto que he conocido. Es lástima que seas mi mujer, Ana María, solía también decirle en aquellas ocasiones; y sus dientes tan blancos relucían en esa sonrisa suya que parecía tan franca; sus ojos prodigiosamente castaños la envolvían entre burlones y tiernos, y para no desviar el curso de esa caricia distante, ella refrenaba su impulso de echarle los brazos al cuello y besar esa hermosa frente de varón varonil.
       ¡Curioso esto de haber tenido que portarse así con los seres que ella más amó! Con Antonio, con sus hijos.
       «Hay que ser juiciosa en amor», solía aconsejarse a sí misma.
       Y había logrado en efecto muy a menudo ser juiciosa. Había logrado adaptar su propio vehemente amor al amor mediocre y limitado de los otros. Temblando de ternura y de verdad a menudo logró sonreír, frívolamente, para no espantar aquel poquito amor que venía a su encuentro. Porque el no amarlos demasiado sea tal vez la mejor prueba de amor que se pueda dar a ciertos seres, en ciertas ocasiones.
       ¿Es que todos los que han nacido para amar viven así como ella vivió?, ¿ahogando minuto a minuto lo más vital dentro de sí?

       Recuerda todavía aquel viaje absurdo, y como de pesadilla cuando en el tren ella debía constantemente pararse y pasearse por los pasillos, a fin de adormecer su inquietud.
       ¡Oh!, aquel tren que corría en la noche menos rápido que su pensamiento, hacia la ciudad en donde esperaba sorprender a Antonio.
       ¡A todo! Estaba dispuesta a todo, y a no tener piedad, ni caer en indulgencias de ninguna especie. Oleadas de furor la acometían por momentos con tanta violencia que la garganta se le apretaba en un espasmo doloroso…
       Se ve aún, llegando de amanecer a una estación solitaria.
       Luego fue aquella humillante antesala en el domicilio particular del abogado, a quien tuviera la audacia de hacer despertar. Recuerda como si fuera ayer su silencio reprobador al escucharla, y la delicadeza, la lentitud con que medía su respuesta:
       —«No, esto no debe hacerse, Ana María, piense que Antonio es el padre de sus hijos; piense que hay medidas que una señora no puede tomar sin rebajarse. Tal vez sus propios hijos la criticarían más adelante. Por lo demás qué le puede importar a Ud. esa infeliz mujer a quien más seguro va a pesarle dentro de muy poco la imprudencia que está cometiendo…» ¡Un momento!, había exclamado de pronto intempestivamente. «Un momento», había agregado vacilante, luego habíase escurrido del cuarto.
       ¡No, aunque su vida entera nunca condescendiera a volver a verlo, no, en el fondo nunca guardó rencor al pobre hombre que, conociéndola desde niña, la había traicionado en sus planes tan bondadosa y torpemente como lo hubiera hecho su propio padre!
       El hecho fue, que cuando la puerta volviera a abrirse había sido el propio Antonio quien había entrado al cuarto severo y pálido.
       Acostumbrado siempre a ganar las batallas sobre una mujer temerosa de la herida que con una sola palabra tuviera el poder de infligirle, iniciaba ya un ademán de altanería, cuando temblando de ira empezó a injuriarlo por primera vez en su larga vida de casados. Y las injurias brotaron primero inteligentes y sagaces, luego tan absurdas e injustas que calló de golpe, avergonzada, dispuesta de antemano a toda represalia.
       Pero no.
       Él había continuado mirándola atentamente como lo hiciera durante todo su vehemente apostrofe. Luego:
       —¡Sin embargo me quieres! —había exclamado al fin con voz apenada—. ¡Y cuánto me quieres! Dime, ¿por qué, por qué?

       Muy poco tiempo había durado aquella insólita reconciliación. Y muy pronto había vuelto él a su cortés indiferencia y ella a su inquina tan fuerte como el amor con que lo había vuelto a amar por espacio de unas breves semanas.
       «Sufro, sufro de ti como de una herida constantemente abierta».
       Durante años se había repetido en voz baja esta frase porque tenía el misterioso don de hacerla estallar en lágrimas. Tan sólo así lograba detener unos instantes el trabajo de la aguja ardiente que le laceraba sin tregua el corazón. Durante años, hasta el agotamiento, hasta el cansancio.
       «Sufro, sufro de ti…», empezaba a suspirar un día cuando, de golpe, apretó los labios y calló avergonzada. ¿A qué seguir disimulándose a sí misma que, desde hacía tiempo, se forzaba para llorar?
       Era verdad que sufría; pero ya no la apenaba el desamor de su marido, ya no la ablandaba la idea de su propia desdicha. Cierta irritación y un sordo rencor secaban, pervertían su sufrimiento.
       Los años fueron hostigando luego esa irritación hasta la ira, convirtieron su tímido rencor en una idea bien determinada de desquite.
       Y el odio vino entonces a prolongar el lazo que la unía a Antonio.
       El odio, sí, un odio silencioso que en lugar de consumirla la fortificaba. Un odio que la hacía madurar grandiosos proyectos, casi siempre abortados en mezquinas venganzas.
       El odio, sí, el odio, bajo cuya ala sombría respiraba, dormía, reía; el odio, su fin, su mejor ocupación. Un odio que las victorias no amainaban, que enardecían, como si la enfureciera encontrar tan poca resistencia.

       Y ese odio la sacude aún ahora que oye acercarse al marido y lo ve arrodillarse junto a ella.
       Él no la ha mirado. Casi instantáneamente hunde la cara entre las manos y desploma medio cuerpo sobre el lecho.
       Largo rato así inmóvil, parece, lejos de su mujer muerta, considerar algún ayer doloroso, un mundo infinito de cosas.
       Ella siente con repugnancia pesar sobre su cadera esa cabeza aborrecida, pesar allí donde habían crecido y tan dulcemente pesado sus hijos. Con ira se pone a examinar por última vez esa cuidada cabellera castaña, ese cuello, esos hombros.
       Repentinamente la hiere un detalle insólito. Muy pegada a la oreja advierte una arruga, una sola, muy fina, tan fina como un hilo de telaraña, pero una arruga, una verdadera arruga, la primera.
       Dios mío, ¿aquello es posible? ¿Antonio no es inviolable?
       No. Antonio no es inviolable. Esa única, imperceptible arruga no tardará en descolgársele hacia la mejilla, donde se abrirá muy pronto en dos, en cuatro; marcará, por fin, toda su cara. Lentamente empezará luego a corroer esa belleza que nada había conseguido alterar, y junto con ella irá desmoronando la arrogancia, el encanto, las posibilidades de aquel ser afortunado y cruel.
       Como un resorte que se quiebra, como una energía que ha perdido su objeto, ha decaído de pronto en ella el impulso que la erguía implacable y venenosa, dispuesta siempre a morder. He aquí que su odio se ha vuelto pasivo, casi indulgente.
       Cuando él levanta la cabeza, ella advierte asombrada que llora. Sus lágrimas, las primeras que le vea verter resbalan por sus mejillas sin que él atine a enjugarlas, sorprendido por el arrebato de su propio llanto.
       ¡Llora, llora al fin! O puede que sólo llore su juventud que siente ida con esa muerta, puede que sólo llore fracasos cuyo recuerdo logró durante mucho tiempo aventar y que afluyen ahora inaplazables junto con el primer embate. Pero ella sabe que la primera lágrima es un cauce abierto a todas las demás, que el dolor y quizás también el remordimiento han conseguido hender una brecha en ese empedernido corazón, brecha por donde, en lo sucesivo se infiltrarán con la regularidad de una marea que leyes misteriosas impelen a golpear, a roer, a destruir.
       De hoy en adelante, por lo menos, conocerá lo que importa llevar un muerto en el pasado. Jamás, no gozar jamás enteramente de nada. En cada goce, hasta en el más simple —una luna de invierno, una noche de fiesta— cierto vacío, cierta extraña sensación de soledad.
       A medida que las lágrimas brotan, se deslizan, caen, ella siente su odio retraerse, evaporarse. No, ya no odia. ¿Puede acaso odiar a un pobre ser, como ella destinado a la vejez y a la tristeza?
       No. No lo odia. Pero tampoco lo ama. Y he aquí que al dejar de amarlo y de odiarlo siente deshacerse el último nudo de su estructura vital. Nada le importa ya. Es como si no tuviera ya razón de ser ni ella ni su pasado. Un gran hastío la cerca, se siente tambalear hacia atrás. ¡Oh esta súbita rebeldía! Este deseo que la atormenta de incorporarse gimiendo: «¡Quiero vivir. Devuélvanme, devuélvanme mi odio!»

       —«Vamos…»
       Del fondo de una carretera, ardiente bajo el sol, avanzan a su encuentro inmensos remolinos de polvo. Hela aquí arrollada en impalpables sábanas de fuego.
       —«Vamos, vamos».
       —«¿Adónde?»
       —«Más allá».
       Resignada, reclina la mejilla contra el hombro hueco de la muerte.
       Y alguien, algo, la empuja canal abajo a una región húmeda de bosques. Aquella lucecita, a lo lejos, ¿qué es? ¿Aquella tranquila lucecita? Es María Griselda, que se apresta a cenar. Junto con el crepúsculo ha pedido la lámpara y ha hecho disponer el cubierto sobre la mesa de mimbre de la terraza. Junto con el crepúsculo los peones abrieron las compuertas para regar el césped y los tres macizos de clavelinas. Y del jardín sumergido sube hacia la solitaria una ola de fragancia.
       Las falenas aletean contra la pantalla encendida, rozan medio chamuscadas el blanco mantel.
       ¡Oh, María Griselda! No tengas miedo si sobre la escalinata los perros se han erguido con los pelos erizados; soy yo.
       Secuestrada, melancólica, así te veo, mi dulce nuera. Veo tu cuerpo admirable y un poco pesado que soporta unas piernas de garza. Veo tus trenzas retintas, tu tez pálida, tu altivo perfil. Y veo tus ojos, tus ojos estrechos, de un verde sombrío igual a esas natas de musgo flotante estancadas en la superficie de las aguas forestales.
       María Griselda, sólo yo he podido quererte. Porque yo y nadie más logró perdonarte tanta y tan inverosímil belleza.
       Ahora soplo la lámpara. No tengas miedo, deseo acariciarte el hombro al pasar.
       ¿Por qué has saltado de tu asiento? No tiembles así. Me voy, María Griselda, me voy.
       Una corriente la empuja, la empuja canal abajo por un trópico cuya vegetación va descolorándose a medida que la tierra se parte en mil y mil apretados islotes. Bajo el follaje pálido, transparente, nada más que campos de begonias. ¡Oh, las begonias de pulpa acuosa! La naturaleza entera aspira, se nutre aquí de agua, nada más que de agua. Y la corriente la empuja siempre lentamente, y junto con ella, enormes nudos de plantas a cuyas raíces viajan enlazadas las dulces culebras.
       Y sobre todo este mundo por el que muerta se desliza, parece haberse detenido y cernirse, eterna, la lívida luz de un relámpago.
       El cielo, sin embargo, está cargado de astros; estrella que ella mire, como respondiendo a un llamado, corre veloz y cae.

       «¡No te vayas, tú, tú…!»
       ¿Qué grito es éste? ¿Qué labios buscan y palpan sus manos, su cuello, su frente?
       Debiera estar prohibido a los vivos tocar la carne misteriosa de los muertos.
       Los labios de su hija, acariciando su cuerpo, han detenido en él ese leve hormigueo de sus más profundas células, la han vuelto, de golpe, tan lúcida y apegada a lo que la rodea, como si no hubiera muerto nunca.
       —«Mi pobre hija, te conocí arrebatos de cólera, nunca una expresión desordenada de dolor como la que te impulsa ahora a sollozar, prendida a mí con fuerza de histérica. «Es fría, es dura hasta con su madre», decían todos. Y no, no eras fría; eras joven, joven simplemente. Tu ternura hacia mí era un germen que llevabas dentro y que mi muerte ha forzado y obligado a madurar en una sola noche.
       Ningún gesto mío consiguió jamás provocar lo que mi muerte logra al fin. Ya ves, la muerte es también un acto de vida.
       No llores, no llores, ¡si supieras! Continuaré alentando en ti y evolucionando y cambiando como si estuviera viva; me amarás, me desecharás y volverás a quererme. Y tal vez mueras tú, antes que yo me agote y muera en ti. No llores…»


Vienen, la levantan del lecho con infinitas precauciones, la acomodan en una larga caja de madera. Un ramo de claveles rueda sobre la alfombra. Lo recogen y se lo echan a los pies. Luego van amontonando el resto de las flores sobre ella como quien tiende una sábana.
       ¡Qué bien se amolda el cuerpo al ataúd!
       No la tienta el menor deseo de incorporarse. ¡Ignoraba que pudiera haber estado tan cansada!
       Ve oscilar el cielo raso; resbalar; sus ojos entreabiertos perciben casi en seguida otro, blanqueado hace poco; es el de su cuarto de vestir.
       Una enorme rasgadura, obra del último temblor, la hace reconocerse luego en el cuarto de alojados. Largas filas de habitaciones van mostrándole así ángulos, moldes, vigas familiares. Ante cada puerta se produce matemáticamente un breve alto y ella adivina que la excesiva estrechez del umbral dificulta el paso de quienes la cargan.
       He aquí, sacrilegio, que pisotean la alfombra azul. ¿Quién se habrá atrevido a traerla al vestíbulo? ¿Y para qué? El piso lustrado sienta mil veces mejor al estilo de la casa.
       Allí, expuesta al sol y a un constante ajetreo, va a marchitarse lo que, hasta hace poco, era el refugio de sus días de invierno. Sólo por hallarse extendida en un cuarto lejano y casi siempre cerrado se había conservado intacta y azul la alfombra azul.
       Cuando el vendaval azotaba fuera, sus hijos solían hacerle una invitación singular que intrigaba a los extraños.
       Decían: «Vamos a la playa». La playa era aquel cuadrado de alfombra esponjosa; allí corrían a recostarse de niños, con sus juguetes; más tarde con sus libros.
       Y parecía realmente que el frío y el mal tiempo se detuvieran al borde de ese pedazo de lana cuyo color violento y alegre aclaraba los ojos y el humor, y que las horas transcurrieran en el cuarto cerrado, más cálidas, más íntimas.
       Ella no hubiera permitido jamás que llevaran la alfombra azul al vestíbulo. ¿Quién se atrevió a abusar así de su enfermedad?
       Dios mío, las aguas no se habían cerrado aún sobre su cabeza y las cosas cambiaban ya, la vida seguía su curso a pesar de ella, sin ella.
       De pronto el cielo sobre sí.
       Cae entonces en cuenta de que está en el descanso de la escalinata que baja al jardín. Aquí, el alto es más prolongado. Acaso estén cobrando fuerzas para seguir adelante.
       ¡El cielo! Un cielo plomizo donde los pájaros vuelan bajo. Dentro de unas horas lloverá nuevamente.
       ¡Qué hermoso atardecer desapacible y mojado! Nunca los amó así, y sin embargo, a éste le descubre su hosca belleza y hasta la regocija el leve soplo de aire que parece venir a rozarla por las junturas de la caja.
       Ahora se siente sacudida, descendida. Ahora descansa en el último peldaño.
       Aquí, era aquí donde se acurrucaba a tomar sol. Largamente permanecía reclinada con la mejilla contra el último peldaño, para robarle un poco de calor. Cuando sus hijos eran niños solían pegar también el oído, asegurando que algo se movía dentro, que la piedra palpitaba como un reloj o un corazón. Regada, esparcía el olor particular que despiden las pizarras después que, con la esponja, se ha borrado en ellas las tareas.
       Otra vez corre el cielo sobre su cabeza.
       ¡Adiós, adiós piedra mía! Ignoraba que las cosas pudieran ocupar tanto lugar en nuestro afecto.
       El cortejo ha echado a andar sobre el césped. Ella se siente impelida en un insólito vaivén; diríase que mecen blandamente el ataúd. Y de pronto, presiente, reconoce los fuertes brazos de sus dos hijos soportándolo atrás y adivina que a los pies la izquierda flaquea ligeramente porque va sostenida por su padre. Tratando de compensar ese desmayo, Ricardo presta el fervor de su apoyo a la derecha, ella lo sabe.
       Y está segura de que muchos la rodean y muchos la siguen. Y le es infinitamente dulce sentirse así transportada, con las manos sobre el pecho, como algo muy frágil, muy querido.
       Por primera vez se siente entrar con majestad en la gran calle de árboles. Ya no la exaspera el altivo continente del álamo; por primera vez nota que su follaje tiene ondulación y reflejos de agua agitada.
       Vienen luego a su encuentro los macizos eucaliptos. A lo largo de sus troncos, cuelgan, desprendidas, estrechas lonjas de corteza que descubren, por vetas, una desnudez celeste y lechosa.
       Ella piensa enternecida: «Es curioso. Tampoco lo noté antes. Pierden la corteza igual que las culebras la piel en primavera…»
       El viento levanta remolinos de hojas secas que golpean la caja con violencia de guijarros. Poco a poco se despeja el cielo. Ella divisa el disco, aún pálido, de la luna, en su cuarto creciente.

       Ya el cortejo se interna en el bosque.
       Y a ella la acometen deseos de apretar, de hacer crujir bajo el pie las espesas capas de agujas de pino que lo tapizan entero de color hierro enmohecido, deseos de inclinarse para mirar, por última vez, esa gran red plateada, nocturna huella tejida pacientemente encima por las babosas.
       Ya la envuelven como un tercer sudario los vahos que suben del suelo, todo el acre perfume de las plantas que viven a la sombra.

       Han franqueados los límites del parque. Ahora la llevan campo traviesa.
       Más allá del rastrojal se extiende el terreno lagunoso. Una pesada neblina flota casi al ras del suelo, se apelotona entre los juncos.
       El andar del cortejo se hace lento, difícil, toma por fin la cadencia de una marcha fúnebre.
       Alguien se hunde en el fango hasta la rodilla; entonces el ataúd oscila violentamente y uno de sus costados toca tierra.
       Ansias desconocidas la conmueven. ¡Oh, si la depositaran allí, a la intemperie! Anhela ser abandonada en el corazón de los pantanos para escuchar hasta el amanecer el canto que las ranas fabrican de agua y luna, en la garganta; y oír el crepitar aterciopelado de las mil burbujas del limo. Y aguzando el oído percibir aún el silbido siniestro con que en la carretera lejana se lamentan los alambres eléctricos; y distinguir, antes del alba, los primeros aleteos de los flamencos entre los cañaverales. ¡Ah, si fuera posible!
       Pero no, no es posible. Ya la han enderezado, ya avanzan nuevamente.

       De pronto un muro que limita el horizonte la recuerda el cementerio del pueblo y el amplio y claro panteón de familia.
       Y hacia allá es a donde tiende la marcha.
       La invade una gran tranquilidad.
       Hay pobres mujeres enterradas, perdidas en cementerios inmensos como ciudades —y horror— hasta con calles asfaltadas. Y en los lechos de ciertos ríos de aguas negras las hay suicidas que las corrientes incesantemente golpean, roen, desfiguran y golpean. Y hay niñas, recién sepultas, a quienes deudos inquietos por encontrar, a su vez, espacio libre, en una cripta estrecha y sombría, reducen y reducen deseosos casi hasta de borrarlas del mundo de los huesos. Y hay también jóvenes adúlteras que imprudentes citas atraen a barrios apartados y que un anónimo hace sorprender y recostar de un balazo sobre el pecho del amante, y cuyos cuerpos, profanados por las autopsias, se abandonan, días y días, a la infamia de la Morgue.
       ¡Oh, Dios mío, insensatos hay que dicen que una vez muertos no debe preocuparnos nuestro cuerpo! Ella se siente infinitamente dichosa de poder reposar entre ordenados cipreses, en la misma capilla donde su madre y varios hermanos duermen alineados; dichosa de que su cuerpo se disgregue allí, serenamente, honorablemente, bajo una losa con su nombre

TERESA, ANA MARÍA, CECILIA

       Su nombre, todos sus nombres, hasta los que desechó en vida. Y bajo éstos, dos fechas separadas por un guión.

       Como el cortejo llega por fin a su destino, la última ráfaga de viento extingue, de golpe, el gorjeo de un surtidor, Dentro del panteón la noche va apagando las pedrerías del vitral. Frente al altar, el padre Carlos, revestido del alba y la estola, mueve los labios, sacude con unción el hisopo.

       Que la paz sea contigo, Ana María, niña obcecada, voluntariosa y buena. Y que Dios te asista y reciba en Sí. Ese Dios del que te empecinaste en vivir apartada.
       —Pero, si yo no tengo alma, padre. ¿No lo sabía? Te oigo todavía suspirar con fingida tristeza a fin de atajar mis amonestaciones.
       Y te recuerdo aún mucho antes: colegiala menudita y bulliciosa, siempre distraída en la capilla, pero siempre primera en Historia Sagrada.
       Aquellos exámenes de «fin de año» a los que especialmente invitado por la Madre Superiora yo no pudiera dispensarme de asistir, me confrontaban año tras año a una Ana María investida de un entusiasmo religioso, muy ajeno a su idiosincrasia cotidiana.
       ¡Cuán vívida y fervorosamente lograbas comunicarnos episodios e imágenes!
       Aquella gran maravilla: la zarza que ardiera y ardiera sin consumirse, y del medio de la cual una voz llamó de pronto: ¡Moisés, Moisés!
       Y la milagrosa escala, poblada de ángeles y arcángeles que Dios tendiera a Jacob durante el sueño.
       Y el Mar Rojo levantando sus aguas y abriéndose mansamente para dar paso al pueblo elegido.
       Y la mano misteriosa inscribiendo en pleno festín sacrílego las tres palabras que anunciaran a Baltazar la inminente destrucción de su reino…
       —Claro, me advertía la Madre Superiora, siempre será primera en Historia Sagrada porque la Historia Sagrada la entretiene; ¡pero vaya Ud. a hacerle la pregunta más elemental en Catecismo!
       —Déjela, Reverenda Madre, déjela, insinuaba yo con cautela, después de todo, no hay camino, por estrecho que sea, que no lleve a Dios.
       Recuerdo aún aquel día en que tu padre, afligido, viniera a consultarme.
       —Carta del Sagrado Corazón, padre Carlos. La Madre Superiora desea hablar en serio conmigo respecto a Ana María… No se imagina, padre Carlos, cuánto le agradecería fuera usted en mi lugar a enterarse de la situación. Yo no sabría…
       —Pero, ¿de qué situación se trata, don Gonzalo? Dígame las quejas que tienen contra Ana María.
       —Bueno, parece ser que la niña dijo…
       —Dije durante la clase de costura mientras bordábamos y madre Carmela nos explicaba entre una lectura y otra lo que era el Cielo… dije que no me importaría en absoluto no ir al Cielo porque me parecía un lugar bastante aburrido.
       Hube de refrenar una sonrisa ante la expresión desesperada de madre Carmela, tan jovencita casi como sus alumnas, y aplazando el momento de aconsejarle no tratar de un tema tan delicado durante la clase de costura, me incliné hacia ti.
       —Bueno, hija, y dime, ¿cómo te gustaría que fuera el Cielo?
       Durante el celaje de un instante lo pensaste, luego:
       —Me gustaría que fuera lo mismo que es esta tierra. Me gustaría que fuera como la hacienda en primavera cuando todas las matas de rosales están en flor, y el campo todo verde, y se oye el arrullo de las palomas a la hora de la siesta… Me gustaría, eso sí, algo que no hay en la hacienda:…me gustaría que hubiera venaditos que no fueran asustadizos y vinieran a comer en mi mano… Y me gustaría también que mi primo Ricardo estuviera siempre conmigo, y se nos diera permiso para dormir de vez en cuando por las noches en el bosque, allí donde el césped es verdadero terciopelo, justo al borde del afluente…
       Callaste. Hubo un silencio.
       —¡Pero, si lo que me estás describiendo es el propio Paraíso Terrenal…! —te dije al fin profundamente perturbado.
       —En efecto, padre Carlos, el Paraíso Terrenal del cual Adán y Eva fueron expulsados por causa de su desobediencia —intervino a este punto secamente la Madre Superiora— porque debo agregar que esta niña es además el peor ejemplo de desobediencia que se ha tenido desde las dos niñas Rozas. Ud. las recuerda, padre…

       ¡El Paraíso Terrenal, Ana María! Tu vida entera no fue sino la búsqueda ansiosa de ese jardín ya irremisiblemente vedado al hombre por el querubín de la espada de fuego.
       Te recuerdo, adolescente y no obstante ya entregada al demonio de la ira y de la carne. Tu sobresalto de aquel día en que te sorprendí arrodillada en un rincón de nuestra iglesia de campo, de aquella humilde iglesita donde esa alma tuya, que renegabas, guiaba, sin embargo, tus pasos, cuando te sentías realmente desdichada.
       —No, padre Carlos, por favor, no me hable de novenas, de nada piadoso… Si estoy aquí es porque hace agradable y fresco a esta hora del día, y además, porque nadie me está aquí mirando a la cara ni preguntándome lo que pienso o lo que no pienso… No, padre, lo siento, pero no tengo la menor intención de cumplir cuaresma… ¿Por qué? Porque estoy enojada con Dios. Eso es todo.
       —¿Y se puede saber por qué está Ud. enojada con Dios?, recuerdo pregunté en tono de chanza mientras nos encaminábamos hacia mi salita parroquial; profundamente aliviado en el fondo no hubieras llegado hasta la extremidad de negar Su existencia.
       —¿Por qué enojada? Porque su Dios nunca me escucha y nunca me da nada de lo que le pido.
       —Tal vez pides lo que no ha de ser bueno para ti.
       —Bueno para mí, bueno para mí —rezongaste.
       ¡Ay, tus ojos tristes, tu mirada desafiante de todo ese verano! Ojos, mirada que ostentabas aún bajo tu preciosa corona de azahares aquel mediodía en que bendije tu matrimonio.
       Encontraste manera, sin embargo, de escurrirte a la sacristía inmediatamente después de la ceremonia.
       —Adiós, padre, ruegue por mí —suspiraste casi a mi oído, y me abrazaste.
       Y naturalmente que rogué por ti. Toda mi vida rogué por ti, por tu felicidad y ante todo, ante todo, por encontrar las palabras que lograran volverte a Dios.

       —Ana María, en verdad, me preocupa seriamente su actitud.
       —Pero, padre, ¿de qué actitud me está Ud. hablando? ¡Si ahora no falto jamás a misa los domingos y llevo yo misma los niños a comulgar todos los viernes! Y si no asistí a la Confirmación de Anita el jueves pasado fue porque no me sentía bien, se lo juro…
       —No es a lo que me estoy refiriendo, Ana María, y Ud. lo sabe. Hablaba del Retiro que Ud. me prometió hacer este verano.
       —Ay, padre, no me recuerde esa promesa. Créame, por favor, un Retiro me sería imposible en estos momentos. Tengo demasiado que hacer. Ud. no puede darse cuenta de todo lo que hay que hacer en una casa como la mía, con Alicia, Luis y sus invitados, todos instalados yendo y viniendo como si mi hacienda fuera un balneario, y para colmo, Zoila, todo el tiempo, enfurecida y cada día más mandona. Y Antonio… ¡Oh, padre, si Ud. supiera lo que Antonio me está haciendo sufrir…! Por eso, créame si le digo que en este momento no podría rezar, ni recogerme, ni tan siquiera pensar…
       —Claro está, sólo puedes recogerte y pensar cuando se trata de los miserables menesteres y preocupaciones de este triste mundo…
       —¡Y si Dios lo hizo así, padre! ¿No va Ud. ahora a aconsejarme que menosprecie sus obras?
       —¡Ana María, basta!, exclamé terminante, luego preso de una súbita congoja: Hija, en verdad yo ya no sé qué hacer contigo.
       —¡Pues yo sí lo sé, padre! Reíste de pronto en uno de esos inesperados cambios de humor; parte de tu encanto, y viniendo a sentarte sobre el brazo de mi sillón, inclinaste hacia mí tu sonrisa maliciosa… Pídale a su Dios una gracia muy especial para mí. Un milagro, por ejemplo.
       —¡Bueno, ésta sí que es soberbia! ¿Así es que pretendes que Dios venga a ti, sin tú molestarte en dar un paso hacia Él?
       —¿Por qué no?
       —Francamente, hija, francamente, iba yo a indignarme nuevamente cuando la pequeña Anita vino inocentemente a cortar el curso de nuestra discusión.
       —El papá manda decir que lo estamos esperando para el partido de bochas, padre Carlos, dijo la niña. Fred y yo jugaremos con papá. Y Alberto y Doro (era el muchacho que ayudaba en la huerta), jugarán con Ud.
       —¡Y yo!, te oigo todavía exclamar impetuosamente. ¡Qué se imaginan Uds. que soy yo…! ¿Quinta rueda de la carreta? No, yo también juego. Puedo turnarme partido por medio con Fred. Y esta vez mi querida Anita, te aseguro que ni Alberto ni Doro van a salirme adelante con las trampas de la última tarde.
       —¡Oh, mamá!, musitó la niña con resignación mientras nos encaminábamos hacia la «cancha de bochas», Ud. cuando no gana siempre cree que es porque le han hecho trampa.

       ¡Cuán diferente de la joven y turbulenta Ana María que no aceptaba perder en los juegos me pareció aquella otra que hube de visitar hace tan sólo unos días en su lecho de enferma!
       —Hija, ¿no te gustaría que te trajera la Santa Eucaristía cuando te sientas un poco mejor? Tal vez te ayudaría a sanar más pronto, insinué discretamente.
       —¡Y por qué no!, contestaste de inmediato para sorpresa mía, ¿por qué no, padre, si con ello puedo darle a Ud. gusto?
       —En ese caso, hija, ¿no le convendría confesarse ahora mismo?, ataqué yo rápidamente, fingiendo no haberme percatado de tu última reflexión.
       —Preferiría mañana, padre… El doctor estará aquí en una media hora.
       —Media hora nos basta.
       —No lo creo, padre; y debo advertirle que nunca hasta ahora hubo de escuchar una lista de pecados mortales y veniales tan larga como va a ser la mía.
       —Veo señora que el pecado de vanidad llevado hasta vanagloriarse del pecado bien podría ser su pecado mayor —repliqué yo tratando de contestarte a tono.
       Me acuerdo, quisiste reír, pero en lugar de ello sofocaste una especie de gemido mientras recaías muy pálida sobre las almohadas. Y de pronto, aterrado, te vi tal cual te sentías y estabas desde hacía mucho: agotada y luchando con sonrisa falsamente traviesa contra un mal lento y sin piedad.
       —Por favor, padre, le ruego no mirarme así… Todavía no estoy muerta, sabe. Tuviste aún el valor de hacerme broma. Luego agregaste:
       —Pero vuelva mañana, padre, vuelva sin falta, ¿quiere Ud.?
       —Sufre, murmuraba Alicia mientras me acompañaba fuera de la habitación, sin embargo el doctor dice que no hay nada serio que temer por el momento; al contrario hasta nota una ligera mejoría. Pero Ud. vendrá mañana de todas maneras, ¿no es así, padre? Fue un tal alivio oírla consentir al fin en confesarse. Si Ud. supiera cuánto he rogado por ello. ¿Y se fijó, se fijó Ud. en la mirada y la voz tan dulce con que le pedía volver?
       Sí, naturalmente mi pobre Ana María, cómo hubiera podido no haber visto, sentido la mirada y tímida voz con la cual decías: Ven a Dios a través de ése, su humilde servidor.
       El coche de la hacienda vino por mí a la mañana siguiente, mucho antes de la hora convenida.
       —Un ataque repentino… te fallaba el corazón… hasta se temía no recobraras ya el conocimiento —Doro, todo jadeante, me informó.
       ¡Ay!, cuán lejos te encontrabas ya en el camino de nuestro último viaje cuando me incliné sobre tus pupilas ausentes que parecían contemplar algo muy fijamente dentro de ti misma.
       —Hizo su acto de contrición ayer al consentir en confesarse, ¿no es verdad, padre?, repetía Alicia en medio de sus lágrimas.
       Te di la absolución.
       Alicia se desplomó sobre el hombro de su marido, compasivo con ella por excepción.
       Te administré la Extrema Unción.
       Luego permanecí a tu lado, rezando esas tres interminables horas que duró tu lucha.
       Y digo tu «lucha». Porque en aquel estertor que desgarra, sostenido, la garganta de los agonizantes yo siempre adiviné y seguí la marcha determinada del alma en su dura jornada a través del cuerpo hasta la puerta tras la cual te encuentras, Tú, Señor, esperándonos con tu bondad y misericordia infinitas.
       En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Que la paz sea contigo, Ana María, hija, adiós…

       Y he aquí que, sumida en profunda oscuridad, ella se siente precipitada hacia abajo, precipitada vertiginosamente durante un tiempo ilimitado hacia abajo; como si hubieran cavado el fondo de la cripta y pretendieran sepultarla en las entrañas mismas de la tierra.

       Y alguien, algo atrajo a la amortajada hacia el suelo otoñal. Y así fue como empezó a descender, fango abajo, por entre las raíces encrespadas de los árboles. Por entre las madrigueras donde pequeños y tímidos animales respiran acurrucados. Cayendo, a ratos, en blandos pozos de helada baba del diablo.
       Descendía lenta, lenta, esquivando flores de hueso y extraños seres, de cuerpo viscoso, que miraban por dos estrechas hendiduras tocadas de rocío. Topando esqueletos humanos, maravillosamente blancos e intactos, cuyas orillas se encogían, como otrora en el vientre de la madre.
       Hizo pie en el lecho de un antiguo mar y reposó allí largamente, entre pepitas de oro y caracolas milenarias.
       Vertientes subterráneas la arrastraron luego en su carrera bajo inmensas bóvedas de bosques petrificados.
       Ciertas emanaciones la atraían a un determinado centro, otras la rechazaban con violencia hacia las zonas de clima propicio a su materia.
       ¡Ah, si los hombres supieran lo que se encuentra bajo ellos, no hallarían tan simple beber el agua de las fuentes! Porque todo duerme en la tierra y todo despierta de la tierra.

       Una vez más, la amortajada refluyó a la superficie de la vida.
       En la oscuridad de la cripta, tuvo la impresión de que podía al fin moverse. Y hubiera podido, en efecto, empujar la tapa del ataúd, levantarse y volver derecha y fría, por los caminos, hasta el umbral de su casa.
       Pero, nacidas de su cuerpo, sentía una infinidad de raíces hundirse y esparcirse en la tierra como una pujante telaraña por la que subía temblando, hasta ella, la constante palpitación del universo.
       Y ya no deseaba sino quedarse crucificada a la tierra, sufriendo y gozando en su carne el ir y venir de lejanas, muy lejanas mareas; sintiendo crecer la hierba, emerger islas nuevas y abrirse, en otro continente la flor ignorada que no vive sino un día de eclipse. Y sintiendo aún bullir y estallar soles, y derrumbarse, quien sabe adónde, montañas gigantes de arena.

       Lo juro. No tentó a la amortajada el menor deseo de incorporarse. Sola, podría, al fin, descansar, morir.
       Había sufrido la muerte de los vivos. Ahora anhelaba la inmersión total, la segunda muerte: la muerte de los muertos.




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