Miguel Ángel Asturias
(Ciudad de Guatemala, 1899 - Madrid, 1974)

6. Correo-Coyote (1949)
Hombres de maíz
(Buenos Aires: Editorial Losada, «Novelistas de España y de América», 1949)



[13]

      Se huyó la mujer del señor Nicho, el correo, mientras él salvaba a pie montañas, aldeas, llanuras, trotando para llegar más ligero que los ríos, más ligero que las aves, más ligero que las nubes, a la población lejana, con la correspondencia de la capital.
       ¡Pobre el señor Nicho Aquino, qué irá a hacer cuando llegue y no la encuentre!
       Se jalará el pelo, la llamará, no como la llamaba cuando eran novios, Chagüita, o como la llamaba después que se casaron, Isabra, sino como se dice a toda mujer que huye, «tecuna».
       La llamará «tecuna», «tecuna», doliéndole como matadura de caballo el corazón y se morderá, se morderá la cola, pero se la morderá solo, solo él en su rancho sin lumbre, oscuro, ingrimo, en tanto los alemanes con comercio en la población leerán dos y tres veces las cartas de sus parientes y amigos y las cartas de negocios llegadas por mar y luego traídas por el señor Nicho Aquino, con devoción de perro, desde la capital hasta San Miguel Acatan, pequeña ciudad construida en una repisa de piedra dorada, sobre abismos en que la atmósfera era azul, color del mar, entre piñales de sombra verde oscura y fuentes de peñas, costureros de donde manaban hilos de agua nacida a bordar los campos de flor de maravilla, begonias de hojas acorazonadas, heléchos y brisas de fuego.
       ¡Pobre el señor Nicho Aquino, qué irá a decir cuando llegue y no la encuentre!
       Se quedará sin poder hablar, con el cuerpo cortado, trapos, sudor y polvo, y al encontrar palabra, lengua, voz para desahogarse, la llamará «¡tecuna!», «¡tecuna!…», «¡tecuna!», en tanto muchas madres leerán con sorbo de lágrimas sin motivo, pero lágrimas al fin, largas, saltonas, saladas, las cartas de sus hijos que estudian en la capital, y el juez de paz y el mayor de plaza, las cartas de sus esposas, y los oficiales de la guarnición, las letras de alguna amiga que les manda a decir que está bien, aunque esté enferma, que está contenta y feliz, aunque esté triste, que está sola y que le es fiel, aunque esté acompañada…
       ¡Qué de mentiras aquella noche en San Miguel Acatan, después de la llegada de la bestia descalza del correo!
       ¡Qué de mentiras piadosas salidas de los sobres alrededor de la verdad desnuda que esperaba el señor Nicho Aquino!
       ¡Qué de cartas en aquella párvula ciudad de casas construidas en laderas de montaña, una sobre otra igual que aves de corral, mientras el señor Nicho, después de gritar el nombre de su mujer, se encogerá como gusano destripado por la fatalidad al llamarla «tecuna», «tecuna», «tecuna», hasta cansarse de llamarla «tecuna», somatando los pies por toda la soledad del rancho!
       El correo, cuando era el señor Nicho, llegaba con las estrellas de la tarde. Puertas y ventanas abiertas veíanlo pasar con los vecinos detrás, espiando, para estar seguros de que ya había llegado y poder decirse y decir a los otros: ¡Ya llegó el correo!… ¡Entró el señor Nicho, vieron!… ¡Dos sacos de correspondencia, sí, dos sacos de correspondencia traía!… Los que esperaban y los que no esperaban carta, quién no espera una carta siempre, todos pendientes sentados en las puertas o asomados a las ventanas, atalayaban al cartero, prontos a romper el sobre y sacar el pliego, y a leerlo de corrido la primera vez y haciendo descansos y comentarios la segunda y tercera vez, los que sabían leer o medio leer, y a buscar quién se las leía los labriegos de cuero duro y ojo musgoso de sueño que sobre el papel notaban los escarabajos de las letras.
       Por la calle principal sonaron los pasos del señor Nicho. Se supo que venía estrenando mudada y caites. Pensaría quedar bien con su mujer, así de nuevo, sin saber lo que le esperaba. Sonaron los pasos del correo por la plaza empedrada, olorosa a jazmines. Sonaron, después, sus pasos por los corredores de la mayoría, donde se paseaba el centinela. Y por fin, en el despacho del administrador de Correos, hediondo a cigarrillos apagados en salivazos, alumbrado por una lámpara de gas puesta sobre un escritorio cubierto de montañas de papeles.
       El señor Nicho venía rendido de cansancio y jadeaba sin alcanzar resuello. Entró corriendo, la prisa de llegar, entregó los sacos de correspondencia y cuando le dijeron que todo estaba conforme, salió paso a paso, arrastrando los pies. Esperaría el pago, como siempre, sentado en una de las gradas del corredor, frente a la plaza desierta y llena de ruidos: grillos, ronrones, murciélagos. Pensaba en lo cerca que estaba de su rancho, de su mujer. Cuando por su trabajo se ausentaba de su casa, creía que al regresar iba a encontrarlo todo cambiado, pero no era así. La vida no cambia, es siempre igual. Sólo que ahora sí ya no sería igual. El cambio en redondo, la mudanza brusca. Jugó los cuencos de sus manos sobre las rodillas para aliviarse el cansancio y alargó las piernas para estar más a gusto. La paga. Los sesenta pesos que le daban por el viaje y que recibió con el sombrero en la mano y la cabeza gacha.
       El administrador de Correos salió al corredor sobre sus pequeñas piernas de hombre cebado, sin poner, al andar, un pie delante del otro, sino de pie a pie, avanzando con movimientos de balancín, el puro en la boca, los ojos desaparecidos en sus cachetes de cerdo. Hombre de malas pulgas, era gordinflón, sin ninguna de las ventajas de los gordos, que son todos placenteros, barriga llena de corazón contento, no dejó que el señor Nicho alargara mucho la mano para recibir el pago.
       —¡Indio abusivo, mano larga, espera que te lo cuente! Son cinco, diez, quince, veinte, treinta…
       Antes de contar cincuenta y cinco, se interrumpió para advertir al señor Nicho, que el dinero no era para beber y que si se emborrachaba lo echaba al cuartel quince días a pan y agua.
       —No, siñor, no es costumbre mía beber, nunca me ha visto usté que yo esté borracho, no porque no me guste, porque para eso soy hombre, sino porque no resulta cuando uno es recién casado.
       —Pensá bien lo que haces —la voz de aquel hombre ya era manteca en el aire— porque bebiendo no se arregla nada, se empeora todo, se pierde la cabeza y todo se lo lleva el diablo.
       El señor Nicho Aquino lo miró sin entender. Algún mal informe, supuso. El administrador lo miraba como queriéndole decir algo, pero la respiración con saliva le supuraba en los labios mollejudos.
       —¿Y ahí qué llevas?
       —¿Aquí?
       —Sí, ahí… —el puro se le jugó en los labios; chupó, no tanto por fumar como por detener una baba que se le caía—. No vayas a estar trayendo encargos, porque es prohibido hacerlo. Si lo haces te vas a la cárcel. El que quiera mandar encomiendas que las lleve al correo, para eso está el servicio, y que pague el porte.
       —No, siflor, no es encomienda ajena, es mía. Un chalcito que le merqué a mi mujer, ya va a ser su santo. Lo merqué onde losfchinos. Es de seda corinta.
       La primera impresión del señor Nicho al entrar en su casa, fue la del que equivocadamente se ha metido en el rancho de un vecino. No es aquí, se dijo, habráse visto que me apura tanto llegar que ya no sé… En su rancho, cada vez que volvía de la capital con el correo, lo esperaban tortillas de maíz amarillo bien calientes, en el comal o en el tolito que fue de la madre de su mujer, el batidor de café hirviendo, los frijoles parados olorosos a culantro, el queso duro, el catre, el sueño, su mujer. Salió corriendo, ese rancho no era el suyo, estaba oscuro y solitario. Salió más corriendo que andando, pero no llegó a la puerta; ese rancho era bien el suyo y cómo podía no serlo y haberse metido él en casa vecina, si no tenía más vecindad que la noche inmensa, inacabable. Cerró los ojos, en un segundo le había tomado sentido a las palabras del administrador de Correos, a sus amenazas de que no se emborrachara, porque bebiendo no se arregla nada, y lo fue tentando todo idiotizado, los muros, los horcones de palo de corazón, el catre, la hamaca en que pensaban echar al tierno cuando les naciera, los tetuntes del apagado fogón.
       El chucho también quiso decirle algo que no pudo expresar más que con pequeños lloros que no se sabía si eran de gusto por su regreso o de tristeza. Le lamía las manos. Su lengua garrasposa, caliente, seca, traducía a saber qué angustia con agitación apremiosa, tiraba de sus dedos, de sus calzones tomándolo con los dientes, sin hacerle daño, para llevarlo fuera de la casa. Lo sacó. Lo llevó al bebedero de agua, y hacia allí creció su desasosiego, saltando, llorando, correteando, pequeños ladridos a la sombra llena de estrellas, de plantas bañadas de sereno, de silencio inmóvil. El perro sabía dónde estaba su mujer. Pero ¿dónde estaba su mujer? Una neta sensación de que estaba muy cerca desapareció cuando, rechazando las insinuaciones ya violentas y agoniosas del animal, regresó al rancho de nuevo, queriendo entender lo que había pasado. Pudo más el cansancio, se echó al suelo y se durmió en seguida, guitarreado por el susto y por los calambres alacranados que lo despertaban, sin despertarlo.
       El rancho no parecía deshabitado. El viento jugaba con la puerta sin atrancar. La abría, la cerraba. Las casas de las «tecunas», que son las mujeres que se fugan del hogar, quedan llenas de misteriosos ruidos. Ruidos y presencias. Los malos ojos de la duda, en el chingaste ingrato del café, con las pupilas aguosas de llanto negro. El cofre de la ropa buena, la ropa interior olorosa a calor de plancha, sacude sus aldabas como orejas metálicas sobre la madera hueca, al soplo del viento que entra desde el patío, donde el lazo de tender trapos ahorca al cielo. En un apaxte de agua sucia, amarillenta, un ratón náufrago. Y las hormigas negras, guerreras, rodeando los comestibles. Rosarios del mal ladrón, entran y salen, afanosamente, a los graneros, a la cocina, fuera de las taltuzas mazorqueras, instaladas de una pieza en la casa de las «tecunas», y los pajarracos que graznan de alegría, y los fantasmas de perros que olfatean, invisibles —sólo sus pisadas se oyen—, el tufo a meado de la eternidad en la vejez de las cosas abandonadas, polvo y telaraña, hasta que un buen día irrumpe en medio de tanta ruina, de tanto olvido abandonado a orillas del sueño de la muerte, el brote lujurioso del horcón de palo de corazón, abanderado al que siguen los brotes de las semillas asentadas en lo que fue techo de paja, ventana o puerta, y sobre el cascarón del rancho empieza a germinar la vida, a florecer la tierra, porque la tierra también es semilla que cae de las estrellas, y nadie, ni los viejos, vuelve a recordar la tragedia de la «tecuna», la ciega mujer que viste un traje de frijolitos negros lágrimas de luto.
       Nicho Aquino despertó con la fuerza del sol. Se sacudió la mudada nueva que había entrado estrenando para que lo viera su mujer, puesta sobre la ropa vieja, tiesa de sudor y polvo, por camisa y calzón de manta blanca. La muy «tecuna» le dejó la ropa lavada, planchada, arregladita, para que le doliera más el abandono, o quién sabe si no pensaba fugarse ese día, o tal vez tanteó esperarlo, o quizás la obligó algún otro, o quizás…
       De blanco vestido de indio —para pleitear más vale indio que ladino; el indio es terco, el ladino rajón, desechando suposiciones, no hay nada más deseado que los celos— llegó a la Mayoría de Plaza. Por todo, era mejor poner en conocimiento de la autoridad. Mas que muerta la encuentren, que la encuentren, se decía, y al compás de sus pasos: mas que muerta la encuentren, mas que muerta la encuentren, mas que muerta… En los cabellos peinados con agua llevaba fijo olor de ruda, el bigote en dos escobillas pitudas sobre las comisuras, la nariz chata, caído de hombros como botella.
       Le recibió la queja el secretario de la Mayoría. Un viejo militar con galones de capitán y cara de los que crucificaron a Dios. Al terminar el señor Nicho —mientras hablaba le daba vueltas al sombrero de petate— le dijo el veterano de apalear gente, moviendo las arrugas de su cara agria fruncida, que se dejara de quejas y babosadas, que buscara otra mujer, pues para eso había en el mundo más mujeres que hombres.
       Y añadió:
       —¡Con otro se debe haber ido, con otro mejor que vos, porque las mujeres siempre andan viendo cómo mejoran de condición, aunque estas mejorías son como las mejorías de la muerte!
       —Alguno le calentó la cabeza…
       —¿La cabeza?… ¡Mejor no hablemos, porque a mí me gusta hablar las cosas claras! En fin, vamos a dar orden de captura para que la agarren, y cuidado te vas siguiéndola, porque acordate de lo que cuentan que le pasó al ciego que se embarrancó por andar siguiendo a la María Tecún. La oyó hablar y en el momento en que iba a darle alcance, recobró la vista, sólo para verla convertida en piedra y olvidarse que estaba a la orilla del precipicio y, para tu saber y gobierno, todavía lo andan buscando.
       —Dios se lo pague —el señor Nicho apoyó sus palabras en el gesto afligido.
       —Dios no paga deudas ajenas y ve si te me quitas de enfrente o quitas esa cara de mártir que ponen los maridos babosos porque ella, muy «tecuna» será; pero el baboso quién es…
       Del portal de la Mayoría, donde encendió un cigarro de tuza oloroso a higo, agrado de su mujer que sabía alujar como ninguna, tostar el tabaco al buen modo de antes, cernirlo y hacer el cigarro de uña y uña, bajó a la plaza, atravesó las tiendas del mercado, pasó frente a la escuela entre los chicos que salían a almorzar siempre a las once, y se coló en la tienda del chino.
       —¿Compras? —le preguntó al chino, desenvolviendo un paquetito, para mostrarle el chai.
       El chino, congelado en el silencio, entre las moscas, sacó la mano, tomó el plumero y lo pasó por el mostrador de vidrios. El pelo negro como mancha de tinta china sobre el cráneo lustroso, la cara vacía de expresión, el cuerpo sin bulto humano. Por fin, le contestó:
       —¿Lobado?
       —¡Robada será tu cara, chino estornudo de tísico!
       Recogió el chai del mostrador. Quería deshacerse de él por algo más que recobrar su dinero. A donde el chino entró temblando. Quería deshacerse de él porque materializaba, en seda de color de sangre, un agrado amoroso a quien menos lo merecía. Recogió el chai de una manotada y sin envolverlo salió hacia la tienda de los alemanes, situada al costado de la iglesia, braceando para darse ánimo, aunque él decía que para llegar más luego.
       —¡Abran campo y anchura que va el chai de su hermosura! —gritó a unos arrieros sus conocidos que estaban deseargando bultos de mercadería a la puerta del principal almacén de San Miguel, y fue directamente a ofrecer el chai a don Deféric.
       El bávaro lo volvió a mirar con sus profundos ojos azules, techados por espesas cejas pajizas, y de un bolsillo del pantalón sacó al pulso lo que Aquino pedía por el chai —estaba haciendo cuentas— y se lo dio, sin recibir prenda.
       Agradeció aquél, insistiendo en que se quedara con el chai —le daba lástima dejarlo ir en el río o romperlo en mil pedazos—, pero don Deféric, por más que le necio, no quiso saber nada.
       Los arrieros, sus conocidos, cuando salía le escondieron la cara; ya tenían el ronrón del suceso y mejor no verlo.
       Hablaron cuando ya no podía oírlos. Policarpo Mansilla, el más viejo y fuerzudo, acarreó a duras penas un bulto pesadísimo hasta la puerta de calle.
       —¡Mucha, ayuden! —dijo, sudando, al dejarlo caer de sopapo—. ¡Sólo la tela de que cargan hacen ustedes! ¡Desvinsado voy a parar a causa suya, ya siento que se me abre la cintura cuando hago tamañas juerzas, no ayudan! ¡Botando la baba, como si nunca… se le jué la mujer y ya estuvo!
       —¡Mete la mano, vos, Pitoso! —dijo otro de los arrieros—; me le quedé mirando por lástima que me da; la gran puerca con las mujeres; y Dios quiera, dicí vos, Policarpo, que no vaya a disponer irse trastumbando tras ella, porque esa babosa «tecuna» lo embarranca.
       —Y vos, creyendo, ¡descabezado!… Ya vislumbro lo que te pasa por la cabeza: que la «tecuna» su mujer se lo va a ir llevando hasta la cumbre de María Tecún y que llegados a la cumbre, a lo más alto de la cumbre, ella lo va a llamar con cantadito de paloma, jirimiqueándole para que se le acerque, la perdone y hagan otra vez el nido con plumitas y besitos. ¡Viejadas de pico de comadre, porque lo mero cierto de todo eso que te estoy contando y que todo el mundo repite, es que el hombre que enviuda de «tecuna», no se aviene a la pérdida, se remite a buscarla y en buscarla, para darse ánimos chupa, chupa para no perder la esperanza, chupa para olvidarse de que la está buscando, mientras la busca, chupa de rabia y como no come, se engasa, y engasado la ve en su delirio, oye que lo llama y por quererla alcanzar, no se fija onde pone los pies y se embarranca; toda mujer atrae como el abismo…
       —Este Hilario ya puso cátedra. Para sermonear no tenes precio. ¡Carga, fregado, sos arriero, no sos profesor!
       —¡Dios guarde, moreno, eso de profesor es como pedir limosna! ¡Bultos más pesados, y tuavía dice «Mercadería fina»! Cargo, pero no me lo trago, como decía el indio.
       —Y eso qué es… —intervino Policarpo Mansilla—, carga y habla, porque se pueden hacer las dos cosas al mismo tiempo, sólo que vos, como es con ademanes y visajes, yo digo que vos, Hilario, hubieras estado bueno para payaso.
       —El indio aquel que se estaba muriendo y a quien el padre cura, con mil dificultades, porque vivía muy lejos, le llevó el viático. Como el camino era muy trabajoso, el cura perdió la hostia y al llegar al rancho, no encontrando otra cosa así delgadita que darle al enfermo, agarró una cucaracha y le quitó un ala. El indio en las últimas, boqueando, mientras el tata cura, a la orilla del tapexco, le decía: «¿Crees que éste es el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo…?» «Sí, cree…», contestaba el indio. «¿Crees que en este pedacito está su santísimo cuerpo?» «Sí, cree…», repetía el indio. «¿Crees en la vida eterna?» «Sí, cree…» «Pues si es así… abrí la boca…» En ese momento, el indio apartó la mano al padre, y dijo: «Cree, pero no me lo trago…»
       El bávaro sonrió. Sus ojos azules, las montañas azules, los cielos azules en contraste con los arrieros prietos como sus arreos: coraza de cuero curtido sobre el pecho, adornada con tachuelas doradas, alguna con viejo bordado de lana, chaquetines de mangas con flecos, sombreros de ala basta, con barbiquejo, tapojos sudados.
       AI salir de la casa conventual, el correo, a quien el padre Valentín llamaba, por buenote y bayunco, familiarmente Nichón, el sacerdote separó las manos que había mantenido beatíficamente trenzadas sobre su pecho, se santiguó y estuvo andando en la salita que le servía de escritorio y despacho, confortable por el petate del piso, tendido sobre serrín, lo que lo hacía más acolchado, y con cierta desolación por lo desnudo y alto de sus paredes.
       El consuelo de la religión tarda en llegar a los infelices abandonados. No hay para ellos conformidad posible, el demonio los bandea y dan mal cabo de sí. El que ve a su mujer muerta, parece mentira, se conforma más fácilmente, la muerte trae la dulce paz de la segunda vista allá en el cielo; mas el que la sabe huida y se ve viudo de una ausente, sólo encuentra consuelo en perder los sentidos y perderse él… ¡Todo sea por el amor de Dios!
       Se había detenido frente al escritorio, barnizado alguna vez de negro, ahora cenizo como sus cabellos, para sacar de un cajón con llave, su almáciga de notas, como llamaba a un diario que llevaba en infolio, y anotó el nombre de Isaura Terrón de Aquino entre las víctimas de la locura llamada vulgarmente de «laberinto de araña».
       Ya antes había escrito y ahora releía:
       «De las picadas de "laberinto de araña" —picadas dice el vulgo— se sabe poco y mucho se padece en esta mi parroquia, pero así la vamos pasando, y otro tanto ocurre con los urdimientos de los "nahuales" o animales protectores que por mentira y ficción del demonio creen estas gentes ignorantes que son, además de sus protectores, su otro yo, a tal punto que pueden cambiar su forma humana por la del animal que es su "nahual", historia esta tan antigua como su gentilidad. Se sabe poco y se padece mucho de la picadura de "laberinto de araña", como apuntado he, por ser frecuentes los casos de mujeres que enferman de locura ambulatoria y escapan de sus casas, sin que se vuelva a saber de ellas, engrosando el número de las "tecunas", como se las designa, y el cual nombre les viene de la leyenda de una desdichada María Tecún, quien diz tomó tizte con andar de araña por maldad que le hicieron, maldad de brujería, y echó a correr por todos los caminos, como loca, seguida por su esposo, a quien pintan ciego como al amor. Por todas partes la sigue y en parte alguna la encuentra. Por fin, tras registrar el cielo y la tierra, dándose a mil trabajos, óyela hablar en el sitio más desapacible de la creación, y es tal la conmoción que sufren sus facultades mentales que recobra la vista sólo para ver, infeliz criatura, convertirse en piedra el objeto de sus andares en el sitio que desde entonces se conoce con el nombre de Cumbre de María Tecún.
       «Personalmente —de corrido siguió el padre Valentín Urdáñez releyendo su almáciga de notas con sus pequeños ojos de buitre, muy propios de todos los Urdáñez—, personalmente, al hacerme cargo del curato de San Miguel Acatan, visité la Cumbre de María Tecún, y doy testimonio de lo que por varios motivos sufre el que se aventura por allí. La altura fatiga el corazón y el eterno frío que a mediodía y a todas horas reina, duele en la carne y los huesos. En lo moral, descuartiza el ánimo del más valiente el silencio, tres sílabas de una palabra que adquiere aquí, como en el polo, toda su grandeza: silencio debido a la altura, lejos del "mundanal ruido", y más que todo a que en la niebla, estática y fugitiva, no se aventuran pájaros ni aves y la vegetación, por lo empapada, parece muda, espectral, bañada siempre por una capa de escarchas o peregrinas lluvias. Pero esta sensación de mundo muerto que da el silencio, va acompañada de otra no menos aflictiva. Las nubes bajas y las espesas nieblas borran la visión circundante, y es entonces uno el que siente que se está quedando ciego, a tal punto que, cuando se mueven los brazos, apenas se ven las manos, y hay momentos en que buscándose uno los pies no se los ve, como si fuera en una nube ya convertido en ser alado.
       Cierra el cuadro la vecindad de los abismos. Si en otras partes, el que se interna en la selva va con el temor de las fieras y presiente su aparición antes de corporizarse ante la vista espantada, aquí vendan las fauces de la tierra, de la tierra convertida en fiera, igual que madre a la que hubieran arrebatado sus cachorros. Los precipicios no se ven, cubiertos por colchas algodonosas de nubes blancas, pero su amenaza es tan patente que se cuentan como años las horas que tarda la visita a la famosa Cumbre de María Tecún. Sin autorización de mis superiores jerárquicos, por inspiración de la Santísima Virgen, Nuestra Señora, llevé lo necesario para bendecir la piedra, y debo aquí decir bajo juramento que al terminar la bendición, sin motivo aparente, las cabalgaduras que llevábamos, se patearon entre ellas, relincharon y mostraron los ojos desorbitados, como si hubieran visto al demonio.
       «Ahora escribiré lo que por boca de los nativos he sabido sobre lo que llaman locura de "laberinto de araña". Es un delirio ambulatorio provocado por los malojeros o brujos. Para provocarlo, estos traidores a la fe católica, extienden sobre una esterilla o petate fino, polvo rojo de tizte, negros granitos de chian, blancor de harina o azúcar de mascabado, miga de pan, miga de tortilla, polvo de rapadura prieta, o de guapinol, o de cualquier otro alimento o condimento, salvo la sal por ser del bautismo. Extendido el polvo, de un bucul o jicara sacan un puño de arañas de grandes patas, gigantonas, y las azuzan con soplidos para que éstas corran por todas partes, como locas, sobre el alimento espolvoreado, alimento o condimento que al quedar rubricado por las huellas de las arañas enloquecidas, se proporciona a la víctima, la cual es asaltada por el deseo de escapar de su casa, de huir de los suyos, de olvidar y repudiar a sus hijos, a tal grado invierte los sentimientos naturales, este maldito brebaje.
       «Pero el mal no anda solo, suele ir acompañado de lo peor. Los hombres a quienes abandonan las picadas, dice el vulgo, pero es más propio decir tocadas de "laberinto de araña", se descorazonan para el bien, quedan como árboles que pierden la corteza que los defendía de la intemperie y sin la brújula del buen amor, buscan la bebida o el amancebamiento, refugios vanos del pecado que lejos de tranquilizarlos más los desazonan y de los que escapan en busca de la "tecuna", agasajados siempre por la esperanza de encontrarla, agasajo que se convierte en lágrimas, por ser creencia popular que traídos a la Cumbre de María Tecún, ven reproducirse a sus ojos, en aquella piedra que fue mujer, la imagen de la mujer que les abandonó la casa, la cual empieza a llamarlos, todo para que el enamorado, ciego de amor, se precipite al feliz encuentro y no vea a sus pies el barranco o siguán, que en ese mismo momento se lo traga».
       Al final de cada nota, la firma: Valentín Urdáñez, presbítero, y muchas más tenía escritas, sin pasar en limpio, en borradores que eran verdaderas nebulosas, sobre un mal que bien pudo ser el de don Quijote, andante caballero que aún sigue andando, porque con él Cervantes descubrió el movimiento continuo, como le escribía un amigo académico, mofándose un poco de sus ingenuidades de cura de pueblo y dándole como remedio para las «tecunas», tocadas de «picadura de araña» y maridos abandonados, leer la leyenda del Minotauro.
       Apartó la almáciga de notas para tomar su breviario. El nahualismo. Todo el mundo habla del nahualismo y nadie sabe lo que es. Tiene su nahual, dicen de cualquier persona, significando que tiene un animal que le protege. Esto se entiende porque así como los cristianos tenemos el santo ángel de la guarda, el indio cree tener su nahual. Lo que no se explica, sin la ayuda del demonio, es que el indio pueda convertirse en el animal que le protege, que le sirve de nahual. Sin ir muy lejos, este Nichón dicen que se vuelve coyote, al salir del pueblo, por allí por los montes, llevando la correspondencia, y por eso cuando él va con el correo parece que las cartas volaran, tal llegan de presto a su destino. Movió la cabeza ceniza de un lado a otro. Coyote, coyote… Si yo lo agarrara, le quemaba el fundillo, como a tío coyote.
       El correo entró en la fonda de la Aleja Cuevas. La desesperación no lo dejaba en paz. Estuviera donde estuviera le trabajaba aquello de por qué se habrá ido, qué le hice, qué no le hice, qué le dije, qué no le dije, qué le pudo, qué no le pudo, con quién se juiría, a quién querrá ahora, estará mejor que conmigo, la querrán como yo la quise, la quise no, la quiero, la quiero no, la quise, porque aunque la quiero, ya no la quiero. A falta de Dios, el aguardiente es bueno. De la calle se tiró al interior del estanco, como a una poza sombreada. La fondera, de preciosa carne bronceada, ajorcas en las orejas, hablaba de codos sobre el mostrador de cinc con un fulano. Lo vio entrar, sin fijarse en él, pero le dijo:
       —¿Qué traye allí, don?… ¿Chai es eso?… —y dirigiéndose al fulano, que casi le soltaba el aliento y el humo del cigarro en la pechuga, añadió coqueta— … Vaya, que ya tengo novio para que me lo obsequie, porque si no son los novios ¿quién?… Los maridos luego creyen de que uno le va a miquiar a otro si le compran algo así bonito.
       —No es para vender… —cortó el señor Nicho un poco en seco, acercándose al mostrador a que le sirvieran el primer trago; se lo bebió con ansia.
       —Yo creí que lo vendía, que lo había traído para vender.
       —Es un regalo, y lo que se compra para regalar no se puede vender, ni se debe, ni se necesita…
       —Pues si encuentra a la persona a quien se lo traía, ái me hace el favor de dárselo. ¡Plomoso, lo andaba vendiendo por nada allí donde el chino!
       —Si lo piensa ferear hacemos trato, porque no me va a decir que lo viene a empeñar por un trago —terció el fulano, sacándose la mano con sensación de vacío de la bolsa de su pantalón acampanado.
       —Disimule que no le acceda en la oferta, pero es que no está de venta.
       —Pues si no se puede vender lo que se compra para regalar, regálemelo —propuso la Aleja Cuevas—; por ser color que me luce es que me gusta y quisiera quedarme con él; pero si no se puede…
       —No puedo, si no con mucho gusto, a quién mejor que a usté, joven y bonita…
       —¡Hasta mis flores me está echando!
       —Lo que le prometo es traerle otro igual, igualito, del mismo color; dentro de unos días me toca salir de nuevo para la capital y se lo merco, si quiere como éste, si quiere de otra clase, como quiera…
       —Quedamos en eso…
       —Sí, había el par onde yo merqué el mío, y onde el chino entré a preguntarle si era fino…
       —Yo creí que a venderlo…
       —Y el muy bruto, en lugar de contestarme si era de buena clase, me preguntó si era robado.
       —Cómo no le torteó la cara; es un reabusivo ese chino.
       —Déme otro mi trago, no me dé vuelto de billete, échelo en guaro.
       —Qué fiesta andará celebrando, es lo que yo digo, y no convida, la celebra solo.
       —Yo digo que no es fiesta sino velorio —rióse de él mismo con risa de jirimiqueo— y si me aceptan, los convido yo, porque cuando uno es pobrecito como yo, todos le desprecian —el labio tembloroso, febril y húmedo de aguardiente—, celebren conmigo —la nuez se le pegó a la voz— lo que ando celebrando, pero se toman el trago… ¡caramba, no todo el tiempo es de jocotes!
       —¿Vos te apuntas? —preguntó la fondera al fulano.
       —No, para mí es muy temprano. De día el trago me sabe a remedio para dolor de muela. Más ese que vos te estás bebiendo… —dijo vuelto hacia la Aleja Cuevas.
       —¿No te gusta mi anisado? Pero si te lo untara en la jeta con mis labios, no te disgustaría.
       —Gustarme no, disgustarme tampoco.
       —¡Tan acostumbrada estoy a los desprecios, canelo, que las caricias me ofenden! ¡Salú… por el señor correo, que ni sé cómo se llama y porque, como las golondrinas, ésas no volverán!
       El señor Nicho se quedó prendido al ruido de las moscas. El fulano se había ido y la fondera le llevaba la conversación desde la trastienda; pero no hablaban, estaban siempre como queriendo hablar, la conversación de la presencia, de la compañía, para que no se sintiera solo, como el buey con su tazo!, al ir pescueceándose la botella que compró para no molestarla con el servicio de los tragos sueltos.
       Pero a decir verdad, la conversación de la presencia, aunque a lo mudo es fatigosa, porque hay que estar siempre con el gesto amigo en actitud de estar atento a lo que el otro piensa, y si la Aleja Cuevas se la llevaba, no era por su linda cara, sino por el chai corinto, bordado, que ya no le parecía lindo, sino divino.
       Sus ojos de miel de morro no le perdían movimiento a la mano y antebrazo en que el correo se había enrollado el chai, para él, en su enamoramiento, como si lo llevara así, yendo el resto en los hombros y espalda de su Chagüita Terrón, terrón de cosa dulce, que lo apretaba y apretaba. Alzó la voz y habló hacia lo que, fuera de él, era como otra realidad; dirigióse a la fondera:
       —No la invito a libar más porque está ocupada en sus quehaceres; pero si gusta ya sabe que aquí lo tiene; no se lo deje decir dos veces si le cae bien.
       —Voy a echarle sal al caldo y salgo con usted; se me está haciendo simpático, por fino; nunca habíamos hablado; yo lo veía pasar, sabía quién era y hasta recuerdo que una vez, para la feria, nos saludamos, ¿se acuerda?
       —Todos me conocen, yo agradezco; con decirle que personas que se indagan en qué fecha toca que yo lleve la correspondencia a la capital y hasta entonces mandan sus cartas, sobre todo las cartas que van con dinero, con fondos.
       —Y por lo mismo, don, si me quiere recibir un consejo, no está bueno que esté tomando tanto, porque si lo ven bebido ya no le van a confiar, y además corre peligro que lo arresten y hasta le den en el cuartel una su apaleada. Muy peligroso es que un hombre como usté chupe así, por botella. ¿Se ha puesto a pensar en lo que significa perder la confianza del pueblo? Perder la confianza de los extranjís que cuando usté sale, mandan sus cartas para… para donde están sus familias, pasando la mar y sus conchas; de los pobrecitos que pagan los sellos con sacrificios; de los que están enfermos y esperan que al recibir la carta que mandan con usté, seguramente por lo seguro, vengan a buscarlos sus parientes, para curarse; de las madres que les cuentan a sus hijos sus alegrías, sus penurias, las esperanzas que tienen cifradas en ellos; de los maridos o las esposas, las novias o los queridos…
       —Je, je, je… —soltó el correo una risa con ruido de culebra cascabel en el agua—, esas cartas sólo mentiras dicen…
       —Pero todo eso, bueno y malo, verdad y mentira, se va con usté, como su sombra, de este rincón perdido en las montañas.
       El señor Nicho se pisoteaba un pie con otro —culpables de tanta responsabilidad eran sus pies de correo descalzo—, recostado en el mostrador, vaga la mirada, estúpido y sonriente, sin soltar el chai, conversando en una segunda realidad, la de sus adentros, con la Chagüita, su mujer que se fue por sus pies, pies para qué te quiero, pies andando, pies, pies…
       —Yo te voy ir siguiendo —decía para sus adentros—; estés onde estés, te incuentro; no me llamo Nicho. Dionisio, como me llamo, si no doy con vos; yo digo que con el casamiento, el amor por vos se me solapó y hasta ahora, con la pena, lo estoy sintiendo de nuevo, me arde, me quema, me duele… Sin vos me estoy volviendo la misma babosada de antes en que no era nada, porque era hambre solo, y un hombre solo no luce, no merece, porque la mujer es la que le da el ser al hombre cabal.
       La fondera, que no le quitaba los ojos al relumbre sangroso del chai, más vivo cuando le pegaban los rayos del sol que entraban oblicuamente por la ventana que daba luz al estanco, rezongó:
       —¡Bolo baboso, ya se está poniendo necio! Sólo por eso quitaba yo esta mi porquería de negocio, por lo necios que son los borrachos, y brutos hasta decir no más, sólo burradas hablan… —sacó la voz que en el rezongamiento se quedaba en la trastienda, para decirle de nuevo—: No le conviene estar chupando así, don…
       —Y a usté qué le importa…
       —Eso me saqué, por quererle evitar…
       —A mí nadie me manda…
       —Si nadie lo está mandando…
       —Un padre y una madre tuve y ya están enterrados; déme otra botella y cállese el hocico…
       —No sea tan lamido, ¿oye?, malcriadote, porque llamo a la autoridá y se va preso. Liso, Dios sabe por qué tiene los sapos bajo las piedras, y por qué lo dejó su mujer, zanganote…
       Nicho Aquino ya no oyó lo último. Se había querido recostar en la pared, la vio cerca, y se fue de espaldas. La Cuevas salió a la ventana para ver si la calle estaba algo sola. Ni un alma. Un chucho y hasta por allá estaba durmiendo, en una puerta, el cojo de la cohetería. Cerró la puerta del fondín con pasador y tranca, entornó bien la ventana, y en la media oscuridad empezó a querer desenrollar el chai del brazo del borracho. Le abría suavemente la mano, como si le hiciera cariño, y poco a poquito se lo iba… Aquél se daba cuenta y retobaba, cambiando de postura… Ella lo dejaba, para luego empezar la faena con más primor y por otro lado. Volvía el correo a moverse, a zafarle el brazo, a protestar:
       —¡No chiven… fregar… qué amoladera… nada… no… qué jocotear, si es mío… por bien tuavía, pero, por mal, primero muerto!…
       Aleja Cuevas, al oírle hablar le acercaba la boca a la cara y le hacía: chu, chu, chu… hasta que volvía a dormirse. Pero se cansó y, teniendo el arma a mano, convenía ganar tiempo. Fue al mostrador y sacó un embudo —estaba puesto en la boca de un garrafón— y con el embudo se trajo hacia donde el correo estaba tirado, una garrafa del peor aguardiente. El señor Nicho apretó los labios cuando ella, como quien le saca los menudos a una gallina, le metió los dedos en la boca, para separarle los dientes. El embudo dio contra la dentadura, sangrándole las encías, resquebrajándose, hasta quedar medio a medio de la cavidad bucal. Como matar culebra, pensó la Cuevas, y así lo hizo. El borracho se ahogaba con la garganta insuficiente para el paso del líquido, pero había que darle sin parar. Varias veces intentó defenderse con los dos brazos y una mano, porque con la otra mantenía agarrado el chai, momentos que la fondera no dejó de aprovechar para arrebatarle la preciosa prenda, aunque sin resultado, porque éste, entre dejarse arrancar lo que tanto, al parecer, quería y defendía, y ahogarse, se ahogaba, no sin intentar en el ansia del ahogo y el vómito sacarse el embudo de la boca moviendo la cabeza de un lado a otro, sin conseguirlo, ya que el final del embudo lo tenía lindando con el galillo. Se vació la garrafa y la Cuevas lo dejó en paz. Había que esperar que la bebida le hiciera efecto, que se fondeara por completo. Abrió la puerta, después de ordenarse las ropas y el pelo, sacudirse algunos hilos de las barbas del chai que le brillaban en la enagua, y quedó a la espera, en la trastienda, haciéndose la desentendida. El caminar de un patacho y gente de a caballo que se detuvo, la hizo asomar al mostrador. Eran los arrieros. Descargaron donde don Deféric y venían a quitarse el olor del camino, con cerveza. A ella le cayó rema!, remal, pero qué remedio.
       —Sucedió como dijimos —entró diciendo Hilario—, este Nicho se vino a poner la gran riata; mírenlo cómo está, como coche se quedó tirado, siquiera lo hubiera hecho con gracia, con guitarra.
       —Vos, Porfirio, que tenes juerzas, levántalo —dijo otro de ellos, el que entró trasito de Hilario—; pobre, se hizo perjuicio en la boca, al cairse.
       —Seguro que lo levanto, es mi amigo, y aunque no fuera, es prójimo. No pesa nada, muchacho. Por eso va tan ligero con la correspondencia.
       —Para mí que es verdad que se vuelve coyote al salir del pueblo, y por eso las cartas, cuando él las lleva, llegan que vuelan.
       Así dijo Hilario, mientras Porfirio se agachaba a levantar al señor Nicho, ayudado por otro arriero.
       —¡Mucha! —dijo éste—, por lo helado parece muerto, tiéntele la cara, ¡cómo está de frío!
       Los arrieros le aproximaron a los cachetes y a la frente el revés de las manos tostadas y terrosas. Hilario le agarró las orejas y le frotó la mano en que no tenía el chai, porque la otra seguía como una garra rígida prendida al pedazo de seda refulgente.
       —Y eso, para qué lo traería —intervino la fondera, de muy mal humor, refiriéndose al chai.
       —Pobre, para su mujer —le contestó Hilario, mirándola y casi interrogándola con los ojos, a qué se debían esos malos modos; bien sabía ella que no era fácil zafarse de los muchachos cuando regresaban de viaje, y que tampoco les podía decir: No vamos onde la Aleja, porque no, porque aunque fuera acompañado, él era el primero que quería ir, no por la cerveza, por verla.
       —Y lo pior —dijo Porfirio— es que, además de estar hecho un hielo, se le está queriendo parar el corazón, se le sienten los pulsos; aquí ya casi no le siento nada. Lo mejor es avisar. Corre, vos, siquiera por aquella carta de buenas noticias que te trajo hora un año.
       —Ya, vos, no acabaste; Porfirio; voy a ir a avisar a la Mayoría, pídanme una cerveza negra; ya saben que yo estoy criando…
       —¡Mañas! Y bebétela, que hay tiempo, hay más tiempo que vida, y el enfermo de guaro no puede enfriarse más, ya está puro hielo.
       —No, mejor voy, si el favor se hace, se hace bien, favor hecho a destiempo, no es favor, y como por favor voy, porque no me están pagando.
       —Pobre el señor Nicho, hasta se turnio… —salió hablando otro arriero, Olegario de nombre.
       —Seguro que se le trabaron los ojos. Ansina sería el sumpancazo. Cómo no se quebró, digo yo…
       —Vos decí todo lo querrás, Porfirio, nadie te lo impide, pero trata de sentarlo bien, y tenerlo, porque si no lo tenes vos, se vuelve a cair. Bien dicen que hay un Dios pa los bebidos.
       La fondera, mientras tanto, Limpiaba y preparaba los vasos, sin dejar estar el copal que masticaba y tronaba en sus dientes nerviosamente. Alineó en el mostrador las botellas de cerveza, y detuvo el masticar, para decir, desentendidamente, pero con segunda intención:
       —¿Un Dios? Un Dios y todos los ángeles. Y han de estar ustedes que yo ni cuenta me di que se había caído, porque estaba allá adentro en mis cosas. Me entré a fregar los trastes y cuando salí y no lo vi, dije: se debe haber ido el señor Nicho, y mejor porque ya estaba menudeando mucho; se acabó, como quien no dice nada, dos botellas de pura blanca, con eso cualquiera se cae.
       —Bueno, muchades, que sea un motivo —dijo Hilario, alzando la voz y el vaso de cerveza, para chocarlo con los vasos espumantes de sus compañeros, el sombrero levantado y el tapojo al hombro.
       Porfirio Mansilla, sin descuidar al briago, bebió y habló después de dar el primer sorbo con bigotes de espuma en los bigotes:
       —Y hasta el chai se quiso comer por lo visto, pues está todo rasgado y manchado de sangre y aquí como que se rasguñó él mismo, en la desesperada de no poderlo romper. Se lo fue a obsequiar a don Deféric y el alemán no le aceptó.
       —Ese señor sí que es decente; el otro día andaban los hijos del mayor de plaza con el mico y se metió aquí al estanco, yo salí corriendo; él pasaba y se detuvo a sacar al animal.
       —¡Lástima de ver un hombre en mal estado! —siguió Porfirio.
       —Pero el señor no está en mal estado —se le rió la fondera, se le rieron todos, al decir así Olegario.
       —El que no quiere entender es peor que el que oye mal; quise significar el estado en que él está, y el que no me entienda que se vaya a la mierda…
       —¡Respeta, vos! —saltó Hilario.
       —Pero no me hagan perder la chaveta; entre detener al bolo y defenderme de ustedes; lo que yo quería decirles, es que da lástima ver a un hombre en este estado, y que lo güeno es que uno no se mira, porque si se mirara, jamás de los jamases se volvería a tomar un trago, y por eso son feyas las fondas onde hay espejos, porque los espejos son la conciencia de uno que lo está mirando siempre.
       Le cortó la palabra Hilario:
       —Por eso, mi chula —acercándose a la Cuevas— no ha puesto aquí más espejos que sus dos ojos…
       —Vea si me desmayo —dijo riendo graciosamente la Aleja Cuevas—, y conste que no es el primero que me lo dice.
       —Pero, Alejita, sí el primero que se lo dice sinceramente.
       —Lo que se ve se cree, lo demás son versos; quiero ver si cuando eche viaje de nuevo se acuerda de mí y me trae de la capital un chai así corinto, como ese que trajo el correo.
       —Haga cuenta, chula, que ya lo tiene en lucimiento, siempre que en cambio del chalcito, usté me dé algo…
       —Si le estoy dando todo lo que quiera, no se queje… —y alargó el brazo, prieta carne dura, para llenar el vaso de Hilario, que se la comía con los ojos.
       —Así me gusta —metió su palabra y su vaso Porfirios, como le decía Olegario, porque era tan grandonón y fuerzudo, que valía por dos arrieros—; así es como me gusta, que haya quien le salga al frente a este lengua de trapo; es más embustero, más mentiroso, más chismoso, y siquiera fuera rico, pero pobre y descalzo.
       —¡Ya te vas a ir preso, con el correo te vo a mandar, vos bueno, y él bolo, para que lo cuides ái en chirona!
       —Y de veras, pues, que rasgó el chai —soltó la fondera, para asegurarse contra la más mínima sospecha—, debe haberlo agarrado a mordidas; qué culpa tiene el trapo de que la fulana se le haya ido juida.
       —Agarró su camino y se jué y que la agarre otro, porque lo que soy yo me llamo Hilario y tengo mi querer contra asegurado —su brazo tostado, peludo, abarcó por la espalda a la fondera; ésta hizo como que se le zafaba, Hilario la apretó más.
       —Déjese de cuentos, vea si lo van creyendo. Don Porfirio es mero deli…
       —¿Deli, qué…?
       —¡Delicado! Y yo con él estoy comprometida desde la vezpasada.
       —Pero no me cumplió. Así son las mujeres. Y la dejo Ubre, para que se comprometa con Hilario, se casen y hagan fiesta el día del casorio. Ese día les ofrezco que me embolo del gusto como se emboló este señor Nicho. Hilario es soltero, sólo que no le garanto las ganancias, niña Aleja; más vale un buen casado que un mal soltero.
       —Bebida de araña, le deben de haber dado a la mujer del señor Nicho —habló otro de los arrieros, por hablar, porque él sólo había estado bebiendo y escupiendo.
       —Este colocho es el que me gusta cuando habla —siguió Hilario—, porque es crédulo y nadie le saca de la mollera que el tizte con andar de araña es el que hace a las mujeres perder el juicio de la casa y salir a enloquecerse al mundo; nopiensa que el tiempo ha cambiado y que ahora a las «tecunas» ya no les dan su aliciente como antes, con andadito de araña, para que agarren mal camino, sino hilo de carrizo. ¿No entienden?…
       —Yo sí entiendo —contestó la fondera, mientras Hilario seguía.
       —Las arañas patanconas que ponían nuestros agüelos a correr en el polvorete que les daban a las mujeres, se acabaron, y ahora son arañas de coser.
       De mal modo la fondera se le fue del brazo a Hilario; hizo con los hombros el gesto de qué me importa y sirvió otros vasos de cerveza.
       —Éstos mis compás, vos, Porfirio, ve que se te cae el señor Nicho, no entenderán nunca lo que yo hablo. Les explicaré. El piquete de laberinto, se ha modernizado. Ahora «tecunean» a las mujeres los agentes de las máquinas de coser, calentándoles la cabeza…
       —¡Qué aburrido el sermón! —exclamó la Aleja Cuevas; echaba chispas por los ojos contra las indirectas de Hilario.
       —¡Sabes mucho, vos, calíate! —advirtió Porfirio.
       —¡Tenes muchas fuerzas, vos, mejor me callo!
       —¿Y qué —salió la fondera, barajando lo dicho por Hilario—, a don Porfirio le llevaron alguna fulana detrás de una Singer?…
       —Son bobadas de éste que se mete a hablar lo que no sabe…
       Disimuladamente la Aleja Cuevas se pasó la mano por el pecho, como charrangueando una guitarra; significaba a Hilario, con esta seña, que se alegraba de la respuesta que, por ella, interpretando su pensar, le dio Porfirio Mansilla. Y mientras se charrangueaba el pecho, dijo: —Y a propósito, uno de ustedes me contó que había conocido a un tal Nelo que vendía máquinas de coser y que dejó su nombre escrito con navaja en un árbol de por aquí cerca.
       —Este Hilario debe ser, porque… a quién no conoce, con quién no se mete, y qué no sabe. Parece que la gente se confesara con él.
       —¿Nelo? ¿Nelo?… ¡Jijiripago, lo que es no haberse rozado con gente extranjera, para ustedes que era un indio tishudo como nosotros! Se llamaba Neil…
       Hilario interrumpió su explicación. Cuatro soldados al mando de un cabo entraron a sacar al correo Nicho Aquino.
       —No está muerto… —dijo uno de los soldados.
       —No… —contestó Hilario—, lo que está es que está bolo.
       —Bolo-muerto… —agregó el soldado, al tocarlo.
       El cabo, de entrada, se pegó al mostrador y dijo:
       —Un trago en fila de tres.
       La fondera llenó tres copas. Así pedían siempre los del cuartel, para no desacreditarse. Un trago en fila de cuatro, eran cuatro copas; un trago, en fila de cinco, cinco copas; y así, fila de seis, fila de siete, y hasta siete, porque pasando de este número, decían: dos tragos fila de cuatro, que eran ocho, o dos tragos fila de cinco, que eran diez copas. Pero eso sí, sabían beber, le conocían el retopón al aguardiente, para saber aguantarse o retirarse a tiempo, no como este pobre Nicho, que hizo la fiesta del indio: adornó la casa, preparó los cohetes, y al ir a buscar el licor, se lo bebió y se quedó botado.
       —Permita… No… Permítame la guitarra —dijo Hilario a la fondera, nalgas anchas, casi arrebatándole la botella con que le iba a servir más cerveza—, que a mí me gusta sin mucha espuma…
       —¿Sin o con? —le fijó ella los ojos, atesorándolo.
       —¡Sin! —contestó el arriero guapetón, jugándole las manos para arrebatarle la botella que, al fin, le quedó a él.
       —Ni agradece que le iba a servir yo…
       —¡No, Alejita, porque yo soy de los que tienen la vida en un… hilo de amor!
       —Bueno, don palabras, síganos contando de ese su Nelo…
       —¡Neil!
       —Pues Neil…
       —Y qué quieren que les cuente, y para qué, por contar hay muchos en chirona; sólo que me dé licencia Porfirio…
       —¡Vos pidiendo licencia para chalaquear, y a mí, como si fuera tu padre!
       —¡Más que mi padre!
       —¡Bolo debes de estar!
       —Eso es… —Hilario escupió—, llámame bolo a mí, prestituida a la señorita y habla mal del gobierno y te llevan preso.
       —¡No digo, Hilario, que sos bruto para hablar!, yo te quiero decir…
       —Ya me lo estás diciendo: yo te quiero y yo también te quiero a vos, pero no quiero que insultes a la gente, y menos a la Alejita, porque ella qué culpa tiene de tener estanco.
       —Nos vamos —propuso Olegario, fumando a grandes bocanadas de humo bajo el sombrero quemado de mugre—, porque es de que yo ya me cansé de estar parado; onde las Prietas se sienta uno…
       —¡Vayase usted solo! —se voló la fondera—. ¡Vayase, que ái sí le van a dar su araña salada!
       En el silencio que sobrevino, entre las caras de los arrieros —cuando estos hombres se ponían serios, se miraban feroces—, pasó la noticia de que al correo hubo que llevarlo al hospital, porque estaba grave, como envenenado.
       —Yo no creo en máquinas de coser —retopó el arriero de pelo crespo, al que llamaban colocho, que se la tenía guardada la espina y pensaba responderle a Hilario—, yo soy a la antigua, creo en el piquete de «laberinto de araña», y más creo en vista de lo que estamos viendo: a la Isabra Aquino, la salaron, y a éste le dieron toma de la otra vida; vaya uno a saber las venganzas; yo por eso rezo, porque de los amigos que uno sabe que son sus enemigos, se defiende igual bailándoles la jicara y metiéndoles zancadilla al mismo compás; pero de los que uno está ignorante, sólo el poder de Dios, para contrarrestarlos.
       Salieron todos juntos, en puño, mientras la Aleja Cuevas se mordía los labios de la cólera, lívidos y afilados como cascara de piñuela, bien que les sonriera, al cobrarse la cuenta, para no dar sus lástimas al desprecio; y se fueron, risotadas, arengas, silbidos sobre tren de patas de machos, a seguir la parranda donde las Prietas, Prietuchas, Prietotas, una venta de aguardiente y chicha que estaba como juilín de río, según el colocho, y donde más embriagaba el pasar del río, triste, que la bebida.


[14]

       Un silbido insistente, insinuante, incisivo, como si en aire quedaran los dientes delanteros vibrando. La noche, sin haber llovido, parecía mojada. Las ramas de bambú, balanceadas por el viento mocetón, barrían con escobas de rumor más suaves que plumeros, el silencio del monte, en las orillas de la población, hacia el camposanto.
       —Se me hizo que eras vos; tu silbido…
       —Y tardaste…
       —¡Qué bárbaro, si estás todavía con la boca húmeda de silbar; dame un besito y déjate de embromar! ¡Qué sabroso decirte «vos»; se me hace tan extraño tenerte que llamar «usté», ante los muchachos!
       —¿Me quiere, mi vida?
       —Mucho; pero qué es eso de me quiere, me querés; y a ver mi hocico… ¡sabroso!… otro… A mí se me hace que el amor de «tú» y de «usté», es menos amor que el amor de «vos», con chachaguate y todo, porque vos, ya me estás echando chachaguate; hacele, viejito, que para eso soy tu propiedad legítima…
       Y mal portada, eso es usté, mal portada…
       —Pero no me trates de usté; se me hace tan extraño…
       —Habrá que irse acostumbrando y… ya suspiré, y es que estoy triste; duele que mientras uno anda ganándose el medio, la que es su cariño se dé la grande con otro baboso…
       —Corrieron a decírtelo…
       —No es que corrieron, es que yo lo presentía, por corazonada se saben las cosas, cuando está ausente uno.
       La sombra del bambú los acercaba, mientras, en intención, iban alejándose cortando sus ataduras amorosas. Ella, llena de cuidado, le tomó la cabeza con cariño y clavó sus misteriosos ojos muy profundamente en los ojos abiertos del arriero que estaba llorando.
       —¡No siás bobo —le decía al oído—, cómo podes imaginarte, vos, que porque viene ese mequetrefe, planta de altanero, a estarse allí parado al poste de la esquina; que porque a veces entra al estanco y se está conmigo platicando de tonterías, de lo que pasa en el pueblo, de las ventas que ha hecho de sus máquinas de coser, lo voy a querer a él, y no te voy a querer a vos que sos mi quedar bien con mi corazón, y eso que te tengo el sentimiento de que me ves, cuando están los arrieros, tus compañeros, como petate; hasta me afiguro que te da vergüenza que sepan que sos mío! ¡Ah, porque eso sí, canelo, mucho te puedo querer, adorarte, morirme por vos, ser tu sometida, lo que vos querrás; pero si te da vergüenza mi condición de fondera, y por lo mismo me ninguneas ante los otros, con no volvernos a ver está arreglado; el amor a la fuerza apesta y pior cuando lo quieren a uno ver de menos!
       —Los hombres como yo no lloran —murmuró el arriero parlanchín, oloroso a guaro y al olor de los guayabos que rociaban el rocío nocturno que bañaba sus hojas retostadas, en forma de pequeñas pringas de llanto de árbol—; los hombres como yo no lloran, y si lloran, lo hacen como los guayabos que, primero, se agarran con todas sus ramas a retorcerse, quemados por dentro de la pena, tan quemados que hasta el palo se les ve colorado; y segundo…
       —¡Lloran cuando están bolitas!
       —¡No te voy a decir que no es cierto! Pero también lloran cuando el corazón les avisa que los están traicionando, porque sólo quedan dos caminos; infelizarse, matando al rival, o hacerse de la vista gorda, fingiendo indiferencia, matando la vergüenza… ¡Déjame, me molesta que me hagas cariños que le haces a otro!
       —¡Ve, Hilario, no seas tan rebruto; que estés con tus cervezas en la cabeza no quiere decir que… mi muchachito bravo, mi cuiscuilín, mi cuiscuilincito!…
       —Ya te dije que… soltame el brazo…, soltame la cara…
       —¡Por vida tuya, no sabía qué favor me hacias al quererme, y ve, si fuera verdad que te estoy haciendo lo que vos imaginas, porque sos muy idiota, y sólo por eso lloraran los hombres, crecerían los ríos como en invierno, porque no te estés creyendo que todas las mujeres son como yo; me pesa el decirlo!
       Callaron. Se veían juntitas las luces encendidas del pueblo. Juntitas y separadas como ellos. El zacate mojado de sereno les enfriaba las posaderas. Hilario miraba al cielo, ella arrancaba las puntitas de los zacates que le quedaban a distancia de su mano trigueña.
       —Lo que pasa —siguió ella al rato de estar callados—, es que amores nuevos y de la capital son mejores que viejos amores de pueblo; yes bonita, contá, tiene bonito pelo, debe ser de ojos lindos…
       —Lo que quiero saber es a qué venía ese tipo a quedarse horas enteras en el estanco, a falta de pasar su cama.
       —A que le diera el sí —Hilario se le quedó mirando, hizo el intento de levantarse, pero ella le retuvo—, pero yo siempre le dije que no, y a que le diera la seña…
       —¿Qué seña? —rugió Hilario.
       —De amor la verdadera seña… —riendo con todos los dientes, echaba la cabeza hacia atrás, para que el aire le besara el pelo—; no seas bobo, la seña del enganche de la máquina que me quieren vender —Hilario se acomodó de nuevo junto a ella, entre contento y serio—; plomoso, sos vos, chucán, marrullero, bien sabías que ha estado viniendo ese fulano a ofrecerme la máquina, a bandearme con que se la compre, que me la da a plazos, que no es mucho lo que se paga, que haciendo costuras la máquina se paga sola, y lo sabías porque echaste tu indirecta hoy en la tarde; dirás que no me fijé cuando dijiste que ahora ya no se les da a las mujeres polvo con andar de araña, sino máquinas de coser andando.
       —Pero, no sólo a eso debe haber venido, qué casualidad…
       —Tenes mucha razón. Un día resultó trayéndome un par de gringas más feas que hombres, pantalonudas, simpáticas el par de mujeres, interesadas en averiguar la vida de ese míster que vos conociste y que escribió su nombre con navaja en un árbol de por aquí cerca. Como yo no sabía, se fueron como vinieron, salieron por donde entraron, sin escribir una sola palabra en sus cuadernos; eso sí, bebieron chicha hasta empanzarse. «Curiosi», decían, y se zampaban los vasos de chicha como si fuera agua, después me pidieron que querían beber en guacal; más tarde el alboroto en el pueblo, a una la botó un caballo, la arrastró y por poco la mata. Vos sos el que sabes la historia de ese hombre misterioso.
       —La sé, pero no la cuento. Es mi secreto.
       —Y yo, para qué quiero saberla; sé que se llamaba Nelo, que a vos te llamaba Jobo, como yo te llamo Canelo, que puso su nombre en un palo, y ya está.
       De vez en vez, entre el gotear del rocío, fragmentos estelares de un reloj de mínimas cristalerías rotas en minutos, sonaban, al caer en tierra alfombrada de yerbas, los mangos, con un sonido amortiguado, como si a cada cierto tiempo, cayeran para marcar las horas desde las ramas de árboles materialmente embrocados por el peso de los frutos. Poch, sonaban al caer los mangos, seguía después la cristalería del sereno minutero, y al rato, poch, poch, poch…
       Hilario Sacayón era muy chico cuando vino a San Miguel Acatan un comerciante recomendado a su padre. Elviejo Sacayón anduvo para arriba y para abajo con este señor y regresó diciendo que se llamaba Neil, y que era vendedor ambulante de máquinas de coser. Al día siguiente, Neil vino a casa de los Sacayón, y estuvo jugando con un chico, que era Hilario. Hilario lo miraba y lo miraba, luego lo tentó, le tentó la tela del pantalón, y la amistad fue sellada con una moneda que el señor Neil puso en su manita y un beso, oloroso a tabaco, en su cachete.
       Ya de grande, Hilario oyó a su padre hacerse lenguas de la bondad e ilustración del señor Neil, cuando aconsejaba a sus hijos que no juzgaran nunca a las personas por lo que aparentaban y los trapos que vestían. El hombre aquel, en apariencia como tantos y tantos vendedores de máquinas de coser, era de los que en los ojos llevan una reproducción en miniatura del mundo. Hay hombres cuyos ojos son como aguas de estanques sin peces, pero otros tienen las pupilas con el pescaderío de la vida allí dentro, nadando, colaceando, y de éstos era el señor Neil.
       Llegó a tal grado el amor de su padre por el recuerdo del señor Neil, que un día llevó a Hilario, ya adolescente, hasta un palo grande. En el tronco, grabado con navaja, se veían letras y números, decía: O’Neil-191… la última cifra borrada.
       Sin perder tiempo, el viejo arriero, que arriero era también el padre de Hilario, y de los arrieros de antes, de aquellos que humaban un puro montando muía cerrera sin botar la ceniza, con su cuchillo trasladó a su pechera de cuero la inscripción, imitando los signos, y hasta la muerte, el finado llevó en su pechera de arriero, las letras y números del palo: O’Neil-191.
       Éste era, escuetamente, el secreto de Hilario Sacayón. Muerto su señor padre, Sacayón hijo se apropió de la historia, agregándole de su cosecha imaginativa orejasy cola de mentiras. En boca de Sacayón hijo, O’Neil tuvo pasión por una muchacha de San Miguel Acatan, la famosa Miguelita, a quien nadie conoció y de quien todos hablaban por la fama que en zaguanes de recuas y arrieros, fondas, posadas y velorios, le había dado Hilario Sacayón.
       La Miguelita, morena como la Virgen del Cepo, una milagrosa imagen esculpida en tiempo de la colonia y olvidada en una hornacina de la cárcel de Acatan, donde se aplicaba el tormento del cepo a los facinerosos, indios fugos y maridos mal avenidos; la Miguelita, con ojos como dos carbones apagados, apagados pero con fuego negro por lo mismo de ser carbones; camanances en los carrillos, cintura de acerola, boca de rosicler de moras, pelo de burato negro; la Miguelita, que no correspondió el amor desesperado de O’Neil, porque ella nunca lo quiso; Hilario le llamaba simplemente Neil y la gente poblana, Nelo.
       Él la quería y ella no. Él la adoraba y ella, por el contrario, lo detestaba. Él la idolatraba. Neil le dijo que se iba a dar a la bebida, y se dio; le dijo que se iba a tirar al mar, y se hizo marinero; ahogó en el azul del mar su pena morena, con la misma pipa que fumaba ante la Miguelita, sus ojos azules, su pelo rubio, su cuerpo de gringo de brazos largos.
       Hilario Sacayón no podía con su conciencia después de una parranda. Lo que inventaba. Pero, de dónde le salía tanta verba para ir colocando las palabras, las frases, los giros dolorosos y sarcásticos, derechamente, como si antes que él lo contara en sus borracheras ya hubieran estado escritas, puestas como debía ser, igual o mejor que si efectivamente todo aquello que él inventaba hubiera pasado ante sus ojos.
       Se quedó escondido en su casa, al día siguiente de su encuentro con la Aleja Cuevas, porque con los compás arrieros siguió la juerga donde las Prietas y en su gran papalina contó muchas cosas más de los amores de Neil y la Miguelita. No tuvo valor para salir a la calle, pero en su casa, en su rancho, estaba la presencia de su padre, el cual, desde los muebles y rincones, pero sobre todo desde su pechera de arriero, le reclamaba haberle robado la historia de su vida. Más tarde, acallando remordimientos, consideró su ingratitud como una forma natural del hijo para anular al padre, es decir, para sustituirse al padre, y hasta vio al viejo Sacayón, complacido porque lo saqueaba en forma tan artera, contando como suyas las historias del progenitor. Luego, para acallar más sus remordimientos, le echaba la culpa al licor. El guaro suelta la sin hueso. No sabe uno lo que dice. Habla por hablar. Además, cabía devolver a su padre lo que por hablantín le robaba siempre que estaba encumbrado. Iría y contaría que todo lo del señor O’Neil, era referencia de su viejo; pero, reflexionando, en este caso el remedio resultaba peor que la enfermedad, porque era colgar al viejo arriero que en paz descanse, sus embusterías.
       Prometió, como siempre, no volver a hablar de Neil ni de sus amores con la Miguelita de Acatan, aunque lo picaran los amigos para que soltara el resto, porque, así empezaba la cosa, Hilario tenía un resto que contar.
       Por eso, cuando las gringas interesadas en tomar datos sobre la vida de O’Neil volvieron al pueblo, Hilario Sacayón no pudo hablar. Estaba en su juicio y en su juicio no hablaba de Neil y de la Miguelita. Llevó a las gringas al pie del palo grabado, para que tomaran la fotografía; les mostró la pechera de su padre; les dio vagas referencias de sus recuerdos de chico, todo sujeto a la verdad, igual que si hubiera estado declarando en un juzgado. Las gringas, sin embargo, algo sabían de la historia de la Miguelita, morena como la Virgen del Cepo, alfeñique con anís de gracia, los pies como cabezas de alfiler, las manos gordezuelas; pero Sacayón se contentó con oírlas, vanidosamente, sin pronunciar una palabra. Las gringas, antes de marcharse, le dejaron un retrato del señor O’Neil, un hombre célebre. Hilario lo vio y lo escondió. Era horrible, chelón, flaco y desgastado. No, no podía ser el borracho jubiloso que se murió de sueño, porque lo picó una mosca en uno de sus viajes; el que le dejó a la Miguelita de recuerdo una máquina de coser que en las noches se oye, después de las doce campanadas del Cabildo… ¿Quién no la ha oído en San Miguel Acatan? Todas las noches, el que después de las doce campanadas del Cabildo se detiene a oír, escucha que cosen con máquina. Es la Miguelita.


[15]

      Tres semanas más tarde salía el señor Nicho con la correspondencia para la capital, curado de espantos; vio la muerte tan cerca, hubo que ponerle inyecciones toda aquella noche de su fiesta, inyecciones de alcanfor, no se encontró suero, más bien de aceite alcanforado, y recibió una tunda de palos que aún le castigaba el cuerpo; además se tuvo que ir con la ropa que llevaba puesta, que ya no era blanca, sino color de basurero, porque, acompañado de un soldado, fue a su casa, entrada por salida, y los ladrones habían cargado con todo. Ingratitud la de su mujer, ni porque estaba preso volvió. «Tecuna», «tecuna», «tecuna»…
       «Tecuna». Con la palabra en los labios salió de San Miguel Acatan, asustadizo, después de pasar a la iglesia a persignarse y a limpiarse con la manga de la chaqueta que llevaba puesta por regalo que le hicieron, la saliva que el administrador de Correos, cada vez más gordo, le roció en la cara, al hacerle las últimas advertencias.
       —Tenes que ver por vos mismo, ahora que ya no tenes quien vea por vos, ahora que con lo de la «tecuna» te quedaste zonto; voy a mandar un soldado de vez en cuando a que le dé una vuelta a tu rancho; ¿dejaste con llave?; ¿dejaste con tranca?; ¿vendiste los coches, los dos coches que tenías, las gallinas?… Te llevas el chucho, el chucho mejor que la mujer.
       El correo no tuvo tiempo para explicar al gordinflón que hablaba escupiendo, que salía con lo que llevaba puesto, que en los días que estuvo enfermo, primero, y arrestado, después, se lo robaron todo, hasta las dos láminas de una media cocina.
       —Pese su poque… —dijo antes de salir del correo, pulseando los costales de correspondencia, dos grandes sacos de lona, y un despacho más pequeño con los asuntos oficiales.
       —Vos serás muy ladino —le convino el administrador—, pero echas tus pedradas, ¿qué es eso depese?… Pesa; pero no le hace, para eso es carga, y vos tenes la culpa, cuando estos monos hediondos que se llaman ciudadanos, saben que es el señor Nicho quien va como correo, se atasca el buzón de la oficina de correspondencia.
       San Miguel Acatan, le tardaba el andar, el alejarse, el irse, quedó a sus espaldas y a la cola del chucho, entre las agujas de los eucaliptos que jalan rayos y centellas, iguales a la espada del Arcángel que bajo su zapato de oro tiene aplastada la cabeza del diablo, los mechones de los pinos fragantes, de buena trementina; y las manchas verdes de los demás árboles.
       Se perdió San Miguel Acatan en un relucir de loza bajo el sol de la mañana; loza de sus techos, loza blanca de sus casas, loza vieja de la iglesia, y quedaron solos por el camino sombreado, el señor Nicho y el perro flaco, mal comido, trasijado, conlas orejas trozadas, porque de cachorro le dio moquillo y hubo que sangrarlo, los ojos de oro café, pelo blanco, manchas negras en las patas delanteras.
       —Vos qué dijiste… dormido te dejó mi mujer… ni sentiste ni cuenta te diste, cuando se —el chucho movió la cola—… ah, Jazmín este… —el perro, directamente aludido por su nombre, le hizo fiestas— … quieto, nada de salirse adelante y echarme zancadilla que ahora vamos prisa…
       La jornada fue larga, por caminos hinchados de humedad, donde la tierra parece cascara de papa podrida de agua, y juegan los regatos, como animales vivos, por todas partes, saltando, corriendo, actividad que contrastaba con los viajeros que ya por la tarde iban rendidos, directos a caer en una aldea de veinte casas, donde siempre los correos hacen noche. Les oscureció antes de llegar, pero aún se veían luces en los ranchos, cuando entraron. El perro jadeante, el señor Nicho sombrío, igual que un autómata, cascareando las pisadas de los caites por la calle llena de piedras de río, más río que calle.
       Al quitarse el sombrero, en la posada, sintió el pelo untado de sudor, como pegado a las orejas, a la frente, a la nuca. Se llevó la mano para revolvérselo un poco. De su bastimento sacó tortillas, sal, polvo de café, polvo de chile dorado, así como un pedazo de cecina que le tiró al chucho y que fue un solo bocado para el hambriento animal.
       La dueña de la posada le salió a saludar. Quería, además, que le llevara una encomienda.
       —Está güeno —le dijo el correo, medio acomodando sus comestibles en una grada, a la orilla del patio—, con tal que no sea muy basta, porque materialmente no traigo lugar; si es encomienda chiquita, con mucho gusto, nana Moncha, ya sabe que estoy pa servirla.
       —Dios te lo pague; y ve, Nicho, ¿cómo quedó la señora?, ya debe estar aguardando, porque espero que le diste su merecido.
       El señor Nicho se contentó con dar un mugido. Desde que se casó con la Chagüita, cada vez que le tocaba hacer jornada donde nana Moncha, la vieja lo bandeaba con indirectas más que directas, para que le hablara para el parto.
       El chucho estaba atento, esperando otra tajada de cecina, y lo que consiguió fue un puntapié. Si se lo hubiera podido pegar a la vieja, se lo pega. Jazmín, después de barrerse, chillando del dolor, con la pierna encogida del golpe, se apostó en un rincón, todo ojos y nariz.
       La vieja ramoneó por el patio, que más bien era un sitiecito con árboles frutales, guisquilar y perchas para gallinas, y volvió a insistir:
       —Pues va lo llevas entendido, Nicho, que sólo me avisas y me voy para allá un día antes que reviente, voy a prepararlo todo; es cuestión de que me digan su tiempo, deben llevar la cuenta y hay que hacer el cálculo por la luna, más o menos, porque así se sabe y se tienen a mano las cosas que se necesitan, lo que es menester.
       El señor Nicho acabó de engullirse la tortilla con queso, apuró un guacal de agua caliente con polvo de chile, y buscó dónde acostarse; pero no pudo pegar los ojos. Por los claros del rancho, entre las cañas mal ajustadas —ya era vieja la posada, como la dueña— se veían brillar las estrellas, esmeriladas, casi con filo en la profundidad del cielo. Hay palabras que da gusto pensarlas, decirlas: profundidad…
       Y a lo profundo se iba él, desde su petate y su cobija, pero a lo profundo de afuera, divagando con los ojos de su cuerpo, en el radio visual que no lograba abarcar con sus brazos, en ese mundo impalpable que ya no tocaban sus dedos, pero que sus pupilas le traían como un mensaje del espacio. Otra profundidad había en él, en su adentro, oscura, terriblemente oscura desde que lo abandonó su compañera; pero a ese hondón ingrato sólo se asomaba cuando era mucho el peso de su dolor, cuando la penalidad en que estaba le tronchaba la nuca, como ajusticiado, y lo obligaba, suspendido en el vacío, a mirar su tiniebla, su tremenda tiniebla de hombre, hasta que lo copaba el sueño.
       Aquella noche de la posada no pudo dormir. El cansancio físico lo botaba, martajado, flojón de las piernas, flojo de los pies, doliente de los dedos de los pies, de los calcañales que sentía duros como cascara de aguacate verde, y mejor se salió al patio. Le quiso echar mano al perro, pero el perro se escabulló. Tampoco estaba dormido y se acordaría del golpe. Estuvo llamándolo, necesitaba tener su calor cerca. Por fin se le acercó el animal, apachurrándose cada vez que él extendía la mano para tocarlo, la mano que de un salto empezó a Lamerle, cosquilloso, agradecido, hasta echarse muy junto a él, como cosa suya.
       No veía bien con quién conversaba. Cualquiera hubiera dicho que con una gente.
       —Decime, Jazmín, vos que sos más bueno que la gente, más persona que las que llamamos personas, decime a mí solo si al caso viste que la patroncita estuviera preñada. Con vos hablo, Jazmín, porque si la patraña andaba preguntando por vos, eso es lo que me trabaja y desespera, la sangre de mi hijo que ella lleva en el vientre, a tal punto que no puedo estar sin ella en el pensamiento. Y he tenido mujeres, Jazmín, así como vos has tenido muchas chuchas, para eso somos lo que somos, machos, y se me han ido, y las he dejado, y… todo; pero esto que me tranca ahora en los sentidos, nunca lo había imaginado, menos sufrirlo, es como si me quisieran sacar las tripas por la boca, para dejarme vacío; y de sólo pensar que no la veré más, que la perdí para siempre, me siento malo, como si la sangre se me fuera parando, y un ratonero de miedos y sustos me hace hacer gestos que no son míos…
       El perro buscaba en sus manos el lejano olor de la cecina. Un bulto salió a basquear. Tenía como zoco. El correo creyó que era la comadrona y escurrióse a hacer como que dormía, mientras Jazmín se lanzaba a ladrar al bulto. Ladró, se cansó de ladrar, siguió ladrando; otros perros ladraron en la calle, en las casas, la noche se llenó de ladridos.
       El bulto basqueó, entre vómito y tos, y luego, garraspeando, dijo a tientas, en la oscuridad:
       —Yo como que oí hablar; ahora eso; puro hablado de gente oí, y no se ve que estén despiertos.
       El señor Nicho, al escuchar la voz de un hombre, hizo como que despertaba, se desperezó y le dio buenas noches, desde las tujas.
       —Noches… —rectificó aquél—, ya está amaneciendo.
       Se dieron los buenos días, sin ser de día, en esa hora confusa en que parece repartirse en el ambiente frío, el color azul muerto del fuego enterrado en las cocinas. Bostezos y a la orilla de grandes bostezos, los gallos.
       El primero que alzó el canto fue como susto aleteando para Nicho Aquino. Cerca lo tenía. No lo vio bien. A bostezar iba, cuando el quiquiriquí. Pegó un salto madre, quiso regresar a darle una patada, pero, para qué, si ya otro gallo estaba cantando, y otro, y otro…
       Fue fácil encender el fogón en la cocina, una pieza destartalada muy alta, la más alta de la casa, con el horno derruido, caca de gallina por todas partes y en la parte alta de las paredes, hasta el techo, hollín y telarañas y algún murciélago que al brillar la primera llama, salió que se hacía pedazos.
       El viejo del hablar garraspeado era un puro gusano verde. Un gusano limpio, en sus nobles arrugas como ombligos con pelos, dos granitos de azúcar quemado en dos ojos muy blancos, muy abiertos, chato, de pómulos salidos, frente angosta, pelusa blanca en la cabeza, y orejas grandes que se tocaba con la mano cuando le hablaban, porque era un poco duro de oído.
       Se le quedó mirando y le dijo:
       —No le jabíes al chucho como le estabas jablando dende hoy, porque un buen día, te va a contestar y vos te vas a quedar mudo. Por cada humano mudo hay un animal que jabla. El chucho va a encontrar la palabra que le falta en su enteligencia, y vos ya no la vas a encontrar en tu boca. Consejo que te doy y que no me están pidiendo… —rió el viejo, que al compás de los gallos, al reír, parecía hacer: jijirijí— … pero los viejos gozamos con eso, con dar consejos, es nuestro cuatro, es nuestro quedar bien, aconsejar a otros que hagan lo que nosotros no hicimos de jóvenes ni haríamos de viejos… —jí… jirijíjíjíjíjí— si como dejamos de ser jovencitos, pudiéramos dejar de ser viejitos… jijijijirí… ji…
       Arrastrando los pies salió el viejo a ordeñar una cabra. Lo siguió Nicho Aquino. Hablando no sentía tanto su soledad.
       Las manos del anciano eran negras, igual que si antes hubiera estado deshollinando el horno o fuera de oficio tintorero: dos guantes de oscuridad con uñas brillosas, amarillentas, en las que las mamas de las cabras, contrastando con lo negro, se veían como florecillas de begonia, y la leche más blanca al saltar en chorros fisgueros.
       —Te estás fijando en mis manos chamuscadas, tostadas, negras; pero mejor si te fijas en mi cara de gusano de geranio. Soy buen medidor, como gusano y como persona, y a vos, anoche, te medí el sueño, tunquito te queda el sueño para la pena que andas llevando; rabón, rabón te queda por ái, por el cuello te llega, lo más… Jirijijijí… jijirijijí… Los ojos, por eso, te quedan fuera; y no te podes dormir, no te llega el sueño a los ojos, y cuando mucho estiras la tela del sueño, que es como ala de murciélago, braceando para encontrar postura, moliendo la cabeza en la chaqueta que te sirve de almohada, de tanto moverte y estirar la tela del sueño, la rompes, y te entra la fatiga de estar tendido, y la gana de salirlo a buscar… lijijí… buscar el sueño que no se encuentra en uno es andar de balde… Anoche, sin ir muy lejos, te anduviste tu legua, tal paseo tenías, buscando el sueño, y es buscando el sueño que se da uno cuenta que nada duerme, que la noche es un gran velorio de estrellas sonando en los oídos de los seres, grandes y pequeños, de las cosas que se ven como tumbas de la actividad del día: las mesas, los armarios, las cómodas, las sillas, no parecen muebles de gente viva durante la noche, sino piezas de un amueblado que se colocó a un muerto en su tumba para que siguiera viviendo sin ser él, sin ser otro, porque eso es lo grave, los muertos no son ellos ni son otros, no se puede explicar lo que son.
       La vieja comadre, entre trapos, crines y rascones —apenas si le alcanzaban los pelos para hacerse trencitas de lado a lado, como escolar, y apenas si le alcanzaban los dedos para rascarse piojos y pulgas y piojillos—, soplaba el fuego cuando ellos volvieron con la leche, seguidos de Jazmín.
       —El señor Nicho ya se va a poner andar —dijo la vieja, sin volver la cabeza, de espaldas al fogón que soplaba— y ve si me das unos reales para que traiga aguarrás…
       —Seguro que sí, aguarrás para vos, yo para mí voy a querer me traiga unos reales de lilimento; se me quedan atrancados los dedos del reumatis, cuando ordeño, y además que voy a tener que castrar, y capar unos mis animales.
       —Pero, nana Moncha quería que le llevara encomienda…
       —Quería, pero es algo basta, y vos ya no tres lugar; cuando pases la próxima y vengas más aliviado; cada vez hay más gente en el pueblo y cada vez te echan más cartas en esos talegones de lona pintada con rayas. ¿Por qué, digo yo, serán así los sacos del correo?
       Gallinas, gallos y perros, de murga en las casas, y los rebaños en largas filas, como ejércitos blancos en movimiento.
       El correo salió de la aldea «Tres Aguas», porque diz que había pozos de agua azul en tierra blanca, de agua verde en tierra colorada, y de agua morada en tierra negra, seguido de Jazmín y acompañado del viejo de las manos negras.
       La comadrona, mientras Nicho Aquino funcionaba la humadera, para encender un cigarro, le repitió lo repetido:
       —Avísame con tiempo, Nicho, porque ya sé que a tu mujer se le atrancó la sangre…
       Centenares, miles, millones de plumeritos de ilusión se dejaban ver, ondulando al suave soplo del viento, iluminados por el sol, y las manchas de los margaritones amarillos de corazón negro, animaban la vista regada por doquier entre cumbres de volcanes esculturales y cerros de piedras humeantes. Poco a poco, los viajeros se encontraron, sin dejar la planicie, y un ciego afán de camino caminado y por caminar se apoderó de ellos después de las primeras charlas.
       —¡Bueno está ese tu chucho para comérselo!
       —¡Pobre, si anda trasijado!
       —Pero se engorda…
       —Una barbarie…
       —Todo lo que se relaciona con el alimento del hombre es barbarie; yo no sé por qué dicen los hombres que han dejado de ser bárbaros; no hay alimento cevelizado.
       —El maíz.
       —El méiz, decís vos; pero el méiz cuesta el sacrificio de la tierra que también es humana; ya te pusiera yo a cargar un milpal en la espalda, como la pobre tierra. Y más bárbaro lo que hacen: siembra de méiz para vender…
       —Por eso es el castigo…
       El viejo de las manos negras, manos de color de maíz negro, inquirió antes de contestar, de una pasa de ojos, en la cara del correo, todo lo que deseaba. Sin botar el paso, suspiró ya hablando.
       —Y el castigo será cada vez peor. Mucha luz en las tribus, mucho hijo, pero la muerte, porque los que se han entregado a sembrar méiz para hacer negocio, dejan la tierra vacía de huesos, porque son los huesos de los antepasados los que dan el alimento méiz, y entonces, la tierra reclama huesos, y los más blanditos, los de los niños, se amontonan sobre ella y bajo sus costras negras, para alimentarla.
       —¡Tierra ingrata, ya ve, pué!
       —¡Ingrata, ingrata… pero, toma en cuenta, correo, que la tierra es ingrata cuando la habitan hombres ingratos!
       —Pero, pongamos las cosas… El maíz pa qué quiere usté que se siembre…
       —Para comer…
       —Para comer —repitió el señor Nicho, maquinalmente, más pensando en la Chagüita que le venía con el olor del anís del monte.
       —Y no es que yo quiera; es que ansina debe ser y es ansina que es, porque a quién se le iba a ocurrir tener hijos para vender carne, para expender la carne de sus hijos, en su carnicería…
       —Difiere…
       —En apariencia difiere; pero en lo que es, es igual: nosotros somos hechos de méiz, y si de lo que estamos hechos, de lo que es nuestra carne, hacemos negocio; es lo aparente lo que cambia, pero si hablamos de las sustancias, tan carne es un hijo como una milpa. La ley de antes autorizaba al padre a comerse al hijo, en caso de estar sitiados, pero nunca llegó a autorizarlo a matarlo para vender la carne. Dentro de las cosas oscuras entra el que podamos alimentarnos de méiz, que es carne de nuestra carne, de las mazorcas, que son como nuestros hijos; pero todo acabará pobre y quemado por el sol, por el aire, por las rozas, si se sigue sembrando méiz para negociar con él, como si no fuera sagrado, altamente sagrado.
       —Lleva razón en lo que dice; pero no a todos nos han explicado eso; de saberlo quién iba a ser tan ruin y, por propia conveniencia, ya que el maíz debilita el terreno, parece que lo dejara raspado, a la larga, y hasta hay que dejar que descansen las tierras maiceras…
       —Por los caminos ves, vos, y vos que sos correo habrás visto mucho, porque sos impuesto para andar, cada vez son más los terrenos mineados por los maiceros: lomas peladas, onde ya sólo el agua resbala sobre piedra; planes sin capa vegetal hecha de pelo de muertos que fueron de carne y muertos que fueron de palo; rastrojos que oprimen el alma por lo pedrizo…
       —Pero, digo yo, ¿con qué se viste a la familia, si no venden el maíz?
       —El que quiere vestir a su familia, trabaja; sólo el trabajo viste, no digo familias, naciones enteras. Los haraganes son los que paran desnudos. Se haraganean con la milpita sembrada, y de la milpita tienen que sacar para comer, y para vender, a efecto de vestir a la familia, comprar las medicinas que se necesitan, y hasta las diviertas con aguardiente y música. Si sembraran el méiz, y de él comieran, como los antepasados, y trabajaran, otro gallo nos cantaría.
       —¿Y hasta onde va a seguir? Se está aislando mucho.
       —Ya me debía haber regresado; pero me da pena dejarte ir solo, vas con mucha aflicción en la cara, y lo que le estuviste preguntando al chucho, me dio mala espina.
       —¿Oyó, pué?
       —Se oye todo; mejor que me contés; yo tengo el oído duro, pero cuando me entra la basca de madrugada, sindudamente lo que me repercute en la cabeza, hace que por dentro se me mueva todo, y oigo bien; también oigo cuando voy andando, cuando hay ruido a mi alrededor.
       El correo, bajo un amate, el árbol que tiene la flor escondida en el fruto, flor que sólo ven los ciegos, mujer que ven los enamorados, contó su pena al viejo de las manos negras, sin más testigo que Jazmín, y muchas nubes con forma de perros, como jazmines en el cielo.
       —¿Y la gana de encontrar a tu mujer te viene del ombligo pa bajo?
       Nicho Aquino titubeó al contestar.
       —Es lo primero que hay que poner en claro, porque si te viene del ombligo pa abajo la gana de juntarte con ella, con cualquier mujer que encontrés será lo mismo. Ahora, si es del ombligo pa la cara que te entra el ansia de llenarte con ella lo vacío que sentís, entonces es que la tenes individualizada, y no hay más remedio que jallarla.
       —Es las dos cosas. A veces, pensando en ella, me agarra un frío detrás de la nuca que se me riega en la espalda, y al mismo tiempo, por delante, me parece en las piernas, y entrefuerceo con las manos, me retuerzo como bejuco que lo quieren poner de mecate, y hasta que me voy de mí mismo, como un resplandor de filo de machete, por las puntas de los pies.
       —Y el ansia…
       —El ansia, no sé; me castiga el pecho, la confronto con miedo, porque me bota la cabeza, me cierra los ojos, me frunce las manos, me seca la boca; es así que la confronto…
       —Por todo, correo, no te conviene pasar por la Cumbre de María Tecún, y lo que vamos a hacer, es que yo me voy a ir con vos; yo sé onde está tu mujer.
       Al infeliz correo se le llenaron los ojos de coyote de agradecimiento. Al fin oía de boca de cristiano lo que ansiaba escuchar la noche que entró en su rancho y lo encontró vacío. Aquella noche que pasó aullando, como coyote, mientras dormía como gente. De boca de cristiano, porque de las cosas inanimadas: piedras, cerros, árboles, puentes, ríos, postes, estrellas, oyó antes ese «yo sé dónde está tu mujer», pero no hablaban, no podían comunicarle nada. ¿De qué sirvió la orden de captura de la Mayoría de Plaza? ¿De qué los avisos que se leyeron, a la hora de misa? Dios se lo pague al padre Valentín.
       —Sigamos, seguime por aquí, yo sé onde está tu mujer…
       El correo, desorientado, embriagado por el gusto, no se fijó en que dejaba el camino real, el camino que debía seguir con los bultos de correspondencia, impuesto como estaba, por sagrada obligación, de llevarlos a su destino, a la central de correos, y entregarlos a aquel viejo largo, flaco y algo tiznado, como pala de hornear pan.
       La vereda por donde apartaron, plana al principio, ligeramente veteada de tierras que semejaban corales, tomó pronunciado declive en un raizal de árbol botado por la tempestad, podrido por el tiempo, arrastrado por las hormigas y del que sólo quedaba, como vestigio de fantasma, un claro en el huatal donde cayó y apachurró las plantas.


[16]

      El administrador de Correos somató la mano sobre su escritorio. Más duro la somató don Deféric. Más duro el administrador. Más duro don Deféric. Y detrás del bávaro de ojos azules alumbrados de arriba abajo por la luz de yema de huevo del quinqué anodino, se veían, igual que piñuelas, las caras de los vecinos importantes, los cuales, sin martillar el escritorio con las almádanas de los puños, mantenían sus ojos clavados sobre el funcionario gordinflón, algunos sus anteojos, y un tuerto que andaba por la plaza y se metió de mirón, su ojo de vidrio inmóvil y fatal.
       Don Deféric salió violentamente, sin decir más, ya le había dicho «gordo estúpido», y él le había contestado «alemán de mierda». La casa de don Deféric estaba alumbrada con lámparas de luz blanca. Era otra luz y por decir así, un mundo distinto al amarilloso que envolvía al administrador de Correos, «cerdo estúpido en mayonesa», rodeado de los vecinos que hablaban a gritos, exigían, reclamaban.
       El Mayor de Plaza, sin acabar de hacer la digestión, se acercó a ver qué pasaba, limpiándose los dientes desportillados con un fósforo, y de entrada le dio la razón al funcionario. Funcionario quiere decir persona que siempre tiene razón, y él no venía de arrear pajuiles, sino de la guerra, de cuando operaron las tropas al mando del coronel Gonzalo Godoy, contra los indios de la montaña. Entonces, Musús era sólo subteniente, el subteniente Secundino Musús. El haber salvado a unos cuantos hombres de la Expedicionaria en Campaña, cuando la guerrillada de fuego en que atraparon al coronel, en la trampa de «El Tembladero», le valió el ascenso. Lo treparon a mayor.
       —No hay tales carneros —sentenció, impuesto de lo que se trataba—, cómo creen ustedes, tontos, que pueda suceder eso; ésas son puras nerviosidades de alemán que toca violín cuando hay luna, que se pasea los domingos con flor en el ojal, dándose tufos de conde, y que tiene mujer que monta a caballo como hombre; pero si él quiere correr con el pago del arriero que siga al correo para que la «tecuna» no lo embarranque al pasar por la Cumbre de María Tecún, enhorabuena, porque a mí me dolería que lo embarrancara, dado que mandé unos quinemos pesos a mi gente.
       Una viejecita casi del tamaño del quinqué, envuelta en un pañolón que arrastraba como si llevara vestido de cola, se empinaba para decir con acento español, que ella había enviado veinte pesos a su hijo, estudiante de bachillerato, en el Instituto Nacional Central de varones; el cojo de la cohetería daba golpes sepulcrales en el suelo con su muleta, para hacerse oír que él había mandado cuarenta y pico de pesos a su hermana Flora; y otro al hermano enfermo; y otro al cuñado preso; y otro de abono al Banco, repitiendo a cada momento: «¡Si no llega el abono me quitan la casa!»; y otro, triste como un hueso, a un amigo para que le comprara un billete de lotería; éste decía: «¡Fuera manos, se va probando la suerte, si llega, si se queda en el camino, me la quitó la tecuna!».
       El administrador de Correos los miraba sin pestañear, enrojecido de cólera, con las orejas como tenazas de camarón, sus brazos pequeños en sus mangas de su saco de globo. Por momentos se le nublaban los ojos y casi le daba el ataque. Mejor, con tal de no quedarse torcido, sino muerto. El desagrado más grande de su vida. Valerse de su amistad, para poner valores en las cartas, sin declararlos debidamente. Lo dijo, lo repitió, lo volvió a repetir, somatando el escritorio, sin percibir en su tremenda exaltación de funcionario digno, rebajado, por aquel abuso de confianza, a la condición de cómplice, según el Código Postal vigente, sin percibir el ronroneo de los vecinos que en pocas palabras quería decir: Si sin declararlo se lo roban…
       Don Deféric, mientras tanto, seguía en su casa, en la luz blanca de su casa, al lado de su esposa blanca, entre azaleas blancas y jaulas doradas con canarios blancos. Pero estaba enloquecido. Flaco favor le haría la «tecuna», si atraía al correo y lo precipitaba al barranco, como un hombre-carta, a un buzón gigantesco. En poder del señor Nicho iba su última obra musical compuesta para violín y piano.
       Doña Elda, su esposa, trataba de calmarlo, haciéndole ver que no se llevara de leyendas, que las leyendas se cuentan, pero no suceden más que en la imaginación de los poetas, creídas por los niños y vueltas a creer por las abuelas.
       El bávaro respondía que esa manera de pensar era absolutamente materialista y el materialismo es absurdo, porque lo material no es nada más que la materia en una forma pasajera. ¿Qué sería de Alemania sin sus leyendas? ¿Dónde bebió la lengua alemana lo mejor de su espíritu? ¿No manaron las sustancias primarias de los oscuros seres? ¿No he revelado la nulidad de cuanto tiene límites, la contemplación del infinito? Sin los cuentos fantásticos de Hoffmann…
       Doña Elda aceptaba que las leyendas de Alemania eran verdaderas; pero no las de aquel pobre lugar de indios «chuj» y ladinos calzados y piojosos. Con el dedo, como con el cañón de una pistola, apuntaba don Deféric hacia el pecho de su mujer, acusándola de tener mentalidad europea. Los europeos son unos «estúpidos», piensan que sólo Europa ha existido, y que lo que no es Europa, puede ser interesante como planta exótica, pero no existe.
       Estaba enloquecido, fuera de sí. Subía las manos blancas, los puños blancos, todo él se empinaba hacia el techo, entre el aroma de las azaleas, el fuerte y mareante olor de los huele-de-noche, el perfume a tierra mojada de las colas de quetzal recién regadas, algunas con orquídeas, y bultos y cajas de mercaderías hediendo a desinfectante de barco, como la cera con que lustraban los pisos de cemento, donde su figura se reproducía como si él, jugando, hiciera ademanes y muecas de bailarín grotesco, sólo para verse cual jirafa de cabeza en el piso, y la lineal figura de su esposa, silueta de un cisne de cartulina con plumitas de papel alforzado.
       El padre Valentín vino de visita. El reflejo negro de su sotana en el espejo del piso y luego contrastando con la blancura de una mecedora de mimbre que ocupó para estar más a gusto.
       La presencia del párroco obligó a don Deféric a dejar su idioma y expresarse en español. El cura explicó que aunque nunca acostumbraba salir de la casa conventual de noche, salvo casos de confesión o enfermos graves, venía por tratarse de un enfermo grave que iba a morir sin confesión, si no se mandaba a una persona que lo acompañara al pasar por la Cumbre de María Tecún.
       —Personalmente me ofrezco —dijo el padre Valentín— para salir en seguida; mi deber es estar donde hay un alma en peligro,parvus error in principio, magnus in fine; yo lucharé con el demonio…
       El bávaro le interrumpió:
       —Pierda usted cuidado, padre, le va a seguir un hombre de mi confianza; sería triste que el mejor correo se nos echara al barranco…
       Y al bávaro lo interrumpió su esposa:
       —¡Bravo —dijo aplaudiendo—, porque hemos estado líricos y heroicos!
       Hilario Sacayón la interrumpió a ella. El arriero se presentó montado, a juzgar por sus arreos. Era el patrón tan buena paga y tan considerado que nada importaba salir a deshoras y luego que para un hombre con todo lo de hombre no hay hora buena ni mala para agarrar viaje, todas las horas son buenas, si es necesario.
       Don Deféric lo abrazó, le regaló un puro para que lo prendiera más adelante, y le dio algún dinero para gastos. El padre Valentín le entregó su rosario, para que lo rezara al sólo empezar la cumbre. Doña Elda una servilleta con pan negro y queso de sabor endemoniado. De un salto estuvo Hilario sobre la muía parda que llevaba, un animal codicioso para el camino que tomó casi al galope al dejar la calle oscura. Su misión era alcanzar a Nicho Aquino antes de llegar a la Cumbre de María Tecún, acompañarlo al pasar por dicho sitio y volverse.
       El padre Valentín aceptó una copa de rompopo, por acompañar a don Deféric que tomaba coñac; doña Elda se contentó con un sorbo de Málaga.
       —A las muchas causas de inestabilidad en los matrimonios —precisó el párroco, ya que se trataba de este tema, en relación con los sucesos que lo tenían allí desvelado— ninguna alcanza la gravedad de las esposas que víctimas de una locura ambulatoria, producida por esos polvos con andar de araña, abandonan sus casas, sin que se vuelva a saber más de ellas. Esta mano que ustedes ven con la copa de rompopo, alterna el rosario con la pluma, rezo o escribo a mis superiores, para que el Señor y ellos nos socorran en la necesidad de que los hogares no se destruyan, de que las familias no se acaben, de que por los caminos no vayan hombres y mujeres ambulantes, derecho a embarrancarse, como si fueran terneros.
       —Esos seres se sacrifican para que viva la leyenda —apuntó el bávaro, sus ojos azules no eran transparentes; vidriados en aquel momento, por el contrario, semejaban dos pequeños discos de un azul seco de peltre inexpresivos.
       —Inconscientemente —dijo María Elda—, porque ninguno de ellos sabe que es movido, imantado por una fuerza oculta, para tal fin —y mirando a su marido de frente, agregó—: ¡te detesto!…
       —¡El demonio, señora, el demonio!
       —Nada importan las víctimas, ¿verdad, Deféric?, con tal que se alimente el monstruo de la poesía popular. Un hombre que dice fríamente que son seres que se sacrifican para que viva la leyenda, es detestable.
       —Si no diciéndolo dejara la leyenda de exigir sus víctimas, lo callaría, pero es así, Elda, y hay que reconocerlo fríamente, aunque parezca detestable. Desaparecieron los dioses, pero quedaron las leyendas, y éstas, como aquéllos, exigen sacrificios; desaparecieron los cuchillos de obsidiana para arrancar del pecho el corazón al sacrificado, pero quedaron los cuchillos de la ausencia que hiere y enloquece.
       El padre Valentín despertó en ese momento. Don Deféric hablaba en alemán. Se despidió rogándoles que al volver Hilario Sacayón le dieran noticias del correo. La calle estaba tan oscura que tuvo que aceptar el farol que le ofrecieron. Al quedar a solas apuró el paso, pero algo así como el cuerpo de un animal le flotaba en los pies. Se levantó la sotana y casi vio la sombra de un coyote. Si sos vos, Nichón, que dicen que sos coyote, exclamó; pero no podía ser.
       Media hora más tarde sonaron las doce campanadas del reloj del Cabildo. Don Deféric, acompañado al piano por doña Elda, terminaba la ejecución de la obra musical que de pasar el correo por la Cumbre de María Tecún, sin novedad, llegaría a Alemania. Sobre el piano de media cola iba el bávaro a dejar el arco del violín, cuando su esposa se le acercó llena de miedo; en el silencio de la noche se escuchaba una máquina de coser, la máquina de la Miguelita de Acatan.

A las doce,
Miguelita,
cose y cose
en Acatan…
Cuando cose
Miguelita,
son las doce
en Acatan…
A las doce,
cuando cose
Miguelita,
suena doce
campanadas
el Cabildo
en Acatan…
Tan tan tan
tan tan tan
tan tan tan
tan tan tan,
son las doce
de la noche
en Acatan…

       Hilario Sacayón se detuvo en la aldea «Tres Aguas». Humar un cigarro. Olía el monte a mastuerzo y a menta. Dos ojos salieron a ver quién pasaba tan temprano, dos ojos de un ayote de carne con nariz y boca, bajo ranchozo pelo y abundancia de naguas y fustanes. Era la Ramona Corzantes, partera, curandera, casamentera, por el lado bueno de la medalla, porque del otro lado diz que era bruja, zajorina, dadora de brebajes para enloquecer, enamorar, entregar el alma a Dios y sacar muchachitos, antes de tiempo, del vientre de las fulanas. Pero el peor, peor acuse que le hacían era el de saber preparar polvitos con andar de araña.
       Costó que lo viera, estaba contra el sol, encandilada; pero se hizo sombra con la mano y en ojeándolo le gritó:
       —¡Sos vos, Jenízaro, con razón que ni por entendidos se dieron los chuchos!
       —¡Jenízaro por qué… reres! ¡No me laten porque saben bien que soy de casa, Ña Monchita, y porque conmigo luego, luego les cae riata!
       —Sos de mal corazón. Si te vas a apiar, apiate, y espera que me pase a lo oscuro, voy a cerrar tantito los ojos, porque con el espejazo del sol me quedé viendo chingaste de oro.
       —Eso quedría usté, viejita: una cafetera en que después de irse el café quedara chingaste de oro. No me apeyo, voy priso. Me paré un ratito por verla y humarme este cigarro a la sombra de su alero; ya la están creciendo mucho las barbas a la casa y usté no la manda resurar, llame al barbero.
       —En todo te habés de fijar; pero no te fijas en que estoy pobre, en que naide me dice: toma, aquí está pa que pintes la casa. Antes la limpiaba yo mesma, me encaramaba a la escalera y con la escoba le botaba el jardín de arriba, las telarañas puercas, y vez hubo en que encontré hasta una masacuata; la tasajeamos porque no quería salir del techo, la condenada; medio cuerpo se quedó adentro y medio huyendo. De esas resultas inventaron que yo era bruja.
       —En estos días se ve poco movimiento…
       —Muerto está, no hay negocio, fuera de los clientes fijos como el correo, señor Nicho.
       —¿Pasó?
       —Pasó pué, pasó anoche. Por ái debe ir. Iba a darle una mi encomienda, pero no llevaba lugar, era algo basta, y a más hablar tuve corazonada de no sé qué.
       —Él es muy seguro…
       —Sí, pero, vos sabes lo de su mujer; yo le estuve echando sus chinitas, a ver si me soltaba prenda; pero crees, Hilario, nada dijo, y lo siento, porque yo pensaba aconsejarle que no fuera por el camino real; apiate y tomas café…
       —Sigo, Ña Monchita, otra vez será, voy priso y si me apeyo me agarra el tiempo. Le estimo el favor como si lo recibiera. ¿Y por qué le iba a dar consejo de que agarrara otro camino?
       —Por el gran riesgo de que aun siendo hombre impuesto de correo, le salga la mujer a echarle voces de «tecuna», allá en la cumbre, y si es ansina no pasa, ái se queda, pasa derecho al barranco a enterrar cabeza. Vos tal vez lo alcanzas por ái y si lo ves, no dejes de alvertirlo.
       —Son cosas esas, Ña Monchona, que no deben ser ciertas, levantes que hacen; no les basta caluñiar al prójimo y caluñan a las piedras, que no tienen culpa de lo que nos pasa. De fijo que en esa cumbre hay algo misterioso, uno mesmo se pone raro al pasar por ái, se espeluzna, se eriza, se le añublan los ojos, alea el palpito en las narices frías como granizo, se salen los huesos del pellejo de tan helados, como si uno llevara el esqueleto afuera, pero todo eso es natural dada la altura y lo lluvioso del lugar; el camino se pone duro jaboncillo cuando no logra entrar el sol entre el nublado, y entonces es fácil embarrancarse. Por mí, le sé decir, Ña Moncha, que de día, de noche, de tarde, de madrugada, a todas horas he pasado por la Cumbre de María Tecún y nunca he oído ni visto nada. —Decías que ibas priso…
       —Voy, pero eso no quiere decir nada; póngase a humar.
       Hilario le alargó un cigarro de tuza morada. La vieja lo miró y dijo, después de un largo chupetazo:
       —El méiz sale con tuza morada cuando es de por aquí, de por la poza de agua morada. Vos sos incrédulo, porque sos pretencioso. En todo pretencioso hay un incrédulo. Para creer se necesita ser humilde. Y sólo las cosas humildes crecen y perduran; velo en el monte.
       Cada uno de ellos se quedó reuniendo sus pensamientos en silencio, como si los sacaran del cigarro, al reunir el humo aspirado que en seguida soltaban por las narices y la boca en una largada de gran satisfacción. La posadora sopló el humo de su cigarro que se apelotonaba en el aire de la montaña, limpio, primaveral, ante sus ojos, y golpeando con el dedo meñique el cabito que le quedaba por humar, siguió cachando al arriero por su incredulidad.
       Hilario, mientras tanto, pensaba en «su» Miguelita de Acatan. Él, en una de sus borracheras, después de llorar, como si bebiera aguardiente de sauce llorón, inventó los amores de la Miguelita y el señor Neil, de la máquina que se oye coser en el pueblo, después de las doce campanadas del Cabildo, a medianoche.
       ¿Quién no repetía aquella leyenda que él, Hilario Sacayón, inventó de su cabeza, como si hubiera sucedido? ¿No estuvo él en un rezo en que se rogó a Dios por el alivio y descanso del alma de la Miguelita de Acatan? ¿No se ha buscado en los libros viejos del registro parroquial, la partida de bautizo de aquella criatura maravillosa? ¿No se cantan sonsonetes para asustar a los niños o inquietar a las novias, amedrentando a aquéllos, cuando son mal portados, con la máquina sonámbula, y anunciándoles a éstas que el coser de aquella máquina enamorada de un imposible, acompaña las serenatas, haciendo posibles sus amores? ¿Cómo iba a creer en «tecunas» el que había inventado una leyenda?
       —Ya la otra vez me consultaste, Hilario, y te dije lo de mi pensamiento. Como es que me llamo Ramona Corzantes que esa historia de la Miguelita la oí contar a mi abuela, Venancia Corzantes San Ramón, y hasta se cantaba, no sé, no puedo acordar, tarareando la música puede que me venga la letra; era una tonada…

… A la Virgen del Cepo le pido
que me topen los guardias rurales,
me rodeen, me esposen, me lleven;
la prisión ha de ser mi consuelo.

Miguelita, su nombre de pila,
Acatan su apellido glorioso,
y en la cárcel la Virgen del Cepo,
como ella, de carne morena…

       —No puede ser, Ña Moncha, como es que yo me llamo Hilario Sacayón, que esa historia la inventé yo, por los sagrados huesos de mi padre, por Diosito, que yo la inventé; estando bolo la inventé; se me vino de la cabeza a la boca y quedó en lo dicho, como una realidá; sería como que usté me dijera que la saliva que en ese momento me llenaba la boca, no era mía, porque al cabo qué es lo que se habla, saliva que se vuelve palabras.
       —¿No necesitas defender tu pretensión?
       —Dende luego que no…
       —Entonce, oíme. Uno cree inventar muchas veces lo que otros han olvidado. Cuando uno cuenta lo que ya no se cuenta, dice uno, yo lo inventé, es mío. Pero lo que uno efectivamente está haciendo es recordar; vos recordaste en tu borrachera lo que la memoria de tus antepasados dejó en tu sangre, porque toma en cuenta que formas parte no de Hilario Sacayón, solamente, sino de todos los Sacayón que ha habido, y por el lado de tu señora madre, de los Arriaza, gente que fue toda de estos lugares.
       La vieja siguió como hablando con los párpados, tan ligero parpadeó, antes de continuar:
       —En tu caletre estaba la historia de Miguelita de Acatan, como en un libro, y allí la leyeron tus ojos, y vos la fuiste repitiendo con el badajo de tu lengua borracha, y si no hubieras sido vos, habría sido otro, pero alguien la hubiera contado pa que no olvidada, se perdiera del todo, porque su existencia, ficticia o real, forma parte de la vida, de la naturaleza de estos lugares, y la vida no puede perderse, es un riesgo eterno, pero eternamente no se pierde.
       —Lo puro cierto es que yo la arreglé a mi modo, porque en el tiempo de la tonada no existía el señor Neil; junté el nombre de la muchacha con el recuerdo de lo que mi tata contaba de ese hombre; en las borracheras se juntan tantas cosas extrañas.
       —Y de estas resultas, el hombre ese y la máquina de coser, resultan bastardos; pero no tiene nada, no le hace mal, se salvó del olvido para seguir como los ríos; los cuentos son como los ríos, por donde pasan se agregan lo que pueden, y si no se lo agregan, llevándoselo materialmente, se lo llevan en reflejo; el hombre este y la máquina van en el reflejo de la Miguelita.
       Hilario encendió otro cigarro con la brasa del que se le acababa, pura miseria de chenquita entre sus dedos, escupió y perdió los ojos en la llanada, hasta topar los torrentes de piedra equilibrada de las montañas, porque, a su parecer, las montañas eran piedras que venían despeñándose y de repente se equilibraban, quedando en aquella forma, momentáneamente quietas.
       —Me voy, sigo viaje, Ña Moncha, y ái al regreso hablamos; la dejo con su turpial.
       —Tené cuidado, no te desmandes mucho.
       Un chucho viejo que se paró, cansado de dormir, y estaba desperezándose, empinado sobre las cuatro cebollas de sus patas, se aculó a la pared al pasar el jinete, luego ladró ronco, bajo y de mala gana. La Ramona-mona, o Monchona-mona, como la llamaban los que la tenían por bruja, volvió a mirar al turpial de finísima pluma y ojitos infinitamente lindos y pequeñines, como dos chispas de fuego.
       —Baje, mi patojito —dijo al pájaro saltarín—, que ya le tengo listo su puchito de maicillo mojado con agua de la poza azul. ¡Cuidado me toma agua de la poza verde, porque se muere y se vuelve zacate que no canta, y menos de la poza morada porque se azonza y lo cazan con cerbatana! ¡Bajo la pluma están sus sesitos, y sus sesitos piensan que es bueno madrugar, y sus sesitos piensan que es bueno salir a paseo, y sus sesitos piensan que es bueno venir a ver a la Moncha! ¡Venga, patojito, venga! ¿No quiere que haga oficio?
       La sombra de la Moncha apareció por el gallinero. Cerdos con los cuellos en triángulo de palos para que no pasaran el cerco, hozaban, gruñían, gruñían agudamente como si los estuvieran matando, mientras las gallinas, seguidas de los pollos, corrían despernancadas, hueco el cuerpo entre las alas medio abiertas, cacaraqueando; los gallos se abrían camino a pechazo limpio, dejando atrás, en la carrera, las patas espolonadas, y sobre el trabajoso aproximarse de los patos que iban en un chilla chilla insufrible, no andando, sino arando, palomas y palomos volaban a picotear el maíz, en el delantal de la vieja.
       ¡El gran poder de Dios, con el hambre de estos animales; pero así el hambre de uno cuando se los come y el hambre de los gusanos cuando se lo comen a uno!
       El turpial saltaba con un gusanito en el pico.
       ¡Cabal, pué!… Se llevó la mano a la frente y paladeó algo así como un gusanito que se cayó de la memoria a la punta de la lengua. Pero de qué servía recordar, ahora que el Hilario iba lejos, el resto de la tonada.

Los arrieros hicieron las cargas,
plata en bambas y bambas de oro,
las llevaron camino del golfo
olvidando a la Reina del Cielo.

En la cárcel del cepo olvidada,
hasta el día en que fue Miguelita
de Acatan, parecida a la Reina,
una moza por todos buscada.

Y esa moza, carbón para el fuego
sus dos ojos, su boca un clavel,
cuando hicieron pasar a la Virgen
al templo, marchó del lugar…

       Trató de seguir, pero se le trabaron las carretas; rato largo se quedó con los dedos en las ruedas de su cabellera lacia; le faltaba la guitarra; el turpial, engullido el gusanito, volvó a las ramas de un suquinay que embriagaba con el aroma de sus flores, atrayendo abejas y mariposas, moscones verdes, agujas del diablo.
       Y seguía… La canción seguía, pero ella no se acordaba. Se rascó una nalga, dijo algo y buscó oficio. La escoba, el trapo de sacudir. Detrás del cuadro de la Santísima Trinidad tenia los ramos para librarse del rayo. Maulló un gato pinto, color de mariposa. Buscó la pomada contra el incordio. Más bien basca tenía. Se recostó. Quién la mandaba tomar chocolate. Pero era tan sabroso el chocolate de casamiento. Chocolate de bautizo. Las fiestas se celebran con chocolate y tortas de pajaritos. Los pajaritos que el Niño Dios estaba haciendo con migajón, cuando llegó el judío a querérselos aplastar con el pie. El Niño Dios sopló, y los pajaritos volaron.
       Hilario Sacayón, por las plantas de la muía juicio que se iba acercando a la Cumbre de María Tecún. Hasta las bestias se ponen ariscas, pensó, tirándose un poco el sombrero hacia la frente, lo llevaba para atrás pura pashpala, y era mejor, por aquello de las dudas, mirar con los ojos escondidos, recónditos.
       Creyó ver luciérnagas, tan presente llevaba el recuerdo de aquel jinete, Machojón, que se volvió luminaria del cielo cuando iba a la pedimenta de la futura. A ese paisa se le puso todo el bulto en contra del aire relumbrante de chispas de fuego, y el mal que se acoquinó.
       —¡Alza, muía! —exclamó Sacayón al tropezar la bestia, sacándola con la rienda para un lado.
       La neblina, igual que humazón helada, pegajosa, se le metió entre el pelo, bajo el sombrero, entre la ropa, bajo la chaqueta de jerga, bajo la camisa, por las mangas, por el pecho, le enfrió los pies descalzos, las polainas, los pantalones.
       Lo cierto es que al paisa lo quisieron apear las luciérnagas y todavía no lo han apeado, anda por ái de luminaria del cielo y año con año baja a la tierra y se aparece donde están quemando, entre la roza, vestimentado de oro, desde el sombrero caballero, hasta los cascos del macho negro que monta, y que parece que es un macho entero.
       Sacayón se pasó la mano por la cara. Llevaba la cara como granizada. Se frotó la nariz. Respirar neblina no es bueno. Pero qué remedio, en aquel mundo blanco de nubes en movimiento que, sin producir el más leve ruido, chocaban, se repelían, se fundían, bajaban, subían o quedaban repentinamente inmóviles, paralizadas de espanto.
       Las primeras viruelas de oro volando desperdigadas, bastante pálidas por la luz del día y lo denso de la niebla, le hicieron apretarse al cuerpo, amarrarse a los huesos el ánima que llevaba tan pendiente, de lo que pasaba afuera, mientras recordaba a Machojón. Se reconcentró y se mandó mirarlas de frente, para no atolondrarse. Los pies en los estribos. Eso es todo. Al menos que a él tampoco lo apeen. Pronto pasó la nubécula de luciérnagas. Un velo de tal con lentejuelas, como el que cubre la cabellera de la Virgen del Cepo.
       La rienda se le resbalaba de las manos, sentía feo el trote de la bestia, le repercutía en el sentido, gesticulaba para tomar aliento, eran ya las vueltas de la cumbre, donde la tierra bronceada, entre piñales desencajados, viajaba entre las nubes más ligero que la cabalgadura. Aupó a la muía —¡muía parda!… ¡y diay, muía!…—, la espoleó, la fustigó con la rienda para que acelerara la marcha y no quedase fuera de la tierra que escapaba a sus pies. ¡Horrible, se quedaba atrás, colgado en el vacío, cabalgando entre las nubes, convertido en un Machojón de granizo! Le sacudió frío, tas, tas, tas, tastaseaba los dientes, y las espuelas en los estribos, como dos flores de una planta de margaritas de metal a la hora de un temblor. ¡Mejor la muerte allí ya embarrancado, que la eternidad convertido en un ser de granizo, en un hombre-nube! Se palpó la pistola. Llevaba en el tambor cinco semillas de salvación-pólvora. Mejor que lo encontraran muerto de un balazo, la muía divagando por allí, que pasar los siglos, hasta que se acabara el mundo, convertido en una legumbre blanca, en una papa con raíces en lugar de pelo, en una cebolla con barbas de chivo, en un nabo calvo.
       ¡María TecúúúÚÚÚn!… ¡María TecúúúÚÚÚn!…
       El grito se perdió con el nombre bajo una tempestad de acentos en la profundidad de sus oídos, en los barrancos de sus oídos. Se cubrió los oídos y lo siguió oyendo. No venía de afuera, sino de adentro. Nombre de mujer que todos gritan para llamar a esa María Tecún que llevan perdida en la conciencia.
       ¡María TecúúúÚÚÚn!… ¡María TecúúúÚÚÚn!…
       ¿Quién no ha llamado, quién no ha gritado alguna vez el nombre de una mujer perdida en sus ayeres? ¿Quién no ha perseguido como ciego ese ser que se fue de su ser, cuando él se hizo presente, que siguió yéndose y que sigue yéndose de su lado, fuga, «tecuna», imposible de retener, porque si se para, el tiempo la vuelve piedra?
       ¡María TecúúúÚÚÚn!… ¡María TecúúúÚÚÚn!…
       En la cumbre, el nombre adquiría todo su significado trágico. La «T» de Tecún, erguida, alta, entre dos abismos cortados, nunca tan profundos como el barranco de la «U», al final
       Cruzaba lo más alto de la cumbre, frente a la piedra de María Tecún, enraizada en el vértigo del precipicio a cuya orilla no se acercaba nadie, donde las nubes caían podadas por la mano invisible del misterio.
       Piedra de María Tecún, imagen de la ausencia, amor presente y alejándose, caminante siempre fija, alta como las torres, opaca de copiar tanto olvido, flauta de piedra para el viento, sin luz propia como la luna.
       ¡María TecúúúÚÚÚn!… ¡María TecúúúÚÚÚn!…
       La ciega voz del ciego que, según el decir de las gentes, dejó las nubes de sus ojos al recobrar la vista en aquel lugar, para enceguecerlo todo con agua de jabón que no permite detenerse a las imágenes, fijarse en un punto, porque todas van resbalando, desfilando, borrándose como las pizarras de los pedregales de la laja negra que simulan cuerpos de lagartos petrificados, y como los árboles desmantelados, sin hojas, que más que árboles parecen cornamentas de animales hundidos en glaciares.
       Un coyote le salió al paso, entre las rondas de los pinos que no trepan hasta arriba. Lo vio muy cerca, lo tuvo casi enfrente, para perderlo de vista en seguida entre vaho de lluvia y chiriviscos que parecían de hule, elásticos, fáciles de doblar, irrompibles. Tras el coyote oyó el chorrear de una cascada con poca agua.
       Silbó. Extrajo de sus huesos todo lo metálico para dar aquel timbre de ocarina. Estaba fuera de peligro, en una campiña de dalias encendidas, pasturas verdes, chopos friolentos, menudas flores de ciénagas, ovejas en rebaños hondos, pajaritos rojos, patos silvestres y casucas como humo de cocina con los costados.
       Sin dejar de silbar, se arrancó de la papada el barbiquejo mojado que lo venía ahorcando y se acordó del rosario del padre Valentín y del puro de don Deféric. Fumar puro rezando el rosario. Soltó la rienda de la muía. No sabía fumar puro ni rezar el rosario. El silbido cascabeleó entre risa y silbido.
       ¿Sería o no sería coyote? Cómo dudar que era coyote si lo vio bien. Allí estaba la duda, en que lo vio bien y vio que no era coyote, porque al verlo tuvo la impresión de que era gente y gente conocida. Se chupó una muela vieja con todo y el pellejo del carrillo. Se me ríen en la cara, si les cuento que llegué muy a tiempo a la Cumbre de María Tecún, que alcancé ver al correo Aquino en forma de coyote, aullando (esto ya sería arreglo mío) hacia la piedra madre de las «tecunas» que en su arenisca dura, siempre mojada de llanto, encierra el alma de las mujeres fugas; de las prófugas que llevan bajo las plantas de sus pies el desierto de la ceniza; sobre sus hombros, la tempestad que bota los nidos; en los extremos de los brazos, sus manos que ahora son pedazos de cántaros; en sus ojos, angustiosa mudez de cocos partidos, sin agua y sin carne; en los labios, la traición espinante de su risa; en sus vergüenzas, la vergüenza, y en su corazón, la burla del despecho. Todo lo que ansian les está negado.
       Sacudió la cabeza —tanto pensamiento sin juicio—, trabóse nuevamente el barbiquejo, para no tenerse que ir agarrando el sombrero, que el aire se empeñaba en volver pájaro volador, espoleó la muía y pronto quedó a su espalda el caserío que, mirándolo bien, era la única señal humana, en la región de la cumbre.
       Alcanzar al Nicho Aquino, acompañarlo en el mal paso y volverse a San Miguel, era la orden; pero, ¿casual lo alcanzó?, ¿caso lo vido?… En la cumbre, fuera del maldito coyote, no topó ser viviente.
       El paso de la muía lo guiaba. Seguiría hasta alcanzarlo, para no regresar con las trompetas destempladas, hasta alcanzarlo, aunque fuera en el edificio de correo.
       De encuentro cruzó un tren de carretas de bueyes. Los carreteros iban tirados boca arriba en las carretas, inmóviles, con los ojos abiertos. Los saludó, no porque fueran bonitos, sino para indagarse del señor Nicho. No lo toparon. Bien que lo conocían, pero no lo toparon. Ni la cabeza se les vio levantar, para saber quién les hablaba.
       —¡Teléfano creen que llevan! ¡Haraganes babosos, ni para dar una respuesta como la gente sirven! ¡Despierten, sólo la mala, mala gente, duerme con los ojos abiertos, como los caballos!
       Todo esto y más les hubiera gritado. Unos pajaritos rojos se le apeaban delante, para alzar el vuelo al sentirlo cerca, como si entre ellos fueran apostando hasta qué punto aguantaban el peligro de ser pisoteados por la cabalgadura.
       Una mujer y un hombre a caballo. No los vio hasta que los tuvo encima, por ir mirando los pajaritos cardenalicios y porque fue en vuelta cerrada el encontrón. La yegua que montaba la señora, tras subirse a un bordo, se atravesó medio a medio del camino. Hilario barrió su muía para no estropearla. Poco más y ella bota una jaula que llevaba por delante con especial primor. Un aleteo en la jaula, otro aleteo en su pecho. Las trenzas de muñeca bamboleándose, los ojos verdes, la cara pálida. También la bestia que montaba el otro barajustó después del ceje que le impuso. Se saludaron. Se saludaron sin conocerse, como caminantes, coyuntura que aprovechó el arriero para preguntarles por el correo, si por casualidad lo encontraron. Venían de la capital y no se arrecuerdan bien, aunque de vista no atajaron a ningunito así correo. Ésos se echan por extravío, fue lo último que les oyó decir, entre la tierra que las bestias levantaban, al ir caminando, ya para desaparecer.
       Pues en las finidas, por ái se fue, pensó Hilario, por extravío, o se volvió coyote, como cuenta la gente que es su cacha para llegar más luego, y Dios guarde haya sido aquel coyote que me salió a ver en la Cumbre de María Tecún. Mejor ni pienso, me tengo miedo, porque lo que se me afigura pensando resulta que es lo que es real. Sólo que en este supuesto qué va a poder ser, y mejor que no sea y que allá en el mero correo me lo encuentro con las manos en la masa, es decir, entregando las cartas. Eso sí, lo miro de pies a cabeza, para cerciorarme que es el mismo señor Nicho que salió de Atacan, aunque se haya vuelto coyote en el camino, sin ser aquel que topetié en la cumbre, porque ése andaba algo perdido, y regreso volando al pueblo con la noticia de que ya llegó, que ya están seguras las cartas que mandaron con pisto, porque eso es todo, el pisto que echaron en las cartas, no me van a contar que las palabras bonitas se cuidan… ¡Lo escribido no se lo lleva el viento, pero se lo come el tiempo!
       Con los ojos, cerezas en garrafa de guaro del no dormir, el no comer y el beber distancias, acalambradas las piernas de estar montado, rota la cintura, el pico caído de cansancio, asomó a la capital anegada de ruidos y silencio en las primeras horas del día, por un lado oscuro sueño de volcanes y por oriente arenales de fuego.
       El humo de los pocilios llenos de café caliente y el resuello de los madrugadores que pasaban a tomar café bajo la ceiba, mezclaban sus vahos, frente a la mujer que despachaba detrás de una mesa, al lado de un fuego de tizones gruesos que con su resplandor despertaba a los sanates en las ramas del árbol extendidas por más de seis brazadas a la redonda.
       La mujer que servía el café sacaba el jarro aborbollando del fuego con la punta de los dedos y alargando mucho el brazo, para no chamuscarse la cara retostada de sol y humo. Despachaba con una criaturita dormida a la espalda, toda ella medio desnuda, en trapos tan delgados como tela de mitomate, amoratada de frío.
       Al ver llegarse el arriero y pedirle café, le preguntó si no era Justo Carpió. Si es el nombrado, le dijo, vayase luego que lo andan buscando, y al saber que se trataba de otra persona, creyó prudente explicar que a Carpió lo buscaban porque le hizo al gobierno de chivo los tamales; en lugar de cal, entregó ceniza y tuvieron que parar las obras ayer todo el día.
       Un fontanero se cuadró frente a la mesa. Buenos días, Fauna, se oyó que dijo debajo de una toalla que le envolvía el cuello y parte de la cara. Dejó en el suelo una llave maestra. Ella le sirvió. Después del primer sorbo —por poco se arde hasta el galillo, estaba rehirviendo— sacó un manojo de cigarros de papel amarillo, gordos como masacuatas, y se puso uno en la boca, directamente del manojo. El arriero le miraba. Casi de su estatura, aunque el pantalón de gabacha lo hacía verse más alto, bien que el sombrero que le tapaba hasta los hombros, lo apachara un poco. La que despachaba y el fontanero hablaban de un diente de oro. Por último, el fontanero que se bajó la toalla al cuello para tomar el café, tras un chupete al cigarro, soltar el humor por la nariz, pura escopeta cuache después de un disparo, entreabrió la boca color de carne cruda, y le mostró un colmillo dorado. Me quedó bueno, dijo él, entre afirmando y preguntando. Le luce, le contestó la mujer, lo felicito, y ahora para dónde la tira. Para el hipógramo, contestó el fontanero, voy a bombear una cañería que dicen que está tapiada, es el agua que está viniendo puro lodo. Bebiendo esa agua y pasando las calamidades que estamos pasando, con todo tan caro que se ha puesto, dijo ella, mientras en una olla vueluda enjuagaba los pocilios, no nos morimos ni aunque nos pique la casampulga más casampulga que haya entre las casampulgas, porque el remedio lo hemos comido por carretadas y adelantado. Al reír el fontanero enseñó su diente de oro.
       Un viejecito que llamaban o apodaban Sostenes llegó a tomar café. La que despachaba lo conocía, si se puede llamar conocer a una persona que sólo se ve de madrugada, entre el sueño que aún está en los ojos a duras penas abiertos y la luz lambiscona del fogón mezclada a la borrosa claridad del cielo. Sí, lo conocía, desde cuándo que pasaba a tomar su café allí con ella; pero siempre le dijo «Don», por las dudas de que Sostenes fuera a ser su mal nombre.
       El viejecito paladeó la bebida a tragos y entre sorbo y sorbo, inquiría a su alrededor con los ojos menudos al través de sus gafas, como si descubriera la ceiba, el templo, las casas que desde siglos estaban allí paradas. Al dar el último sorbo, pagó, se detuvo como desorientado momentáneamente, se frotó las manos y echó a andar. La que vendía café le alcanzó con la voz: ¡No se olvide, Don, que mañana no vengo, vea si se pasa a desayunar al mercado! Don Sostenes volvió sobre sus pasos, preguntándole qué decía, y al enterarse, movió la cabeza con enfado, le advirtió que los catedráticos como él no podían desayunarse en el mercado sin mengua de su decoro profesional. Y no sé, no sé, se fue diciendo, pero me parece que si no desayuno mañana, mejor, porque tengo que explicar al divino Platón… ¡Sólo amamos lo que tenemos!…
       Tres hombres con cara de trasnochados hediendo a sudor apestoso a cebolla, llegaron al puesto. Café, café, café, pidieron. ¿Tocaron anoche?, les preguntó la que despachaba, plantándoles en fila tres pocilios humeantes. El más gordo, alto, zambo, con los ojos muy negros, contestó: Serenata, pero ahora a las nueve de la mañana quieren que empiece la marimba, día y noche va a ser de un solo viaje. ¿Cambiaron instrumento?, preguntó aquélla. No, contestó el que antes había hablado, buscándole la oreja al pocilio, para no quemarse. Otro de los marimberos se sacó un pañuelo de la bolsa del pantalón y se sonó al tiempo de estornudar. ¡Ya hora usté me va a despertar al muchachito; manera de estornudar, pior si así toca la marimba! El niño empezó a llorar y antes que soltara el chillido lo tiró hacia adelante, con el perraje que le servía para cargarlo a la espalda, y de la camisa se sacó un seno lleno de leche. La Juana podía vender café con leche, dijo otro de los tres marimberos. Ella contestó: Y tu casera aquella también, sólo que entonces no seria café con leche, sino café con porquería.
       Un medio italiano se acercó silbando. El cuello del saco levantado. Lo acompañaban varios perros de cacería. Desde el campanario de La iglesia cercana, le gritó el sacristán: Fauna, mi café… ¡Qué pronto van a llamar a misa!, exclamó ella levantando la cabeza. Los marimberos y el hombre de los perros se alejaban conversando.
       Hilario le pagó. Mientras desanudaba las monedas del pañuelo, le dijo: Mañana, entonces, no va a estar usté aquí… Pues no, porque… Pero reflexionando en por qué le iba a dar cuenta de sus actos a aquel fuerano metido, cambió el tono familiar informativo, por el burlón: ¿Usté se fue y regresó?…
       El repique con todas las campanas no dejó hablar más. El arriero, que al llegar ató la muía a un piedrón, le contestó que no se había movido de allí, porque no midió el alcance ladino de la pregunta, avanzando hacia la bestia para seguir viaje entre la gente que entraba, unos con sus cargas, otros con sus bestias, otros con sus carretas; hombres, mujeres, niños, se repartían por la ciudad, ligero los que iban montados, al trote los que iban con sus cargas a mecapal o a pecho, al paso otros, y otros, los que arreaban coches, sin avanzar mucho, igual que si anduvieran en ciénaga. Los automóviles pasaban como cohetes, las bicicletas igual que en ruedas con filo, otras bicicletas con vapor, más ligero que cohetes, y los camiones, pandos de leña en trozo, pedorreándose de tan cargados.
       Hilario, arisco y alegre, arisco por el susto que le dio un perro que desde un camión de esos salió a ladrarle, le ladró en la cara, en las meras orejas, el trastón pasó tan cerca de la muía, y alegre por el gusto de estar entre tanta gente, gente de todas partes, de todas edades, de todos tamaños, gente que él no conocía, vestida de muchos colores, moviéndose en distintos sentidos talmente que más que tener que hacer, parecían tener que pasear, andar andando siempre por obligación, para que la ciudad estuviera animada todo el día. Se detuvo en un portón. En el zaguán empedrado vendían zacate. Miró los manojos de zacate pegados contra la pared. Gruesos estaban. Dio voces para que salieran a despachar. Un hombre con nerviosidades de potrillo le recibió el dinero, para tenerle su zacate apartado. El zacate de la muía, rectificó Hilario, a lo montes, por aquello de no dejarse sentar mosca. Entraba a la ciudad muy contento, pero a medida que se internaba en las calles, abiertos los ojos, abierta la boca, el pellejo se le arrugaba, igual que agua golpeada, defendiéndose de cuanto a su parecer ponía en peligro su amor propio. Al mismo tiempo, debajo de esta inquietud pellejil de gallo comprado, y como compensación, se llenaba de suficiencia, que traducía en el uso de la palabra pobre. Un cuerpo de banda pasó por media calle. El arriero los vio avanzar, se hizo a un lado, cerquita de él pasaron, gordones, uniformados, con sus instrumentos, sudaban, marchando. Se les quedó mirando y de muy hondo, conmiserativamente, dijo: ¡Pobres!… Más adelante, trepado en un como pulpito, encontró, ya en su faena de juez de lidia, a un agente de la policía de tránsito, dirigiendo con las manos blancas el tráfico de vehículos, y después de observarlo bien, por todo comentario, paladeó la misma palabra: ¡Pobre!… Y ya no se diga de un piquete de soldados que pasó con tambores y cornetas. Ésos eran reinfelices. Un hombrecito que gritaba como loco, vendiendo el periódico; un grupo de indios barrenderos; unos colegiales silenciosos, vestidos de un mismo color, le hacían apretar con las dos manos, como disimuladamente —en la ciudad lo ven todo— la manzana de su silla, para sentirse de viaje en medio de aquel jaracatal de gente sedentaria que no pasaría de zope a gavilán. ¡Pobres! ¡Pobres! ¡Pobres!
       Más adelante se entró en un mesón —rato que no le daba de beber agua a la muía— y por si acaso andaba por allí posando o de viaje algún conocido para preguntarle por el señor Nicho. Sólo le dio agua a la muía y salió volando; de los cuartos salía jedentina a chinche destripada. Gente sobre gente vivían. Pobres.
       Las tiendas de ropa eran tan vistosas, tan poéticas, mesmo que altares. En las puertas, guindados, pantalones, chaquetas, naguas, perrajes, ropa de muchachitos. En las estanterías, los generitos durmiendo en las piezas que cachazudamente extendían los dependientes en el mostrador, a todo lo largo, cuando alguien les compraba por vara. Detrás del mostrador, todo el día parados. Pobres. Sin duda se les recargaban las piernas. Se iban poniendo gordos como capones. Siempre sonrientes, peinados, arregladnos. Pobres, sin saber lo que es un aire con ventarrón. Y entre las tiendas de ropa y otros almacenes, las farmacias. Cuando uno entra en la farmacia con dolor de muela y sale aliviado, le parece un sitio de encantamiento, como le pasó a él en el viaje antepasado. Y pensar que allí están los venenos, escondidos en frasquitas que tienen brillo de ojos de víbora. El veneno con que mataron la primera vez al Gaspar Ilóm, el cacique de Ilóm. El Gaspar se bebió el río para revivir y revivió. Después voluntariamente volvió a arrojarse a la corriente, al ver a sus indios diezmados. Pegada a la farmacia, una zapatería, donde los zapatos parece que van andando por todos los que no tienen zapatos, él en cuenta, porque aunque se los atrancaba al entrar en la ciudad, en el monte se los quitaba, y era sabrosamente descalzo. Las ferreterías. Fierros en putal. Machetes, dagas, colipavos. Pura asamblea de pueblo. Y en pailitas hondas, postas de escopeta, desde la municionara hasta el cincote de plomo. Y los arados, y las lámparas. En las plazas, las estatuas, igual que santos, sólo que de piedra, y al desapartar por aquella esquina, para subir al mercado, la eterna pregunta: ¿por qué, digo yo, le habrían hecho estatua a este caballo?… Pobre, allí estaba él también convertido en piedra, presidiendo el festín de las calles, empotrado hasta la mitad del cuerpo en la pared, que era como el tiempo hecho cal y canto. Pero él estaba fuera del tiempo. Todos envejecían a su alrededor. De tanto verlo ya no lo veían. Un simple punto de referencia en el tablero de la ciudad. Sólo los niños se fijaban en él. Los niños y los recién llegados.
       Mil veces había machacado su muía aquel trepón de la calle del Sol, hasta la puerta del mercado, pero siempre acompañado de Porfirio Mansilla. Se vino sin avisarle. No lo hubiera dejado venir solo. Mira con quién. Pero como venía en comisión no convenía traer junta y además estaba ocupado, iba a bajar a la costa a comprar un par de muías tordillas.
       Hilario llegó silente del monte y ahora ya estaba estilando bullanga. Medio detuvo la bestia al pasar por un taller de escultura. No le cuadraba ver a los santos sin bendición y quizá por eso el diablo le despertaba la curiosidad. Y es que no debía ser permitido que las imágenes se trabajaran como si fueran maniquíes o muebles. Un indio que Hilario conoció en el pueblo de la montaña y que también era dado a hacer santos, se desaparecía cuando tenía encargo de alguna imagen, y así oculto le daba forma con sus fierros, y hasta que el santo estaba edificado lo mostraba entre flores y rezos. Quizás por el antecedente, no le gustaba ver tras la mampara de vidrio que daba a la reja de un balcón, a los que hacían los santos, fumando, escupiendo, silbando, y a los santos que los rodeaban, sin ropa, sin canillas, puros bastidores sin corazón. Se limpió la boca. Ya también de estos santos de la ciudad iba a decir: pobres.
       Un su conocido, Mincho Lobos, resultó saludándolo. Al sólo verlo le echó los brazos a la cintura, sobre las piernas, para medio abrazarlo así montado como estaba.
       —Y en qué andas, fulano —le preguntó el amigo—, milagros de verte.
       —Milagros de siempre —le contestó Hilario, contento de tener con quien cambiar algunas palabras; y arrimando un poquito más la muía a la orilla del andén, añadió—: ¡Ah, Mincho Lobos este! ¿En qué andas? ¿Qué te habés hecho? No te veo desde aquella vez.
       —Pues aquí como me ven tus ojos; fregado vos que ya no te vi más tampoco; vengo ái enfrente, a devolver una imagen de la Virgen María que dialtiro no está buena, no inspira respeto.
       —Ruin entonces…
       —Tiene muy fieros los ojos. Entra conmigo, apéate, acompáñame, la vo a devolver.
       —Voy volando pal correo. ¿Casual no viste o supiste si entró Nicho Aquino, el correo?
       —El correo, decís vos, pues no supe, no te podría informar. Si me acompañas aquí un ratito, yo te acompaño luego; sólo intriego la imagen.
       Sacayón se apeó, quién le iba a resistir a Mincho Lobos; el gusto con que invitaba y su cara de buen pan.
       Un indio carguero traía envuelta en una sábana la santa imagen. Todos los tres entraron al taller pisoteando virutas que apagaban sus pasos y recibiendo, como la mejor bienvenida, el aroma de los cedros, de las pinturas y de un barniz con huele de guineo.
       Mincho Lobos, a pesar de su flojera de hombre pacífico y bondadoso, hombre quitado de ruidos, se alegó fuerte con el maestro escultor, un caballero pálido, melenudo, una ceja sobre el labio en forma de bigote, y la corbata de mariposa. Hilario tanteaba sus movimientos, sintiéndose como más bayunco en medio de aquel emporio de cosas delicadas, para no botar nada de lo que en bancos de trabajo, mesas, estantes y esquineras se veía empolvado, olvidado, lejos del sol que brillaba en el patio, sobre los sembrados umbríos, fragantes, frescos, y la pelambre de los gatos.
       —¡No, no, no, ni que nos la regale, no la queremos! —vociferaba Mincho Lobos—. ¡Será todo lo que usté quiera, será muy linda, pero no nos gustan los ojos!
       —¿Y qué tienen los ojos, explique me?
       —Tienen… No sé, no se puede explicar porque es cuestión de sentimiento. Si a los ojos sale el alma, a esos ojos no me va a decir usté que sale el alma de la divina señora.
       —Pero si no me puede explicar por qué quiere que se lo cambie, cómo se lo voy a cambiar, me daría mucho trabajo, como hacer de nuevo el rostro; lo más caro, hay que encarnarla de nuevo, no sabe usté lo que cuesta, la paciencia que se necesita para ir tapando los poros, para ir dándole brillo, para ir haciéndole el cutis a fuerza de saliva y vejiga de coche. O usté cree que es así no más.
       —Yo creo lo que veo y algún derecho tiene que tener el que paga, no nos gustan los ojos…
       —Son de santo… —alegaba el escultor, con la voz aparatada de tisis, por lo cavernosa— y sobre los ojos de los santos no hay nada escrito. Vea ese San Joaquín, vea aquel San Antonio, un San Francisco que hay por ahí, aquel Jesús con la cruz a cuestas…
       —Pero como en gustos no hay nada escrito, le cambia los ojos o no cobra el resto, y buscamos otro escultor que se los cambie, que al cabo no sólo usté es.
       —Sería una mala acción, el trato fue de buena fe, por eso acepté, ya que sólo la mitad me adelantaran. Siempre las mismas dificultades con los pedidos de los pueblos. ¡Señor, si hacer un vestido le cuesta al sastre más dolores de cabeza que puntadas, qué será tener que hacer imágenes a la medida de los gustos de gente tan cerrera!
       —¡No es fuerza que me insulte, con cambiarle los ojos está arreglado!
       —¡Los ojos! ¡Los ojos!
       —Sí, señor, los ojos, porque, Dios me perdone, pero esos ojos que le puso son como de animal… —Mincho Lobos se estremeció al soltar aquellas palabras, pero lo hizo en instancia última para reforzar sus argumentos; los labios le temblaban, le temblaba el sombrero que tenía en las manos; estaba cenizo del temor de haberlo dicho.
       Un joven operario entró de la calle silbando el vals de «La viuda alegre». Al ver gente extraña en el taller, se calló, puso sobre una mesa dos paquetitos envueltos en papel de china y aprovechando el silencio que al entrar él se hizo entre el maestro y aquellas personas, dijo:
       —Ojos de venado le traje. Dice que le siga poniendo de ésos, porque no hay otros en plaza. En el otro paquetito vienen unos de tigre, por si le gustan; hay de loro, pero éstos son muy redondos y muy claros.
       —Y de caballo, para ponerte a vos… —gritó el santero, avanzando hacia el aprendiz que escabulló el bulto atolondrado ante la cólera verde del maestro que cuando se enojaba se ponía como la hoja de un árbol—. Ese tendero —dijo después— me ha estado engañando; ojos para imágenes leí en el catálogo, y qué tiene que ver un animal con una imagen…
       —El que me despachó —dijo el operario tímidamente— al dármelos, le dijo a la señorita que está en la caja: «Las bestias y los santos tienen los mismos ojos, porque son animales puros».
       —El puro animal es él, imbécil; me van a venir a devolver la Señora Santa Ana de Pueblo Nuevo, porque ¡quién va a querer una Señora Santa Ana con ojos de venado, y el Nazareno de San luán!…
       El correo no quedaba lejos. Lobos despachó de vacío al indio que trajo la nana Virgen del pueblo. Le explicó que la imagen se quedaba en el taller porque la iban a arreglar, la iban a poner más linda. Hilario montó casi al salto y seguido de Lobos, que llevaba un caballo retinto, se bebieron en un decir amén dos o tres calles, hasta detenerse a la vuelta de la entrada principal del correo, en un callejón largo y estrecho.
       —Entrada por salida… —explicó Hilario a Mincho Lobos, que se quedó cuidando las bestias o, como se dice, deteniendo el rancho.
       Las espuelas y el sombrero en la mano, el sombrero, las espuelas y las árganas, se metió a preguntar por una puerta grande, entre hombres cachuchudos, uniformados de verde claro, algunos sentados en largas bancas, con las guerreras desabrochadas, medio sacados los pies sudosos de los zapatos, otro yendo de un lado a otro, sin que ninguno le contestara. No atendían por estarse riendo, desperezándose las piernas, tullidos de tanto andar al regreso del turno, o listos para salir al reparto de la correspondencia que iba llegando de todas partes en sacos más o menos llenos, en carros, carretas, camiones oficiales o, simplemente, a lomo de hombre. Por fin, más adentro, un hombre del alto de una escalera, y así de flaco, le dio asunto. Oyó su pregunta y movió la cabeza de un lado a otro sobre los hombros huesudos, igual que calavera. Algo quiso decir, pero lo electrizó un estornudo y se puso a hacer gestos, hasta estornudar a sus anchas, ya con un pañuelo en la mano para sonarse y limpiarse. Sacayón repitió su pregunta y el hombre color de brea, le confirmó de palabra lo que acababa de decir con la cabeza. El correo de San Miguel Acatan, Dionisio Aquino, no había llegado. Debió llegar esta noche o lo más tarde esta mañana. Se le da por fugo.
       —Es lo que pasa siempre —refunfuñó el viejo que hablaba algo matraqueado por la dentadura postiza que la manejaba y le quedaba floja—, le dan tanta confianza a un hombre que al fin y al cabo no es un cajero de banco, para estar llevando y trayendo dinero, sin que se le pegue un peso y sin exponerlo a que lo asalten en los caminos, un correo viaja por extravíos, viaja solo, algunos ni machete llevan. Éste se escapó y a saber con cuánto y cómo cruzan la frontera y se van a otro Estado —al decir esto hizo la señal de zafar de la palma de la mano huesosa su otra mano—, si te vi no me acuerdo, tu dinero aquí te lo tengo colgado en el güegüecho que te puse.
       Hilario se le quedó mirando con la respiración ahogada, molesta, trabajosa. Por la cataplasma caliente del cuerpo le corría una angustia de raíz que no encuentra tierra, de río que improvisa cauces en el sueño de las plantas dormidas, la angustia de lo que sospechaba, del tremendo presentimiento que acababa de salir al mar de la realidad, no por la noticia, la noticia no tenía importancia, él ya casi lo sabía y ahora ya estaba convencido de lo que no quería convencerse, de lo que rechazaba su condición de ser humano, de carne humana, con alma humana, su condición de hombre, el que un ser así, nacido de mujer, parido, amamantado con leche de mujer, bañado en lágrimas de mujer, pudiera a voluntad volverse bestia, convertirse en animal, meter su inteligencia en el cuerpo de un ser inferior, más fuerte, pero inferior.
       El señor Nicho y el coyote que encontró en la Cumbre de María Tecún eran la misma persona; lo tuvo a pocos pasos, le dio la impresión cabal de que era gente y gente conocida.
       Salió sin articular palabra, enjugándose con la manga de la chaqueta el sudor frío que le perlaba la frente. Se puso el sombrero como pudo, ya estaba en la calle, en el callejón enmontado de zacates y plantas, como de hojalata las hojas azuladas y espinudas y como mariposas las flores ligeramente amarillas.
       —A vos te fue mal —le dijo Mincho Lobos al verle la cara de susto que traía; Hilario tomó de manos de su amigo el cabestro de la bestia, para enrollarlo y montarse—. Pero no te pudo ir peor que a mí —agregó Lobos, entreteniéndose en arreglar la cincha de su montura—; vieras que siento feo llegar al pueblo, donde todos van a estar pendientes por saber lo que pasó con la Virgen. Cuando vine la primera vez a traerla me fijé que tenía unos ojos negros raros; pero en el entusiasmo y embelequería de llevarla, no le di importancia. Ahora figúrate lo que me van a decir, y me lo van a decir en mi cara: que soy un bruto. ¿Qué tienen que ver ojos de santos con ojos para animales disecados?
       —Ve, Mincho, saliendo a lo tuyo por otro lado, sin hacerte muchas catatumbas, que no las necesitas, vamos a bebemos un trago y te voy a contar a vos lo que me pasó; estoy asustado, hay animales con ojos de gente.
       —¿Disecados decís vos?
       —¡Vivos! Y es ansina, por qué te ha de extrañar a vos que un santo tenga ojos de… coyote, pongamos caso…
       —¡Pero no siás bárbaro, sólo ói lo que me estás diciendo, salvo que te hayas vuelto evangélico!
       —¡Lagarto!
       —Te agradezco el convite, pero será en otra ocasión. Si me ven llegar al pueblo con tragos y contando que a la Virgen María le habían ponido ojos de venado, me linchan; con lo bravos que están.
       —¿Quién te invitó a embolarte? Un trago te dije…
       —Ni uno, Hilario, te lo agradezco igual; otra vez será que me contés que hay esas astucias y mañas de animales que son gente y por eso tienen ojos de gente; hay, ya lo creo que hay, un ratita mío contaba que él vio patente un curandero que se cambiaba en venado, el venado de las Siete-rozas; pero todo eso es tan antiguo…
       Mincho Lobos le tendió la mano a Sacayón. Se despidieron. Cada cual agarró por su lado, del lado de su pensamiento. Al arriero en poco estuvo que se lo llevara por delante un automóvil. Le sacó un aire a la muía que no le había sacado nunca. Chispas echó y salió para un lado. Por fortuna la muía era obediente, hecha a la obediencia del instantero, y eso que andaba con falso freno.
       La barbería lo recibió como siempre en una silla de montar a caballo, sin caballo. Se acomodó bien. Estornudó con las espuelas ya sentado. El barbero, don Trinidad Estrada de León Morales, le recibió fino, con palmaditas en la espalda, afectuoso.
       —Me hace mi rapado de siempre y me rasura —le ordenó al entrar, mientras colgaba el sombrero, y ahora que ya estaba cubierto por un babero que le llegaba hasta los pies, sin exagerar hasta abajo de las rodillas, lo repitió—: me rasura y me hace mi rapado.
       —¿Le jala?… —inquirió don Trinis, al ir pasándole por la nuca hacia las orejas la maquinita.
       —Esa su porquería está ruinosa, me vaa dejar como la vez pasada con dolor de muelas, y voy a tener que ir a la farmacia a comprar remedio.
       —Sólo otro poquito que me falta por aquí, es que si no no queda como le gusta, don Hila; y qué me cuenta de por su tierra; qué hay de nuevo, los caminosparece que están buenos, regresó luego y se va a quedar unos días o es entrada por salida.
       —Ya me voy…
       —Entonce no vino por mercaderías. Se quedó don Porfirio allá, allá donde ustedes se quedó él. Yo creí que habían venido los dos, ustedes sí que parecen hermanos, siempre juntos, así me gusta verlos. Me contaron que la vez pasada cómo se les perdió o les robaron la muía.
       —La encontramos; se salió sola y anduvo paseando, conociendo aquí con ustedes cómo es de bonito.
       —Le gusta la ciudad…
       —Megusta, pero no me hallaría; es demasiado lo que uno tiene que ver y lo que lo tienen que ver a uno; aquí con ustedes todo abunda pero en malo; allá con nosotros todo es poquito, pero en bueno; y me da la impresión de que en el monte se vive más a lo Ubre; pobres, aquí ustedes están como presos, para todo tienen que pedir permiso; con permiso y con permiso y con permiso y perdone y dispense, a eso se resuelve la vida; con nosotros allá no hay tales carneros, no hay a quién estarle compermiseando.
       —Le conseguí aquel su encargo…
       —Porfirio fue el que se lo hizo, pero es igual.
       —Salió algo carita, porque viera que están muy escasas; pero es una preciosidad; y además se encuentra parque, porque también en eso hay que fijarse… Ahora, un ratito quieto…
       Don Trinidad le parlaba casi en las orejas, al irle cortando la pelusa con la máquina cero, inclinado, metiéndole los ojos entre el pelo que iba cayendo, iba saliendo por pedazos, como carne de coco negra.
       —Al acabar de arreglarlo se la enseño —siguió don Trinis, rapa-rapa-rapa-rapa-rapa-, que al cabo no ha de ir muy preciso; la ve y si le gusta podemos hacer un buen trato, yo pensé en ustedes, en usté y en don Porfirio, cuando me la trajeron, un mi conocido sabía que yo andaba buscando algo parecido; a él no le había dado encargo, pero la trajo, y me la dejó para que la vieran; de un momento a otro vienen, le dije, y vino usté cuando menos lo esperaba.
       Hilario guardó silencio contemplándose en el espejo: cara morena, ojos grandes, sedosos, labios bien formados, frente correcta, nariz aguileña. No era tan feróstico. Se lo tenía dicho la Aleja Cuevas, su gas del monte; va a bailar del gusto cuando vea el chai, porque aquella limpia de pelos tenía su antelación. Antes de ir a la barbería anduvo por donde los chinos y mercó un chai corinto, hermano de seda del que el pobre Nicho Aquino llevaba para su mujer, y del que se prendó la Aleja Cuevas.
       —Si la quiere, con seguridad que le va a gustar, se la lleva y después me la paga, no es fuerza que hoy me dé el importe.
       Tenía razón Porfirio Mansilla, los espejos son como la conciencia. En ellos se ve uno como es y como no es, porque igual que ante la conciencia, el que se mira a lo profundo del espejo trata de disimular sus fealdades y de arreglárselas para verse bien.
       El rapa-rapa terminó con la máquina, la sopló dos y tres veces, para limpiarla de pelos, antes de ponerla en su lugar.
       —Ya ve, ahora, peine y tijeras para hacerle la disminución, a modo de dejarle un copete que se lo pueda peinar fácilmente para el lado que quiera.
       Un rato más y terminaron; Hilario, que tenía las nalgas duras como tetuntes, se cansaba de estar sentado en cualquier parte, menos a caballo.
       —Me peina, si me hace el favor, para este lado de aquí…
       El rapa-rapa le pasó un cepillo tan duro que le hizo cerrar los ojos; presto le quitó el gran babero, trapo que sacudió con ruido, antes de ponerlo en un sillón desvencijado.
       —Vea, don Hila —de uno de los cajones sacó un revólver y se lo puso en las manos del arriero—, es una preciosidad, y lo bueno es que no escasean los tiros para ese calibre. Aquí tiene usté sus cajitas de parque.
       —Yo ando llevando la mía, pero, como le dije la vez pasada, está algo ruca; y el trato sería hacerlas cambio dando yo un buen ribete.
       —Venda usté la suya por otro lado, o se la vendo yo, pero ésta me la compra alcash,porque resulta que la persona que la vende, tiene necesidad demoney;llévesela y yo le doy la plata al fulano ese, después me la paga usté a mí, y si quiere, como a usté le convenga, me deja ésa y yo la ofrezco, dice usté cuánto quiere por ella, algo se le saca. Piénselo bien y verá que no se va a arrepentir, es un buen trato, así se va estrenandito pistola, y qué pena, aunque le salga el coyote.
       El barbero, por estar examinando los tiros que había sacado de una cajita de parque, no se dio cuenta del gesto de profundo disgusto que hizo Hilario Sacayón al oír hablar del coyote. Por un momento, se vio Hilario con la pistola en la mano, estrenada en el cuero del coyote de la Cumbre de María Tecún, que no era coyote, él lo sabía, con todas las potencias del alma que no están en los sentidos, lo sabía, irremediablemente aceptado por su conciencia como real lo que antes para su saber y gobierno sólo había sido un cuento. Disparo contra el coyote y el Nicho Aquino cae herido o muerto a saber dónde, y cómo entierro al coyote, si se despeña, y cómo le devuelvo el alma al Nicho Aquino. En la mano tenía la preciosa arma. Se apresuró a dejarla y requirió su sombrero.
       —¡Llévesela, don Hila, se va a arrepentir!
       —¡Sólo los tasajiados se arrepienten de no haber comprado pistola! Si cuando vuelva a venir todavía la tiene, tal vez hacemos trato; ya me iba sin pagarle.
       Encendió un cigarro, mientras esperaba el vuelto, escupió en una escupidera que estaba a la salida, le dio la mano a don Trinidad Estrada de León Morales, y a la calle donde esperaba su muía somnolente.
       El ruido en las calles era tanto, que se podía partir en pedazos y comerse, o bien lamerse igual que si el aire fuera un plato y la bulla una jalea. Embadurnaba. De la ciudad salía siempre el arriero con la impresión de llevar algo pegajoso en las manos, en la cara, en la ropa. Se le fueron los ojos al pasar por una talabartería de lujo. En uno de los escaparates, un enorme caballo, y en la puerta, como recibiendo a los clientes, otro del mismo tamaño y porte, los dos enjaezados con aperos bordados en plata y oro, silla, frenos y estribos relumbrantes, espejeantes, casi con movimiento de luciérnagas. Al pasar por allí, aunque los caballos nunca tenían jinete, se le figuraba ver a Machojón, como dicen que se ve cuando están rozando. Pura luminaria del cielo. No se dejan montar, reflexionó, son cosas inmóviles que aparentan movimiento, como el sol y las estrellas; pero quién se va a trepar en ellos sin riesgo de quedarse allí clavado, hecho estatua, y además que deben ser huecos como el caballito aquel que don Deféric le regaló al mayorcito del Mayor, para el día de su santo. Mejor el caballo de piedra, más sólido, más caballo, color lechoso la crin, ojos con brillo en las pupilas cuando le daba el sol, refrenado hacia la pared de cal y canto y refrenado de culo de muchacho porque todos los escolares, al salir de clases, pasaban a montarse en él.
       Volvió al zaguán de la venta de zacate hasta el patio. La tarde azonzaba a las gentes del mesón que andaban por los corredores, como perdidas. Lastimaban una guitarra y una voz cantaba:

Preso me encuentro por una cautela
y enamorado de una mujer,
y mientras yo viva en el mundo y no muera
jamás en la vida la vuelvo a querer.

¡No fue verdad lo que ella me prometió,
todo fue una falsedad, falsa moneda
con que me pagó!

Y todo aquel hombre que quiera a una ingrata
y que como ingrata la quiera tratar,
que haga como el viento que hojas arrebata,
que donde las coge las vuelve a botar.

¡No fue verdad lo que ella me prometió,
; todo fue una falsedad, falsa moneda
con que me pagó!

Y hagamos de caso que fuimos basura,
vino el remolino, nos alevantó,
y después de un tiempo de andar en la altura,
¡la misma juerza del viento nos aseparó!

¡No fue verdad…!

       Hilario, después de acondicionar la mula por ái, donde no molestara, darle agua, echarle el zacate, llegó al corredor con sus aperos, sólo a ciarse encuentro con Benito Ramos y un tal Casimiro Solares, que estaban descargando maíz sin desgranar, así traído en rede, de unas muías. Eran sus amistades. Los dos eran sus amistades, pero uno de ellos, Ramos, no le caía bien, y tampoco él era santo de la devoción de Ramos. Antipatías. Ramos lo saludó, pero de entrada la grosería, el apodo, allá va la vaca, nana.
       —¡Jenízaro, qué estoy viendo, que andas por aquí!
       —Pero a vos es de hacerte la cruz —golpe por golpe le devolvió Hilario—, porque te apareces onde uno menos se lo espera…
       —¡Sé franco, vos, Jenízaro; mejor me decís claro que tengo pacto con el diablo, que por eso no vamos a peliar!
       —¡Mentira es verdá!
       Descargadas las muías, mientras unas mujeres se acercaron a preguntar a Ramos y su compañero si el maíz lo traían para vender, Hilario se quedó pulseando el sonido de las guitarras. Se quitó el sombrero. Con una estrella de las muchas que brillaban en el cielo que le cayera en el sombrero sería dichoso.
       ¡No fue verdad lo que ella me prometió,
       todo fue una falsedad, falsa moneda
       con que me pagó!
       Sentados en la grada del corredor, conversando en lo medio oscuro, Benito Ramos le contó que estaba bien malo, de resultas de una hernia muy vieja, que no sólo le dolía, sino lo amenazaba matarlo el rato menos pensado, al estrangulársele.
       —Pues confesate si no lo has hecho, sólo que yo creo que a vos no te confiesan… —le soltó Hilario en broma, atacándolo para estar a cubierto de una de sus tarascadas; pero al oír a Benito quedarse silencioso, empotrado en un callar basto, se arrepintió de su gansada, suavizó la voz y le dijo—: Lo que te conviene, antes de nada, Benito, es ver médico, y no afligirte; cuántas gentes se han curado de hernia; en el hospital la operan; luego hay otros remedios; son males que el mal está en dejarlos al tiempo, porque se agravan.
       —Es lo que he pensado, más por eso vine; yo estaba esperando en mejorarme con los remedios del señor Chigüichón Culebro, pero no acertó conmigo: me dio a beber en ayunas una yerba astringente, el peor remedio que he bebido en mi vida, y me recetó una manteca con olor a clavo.
       —Ese tu mal es de operación; van a tener que trozarte; por fortuna que en vos hay sujeto.
       —¿Y a qué viniste? —preguntó Ramos, entre queja y queja; el dolor le llegaba a la voz; se le oía partido.
       —No es cangro… —Hilario se tanteó mucho antes de pronunciar aquella palabra negra, que en la boca dejaba la sensación, al soltarla, de haber escupido un sapo.
       —No, no es cangro; si fuera cangro me hubiera curado Chigüichón Culebro; es hernia congénita; vas a ver, vos, que yo temblé, creiba que era eso lo que yo tenía y se lo dije al herbolario: Siquiera fuera eso, me contestó, yo eso lo curo. Y, efectivamente, vi una enferma curada. Figúrate vos que para curar el cangro, agarra culebra venenosa y le aplica indecciones de colchico. Aquel animal se pone monstruo, pero luego, como explica Chigüichón, se vegetaliza, empieza a volverse como de madera, y acaba viviendo, muerto como ser vivo animal, y viva como ser existente vegetal. Y ese veneno de culebra vegetal aplica al cangroso, que también se pone monstruo, bota los dientes, el pelo a veces, pero se cura radicalmente. Te pregunté a qué viniste, y no me has contestado.
       —Ando en comisión y ya voy de salida…
       —Te envideo la salú, Jenízaro. Cuando se está así alentado como vos, el caballo lo descansa de estar cansado en la cama; yo te sé decir que de tus años me cansaba estar a pie, me aburría y eso que hice la campaña contra los indios de Ilóm; dragoneábamos entonces con el coronel Godoy y un tal Secundino Musús que hoy diz que es mayor, en ese tiempo era subteniente; parecía gallo sin plumas; palúdico, mero mal corazón.
       —Allá está de jefe en San Miguel, en la Mayoría de Plaza está de alta; ahora está gordo, pero el carácter como que si lo tiene seco, amargo parece el hombre.
       —Pues podes preguntarle. Cambiábamos de bestia y seguíamos adelante y siquiera por buenos caminos, hasta que nos desbandamos a raíz de la muerte del coronel Chalo Godoy. Ese hombre era bueno para la guerra, porque era malo para todo. En «El Tembladero» quedó, fue una trampa de brujos, lo quemaron. Nosotros salvamos el pellejo porque habíamos ido al Corral de los Tránsitos, con un indio carguero que encontramos en un cajón de muerto. El fregado se había metido allí muy afanosamente. Pensaba seguirle viaje al otro día. El coronel Godoy creyó que era astucia de los cuatreros que por allí abundan, que como ya les dije tenía despachados muchos difuntos fingidos, ahora en lugar de un prójimo haciéndose el muerto, sólo cruzaba el cajón…
       —La canoa en que te vas a ir, hermano…
       —Pero no es de esta enfermedad. Pues sí, el coronel creyó que era artimaña aquel cajón allí abandonado en el puro monte, en el puro corazón del monte, donde no pasa nadie en muchos días. Cuál no sería, pues, el susto al destaparlo y encontrar adentro un indio, vestido de blanco, con el sombrero echado en la cara. ¿Crees que despertó?… Hubo que puyarlo con una pistolona, y entonces dijo lo que era. Bien vivo estaba el muerto, por supuesto que se salió volando, explicando que el cajón ya tenía destinatario, un curandero del Corral de los Tránsitos. Si te siguiera contando. Cuando hablo de estas cosas, se me olvida el dolor un poco. Quizás la historia se haya inventado para eso, para olvidar el presente…
       Benito Ramos, a quien a veces le decían Benigno y a veces Pedrito, se golpeó los huesecUlos de los dedos de la mano zurda, con la punta de los dedos de la mano derecha, llevando el compás de su silencio espesado por el pensamiento que le seguía trabajando, con el chasquido. Y rechazó el cigarro que le brindó Hilario.
       —Te seguiré contando algo más de ese episodio de mi vida, siquiera para que se me olvide un poco esta cabronada que me castiga. Te voy a aceptar el cigarro, por hacerte el gusto, y porque tal vez humando… Es un dolor dormido, atrancado, entrecólico, como si tuviera reumatismo en las tripas. Dame fuego, y no te pido que escupas por mí, porque me sobra saliva; con el mal del dolor, de repente se le vienen a uno los montones a la boca. Pues sí, Jenízaro, al mando del subteniente Musús, trepamos de «El Tembladero» hasta el Corral de los Tránsitos, el indio con el cajón a cuestas, el cajón que le servía de cama, y nosotros con los máuseres listos para rempujar bala. Además llevamos orden: si el cajón no era para el curandero o para algún difunto de verdad difunto, meterlo al indio y fusilarlo allí mismo con el cajón ya cerrado y clavado, sólo para echarle tierra encima… —chupó el cigarro y expeliendo por la nariz el humo a golpecitos, tras escupir unas cuantas partículas de tabaco que le quedaron pegadas a la punta de la lengua, siguió con la voz más pausada—:… Ni fusilamos al indio ni volvimos a ver al coronel Godoy, hombre bueno para la guerra porque era malo para todo lo malo; y… —volvió a fumar, un jaloncito— no quiero hacerte larga la historia, lo cierto es que antes que Musús y los muchachos de la escolta se dieran cuenta de la chamusquina (ni el huele del incendio se sentía, era todo normal como esta noche), yo tuve la visión de lo que estaba pasando en «El Tembladero». Vos has visto las loas…
       Hilario soltó la risa, carcajada luego y luego grandes carcajadas, tratando de explicar la causa de aquel reír a destiempo.
       —¡Ja, ja, ja, en las logas, ja, ja, ja, en las logas, ja, ja, sale en las logas tu socio, ja, ja, ja, ja…, tu socio con los once mil cuernos!
       Las palabras y frases, fragmentadas entre las risotadas, se sucedían sin hilación, logas, socio, once mil cuernos, sale, socio, once mil cuernos, loas, socio, once mil…
       —¡Sale y pelea, ja, ja, ja, y pelea con el Ángel de la Bola de Oro, ja, ja!… —seguía riendo Hilario, retorciéndose de la risa mientras hablaba, como si le hubieran dado cuerda, entre manoteos de nadador que se ahoga, después de botar el sombrero, que no pudo evitar que se cayera por buscarse el pañuelo, pues ya tenía los ojos a punto de saltarle las lágrimas.
       —¡Qué risa!
       —¡Déjame que me ría, seguí contando!
       —¡Que me ría, y está llorando!
       —¡Seguí, seguí contando! —y volvía la carcajada incontenible, nacida de la imaginación de Hilario que se figuraba ver a Benito Ramos vestido de diablo de loa, con el santo dolor de la hernia en aumento cada vez que tuviera que golpear el tablado con el pie y pregonar su estirpe de Rey infernal, en lucha, primero, con el Moro de la Austrungría y después de vencer al Moro que en la boca trae espuma y en el culo mantequilla, con el Ángel de la Bola de Oro, todo para llevarse como premio, si vencía en el desafío, un indio bolo.
       —¡Te equivocas, porque yo en esa loa, no salí de nada, estuve de espectador; la comparación te dio risa, reíte!
       —Seguí contando y agradecido debías estar; no hay como la risa para espantar el dolor; vos viste como en una loa lo que pasó, antes de que sucediera.
       —No sólo lo vi, se lo comuniqué a Musús y a los muchachos. Vi patente, en el embudo de «El Tembladero», como te estoy viendo aquí a vos, que el coronel Godoy y sus hombres estaban rodeados por tres círculos mortales. Contando de donde él hablaba con sus soldados, sin darse cuenta del peligro que los amenazaba, hacia afuera, el primer círculo era de puros ojos de buhos, sin buhos, sólo los ojos, los buhos no estaban, y si estaban parecían tamales deshojados; el segundo lo formaban caras de brujos sin cuerpo, miles y miles de caras que se sostenían pegadas al aire como la cara de la luna en el cielo; y el tercero compuesto por rondas de izo tales de puntas ensangrentadas.
       —Visión como de engasado…
       —Seguramente, sólo que resultó cierta. En el parte que dio el gobierno apenas decía que el coronel Godoy y su tropa, de regreso de un reconocimiento, perecieron por culpa de un monte que agarró fuego; pero la verdad…
       —La verdad la viste vos, lo viste quemarse o morir guerreando, vaya que entre el cielo y la tierra no hay nada oculto…
       —Ni murió quemado ni murió guerreando. Los brujos de las luciérnagas, después de aplicarle el fuego frío de la desesperación, lo redujeron al tamaño de un muñeco y lo multiplicaron en forma de juguete de casa pobre, de maleno de palo tallado a filo de machete. Le tenían reservado, por lo que vos ves…
       —Por lo que vos viste…
       —Por lo que yo vi; pero, ahora, al contártelo lo estás viendo vos; le tenían reservado un peor castigo que la muerte. Los indios eran más adelantados que nosotros, juzgo yo, porque como castigo habían dejado atrás la misma muerte.
       Un chico de la calle, despeinado y astroso, con un zapato sí y otro zapato a la mitad, entró ofreciendo el periódico, a voces. Ramos lo compró y mientras desdoblaba la sábana de papel con letras, poco a poco, no le dejaba muchos movimientos el dolor de la hernia, dijo Hilario:
       —Ya que lo compraste, leámoslo.
       —Léemelo en la oscurana, decís vos, como si se pudiera; mejor nos hacemos a la luz de aquel foquito.
       —Creí que podías leer en la tiniebla…
       —¡Jenízaro, no me estés coquiando porque te voy a echar riata! ¡Mira, hay una noticia de tu pueblo! «Corro-o que des-a-pa-rece…» ¡Yo no sé leer de corrido, seguí leyendo vos!…
       Hilario arrebató el diario de las manos de Benito; pero Ramos, despojado en esa forma, no se avino, y se lo quitó de nuevo, tomándolo fuertemente, para seguir la lectura:
       —«San Miguel A-catán. Te-le-grá-fi-ca-men-te in-for-man que el correo re-gu-lar, Di-oni-si-o Aqui-no Co-jay, des-a-pa-re-ció con dos sa-cos de co-co-rrespondencia. Se li-bró-or-den de cap-tura». Y… —destrabó los ojos, siempre que leía los ojos se le quedaban medio trabados— es todo lo que dice, vos, alelado, que desapareció el correo, no dice ni una palabra más, porque pudieron haber dicho… ¿Vos lo conocías?… Pregunta la mía, si a seguirlo te mandaron. No tengo pacto con el diablo, sino pacto con el periódico, y por eso devino las cosas…
       —¿Y dice eso allí, pué…, que yo vine en seguimiento del correo?…
       —Lo estás diciendo vos, Jenízaro. El diario sólo dice lo que te leí. Se les perdió el correo. Se les hizo invisible. Se les volvió ninguno. Debe ser que supo que llevaba mucho dinero en las cartas. Peligroso mandar pisto por correo. El dinero es de papel, pero no papel de amistad; de enemistad, diría yo, por eso cuando tengo algún pago que hacer, voy yo mismo y me evito la pérdida y el disgusto; billetes no son cartas.
       Escupió. La saliva le llenaba de repente la boca. Saliva de basca del mismo dolor. Un temblor suave le sacudía debajo de la piel, igual que si en lugar de temblar sólo él, temblara toda la tierra.
       —Bueno, Benito Ramos, voy a acostar el cuerpo, estoy molido, por yo me estaba más con vos platicando; pero dende que salí de San Miguel que no me echo ni he juntado los ojos; yo debí alcanzar al correo antes de la Cumbre de María Tecún, pero debe haberse ido por extravío y se extravió; es tan extraño todo lo que pasa que uno acaba por creer que está como soñando —bostezó largo—; buego, bueno, ya me estoy durmiendo parado; si por un caso sabes por dónde anda el señor Nicho, me lo decís, averigúalo, para eso tenes pacto con él…
       —¡El milagro sos vos, que en nada te diferencias de vos mismo que sos malo! ¡Algún día te echo riata y —largó el brazo como una estocada a fondo— te van a tener que recoger con cuchara!
       —¿Y vos, onde fuiste?
       —Anduve paseando…
       —Hubieras convidado —dijo Hilario, alargando sobre un petate tul bien frío, sus tujas con calor de muía.
       —En deveras, pué, que si se vienen conmigo se divierten; es media vida ir allí onde ésas; no gana uno, pero se divierte; y es lindo sentirse amado, aunque sea por trato… ¡Ay, baboso, ya me di golpe eléctrico! ¡Este pilar bruto, y más bruto yo que fajé con la punta del codo! ¡Huy, cómo me hormiguea…, huyhuyhuy, hasta los dedos, Dios me castigó por andar hablando de lo que no debo!
       Tendidos en los petates, haciéndose almohadas con las chaquetas, Hilario y Benito se sostuvieron un poco la conversación, antes de meter las cabezas bajo las tujas, como lo había hecho Casimiro Solares. Una conversación somnolente, obligada, un puente en hamaca de hilos delgados sobre los ronquidos de río embravecido del dichoso Solares.
       —El todo de venirte contando lo que te estaba contando, cuando entró el chirís que vendía el diario…
       —Sí… —dijo Hilario, más dormido que despierto—, y después entró Casimiro…
       —El todo era para llegar a la conclusión de que desde esa vez me quedó la fama de que tenía pacto con el diablo: tuve la visión anticipada de lo que le iba a pasar al coronel, de lo que le estaba pasando; mira vos, no sé si lo vi antes de que sucediera, o lo vi en el mismo momento, pero a mucha distancia. Por supuesto que esa facultad de adelantarse a ver lo que va a ocurrir, la tienen muchos, que siempre serán pocos y por eso es rara; pero la tienen, sin haber hecho pacto con el diablo. Es algo natural o sobrenatural, como el pensamiento. Decime, vos, qué cosa hay en el hombre más admirable que el pensamiento. Y ¿por qué no pudo haber sido Dios el que me dio ese don divino? Ahora ya no lo tengo. Antes era cosa que de repente me llegaba, no sé de dónde, como en el vuelo de un ave que no veía, que se me entraba por las narices, por los ojos, por los oídos, por la frente, que se posesionaba de mí. Después, tuve ya que reconcentrarme algo, y algo daba en el clavo. Ahora, ya no, ya lo he perdido, con los años todo se acaba… ¿Estás oyendo, vos, Hilario?…
       —Sí, es interesan… last… la perdiste… de… ser…
       —Vos ya no pones asunto…
       —Debe ser muy a pelo —hasta aquí palabra tras palabra seguidas, luego espaciadas— anticiparse… a… lo… que… leva… pasar… a uno… así… es… como… puede… hacerse el quite y se hace el quite a tiempo… —hablando de nuevo normalmente—; si la paré le va a cáir a uno encima y lo sabe anticipado, se quita a tiempo, y todavía la escupe antes de que lo haga torta. Me despabilé. Se me fue el sueño…
       —Así debía ser; pero yo sé por experiencia que vale mil veces más no saber lo que va a pasar. Con sólo referirte que vi morir a mi señora madre antes de que me dieran la noticia de que una rama de mango le había caído encima; vi a la viejita caer como una hoja apachada contra el suelo y alargué la mano, pero qué iba a alcanzar mi brazo a defenderla, si estaba veinte leguas adentro, en la pura montaña.
       —Tu mujer… —preguntó Hilario, al tiempo de dar una vuelta en el petate, enseñó la espalda color de bocadillo amelcochado sobre tuza; no lo dejaban dormir el cansancio, la chachara del pasado con el diablo, los ronquidos de Casimiro, hediendo a huevo güero, la ambulancia del correo por el cuerpo, pena que empezaba en hombre y acababa en coyote, los santos con ojos de animales disecados… ¡escultor más bruto!… ponerle a la Santísima Virgen ojos de venado, yo que Mincho Lobos le pego…
       —Mi mujer… —Ramos encogió las piernas, quejoso—, ya llevamos tiempo de andar desapartados, le dio por irse a vivir con sus hijos al Aguazarca; es una bandolera…
       —¿Y vos te quedaste solo?, ¿no tuviste hijos con ella?…
       —Pues no tuve; y es claro que su sangre la arrastre; todo eso del amor es babosada de gana de tener hijos; ves mujer que te gusta y ya te entra la gana de apechugártela, ¡en esa gana está el hijo!, luego te la apechugas y en el calor del cuerpo y el cimbrón del cerebro está el hijo, en la saliva de las jeteadas que le das, en el cariño que se transparente en sus palabras… Se fue con sus hijos, es lo que resulta siempre que uno se arrejunta con mujeres que ya tienen prole, lo dejan a uno de viejo y silbando en la loma… ¿Querés cigarro?…
       —No me gusta humar acostado…
       —Pasé la vida con ella y no me arrepiento, Hilario; aunque sí, porque siempre acaba uno arrepentido, la vejez es un arrepentimiento tardío: le vaya a uno bien o le vaya mal, después de pasado el tiempo siempre tiene uno la impresión de que ha perdido el vivir en el vivir mesmo…
       —Huma para no oler, este Casimiro se está deshaciendo; vos, Casipedo…
       —Para eso sirven los hijos, vos, Hilario, para que no le quede a uno de viejo ese insosiego de haber perdido la vida en el vivir mesmo, de haber extraviado el tiempo en los días; la vida se pierde así, patachonamente, viviendo, y sólo los hijos dan la ilusión del patacho que sigue adelante, con el mejor que no se los puede uno comer ni venderlos, quedan…
       —¡Vos, Casipedo, oí a Ripalda, adotrinándome! Difícil estás hablando; yo lo único que determino es que no tenes tus hijos, ¿por qué no pintas?
       —Por La maldita maldición de los malditos brujos de las luciérnagas. Todos los que les caímos encima a los indios del Gaspar Ilóm, cuando los hicimos picadillo sin dejar uno vivo ni para remedio, fuimos salados: la luz de esa mañana nos quebrantó la luz de la vida en el cuerpo, fue luz con sal de maldicimientos de brujo, y los que tenían sus hijos se les murieron, se les murieron los nietos, al hijo del Machojón se lo robaron las luciérnagas mismas, para luminaria del cielo, y a los que no teníamos hijos, se nos secó la fuente. ¡A la mierda mandé a una tal por cual que se me arrejuntó y resultó encinta! ¿Cómo podía ser mío el encargo si los brujos nos dejaron chiclanes, huevos güeros?
       —Pero el mayor Musús tiene un su hijo.
       —Un su hijo suyo de otro, será, porque en ese entonces Musús era subteniente de línea y qué corona tenía para que no le cayera la sal, si le cayó al monte, a las piedras les cayó también; todo se vino al suelo marchito, y las piedras quedaron como quemadas. Todavía se le conoce como el Lugar de los Maldicimientos.
       —Traibas el méiz en rede.
       —Esas reditas… ¡Chingado, hasta en eso llevaban razón los indios! Vas a comparar vos lo que eran antes estas tierras cultivadas por ellos racionalmente. No se necesita saber mucha aresmética, para sacar la cuenta. Con los dedos se hace. El méiz debe sembrarse, como lo sembraban y siguen sembrando los indios, para el cuscún de la familia y no por negocio. El méiz es mantenimiento, da para irla pasando y más pasando. ¿Dónde ves, Hilario, un maicero rico?… Parece tuerce, pero todos somos más pelados. En mi casa ha habido vez que no hay ni para candelas. Ricos los dueños de cacaguatales, ganados, frutales, colmenas grandes… Ricos de pueblo, pero ricos. Y en eso sí que más vale ser cabeza de ratón, rico de pueblo. Y todo este cultivo tenían los indios, además del méiz que es el pan diario; en pequeño, si vos querés, pero lo tenían, no eran codiciosos como nosotros, sólo que a nosotros, Hilario, la codicia se nos volvió necesidá… De necesidá, si no pasamos del maicito: ¡pobreza sembrada y cosechada hasta el cansancio de la tierra!… Este Hilario me dejó con la biblia en la boca, la mala crianza de dormirse; qué más da un muerto que un dormido, a la vista es igual el bulto… El maicero deja la tierra porque la agarra a siembras y resiembras, como matar culebra, al cabo se hace a la idea que no es suya, porque es del patrón, y si le dan liberta para quemar bosques, Dios guarde… Yo vide arder los montes de Ilóm, a comienzo de siglo. Es el progreso que avanza con paso de vencedor y en forma de leño, explicaba el coronel Godoy, con mucha gracia, frente al palerío de maderas preciosas convertidas en tizón, humo y ceniza, porque era el progreso que reducía los árboles a leño: caobas, matilisguates, chicozapotes, ceibas, pinos, eucaliptos, cedros, y porque con la autoridá de la espada, llegaba al leño la justicia a leñazo limpio por todo y para todos…
       En su pensamiento se mezclaba el recuerdo de tanto bien deshecho con el dolor de la hernia, más doloroso en el frío de las tres de la mañana, un dolor que lo asfixiaba en frío, como si lo hubiera picado una avispa ahorcadora. Ladeó la cabeza y se quedó privado.
       Efectivamente, la vendedora de café no estaba bajo la ceiba. La mesa con las patas para arriba y en lo de abajo unos tetuntes sobre un pedazo de costal quemado, cenizo el lugar en que juntaba el fuego, todo barrido por el frío de la madrugada. Hilario soltó la rienda de la muía, ya al salir de la ciudad, para desperezarse a entero gusto, más dundo que cansado de oír hablar a Benito Ramos y roncar a Casimiro Solares. El cuerpo como mango magullado. La cabeza hueca. De la cabeza le salían, sin duda, los bostezones huecos, huecos. Por las junturas de las puertas de algunas casas pasaba la luz eléctrica al vaho azulenco de las calles. Abrían de par en par las panaderías. Algo le agarró el tiempo. Menos mal que en San Miguel, por el diz del periódico, ya estaban enterados de lo del correo fugo. En las árganas llevaba el diario. Benito Ramos le hizo favor de regalárselo. Desayunó en un rancho, ya puro afuera de la ciudad, café hervido y tortillas tostadas, frijoles y queso fresco, ¡lástima que no hubo un chilito! Dos niñas eran las que despachaban. Una se veía muy bonita y eso que estaba sin peinarse y con la ropa algo ajada de haber dormido vestida. La mayor de las dos consintió que a Hilario le apetecía la menorcita, y no se desprendió de ellos. Mejor llevar la buena impresión de aquella preciosidad que el recuerdo angustioso de la hernia y la filosofía de Benito Ramos, el pactado con el diablo.
       Sin esfuerzo, mientras pasaban los árboles, los cercos de piedras, los llanos, las peñas, los trechos de ríos, Sacayón veía como sobrepuesta en el aire la carita graciosa de la ranchera. Sobre todas las cosas que iban con él, a la par suya, por donde tirara los ojos aparecía ella. Es tan dada el alma a lo que el cuerpo quiere, cuando hay juventud. Al revés de los viejos. En los viejos, el cuerpo es el inclinado a lo que el alma quiere, y el alma, pasados los años, ya va queriendo volar.
       Ranchera más buena… Primor y chulada. Estuvo tentado de regresar a proponerle casorio. Era cuestión de darle vuelta a la bestia y seguir caminando, sólo que en lugar de llevar la cara para donde la llevaba ahora la llevaría al contrario, y al final de su andanza, encontraría nuevamente el rancho con unas cuantas macetas de barro y latas de gas sembradas de flores y enredos que trepaban cortinas de hojas y flores al pajal del techo.
       No se decidía a pegar el regresito. La muía se atravesó en un río grande a beber agua, algo poco la paró él, aunque no, pero algo hizo con la rienda para que se detuviera. Lindo volver a donde la cula llevaba la mola. ¿La cula?… La muía… ¿La mola?… La cola… se reconvino con malas palabras, qué ranchera ni qué ranchera, no era juguete su compromiso con la Aleja Cuevas. Le llevaba el chai. Era de su pueblo. No le faltaban sus reales. Tenía, además del estanco, una vega regable. Y tenía algo que valía más que todo el oro del mundo, algo de la Miguelita de Acatan, no en el físico —la Miguelita fue linda y la Aleja no dejaba de ser feíta—, sino en que las dos eran de Acatan. Le daba un aire en el modo significante de ser todo lo contrario de una «tecuna», por sufrida y por lo que le gustaba estarse en casa. La Miguelita cose cuando todos duermen, vela de noche para tener el pan del día, no sale de su casa y si sale regresa. Se encomendó a la Virgen del Cepo, mientras la muía, ya satisfecha, rozaba en el agua del río sus narices llenas de respiración animal gozosa.
       Agua caminante del río que se tragó la muía para caminar ligero por un deshecho, más piedras que camino, donde leguas después se puso algo apagona y casi renca. A la par del río pedregoso, pespuntado al rumor de la corriente que en las vueltas formaban remolinos, apartó por entre inmensos cerros cenizos, azulones, hasta ganar la ribera de un lago con doce pueblos sentados a su orilla, igual que doce apóstoles en piedras de cerros en los que fueron atrapados ranchos y gentes trigueñas con ojos de juilín.
       Iba dando una gran vuelta para no pasar por la Cumbre de María Tecún. Los cerros en lo alto se topaban como chivos. A la pareja del río caudaloso tuvo la impresión de que la bestia no caminaba y ahora su trepar era anulado por la visión de los cerros que crecían. Los jalones de la muía por la cuesta empinada significaban tan poco ante las moles empinándose más y más, hasta cortar las nubes. Chorreó una cascada que no vio, un eco profundo en sus oídos, sensación auditiva que le hizo patente que la tierra no sólo subía junto a él, más rápido que él hasta las cumbres, sino que se hundía, precipitándose en abismos somnolentes.
       El río quedó con un rumor confuso, como un vuelo de pájaros de plumas líquidas. La cincha del camino por donde cortaba a lo extraviado ceñía la panzona de un cerro que se le figuraba un macho cimarrón, entre árboles lechuzones que se gastaban en acatamientos al soplar el aire, y el silencio era mayor cuando cantaba un cenzontle, porque se oía el cenzontle y se oía el silencio. Se amparaba contra los zarzales levantando el brazo y agachando la cabeza bajo el sombrero aludo. Sintió pasar un venado. Uñas en los árboles. Más adelante empezarían las vegas, los moscos, las colmenas zopilotes. Alzóse a mirar atrás. Ya había trepado lo suficiente. Asomó a buen camino en un plan largo. Patachos, indios cargueros, carretas de bueyes y gente de a caballo. Unos en la dirección que él llevaba. Otros contrariamente. Venían, lo encontraban, lo saludaban. Ningún su conocido. Lo encandiló el lago. La muía iba repicando con sus cuatro badajos, después de tanto sufrir en el atajo, donde un paso hoy y otro mañana era ir ligero. Él mismo se enderezó, botó la jiba que traía de la cuesta, jugando los dedos en la rienda, los pies en los estribos. Se detuvo a encender el cigarro de doblador que llevaba ruinmente apagado en los labios tostados. Manchas de pájaros negros, bravos, sentábanse ya alzándose de los potreros, tras picotear el estiércol, sin atender a los bueyes cabezones, a las terneras con garrapatas y sueño. Como chiflón de aire caliente pasaron unos fleteros. A Hilario Sacayón se le alborotó la gana de regresarse con ellos. Le dijeron adiós. Silbaban. Cuesta creer que haya gente que se está sólo echada, o sentada, o moviéndose en un solo lugar.
       Una voz femenina le hizo volver los ojos.
       —¡Es triste ser pobre!
       —¡No la vide por ir tanteando la puerta que tan menudamente queda de donde usté! ¿Qué tal, Niña Cande? Siempre en las ventas. Y ahora como que ya acabó. El otro día me quedé pensando que es sabrosa la carne de coche. ¿Chicharrones no tiene? ¡Ái le voy a comprar de todo! ¿Qué tal, usté?
       —Bien, por los favores de Dios. Y usté, ¿ande va?… Ya se iba pasando sin decirme adiós.
       —A San Miguel…
       —¿No trujo muías?
       —Pues no…
       —Vino a lo solo; don Porfirio y Olegario también andan por aquí; no sé si están ái dentro.
       —No me cuente; ¿y sus hermanos?
       —Ahora están aquí; hace como nueve días que vinieron de la montaña; entre y apéyese que ya le agarró la tarde y más adelante no hay onde quedarse; más que va haber buena fiesta…
       —Y más que más vale llegar a tiempo que ser convidado. Con su permiso voy buscando la puerta.
       —Al ratito lo veo, y me alegro que haya llegado bien.
       La Candelaria Reinosa seguía en su venta de carne de marrano a la orilla del camino. Ajamonada, vestida casi siempre de amarillo, sobre el despintado color de oro de su camisa caía la gruesa trenza negra como un chorro perenne del luto que llevaba en el alma. Sus ojos dulces miraban el camino con la avispada inquietud con que estuvo espiando el día en que Machojón debió llegar a la pedimenta de su mano. Su vida era el camino. Muchas veces, sus hermanos trataron de arrancarla de aquella venta de carne de marrano, ahora que ya eran gente de posibles; pero ella nunca quiso abandonar su mirador, como si fuera verdad que la esperanza se aumentara de la espera. Esperando alimentaba su esperanza. Un candil de aceite de higuerillo, al pie de una imagen de la Virgen de la Buenaesperanza, era todo el lujo de su tiendecita de chorizos, carne de marrano y chicharrones. Ahora la manteca la vendían sus hermanos en la capital. Mejor precio, y como ellos tenían entregas seguras de leña, Candelaria Reinosa, es tonto, sin saber por qué entristeció hasta sentir fríos y perder peso, el día en que sus hermanos le anunciaron que se llevarían la manteca. Sintió que le llevaban el traje blanco que debió vestir el día de su boda. Un traje sin encajes, lamido sobre su cuerpo de vara de flor silvestre. Tenía dieciocho años no cumplidos. El Machojón, siempre que llegaba a verla, le agarraba la mano, sin hablarle, y pasaban ratos largos callados, y si hablaban era para hacerse ver lo que pasaba en derredor de sus personas. «¡Ói las gallinas, pues!», le decía el Machojón, para que ella se diera cuenta del cacareo de alguna clueca, ya que a él, la verdad, le había costado hacerlo, y era más bien una novedad aquel ruido extraño al misterioso lenguaje en que ellos dos, sin más que darse la mano, se hablaban. «La Uamita», decía ella, cuando chisporroteaba una candela encendida al pie de Jesús Crucificado. «Jodones que son los chuchos, ladran a los que van pasando porque han de ladrar; ¡mejor se estuvieran callados!» «La hojita», articulaba ella cuando el viento se llevaba una hoja. Todo tenía importancia. Eso es; entonces, todo tenía importancia. El sombrero de Machojón. Ocho y diez días güelía por donde lo dejara. ¡Puchis, si a veces güelía toda la casa! Sus espuelas repicadoras en lo hondo del paso varonil. Enterraba los pies en el suelo al andar, como los meros hombres. Y su voz llana, con soledad de hombre también.
       La Candelaria Reinosa desapartó un brin con que tapaba la entrada a la venta de carne de marrano, para asomarse al patio de la casa, donde sus hermanos fiestaban, acompañados de sus mujeres, sus hijos y sus amistades. De mano en mano circulaba la copa que, para cada invitado, se llenaba de aguardiente. La marimba llamaba al baile. En un rincón esperaban las guitarras. Hablaban por hablar. Reían. Se abrazaban. Porfirio Mansilla traía abrazado a Hilario Sacayón, seguidos por Olegario, que iba cuereando el suelo, para levantar tierra, con un chicote largo como una cola de mico.
       Llamaba la atención un viejo de color azafranado. Le apodaban «Chichuis». Apareció curando. Su cuatro era que le llamaran «doctor». Otros invitados lo rodeaban. La Candelaria se dio cuenta de que hablaban de ella. ¡Qué le importaba! El doctor, desagradable como un piojo blanco, no se apeaba de su macho: casarse con ella. Y de edad, al decir de sus hermanos, estaban tal cual, sólo que ella no quería.
       Porfirio, Hilario y Olegario, los arrieros, llegaron hasta donde Candelaria estaba, traveseando con sus dimes y diretes, risotadas y cuchufletas.
       —¿Por qué sólo ispía, por qué no baila? —le preguntó Hilario, un poco detrás de Porfirio, que le daba la mano para saludarla.
       —¡Azotes me daba Judas!
       —¡Priéndase de mi brazo —dijo Porfirio al tiempo de darle la mano— y entonces van a ver éstos lo que es un aire con ventarrón!
       —¡Estése en juicio! —exclamó ella, escapando su brazo del brazo de Hilario.
       —Y en resumidas cuentas —intervino Hilario— ¿qué es lo que festejamos?
       —La pedimento de la mano de una hija de Andrés, mi hermano.
       —La Chonita es la que se casa… —añadió Porfirio—; bien callado se lo tenían, así va ser cuando usté, Canducha, nos dé ese susto.
       —Sólo que usté, don Porfirio, se quiere casar conmigo, porque no hay otro que tenga tan mal gusto.
       Callaron para oír la marimba. Ya también andaban tentando las guitarras. Un perro renco aullaba, chillaba, huyendo hacia la calle desde la cocina, donde le cayó un buen palo.
       —¡Mal corazón la Javiera! —dijo la Candelaria Reinosa, se aplanchó con las manos blancas el delantal sobre el vientre de solterona comilona, y pasó por entre los invitados a regañar a la molendera, una india hediendo a shilotes, preñada a saber de quién, pedigüeña, borracha y hasta dicen que algo de mala vida; pero eso sí, muy buena trabajadora; todo lo sabía hacer, sólo que era algo tentona; su devoción a las cosas ajenas la condenó a la dulce tortura de la piedra de moler.
       No contestó al regaño ni tan siquiera alzó los ojos, hasta terminar la masa que tenía en la piedra. Paró la mano para enderezar el cuerpo en seguida:
       —Dijeron sus hermanos que no me la iban a dejar venir a la cocina, y por demás… Mucho que dijeron sus hermanos… Por demás… Cualquier pretexto agarra… Es fiesta, vayase, deje de estar mirando el fuego…
       Candelaria Reinosa, inmovilizada, clavados los ojos en el corazón de una hornilla llena de leños, brasas, llamas, humo. El humo a la llama, la llama a la brasa, la brasa al leño, el leño al árbol, el árbol a la tierra, la tierra al sueño. Juntas las dos cejas. Más juntas. Listo el delantal en su mano temblona para apagarse el llanto elemental, recóndito. El humo a la llama, la llama a la brasa, la brasa al leño…
       La molendera le tocó el brazo con sus dedos fríos y acedos de agua chigua. Candelaria, sin darse cuenta, escapó de la cocina: tenía que atender, ninguno estaba atendiendo, interesándose primeramente por la porfía de los Hilarios, como ella, con todo cariño, acostumbraba llamar a los arrieros.
       —Si soy Olegario yo, cualquier día que te dejo comprar ese par de muías, Porfirio, y eso que te la llevas de conocedor de bestias. Y de paso tan caro que fuiste a pagar.
       —No me eches la culpa a mí, vos, Hilario, yo le opiné en que no las comprara, él mismo te lo puede decir. Como me llamo Olegario que le marqué la inconveniencia de mercarlas tan recaras, porque están recaras esas muías, vos, Porfirio, y como la culpa traidora…
       —Unas copas de aguardiente les van a cáir bien… —dijo Candelaria al acercarse a los arrieros, alargando hacia Porfirio un plato con unas copas de buen guaro.
       Porfirio no se hizo de rogar, reclamando a Hilario que le viniera con averiguaciones por las muías, así que le había tirado la lengua para que le contara todo lo ocurrido en San Miguel Acatan, con motivo de la desaparición del correo Nicho Aquino.
       Fue calamidad pública. El padre Valentín predicó el anuncio de que el Arcángel San Miguel, el más arcángel de los arcángeles, iba a soltar la tempestad de su espada contra la Cumbre de María Tecún, pasado el Cordonazo de San Francisco. De ser cierto, el correo le llevó un sobre lacrado con fondos para la curia. Echaron al administrador de Correos con orden de presentarse, pero en el camino le dio el ataque de apoplejía y se quedó torcido y sin poder hablar. Don Deféric quiso organizar una manifestación de protesta contra el palmario descuido de las autoridades locales, por haber despachado como correo a un hombre víctima de un infundio «suigeneris»…
       —¡Pu… tata, onde aprendiste la porciúncula!
       —Así decía don Deféric. Se lo oí decir como noventa veces: infundio «suigeneris». Pero no hubo tal manifestación. El mayor Secundino Musús, con todo y ser su compadre, lo amenazó con la cárcel. El único indiferente que estuvo fue el chino; todos averiguaban menos él, hasta los presos; depende tanto su libertad de lo que el correo lleva y trae; y hasta la Aleja Cuevas, pero no por el correo, sino por un alharaquiento que salió a matacaballo en sus seguidas, pero que no le dio alcance, porque se le akanforizó en el camino, sin duda se le volvió coyote.
       —¡Cómo sos de alcanzativo, vos, Porfirio!
       —Y ve, vos, Adelaido, no está bueno eso que la dejes tan sola por andar chumpipeando; avisa siquiera que te vas; otro se puede comer el mandado.
       —¡Será comida de coches!… Y en todo caso me quedaría la niña Candelaria que está en edad de merecer lo mejor. ¡Por su salú, niña Cande, pues, vamos a beber porque usté tenga muchas dichas!
       Un ligero temblor de mano hizo tintinear las copas en el plato. Lo de las «muchas dichas» produjo un sacudimiento en el cuerpo de Candelaria Reinosa, en su ser que era como un bagazo de angustias. Mas ninguno de los tres arrieros, el Porfirio, el Hilario, el Olegario, se dieron cuenta por empinarse el trago. Arriba el codo, adentro el trago y abajo la cabeza para escupir el veneno restante.
       Chichuis, el «doctor», pegóse al grupo de pasada, iba hacia donde estaba la marimba, tomó una copa del plato casi al tanteo por mirar fijamente en los ojos a Candelaria y se la pasó como agua, ni siquiera escupió, más bien paladeóse a dos carrillos diciendo:
       —Se agrada la señorita en compañía de la gente de a caballo, son muy simpáticos, muy francotes, muy…
       Los arrieros le agradecieron sus flores. Una fineza. Sólo Porfirio lo tomó a mal, se le estaban subiendo las copas y era de guaro peleonero, o quizá por ser fuerzudazo quería medir terrenos con el Chichuis, tipo entrometido, de esos que se agentan en la ciudad y después, como son del monte, no están bien en ninguna parte.
       —¡Pero a nosotros los de a caballo, don, no nos gusta que se nos peguen piojos, y la niña Cande es señorita, porque se quiso quedar señorita, pues por docenas los montones despreceó de buenos partidos! Julián Socavalle, sin ir más lejos, se suecidó por ella; ése sí era de a caballo, pero más de a caballo fue el que fue mero de ella.
       —Es… —atrevió Candelaria, halagada en su amor propio, bajando las pupilas gachonas hasta las copas vacías que los arrieros y el doctor habían vuelto al plato.
       —¡Es, dice ella, y tiene razón, porque lo quiso, lo quiere y lo quedrá siempre! ¡Lo que se quiere, amigo, no tiene ausencia! ¡Muerto, desaparecido, lo que usté quiera, pero siempre presente, mientras vive la persona que le guarda afecto! ¡Ansina es que se intienden las cosas que se intienden a lo macho, como era Machojón!
       —¿Era?… ¡Es!…
       —Sí, niña Cande —intervino Hilario—, es y será, mientras haya una mujer que lo quiera, un hombre a caballo y en el cielo luminaria.
       —Así me gusta —siguió Porfirio, alegre de palabras y alcohol, ya Olegario había dicho: ¡bravo!—, y más vale atajar a tiempo todo lo que hay que atajar; y como estos tragos también son para beberse, con permiso de la niña Cande; beba usté también, don médico…
       La marimba, los guitarristas, el baile de son y molinillo, Candelaria Reinosa con alguna ceniza en el chorro negro de su trenza, su blusa amarilla, fiestera, el cotón que le sacaba los senos un poco arriba, y los Hilarios que ya con dificultad se estaban quietos, tantas ganas tenían de bajar la noche estrellada a los pies de sus amores.
       Se les acercaron los novios: Chonita Reinosa, hija de Andrés, hermano de Candelaria, y Zacarías Meneos, ella con la boca gordita como flor de heliotropo, él con olor de conejo y arisco a pesar de la sociedad que adquiría cuando andaba calzado, herrado parecía que andaba, talmente le atrancaban los botines. Se acercaron al grupo de los arrieros y el «doctor» a oír lo que explicaba la tiíta Candelaria.
       —A veces me despierta el trote de su bestia en las noches… Salgo a ver y por el camino una polvazón de luceros… Pasa cerca, pero como lo dejaron ciego las luciérnagas, no sabe que estoy desvelada esperándolo, un poco como se desvelan las hojas del encinal plomizo, cuando hay luna. Pasa tan cerca y tan lejos, cerca materialmente, lejos porque no me ve. Es horrible y sencillo —hablaba sin ver a nadie y sin fijarse en nada—, cosas que tal vez nunca suceden y si suceden es una en diez siglos… mi suerte, qué se ha de hacer, verme herida por la centella, por algo era y soy la imagen del verdadero herido, el amor debe entenderse así: el hombre puede ser muchas cosas, la mujer sólo debe ser la imagen buena del hombre que quiere… —las últimas palabras fueron un balbuceo, frunció la boca, iba a soltar el llanto, pero se le volvió risa de mujer que se ha quedado ñifla—… Recuerdo una vez que estábamos bailando aquí en este patio. Bailemos un tiento-tuti, me dijo, me quería echar zancadilla, no para botarme, sino para tener pretexto de tocarme la nalga; le di un sopapo…
       —Y un besito, ¿verdá, tiíta? —dijo la sobrina, familiares y amigos sabían el cuento de memoria.
       —Y digo yo, en mi tontera —preguntó Olegario fumando el cabo de un puro chichicaste y echándole el ojo a la novia que rebuena estaba para untiento-tuti—, ¿todas las luminarias del cielo serán gente que fue de a caballo?
       Porfirio, adelantándose al «doctor», que le iba a contestar, le dio un codazo en la barriga, no por la pregunta, sino por la intención adivinada, riendo y diciendo:
       —Hay que ponerle la queja a Zacarías de que este Olegario le está deseando la novia. ¡Cómasela luego, Zacarías, no sea que este roncudo se la deseye en demasía y se le caiga de las manos!
       —¿Serás fruta, verdá, vos, Chon? —terció Zacarías Meneos, luchando por sacar las manos de las mangas de la chaqueta nueva que le quedaban largas, con los bigotes anaranjados, porque además de guaro, había bebido «macho».
       —¡Fruta prohibida y apetecible, yo digo que sí es! —agregó Hilario.
       —¡Prohibida para otros, pero no para yo —contestó Zacarías que logró libertar una mano y se la paseaba por los bigotes hirsutos—, porque con el casamiento cada quien cosecha la suya!
       —Pero date cuenta, Zaca, que no estamos casados… —dijo la Chonita y se azareó.
       Se oía la voz de un guitarrista que cantaba:

Tronco infeliz, sin ramas y sin flores,
a ti también te marchitó el dolor…

       Los Morataya, Benigno y Eduviges, y otros amigos, le formaban rueda, sin moverse, paladeando la tonada. Eduviges era el mayor. Tras el pellejo el hueso y tras el hueso la tristeza de la importancia. Seis veces fue alcalde y la última vez por poco sale mal, porque un fulano que vino nombrado tesorero, se alzó con los fondos municipales, hasta la plata de los mangos les quitó a las varas de la autoridad.
       Los oídos mineralizados de dos vecinas anegadas en años, les impedían hablar en voz baja. Secretábanse a gritos y de no ser la marimba todo el mundo se habría enterado de sus comentarios, a propósito del señor Eduviges Morataya, y ahora, por turno, referente al médico.
       —Gusano de cementerio, como todos los que viven en las ciudades…
       —¡De cementerio, en lo que está usté! ¡Polilla de hipotecas!…
       —No sé, pero se me hace que le está queriendo rascar el ala a la Candelaria; ah, pero eso sí, primero come sandía el gato…
       —Aprebe el anisado; están dando café con rebanadas de pan de huevo; ésta es gente rumbosa, los Reinosas abuelos eran igual…
       —Pero éstos son Reinosa o Reinóse…
       —¿Y no da igual, pué…? Los abuelos eran gente que cuando hacían fiesta echaban la casa por la ventana, y aquí estuve yo, aquí donde estamos sentadas cuando se preparó todo para la pedimenta de la mano de la Candelaria; era la hija que más querían. Gabriel, se llamaba el tata. Gabriel Reinoso. Mataron una res, montón de coches, como dieciséis chumpipes…
       —No sea exagerada; sabroso el anisadito; y tal vez por tanto rumbo se torció todo.
       —Las desgracias que nunca faltan; el Machojón salió de su casa y no alcanzó a llegar a la pedimenta…
       —La iba a hacer aquí…
       —Pues aquí, aquí mismo, donde ahora ve usté que asistimos, pasados los años, a la pedimenta de la Chonita; el destino…, el destino…
       —¡Muy luminaria será —decía Candelaria en el grupo de los marraneros, algunos gordos y picados de viruelas—, pero yo le he oído sollozar como si fuera un niño! Esos inmensos puntos dorados que vemos alumbrar la noche, no son dichosos, yo se lo afirmo. Al contrario, cuando los miro y los miro y de tanto mirarlos estoy como en familia con ellos, siento que son luces de añoranza. La bóveda infinita está llena de ausencia…
       —¡Tiíta —vino la futura a llevársela—, quieren beber con la familia los invitados, allí en la sala!
       —¿Y tu papá?
       —Allí está con mi mamá, y sólo a usté la esperan; el «doctor» va a tomar la palabra.
       La sala llena de invitados. La puerta llena de gente que se asomaba desde el corredor. El médico se arrancó nerviosamente:
       Ya la torcaz no temerá al milano; ya el apuesto galán escogió la graciosa compañera para formar el nido; ya la copa de la vida desborda la espumante dicha…
       El vozarrón de Porfirio Mansilla se oía entre los «isht», «isht», «isht», de los convidados que molestos por aquella mala crianza del arriero, arriero debía de ser, imponían silencio. Hilario se llevó al amigo casi a empujones.
       —¡Venite, vos, Porfirio, estás metiendo la pata! ¡Venite conmigo, hombre, por Dios, vamos a ver que nos canten algo los que llegaron con sus guitarras de los Regadillos de Juan Rosendo!
       En la sala se oyó el aplauso al terminar el brindis.
       —Ya Olegario anda bailando —señaló Hilario, para quitarle a Porfirio la idea de pelear con el Chichuis—, es un bandido hasta para bailar. Le mete la pierna entre las piernas a las mujeres. Y lo que hiede a puro. Yo no fuera mujer por no bailar con él.
       Porfirio se rascaba la oreja peluda, empurrado, sin decir palabra. Le contrariaba que le contradijeran. El Chichuis le caía mal, desde el apodo: piojo blanco, y era suficiente razón para buscarle pleito y si se descuidaba darle sus trompadas y si quería con fierro, pues también trabarle un su puyón que él mismo se lo remendara si de verdad era médico, porque de lo que menos tenía era de médico, un vivo que se quiere quedar con lo que tiene la Candelaria.
       —Y a vos, qué… —le contradecía Hilario—, ya estás como esas viejas sordas que todo lo reducen a manutención y pisto, el amor, la amistad, la vida…
       —Cántese algo, Flaviano; haciéndose de rogar ya porque sabe —decía una muchacha vestida de colorado a un joven trigueño con los dientes muy blancos, a quien llamaban «pan con queso», por la cara de pan de recado con un pedazo de queso adentro.
       Uno de los guitarristas se dobló por la cintura, agachando la cabeza para pegar la oreja a la caja de la guitarra que mantenía sobre sus rodillas, y así embrocado la estuvo trasteando, aprieta y afloja las clavijas; al estar satisfecho del sonido, la charrangueó y con la cabeza en alto hizo señas a Flaviano, ya estaba listo.
       —Veremos si les gusta —dijo éste, mostrando los dientes blancos en la cara trigueña—, es una tonada del pueblo de los señores… Es un valsito…
       Porfirio alegró la cara apoyando el brazo sobre los hombros de Hilario, que bajó los párpados para oír mejor la tonada.

A la Virgen del Cepo le pido
que me topen los guardias rurales,
me rodeen, me esposen, me lleven;
la prisión ha de ser mi consuelo.

Miguelita su nombre de pila,
Acatan su apellido glorioso
y en la cárcel, la Virgen del Cepo,
como ella, de carne morena.

Los arrieros hicieron las cargas,
plata en bambas y bambas de oro,
las llevaron camino del Golfo,
olvidando a la Reina del Cielo.

En la cárcel del cepo olvidada
hasta el día en que fue Miguelita
de Acatan, parecida a la Reina,
una moza por todos buscada…

Y esa moza, carbón para el fuego
sus dos ojos, su boca un clavel,
cuando hicieron pasar a la Virgen
a su templo, marchó del lugar.

San Miguel Acatan la recuerda,
costurera que se oye en la noche
dar aviso con lumbre que vela
a mujeres honradas del pueblo:

El amor es amor cuando espera,
beso a beso formó mi cadena,
Miguelita cosiendo en el cielo
y yo preso por guardias rurales.


[17]

      Es triste despegarse, al día siguiente, de donde hubo fiesta. El mal sabor de la boca, el estómago cocido por los tragos y la tristeza que es como la ceniza de la alegría. Convenido salir a las cuatro de la mañana, pero hasta las seis y media todavía andaban por la casa en que sólo estaban despiertos los cerdos, las gallinas, los perros. Y siquierita un buen chilate, pero puro café puzunqueado, sobras de la fiesta. Hilario hubiera dado lo que fuera por oír de nuevo La tonada de la Miguelita de Acatan, pero los músicos de los Regadillos de Juan Rosendo tenían tiempo de haberse ido y sólo quedaban de la canción la melodía y algunos retazos de la letra, como el humo caliente que se levantaba de la tierra al ir asomando el sol que no llegó a lucir bien, por una lluvia menuda que empezó a pegar fuerte. ¡Adiós!, le gritaron a la niña Candelaria, desde la puerta de trancas, mas nadie respondió. Lejos estaba pegando el sol. Se veía la cresta de los cerros dorada en aceite azul. Pero allí con ellos todo era barro resbaladizo, humedad de pellejo de aire mojado con olor a musgo. Se arrodillaron para defenderse un poco de lo que empezó chipi-chipi y se fue volviendo aguacero. Entre el sueño de los árboles mojados, los animales vivos, pero también como sueños.
       Al final de una cuesta no muy larga, pero sí muy empinada, pura espinilla de cerro —qué buen nombre: Cuesta del Mal Ladrón—, en un paraje de tierra caliza, acordaron los arrieros hacer tiempo al agua que cada vez pegaba más fuerte. Uno tras otro de sopetón se metieron bajo el alero de una casa con bestias y todo. Casi nunca se veía gente en esa casa; ahora como que si estaban los dueños, el dueño más bien, porque la habitaba días sí, días no, don Casualidón, un español, españolísimo, aunque de origen irlandés, origen que denunciaban sus ojos de porcelana azul en la cara tostada al rojo cobrizo por el frío de la región, y los mechones rubios que parecían enmielarle la frente, las orejas y la nuca de toro. Todo este físico extraordinario y la estatura, lo distinguían de los vecinos que eran dialtiro rucos, menudos, cabezones y con los ojos de soldado con hambre, saltados por la mala calidad del agua, razón por la cual también eran propensos al bocio, a la hinchazón de las venas y al miedo.
       Campos y colinas de color de ajo barridos por vientos que al pasar del Atlántico al Pacífico sus ímpetus oceánicos, no dejaban prosperar otra vegetación que la rudimentaria de las plantas rastreras y la firme de hojas con uñas de algunos cactos.
       La tremolina de las cinco bestias, el hablar de los arrieros al sentirse bajo techo, casi intencional para que oyeran que llegaba gente, hizo que de la casa de don Casualidón, el español, saliera desperezándose un grupo de hombres cegatones de estar en la penumbra con los ojos fijos en un mismo punto. Eran muy conocidos de Porfirio.
       —¡Huy!, ¡ustedes, ya están en el quehacer del diablo!
       —¡Y ve quiénes hablan, hasta apiándose los encontramos, vayan más despacio! —contestó uno de los del grupo, el cuto Melgar.
       Don Casualidón, el español, clavó, al salir, las manos apeinetadas en sus bolsas camperas; sólo los pulgares dejó fuera, igual que gatillos de pistolas.
       —Creímos que era la montada —salió diciendo—; como aquí las escoltas se meten por todos lados, como murciélagos…
       El cuto Melgar se le cruzó enfrente:
       —Invito para mi rancho, es más rascuache, pero más seguro; con don Casualidón ya los de la escolta están aprevenidos. Y luego tengo el gallo…
       —Sólo que vamos prisazos —hizo saber Porfirio, disgustado por la mala pata del encuentro—, y mejor si dejamos el desafío para otra ocasión, hay más tiempo que vida.
       —Eso lo ven ustedes —dijo el cuto Melgar, entero, cejón, con cara de penitencia.
       —¡Es tropelía atajar ansina a los hombres! —rezongó Olegario—; si el hombre no fuera del vicio, no sería hombre, y a poco nos quitan las muías; engratitú…
       —O se llevan las mías… —contestó Melgar.
       —¡Ya eso es para tentarnos! —exclamó Hilario, al tiempo que Olegario preguntaba:
       —¿Onde las hubiste vos, cuto?
       —Onde no se pregunta entre caballeros, ni cuándo, ni cómo; las hube de haber hubido… ¿Verdá, Sicambro, que así se habla español? —dirigióse a don Casualidón, a quien el mote de Sicambro le caía como patada en la rabadilla—; y allí están, son muías y muías son para el que quiera llevárselas.
       —¡Me ca… ches, va la otra muía, la de más alzada!
       Estas palabras brotadas de más adentro de la boca de Hilario, cayeron en el silencio del grupo de hombres ya que no hablaban, que ya sólo respiraban, amontonados todos alrededor de una mesa, las cabezas sobre la mesa, ajenos a la lluvia que picoteaba el techo y las paredes de caña, en un ambiente húmedo y cargado de tabaco, mirando con las pupilas avivadas por el ansia lo que iba a formarse en el extraño mundo de las pintas, al rodar los dados minúsculos y fatales: treses, cincos, seises, «carnes», ganan; ases, doses, cuatros, «culos», pierden; en el mundo extraño de lo que no era todavía y sería en un instante, como si la tenencia y propiedad de las cosas fueran combinaciones de suerte efectivamente ficticias.
       —¡Deja que tire yo!… —dijo Olegario agarrándole el brazo a Hilario que ya tenía los dados en la mano, se jugaba la última muía de las dos que compraron en la costa y llevaban a San Miguel Acatan.
       —Y por qué has de tirar vos… —defendió Hilario el brazo y la mano cerrada en que apretaba los dados; forcejearon—, primero me quitas los pulsos.
       —Porque a vos te quieren y así no se puede; yo que no tengo a naide; si querés a la que tenes esperanzada me das los dados… —entre ellos nunca decían el nombre de la mujer que consentían como cariño verdadero, aludían a ella indirectamente, pronunciar el nombre era poseerla en cierto modo mágico, prudencia que contrastaba con la facilidad con que citaban los nombres de las mujeres que servían para la divierta del catre—; dame los dados, haceme caso, vas a perder la muía…
       —¡Déjame, Olegario!
       —¡No te dejo!
       —¡Yo sé que voy a ganar!
       —¡Yo sé que vas a perder! ¡Perder así dos muías! ¡Déjame el tiro, si no es por aquélla, déjamelo por la Miguelita de Acatan!
       Al oír invocado el nombre de la doncella de su fantasía, un ser que para él era tan real y viviente como cualquier otra persona, Hilario soltó los dados húmedos del sudor de su mano trémula.
       —Y con él ¿va igual?… ¿Va la muía?… —preguntó don Casualidón, el español, acodado al cuto Melgar, por el lado en que le faltaba el brazo.
       —Por supuesto… —contestó Porfirio con un flato bárbaro; el hombre fuerzudazo y valiente, se rajaba el último a la hora de un pleito y daba duro cuando pegaba, pero en el juego corría inutilón y cobarde por falta de sujeto a quien salirle al frente, a quien sujetar y quebrar con Las manos; la suerte… ¡bah!… los que no son hombres para enfrentarse con el trabajo, enemigo que al fin se hace amigo, buscan esa jodicia para irla pasando, porque siempre juegan con trampa.
       —Pues si con él va igual —dijo el cuto—, échele maíz a la pava; ay, mi hamaca, decía mi abuelo, y dormía en tres pitas.
       —¡Va! —gritó Olegario golpeando y ya para soltar los dados se detuvo; levantóse el ala del sombrero alarmado por la presencia de un gallo palancón, desplumado y molestoso.
       —¡Este gallo es el que nos trae torcidura! ¡Animal más feróstico! ¡Sáquenlo de aquí! ¡Échenlo pa fuera! Con la mala potra que tenemos y la mierda esa andando para un lado y otro.
       El cuto Melgar le respondió en el acto:
       —No, hombre, deje al gallo, no le está haciendo nada…
       —Casual sea mi verdadera contraparte; si tiene pacto con el gallo, dígalo de una vez, no tiro y se queda con la bestia. A dos puyas no hay toro valiente, usté con gallo y con dados… Si yo sé, traigo mi gallo.
       —¡Pare su rancho y deje de estar corriendo limpio! ¡Cargante, si sabe trae el prieto; deje al gallo!
       —¡Charas la mier!…
       —¡Zacarías con las narices!
       —¡Animal más horrible, ya hasta miedo le tengo, no tiro si no lo echa al patio, qué fuerza es que esté aquí con nosotros!
       —Pues sí es fuerza…
       —Porque le trae suerte…
       —¡Tire y cállese!
       —¡Mientras esté el gallo no tiro!
       —Y de veras —exclamó Hilario—, otro gallo nos hubiera cantado sin ese animal hambriento aquí presente medio a medio.
       —¡Explica vos, Sicambro! —chilló el cuto con la cólera en los colmillos, que eran los únicos dientes que le quedaban arriba.
       Don Casualidón, el español, a quien aquello de Sicambro le caía como una patada, trató de calmar los ánimos explicando que el gallo tenía que estar presente por si llegaba a venir la montada.
       —Ésas son babosadas… —dijo Olegario—, qué tiene que ver una cosa con otra. No, viejo, arriero soy porque arreo, pero no pijijes y menos a guacalazos de agua.
       El cuto Melgar, mostrando los colmillos de víbora manchados de nicotina, se vio obligado a explicar más:
       —Aquí el terreno es suave, más hoy que está mojado, y las bestias no hacen ruido, como si caminaran sobre alfombra; naturalmente la montada le cae a uno sin que pueda zafar bulto.
       —¿Y el gallo avisa? —preguntó Olegario con sorna.
       —Ponga los dados en la mesa…
       —No es cuestión de eso, yo quiero seguir jugando, ya que nos ganaron una muía y tal vez la recupero.
       A instancias del cuto, Olegario obedeció, puso los dados en la mesa, no quería, pero cedió, convenido que seguirían hasta que ellos o el cuto y don Casualidón, el español, se quedaran con las muías.
       Pero poniéndolos Olegario y el cuto, sin que los presentes se dieran cuenta, barriéndolos con el muñón del brazo que le faltaba, de un golpe los echó al suelo y el gallo, ni bien habían caído precipitóse, tas, tas, tas, y no dejó nada, desaparecieron.
       —Y ¿cómo hace?, ¿cómo enseñó al gallo? —indagó Porfirio, a quien todo aquel aparato le parecía viva cosa del diablo.
       —¡Cómo hace… cómo enseñó al gallo…! —se le rió el cuto en la cara—, lo mantengo con hambre y así al caer los dados cree que son maicitos.
       A pesar de la explicación práctica y el respeto que se conquistó el gallo, como colaborador hambriento, útilísimo esqueleto que entraba en funciones con voracidad de fuego cuando asomaba la patrulla montada sin hacer ruido, la carabina lista y deseandito darle gusto al dedo, hubo que sacarlo. Afuera el gallo. Don Casualidón puso otros dados en la mesa y frente a frente quedaron Olegario y el cuto para seguir echándole al chivo. Olegario recuperó la muía perdida y a golpes de mudo, sin mucho hablar, le ganó las otras dos al cuto que ya no tuvo más que «parar», dándose por terminado el desafío. Según segunes, en las últimas jugadas Melgar soltó un dado culero y ni así pudo: la suerte cuando da, da y cuando quita, quita. Si Dios quiere sale el sol y llueve, como ahorita mismo sucedía.
       —Yo, mucha, vengo con el galillo seco de la pena que me hicieron pasar; hubo rato que sentí que se me fruncía el cutete —dijo Porfirio agarrando aviada en un medio trepón del camino, el aguacero de espinas de plata bajo la luz solar lavaba los pequeños cerros cercanos color de ayote tamalito—; y lo peor, digan, que eran las muías recién compradas las que ya se estaban yendo con el cuto, una ya era del fregado, y pagadas tan recaras.
       —¡Descaballadas de este Hilario mequetefre que se ha vuelto jugador y turbulento!… —Olegario hablaba que habría querido chamuscarlo con la voz, entre alegre y de mal talante.
       —¡Ja, ja, ja… —reía Hilario, reía y decía—… ja, ja…, la sacada del gallo lo torció; estaba que si se persina se araña!
       —¡Ahora te da risa! pero si a mí no se me endereza el santo dendequeaque andaríamos a pie, porque tras perder esas dos mulas, «paramos» las nuestras, ¡qué importancia tres más, perdidas dos!… ¡Ganarle hasta las bestias con todo y que ya estaba metiendo el «prieto»!
       —¡Bueno estuvo —gritó Porfirio— por querer hacer manganila! ¡Del que te has de librar, Dios lo señala, dice el dicho!
       —Hilario me gustaba a mí cuando bebía, no ahora que se ha vuelto jugadorazo —siguió Olegario—; se echaba sus tragos, se pescueceaba sus botellas y se soltaba a contar una longaniza de versos que sabe de memoria, enredijo para volver loco a cualquiera… Pero hago mal en hablar así, por unos de esos versos me aflojó los dados; le tiene más puesto el afecto a lo ficticio que a lo real, es pueta; si a yo no se me ilumina pedírselo por la Miguelita de Acatan, perdemos hasta la camisa.
       —¡Ja, ja… —seguía riendo Hilario—, el gallo lo torció; entre la Miguelita y el gallo! ¡Cuto bruto! ¡Cuto animal!
       —¡Eso es, ahora insúltalo… jugador!
       —Porque vos lo decís; lo que pasa es que si veo muía se me pone hacer viaje; si veo santos me vuelvo bueno y rezo, aunque tengan los ojos como se los están poniendo ahora, ojos que no son de santo; si veo dados, pues juego, y no vaya a ver muletas porque me siento cojo, y no vaya a ver mujer, porque no te digo.
       Don Casualidón, el español, los alcanzó montado en un caballo careto. La cabezada, el freno, los estribos sarracenos, todo muy bueno. Sus ojos claros de caramelo ensalivado, las alas aleteantes de su sombrero; se contaba que era cura arrepentido, y sí tenía el aire eclesiástico bajo su fieltro, con la americana oscura cerrada hasta el cuello, las guedejas rubias tras las orejas y la cara fresca a pesar de los años.
       Eclesiástico, filibustero o las dos cosas, don Casualidón enterró sus últimas auroras en aquel sitio de arenales finos, secadores, terriblemente nocivos para los pulmones, donde el que llegaba con ánimo de avecinar se iba temeroso de asfixiarse poco a poco y nadie estuvo más que de paso.
       Don Casualidón se conmovía, se erizaba, cada vez que el cuto lo llamaba Sicambro. Las ocho letras de la palabra Sicambro lo sacudían de arriba abajo, igual que el látigo del domador a la fiera acorralada. En el vivir cotidiano olvidaba su pasado, mas al conjuro de la palabra Sicambro, sentía la boca llena de amargor dulce de vómito, recordando que él mismo se condenó a pasar sus últimos días en aquel sitio en que sólo se podía vivir como castigo, donde las bestias eran flacas y tardías, la tierra desnuda y quemada por el aire, la vegetación tostada, rastrera, huidiza, rara la caza. Colgó la sotana, para qué ocultarlo, cuando su codicia rapaz lo hizo indigno de su sagrado ministerio y echóse encima un negro remordimiento de irlandés. Lo era por parte de su madre. Si hubiera sido español, si hubiera sido sólo español, decíalo despacio, palabra por palabra: sólo español, agarra su ambición y se la unta en el cuerpo como un aceite perfumado, sin temor al irlandés que afeaba y condenaba su codicia, lucha de sentimientos enconados que lo redujo a la condición de un ser mezquino. Por eso, por mezquino, se condenó a morir en un rincón en que ni la muerte enraizaba, porque esqueletos de animales y hombres allí fenecidos, pronto se descarnaban y desgastaban hasta convertirse en láminas de hueso que el aire huracanado arrastraba como hojas de un otoño sepulcral.
       Pero vale la pena de contar su historia desde el han de estar y estarán que un día se nombró a don Casualidón cura párroco de una hermosa población de ladinos pobres, como hay tantos en tierra fría y pretenciosos como pocos debido a sus letras, no muy bastantes, pero sí las necesarias para llamarse letrados, gente de peso, triste e importante. La dulce pobreza aldeana que se disimula con buenos modales, agua, jabón y regalitos rodeó al párroco recién llegado de buena mesa, libros de estudio y pasatiempo, visitas, tertulias, briscas, tresillos, días de campo.
       Sentado en su dormilona de cabecear antes de acostarse, paladeando a sorbos una tacita de té, supo don Casualidón, por una de las visitas, que un compañero que tenía a su cargo la parroquia de indios de esos que trabajaban en los lavaderos de oro, pensaba renunciar, por falta de salud. El irlandés adormecido por el té, no pudo nada contra el español que apuró en un momento de ambición toda el agua que ha pasado por los lavaderos de oro, para quedarse con una pepita de oro entre los clientes, sobre la lengua, bajo el cielo de su boca.
       —¡Gallinas, cacao, tostones!
       Ya no era don Casualidón, sino aquel don Bernardino Villalpando, obispo de la diócesis en 1567, con sus clérigos portugueses, genoveses, su sobrino y la ma–levada.
       El papel aguanta todo. Don Casualidón escribió al sacerdote enfermo proponiéndole la permuta de sus cargos, quejosísimo de no haber sabido hasta ahora sus quebrantos de salud, porque si no antes se lo hubiera propuesto, no importándole, por lo mismo, renunciar a los beneficios de su parroquia de tierras de panllevar y buenos cristianos.
       El cura del poblado de los indios, un santo de palo duro quebrantado por la polilla de los años, le agradeció por carta su buen corazón, su gesto generoso, sin aceptar la propuesta de la permuta por ser su parroquia de cincuenta mil indios indiferentes, una de las dejadas de la mano de la limosna, pobre, pobre, pobre.
       El español, mientras leía la carta sepultó la mano que le quedaba libre en la bolsa de la sotana buscando un poco de rapé pellizcado de la tela. En su codicia tomaba la desnuda verdad del cura enfermo, como una exageración para ocultar más a gusto a los cincuenta mil indios, que, por indiferentes que fueran, laboraban en los lavaderos de oro. En su imaginación saltaban, como en un surtidor, coladera en que el agua parece una risa, las pepitas y las arenas auríferas. Veía a los indios color de palo de jobo, con músculos de dioses, traerle de regalo, domingo a domingo, una de esas pepitas. Por herejes que sean valen más que estos ladinos catolicísimos, pero con todo hipotecado.
       A mí se me hace gran cargo de conciencia, le escribía el cura de indios, en una segunda carta, la permuta en que su merced insiste, y por eso prefiero dejar de su cuenta las gestiones ante la curia.
       Don Casualidón, el español, se trasladó a la capital, habló con el señor arzobispo, quien alabó grandemente su desinterés y sacrificio, y un sereno día de marzo hizo su entrada en la población de indios con pepitas de oro, y dejó a su colega en la dorada pobreza de una casa conventual amplia, ricamente amueblada, con ventanas a la plaza principal, luz eléctrica, agua en los búcaros de los patios, baño, loro y sacristán amujerado.
       Al sólo llegar a su nueva residencia asomó don Casualidón, el español, la cara a la plaza principal metiendo la cabeza por un ojo de buey, en que por poco se queda trabado del cogote, ventanuco que daba luz a su habitación, por la traza más parecido a un calabozo; el piso de piedras de río, pegadas con mezcla ordinaria, las paredes sucias, las vigas ahumadas. La cama, un catre de tiras de cuero. Una mesa coja. Nadie asomaba. Dio voces. Todo parecía abandonado. El arriero que lo acompañó con el avío, se volvió en seguida. Por fin, de tanto clamar en el desierto, asomó un indio, le dio las buenas tardes, ya entrada la noche, y le preguntó qué se le ofrecía.
       —Alguien que venga a servir de algo… —contestó el español.
       —Nuay —le dijo el indio.
       —Voy a querer comer algo, hay que hacer fuego.
       —Nuay —respondió el indio.
       —Pero soy yo el nuevo párroco, avísale a la gente; aquí, cuando estaba el otro padre, ¿quién servía?
       —Ninguno es que servía —contestó el indio.
       —Y en la iglesia, el sacristán…
       —Nuay…
       Don Casualidón, el español, fue acomodando sus cosas, ayudado por el indio. Aquello no podía ser. Se le subió el más duro conquistador a la cabeza y trepó al campanario por una escalera crujiente. Un repique violento, igual que alarma de incendio, anunció su llegada. Al bajar del campanario entre telarañas y murciélagos, encontró al indio que había mandado a dar noticia de su arribo a los vecinos.
       —¿Ya fuiste a avisar? —le preguntó.
       —Ya…
       —¿Les avisaste, le dijiste a todos? —le preguntó.
       —Sí…
       —¿Y qué dijeron?
       —Que estaba sabido que había llegado…
       —¿Y no van a venir a saludarme, a darme la bienvenida, a ver qué se me ofrece?
       —No.
       Una lenta oscuridad bajaba con andar de tortuga de los amurallados paredones de un templo que fue orgullo de arquitectura en el siglo xvi. Los cincuenta mil habitantes, repartidos en hondonadas y riscos, extraños al mundo que parpadeaba afuera, bajo las estrellas, dormían su cansancio de raza vencida. Lenguas de lobo parecían las calles bajo los pies de don Casualidón, el español. Personalmente andaba dando voces a las puertas. Le contestaban dormidos, en un idioma extraño de tartamudos, y en algunas casas, a su desesperado llamar y pedir auxilio, asomaron caras cobrizas a saludarlo sin afecto y sin odio.
       Esa noche lo comprendió todo. Las estrellas brillaban en el cielo como pepitas de oro. No necesitó más. Del mapa de Europa fueron saliendo tierras católicas, amontonándose sobre sus hombros, hasta arrodillarlo. La bestia española se resistía a doblar las rodillas, igual que un toro herido, y bufaba mirando de un lado a otro, con los ojos enrojecidos, brasosos. Pero se arrodilló en las piedras de su dormitorio, doblegado bajo el peso del remordimiento, y así permaneció toda la noche. Perlas de sol helado en los altos hornos de sus sienes, en su frente; regaderas de sudor frío en sus espaldas vencidas. Al pintar el alba subió al campanario a llamar a misa, abrió el templo, encendió los dos cirios del altar, se revistió a solas y salió. Nunca un «Introito» tuvo tanta voluntad atrás para el «mea-culpa». Se sonó las lágrimas, antes de comenzar:Confíteor Deo… El indio de los «nuay» se asomó. Le hizo señas para que se acercara a ayudarle. Algo sabía. Alcanzar las vinajeras, pasar el misal, arrodillarse, ponerse en pie, santiguarse. Terminó la misa y hubo que juntar fuego para el desayuno. El indio fue a conseguir café. Más parecía maíz tostado. El pan medio crudo. Unas naranjas. Y eso de alimento hasta después de mediodía en que volvió el café, el pan crudo y como variante, en lugar de naranjas, dos guineos morados. En la tarde, nada, y en la noche, menos: café frío. La penitencia fue larga: hambre, silencio, abandono, pero le aprovechó espiritualmente: todo el orgullo del católico español acurrucado bajo la cristiana sangre del irlandés. Las privaciones le hicieron humilde. Se adaptó a una vida primitiva, lejos de la civilización que veía, desde su templanza y simplicidad, como un hacinamiento de cosas inútiles. Los nativos eran indios pobres, llenos de necesidades por sus familias numerosas. La riqueza que pasaba por sus manos en los lavaderos de oro y en los trabajos de campo, no era de ellos. Salarios de miseria para vivir enfermos, raquíticos, alcoholizados. Al principio hubiera querido don Casualidón, el español, inyectarles energías, la salud que a él le iba faltando, diría don Quijote, sacudirlos como muñecos para que salieran de su renunciación contemplativa, de su silencio meditabundo, del despego a lo terrenal en que vivían. Pero ahora, corridos los años, no sólo los comprendía, sino también él participaba de aquella actitud de semisueño y semirrealidad en que el existir era un seguido ritmo de necesidades fisiológicas, sin complicaciones.
       Una oscura visión, oscura porque no osaba sacarla muy afuera de su conciencia para examinarla, conformándose con entreverla así, sin explicación; una visión inestable, formada a manchas que se juntaban y separaban, como los caballos en que ahora iban entre una guedeja de arco iris y nuevos nubarrones cargados de lluvia, le hizo partícipe de la felicidad de aquella gente buena, pegada a la tierra, a la cabra, al maíz, al silencio, al agua, a la piedra, y despreciadores de las pepitas de oro, porque conocían su verdadero valor.
       Era contradictorio conocer el valor de una pepita de oro y despreciarla. Los indios desnudos en los ríos que en las deporqué de su visita. Un viaje larguísimo, mitad en camilla, mitad a caballo, para pedirle a su Señoría una gran merced. La que usted ordene, le dijo el padre criollo, siempre que sea a la mayor gloría de Dios.
       Don Casualidón, el español, extrajo del bucal con dificultad algo que para que saliera hubo que buscarle el lado, tiempo que el compañero, sin comprender bien de qué se trataba, estuvo a ver lo que sacaba. Por fin, don Casualidón lo tuvo en la mano. El clérigo amigo comprendió menos. Un freno. Don Casualidón se lo entregó diciéndole: ¡Póngamelo, padre! ¡Póngamelo!… Y le acercaba la boca abierta para que lo pusiera. ¡Por caballo, lo merezco! ¡Por bestia! ¡Por ambicioso!…
       Don Casualidón colgó la sotana y huyó convencido de que no había quemado lo que hasta entonces adoraba, con el nombre de Sicambro, a las tierras cenicientas en que nada era estable y duradero, porque el ventarrón barría con todo.
       Francamente era alegre acompañarse en los caminos, y aquel don Casualidón, en su caballo careto, seguía teniendo estampa de bandolero. Antes de San Miguel Acatan los dejó, después de una breve despedida. Siempre buscando la frontera, pensó Hilario Sacayón, y lo que está más allá, pensó Porfirio Mansilla: los ríos navegables, las monterías con hombres y saraguates, el golpe del canalete que va empujando las canoas, los pavos silvestres únicos en el mundo, de plumaje negro y copete rojo, las parlamas, los botaderos, para despachar las maderas preciosas, despeñándolas en las divinas manos de la espuma. Igual pensó Olegario. Sólo fue pensada. Ninguno habló. Les había entrado el callado de los que van llegando a la querencia. Hilario se le quedaba mirando a Porfirio de caballo a caballo. Pocas veces un amigo ha tenido tanta admiración por otro. Porfirio Mansilla era perfecto. Haberle adivinado que no le dio alcance al correo Nicho Aquino, porque se le volvió coyote. Pero Hilario sólo da comunicar a sus apuros, más apuros por saber de qué se trataba. Bautizó al crío, que llevaba en las manos una indita color de afrecho, trenzuda y ojerosa, y al salir del baptisterio el matrimonio, seguido de un indio tarugo que sirvió de padrino, sin siquiera quitarse la estola, apresuróse a sacudir de nuevo el bucul. No cabía la menor duda. Plata, monedas de plata. El sonido de las monedas de plata al chocar una con otra. Lo destapó, encajándole las uñas a la tapa redonda y bien ajustada, para ver lo que había. Todo el engranaje de su cara placentera se transformó en el más agrio gesto de enfado. Guardó el hallazgo y salió al pueblo en busca de una bestia para hacer viaje. No encontró. Entonces se hizo el enfermo para que los indios organizaran su traslado en camilla, hasta la primera población en que hubiera médico o caballo. Y así, acostado en una camilla de hojas salió de aquel pueblo de indios, don Casualidón, el español, cargado por cuatro muchachones que acezaban, hablaban, acezaban, hablaban, acompañados de un viejo bigotudo que de vez en cuando se acercaba a los indios, que le besaron la mano antes de volverse, mejor caballo. Para él, españolísimo, viajó como uno de los reyes muertos, camino al Escorial. Para los indios, como uno de los señores que llegaban en andas a la Gran Pirámide. Abandonó la camilla, despidió a los indios y alquiló un caballo para dirigirse a su anterior curato. Sus zapatos, casi sólo lo de arriba, porque ya no tenían suelas, sonaron apagadamente en las baldosas brillantes de su antigua casa conventual. Allí estaba el sacerdote a quien, creyendo engañar, le permutó su parroquia de ladinos endeudados hasta la coronilla, por el curato de indios ricos.
       Lo recibió dándole palmadas de gusto, apresuróse a decirle que estaba en «su casa», y ordenó al ama que preparara chocolate y una habitación; esa noche se quedaría allí.
       Nada aceptó, fuera de los afectos, don Casualidón, el español, barbudo, desencajado, ojeroso, sin antes explicar el sembocaduras formaban telarañas de agua, melenas capilares de líquidos sistemas, semejaban fuerzas ciegas echando a la hoguera de los intereses del mundo, el fuego de los cientos de brasas encendidas, cuyo valor verdadero era la ruina total del hombre. Aquellos indios se vengaban de sus verdugos poniéndoles en las manos el metal de la perdición. Oro y más oro para crear cosas inútiles, fábricas de esclavos hediondos en las ciudades, tormentos, preocupaciones, violencias, sin acordarse de vivir. Don Casualidón se llevaba las manos a las orejas, para taparse los oídos, creyendo horrorizado que había vuelto a escuchar las confesiones de la gente civilizada que dan tanto asco. Mejor sus indios, sus fiestas en los solsticios, sus borracheras, sus bailes endemoniados.
       Noche a noche, don Casualidón se repetía las palabras de San Remigio al bautizar al rey Clodoveo, en la catedral de Reims: «Inclina la cabeza, fiero Sicambro, adora lo que tú has quemado y quema lo que hasta ahora habías adorado», y apretaba los párpados, hasta sacarse lágrimas que en la oscuridad eran de tinta negra, para borrarse de las porcelanas azules de sus ojos la visión de los tesoros, contento con su pobreza entre aquellos pobrecitos de Dios, a quienes llamaban «naturales», para diferenciarlos de los hombres civilizados que debían llamarse «artificiales».
       —No vas a tener para pagarte el bautis del muchacho Juan, pero te voy a dejar esto para usté… —le dijo un indio, una mañana, un domingo.
       Don Casualidón, el español, estuvo a punto de rechazar el pequeño bulto redondo, en forma de un fruto de pera gigante, que le ofrecía el indio y que iba sacando de un envoltorio de pañuelos, pero oyó, para su mal, que dentro sonaban algo así como monedas.
       Y, Villalpando, Villalpando, Villalpando, con diez sobrinos en lugar de uno, alargó los dedos para tomar la ofrenda. Pesaba. No podía ser más que dinero, bambas o ¡pepitas de oro!… Lo sacudió fuertemente y un retintín metálico pareescuchó, sin contestarle; a nadie dijo nada, ni a la Aleja Cuevas, por el temor de que si descubría que en la Cumbre de María Tecún topó al señor Nicho convertido en su nahual, le fuera a pasar algo grave, le acarreara mala suerte: era tan sagrado, tan de íntima amistad el vínculo que entre ellos estableció el furtivo encuentro, que revelarlo acarrearía desgracia, porque era romper el misterio, violar la naturaleza secreta de ciertas relaciones profundas y lejanas. Balbucía algunas palabras cuando estaba a solas y dejó de tomar muchas copas temeroso de que se le fuera a soltar la lengua. Seis anisados y un par de cervezas, la medida. De allí no pasó. Hasta cambió de carácter; ya no tenía el buen reír de antes, su verborrea de bromista de velorio. Dueño de una verdad oculta, callaba, callaba y en sus ojos, al dormirse, juntábase la imagen del correo desaparecido, del que en San Miguel no se tuvo más noticia, con el sueño que era una especie de coyote suave, de coyote fluido, de coyote oscuridad en cuya sombra se perdían, en cuatro patas, los dos pies del correo.


[18]

       En lugar de cabello, pelo de música de flauta de caña. Un pelo de hilos finos que su mano de hoja con dedos peinaba suavemente, porque al hundir mucho sus uñas, cambiaba el sonido, se le resbalaba como un torrente. Asistía a grandes derramamientos de piedra con un sentimiento de ferocidad en la carne de zapote sin madurar y el vello helado, zacate repartido sobre sus miembros. La afirmación de una cárcel de Abras musculares tensas, rejuvenecidas, bañadas por lava con rabia de sangre y teniendo de la sangre sólo el rojo puro, la voracidad solar de metal amalgamado que reduce a la impotencia al suave hermano que se le agregó en busca de protección. De un salto de narices abandonó una acolchada nube de olor de ipecacuana. Necesitaba llegar, salir a través de aquel enredo de presencias a donde estaba su mujer, cuyo rastro tenía en las narices. La jerga hilada de la chaqueta cedió, la manta del calzón cedió para caer en pedazos de manchas y ser arrastradas por la corriente de agua carbonosa. El suelo se rascaba sin manos, como él, con sólo sacudirse. La región de los pinos, de las picazones. Él sacaba de las encías de glorioso color sandía los largos dientes y con movimiento de máquina de rapar, se rascaba la panza, el lomo, las patas, los alrededores de la cola color de membrillo podrido. En su rascarse imitaba la risa del hombre. Extraño ser así como era: animal, puro animal. El ojo de pupila redonda, quizás demasiado redonda, angustiosamente redonda. La visión redonda. Inexplicable. Y por eso siempre andaba dando curvas. Al correr no lo hacía recto, sino en pequeños círculos. Hablando, hablando, en un como sorbo profundo o grito de asombro, se tragó la garganta, igual que una ciudad. Mudo, sin más soliloquio que el largo aullido amoroso, cuerpo en lucha fluida con el viento, llegó a tener el alerta del instinto elemental, de su apetito feroz guardado en el estuche de su boca hocicuda. Cadenas de salivas relumbrantes de mares de apetitos más profundos y sensuales que la sombra guardada en las pepitas negras de las frutas. Y el tesón de afilar las uñas, marfiles ocultos en cebollas de goma. Su cabeza conformada en hacha, volvióse a todos lados, daba hachazos a izquierda y derecha. ¿Qué animales le seguían trastumbando? Dos pesados monstruos sin patas ni cabeza. Los sacó con los dientes, hurgando alrededor de ellos, como si los bañara de risa. Le comía que estuvieran presentes. Sacudírselos de encima. Quitárselos. Animales sin extremidades, sin cabeza, sin cola. Sólo cuerpo… ¡Ji, ji, ji… ji, ji, ji!… Dio una patada al aire, igual que si soltara inesperadamente un elástico, soltó su pie, y quiso huir, pero llevaba los sacos de correspondencia atados al cuello, animales sin pies ni cabeza, sólo el cuerpo, ji, ji, ji…
       Notó que fuera de su andar de menudas cebollas zigzagueantes, rápido como el trueno, daba a cada cierto tiempo unos pasotes trabajosos con tamaludos pies de arena. En uno de estos pasos inseguros rodó barranco abajo por un desfiladero, sólo que en lugar de ir dando golpes con el cuerpo y la cabeza iba sobre patitas de menudas cebollas zigzagueantes.
       A su lado estaba el hombre de las manos negras, el que se vino con él de la aldea «Tres Aguas», el que le prometió decirle por dónde encontraría a su mujer. Estaba a su lado, pero desaparecido, borroso ya, en medio de una espesa polvareda. Detenerlo, hablarle, defenderlo, decirle que se desaparecía. Nada pudo. Sólo vio que se llevaba su chucho y hacía señas de que siguiera por la cueva que le quedaba enfrente.
       Se acobardó. Le dolían los pies heridos de andar entre zarzales. Pero él no anduvo más que algunos pasos, porque luego se desburrumbaron con el viejo de las manos negras, hasta la entrada de la cueva. ¡Cómo que no anduvo! Mucho y por todas partes. Sentóse en un peñón color de fuego. El fuego helado de la tierra. Sentóse a ver qué hacía. El camino real. Lo recordaba como una dicha y la vaga memoria de haberlo recorrido ya, hasta la Cumbre de María Tecún. Pasó por donde no quería que pasara el viejo, mientras estaba con el viejo. Un rápido ir y volver, ir, asomarse y volver. Sentóse entre la bocanada de la cueva y el espinero. Sombras de cerros picudos regadas en láminas de arena midieron, persiguiéndose, como agujas gigantescas de relojes de sol, el tiempo que para el señor Nicho ya no ha de contar más. Un cuervo color de llave vieja voló hasta picarle el hombro. Se sorprendió el pájaro de encontrarlo vivo. Dormía con los ojos abiertos junto a los sacos de correspondencia. Se decidió a entrar en la cueva. Pero al dar los primeros pasos tuvo el temor de que aquellas fauces de boca de fiera desdentada fueran a cerrarse y se lo tragaran. En busca de la claridad, sacó la cabeza para mirar al cuervo. El hambre le goteaba sabores: asados, tortillas, silabarios de frijoles como letras negras en las cartillas de los pixtones, alfajores, rapaduras con anís, agualoja. Midió por distancias de sabor hasta qué miseria había caído por andar peregrinando en busca de su mujer. Pagaba las consecuencias de su necedad. No era necedad. Pues de su capricho. No era capricho. Pues de su gana de volverla a tener bajo su respiración caliente. Y por qué no buscar otra. Porque no era igual. ¡Ajá! Ése era el secreto: ¿por qué no era igual?…
       La «tecuna» huye, pero deja la espina metida y, por eso, con ellas no reza aquello de «ausencia se llama olvido». Se les busca como el sediento que sueña el agua, como el borracho que por una copa le daría la vuelta al mundo, como el fumador que loquea por conseguir un cigarrillo. Arrastró los sacos de correspondencia y se hizo más adentro en busca de otra piedra para sentarse. De veras estaba cansado. Pero no recordaba haber andado mucho aquel día. De la aldea Tres Cruces, al lugar del camino real en que desapartó con el viejo de las manos negras a una barranquita. Aunque vagamente recordaba haber ido hasta la Cumbre de María Tecún. Una piedra más bien pache le dio asiento. Iba a pensar bien, fuera de la luz, a solas, bajo la tierra, el porqué no podía estar sin su mujer.
       Las «tecunas» —menos directo pensarlo en plural— tienen adentro de sus partes, cuerpos de pajaritos palpitantes, unas; otras, vellosidades de plantas acuáticas que vibran al pasar la corriente caudalosa del macho, y las mágicas, sexos que son envoltorios alforzados, graduales para plegarse o desplegarse en el éxtasis amoroso, allá cuando la sangre jalona sus últimas distancias vivas en un organismo que se alcanza, para saltar a ser el principio de otra distancia viva. El amor es inhumano como una «tecuna» en el hundimiento final. Su hociquito escondido busca la raíz de la vida. Se existe más. En esos momentos se existe más. La «tecuna» llora, se debate, muerde, se estruja, se quiere incorporar, silabea, paladea, suda, araña, para quedar después como avispa guitarrona sin zumbido, igual que muerta de sufrimiento. Pero ya ha dejado el aguijón en el que la tuvo bajo su respiración amorosa. ¡Liberarse para quedar atados!…
       Ahora, ahora ya saben las piedras por qué la busca. Ahora, ahora ya saben los árboles por qué la busca. Ahora, ya saben las estrellas por qué la busca. Los ríos por qué la busca…
       Sirviéndose de pedruscos de tiza rojinegra que vio esparcidos en el suelo, se pintó ojos en la cara, en las manos y en los pies, en la planta de los pies, por indicación del viejo de las manos negras, cara de gusano de geranio que se fue con su perro, y así tatuado de ojos echó a andar hacia adentro, a cuestas los sacos de correspondencia, entre cangrejos blancos, murciélagos y unos escarabajos ciegos de larguísimas antenas.
       Nicho Aquino, ¿adonde vas?, se decía él mismo bajo la tierra de peñas goteantes, escuchando el concierto de las raíces que succionaban como puntúas de amor, en sexos de «tecunas», la vida de los terrenos, desde el perfumado hasta el hediondo, desde el dulce hasta el amargo, y el picante, el venenoso, y el quemante, y el agrio, y el grasoso. Un fluido de meteoros ocultos lo empujaba a lo brujo. Así iban los correos veloces de los caciques, por subterráneos que comunicaban pueblos. Los correos son como los hijos de huisquilar. Los huisquilares andan y andan y andan. Sus guías patentemente se van por aquí, por allá, por todas partes. De un día para otro, más ligeros que el sol. De una noche para otra, más ligeros que la sombra. Ya estaba. El hombre de la cara de gusano le explicó que llegaría a Cara Pintada, sala de luz solitaria. Retrocedió sorprendido, abierta de par en par la boca, suspenso el paso. Por un altísimo cañón se derramaba la luz del sol hacia el interior, con movimiento de agua; pero al caer más adentro, ya sobre su cabeza, volvía a
       Una pequeña embarcación pasó cargada de hombres y mujeres fantasmales, envueltos en mantas blancas.
       —Soy uno de los grandes brujos de las luciérnagas, los que moran en tiendas de piel de venada virgen, descendientes de los grandes entrechocadores de pedernales; los que siembran semillas de luces en el aire negro de la noche, para que no falten estrellas guiadoras en el invierno; los que encienden fogarones con quien conversar del calor que agostará las tierras si viene pegando con toda la fuerza amarilla, de las garrapatas que enflaquecen el ganado, del chapulín que seca la humedad del cielo, de las quebradas sin agua, donde el barro se arruga y pone año con año cara de viejo bueno.
       Otra embarcación pasó con frutas: guineos de oro, azúcar de oro, jocotes marañones de pulpa estropajosa color de sangre, miel de sangre, pepinos rayados para aumento de cebras, anonas de pulpa inmaculada, caimitos que más parecían flores de amatistas que frutos, mangos que fingían en los canastos una geografía de tierras en erupción, nances que eran gotas de llanto de un dios dorado…
       —Las sustancias… —se dijo el señor Nicho, al ver pasar aquellas sustancias ígneas, volcánicas en presente vegetal, por el mundo pretérito de los minerales rutilantes, fúlgidos, repartidos en realidad y en reflejo por todas partes, arriba y abajo, por todas partes.
       —Y sabido quién soy, te diré dónde te encuentras. Has viajado hacia el Oeste, cruzaste tierras de sabiduría y maizal, pasaste bajo las tumbas de los señores de Chama, y ahora vas hacia las desembocaduras…
       —Ando buscando a mi mujer…
       —Contigo viaja todo el mundo tras ella, pero antes de seguir adelante hay que destruir lo que Uevas en esos costales de lona…
       El correo, impuesto como estaba de su deber, amparó instintivamente con el cuerpo los sacos de correspondencia, hediendo a sebo de hacer candela, y los arrieros con sus caballos goteando majestad, al ponerles de arreos algunas de estas bellezas.
       Un hombre con pelo azul, más bien negro, en todo caso relumbrante, las manos tiznadas, como el viejo que le dio el camino para llegar en busca de su mujer a estos lugares recónditos, las uñas con brillo de luciérnagas, los ojos con húmedo brillo de luciérnagas, le sacó de sus pensamientos. Si le gustaba tanto, ¿por qué no se quedaba allí?
       —¿Le parece? —apresuróse a contestar el correo, deseoso de hablar con alguien, para oír cómo sonaba la voz humana en aquel recinto. Igual que en cualquier otra parte abovedada. Otra prueba de que no estaba soñando ni viviendo un cuento de hadas.
       Le dijo que le siguiera, el misterioso aparecido, y fue tras él, al extremo opuesto de la Casa Pintada, donde se oían trinos de pájaros, cenzontles, calandrias, guardabarrancos, tan cercanos que parecía que estaban cantando allí, y Cantaban fuera, lejos, dónde; se oían parlerías de gentes que hablaban como loros, y ecos de remos que conducían embarcaciones con movimiento de alas de pájaros muy grandes.
       La Casa Pintada daba a la orilla de un lago subterráneo. En el agua oscura pequeñas islas de millones de algas verdes, manchas que se iban juntando y separando bajo el pulso tenue de la corriente. Allí, por mucho que el señor Nicho tocara el agua, la realidad era más sueño que el sueño. Por una graciosa abertura, medias naranjas de bóvedas cubiertas de estalactitas y estalagmitas, se reflejaban en el lago. El líquido de un profundo azul de pluma brillante, mostraba en su interior, como en un estuche de joyas las zoguillas del deslumbramiento, los fantásticos calchinitles atesorados por la más india de las indias, la Tierra. Fúlgidas granazones de mazorcas de maíz incandescente.
       —Lo primero —le dijo su acompañante— es que sepas quién soy yo, también debes saber dónde te encuentras.
       Ser agua, agua, agua, pero agua estática, agua congelada en diamantes, en éxtasis de diamantes. Pero no sólo de arriba, de abajo salía también una extraña verdura de cristales. Tuvo la sensación de estar dentro de una perla. A veces, la luz del cañón, sin duda al fortalecerse el sol, afuera, pasaba a través de los árboles que en bóveda tupida cubrían los encumbrados tragaluces, y el mundo que hace un momento era de diamantes oscurecía hasta la noche verde de la esmeralda, la noche de los lagartos, del sueño frío de las lianas. Primero gajitos de lima verde, luego esmeraldas puras.
       El señor Nicho puso a un lado los sacos de correspondencia, se quitó el sombrero, como en la iglesia y siguió mirando alelado. Debía vivir alguien en aquel lugar. Se estaba desperdiciando tanta belleza. Por qué no regresar hasta San Miguel Acatan y avisar para que todos se vinieran y se quedaran aquí. No era la gruta de un cuento de niños. Era efectivamente real. Tocó apresuradamente, como el que teme se le deshaga en las manos lo que cree un sueño, las agujas luminosas. Daban la sensación de estar más frías que la tierra, porque a la vista parecían cuerpos calientes, solares. Estaría el sol en lo más alto del cielo y por eso alumbraba tanto. El señor Nicho seguía tocando los cientos, los miles de piedras de vidrios preciosos allí soterrados, sólo que ya ligeramente anaranjadas, con el color de la luna. Sintió frío. Se subió el cuello de la chaqueta. Había que hacer algo para salir de allí, buscar el camino real y seguir ruta para entregar los sacos de correspondencia en el Correo Central. Si su mujer vivía en parajes tan repreciosos, cuándo iba a quererse ir con él a vivir al pueblo que era un encumbramiento de casas feas, con una iglesia triste. ¿Por qué no venirse a vivir en el subterráneo todos, y tener esta Casa Pintada, como iglesia? Aquí sí que luciría bien el altar de Dios. Y el padre Valentín, y el piano de don Deféric, su señora blanca, hecha para estas paredes espejantes, y el gordinflón del administrador de correos, negándose a que fueran quemados. Mejor era seguir camino. Se movieron hacia el Oeste para asomar a un ventanal inmenso, abierto en la negrura de las peñas, y contemplar desde allí el vacío azul, lechoso, de la bruma que subía del mar. Nubéculas con patas de araña paseaban al soplo del viento por el polvo luminoso de La luz solar, polvo que se mezclaría al agua para que el agua fuera clara, potable, llorosa. Llorosa conductora de nostalgias es el agua llovida. Los que la beben, hombres y mujeres, sueñan con verdes que no vieron, viajes que no hicieron, paraísos que tuvieron y perdieron. El verdadero hombre, la verdadera mujer que hay, es decir, que hubo en cada hombre y en cada mujer, se ausentaron para siempre, y sólo queda de ellos lo exterior, el muñeco, los muñecos con deberes de gente sedentaria. El deber del correo, como muñeco, es defender la correspondencia con la vida, para eso lleva el machete, y entregarla a buen seguro; sólo que el muñeco se acaba, el deber del muñeco, cuando bajo la cascara aparecía lo amargamente humano, lo instintivamente animal.
       Su acompañante, que en la cara tenía la soledad de raíz arrancada, extendió a la inmensa sombra verde que empezaba en la tierra y acababa en el mar, sus manos de lodo negro con las uñas lentejueleantes de luciérnagas, y dijo:
       —¡Hermano del correo es el horizonte del mar cuando se pierde al infinito para entregar la correspondencia de los periquitos y las flores campestres a los luceros y a las nubes! ¡Hermanos del correo, los bólidos que llevan y traen la correspondencia de las estrellas, madrinas de las «tecunas» y «tecunas» ellas mismas, porque después de beber espacios con andadito de nube, se van, desaparecen, se pierden como estrellas fugaces! ¡Hermanos del correo los vientos que traen y llevan la misiva de las estaciones! ¡La estación de la miel, Primavera; la estación de la sal, Verano; la estación de los peces, Invierno; y el Otoño, la estación de la tierra que cuenta los muertos del año en el camposanto: uno, dos, tres, diez, cien, mil, aquí, allá, más allá, y tantos y tantos en otros lugares! La carne tiene probada la bebida de emigrar, polvo con andadito de araña, y tarde o temprano ella también emigra como estrella fugaz, como la esposa huyona, escapa del esqueleto en que le tocó estar fijamente por una vida, se va, no se queda; la carne también es «tecuna»…
       El señor Nicho enmudeció de espanto al ver que el brujo dejaba de hablar y venía hacia él, apretó la espalda contra los sacos de correspondencia para defender las cartas como parte de su carne. Pero fue inútil. Hay fatalidades como la muerte. La gana, así a lo macho, la gana de encontrar a su cosquilla, cosquillita de mujer en una lejana parte del cuerpo, le hizo ceder y en un fuego de palos secos cayeron los costales de lona tatuados con letras cabalísticas.
       La hoguera tardó en morder la lona. No le entraban los dientes del fuego, húmeda y pegajosa, tal si hubiera absorbido todo el sudor de angustia del señor Nicho al no saber qué hacer entre sus deberes como muñeco-correo y la cosquillita de su mujer. Pero llamas de dientes de jaguar, llamas color de danta con la lengua fisgosa, llamas de enredijo de pelo de oro como leoncillos, mellaron la resistencia de los bolsones de lona rayados, y por un primer pedazo quitado, mascón abierto en negro y oro, penetraron en el interior de donde saltaron puños de papeles ardiendo: cartas de sobres cuadrados, de sobres largos, paquetes de papeles de colores, pedazos de lacre que se derretían como costras de sangre, trozos de cartón, estampillas…
       El señor Nicho Aquino cerró los ojos. No quiso ver más. No tuvo valor para ver quemarse lo que no había defendido, para ver salir, igual que la oreja de un conejo blanco, la punta de la partitura que don Deféric enviaba a Alemania; el retrato de uno de los militares, algún oficial de la guarnición, que se retorcía en el fuego como si vivo lo quemaran; los billetes de banco que no ardían pronto, que empezaban a arder por las orillas gastadas y sucias por el uso de las mil manos de gentes que los habían contado, ensalivado, defendido y, por último, perdido; los pliegos del juzgado en papel como de hueso; las cartas del padre Valentín, escritas con letras de andadito de mosca, en demanda de auxilio contra la plaga de las «tecunas».
       El señor Nicho, con los ojos cerrados, oyó que arrojaban la ceniza de la correspondencia a los cuatro nudos del cielo. Era ceniza de ruindad. Se reunieron los brujos engarabatados, enigmáticos; pelo y barbas; más vegetales que humanos, sin sexo, sin edad. El señor Nicho debía saber por boca de ellos dónde estaba su mujer desaparecida de su rancho sin dejar rastro.
       … Bububú, bububú, jarría con agua hirviendo. Un trapo blanco. Un pedazo de trapo blanco en el lazo del patio, después del toque de oración casi oscuro. Perro que busca ansiosamente a la persona que acompañaba, alrededor del sitio en que se le desapareció. Va y viene, se para, husmea, suelta pequeños latidos de lloro, vuelve la cabeza, se empina sobre las patas delanteras para ver adelante, rasca, da vueltas, corre para un lado, corre para otro lado, sin encontrar lo que ha perdido: una mujer que salió de su casa con la tinaja de acarrear agua en la cabeza, sobre el yagual blanco, y a quien él seguía de cerca, olfateándole los talones, las naguas. Se borró, ya no estuvo, ya no la vio más, por más que la buscó, ni la tinaja, ni los pedazos de la tinaja, con tinaja y todo faltó de repente de la superficie del suelo. Primero creyó el perro que se había detenido y agachado a buscar algo, a recoger algo que se le había caído, o simplemente para rascarse un pie; pero no fue así: faltaba el bulto, faltaba ella. Mucho tiempo siguió buscándola, después de aquellos primeros momentos de duda, con el desasosiego más angustioso, congoja de lanzadera, asustadizo, sin saber qué hacer. De seguido hurgaba pequeños trechos de terreno, para luego levantar la cabeza y olfatear en el viento la ausencia de la que iba con él y de momento, en el tiempo que dura un segundo, lo abandonó, lo dejó solo, igual que si se le hubiera escondido. A saltitos, entre ladridos y lloros gemebundos de bestia que se atonta y teme por la vida del amo, siguió en el lugar desorientado, y sólo bien entrada la noche volvióse a casa, donde se derramaba el agua de la jarría, al hervir, apagó el ruego; el trapo seguía en el patio oscuro como una mancha blanca.
       El señor Nicho reunió todas sus fuerzas para hacer frente a su desgracia. ¡Chucho al fin!, fue todo lo que dijo, en tono de reconocimiento a la fidelidad de Jazmín, el único que en la soledad de aquel campo cercado de alambres, vio la tragedia y retornó al rancho solo. Y no la encontró más, la anduvo buscando en la casa; al menos oír su voz, sentir su sombra caliente de mujer limpia cuando se salía a peinar al sol. Esa noche aulló desconsoladamente.
       Al correo se le llenaron los ojos de pedazos de chayes que se fueron licuando en los pozos sin fondo de sus ojos. Tenía él también que tragársela con los ojos. Él también. Tragársela. Tragarse la imagen adorada como se la había engullido la tierra sin dejar rastro, sin que se hubiera levantado del suelo húmedo, barroso, la frágil polvareda que las levanta el que se cae. Nada. Cayó en un pozo de quién sabe cuántas varas de profundidad, de esos pozos que perforan en busca de agua y dejan abiertos al no encontrar, sin señal de peligro, sin broquel de ladrillos. Sesenta, ochenta, ciento veinte varas, por allí el agua es raíz honda. Un pozo oculto en la maleza como un reptil de cuerpo vacío y fauces sin dientes. La palabra se le volvía llanto y la tomaba de su recuerdo viva, linda, rechula, y por sus ojos mojados la dejaba caer dentro de su cuerpo adolorido, sin poder hacerse, aunque ya se iba haciendo, a la idea de que ya no la volvería a ver, a oír, a tocarle las manos, a sentir el olor de sus cabellos bañados en agua dulce y oreados al sol de la mañana, a pulsarla cuando jugandito la alzaba del suelo ingrato que se la tragó, para llevarla de un lugar a otro; ella pataleaba, se enfurecía, se ponía nerviosa, pero luego la risa le picoteaba los hoyuelos de lado y lado de la boca. Y más pena le causaba —el pesar es un mundo de raíces que duelen— la pérdida de la suave compañera de trapos de manta con el olor de las servilletas en que hubo calor de tortillas, dócil y manejable compañero de sus noches desatinadas por el calor de las cobijas, por la gana de ponerla bajo su respiración. El Llanto le formaba al borde de los párpados, entre las pestañas, círculos líquidos, luminosos, tembloroso mundo de círculos concéntricos. Se había ido poniendo color de espina. Dejó su caparazón de hombre, muñeco de trapo con ojos goteantes, su trágico duelo de hombre inseparable del recuerdo de su mujer convertida en un montón de huesos, y carne, y pelo, y trapos, y pedazos de tinaja, y frío de soguillas y aretes, y enredijo de yagual, en el fondo de un pozo en que ella, por ir a traer agua, fue al encuentro de su tiniebla. Dejó su caparazón de hombre y saltó a un arenal de arenitas tibias y de lo más arisco bajo sus cuatro extremidades de aullido con pelos. El brujo de las luciérnagas que le acompañaba, desde que se encontraron en la Casa Pintada, seguía a su lado y le dijo ser el Curandero-Venado de las Siete-rozas. Mirándolo bien, su cuerpo era de venado, su cabeza era de venado, sus patas eran de venado, su cola, sus modales, su trasero. Un venado con siete cenizas en el testuz, siete erupciones blancas de volcán entre los cuernitos de aguijón con miel dorada nacida de sus ojos de oro oscuro.
       Y él, sin decirlo, proclama ser coyote con sus dientes de mazorca de maíz blanco, su alargado cuerpo de serrucho serruchando, echado siempre hacia adelante, sus cuatro patas de Lluvia corredora, sus quemantes ojos de fuego líquido, su lengua, su acecido (al acezar hacía sufulufulufú…), su entendimiento, sus cosquillas.
       La vida más allá de los cerros que se juntan es tan real como cualquier otra vida. No son muchos, sin embargo, los que han logrado ir más allá de la tiniebla subterránea, hasta las grutas luminosas, sobrepasando los campos de minerales amarillos, enigmáticos, fosforescentes, de minerales, de arco iris fijo, verdes fríos inmóviles, jades azules, jades naranjas, jades índigos, y plantas de sonámbula majestad acuática. Y los que han logrado ir más allá de la tiniebla subterránea, al volver cuentan que no han visto nada, callan cohibidos dejando entender que saben los secretos del mundo que está oculto bajo los cerros.
       La niebla subterránea no es invencible; pero ciega totalmente, duerme los dedos, la lengua, los pies y vacía poco a poco la cabeza por los oídos, por las narices en forma de sangre de oído y sangre de narices, a los que decididos a todo avanzan por las cuevas que aquí se enroscan igual que cueros pegajosos de serpientes que hubieran quedado vacíos, donde no estuviera la serpiente, sólo el cuero, allá se ensanchan en espacios abovedados como iglesias, más allá se empapan sus paredes de gotitas de agua destilante, y más en lo profundo se calientan como si en sus cavidades silenciosas hubieran hecho barbacoas y donde el calor picaba como chile en polvo, un calor seco, salado.
       Los que decididos a todo penetran algunas leguas dentro de la tierra, valiéndose de hachones de ocote que les dan ojos, muchas leguas entre lagunas cubiertas de gorgojos de oscuridad en alforzas de gusano, abismos en los que hay pueblos sepultados a quienes acompaña únicamente el funesto canto del guácharo, y tantas leguas más en medio de un tropel de hormigas, zompopos, reptiles y alimañas tal vez inofensivos a la luz, pero en la tiniebla pavorosos en sus más leves movimientos, casi todos los que regresan con vida vuelven del misterio con los ojos cavados por ojeras profundas, los labios quemados de fumar, los tobillos flojos de cansancio, congelados, tiritantes. ¿Pasaron por una larga enfermedad? ¿Pasaron por un largo sueño? Si hubieran tenido ojos de animales de monte, como el Curandero-Venado de las Siete-rozas y el Correo-Coyote, para ver en la tiniebla misma, habrían seguido impávidos hasta las grutas luminosas. Ojos de animales del monte tenían el Curandero y el Correo, venado y coyote. Los brujos de las luciérnagas, descendientes de los grandes entrechocadores de pedernales, les colocaron en los ojos, en las pupilas-globitos de vidrio de sereno, unto de luciérnaga para que vieran en lo profundo de la tierra el secreto camino en que iban acompañados de centenares de animales, de sombras de animales abuelos, de animales padres que llegaban a enterrar pedacitos de los ombligos de sus nietos e hijos, nacidos de las tribus, junto al corazón del caracol, junto al corazón de la tortuga, junto a la miel verde de las algas, el nido rojo del alacrán negro, el eco sonajero de los tunes. Ellos mismos, sus nietos, sus hijos, vendrán después, si la vida les da licencia, para las confrontaciones con sus nahuales o animales que los protegen.
       Los que bajan a las cuevas subterráneas, más allá de los cerros que se juntan, más allá de la niebla venenosa, van al encuentro de su nahual, su yo-animal-protector que se les presenta en vivo, tal y como ellos lo llevan en el fondo tenebroso y húmedo de su pellejo. Animal y persona coexistentes en ellos por voluntad de sus progenitores desde el nacimiento, parentesco más entrañable que el de los padres y hermanos, sepáranse, para confrontarse, mediante sacrificios y ceremonias cumplidos en aquel abovedado mundo retumbante y tenebroso, en la misma forma en que la imagen reflejada sepárase del rostro verdadero. El Correo y el Curandero han bajado a presenciar las ceremonias.
       Los que descienden, y sólo descienden los que tienen ojos con unto de luciérnaga, mitad hombres, mitad animales de monte, se acomodan como sombras humanas en las grutas oscuras, sobre colchones de hojas o en la pura tierra, absteniéndose de comer, de beber, de hablar, sin saludar a sus amigos o conocidos para cortar toda relación humana.
       Sombras solitarias, muertos negros con ojos de pupilas alumbradas miles de años atrás, contemplan con indiferencia la orfandad tenebrosa en que se mueven.
       Hasta nueve días prolongan este abandono voluntario y enloquecedor, del que algunos escapan alucinados a buscar el sol, llorando, sollozando al salir de las cuevas donde dicen haberse perdido. Sólo los que a fuerza de valor sosegado agotan su tiniebla salen a la luz preciosa.
       Preparados por aquella larga noche de nueve días de oscuridad y nueve noches aún más oscuras, los que no huyen, soportada esta prueba, asoman a una gruta tenuemente alumbrada, tiritantes, nocturnos, como parte de la tiniebla en que estaban igual que murciélagos de pelo de tiniebla, igual que muñecos de pelo de tiniebla, sacudidos por el frío de la muerte en sus ponchos de lana, bajo sus sombreros de paja y punta de techo de rancho, y se acusan en alta voz de ser hechos de barro, estatuas de arcilla que la sed botara en pedazos. Estas vociferaciones las ejecutan subiendo y bajando por los peñascos de la gruta espaciosa y poco alumbrada en que se mueven. Caer, saltar, resbalar, acuñarse de espaldas restregándose en las rocas, ir de pecho reptando en las cornisas, codos, uñas, rodillas, todo para correr el riesgo litúrgico sin caer en el espanto del abismo o en el agua profunda y estancada que no ha visto ojos de mujer. El cansancio los entorpece, les falta por momentos el resuello, abren la boca para ayudarse a respirar, basquean, se desvanecen algunos, otros pierden la cabeza y se arrojan a los grandes barrancos, a los profundos barrancos, hojas que caen parecen, tardan en caer, se destrozan en las piedras al caer. Cuatro días duran multiplicando sus ademanes torpes en esta danza desacompasada, dándose topetones de borrachos, arrancando pedazos de tierra con sabor a raíces para sustentarse, mitigando su sed de bagazos humanos en la arenisca húmeda de las peñas, gemebundos, lastimosos, vacilantes los más viriles y los otros desplomados en un sueño profundo. Los brujos de las luciérnagas vienen en su ayuda. Les anuncian que no son hombres de barro, que los muñecos de lodo caedizo y tristes fueron destruidos. Asoman en plena noche de aromas a esperar el sol. Los que subsisten. La luz preciosa los inunda, penetra por sus ojos, sus oídos, sus dedos, por los millones de ojitos de esponja de sus poros abiertos y gozosos hasta empapar sus corazones de arena colorada y volver de sus corazones convertida en una luz que no es la luz que rodea al hombre, que ha estado dentro del hombre, la luz que por humana permite ver el nahual separado de la persona, verse la persona tal y como es y al mismo tiempo su imagen en la forma primigenia que se oculta en ella y que de ella salta al cuerpo de un animal, para ser animal, sin dejar de ser persona.
       Relámpago de nácar, choque de sol y hombre. Los que se confrontan con su nahual así, fuera de ellos, son invencibles en la guerra con los hombres y en el amor con las mujeres, los entierran con sus armas y sus virilidades, poseen cuantas riquezas quieren, se dan a respetar de las culebras, no enferman de viruela y si mueren diz que sus huesos son de piedralumbre.
       Una tercera prueba los espera. Salen a lo alto de las selvas frías, hundidas en evaporaciones que forman una oscuridad blanca que los borra todo, todo, igual que la oscuridad negra de las cuevas. Se mueven, como si nadaran, entre las hojas de árboles y ceibas que con sus ramajes tejen una llanura de cientos de leguas verdes sobre el suelo verdoso que se extiende abajo. Una llanura aérea suspendida de las ramas sobre la cara terrestre. Mundo de nube evaporándose: orquídeas blancas, estáticas, inmóviles; orquídeas carnívoras, activas flores-animales de piel verde y gargantas de «de profundis» y erisipela; cientopies de andar de pelo; arañas enloquecidas; escarabajos rutilantes; fluida soga de víboras que al dormir parecen escuchar címbalos; taltuzas pizpiretas, mapaches que lavan su comida; micoleones; ardillas; legañosos ositos colmeneros; pichones de nidos hediendo a cal y plumas; aguamiel de miel de mariposas y rocío empozado en ramas mutiladas de bambú; sangre de gallos vegetales en floreadas crestas de fuego; fuego verde de hojas de espina quemante; heléchos de larga crin dormida en rizos; colmenas; enjambres de ruido jabonoso…
       Cuatro días pasan en esta llanura aérea suspendida de las columnas de las ceibas sobre la tierra llana, los que salieron de la negra oscuridad de las cavernas a la blanca oscuridad de las neblinas. Cuatro días y cuatro noches sin dormir, invencibles, entre los tejedores del cansancio y los buitres, sin más alimento visible que las hojas del ramón, sin más habla que sus gestos, al andar agarrados siempre de las ramas, baja la cabeza, tronchados de la nuca, sin equilibrio, los pies con movimientos de manos, desnudos o medio desnudos, risa y risa, con el sexo al aire. La luz les produce una casta somnolencia. Se amodorran. Se rascan. Al cuarto día, al voltear el sol hacia Poniente, los brujos les anuncian que no son hombres de madera; que no son muñecos de los bosques, y les dan paso a la tierra llana, donde les espera en todas las formas el maíz, en la carne de sus hijos que son de maíz; en la huesa de sus mujeres, maíz remojado para el contento, porque el maíz en la carne de la mujer joven es como el grano humedecido por la tierra, ya cuando va a soltar el brote; en los mantenimientos que allí mismo, después de las abluciones en baños comunes, toman para reponer sus fuerzas: tortillas de once capas de maíz amarillo con relleno de frijoles negros, entre capa y capa, por las once jornadas en las cuevas tenebrosas; pixtones de maíz blanco, redondos soles, con cuatro capas y relleno de rubia flor de ayote corneto, entre capa y capa, por las cuatro jornadas de la tierra evaporándose; y tamales de maíz viejo, de maíz niño, pozoles, atoles, elotes asados, cocidos.
       Llegados allí, viendo todo aquello, el Curandero y el señor Nicho, venado y coyote, sacudieron sus cuatro patas o verduras arrancadas de la tierra. Los invencibles, bañados en corrientes subterráneas de ríos helados como metales, comidos y vistiendo sus ropas de fiesta, embarcan en canoas ligeras hacia las grutas luminosas.
       ¡Mi mojarra de pedernal te proclama! ¡Mi cabello peinado con agua! ¡Mi alrededor de ti, yo! ¡Yo alrededor tuyo, tu alrededor mío! ¡Recto es el árbol del cielo y en él, antes que en la tierra, pasa todo: las victorias y las derrotas, antes que en la tierra, antes que en el lago, antes que en el corazón del hombre! ¡Tus manos llenas, tu frente verde, su mundo entre rodillas de agua, carne de flor a fuerza de estar arrodillado!
       ¡El primer día de una ciudad de campesinos con raíces de plantas medicinales, se alzó para escudarte contra el murciélago, para que tú, solar y vertebrado en médula de cañas melodiosas, con el vello rubio del sexo en la cabeza, fueras decapitado en sazón, entre las pirámides de eslabones de serpiente, el pez lunar y la niebla de los desaparecidos!
       Estructuras subterráneas repiten sin labios, voz directa, rígida, salida de la garganta humana a la cavidad de las grutas con galillos de diamante, el canto de los brujos de las luciérnagas. La voz estalla, es un petardo que se abre dentro del oído secreto de las piedras, pero el eco la recoge y con barro de escultor de modulaciones la modela de nuevo, hasta dejarla convertida en copa resonando, copa de la que toman los que no fueron vencidos en el fondo de la tierra, el vuelo bebible de las aves, para no ser vencidos en el cielo.
       El Curandero señala con su pata de venado, entre los invencibles, al Gaspar Ilóm. Se le conoce porque come mucho chile picante, por sus ojos sigilosos y por el pajal cano de su cabeza.
       El Coyote-Correo, Nicho Aquino, ve al Cacique de Ilóm entre los invencibles, mientras el Curandero-Venado de las Siete-rozas le explica:
       —Por la noche subieron los conductores del veneno a darle muerte, en medio de una fiesta. Sus labios chuparon de un guacal de aguardiente el veneno blanco, sorbiéndolo por poquitos con el licor. La Piojosa Grande, su mujer, se despeñó al verle los labios salóbregos de veneno. El Gaspar quiso matarla, pero llevaba a su espalda el bulto de su hijo. Invencible, como es, se bebió el río para lavarse el veneno y, superior a la muerte, volvió con el frutodel alba en busca de sus hombres; pero ¡ay!, de sus hombres sólo quedaban los cadáveres macheteados, tatuados por la pólvora en disparos hechos a quemarropa. Entonces, perseguido por las descargas de los que le querían vivo o muerto, se arrojó de nuevo al agua, al río, a la corriente, invencible, como se ve aquí entre los invencibles. Yo salvé de la matanza —prosiguió el Curandero, una nube de mosquitos volaba cerca de su oreja de venado—, porque tuve tiempo de volverme lo que soy, de sacar mis cuatro patas, si no allí me dejan tendido, hecho picadillo de carne, como a los otros brujos de las luciérnagas que recibieron los primeros machetazos dormidos, sin que tuvieran tiempo de convertirse en conejos. Eso eran, conejos, los conejos de las orejas de tuza. Pedazos los hicieron, pero los pedazos se juntaron, de cada brujo reptó el pedazo que quedó vivo para formar un solo brujo, un brujo de pedazos sangrantes de brujos, y todos a una voz, por boca de este ser extraño de muchos brazos, de muchas lenguas lanzaron las maldiciones: ¡Fuego de monte matará a los conductores del veneno! Quemados murieron Tomás Machojón y la Vaca Manuela Machojón. ¡Fuego de séptima roza matará al coronel Gonzalo Godoy! Quemado, aparentemente, murió en «El Tembladero», el Jefe de la montada.
       —Aparentemente… —dijo el Coyote, que estaba queriendo decir algo; más bien el señor Nicho escondido en el coyote.
       —Sí. Los brujos de las luciérnagas, descendientes de los grandes entrechocadores de pedernales, lo condenaron a morir quemado, y en la apariencia se cumplió la sentencia, porque los ojos de los buhos, fuego con sal y chile, lo clavaron poro por poro en una tabla, donde quedó tal y como era, tal y como es, reducido con su cabalgadura y todo al tamaño de un dulce de colación. Él quiso suicidarse, pero la bala se le aplastó en la sien, sin herirlo. Un pequeño militar de juguete, para cumplir su vocación. Los militares tienen vocación de juguetes.
       El Correo-Coyote movió la cola. Oír todo aquello que pasó antes como si estuviera sucediendo ahora, a la puerta de las grutas luminosas, entre gente que desembarcaba de las canoas sigilosas para llevar sustento de pom a los invencibles, presentes como sueños en las rocas revestidas de piedras preciosas; los que nutren de humo perfumado y de la flor del aire o floréenlas que se soltaban desde las embarcaciones con un hilo por toda la raíz, soplándolas para que ascendieran y quedaran detenidas en los encajes de diamantes y perlas que caían, que subían, imantándose mutuamente con sus delgadas antenas de mariposas muertas.
       —Y después de las maldiciones, el fuego —empinóse con solemnidad el venado, el Curandero, sacudiendo su boca ribeteada de negro sobre sus dientecitos blancos— se apagó de un soplido, como se apaga una llama, la luz de las tribus, la luz de los hijos de las entrañas de estos hombres malos como el pedregal que en invierno quema de frío y en verano quema calentado por el sol. En ellos y en sus hijos y descendientes se apagó la luz de las tribus, la luz de los hijos. Machojón, el primogénito de Tomás Machojón, el conductor del veneno, fue convertido en luminaria del cielo cuando iba a pedir la mano de Candelaria Reinosa, y los Tecunes decapitaron a los Zacatón, que fueron arrancados de la vida como cortar zacate, descendientes todos, hijos o nietos, del farmacéutico Zacatón que a sabiendas vendió el veneno con que había dado muerte a un infeliz chucho de jiote.
       Relámpagos de sol entre los árboles, al través de las galerías, cambiaban la decoración de las grutas, ahora de esmeraldas, verde mineral que descendía en medio de una atmósfera de jade verdeazul a la verdosidad, sin reflejo, de las aguas vegetales, profundas.
       Cabía preguntar muchas cosas, pero por ser lo que más le intrigaba, el señor Nicho se atrevió, no sin que le escarbajeara el espinazo una nerviosidad de coyote maligno.
       —¿Y la piedra de María Tecún?
       —Tu pregunta, pelo grueso, pelo con filo, es un estribo para que yo me monte en la contestación.
       —Pelo grueso, pelo con filo te lo pregunta, porque es mucho lo que se cuenta de María Tecún, de las «tecunas», que son las mujeres que se huyen, y muchos los hombres que se han perdido en la Cumbre de María Tecún… —se pasó un trago largo de saliva de coyote, amalgama de lágrimas y aliento de cerbatana para el aúllo, antes de poder decir—:… y porque de allí vino mi disturbio. Sufrí lo que no se puede explicar a nadie que no sea animal y humano, como nosotros. Sentía en la cabeza que los celos me formaban cuajarones de sangre gorda, morada, que luego de tupirme, se me derramaba por la cara, caliente, para quedárseme por fuera pegada, hasta enfriarme la vergüenza con la muerte, igual que una mancha de cangro. Pero mis celos llevaban por debajo unas pústulas de lástima, y entonces me sentía capaz de perdonarla: ¡pobrecita, le dieron a beber polvo con andado de araña!; ¡y no era la lástima, me agarraba una gran cosquilla en la nuez, estrujándomela hasta producirme basca, al tiempo que dos círculos, también de cosquillas, se me pegaban a mamarme las tetillas, y un círculo de agua honda se me enroscaba en la cintura, y entonces, no sólo me sentía capaz de perdonarla, sino de quererla de nuevo para mis secretos quereres, complaciéndome en saber el que en su huida otro la hubiera conocido, gustado de su carne, de su interior de gruta luminosa, sólo que en ese hondón de cueva húmeda de su sexo, las rocas de punta y punta se mueven como raíces animales. Nadie que no sea animal y humano puede comprenderme. Después, ya sé lo sucedido; pero para llegar a este triste consuelo de saberla muerta —sólo el chucho fue testigo de cuando salió por agua y al atravesar un campito de zacatal cayó en un pozo— lo que habré pasado: sin duda mordí animales indefensos, sin duda asusté en los poblados, sin duda aullé junto a los cementerios, sin duda enredé el ovillo de mi locura en cuatro patas, alrededor de la piedra de María Tecún, entre neblinas y sombras…
       —Salgamos del mundo subterráneo, el camino es corto y el relato largo, y sencilla la explicación si volvemos a la Cumbre de María Tecún…


[19]

       El señor Nicho Aquino no podía volver a San Miguel Acatan. Lo queman vivo como vivas quemaron las cartas que llevaba para el correo central, los brujos de las manos negras y uñas de luciérnagas. Después de correr tierras ratos de hombre, ratos de coyote, apareció en un poblado que parecía edificado sobre estropajos. Lo certero, porque se veía, era que estaba construido sobre fierros, tablones y pilastras de cemento y troncos de árboles surdidos en el agua del mar, todo salóbrego, y aparatado de fiebre palúdica. Las casucas anegadizas, a las que se llegaba por graderíos de tablas sobrefalsas a corredores de pisos de madera carcomida, algunas con ventanas de vidrios que se cerraban como guillotinas, todas con tela metálica, y otras construidas en la pura tierra caliente, tierra hediendo a pescado, con techos de paja y puertas vacías como ojos tuertos. Dentro de las casas una sensación de gatos con catarro. Las cocinas de fierro. Las cocineras negras. Se cocinaba con petróleo, aunque en algunas casas existía el poyo cristiano, de cal y canto, con hornillas, y se cocían los alimentos con leña o carbón vegetal.
       Tiempo fresco, decían las gentes, y el señor Nicho sentía que se asaba. Andaba llegando de la montaña, prófugo de la justicia. Le acumulaban, además del delito de infidelidad por la guarda de documentos, la muerte de su mujer, de quien no se tuvo más noticias. Cuesta acostumbrarse a la costa. Le dio acomodo, como demandadero, la dueña de un hotelucho que tenía más traza de hospital. Los cuartos de los huéspedes empapelados con un tapiz de flores que a fuerza de llevar sol se habían borrado. Un hotel con muchos gatos, perros, aves de corral, pájaros en jaulas, loros y un par de guacamayas que brillaban, igual que arco iris, entre tanta cosa sucia y servían de amuletos contra incendio.
       Un solo huésped. Un huésped incógnito. Bajaba de un barco cada seis o siete días, con la pipa en la boca y la americana doblada en el brazo de carne blanca, rostro rojizo de quemadura de sol, rubio, medio cojo. Se le mudaba la servilleta en cada comida, para que se limpiara los bigotes y al señor Nicho le tocaba pasarle los platos: caldo, arroz, carne, platanitos, frijoles y algún durazno en dulce. Supo que era belga. Lo que no pudo averiguar nunca fue a qué se metía al mar. No pescaba. No traía sobrantes de mercaderías como los contrabandistas. Sólo él, su saco y su pipa. Conversando con la dueña del hotel, la Doña, le dijo que ella suponía que se ocupaba de medir la profundidad del mar, para ver si podían entrar los barcos ingleses, en caso de que hubiera bulla con la Inglaterra. El tren monótono de la vida, sólo comparable con el trencito del muelle que lleva y trae los carros de mercaderías. Un respiro en las tardes olorosas a bambú fresco, ya bien caído el sol.
       Pero el señor Nicho que servía para todo —¡sólo de mujer no he hecho yo aquí!, decía a su patrona—, para lo que más estaba era para ir dos veces por semana y a veces hasta tres, según los encargos, en un barquichuelo guiado por un lanchero, al Castillo del Puerto.
       Mientras en la costa del lado del puerto y aledaños quedaban las palmeras de troncos reflejados en el agua como culebras que fueran saliendo del mar, por el otro lado se iba pintando en la lejanía líquida, igual que una gran oropéndola, el Castillo del Puerto.
       El reloj del tamaño de una pequeña tortuga que la Doña le daba para la hora —el mar como toda bestia tiene sus horas y de noche se embravece—, lo llevaba atado con una cadena casi de preso al segundo ojal de la camisa caqui, y su tic-tac le repercutía en el esternón, hasta que el hueso se acostumbraba a ir entre dos pulsaciones, la de su sangre y la del tiempo. De lado y lado, mientras la canoa cargada de mercaderías al internarse en el mar se iba afilando, alargando, más angosta que un palo, casi como un hilo, el horizonte iba extendiéndose, salpicado aquí y allá por cabezas y colas de tiburones. Colazos, tarascadas, ruidos groseros, vueltas y medias vueltas en el silencio del agua, bajo el silencio del cielo.
       A veces llevaba a un pasajero o pasajera que se hospedaba en el Hotel King y convenía con la Doña que le diera alquilada la lancha para ir hasta el Castillo a visitar a alguno de los presos. Y en este caso, el señor Nicho les hacía bulto en la lancha, para que alguno de la casa fuera con ellos y aprovechar el viaje pagado para dejar encargos.
       Los presos del Castillo del Puerto impresionaban a Nicho Aquino, montañés, por los cuatro costados, porque encontraba que a fuerza de estar allí encerrados en medio del mar, íbanse volviendo unos seres acuáticos que no eran hombres ni pescados. El color de la piel, de las uñas, del cabello, el tardo movimiento de sus pupilas, casi siempre fijas, la manera de accionar, de mover la cabeza, de volverse, todo era de pescado, hasta cuando enseñaban los dientes al reír. De humano sólo tenían la apariencia y el habla que en algunos era tan queda que podía decirse que abrían y cerraban la boca soltando burbujas.
       En ese Castillo del Puerto, habilitado como prisión, entre esos hombres peces, cumplían condena por fabricación clandestina de aguardiente, venta de aguardiente sin patente, falso testimonio, robo e insubordinación, los reos Goyo Yic y Domingo Revolorio. Tres años y siete meses les echaron a cada uno, sin abonarles el tiempo que estuvieron presos en Santa Cruz de las Cruces. Los compadres eran los mejores clientes de palma de hacer sombrero, de la Doña del King. Días y días se pasaban uno frente a otro sentados en dos piedras, ya desgastadas antes que ellos llegaran, trenzando la palma en interminable listón que enrollaban hasta tener una buena cantidad y entonces coser el sombrero, los sombreros que fabricaban para vender por docenas. Revolorio siempre que terminaba el guacal de la copa de un sombrero se echaba de codos sobre sus rodillas y mirando al mar hablaba de tener bastante para hacerle un sombrero del tamaño del cielo. Goyo Yic pensaba cuando hacía girar en su mano el sombrero ya terminado, en los pensamientos que como en una pecera invertida, nadarían en él, desde el pececillo hasta el tiburón que se los traga a todos. En la cabeza pasa como en el mar. El pensamiento grande se come a los demás. Este pensamiento fijo que no se sacia. Y el pensamiento-tiburón en la cabeza de Goyo Yic seguía siendo su mujer acompañada de sus hijos, tal y como le abandonó la casa aquella mañana en las afueras de Pisigüilito. ¡Qué de años corridos! Anduvo de achimero se puede decir hasta que cayó preso, buscándola por todas partes, dando encargos para si alguien la veía que le dijera dónde estaba, y nunca supo nada, nunca tuvo la menor noticia de ella. Ciego se le salía el corazón, después de tanto tiempo, a llamarla por su nombre, como salió él, ciego entonces, de su casa gritándola: ¡María TecúúúÚÚÚn!… ¡María TecúúúÚÚÚn!…
       Los presos. Unos ciento veinte embrutecidos por el comer y el dormir, sin hacer nada. El sol secaba la atmósfera y el aire de sal que respiraban los mantenía con sed. Una gordura húmeda de pescados Usos, sin escamas. Los que enloquecían se arrojaban al mar desde los torreones. El agua se los tragaba, seguidos verticalmente por los tiburones y en el libro de la cárcel se anotaba una baja, sin poner la fecha. La fecha se fijaba cuando dejaba de comer el muerto, vísperas de Llegar algún «cabezón» del puerto. Mientras tanto, el muerto comía, para los bolsillos del señor director.
       No eran presos especiales. Eran presos olvidados. El remanente de las cárceles se mandaba allí de temporada. Cuestión de suerte. A veces limpiaban los cañones del castillo, ocupación que distraía a unos y enfadaba a otros. Limpiar vejestorios. Peor que no hacer nada es hacer cosas inútiles. Sebo y trapos hasta que los bronces quedaban limpios, con leones y águilas en sus escudos imperiales.
       Un extraño rótulo de letras que con algún fierro al rojo grabaron en un tablón, decía: PROHIBIDO HABLAR DE MUJERES. ¿De cuándo databa aquella inscripción en el tablero carcomido, seco de sol, seco de sal, madera ya ceniza? Se contaba que aquella voluntad en letras de molde navegó por todos los mares en un barco pirata. En la época heroica del castillo la advertencia se cumplía bajo pena de muerte. Idas las guarniciones llegaron los cuervos a sacar los ojos a las ausencias de mujeres que allí se habían hecho, sin hablar de ellas, pensando en ellas. Ahora aquel sitio hediendo a orines era el rincón más abandonado de la fortaleza.
       —Fortuna, compadre, que usté no estaba cuando el letrero ese era cosa seria.
       —¿Qué me hubieran hecho? —contestó Goyo Yic a Revolorio.
       —Pues casi nada le hubieran hecho: una piedrita de seis arrobas en el pescuezo y al mar.
       —Y digo yo, compadre…
       —Hable, compadre Goyo, pero no de mujeres…
       —El castigo no debe haber rezado con los que hablaban de su madre, porque tal vez eso sí era permitido, porque antes que todo la madre.
       —Usté lo está diciendo, compadre, y por eso también era prohibido hablar de las santas madres; no… si el rótulo es sabio… Nada hay que aflija más que las pláticas en que salen a bailar las autoras de los días de los hombres. El soldado se debilita cuando empriende a hacer recuerdos dulces de pasados días. Deja de ser soldado y se vuelve niño.
       Un carcelero con cara de llave torcida, saliéndoles al encuentro les señaló el cielo limpio, sin una nube, y todo el azul asfixiante del mar atlántico.
       —Ahora hay que aprovechar para ver si se alcanza a ver la otra isla. Es una isla grande. Se llama Egropa.
       Los compadres y el carcelero subieron a uno de los torreones. Un puntito oscuro en la lámina del mar. La barca del señor Nicho que regresaba a tierra desde el castillo. Una que otra palabra cambiaba el señor Nicho con el panguero. Juliancito Coy, aunque por defecto de pronunciación decía «Juliantico», así se nombraba el panguero. Desnudo, sólo con taparrabos. Sabía poco y sabía mucho. Pocas letras y mucha lancha. Así le hablaba Nicho Aquino. Juliantico mostraba su dentadura de pescado y combinando el remar con el hablar, entredecía: Mucho tiburón aquí y allá juera en la tierra mucho lagarto; es que uno como lo que es, es comida, estos babosos se lo quieren comer. Por una escalera treparon al muelle de la Aduana chiquita. El señor Nicho arreó con sus bártulos, canastos y cajones vacíos, y el lanchero con su remo al hombro, cada cual para su casa, si te vi no me acuerdo.
       —Compadre, la isla Egropa… —señaló Revolorio, al tiempo de dar un ligero codazo a Goyo Yic.
       —De veras, compadre, ¿cómo la alcanzó a ver?…
       El carcelero cegatón y bigotudo arrugó la cara al entrecerrar los ojos para descubrir en el horizonte la isla Egropa. No vio nada, pero bajó contando que si no era la isla de Cuba, era la isla Egropa la que habla devisado, bien devisada.
       Cinco meses le faltaban a Goyo Yic (y a su compadre ¡por supuesto!), para cumplir la condena, cuando un día —cosiendo un sombrero estaba, un sombrero que tenía de encargo— oyó gritar su nombre con todas sus letras a la entrada del castillo, entre los nombres de nuevos presos que iban desembarcando de una lancha a vapor, con bandera, soldados y corneta, y que el alcaide recibía por lista escrita.
       —¡Goyo Yic! —cantó el alcaide, al pasar lista.
       El compadre Tatacuatzín dejó lo que estaba haciendo y salió a conocer a ese que debía ser su pariente. Por de pronto era su doble tocayo, de nombre y apellido.
       Un muchacho de unos veinte años, delgado, con el pelo negro, la cara fresca, los ojos vivos, el porte altivo, era Goyo Yic.
       Tatacuatzín le preguntó:
       —¿Goyo Yic?
       Y el muchacho le contestó:
       —Yo soy, ¿deseaba algo?…
       —No, sólo conocerlo. Me sonó el nombre y vine a ver quién era. ¿Qué tal viaje? Es cansador. ¿Se los trujeron a pie? Así nos trujeron a nosotros. Pero aquí ya tendrá tiempo para descansar, tanto como los muertos en el camposanto.
       Tatacuatzín, desde que vio al muchacho, supo quién era. Paseó la cabeza canosa de un lado a otro, junto al muchacho, los ojos pesados de llanto que no le salta y en la garganta palabras que lo estrangulaban. Pero entre el sabor amargo que le subió a la boca desde las entrañas, un hilito de esperanza, como un hilito de saliva dulce: por su hijo sabría el paradero de María Tecún.
       Buscó al compadre Mingo para contarle y que le rezara la rarísima oración de los «Doce Manueles» que da tanta fortaleza y buen consejo, aquella que empieza por el «Primer Manuel», San Caralampio…
       Goyo Yic supo, por el compadre Mingo, que Tatacuatzín Goyo Yic era su padre. Desde que lo vio en el portón del castillo, sus ojos se creyeron topar con algo que era suyo, allí donde todo le era ajeno, adverso; pero hasta ahora se daba cuenta del porqué de aquella impresión que de momento no pudo explicarse. Y por eso fue a dormir junto a él. Lo que se llama dormir. Era la primera noche que así de hombre dormía, protegido por la presencia de su señor padre.
       Sin embargo, inconscientemente, cerró los ojos sin miedo junto a un hombre.
       Tatacuatzín Goyo Yic indagó, temeroso de lo que vino a sucederle por preguntón: el quedarse con su imaginación como un globo al que se le ha ido el aire azul; indagó el paradero de María Tecún. Al irse de la casa —le contó su hijo— los llevó más a la montaña, segura de que su tata echaría a buscar por la costa.
       —A la montaña, adonde… —preguntó Tatacuatzín.
       —A la montaña arriba. Allí estuvimos sus seis años. Mi nana trabajaba el de adentro en una casa de finca grande. Le dieron rancho para vivir y allí crecimos todos.
       —¿Algotro tata?
       —No. Hombre, no. Éramos muchos nosotros y muy fea mi nana.
       Fea, repitió Tatacuatzín Goyo Yic para sus adentros. Fea, fea, y estuvo a punto de soltar un «Pero si era bonita, bonita chula», mas pronto se acordó que él nunca la había visto, todos le decían que era bonita.
       —Después fuimos a vivir a Pisigüilito, buscamos a mi tata, a usté lo buscamos, pero ya no estaba; quién sabe se fue, decíamos, o se murió, decíamos tristes. Mi nana se casó de nuevo. Dijeron que usted se había embarrancado buscando a mi nana. Como era ciego.
       —¿Con quién se casó?
       —Con un hombre que tenía pacto con el Diablo, y así debe haber sido, porque pasaron cosas muy raras en la casa: cada vez llegaban hombres distintos a ver a mi nana; él los encontraba, pero no les pegaba, no les reclamaba, no les decía nada. Esto fue porque la estuvieron probando si era buena, de buena ley, con aquellas acechanzas.
       —¡Buena era, ya lo creo! —exclamó Tatacuatzín.
       —Después nos fuimos huyendo de la casa uno por uno; sólo Damiancito, el más tierno, se quedó con ella, y por él supimos que el Diablo se enamoró de mi nana; ésos eran decires: la puso muy bonita, limpia, linda, pura estampa de botica; pero el hombre que se casó con ella se le pegó a no moverse de su lado, y cada vez que llegaba el Diablo salía apaleado; las grandes palizas le daba al Diablo, sin que el malo pudiera hacerle nada, porque el convenio fue así: mientras mi nanita no quisiera a los enamorados, mi padrastro les podía pegar, sin que le tocaran un pelo; y como mi nanita no topaba al Diablo ni en pintura, mi padrastro le podía dar riata, sin que el Satanás lo tocara.
       —¿Y a vos, por qué te trajeron?
       —Por alzado… Nos querían hacer trabajar sin paga… Es una ruina todo… No hay justicia cabal…
       Tatacuatzín Goyo Yic impuso a su hijo de su vida que gastó buscándolos por pueblos y caminos. Lo primero, la operación. Chigüichón Culebro le devolvió la vista. Después la achimería. Por último la embelequería del aguardiente, hasta la carceleada. Los buscaba temeroso de que la mujer se los hubiera bajado a la costa, donde hay el gusano que deja ciega a la gente, para rescatarlos; pero, gracias a Dios, ella supo pensar y aunque se perdió la vida, se ganaron los hijos.
       Goyo Yic le contó que su nana, por ser más aguerrida que un hombre, pura guerrillera, ofreció robárselo del castillo; mas ahora que conocía el lugar, con tanta agua brava, tanto tiburón y tantas cosas, le mandaría a decir que no lo hiciera. De noche el mar se pone tan picado.
       —Primero vendrá a verte…
       —Si intiende, me tiene que traer unos trapitos, la ropa de mudarme.
       —Pues entonces, mijo, dejala que se asome y ansina ella por sus propios mismos ojos se desengañará de lo peligroso que es el mar, de lo encontradizo de las peñas, de lo ingrato de este castillo maldito.
       —Usted se verá con ella…
       —¿Eh? —hizo un gesto de duda—, después se sabrá; vale que no está viniendo mañana. Hay tiempo para pensarlo. Por lo mejor que venga.
       Una cortina de nubes oscuras separó la tierra costera del castillo. Una cortina de nubes oscuras retumbantes a los estremecimientos del trueno que seguía a los rayos pintados como espineras de zarzas de oro sobre el mar.
       —En estos días, mijo, no queda ni el consuelo de los tiburones.
       El viento rugía. Ramalazos de lluvia. Olas del tamaño de iglesias subían y se desplomaban. La isla con el castillo se alejaban.
       —Pior, tata, si se suelta la isla y nos lleva el mar…
       —En llevándonos a la isla Egropa; sólo que tonces ya no verlas a tu señora madre.
       —¿Hay otra isla entonces?
       —Así dice uno de los carceleros, al que le llaman Portugués. Pero no debe existir nada más allá de la corriente azul que vemos. A los de la montaña, por más que pensemos, nunca se nos imagina el mar, como es, así como animal.
       La fabricación de sombreros también sufría con el mal tiempo. Sin sol los dedos no andan, se quedan atrancados como si ellos también quedaran trenzados, inmóviles en la palma, que se humedece demasiado, por lo que hay que hacer más esfuerzo para trenzarla.
       —Presos viejos, mijo —decía Tatacuatzín, cambiando la conversación—, presos con subterráneo de reumatís en los huesos, las manos renuentes, las canillas de aquello que ya no obedecen; a los viejos el dolor se nos vuelve gusto.
       El temporal golpeaba furiosamente toda la costa. Hasta los más apartados rincones del castillo, soterrados entre muros de cuatro y seis brazadas de piedra y mezcla endurecida por los siglos, se oyó como si se hubiera resquebrajado algo muy frágil, pero a la vez muy fuerte, en la base del peñón. Estaba casi oscuro. Las voces de los vigías, soldados y presos espiones, apagaban por instantes el grito desnudo de una voz humana en medio de la borrasca. Soldados y presos miraban, ya disforme y abatida, a merced del chubasco, una embarcación.
       No se logró llegar a ella. No se supo nada. Los presos quedaron enjutos de temor, mínimos, insignificantes, ante los elementos desbordados. Hachazos parecían las olas, barretazos en lo profundo, conmoviéndolo todo, y la crestería espumosa del agua saltaba a veces, en pleito de gallos, hasta los torreones oscuros, tenebrosos, silentes.
       Los dos Goyos Yic, abiertos los ojos, siguieron toda la noche en la tiniebla lluviosa la misma fila de pensamientos. Esa embarcación deshecha. Tardaron en comunicarse sus aprensiones, sus temores, sus pensamientos, pero a medianoche ya no fue posible guardar silencio, más que estaban despiertos. Se les salieron las palabras como los ladridos a un perro que no quiere ladrar y que después, al ladrar, él mismo se asusta de oírse. Pero no, no pudo ser ella, no podía ser ella. Primero vendrá a traer la ropa a Goyo Yic, su hijo, y después se hablará de sacarlo de allí.
       —Sólo que el impautado con el Diablo —susurraba Tatacuatzín Goyo Yic.
       —Pero no, tata —respondió rato más, rato menos, pero después de un silencio, Goyo Yic, hijo—, el ese mi padrastro dicían que andaba suelto.
       —¿Cómo dijiste que se llamaba? Hay nombres que no se le quedan a uno.
       —Benito Ramos es que se llama…
       —¿Lo dejó el diablo, pué?
       —Sí, lo soltó…
       Se arroparon y palabra uno, palabra otro, se quedaron dormidos. Tatacuatzín Goyo Yic abandonaba la mano para agarrar alguna parte del cuerpo de su crío, que así descansaba mejor en el sueño. Sangre vieja y sangre nueva de la misma entraña, el palo viejo y el retoño, el trance y la astilla del mismo tronco en medio de la tempestad.
       De lado del puerto, el Hotel King embadurnado de agua salada, con los mosquiteros destilando humedad como si más fueran redes de pescar, la Doña le consultaba con los ojos a Nicho Aquino, algo que Nicho Aquino presentía patente, pero no se animaba a formar con palabras en la cavidad de su boca, temeroso de que al formarse con palabras, se hiciera cierto, ya no pudiera destruirse, convertido en realidad.
       Empujado por los ojos de la Doña, sin abrir la boca, se decidió a subir al segundo piso. Crujió bajo sus pies la escalera de caracol. De un par de pasos, sobando la mano por la baranda pegostiosa de agua de sal, la barandita del segundo piso, empujó la puerta del cuarto del belga. Nadie, nadie. No estaban más que sus pantuflas, un sombrero tejano —el señor Nicho clavó bien los ojos en esta prenda que calculó rápidamente algo así como una herencia debido al parentesco que hay entre el amo y el criado—, un candelero con una vela a medio quemar y unos fósforos.
       Sin que la Doña le preguntara, le dijo:
       —No está…
       —Ya ves, vos… —la Doña estaba de espaldas, cuando él entró en el salón de la cantina, junto al mostrador—… ya sabía yo… la tormenta lo agarró adentro… —inclinó la cabeza hacia atrás, y volvióse con la ropa vacía en la mano—, ya ves vos, ya ves vos…
       —Pero ¿tendrá riesgo?
       —Ahora ya no…
       Apresuradamente la Doña llenó otra copa de coñac y al galillo.
       —Entonces no hay pena…
       —Si se embarcó ya no tiene riesgo, y si no se embarcó tampoco tiene riesgo; Dios quiera que se haya ido a esos cerros en que dicen que hay minerales de oro.
       La noticia de la embarcación destrozada al pie del Castillo del Puerto llegó al Hotel King días después, ya cuando la borrasca se iba alejando por el Caribe. Ese día la Doña se bebió la botella de coñac. Nicho Aquino se la destapó y se la llevó a su cuarto. Ella estaba metida en la cama, desnuda hasta la mitad del cuerpo, igual que una sirena vieja. Nicho Aquino saludó al entrar y al salir. La Doña no le contestó. Estaba como loca. No se daba cuenta de que tenía los senos fuera, a los ojos del hombre extraño. Más bien se los rascaba con la mayor naturalidad. Unos senos tristes, llorosos de agua de sal. El sirviente dejó la botella y el vaso limpio en la mesita que estaba junto a la cama. Colillas de cigarros de gringo, hediendo a caca perfumada. La Doña no lo vio o hizo como que no le veía, perdida en una nube de humo. Apenas si alargó sus dedos manchados de nicotina para pedirle que le alcanzara otro cigarrillo. Al salir el señor Nicho se quedó oyendo. El glu-glu-glu del coñac fue todo lo que oyó, al pasar por la garganta de la Doña. Después oyó que se levantaba. Por poco lo agarra en la puerta. Tan en seguida se echó hacia fuera que lo alcanzó junto a la barandita. Pero tampoco lo vio. Daba alaridos desgarradores, blasfemaba, insultaba a Dios con palabras soeces. Al sirviente se le paró el pelo del miedo. El mar levantaba sus olas cóncavas, igual que orejas, y se llevaba lo oído al fondo de todas las cosas, donde está Dios.
       En el Hotel King, al día siguiente todo era normal. Había pasado la borrasca. En las costas millares de pececillos muertos. Los troncos de los árboles que bajan hasta meterse en el mar, bañados de sustancias marinas, mutilados algunos, otros bailoteando con raíces y todo como náufragos con zapatos.
       —Muy peligroso… —dijo el señor Nicho a la Doña, que amaneció con todo lo que ayer tenía fuera, en el corsé.
       —Échale a los cocos, no siás miedoso…
       —Y con qué los tapo después…
       —Con cera de cohetero, cera negra; así hice yo mi dinero: vendiendo cocos cargados. Después de estos días de frío, los presos dan lo que se les pide por un coco cargado. La chivas vos con tu miedo, no pareces hombre; en la vida todo quiere arriesgarse… —al decir así, la Doña pensó en la embarcación estrellada contra las rocas del castillo, en su hombre—… Mucho que querés juntar tus mediecitos para ir a sacar a la mujer que se fue en el pozo… Con tu valor nunca vas a tener nada… Los ricos son ricos porque es gente que se arriesga a robar el pisto a los otros, comerciando, fabricando cosas, todo lo que vos querrás, pues mucho dinero junto en una sola mano siempre tiene algo de robo contra los demás…
       —Pero siendo heladioso el coco por natural, quién se va a tragar que es agua de coco la que estoy vendiendo… ¡Ofrecer cocos después de una borrasca…, ocurrencia de señora!
       —Se le unta la mano al alcaide; llévate cien pesos y de entrada se los das con disimulo. En seguida gritas: ¡Cocos! ¡Cocos!… Ya los presos saben… El agradecimiento que se pintará en sus ojos te hará sentir que además de un buen negocio estás haciendo una buena acción…
       El negocio de los cocos fue redondo como los cocos. Todos compraron su coco cargado. En lugar de agua de coco se llenaban las cascaras con aguardiente, unos, y otros con ron. Los de ron eran más caros. Era necesario echarse unas buenas buchadas de aguardiente o ron para aliviarse del malestar que en el cuerpo y en el alma dejaba la tempestad.
       Domingo Revolorio compró uno de ron, y con él fue al compadre Yic a convidarle un trago, sólo que llegó anunciándole que sería vendido, como el aguardiente del garrafón que les valió la fregada en la cárcel. Uno y otro hicieron la mímica de venderse los tragos que se bebían. Tatacuatzín refirió a su hijo lo del negocio del garrafón. Vendimos al contado a seis pesos guacal sobre doscientos guacales, máximo, porque algo se nos cayó del traste; sea como sea, a seis pesos guacal, doscientas medidas eran mil doscientos pesos; cuando despertamos presos no teníamos nada, y sólo nos habían recogido los seis pesos. El muchacho se les quedaba mirando. Cosa del Diablo. Hicieron la prueba con el coco de ron, vendiéndose los tragos a peso. Yic, tata, pagó a Revolorio un trago. Le dio el peso. Revolorio quiso después que el otro le vendiera un trago. Lo tomó y pagó el peso. El mismo peso. Y así hasta terminar el coco: tres tragos cada uno. Al terminar debían tener seis pesos y sólo tenían el pinche peso con que empezaron la venta. Cuenta de magia. Vender al contado, acabar el producto, y al final no tener su importe, y menos la ganancia esperada.
       Los días chorreaban sol, sol que en el Castillo del Puerto era plomo derretido. Las alimañas sofocadas por el calor salían a darse aire en los terraplenes de tierra arenosa y hierbas color de telarañas. Los presos les daban caza para arrojarlas a los peces, celebrando con alegres risas el caer de las ratas, lagartijas y ratones en el agua limpia, verdeazul, transparentada hasta donde el fondo empezaba a ser oscuridad de porcelanas de penumbra y frío de medusas.
       Los soldados de la guarnición tenían prohibido gastar parque y por eso no blanqueaban contra los tiburones, pero ¡ay!, les comían las manos por darle gusto al dedo en el gatillo y paralizar de un disparo, si tenían buena puntería, alguno de los magníficos ejemplares de tiburón de mares tropicales que en enjambre nadaban enfrente, pequeños toros de aletas de almandros irisados, capitosos, con dobles filas de dientes piramidales. Los negros, dos o tres presos negros, en días de mucha bandurria se echaban a torearlos, sin cuchillo, sin nada, sólo con la burla de sus afiladas desnudeces. Estos negros despedían hedor a mostaza seca, antes de echarse al ruedo marino. Igual que los toreros. Es el güele de la muerte que sale al miedo del hombre, explicaban los carceleros. En un torreón, sin embargo, se apostaba el mejor tirador de la guarnición con el máuser listo, para disparar contra el tiburón, en caso de peligro, aunque, según contaban, hace años se dio el caso de que en el espumaraje no vieron a qué horas, de una tarascada de gato, el tiburón se llevó a uno de los toreros negros. El espectáculo era bravo, lujuria y misterio, y ejercía tal atracción sobre los espectadores, que algunos caían al agua, rompiendo la palpitación candente, chapuzones que pasaban inadvertidos, pues si en otras oportunidades hubieran provocado la risa de todos, aquí no cabía lugar, centralizada, imantada la atención por el juego a muerte del tiburón y el negro. Qué fortuitas formas tomaba la figura humana al presentarse y escapar del tiburón empaquetado en la tiniebla joven de su sombra marina. La bestia capitosa tras el cohete humano con explosión de espumosas burbujas en los brazos, en los pies, sin darle alcance. La masa oscura del animal oscilaba, estúpida, comprimida por el agua, mientras el charolado cuerpo del negro refluía, galvanizando a los espectadores. En el silencio expectante se percibía cada pringa de sudor caída en el líquido espejo de la orilla, de las frentes de los presos y el blu-bu-blu-bi-blu de los cuerpos enemigos pasando uno tan castigadamente cerca del otro que apenas si había tiempo de pensar en lo que no sucedía porque nuevamente la carnadura de ébano corinto, entre una risa y un castañeteo de dientes, se sustraía al tiburón que burlado, pero no vencido, descendía rápidamente trazando un tirabuzón de espumas, para volver de perfil, balanceándose entre anillos de cristal que al chocar casi sonaban.
       Los oficiales, los soldados, los presos después de la «divierta de tiburón», volvían a su oquedad de seres opacos poco menos que deshechos de los nervios, algunos como insultados, con un brazo que les saltaba, con un ojo que les hacía faro.
       Las aves marinas, aparatosas, destrenzaban perezas y distancias, aleteando con dificultad, volcándose desde la altura para apenas rozar el agua al tiempo de remontar el vuelo, entre peces voladores que saltaban como pedazos de pizarra de mesa de billar golpeada.
       —Tata… —se le juntó Goyo Yic a decirle en un día de gran claridad—, allí está mi nana…
       —¡Dios guarde le hayas informado que yo estaba aquí!
       —Le conté ya…
       —¡Ve lo que hiciste, por Dios…, yo no quería que supiera, y ella qué te dijo!
       —Nada. Se puso a llorar…
       —¿Y le dijiste que yo veía?
       —No. Eso no le dije.
       —Entonces si entrejunto los párpados y vos me llevas de la mano…
       —Cree que está ciego…
       La María Tecún conservaba sus pecas, los hilos lacios de su cabello colorado con buenas pitas blancas. Se echó para un lado del portón a enjugarse el llanto, a sonarse las acanutadas narices de vieja, y esperó con temblor de canillas bajo las naguas, al hijo y al padre ciego que se aproximaban.
       Tatacuatzín Goyo Yic se le acercó mucho fingiéndose el ciego, como si se le fuera encima, hasta toparla con el cuerpo de frente; ella le sacó un tantito el bulto y tomándole la mano se le quedó mirando con los ojillos escrutadores, titilantes bajo las lágrimas gordas que le saltaban a los párpados.
       —¿Qué tal estás? —le dijo, después de un momento, con la voz cortada.
       —Y vos, qué tal…
       —¿Por qué te trajeron?
       —Por contrabandear. De resultas de un garrafón de guaro que compré con un mi compadre para revender en la feria de Santa Cruz. Perdimos la guía y nos fregaron.
       —Ve, pues… Y a nosotros, ¿verdad, mijo?… que nos dijeron que te habías muerto, que eras fenecido. ¿Y hace mucho estás aquí?…
       —Hace…
       —¿Mucho?
       —Dos años. Tres me echaron…
       —¡Santo Dios!
       —Y vos, María Tecún, ¿qué tal?… Te volviste a casar…
       —Sí, ya te contó Goyito. Te dieron por muerto y me actorizaron a casarme. Los muchachos necesitaban tata. Mano de muejer no sirve con hombres. Hombre quiere hombre y Dios se lo pague salió güeno; al menos con ellos ha sido deferente. Te dejé…
       Goyo Yic hizo un gesto de molestia, abriendo insensiblemente los ojos más de lo necesario, lo necesario para que ella que estaba prendida de sus pensamientos, le notara las pupilas limpias, no como las tenía antes.
       —Deja que te diga, ya que viene de mano que hablemos ante uno de los hijos. Te dejé, no porque no te quisiera, sino porque si me quedo con vos a estas horas tendríamos diez hijos más, y no se podía: por vos, por ellos, por mí; qué hubieran hecho los patojos sin mí; vos eras empedido de la vista…
       —Y con el que ahora es tu marido, ¿no tenes hijos?…
       —No. Al negado ese le quitaron la facultad de preñar mujer los brujos. Un zahori me lo dijo. No sé en qué matanza de indios tomó parte, y me lo maldicieron, lo secaron por dentro.
       —¿Y a mí, si tuviera mis ojos me querrías?
       —Tal vez… Pero vos no me querrías a mí, porque soy bien fea, feróstica. Que lo cuente tu hijo. Aunque pa los hijos no hay madre fea.
       —Nana —intervino riendo Goyito hijo—, se fijó ya en mi tata…
       —En de que lo vide venir, pero me he estado haciendo la disimulada. Abrazarme querías cuando te me echaste encima, pretextando no ver, tatita.
       Tatacuatzín abrió los ojos. Titubearon las pupilas de él y de ella antes de juntarse, de encontrarse, de quedar fijas, cambiándose la luz de la mirada.
       —Qué bueno que de veras tenes tus ojos… —dijo María Tecún apretando un pedazo de pañuelo en su mano cerrada de emoción.
       —Pero vas a ver que hasta ahora me sirven, porque yo los quería para verte a vos, y te busqué… ¿por dónele no te busqué?… creí que iba a reconocerte por la voz, ya que de vista no te conocía, y me puse achimero, por ái va, por ái viene habiéndole a cuanta mujer encontraba…
       —¿Me hubieras conocido por la voz?
       —Creo que no…
       —Con los años se le cambia a uno la voz. Al menos, ahora que te oigo hablar, Goyo Yic, me parece que hablas distinto antes…
       —También a mí me pasa con tu voz; era otro tu modo de hablar, María Tecún…
       Domingo Revolorio, a quien Tatacuatzín Goyo Yic llamó, acercóse a hacer conocimiento de María Tecún.
       —Acerqúese, compadre…
       —¡Compadre de un garrafón que le llevé al bautizo! —aclaró Revolorio festivamente—. No vaya a estar creyendo, señora, que éste tuvo más crianza…
       —Entonces yo soy su comadre…
       —Eso mero, mi comadrita…
       —Siendo de un garrafón —intervino Tatacuatzín Goyo Yic, a quien a peni tas si le cabía el gusto en el cuerpo—, no es su comadre, compadre, sino su comadreja.
       —Está bueno, porque entonces es usté mi compadrejo…
       Se veía venir la tarde. El tinte del mar, el tinte del cielo, las nubes ya arreboladas y la quieta solemnidad de las palmeras que iban entrando en el ocaso. Una que otra embarcación cruzaba a lo lejos el horizonte, que en un momento había tomado color violeta oscuro. El ensimismamiento de las aguas profundas, color de botella, aumentaba el enigma de aquel momento de negación, de duda ante la noche.
       Ya se había dicho lo hablado y lo callado. La idea de la fuga de Yic hijo se descartó por peligrosa.
       Le temblaba la quijada de mujer vieja al despedirse de su hijo. Hizo pucheros. No quería que se le saliera el llanto, para no aflinrlos. Le temblaban los párpados. Se limpiaba la nariz con la mano nerviosa. Sus pecas, su boca contraída por la pena, las pitas de su cuello, su pecho sin senos. Dio la vuelta encajando la cabeza en el hombro de su hijo. Volvería. Vale que vino con algo de vender. Unos seis coches. Mañana los somato y regreso a verlos. ¿Lo pensó o lo dijo?
       Nicho Aquino acercóse con el reloj de la Doña en la mano, para avisarle a la vista que ya era tiempo de volver a tierra firme. Entraron en la barca, él con sus bártulos, ella con sus pesares, y el lanchero empezó a remar. Airecillos fríos, vesperales, cortaban la atmósfera de bagazo caliente que venía de la tierra. Suavísimos oleajes en la bahía quieta y amarilla, rodeada de palmeras negras, como una balsa de trementina de oro.
       Nicho Aquino preguntó a la viajera silenciosa, de gesto poco amable a pesar de la ternura del llanto que se le secaba en la cara.
       —¿A cómo tantea vender los cochitos?
       —Depende. Si el maíz no anda muy caro tal vez consiga buen precio, aunque la verdá es que este año los coches están valiendo. Al menos por onde yo se han vendido algo regular.
       Juliantico, el panguero, dando y dando. Su pelo como subido a un cerro sobre su cabeza. Sus ojos de Niño Dios con hambre alumbrados por las pringas de luz encendidas en la oscuridad navegante del puerto.
       Nicho Aquino soltó un poco intempestivamente lo que venía pensando desde que embarcaron. Tuvo noticias, por haber oído al vuelo la conversación de los Yic y Revolorio en el Castillo, que aquella mujer era…
       —¿Conque usté es la famosa María Tecún?
       —Hágame favor… —le pudo lo que le dijo, pero le contestó de buen modo—… ¿famosa, por qué?…
       —Por ta piedra, por la cumbre, por las «tecunas»… —se apuró a decir el correo de San Miguel Acatan, hoy convertido en un nadie; La mano derecha de la Doña del Hotel King y su amante; pero un gran nadie desde que dejó de ser correo.
       —También usté sabe lo de la piedra, pues… Entonces, según, ésa soy yo; piedra allá y gente aquí…
       El señor Nicho navegaba en el mar junto a María Tecún, tal y como él era, un pobre ser humano, y al mismo tiempo andaba en forma de coyote por la Cumbre de María Tecún, acompañando al Curandero-Venado de las Siete-rozas. Dos animales de pelo duro cortaban la neblina espesa por la tierra de poro abierto que rodea la gran piedra. Volvían de las grutas luminosas, de conocer a los invencibles en las cuevas de pedernales muertos, conservándose la conversación para no disolverse, el venado-curandero en la mansa oscuridad blanca de la cumbre, tan igual a la muerte, y el coyote-correo en la caliente y azul oscuridad del mar, donde estaba en cuerpo humano. Si no se conversan, el Curandero-Venado se habría disuelto en la neblina, y el Correo-coyote habría vuelto por entero a su auténtico ser, a su cuerpo de hombre que navegaba al lado de María Tecún.
       El cabeceo del barco los hacía ceremoniosos. Iban aproximándose al desembarcadero miasmático, hediondo, agua aceitosa, basuras.
       María Tecún explicó que no se llamaba mero, mero Tecún, sino Zacatón y el señor Nicho, que al mismo tiempo de ir en la barca en forma de hombre con María Tecún, iba por la cumbre con el Curandero en forma de coyote, se lo pasó a éste en un aullido de yo sé más: ¡No es María Tecún, es María Zacatón, Zacatón…!
       El Curandero-Venado de las Siete-rozas que lo llevaba tan cerca —marchaban a la par de la famosa oscuridad blanca de la cumbre—, le untó el hocico de venado en los pelos de la oreja arisca para decirle con cristalina sonrisa de espuma entre el luto del belfo:
       —¡Te falta mucho para zahori, coyote de la loma de los coyotes! Mucho que andar, mucho que oír, mucho que ver.
       Come asado de codornices, mastica el ombligo de copal blanco y escucha, hasta embriagarte, el vino de miel de los pajarillos que vuelan sobre el verde sentado en los árboles que es igual al verde sentado en el monte. ¡Zahori se es en el momento en que se es uno solo con el sol encima! Y María Tecún, esa que dices que ves como si la tuvieras frente a frente, no es tampoco de apellido Zacatón y por lo mismo está viva: de ser sangre de los Zacatón habrían cortado su cabeza de criatura de meses en la degollación de los Zacatón que yo, Curandero-Venado de las Siete-rozas, ordené indirectamente por intermedio del Calistro Tecún, cuando los Tecún tenían a su nana enferma de hipo de grillo. Los Zacatón fueron descabezados por ser hijos y nietos del farmacéutico que vendió y preparó a sabiendas el veneno que paralizó la guerra del invencible Gaspar Ilóm, contra los maiceros que siembran maíz para negociar con las cosechas. ¡Igual que hombres que preñaran mujeres para vender la carne de sus hijos, para comerciar con la vida de su carne, con la sangre de su sangre, son los maiceros que siembran, no para sustentarse y mantener a su familia, sino codiciosamente, para levantar cabeza de ricos! Pero la miseria los persigue, visten el harapo de la hoja desgarrada por el viento de la impiedad y sus manos son como cangrejos que de estar en las sagradas cuevas, se van volviendo blancos.
       —Si no es María Tecún ni María Zacatón, entonces, esta piedra, ¿quién es?, Venado de las Siete-rozas…
       Por un momento oyó el señor Nicho que se ahogaba su voz en el vaivén rumiante del golfo, pero lo volvió a la realidad de la cumbre el habla del Curandero, al contestarle que en aquella piedra se escondía el ánima de María la Lluvia.
       —¡María la Lluvia, erguida estará en el tiempo que está por venir!
       El Curandero abrió los brazos para tocar la piedra, vuelto a la figura humana que veía en ella, él también humano, antes de disolverse en el silencio para siempre.
       —¡María la Lluvia, la Piojosa Grande, la que echó a correr como agua que se despeña, huyendo de la muerte, la noche del último festín en el campamento del Gaspar Ilóm! ¡Llevaba a su espalda al hijo del invencible Gaspar y fue paralizada allí donde está, entre el cielo, la tierra y el vacío! ¡María la Lluvia, es la Lluvia! ¡La Piojosa Grande es la Lluvia! A sus espaldas de mujer de cuerpo de aire, de solo aire, y de pelo, mucho pelo, solo pelo, llevaba a su hijo, hijo también del Gaspar Ilóm, el hombre de Ilóm, llevaba a su hijo el maíz, el maíz de Ilóm, y erguida estará en el tiempo que está por venir, entre el cielo, la tierra y el vacío.


Epílogo

       Faros enloquecidos por los piquetazos de los zancudos y zancudos enloquecidos por la luz de los faros. Zancudos, moscos, mosquitos, jejenes… Al señor Nicho se le fue huida la cara para un hombro, igual que el tacón de un zapato torcido. Los años. Peso y soledad de plomo. Arrugas en forma de herradura le sostenían a duras penas la quijada, hueso malévolo que le colgaba, le colgaba irremediablemente. Moscas. Se le entraban en la boca. Escupirlas vivas. La Doña murió de fiebre perniciosa. Se puso negra, color de alacrán. Botó el pelo en la última peinada. Heredero del Hotel King y sus dieciséis mil ratas, el señor Nicho Aquino. Tatacuatzín Goyo Yic y María Tecún volvieron a Pisigüilito. Ella enviudó de su segundo marido, el postizo. Sólo un marido se tiene, todos los demás son postizos. Benito Ramos, el del pacto con el Diablo. Murió de hernia. Volvieron, pues, a Pisigüilito. Horconear de nuevo para construir un rancho más grande, porque sus hijos casados tenían muchos hijos y todos se fueron a vivir con ellos. Lujo de hombres y lujo de mujeres, tener muchos hijos. Viejos, niños, hombres y mujeres, se volvían hormigas después de la cosecha, para acarrear el maíz; hormigas, hormigas, hormigas, hormigas…


Guatemala, octubre de 1945
Buenos Aires, 17 de mayo de 1949


Glosario

       Abodocan: Salir chichones en el cuerpo.
       Achimero: Buhonero.
       Aguachigüe (Viene de agua chiva.): Agua con la que se humedece la masa de maíz y se da de alimento a los chivos o terneros de meses.
       Aguajola: Refresco de canela o rosicler.
       Ahuizote: Mal agüero, espanto, sortilegio, brujería.
       Ajigolón: Congoja.
       Anona: Chirimoya.
       Añerío: Años sin cuento.
       Apañuscar: Apiñarse, apeñuscarse.
       Apasote: Epazote. Planta medicinal y comestible, de olor fuerte y desagradable.
       Apaste: Vasija de barro cocido.
       Árganas: Alforjas de pita para llevar provisiones.
       Argefto: Enfermedad de las plantas que las pone marchitas, desmedradas, amarillas.
       Atarraya: Red para pescar.
       Atol: Apócope de atole, bebida hecha con maíz mezclándole leche, azúcar y otros ingredientes, según la clase.
       Avilantaro: Pedro de Alvarado, conquistador de Guatemala.
       Bajera: Hacia abajo, descendiendo.
       Bambas: Monedas de oro o plata.
       Barajustar: Huir o salir de estampía un caballo.
       Batido: Especie de atol con cacao.
       Bayunco: Sandio, montaraz, tosco.
       Bolo: Borracho.
       Boquero: A boca de jarro.
       Botaderos: Lugar de donde arrójanse a un río troncos de árboles.
       Bucul: Calabaza redonda que después de quitarle la pulpa, abierta por la parte superior, sirve para guardar tortillas.
       Buido: Diluido.
       Cacha(Hacer la…): Poner diligencia para lograr algo, y en forma de «qué cacha», corresponde a qué engorro, qué molestia.
       Caimito:Fruta tropical de color morado verdoso.
       Caites:Sandalias toscas hechas de cuero crudo, cubren sólo la planta del pie.
       Calaguala:Helécho emenagogo expectorante, diurético, antirreumático.
       Camanances:Hoyuelos que se les hacen a las mujeres a los lados de la boca al reír.
       Canches: Personas de pelo rubio.
       Cangro: Tumor, chancro.
       Capulines:Árbol de fruto rojo, redondo.
       Casampulga:Araña pequeña muy venenosa. (Black widow o Viuda negra.)
       Cernada: Agua con ceniza o con cal que queda después que se hace hervir en usos culinarios. (De cernir).
       Cibaque: Médula fibrosa de una especie de tule. Se usa en tiras angostas para amarrar los tamales.
       Chacales: Especie de soguillas.
       Chachagüete: Unión de los estribos por medio de una cuerda que pasa bajo la barriga del caballo, y por extensión maña para violentar a una mujer.
       Chachajinas: Palomitas silvestres.
       Chalchigüites (o chalchihuites.):Collar con dijes y amuletos que usan las mujeres. Viene de jade, en náhuatl o pipil.
       Chan:Chian, semillita mucilaginosa.
       Charragüero: Persona que toca la guitarra. Charranguear la guitarra, rasgar la guitarra.
       Chaye (Chay: obsidiana de color negro.): Todo pedazo de vidrio, por extensión.
       Chayerfo: Abundancia de pedazos de vidrio.
       Chelón: Legañoso, lleno de cheleso légañas.
       Chenca: Colilla.
       Chenquear: Cojear, renquear.
       Chicalote: Planta medicinal parecida al cardo santo.
       Chiclanes (Ciclanes.): Con un solo testículo.
       Chicozapotes: El chico o árbol que produce esta fruta, y del que se saca la resina llamada chicle. Árbol de 25 metros, erguido, multicono, propio de las costas.
       Chiches: Cada una de las mamas o pechos de la mujer.
       Chichicaste: Ortiga.
       Chichitas: Frutitas amarillas con la misma forma de los senos femeninos, que los peregrinos usan para adornar sus sombreros.
       Chinche (Hacer chinches.): Arrojar monedas, golosinas, etcétera, a los muchachos.
       Chingaste: Sedimento o residuo.
       Chipichipi: Mojabobos, llovizna.
       Chipotazos: Golpe dado con la mano abierta.
       Chirís: Niños.
       Cholludos: Perezosos, haraganes.
       Chonete: Maiz cortado tierno.
       Chorchas: Pájaros hermosos de color amarillo.
       Choreques: Florecitas rosadas.
       Chucán: Delicado.
       Chuj: Indios de cierta parte occidental de Guatemala.
       Cirguión: Sacudida, temblor, sismo.
       Cochemonte: Jabalí americano.
       Colación (Dulces de…) :Confitura de azúcar de diferentes formas: animales, árboles, figuras humanas, y en varios colores.
       Cola de quetzal: Planta parásita que en forma de helecho crece en los troncos de los grandes árboles, y que se coloca en las casas como motivo ornamental. Debe su nombre a que las hojas tienen el largo, la forma y el color de las colas del quetzal.
       Compás: Compañeros. (Ser compás, ser compañeros, amigos íntimos).
       Conacaste: Árbol corpulento de madera finísima.
       Contrayerba: Planta medicinal. Machacados los frutos, es buena contra quemaduras, etc.
       Copal: Resina muy aromática que produce el árbol del mismo nombre y que muchas personas mascan como chicle; producto látex de los frutos del «Cojón de puerco»; varias otras plantas resinosas también se conocen por copal.
       Corneto: Persona con las piernas torcidas.
       Corronchochos: Frutillas silvestres de color rosado, dulces, astringentes; se confunden a veces con el orégano.
       Cotón: Corpino, dicen algunas veces al cotón, pero también dícenle cotón al jubón.
       Coyoles: Palmera que produce en racimos muy grandes el fruto del mismo nombre, pequeño, redondo, amarillento y aromático.
       Cresterío: Numerosas crestas.
       Guaches: Cada uno de los gemelos o mellizos y por extensión, lo que es doble: escopeta cuache, o sea, de dos cañones, marimba cuache o de doble teclado.
       Cuscún (O coscún.): La comida.
       Cútete: Reptil iguánico, pero también con el significado, sin duda por el «cu», de ano.
       Cuto: Persona a la que le falta una mano.
       Desbinzar: Cortar u obstruir los cordones espermáticos.
       Desbitocar: Levantar la válvula o quitar el tapón a los depósitos de agua.
       Desburrumbaderos: Sitios en los que en los barrancos se desmorona la tierra.
       Dialtiro: Del todo, por completo, enteramente.
       Dundo: Dícese de la persona atontada.
       Ejote: Judías verdes.
       Eloatol: Contracción de elote y atol: atol de elote o maíz tierno.
       Elote: Maíz tierno, mazorca.
       Engasado: Delírium trémens.
       Entumía: Poner bizco.
       Espumuy: Paloma de pluma muy fina.
       Furias: Fucsias.
       Fugos: Huidos.
       Gachón: Indinado, echado para abajo.
       Garrobo: Especie de iguana comestible.
       Goma: Término que se emplea para designar el malestar subsiguiente a la ebriedad. Resaca.
       Gringo: Norteamericano.
       Guacal (O huacal): Vasija de tamaño mediano.
       Guacalazo: Golpe dado con guacalo su contenido.
       Guachipilin: Árbol grande de madera finísima.
       Guanábana: La fruta del guanabo o guanábano. Así como en las Antillas se da en Centroamérica.
       Guanaqueando (De guanaco:simple, que se admira de todo.): Ir abriendo la boca, ir admirándose de todo.
       Guapinol: Árbol y fruto capsular de 12 centímetros que contiene semillas de color rojo oscuro envueltas en polvo amarillo. De estas semillas horadadas al centro se hacen anillos.
       Guaro: Aguardiente de caña.
       Guáramo: Árbol de tronco grande, con hojas como el papayo. Es abundante en las costas y climas templados.
       Güegüecho: Bocio, y también se designa así a la persona bociosa.
       Güisquil: Véase huisquil
       Huatal (Guatal, guamil.): Monte bajo que crece en terrenos que ya han sido cultivados.
       Huisquil: Cierta fruta usada como verdura.
       Huisquilar: Terreno sembrado de huisquiles.
       Hule: Caucho, y también se emplea en el sentido de suerte, azar: «¡Qué hule!».
       Humadera: Conjunto de cosas que sirven a los campesinos para fumar. Human Fumar.
       Ichintal: La raíz del huisquil, que es comestible.
       Iguazte: Salsa de semillas de calabaza tostadas ymolidas con tomate y otras especias.
       Íngrimo: Solitario.
       Iscorocos: Indios (despectivo).
       Izotales :Lugares sembrados deizotes.
       Izote: Árbol de poca altura, hojas en forma de dagas, flores de color blanco con forma de ramilletes o palmatorias. La flor del izote, además de ser bella, es comestible y tiene sabor amargo muy agradable.
       Janano: Labihendido. Persona de labio leporino.
       Jijiripago: Voz de los campesinos que demuestra júbilo, alegría.
       Jiote: Cierta clase de empeine o herpes muy frecuente en los perros.
       Jobo: Árbol de madera color de cedro.
       Jocote: Fruta parecida a la ciruela, llamada por los españoles ciruela americana.
       Juilín: Pescado de ríos y lagos, de color negro, sin escamas, boca muy grande y a los lados tentáculos que semejan pelos de gato.
       Lajas: Piedras duras, quebradizas, sonoras, en forma foliada.
       Loroco: Semillita comestible con arroz o tamales.
       Luzazo: Golpe de luz para encandilar.
       Maleno: Muñeco tosco.
       Manglar: Sitio poblado de mangles en la costa a orillas del mar.
       Mangle: Arbusto rizofóreo americano que se da en los sitios cercanos al mar, en las costas.
       Masacuata: Culebra inofensiva, comestible quitándole la cabeza y la cola.
       Matapalo: Parásito que seca los árboles.
       Mataaanal: Sitio poblado de matasanos, árboles de frutos muy perfumados.
       Matilisguates: Árboles corpulentos, de madera durísima y muy valiosa.
       Maxtates:Bolsón o talego hecho de cáñamo.
       Mecapal: Tira de cuero que se ajusta a la frente para cargar lo que se lleva a la espalda.
       Mecate: Cordel, lazo.
       Memeches (Cargar a memeches): es decir, a la espalda a los niños, y por extensión el que tiene una carga dice que la lleva a memeches.
       Mero: Pronto, luego. Ya mero viene, es decir: Ya pronto viene… También tiene a veces este otro significado: Ya mero, indicando: qué fácil, cuando una cosa no es hacedera.
       Milpa: La planta, la mata de maíz.
       Milpeando: El tiempo en que desde que nacen hasta que sazonan están en crecimiento las milpas o matas de maíz.
       Milperío: Una especie de tomate, pequeño, de color verdoso, que se usa mucho.
       Miquear: Coquetear.
       Mojarra: Especie de pescado fino lacustre.
       Nahual: Espíritu protector. Nana: Madre.
       Nance (Malphigia montana.): Frutita de color amarillo, del tamaño de una cereza, de sabor delicioso y muy perfumada. El árbol que la produce también se llama nance.
       Nige: Barniz negro. Una laca americana.
       Nigüerío: Sitio en que hay muchas niguas, insectos parecidos a la pulga.
       Nixtamalero: Lucero del alba. Se llama así porque a esa hora se saca del fuego el nixtamal, o sea, la olla en que se cuece el maíz con agua de cal, para suavizarlo.
       Ocote: Madera de pino muy resinosa que sirve para encender el fuego y para alumbrarse en forma de hachones.
       Olote: El corazón de la mazorca de maíz, la parte de la mazorca a que va adherido el grano.
       Pacaya: Planta semejante a la palmera.
       Pache: Bajo de cuerpo y por extensión todo lo que no es alto; casa pache, por ejemplo.
       Panguero: Viene de panga, pequeña embarcación; el que la gobierna es el panguero.
       Paríanla: Una especie de tortuga.
       Patacho: Recua de animales de carga.
       Patojo: Muchacho. Corresponde a chaval.
       Paxte: Parásito que cubre los árboles.
       Pepené: Recogí, de pepenar, recoger.
       Pepián: Vianda de carne y una salsa especial.
       Persoga: Lazo que sirve para atar a una bestia.
       Pijije: Ave palmípeda, semejante al pato.
       Pisto: Dinero.
       Pitahaya: Fruta encarnada bellísima de la familia de los cactos.
       Pixcoy: Pájaro de canto melancólico.
       Pixtón: Torta de maíz gruesa.
       Pom: Resina que los indios queman ante sus dioses.
       Porlos: Por mitad. Por ejemplo: en tal ganancia vamos porhs.
       Puyón: Herida dada con arma blanca.
       Puzunque: Residuo de un alimento que queda en el fondo del recipiente.
       Rajón: Cobarde, que no hace frente.
       Rapadura: Miel de caña solidificada, sin purificar, que los campesinos usan en lugar de azúcar.
       Rascuache: Pobre, sin importancia, poca cosa.
       Relampaciadera: Los relámpagos de la tempestad.
       Resmolerle: Molestarle, de resmoler,molestar, fastidiar.
       Riata: Lazo para enlazar.
       Roción: Rociadura.
       Ruco: No muy bueno.
       Sanatero: Lugar en que hay muchos sanates.
       Sanates: Pájaros de plumaje oscuro y largos picos negros.
       Sanchomo: Aguardiente de San Jerónimo, famoso por su excelencia.
       Saraguates: Monos.
       Sarespinos: Arbustos espinosos.
       Shilote (Chilote o jilote.):Mazorca de maíz tierno cuando empieza a brotar el grano.
       Shutes: Espinas.
       Siete-Caldos: Una especie de pimiento americano muy picante.
       Solúnico: Hijo único.
       Somatazón: De somatar, matar en el sentido de golpear; sitio en que todo se golpea.
       Sonta: Impar.
       Surdida: Metida, escondida, refundida.
       Suyate: Desígnase a una esterilla de palma que los campesinos llevan de camino y que cuando llueve, la abren para librarse de la lluvia.
       Tacuatzin: Animal semejante a la zarigüeya.
       Taltuza: Roedor.
       Tamagaz: Culebra venenosa.
       Tamaludos: En forma de tamal.
       Tanates: Envoltorios de ropa u otros objetos.
       Tapacaminos: Pájaros que vuelan delante de los viajeros en los caminos, al oscurecer.
       Tapamente: Bárbaramente.
       Tapesco: Camas hechas de caña.
       Tapiscar: Cosechar el maíz.
       Tapojazos: Golpes dados con tapojo.
       Tapojo: Lo que usan los arrieros para cubrir los ojos de las bestias, mientras cargan, y que también les sirve de látigo.
       Tazol: Las hojas del maíz que al secar sirven de alimento a los vacunos.
       Tepezcuintle (O tepeizcuiente.): Paca, animal de carne muy delicada que los indios engordan con frutas.
       Tetuntes: Piedras que se emplean para cercar el fuego en las cocinas labriegas.
       Tilichera: Pequeño mostrador de vidrios, fijo o movible.
       Tipaches (O tipachas.): Rodelitas de cera negra con las que se juega dinero.
       Tocoyales: Adornos que las mujeres llevan en la cabeza a manera de resplandor.
       Tolito: A veces, canastillo de paja muy fina, o bucul pequeño.
       Totoposte: Torta de maíz preparada especialmente para que se pueda comer fría, por su tueste y sabor dulce.
       Totopostoso: Quebradizo, lujas: Lo de dormir, especialmente las mantas.
       Tuto (A tuto.): A la espalda, cargar a la espalda al niño.
       Tuza: Hoja que envuelve la mazorca de maíz.
       Yagual: Se designa a un lienzo enrollado sobre la cabeza para asentar en él lo que se carga. Rodete.
       Yuca: Planta filiácea de la América tropical cuya raíz es alimenticia. Una especie de mandioca.
       Yuquilla: Harina sacada de la yuca.
       Zapote: Árbol sapotáceo de frutos comestibles; nombre del fruto que es rojo, así como la palta y aguacate son verdes.
       Ziguán: Barranco.
       Zompopo: Hormiga grande.
       Zopilotera: Donde se ven muchos zopilotes o auras.



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