Carlos Martínez Moreno
(Santiago, Chile, 1924 - Santiago, Chile, 1996)

Tierra en la boca (1974)
(Buenos Aires: Losada, 1974, 296 págs)


La víspera

      —¿Con qué derecho se mete el Viejo?... ¿Qué derecho se creerá que tiene sobre mí? Ninguno, ningún derecho.
       El Viejo en la memoria de la infancia, el Viejo hasta estos últimos días: ¡Botellas compro, fierros viejos compro, baterías compra, camas viejas compro! Camina al costado del carrito, el caballo se maneja por el anuncio de la voz y no por las riendas, que van flojas, sueltas, rozando el suelo. Y luego ahueca la mano izquierda sobre la oreja, como si hiciese pantalla no para gritar sino para escuchar algo. Para escucharse a sí mismo, tal vez: para descifrarse. Y el grito, un largo y desgarrado grito como de pájaro salvaje, salvaje y tierno a la vez, el grito melancólico y prolongado de un pájaro en el atardecer boscoso del trópico (pero el Viejo jamás ha visto el trópico). Quisiera pregonar Botellero, debe haber empezado por decirlo hace años; pero ahora se ha desfigurado por la erosión y por el uso y tiene una ondulación entre gutural y cantada, sube con una inflexión hacia el estallido, como la curva y la explosión del cohete en el cielo limpio. Y no dice Botellero sino algo entubado, un grito en cáliz, un grito encerrado en un vidrio que es el aire, y parece que el Viejo estuviera pariéndolo con la oreja y la mano en pantalla, no con la boca: ButiiiiiiiiEEEERÓÓÓ! Sin embargo, todos los que tienen que entenderlo lo entienden. Y a ese grito responden los chistidos de las viejas y brotan y navegan por el aire las jaulas herrumbrosas y las altas cabeceras de hierro blanqueado con perillas lustrosas o empañadas y abolladas que erigen sus mástiles a recoger el sol de última tarde como en cascos de guerreros; y las veladoras cojas y los paraguas deshojados y los cuadros de bicicletas y las damajuanas verdes y las azadas sin mango y los rastrillos desportillados que sólo pueden en adelante peinar el viento. Entonces el Viejo, que siempre ha marchado a paso lento a un costado del lento caballo, del lento y chirriante desaceitado carrito, trepa al pescante, acomoda las camas como barcos, las jaulas como globos o como casas, las perchas como cadalsos y los rastrillos como tridentes; y ahora que el carrito está colmado y que el caballo yergue desde el cansancio sus orejas, como si con ellas pudiera ver lo que sucede a su grupa, ahora él —que ha vuelto a bajar y ha sujetado con cuerdas y absurdas moñas su cargamento rebelde y ha verificado su precario equilibrio y calculado las cuadras de marcha que le restan— abre y fuerza la tijera desvencijada de sus viejas piernas y hace estribo con un zapato boquiabierto y vuelve a subir al carro y asume las riendas y grita algo que significa Vamos y chasquea la lengua dentro de la boca, porque en otro tiempo tuvo un látigo y después se lo robaron y nunca más se supo. Ha comprado bastante, su ambición de la jornada está hecha, en el carrito no cabe nada más e Isabel debe haber regresado ya de la escuela.
       Isabel, esta misma que ahora dice ¿Con qué derecho... ? Pero hoy tiene veintidós años y es fuerte de la fuerza que le trasmite el gallego: desde los seis años fue sólo propiedad y devoción del Viejo, y ahora no sabe si cuando volvía de la escuela se ponía realmente a esperarlo o sólo tenía la certidumbre inocente y neutral de que al rato vendría, tendría que venir, viajando hacia ella.
       Isabel tiene tres años cuando su madre los abandona, para irse a vivir con otro, el presunto Amor de su Vida. Y es una chiquilina de seis cuando el Amor de su Vida mata a la mujer a puñaladas. No lo sabe entonces, no se lo dicen. El botellero lee la noticia en el diario que le presta un vecino: allí están el final de la historia y una foto de la mujer en su hermosa y carnal juventud, una foto que deben haber ofrecido (locas por el escándalo como siempre han sido) las propias hermanas. Una foto donde luce como él jamás la ha visto, los labios pintados en forma de corazón, los ojos con pestañas como patas de araña, un rulito avanzando en el signo de interrogar sobre el pómulo. Como nunca la viera. Ni siquiera ríe, como en los tradicionales retratos de las damas asesinadas, donde la sonrisa se vuelve tan infeliz al hacerse eterna, al congelarse a la luz de la desgracia y ante los ojos que la miran. Ni siquiera sonríe. Seria, fija, nada triste, un poco demasiado rígida, compuesta con las artes de la cosmética, con las modas del peinado: entregada en su obstinación a los prejuicios del fotógrafo barato, como después al puñal del amante. Así. Así mismo: dos veces victimada.
       Pide permiso al vecino, toma una hoja de afeitar y recorta la historia con su foto en el centro. Recorta la historia y memoriza para siempre la frase que mejor y más cruelmente lo excluye. Una frase que no dice absolutamente nada de ella viva pero sí de ella muerta, de ella difunta, de ella cuerpo: “El juez dispuso que, previa autopsia, el cadáver fuera entregado a sus deudos”. Sus deudos: otra vez las hermanas; él no aparece. Él no había aparecido, no habían venido a verlo ni a enterarlo ni a consolarlo ni a buscarlo. Presentía el sitio en que la hubieran velado, ignoraba el lugar en que estuviese enterrada. Mira a veces a Isabel chiquilina, cree descubrir en su crecimiento y reposo los rasgos de la foto del diario, que va envejeciendo con los dobleces nocturnos: los rasgos de la foto, no los rasgos disueltos de un rostro que está olvidando. Y al seguir con un dedo el sopor y la deseada semejanza en las facciones tranquilas de la niña (la niña que alza una mano hasta su nariz, rasca ensueña engendra borra tal vez una mosca, jamás una araña, tal la placidez infantil que el pequeño disturbio de la caricia no basta a aventar en el sueño) piensa una de estas dos preguntas, que no tienen respuesta: ¿Seguirá todavía preso el que la mató? ¿La mató porque ella acaso hubiera querido volver con nosotros? ..., el plural es un abuso, la exclusión insufrible: Isabel duerme.
       “La cosió a puñaladas”, oye decir la niña cuando ya ha pasado un año de aquella muerte. Y de tal modo el Viejo se ha extremado en protegerla, en aislarla en aquel rancho de latas, en separarla de aquel barrio de ranchos de lata, en evitarle los viajes en busca de agua a La Canilla, centro social de los chismes del pobrerío de suburbio, que ella oye la frase y no sabe en seguida cuál podrá ser el significado: La cosió a puñaladas. Porque no conoce, el Viejo sentado encorvado en una silla de paja junto al catre en que ella va a dormirse, dedicando una última mirada a la cartera, los útiles y la merienda (la merienda que el Viejo le prepara) listos sobre la mesa, no conoce otra forma de costura que ésta que ahora el Viejo ensaya, practica allí, esperando que el sueño baje sobre ella, la costura con una aguja de colchonero yendo y viniendo entre los panes de arpillera que harán las cortinas o el pequeño toldo dominguero del carrito; o si no, aguja chica, corriendo saltando y volviendo en el zurcido de la túnica escolar o en el remiendo del pantalón de fajina. El Viejo no parece tener nunca sueño y puede velar el de ella, el del caballo en el terreno, el de su lastimada memoria de viudo sin honor y sin mérito. ¿Habrán soltado al tipo? ... No es imposible averiguarlo, como no hubiera sido imposible averiguar dónde la habían velado, dónde estaba enterrada... ¿La mataron porque quería volver junto a él y a la hija? ... Eso ya es difícil de saber: quizás un expediente, una visita a algún juzgado, una tarjeta, negativas: iba a perderse. Y además... ¿por qué no ir a verlo donde estuviese, a interrogarlo cara a cara?
       —¿Con qué derecho se mete el Viejo?...
       Tal vez había seguido siempre enamorado de su mujer, atado a una mujer convertida en un recorte de diario. Y había querido entonces conservar a Isabel como si fuera otro recorte de diario. Todo para que Font, ese gallego que ni es gallego, ese gallego nacido en Montevideo acabara llevándosela a vivir con él, como el antiguo desconocido se llevara a la madre. Y Font acaba de levantarse para ir a arreglar otra vez, otra infinita vez el lío interminable que aquella decisión de vivir juntos ha creado entre ellos dos y el Viejo. El Viejo que jamás bebió, en los años y años de la viudez, y ahora se ha puesto a beber porque Font le ha llevado a la hija. El Viejo que llega a la puerta del baile del cantegril y dirigiéndose a Font, como si Isabel no existiera, le dice otra infinita vez que tiene que hablar con él y que lo espera en la calle. No es un desafío ni tiene el tono de un reto ni la calle designa otro sitio que una lodosa lengua de tierra, una lengua de tierra por donde el carrito pasa siempre y el grito labra un surco que siguen las ruedas del carrito, los cascos del mancarrón cada día más flaco, el tiempo de la vejez y la vida.
       —Vení, gallego, tengo que hablarte. Te espero en la calle...
       —¿Hasta cuándo? —se queja Font—. ¿Sabés cómo me tiene?...
       No se lo dice a Isabel sino a Ramos y a Luján, que están junto a ellos dos, sentados a la misma mesa. Casi nunca habla del Viejo con Isabel, como una forma de respeto o tal vez como una prédica de supresión y olvido. Pero a Ramos sí, pero a Luján sí: ¿Sabés cómo me tiene?
       Y entonces ella dice:
       —¿Con qué derecho se mete el Viejo?... ¿Qué derecho se creerá que tiene sobre mí? . . Ninguno, ningún derecho.
       Dice sobre mí, ¿podría decir sobre mi cuerpo, porque sabe que el Viejo se desinteresó de reclamar otro cuerpo que podría haber sido más suyo? ¿Podría decir mi cuerpo porque el Viejo, cuidándola día y noche como un cancerbero en aquellos barrios, vino a estar guardándosela a Font como allí no se guarda a nadie, a ninguna mujer, a ninguna chiquilina siquiera (y ella cumplió antes de irse, una semana antes de irse, los veintidós años)? Guardándosela para regalársela porque sí: eso piensa el Viejo, eso dice el Viejo.
       Y ahora, cuando Font hace un gesto que quiere decir “El fierro” y Ramos se lo entrega por debajo de la mesa, Isabel se asusta de haber quitado al Viejo ese derecho de velar por ella, como si con tal. acto de denegación lo desnudara y lo entregara a la disputa, al menosprecio y a la muerte. Se asusta, sí, pero el susto entre ellos tiene también sus reglas. Y entonces ella mide su miedo y sólo dice:
       —Gallego, si podés no le hagás nada...
       Y para que el hombre le perdone la piedad filial, esa piedad vergonzante de criatura sola frente al Viejo despojado y viudo y que en tantos años de despojo y viudez jamás se emborrachó y ahora lo hace por ella:
       —...Tené en cuenta que está en pedo...
       La mirada de Font no dice nada, no promete que vaya a tenerlo en cuenta. Toma el fierro (y el fierro es el revólver de Ramos). Sale.
       ¿Y quién es Font, Tomás Bismark Font Barreiro, después de todo? ¿Y cómo apareció en su vida? ¿Y cómo apareció por primera vez, hacia las tardecitas, por la casa del Viejo? ¿Estaba esperándolo, por allí cerca, hasta que veía entrar el carrito y se aproximaba? ¿O aguardaba la noche porque él era también un animal nocturno?
       Ladrón de cementerios, eso pensó Isabel desde el principio que era. Ladrón del Cementerio del Norte, más concretamente: porque era posible ubicar por el barrio la zona de sus correrías. No iba a atravesar la ciudad, para irse al Buceo o al Central o al Cerro. El Central es el de los pitucos de antes, dice Adhemar. Pero ahora hay más bronce nuevo en el Norte y el campo es más abierto y es más fácil.
       Font es bajo y rubio entrecano y ancho de hombros, con unas patillas pobladas y unas cejas pobladas y unos ojos color caramelo y su camisa azul. El Viejo le llama gallego; fue el primero a quien le oyó apodarlo gallego. Y Font le dice Viejo, sólo Viejo, aunque tal vez el botellero no le lleve más de diez años: Viejo, viejo de soledad, viejo de haber dejado que le robasen sin pelea su mujer, viejo de no tener otras mujeres ni quererlas ni buscárselas, viejo de no salir de noche con nadie. De todo eso se ha hecho viejo y Font, en cambio, supone que él jamás llegará a serlo.
       ¿Cuándo apareció por primera vez? Es posible no recordar la primera vez del ser a quien se ama: quizás ella piensa eso ahora, mientras Ramos y Luján hacen otra pareja: una pareja legal, sí, pero rota y vuelta a soldar, con Luján muy hembra, con Ramos muy inerte, él siempre esperando algo que venga de los ojos de su mujer, de la mano de su mujer, de la boca de su mujer. "Nací un Domingo de Ramos y la vieja quería ponerme así, Domingo de Ramos. Pero el viejo no quiso; y sólo me dejó poner Ramos." Ramos era el nombre, pues, y no el apellido: Isabel se había sorprendido al saberlo, cuando lo conoció. Ramos Martínez, así se llama. O el nombre completo, porque a él le dicen chato. El chato Ramos, el chato Ramos Martínez, el chato Ramos Martínez Novo. Toda la ristra.
       —Es más jodido llamarse Ramos que llamarse Domingo —ha dicho Font—. También tu viejo...
       —¿Por qué va a ser más jodido?... ¿Y vos que te llamás Bismark?
       —Bismark fue un gran general, o qué sé yo. Y eso se le ocurrió a mi viejo, no a mi vieja. Mi viejo mandaba y chau. Pero mi vieja pidió que antes me pusieran Tomás, que era el nombre del viejo. Y así quedó.
       —Ramos y Luján —dice Isabel—. Parece que vivieran en la iglesia...
       —¿En la iglesia? ¡Ma qué iglesia!
       Está mirándolos ahora y los ve como una pareja gastada, aunque seguramente Ramos (en mangas de camisa blanca) es menor que el gallego y Luján tan sólo cinco o seis años mayor, que ella. Una pareja gastada, con el amor muy hecho e historias que después se resuelven en perdones, no para olvidarlas sino tan sólo para seguir viviendo. ¿Perdones de quién a quién? Luján tiene que haberle disculpado muchas veces que él haya sido un ladroncito menor, un ladrón fracasado. Cada vez que lo mira, cada vez que escucha sus planes, se nota el desconcepto: ¡qué vas a ser, qué vas a hacer! Tal vez la espanta la mezquina palabra ratero, esa palabra para escupirle al rostro en los días de miseria. Y sólo porque seguramente teme verse también ella reflejada en el espejo de esa palabra (ratero, el dorso de un espejito en que corre y se esconde un ratoncito de plomo) es que no se la dice. Pero la piensa siempre, sí: se le lee en los ojos.
       Una pareja legal, eso sí, como no es la de ella y Font. Y es por eso (porque ellos no han podido convertirse todavía en marido y mujer) que acaba de aparecer en la puerta del baile el Viejo Ruiz. No son legales, pero por eso mismo son lo otro: amantes, sí, verdaderos y cálidos amantes. Una pareja sin papeles, una pareja porque se juntaron y nada más. Una pareja porque se quieren, aquí y en una cama y donde venga. Ella había empezado a ser mujer con Font y no creía que Luján hubiese estado esperando en la vida a su ladrón esmirriado y mísero para aprender con él, para probar con él, para saber con él, llevada por él. Hay diferencias, ¿no?
       Font traía chapas de cinc y caños y metros de cable arrancados y hasta placas de bronce. Decía haberlo comprado y tener que revenderlo para “salir de un apuro”. Pero no. Bastaba mirar sus manos estropeadas para saber cómo y por quién habían sido desclavadas las chapas, arrancados los cables de la luz, pelado el cobre, descuajadas las placas recordatorias. No movía las manos de un reducidor sino las de un ladrón, que a veces pueden ser algo más limpio.
       El Viejo y él hablaban poco, pero desde el comienzo se tuteaban. Le compraba o no: hablaban poco. Adhemar —con sus dichos tan cómicos— hablaba mucho más con el Viejo, le llamaba don Ruiz y no viejo, no se animaba a tutearlo pero en cambio le hacía bromas, se reía de él y lo hacía reírse de sí y de su interlocutor, le palmeaba el hombro, lo envolvía entero (y a Isabel también) con la mirada grande y hambrienta y transida de unos ojos azules, correspondidos por la sonrisa de unos dientes muy blancos, alumbrando a dos franjas un rostro atezado, como húmedo y de rasgos fugitivos: pícaro e inocente y simpático y tierno y fraudulento y ladino. El Viejo parecía feliz e inseguro y desconcertado: Adhemar era la fantasía, con Adhemar nunca se sabía . Adhemar vino una vez empujando un carrito y en eI carrito yacía y del carrito desbordaba una mole de bronce en dos pedazos. Un Cristo partido por la cintura, un Cristo seccionado a sierra por la cintura: la cabeza dolorosa inclinada hacia el pescante del carrito, los pies claveteados y juntos sobrando hacia la porterita trasera, descansando allí y en el aire frío. INRI.
       —Pero Adhemar, criatura de Dios, ¿te creés que estoy loco?... —había dicho el Viejo.
       Y Adhemar sólo sonreía, todavía maravillado de su hazaña, proponiéndola sin palabras. Ella tenía entonces dieciocho años: era sensible a esa sonrisa, a esos ojos, a la suavidad taimada con que Adhemar respondía: “¿Por qué viá’tar loco, don Ruí?” “Es bronce de primera, don Ruí.”
       Sí, era bronce de primera y era increíble que aquel cuerpo menudo, que aquel mestizo de hombros angostos y manos tan pequeñas y gráciles al acompañar el habla, hubiera podido empuñar una sierra en la noche, encaramarse a algún banquito o piedra o escalera o cajón en la noche y trozar a Cristo en dos. Trozar a un Cristo que hacía dos veces su tamaño y trozarlo sin tener todavía el comprador pensado y elegido y convenido. Un acto de fe. Y había hecho el descenso, como en las imágenes sacras, y lo había metido en el carrito —un carrito sin caballo, él tirando en la pértiga— y lo había arrastrado y trajinado en la noche, saliendo de los caminos más transitados, metiéndose en andurriales, en zanjas abruptas, en atajos pedregosos, en terrenos blan dos y herbosos, escondiéndose siempre, tironeando siempre, cruzando y ganando lo fragoso y lo oscuro. Todo con la ilusión cándida e insensata de que Viejo Ruiz pudiese tener el coraje de quedarse con aquello, comprarle a Cristo por treinta dineros. No tenía noción de que él fuese Judas ni cosa parecida. Ni noción de ningún símbolo: mejor así. No lo precisaba Adhemar, sudando en la noche, metiendo el hombro en la trasera del carrito si se le empantanaba, hundiendo o resbalando los pies en el barro costroso, junto a los pies clavados y llagados cuando el carrito se atascaba en los pastos y cardos de una noche de espinas que sólo había sabido acompañarlo y ayudarlo manteniéndose seca.
       El Viejo Ruiz estaba aterrado. Pero Isabel piensa que tal horror sólo nacía de que aquello lo excediera en dos órdenes: el de la audacia y el del precio. Adhemar desistió ante las alharacas del Viejo: volvió a echar encima del Cristo el sudario (¿la túnica?) de arpilleras rotas, dijo algo enigmático que podría significar Amigos-como-siempre y se fue. La corona de espinas desgarraba la túnica de arpillera en jirones, pedía a gritos un disimulo, un pudor, un refuerzo. El Viejo Ruiz, con montones de arpillera al costado del rancho, no quiso socorrerlo: “Después soy compli...”
       Al día siguiente, a la mañana siguiente Isabel lo ve pasar esposado, entre dos milicos. Lo ve pasar y Adhemar se ingenia para sonreírle, con una carga de sobreentendido y perdón hacia el Viejo; sonreírle sin un alto en la marcha. Adhemar —su rostro moreno, como mojado, no negro—va hacia la cárcel. Adhemar, sus ojos tristes, sus ojos sin sorpresa (tantas veces ha estado preso, una más no significa nada) va hacia la cárcel. ¿Estuvo ella enamorada alguna vez de Adhemar o era tan sólo —se pregunta ahora— la visión de sus ojos tristes y tiernos y cazurros y resignados, llevando el Cristo sin comprador de su historia partido en dos o flanqueado por milicos, Cristo ahora él, de vuelta hacia la cárcel su morada?
       “Una versión crapulosa de la vía crucis”, dice un diario, quién sabe si el mismo que había dicho “El juez dispuso que el cadáver” o algo así. “Troza en la noche el Cristo de Atahualpa, lo vende a vil precio a dos fundidores clandestinos y van todos a la cárcel.” Era un día sin noticias grandes para la página policial y Adhemar la estaba pagando, sin que tampoco le pesara. Pero el cronista era el pobre diablo de siempre y no era capaz de imaginarse o describir aquello que ella misma, jovencita de dieciocho años con su pasado de colegio de monjas, había visto y exorcizado y sentido: los pies desollados, la marca de los clavos, los brazos extendidos rebasando, en su ademán de abarcar perdonar, el pescante del carrito de Adhemar, la cabeza coronada de espinas cabeceando en los baldíos y en la noche, la envidia del Viejo repitiendo “Ta loco, ta loco”, tal vez porque él no hubiera podido juntar el dinero y correr el riesgo y los judíos sí habían podido y corrido. Los judíos (o los rusos, tanto daba, era una historia sin ideas ni prejuicios), los reducidores que no trabajan nada y ganan mucho más que su víctima su robado el ladrón; aquellos tipos habrían fundido a Adhemar y a Cristo si les hubieran dado el tiempo necesario. Pero esta vez no habían querido dárselo: la policía manejaba un registro de los ladrones especializados en bronce y lápidas, Adhemar dijo los nombres y las direcciones de los rusos (o los judíos) y allí encontraron las dos partes de Cristo, una en cada fundición clandestina, la parte del comprador de la cabeza y los brazos en una gran tina de latón, lista para el lavado previo al horno, la parte del comprador de los pies envuelta en lona, como si hubiera sido el cuarto trasero de una res oculta en días de veda. “Troza el cuerpo de Cristo, lo desciende de su cruz al llegar la noche, lo merca a precio vil y cae en manos de la centuria romana”: Isabel y el cronista no tenían imaginación para verlo saberlo así, pero al menos ella había podido imaginarse asombrada la sangre de las llagas en las manos, el humor chorreando de los pies, el sudor constelado de sangre bajo las espinas de la corona, y había escuchado reprochado amado a Adhemar tratando de convencer al Viejo para que se quedara con todo aquello, porque era muy buen bronce y muy buen negocio, don Ruí.
       —No es mi negocio, no es mi negocio —dice después el Viejo, alegrándose (aliviándose) de no haber entrado, puesto que el otro estaba preso—. Sí, claro, ¿a quién se le ocurre que alguien pueda vender por las buenas a Cristo en dos pedazos? No, no era su negocio y tal vez el Viejo sentía el absurdo, que también a Isabel se le antojaba blasfemo y sacrílego, aún sin saber tanto (nunca había prestado dema siada atención a las monjas) de todas estas cosas. Sí, ¿a quién se le ocurre que alguien pueda vender por las buenas un Cristo de ese tamaño cortado en dos pedazos? ¿A quién? Sí, no era su negocio, no era, no podía ser un negocio de los que él hiciera con frecuencia; pero recuerda ahora a Font tuteándose con el Viejo, diciéndole "Trato hecho" y sacando de la bolsa una placa de bronce, que el Viejo va a comprarle en seguida. La saca, la desempolva con el revés de la manga, el Viejo empieza a pasarle un cepillo de barbas largas. ¿Y a quién se le ocurre que alguien pueda vender por las buenas, allí, a menos de veinte cuadras del Cementerio del Norte, una placa con dos angelitos guardianes que diga, en forma de libro abierto, “A Ramona Rosado, recuerdo de sus hijos”?
       —¿Con qué derecho se mete...?
       Para eso la crió, para que acabara enamorándose de Font y Font se la llevara sin consultarlo, sin obtener su permiso, sin anunciarle nada; allí, en aquel barrio de ranchos, habría sonado a burla "sin pedirle la mano". El Viejo nunca se había emborrachado, ella no le había conocido mujeres en los años viriles de la viudez. Pero lo abandonó sin remordimientos en cuanto apareció Font. ¿Sería, en definitiva, tal igual a una madre a quien no había conocido?
       Ha resistido siempre mirar aquel rostro en el recorte del diario. Desde niña, ladeaba la cabeza, entornaba los ojos para no mirarlo. Y ha visto ahora el rostro del Viejo, que no se dirige a ella, asomándose al baile. Lo ha visto: sin ladear la cabeza, sin entornar los ojos.
       —Vení, gallego, tengo que hablarte...
       Pero ahora el gallego ya regresa; pasa junto al mostrador y pide algo, se allega a la mesa en que los tres están esperándolo.
       —¿Qué? ... —tantea Isabel, sin arriesgar del todo la pregunta.
       —Nada. Taba pesado, con las copas... (remeda la voz cascada y un poquito arrastrada, alcohólica): Casate con ella, casate con ella ... Si no, viá’tener que matarte...
       —¿Matarte el Viejo?... ¡Si nunca fue capaz de matar una mosca!
       Nunca mató una mosca: estaba casado con la finada y no fue al encuentro del tipo que se la quitó. Ni había tenido impulso para reclamar el cuerpo, cuando el otro la mató. Dejó que la enterraran las hermanas, eso hizo. Dejó...
       —Le repetí como diez veces: Viejo, ya estoy en divorcio. En seguida que lo termine me caso...
       Ella sabe que ni siquiera lo ha empezado. Cuando era muchacho, le contó al conocerla, se había casado con una prostituta que era menor y quería la libreta de matrimonio “pa circular tranquila”. Se le había ido —él a ella— al muy poco tiempo. “No quería vivir de mantenido, ¿sabés?” Y hoy le es imposible saber dónde vive, ni de qué ni con quién, ni siquiera si vive. No recuerda en qué año se casó, en qué juzgado (“Ella hizo todo”) ni sabe quién tendrá la libreta. Y hasta le han dicho que se fue a Venezuela. Vaya a saber... Isabel lo ha empujado para que intente una gestión, lo ha acompañado a averiguar qué papeles se precisan. Le han puesto dificultades: que la fecha, que la sección del juzgado de paz, que el domicilio actual de la mujer, que la partida, que los edictos en dos diarios... Abandonaron.
       —Pa lo que a él le sirvió estar casado...
       Vuelve a imitar la voz vieja, quebrada:
       —Vos sabés que mi hija no era una cualquiera ... —me dijo.
       Le traen la grappa que ha pedido al pasar por el mostrador. Alza la copa.
       —Eso es cierto —dice—. Salud.
       Y en contradicción con la actitud de tener la copa en alto, baja la cabeza.
       —Eso es muy cierto. (Mirando a Ramos y a Luján.) ¿Ustedes sabían?...
       Era increíble que de allí, de aquel sitio en que vivía el Viejo, de aquella casilla en que el Viejo y la hija parecían moverse bordeando un agujero inmenso, dejado por la difunta, la hubiera sacado, se la hubiera llevado con tanta facilidad y hubiera sido una niña. Sí, era increíble; y sin embargo, así era. ¡Un lujo! Se han ido juntos por primera vez, ella no se lo ha dicho ni siquiera se lo ha dado a entender. Pero cuando va a echarse ya sobre ella, por donde ignora supone no pregunta que haya sido el camino de otros, Isabel extiende las manos hacia adelante, las apoya en su pecho, levanta hacia el vientre de él, hacia el sexo de él las dos rodillas puntiagudas, en gesto defensivo. Y con una voz sin aliento, como si fuera a confesar una culpa, va y se lo dice. ¡Un lujo!
       —Nadie tiene por qué saber las cosas de los otros —protesta Isabel—. Y vos no estás borracho.
       La mira. Vacila. Mira la copa. Cambia. Se la bebe de un trago.
       —Vamos a casarnos cuando se arreglen las cosas —le dije—. Y es lo que voy a hacer, eso se lo digo a todos... ¡qué carajo! Y después de una pausa, en tono conciliador: Le di unos pesos... Me daba lástima.
       —Pobre Viejo, ya te agarra hasta plata. ¡Cómo ha caído!
       —Sí, pero cuando le aseguré que ya estaba todo pronto pa casarnos, no me creyó... y cuando le dije que íbamos a avisarle el día, nos relajó a los dos, a vos y a mí, sabés cómo... No quiere que le avisen nada... No quiere saber nada, ni de vos ni de mí ni de nada... No quiere vernos más.
       —Y vos, gallego, siendo así . . ¿pensabas matarlo? —pregunta Ramos.
       —Tas loco... Pero un tiempo, cuando lo conocí, siempre andaba calzado: de cuchillo, no de revólver... ¿Y qué sabía yo?... Fijate que soy un hombre y le reconozco al Viejo el derecho a relajarnos... a putearme como me puteó, pobre mi vieja santa... Por eso no Ie iba a hacer nada. No, no iba a matarlo, aunque anduviera calzado.
       Ella le había pedido "si podés, no. le hagás nada", pero había confiado desde el principio en que no fuera a pasar nada. Así, al menos, quería tranquilizarse, absolverse retrospectivamente. No, nada. ¿Y por qué andaría calzado, en los tiempos en que Font lo conoció, ya que ahora él lo dice? ¿Por qué, por quién? ¿Por miedo al hombre que había apuñaleado a la finada? ¿Era posible que todavía temiese la agresión del hombre que le había quitado la mujer?... Porque pensándolo bien... ¿qué otros enemigos tenía?
       —¿Vos le has conocido enemigos a tu viejo?
       —No, que yo sepa no... No creo.
       Ramos, desde su mano en la barbilla, ha madurado la evidencia:
       —Si acabás de dar hasta el último mango... y yo tampoco tengo, ahora sí que vamos a hacerlo...
       —Seguro que tenemos que hacerlo... ¿Quién dijo que no?... Pero vos... ¿trajiste las cosas?
       —Sólo el bufoso...
       Esa misma tarde, ha sido Font quien se lo ha propuesto:
       —Chato, tengo un buen trabajo pa esta noche... y estoy en la llaga, ¿Vos?
       —Me conviene. Ando más que en la llaga...
       —Mirá, se precisa esto (agarrándose, uno a uno, hasta cuatro dedos): una pata de cabra, un destornillador, una linterna y un cuchillo.
       —Linterna no tengo, lo demás sí... ¿Qué trabajo es?
       —Después te digo. Dejé la linterna... ¿Tenés yesquero?
       —Yesquero sí.
       —Traelo.
       Se había resignado a su papel de segundón: aceptar sin saber qué era, de qué se trataba; admitir su ignorancia, la reserva del otro. Luján lo mismo, sin un comentario pero con una íntima resistencia que el chato no tenía.
       Y ahora Font: ... ¿Trajiste las cosas?
       —Gallego —díce Luján, cortando la disculpa del otro (“Sólo el bufoso”), demorando el propio fastidio—... Todavía no fuimos a casa, desde que dijiste... Ahora vamos...
       —¿Recién ahora... cuando éste ya se tomó una pila de copas?...
       —¿Tas en pedo? ¡Me tomé tres grappas, me tomé! ¿Via’ mamarme con eso?
       —Entonces lo mejor es ir a buscar las cosas. Escuché, gorda, vos que estás fresca: una pata de cabra, un destornillador, un cuchillo...
       —... Y el yesquero, anota Ramos, para probar que él también está fresco.
       —Los trabajos que he perdido por no tener un carrito —se lamenta Font—. Pero éste, si sabés ayudar, no precisa carrito...
       Ayudar: otra vez segundón. La gorda mueve la quijada, parece masticar rabiosamente el verbo.
       —¿Te acordás, negro, del carrito de Adhemar?
       —Ése era un loco, con carrito y sin carrito —contesta Ramos, aunque el recuerdo no era para él: en algo tiene que poder adelantarse—. Con gente así no sirve.
       —¿Por qué decís era? ¿Se murió, por si acaso? —pregunta Isabel.
       —Está comiéndose una cana así... Como si fuera... Tiene medidas.
       —Otro garrón, te cuenta él, si lo dejás hablar —festeja Font—. No hay cristiano que se haya comido más garrones... Siempre embagayado, siempre de ronga... Ja.
       —Sí, sí, será eso y todo lo que quieran —protesta Isabel—. Pero es un buen tipo... A lo mejor, no se ofendan, mejor que ustedes dos...
       —La nena estuvo enamorada de él... ¡Respeten! —parodia Font. (¿Quiere vengarse acaso de que le hayan impedido contar la historia de la virgen?)
       —No seas bobo, enamorada no, nunca estuve enamorada de él... Pero el amor tampoco me ciega... Te quiero a vos, que tenés cada cosa... El Adhemar es un muchacho bien de bien... Sí (mirándolos de frente) ¡bien de bien!... aunque sea chorro. ¿ O ahora me venís con que ser chorro?...
       Deja la pregunta en suspenso: nadie le viene con nada, ninguno de los otros quiere contradecirla. ¿Para conceder esto, para hacer distingos como éste te puso el Viejo en el colegio de monjas?... (pero no se lo dicen).
       —Bueno, flaca, acabala —es todo lo que se anima a decir Font—. Y ustedes dos: a buscar las cosas.
       Se levantan. Font va al mostrador y conversa: Isabel sabe que está prometiendo pagar al día siguiente. ¿Con qué? ¿Con lo que roben esta noche? Toca ahora el hombro del cantinero y después, casi sin volverse hacia ellos, hace una seña. Salgan, quiere decir: Está todo arreglado. El cantinero está sirviéndole otra, que 'se bebe de un sorbo, allí en el mostrador, antes de alcanzarlos. “Atención de la Casa”.
       —Dentro de media hora, en el café de Millán y Coronel Raíz —ordena—. ¿Tamos?...
       —¿Nosotras también? —pregunta Luján.
       —Claro que sí. Los cuatro.



       —Yo llevo el revólver... y a éste le doy el cuchillo —dice Ramos, forzando una cabriola, un paso de murguista, para esconder en la exageración ésas más de tres grappas que lo hacen vacilar un poco, en la noche húmeda, entre el camino desprolijo de pasto y terrones.
       —¿Para qué? —pregunta Luján, desplazando su ira—. ¿Para qué, si no sabés a qué van?
       —No importa. Yo llevo el revólver.
       Y ahora lo esgrime, encañona hacia adelante, a un sitio vacío de la noche.
       —Total, tampoco es de él... Preguntale si es de él.. . ¡Es del Gorila!
       Sí, es cierto: es de un negro grande e infeliz cuyo nombre nadie sabe y a quien llaman El Gorila del Cantegril. “Si lo ayudara la cabeza”, ha comentado Font otras veces: “Con ese cuerpo”. Pero no lo ayuda. Font le ha pedido prestada el arma (¿dónde la habrá robado El Gorila?) y el negro se la ha dado. Hace meses. Desde entonces, El Gorila se la reclama a menudo: “Gallego, devolveme el chiche”. Y Font: “Esperé un poco, después te lo damos”. El negro lo pide sin saber para qué. Font se lo niega, sin saber por qué. ¿Y por qué dice “damos”?
       —Sí, es del Gorila... pero me lo prestó a mí.
       —Dáselo, chato —ordena Luján—. Si no quiere decirte para qué lo llevan...
       Ramos obedece a su modo (obedece al sentido de la incitación, no a las palabras): hace otra cabriola, simula tropezar y encañona a Font.
       —¿Y qué es, vamos a ver, lo que vamos a hacer ahora?
       —Llevalo a tu casa v metele la cabeza en la pileta... Si no, la caga en fija.
       —Decí, carajo, por qué tengo que estar tan fresco... Decí o te quemo.
       —Metele la cabeza en la pileta, te digo.
       Luján interviene:
       —No hagás bandera, que no estás tan borracho. Y traé ese revólver para acá.
       Se lo quita.
       —A mí me gusta el cuchillo —dice Font—. Así que no hay problema. Vos llevás el revólver y yo el cuchillo. Pero andá primero a tu casa.
       Salen a una calle de hormigón, van a separarse.
       —Ya sabés: —dirigiéndose a Luján, excluyendo a Ra- mos— la pata...
       —Ya sé —la voz de Luján se ha descargado un poco de rencores—. La pata, el cuchillo, el destornillador, el yesquero —recita.
       —Yo llevo el revólver. Asta me lo va a dar. Vos el cuchillo.
       —Sí, sí. Mojale la cabeza, refrescalo.
       —Mojale la cabeza, mojale la cabeza... ¿qué mierda querés que haga con la cabeza mojada?
       —Apurá: de aquí a media hora en el café. Dale el revólver de una vez y que no joda más.



       Y ahora están otra vez los dos juntos y van por el pasto —pasada la banda de hormigón, que blanquea en la noche sin luna— y él se detiene un momento y orina en lo oscuro, junto a una parecita de transparentes. Vos sos mi mujer y no quiero dejarte de lado nunca, haga lo que haga, en las buenas o en las malas. Para eso sos mi mujer y yo soy tu marido. ¿Se lo dice o no? Piensa tal vez que se lo dice, piensa tal vez que ella está oyéndolo aunque él no se lo diga: debe sentirla junto a su flanco, ella inclina su cabeza y el roce de su cabellera revuelta toca la mejilla de él; son casi de la misma altura: ella flaca, él macizo. Isabel, Tomás.
       Siente el pelo de ella en su mejilla derecha y entonces contonea un poco su cadera y hace que su muslo derecho toque y encuentre el muslo izquierdo de ella, y le pasa una mano por detrás de la cintura y esa mano se enrosca y parece primero tantear y después colgársele de un seno muy chiquito, que no estruja. Ella también iría a decir No, ahora no, pero oscuramente debe saber que la caricia no pasará de allí y es preferible no alentarla negándose. Tampoco, por eso mismo, lo besa. La cabellera desaparece de la mejilla y la noche vuelve a instalar un pequeño hueco entre ellos dos, que caminan sin hablarse, sin decir que se aman, sin amarse de un modo presente: sólo necesitándose para ahora o después, ¿para cuándo?
       —Este chato es un pobre diablo —dice él por fin—...y a lo mejor la caga. No me gusta trabajar con él, es pura bulla... pero sin elementos, sin carrito y sin nada... ¿qué querés que haga? ¿Con quién voy a juntarme?...
       Ella no quiere que haga nada, pero pregunta:
       —¿Qué van a hacer?
       —Una carnicería. Pero no se lo digás vos. Dejá que se lo diga yo, por el camino. Si no, capaz que va y se lo cuenta a la gorda y la gorda opina de todo: que sí, que no, que lo de más aquí, que lo de más allá... y te llena las pelotas.
       —¿Una carnicería? (La gorda no existe: sólo existe este lugar, tan extraño a esta hora.)
       —Sí, una carnicería. Que me enteré que dejan la guita de noche.
       —¿No dormirá nadie adentro?
       —Queda sola, tate tranquila. Con una fuercita de la pata de cabra...
       —¿La pata de cabra? —pregunta Isabel, como si estuviera ante un rito desapacible de brujería.
       —Sí, la pata de cabra, la uña, como se llame. Ese fierro que se abre en dos en la punta.
       Dobla índice y mayor de la misma mano, como una garra, como un garfio, apuntando hacia abajo. Pero no es hábil y los demás dedos siguen el mismo movimiento y se doblan también y la mano entera, suspendida en la noche, semeja una zarpa.
       —Con la uña es un galope, te digo... Está regalada, una carnicería que está regalada. Vas a ver qué boleto.
       La mano se distiende, vuelven los dedos más largos y rozan el mentón de ella, se acartuchan allí, en un gesto que quiere ser tranquilizador. Han llegado al café.



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