Pablo
Neruda
(1904–1973)
Neruda entre nosotros
Por Julio Cortázar (1914-1984)
Tan cercano como está en la vida y
en la muerte, toda tentativa de fijarlo desde la escritura corre
riesgo de cualquier fotografía, de cualquier testimonio unilateral:
Neruda de perfil, Neruda poeta social, las aproximaciones usuales y casi
siempre falibles. La historia, la arqueología, la biografía, coinciden
en la misma terrible tarea: clavar la mariposa en el cartón. Y el único
rescate que la justifica viene de la zona imaginaria de la inteligencia,
de su capacidad para ver en pleno vuelo esas alas que ya son ceniza en
cada pequeño ataúd de museo. Cuando entré por la última vez a su
dormitorio de la Isla Negra, en febrero de este año, Pablo Neruda estaba
en cama acaso ya definitivamente inmovilizado, y sin embargo sé que
aquella tarde y aquella noche anduvimos juntos por playas y senderos, que
llegamos aún más lejos que dos años antes, cuando él había venido a
esperarme a la entrada de la casa y había querido mostrarme las tierras
que pensaba donar para que a su muerte alzaran allí una residencia de
escritores jóvenes.
Así, como paseando
a su lado y escuchándolo, quisiera decir aquí mi palabra de
latinoamericano ya viejo, porque muchas veces en el torbellino de la casi
impensable aceleración histórica del siglo he sentido dolorosamente que
la imagen universal de Pablo Neruda era para muchos una imagen maniquea,
una estatua ya erigida que los ojos de las nuevas generaciones miraban con
ese respeto mezclado de indiferencia que parece ser el destino de todo
bronce en toda plaza. A esos jóvenes de cualquier país del mundo
quisiera contarles, con la llaneza del que encuentra a sus amigos en el
café, las razones de un amor que trasciende la poesía por sí misma, un
amor que tiene otro sentido que mi amor por la poesía de John Keats o de
César Vallejo o de Paul Eluard; hablarles de lo que sucedió en mis
tierras latinoamericanas en esa primera mitad de un siglo que para ellos
se confunde ya en la continuidad de un pasado que todo lo devora y
confunde.
En el principio fue
la mujer; para nosotros, Eva precedió a Adán en mi Buenos Aires de los
años treinta. Éramos muy jóvenes, la poesía nos había llegado bajo el
signo imperial del simbolismo y del modernismo, Mallarmé y Rubén Darío,
Rimbaud y Rainer María Rilke: la poesía era gnosis, revelación,
apertura órfica, desdén de la realidad convencional, aristocracia,
rechazando el lirismo fatigado y rancio de tanto bardo sudamericano.
Jóvenes pumas ansiosos de morder en lo más hondo de una vida profunda y
secreta, de espaldas a nuestras tierras, a nuestras voces, traidores
inocentes y apasionados, cerrándose en cónclaves de café y de pensiones
bohemias: entonces entró Eva hablando español desde un librito de
bolsillo nacido en Chile, Veinte poemas de amor y una canción
desesperada. Muy pocos conocían a Neruda, a ese poeta que
bruscamente nos devolvía a lo nuestro, nos arrancaba a la vaga teoría de
las amadas y las musas europeas para echarnos en los brazos a una mujer
inmediata y tangible, para enseñarnos que un amor de poeta
latinoamericano podía darse y escribirse hic et nunc, con las
simples palabras del día, con los olores de nuestras calles, con la
simplicidad del que descubre la belleza sin el asentimiento de los grandes
heliotropos y la divina proporción.
Pablo lo sabía, lo
supo muy pronto: no opusimos resistencia a esa invasión que nos liberaba,
a esa fulminante reconquista.
Por eso, cuando
leímos Residencia en la tierra no éramos ya los mismos, los
jóvenes pumas se lanzaban ya por su cuenta a la caza de presas tanto
tiempo despreciadas. Después de Eva veíamos llegar al Demiurgo, resuelto
a trastrocar un orden bíblico que no habíamos establecido los
latinoamericanos; ahora íbamos a asistir a la creación verbal del
continente, el pez iba a llamarse pez por boca americana, las cosas y los
seres se proponían y se dibujaban desde la matriz original que nos había
hecho a todos, sin la sanción tranquilizadora de los Linneo y los Cuvier
y los Humboldt y los Darwin que nos habían legado paternalmente sus
modelos y sus nomenclaturas. Me acuerdo, me acuerdo tanto: Rubén Darío
se desplazó vertiginosamente en mi geografía poética, de la noche a la
mañana pasó a ser un gran poeta lejano, como Quevedo o Shelley o Walt
Whitman; en nuestra dilatada, desierta y salvaje tierra mental, que
habíamos llenado de necesarias y vagorosas mitologías, Residencia
se precipitó en la Argentina como antaño San Martín en Chile para
liberarlo, como Bolívar picando sus águilas desde el norte; la poesía
tiene su historia militar, sus conquistas y sus batallas, el verbo es
legión y carga, y la vida de todo hombre sensible a la palabra guarda en
su memoria incontables cicatrices de esos profundos, indecibles arreglos
de cuentas entre el ayer y el hoy, entre lo artificial y lo auténtico;
inútil murmurar que lo recíproco no existe, que Chile está hoy ahí
para probar hasta qué punto la historia militar ignora la poesía, eso
que en última instancia es lo humano en su exigencia más alta, allí
donde la justicia se quita la venda que el sistema le ha puesto en los
ojos y sonríe como una mujer que ve jugar a un niño.
Neruda no nos dio
demasiado tiempo para recobrarnos, para tomar esa distancia que la
inteligencia establece hasta con lo más amado puesto que su razón de ser
está en un plus ultra incesante. Aceptar, asimilar Residencia
en la tierra exigía acceder a una dimensión diferente de la lengua
y, desde allí, ver americano como jamás se había visto hasta
entonces. (Ya algunos de nosotros, movidos por el azar de librerías o
amistades, entrábamos con el mismo asombro en una nueva faceta de esa
inconcebible metamorfosis de nuestra palabra: Trilce, de César
Vallejo, llegaba a Buenos Aires desde el norte, viajera secreta y
temblorosa trayendo claves diferentes para un mismo reconocimiento
americano). Pero Pablo no nos dio tiempo a mirar en torno, a hacer un
primer balance de esa multiplicada explosión de la poesía. Vastos poemas
que formarían luego parte de la tercera Residencia se sumaban
tumultuosos a la primera gran cosmogonía para afinarla, especializarla,
traerla cada vez más al presente y a la historia. Cuando la guerra civil
española lo lleva a escribir España en el corazón, Neruda ha
dado el paso final que lo desplaza del escenario a los actores, de la
tierra a los hombres; su definición política, que tanto malentendido
innoble haría surgir (y pudrir) en América Latina, tiene la necesidad y
la llaneza del cumplimiento amoroso, de la posesión en la entrega
última; y es fácil advertir que el signo ha cambiado, que a la lenta,
apasionada enumeración de los frutos terrestres por boca de un hombre
solitario y melancólico, sucede ahora la insistente llamada a recobrar
esos frutos jamás gozados o injustamente perdidos, la proposición de una
poesía de combate lentamente forjada desde la palabra y desde la acción.
En Buenos Aires,
capital de la prescindencia histórica, este segundo y más terrible
espolazo de Neruda bastó para hacer caer muchas máscaras; me tocó ver,
testigo irónico, cómo nerudianos fanáticos repudiaban bruscamente su
poesía, mientras oportunistas al viento de las reivindicaciones exaltaban
una obra que les era palpablemente ininteligible salvo en sus significados
más obvios. Quedaron los que lo merecían, comprometidos o no en el plano
político (lo digo expresamente, puesto que a mí me faltaba aún la
Revolución Cubana para despertarme), y para esos la obra de Neruda
siguió siendo como un pulso, una vasta respiración americana frenética
a las delicuescencias pasatistas y las fidelidades cada vez más
ridículas a los cánones extranjeros.
Sé que le debo a
Neruda el acceso a Vallejo, a Octavio Paz, a Lezama Lima, a Cardenal,
poetas tan diferentes como unidos, tan individuales como fraternos. Pero
lo repito, él no nos daba tregua, no nos dio nunca tregua; poema tras
poema, libro tras libro, su imperiosa brújula exigía la revisión de
nuestros rumbos, nos llamaba sin proponérselo, sin el menor paternalismo
de poeta mayor, de abuelo Hugo latinoamericano; simplemente ponía otro
libro sobre la mesa, y pálidos fantasmas corrían a esconderse. Cuando
llegó el Canto general, el ciclo de creación entró en su
último día necesario; luego seguirían muchos otros, memorables o de
simple fiesta, vendrían los poemas bien ganados del que se sienta a
recordar su vida con los amigos, como el entrañable Extravagario
y tantos momentos del Memorial de Isla Negra; Neruda envejecía
sin renunciar a su sonrisa de muchacho travieso, entraba por la fuerza de
las cosas en el ciclo de las solemnidades, los paseos utilizables, la más
que innecesaria consagración del Premio Nobel, último manotazo del
sistema para recuperar lo irrecuperable, el aire libre, el gato en el
tejado jugando con la luna.
Mucho se ha escrito
sobre el Canto general, pero su sentido más hondo escapa a la
crítica textual, a toda reducción solo centrada en la expresión
poética. Esa obra inmensa es una monstruosidad anacrónica (se lo dije un
día a Pablo, que me contestó con una de sus lentas miradas de tiburón
varado), y por ello una prueba de que América Latina no solamente está
fuera del tiempo histórico europeo sino que tiene el perfecto derecho y,
lo que es más, la penetrante obligación de estarlo. Como, en un terreno
no demasiado diferente al fin y al cabo, Paradiso, de José
Lezama Lima, el Canto general decide hacer tabla rasa y empezar
de nuevo; por si fuera poco, lo hace. Porque apenas se piensa en esto, es
casi obvio que la poesía contemporánea de Europa y de las Américas es
una empresa definitivamente limitada, una provincia, un territorio, a la
vez dentro del campo de expresión verbal y dentro de la circunstancia
personal del poeta.
Quiero decir que la
poesía contemporánea, incluso la de intención social como la de un
Aragon, un Nazim Hikmet o un Nicolás Guillén, que me vienen los primeros
a la memoria y están lejos de ser los únicos, se da circunscrita a
determinadas situaciones e intenciones. Más perceptible es esto todavía
en la poesía no comprometida, que en nuestros tiempos y en todos los
tiempos tiende a concentrarse en lo elegíaco, lo erótico o lo
costumbrista. Y en ese contexto, cuya infinita riqueza y hermosura no solo
no niego sino que me ha ayudado a vivir, llega un día el Canto
general como una especie de absurda, prodigiosa geogonía
latinoamericana, quiero decir, una empresa poética de ramos generales, un
gigantesco almacén de ultramarinos, una de esas ferreterías donde todo
se da, desde un tractor hasta un tornillito; con la diferencia de que
Neruda rechaza soberanamente lo prefabricado en el plano de la palabra,
sus museos, galerías, catálogos y ficheros que de alguna manera nos
venían proponiendo un conocimiento vicario de nuestras tierras físicas y
mentales, deja de lado todo lo hecho por la cultura e incluso por la
naturaleza, él es un ojo insaciable retrocediendo al caos original, una
lengua que lame las piedras una a una para saber de su textura y sus
sabores, un oído donde empiezan a entrar los pájaros, un olfato
emborrachándose de arena, de salitre, del humo de las fábricas. No otra
cosa había hecho Hesíodo para acabar los cielos mitológicos y las
labores rurales; no otra cosa intentó Lucrecio, y por qué no Dante,
cosmonauta de almas. Como algunos de los cronistas españoles de la
conquista, como Humboldt, como los viajeros ingleses del Río de la Plata,
pero en el límite de lo tolerable, negándose a describir lo ya
existente, dando en cada verso la impresión de que antes no había nada,
de que ese pájaro no tenía ese nombre y de que esa aldea no existía. Y
cuando yo le hablé de eso, él me miraba con sorna y volvía a llenarme
el vaso, señal inequívoca de que estabas bastante de acuerdo, hermano
viejo.
Por cosas así
pienso que la obra de Neruda ha sido para los latinoamericanos de mi
tiempo algo que trasciende los parámetros usuales en que dialécticamente
se mueven el hacedor y el lector de poesía. Cuando pienso en ella, la
palabra obra tiene para mí una consistencia arquitectónica, un
peso de mampostería, porque su acción en muchos de nosotros no solo se
cumplió en ese plano general de enriquecimiento ontológico que da toda
gran poesía, sino en el de una toma directa de contacto con materias,
formas, espacios y tiempos de nuestra América. ¿Quién podrá llegar
hasta el litoral chileno y asomarse al Pacífico implacable sin que los
versos de la Barcarola vuelvan desde la ya remota Residencia
en la tierra, quién subirá a Machu Picchu sin sentir que Pablo lo
precede en la interminable teoría de peldaños y colmenas? Lo digo con
riesgo, lo digo con dolor: cuánta poesía querida se me adelgazó entre
las manos después de esa terrible precipitación mineral y celular. Y lo
digo también con gratitud: porque ningún poeta mata a los demás poetas,
simplemente los ordena de otra manera en la trémula biblioteca de la
sensibilidad y la memoria. Habíamos vivido y leído de prestado, aunque
los préstamos fueran tan hermosos; habíamos amado en la poesía algo
como un privilegio diplomático, una extraterritorialidad, el nepente
verbal de tanta torpe tiranía y tanta insolente expoliación de nuestras
vidas civiles; sin soberbia, sin jamás reprocharnos nuestras delicadas
prescindencias, Neruda nos abrió la más ancha de las puertas hacia esa
toma de conciencia que algún día se llamará de versos libertad. Ahora
podíamos seguir leyendo a Mallarmé y a Rilke, puestos en su órbita
precisa, pero ahora no podíamos negar que éramos latinoamericanos; yo
sé, lo sabe lo más exigente de mi ser, que nadie salió perdiendo en esa
confrontación poética.
Por eso, a los que
demasiado fácilmente olvidan, los invito a releer el Canto para
que a la luz (no a la tiniebla) de lo que ocurre en Chile, en Uruguay, en
Bolivia complete usted mismo la lista interminable, verifiquen la
implacable profecía y la invencible esperanza de uno de los hombres más
lúcidos de nuestro tiempo. Imposible abarcar ese horizonte, esa rosa de
los vientos que se vuelve húmedo erizo para apuntar a sus multiplicados
rumbos; solo aludiré al retrato de tanto dictador, de tanto tirano que
Neruda nombró y describió sin vacilar en ese libro como si supiera que
iba más allá de sus miserables personas, que su denuncia abarcaba un
futuro donde habría de esperarlo otra vez la pesadilla. Los invito, para
no citar más que uno, a releer el poema en que González Videla es
acusado de traidor a su patria; y a sustituir su nombre por el de
Pinochet, a quien Allende también habría de llamar traidor antes de caer
asesinado; los invito a releer los versos en que Neruda transcribe cartas
y testimonios de chilenos torturados, vejados y muertos por la dictadura;
habría que estar ciego y sordo para no sentir que esas páginas del Canto
general fueron escritas hace dos meses, hace quince días, anoche,
ahora mismo, escritas por un poeta muerto, escritas para nuestra
vergüenza y acaso, si alguna vez lo merecemos, para nuestra esperanza.
Conocí muy poco al
hombre Neruda, porque entre mis defectos está el de no acercarme a los
escritores, preferir egoístamente la obra a la persona. Dos testimonios
había tenido de su afecto por mí: un par de libros dedicados que me hizo
llegar a París, sin que jamás hubiera recibido nada mío, y una página
que envió a alguna revista cuyo nombre no recuerdo, y en la que
generosamente trataba de aplacar una falsa, absurda polémica entre
Arguedas y yo a propósito de escritores “residentes” y escritores “exiliados”.
Cuando Allende asumió la presidencia en noviembre de 1970, quise estar en
Santiago cerca de mis hermanos chilenos, asistir a algo que para mí era
harto más que una ceremonia, la primera apertura hacia el socialismo en
el sector austral del Continente. Alguien llamó a mi hotel, con una voz
de lento río: “Me dicen que estás muy cansado, ven a Isla Negra y
quédate unos días, ya sé que no te gusta ver gente, estaremos solos con
Matilde y mi hermana, Jorge Edwards te traerá en auto, vendrán Matta y
Teresa a almorzar, nadie más”.
Fui, claro y Pablo
me regaló un poncho de Temuco y me mostró la casa, el mar, los
solitarios campos. Como si tuviera miedo de cansarme, me dejó andar por
los salones vacíos, mirar despacio y a mi gusto la caverna de Aladino, su
Xanadú de interminables maravillas. Casi inmediatamente comprendí esa
correspondencia rigurosa entre la poesía y las cosas, entre el verbo y la
materia. Pensé en Anna de Noailles preguntándole a una amiga el nombre
de una flor entrevista en un paseo, y asombrándose: “Ah, pero si es la
misma que tantas veces he nombrado en mis poemas”, y sentí lo que iba
de eso a un poeta que jamás nombró sin antes palpar, vivir lo nombrado.
Cuánto resentido, cuánto envidioso ironizó en su día sobre los
mascarones de proa, los atlas, los compases, los barcos en las botellas,
las primeras ediciones, las estampas y los muñecos, sin comprender que
esa casa, que todas las casas de Neruda eran también poemas, réplica y
corroboración de las nomenclaturas de Residencia y del Canto,
prueba de que nada, ninguna sustancia, ninguna flor había entrado en sus
versos sin ser lentamente mirada y olida, sin darle y ganarse el derecho a
vivir siempre en la memoria de los que recibirían en pleno pecho esa
poesía de encarnación verbal, de contacto sin mediaciones.
Incluso la muerte de
Neruda entre escombros y alimañas uniformadas, ¿no es un último poema
de combate? Sabíamos que estaba condenado por el cáncer, que era una
cuestión de tiempo y que acaso hubiera muerto el día en que murió
aunque la ralea vencedora no le hubiera destrozado y saqueado la casa.
Pero el destino habría de dibujarlo hasta el fin como lo que él había
querido ser; voluntariamente o no, ya ajeno a lo circundante o mirando las
ruinas de su casa con esos ojos de alcatraz a los que nada escapaba, su
muerte es hoy su verso más terrible, el salivazo en plena cara del
verdugo. Como en su día el Che Guevara, como Nguyen Van Troy, como tantos
que mueren sin rendirse. Me acuerdo de la última vez que lo vi, en
febrero de este año; cuando llegué a la Isla Negra me bastó ver la gran
puerta cerrada para comprender, con algo que ya no eran las certidumbres
de la ciencia médica, que Pablo me citaba para despedirse. Mi mujer
había esperado grabar una charla con él para la radio francesa; nos
miramos sin hablar, y el grabador quedó en el auto.
Matilde y la hermana
de Pablo nos llevaron al dormitorio desde donde él confirmaba su diálogo
con el océano, con esas olas en las que había visto los gigantescos
párpados de la vida. Lúcido y esperanzado (eran las vísperas de las
elecciones en las que la Unidad Popular afirmó su derecho a gobernar) nos
dio su último libro. “Ya que no puedo ir a las manifestaciones ni
hablarle al pueblo, quiero estar presente con estos versos que escribí en
tres días”. El título lo explicaba todo: Incitación al nixonicidio
y alabanza de la revolución chilena; versos para gritar en las
esquinas, para que los cantores populares les pusieran música, para que
los obreros y los campesinos los leyeran en sus centros y en sus casas. Un
televisor a los pies de la cama lo mantenía al tanto del proceso
electoral; novelas policiales, que tanto le gustaban, eran mejor sedante
que las inyecciones cada vez más necesarias. Hablamos de Francia, de su
último cumpleaños en la casa de Normandía adonde los amigos habíamos
llegado de todas partes para que Pablo sintiera un poco menos la
geométrica soledad del diplomático famoso, y donde con gorros de papel,
largos tragos y música lo despedimos (él lo sabía, y nosotros sabíamos
que él lo sabía). Hablamos de Allende, que había venido a visitarlo en
esos días sin previo aviso, sembrando la estupefacción con un
helicóptero inconcebible en la Isla Negra, y por la noche, aunque
insistíamos en irnos, en que descansara, Pablo nos obligó a mirar con
él un horrendo folletín de vampiros en la televisión, fascinado y
divertido al mismo tiempo, abandonándose a un presente de fantasmas más
reales para él que un futuro que sabía cerrado. En mi primera visita,
dos años atrás, me había abrazado con un hasta pronto que
habría de cumplirse en Francia; ahora nos miró un momento, sus manos en
las nuestras, y dijo: “Mejor no despedirse, ¿verdad?”, los fatigados
ojos ya distantes.
Era así, no había
que despedirse; esto que he escrito es mi presencia junto a él y junto a
Chile. Sé que un día volveremos a Isla Negra, que su pueblo entrará por
esa puerta y encontrará en cada piedra, en cada hoja de árbol, en cada
grito de pájaro marino, la poesía siempre viva de ese hombre que tanto
lo amó.
(Ginebra, 1973).
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