Heberto
Padilla
(1932–2000)
Documentos
Intrahistoria abreviada del caso Padilla
MANUEL
DÍAZ MARTÍNEZ
La Sección de Literatura de la
Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) me invitó a formar parte
del jurado del Premio de Poesía “Julián del Casal” correspondiente a
1968 por haber ganado yo ese premio el año anterior. Al aceptar supe que
compartiría responsabilidades con otros dos cubanos, José Lezama Lima y
José Z. Tallet, y con dos extranjeros, el inglés J. M. Cohen y el
peruano César Calvo.
Desde los primeros
contactos que los integrantes del jurado tuvimos para comentarnos las
lecturas que íbamos haciendo se patentizó el interés que despertaba en
todos el libro titulado Fuera del juego, que concursaba con el
número 31 y bajo el lema “Vivir la vida no es cruzar un campo”, que
es un verso de Pasternak. Sabíamos que el autor de este libro era Heberto
Padilla.
Algunos poemas de su libro
habían sido publicados en revistas.
El concurso se
desenvolvió en medio de las tensiones generadas por la polémica entre
Lisandro Otero, en aquel momento vicepresidente del Consejo Nacional de
Cultura, y un Heberto Padilla crítico y desafiante. Padilla deploró, en
un comentario agresivo publicado en El Caimán Barbudo, que el
espacio dedicado por esta revista a la novela de Lisandro Otero Pasión
de Urbino, que en 1964 había competido sin éxito por el Premio
Biblioteca Breve, de la editorial catalana Seix Barral, no se le hubiese
dado a la de Guillermo Cabrera Infante (ya exiliado en Londres) Tres
tristes tigres, que fue la ganadora de aquel premio y que el poeta de El
justo tiempo humano valora muy por encima de la de Otero. En su texto,
aludiendo a las nefastas consecuencias de la estatalización de la cultura
en los países del Este, en algunos de los cuales había vivido, Padilla
pasa de lo literario a lo político con quejas y advertencias que
obligaron a los jóvenes redactores de El Caimán Barbudo a
responderle en un editorial pletórico de confianza en la singularidad
democrática del socialismo cubano. (¡De cuántas ingenuidades están
hechas nuestras decepciones!)
Una mañana, avanzadas las
labores del concurso y cuando ya nadie ignoraba que el candidato más
fuerte al premio era Fuera del juego, el poeta Roberto Branly me
visitó en el despacho que como redactor jefe de La Gaceta de Cuba
yo ocupaba en la UNEAC. Venía alarmado: acababa de verse con el teniente
Luis Pavón, director de la revista Verde Olivo, de las Fuerzas
Armadas, y este oficial, que estaba directamente a las órdenes de Raúl
Castro, le había comentado “confidencialmente” que si se le daba el
premio al libro de Padilla, considerado contrarrevolucionario por “ellos”,
iba a haber graves problemas. Entre Branly y yo existía una amistad
entrañable, bien conocida por Pavón, y no me cupo duda de que éste
había utilizado a mi amigo para trasmitirme, sin que lo pareciera, un
mensaje que era toda una amenaza.
No me di por enterado. En
la reunión que el jurado celebró al concluir la lectura de los libros
concursantes sostuve que Fuera del juego era crítico pero no
contrarrevolucionario —más bien revolucionario por crítico— y que
merecía el premio por su sobresaliente calidad literaria. Los otros
miembros del jurado eran de igual opinión. No hubo cabildeo de Cohen,
como presumió Nicolás Guillén y ha dicho Lisandro Otero. Nadie tuvo que
convencer a nadie de nada: la coincidencia entre nosotros fue tal desde el
primer momento, en lo que a ese libro se refiere, que no se produjo
debate.
Sí hubo cabildeo, en
cambio, por parte de la UNEAC para que no le diéramos el premio a
Padilla. Guillén visitó a Lezama e intentó disuadirlo.
David Chericián, por cuyo
libro apostaba la UNEAC como lternativa al de Padilla, fue enviado por
Guillén a casa de José Zacarías Tallet para que persuadiese al viejo
poeta izquierdista de lo negativo que sería para la revolución que se
premiara Fuera del juego. Tallet me dijo que fue tanta la
indignación que le produjo la visita de Chericián, que después de echar
a éste de su casa telefoneó a Guillén y lo increpó por pretender
coaccionarlo. El poeta y cuentista Félix Pita Rodríguez, que era el
presidente de la Sección de Literatura de la UNEAC, me aconsejó que
desistiera de votar por Padilla.
Ignoro si a Cohen y a
Calvo también los presionaron. Supongo que no, por ser extranjeros.
En vista de que me
resistía a servir de cuña contra Padilla (que no era servir de cuña
contra un amigo, sino contra mis convicciones), el Partido decidió
sacarme del jurado y poner en mi lugar a alguien que cumpliera esa misión
y quizás lograra, a última hora, inclinar la balanza en contra de Fuera
del juego.
¿Qué hicieron los
estrategas del Partido para apartarme del jurado?
Meses antes, en el proceso
de la llamada microfracción, como a otros individuos procedentes
del disuelto Partido Socialista Popular, el Partido Comunista de Cuba,
sucesor de aquél, me había sancionado, sin militar yo en sus filas y sin
haber tomado parte en aquel episodio de la lucha por el poder entre
estalinófilos (prosoviéticos unos, profidelistas otros). Después de un
largo interrogatorio en una oficina del comité central, mis jueces me
hallaron culpable de “debilidad política” por no haber denunciado al
microfraccionario (estalinófilo prosoviético) que intentó reclutarme.
Otra “debilidad política” me reprocharon: haberme manifestado
públicamente en la UNEAC, después de que Fidel Castro proclamara el
apoyo de Cuba a la URSS, contra la invasión soviética a la
Checoslovaquia reformista de Dubcek. Según la sanción, yo no podía
desempeñar cargos ejecutivos ni en lo administrativo ni en lo político
ni en lo militar durante tres años y debía “pasar a la producción”,
es decir: ir a trabajar a una fábrica, a un taller o a una granja, que es
lo que en Cuba se entiende por “pasar a la producción”. Se me dijo
que podía recurrir ante el Buró Político, y no tardé en hacerlo. En
los momentos en que se desarrollaba el concurso de la UNEAC aún no se
había dado respuesta a mi carta de apelación.
Uno o dos días antes de
la fecha fijada para la reunión en que el jurado acordaría el premio y
firmaría el acta, Nicolás Guillén me hizo ir a su despacho. Me pidió
que no asistiera a la reunión. “No vaya, enférmese”, me dijo. Le
pregunté por qué y me respondió que le hiciera caso, que me lo rogaba
en nombre de la vieja amistad que nos unía. Ante mi insistencia en
preguntar, añadió, impaciente: “Díaz Martínez, si usted se empeña
en asistir a la reunión, la policía podría impedírselo”.
En vista de que Guillén
no quería o no podía ser explícito, decidí acercarme a la sede del
comité central del Partido para que me despejaran el enigma. Allí me
recibió una funcionaria que trabajaba con Armando Hart [1] en la
Secretaría de Organización del PCC. Esta mujer de raza árida, en un
aséptico saloncito refrigerado del Palacio de la Revolución en el que
nos acompañaba un taquígrafo, me espetó nada más verme que sobre mí
pesaba una sanción “ideológico-educativa” que me impedía ejercer de
jurado. Le recordé que la sanción no decía nada de certámenes
literarios ni hacía ninguna referencia a la cultura, y que en esos
momentos ni siquiera era firme puesto que yo la había apelado y aún no
se conocía el dictamen del Buró Político. Fue inútil: ella, cual
esfinge electrónica, me repitió el cassette que le habían encajado y
selló nuestro desencuentro fijando esta conclusión: “La sanción le
prohibe a usted ejercer cargos ejecutivos, y votar en un jurado es un acto
ejecutivo”. Pensé que tomar un café con leche también es un acto
ejecutivo, pero en fin... Abrumado por tan ardua cuanto alevosa aporía,
mas no vencido, solicité contrito que constara en acta mi desacuerdo, y
al instante, incontinente, calé el chapeo, requerí la espada, miré al
soslayo, fuime y no hubo nada. Nada más allí.
Aquella misma tarde le
conté a Guillén mi aciaga visita al comité central. El poeta se enojó
conmigo: temía que esa visita complicara las cosas y la interpretó como
una prueba de que yo no confiaba en él.
Ya yo no formaba parte del
jurado de poesía de la UNEAC. Para sustituirme, el Partido designó al
socorrido profesor José Antonio Portuondo [2], que era el eterno
facultativo de guardia. Me lo imaginaba sentado junto a un teléfono las
veinticuatro horas del día, pendiente de que lo llamaran para inaugurar
un congreso, clausurar un simposio, despedir un duelo, presentar un libro,
entonar un panegírico o hacer en la UNEAC alguna chapuza de ésas que
Guillén, con más pudor y temeroso de la historia, esquivaba cuando
podía.
Pepé Portuondo, pues,
asistió en mi lugar al coctel que Guillén, a la caída de la tarde de un
fresco sábado de octubre, ofreció en su espacioso apartamento habanero a
los jurados de los Premios UNEAC de ese año. Alrededor de las diez de la
noche de aquel día sonó en mi teléfono la voz de Lezama con su
inconfundible entonación asmática: “Joven, campanas de gloria suenan:
usted ha sido repuesto en el jurado”. Lezama había asistido al coctel
de Guillén y oyó cuando Carlos Rafael Rodríguez se lo comunicaba a
éste luego de recibir una llamada telefónica. Minutos después de
Lezama, Guillén me telefoneaba para darme la noticia con carácter
oficial. Mi respuesta fue pedirle que me recibiera al día siguiente en su
casa.
El domingo en la mañana
le estaba diciendo yo a Guillén en su piso del edificio Someillán que no
permitía que se me tratara como a un recluta: entre, salga,suba, baje...
“No, Nicolás —recuerdo que le dije—, le ruego que trasmita a
Armando Hart mi decisión de no regresar al jurado mientras no sea
respondida mi apelación contra la condena que el partido me ha impuesto”.
Y le dije más: “Me apena que a usted, que es un gran poeta
universalmente reconocido, unos burócratas que olvidaremos pronto le
estén dando encargos de correveidile”. Guillén dio un respingo: “¡Yo
no soy un correveidile!” “Por eso mismo además de apenarme me indigna”,
le respondí.
El lunes, a las nueve de
la mañana estaba yo frente a mi escritorio en la UNEAC. Alrededor de las
diez me telefonearon de la oficina de Hart para citarme a una reunión que
se efectuaría allí dos horas más tarde. Sea puntual, me dijo una voz
helada. Tres individuos, uno de ellos el entonces presidente del Consejo
Nacional de Cultura, Eduardo Muzzio (a quien me gustaba llamar
Muzziolini), me esperaban en una habitación, sentados en torno a una
mesa.
Los dos personajes que
acompañaban a Muzzio se identificaron como funcionarios del comité
central. Uno de ellos tenía más aspecto de agente de la Seguridad del
Estado que de cuadro político: su rostro no expresaba nada y apenas
abrió la boca. El interrogatorio, que mis interlocutores prefirieron
llamar conversación, duró dos horas o más. De los temas que allí se
abordaron, los principales fueron mi correspondencia con Severo Sarduy y
la sanción “ideológico-educativa” que limitaba mis derechos civiles.
A los ojos de aquellos
señores constituía otra “debilidad política” mía —y ya eran tres—
el cartearme con Sarduy, a quien consideraban un tránsfuga que había
traicionado a la patria quedándose en Europa después de disfrutar de una
beca de la revolución. Para demostrarme que eran válidas sus sospechas
de que yo también quería desertar, me mostraron una carta, interceptada
por la Seguridad, en la que yo le expresaba a Severo mi deseo de salir
temporalmente de Cuba y le pedía que preguntara a Claude Couffon por las
gestiones que estaba haciendo para que la Sorbona me invitara a dar unas
conferencias. Me comentaron asimismo otra carta que yo le había entregado
en mano a Julio Cortázar, durante un desayuno con él y con el escritor
cubano Gustavo Eguren en el Hotel Nacional, para que se la diera a Severo
en París.
No me extrañaba que
violaran mis cartas, pero sí, y se lo hice saber a mis anfitriones, que
me reprocharan mi correspondencia con Sarduy. Me extrañaba porque el
Consejo Nacional de Cultura había invitado a exponer en el Salón de Mayo
(una muestra internacional de pintura moderna que se instaló en el
Pabellón Cuba, en La Habana), con pasaje de ida y vuelta pagado por el
Gobierno revolucionario, al pintor Jorge Camacho, que había ido a Francia
con una beca de la revolución y, al igual que Sarduy, no había regresado
a Cuba.
Lo que me dijeron respecto
a mi sanción fue muy divertido. Cuando días después se lo conté en mi
casa a Hans Magnus Enzensberger y a Masha, su mujer, poco faltó para que
murieran de un ataque de risa, como Julián del Casal. Resulta ser que o
yo había entendido mal o el funcionario que me la comunicó no había
hecho bien su trabajo, porque cuando éste me dijo que yo “pasaba a la
producción” debí entender, o él debió especificarlo, que yo pasaba a
la producción literaria.
De esta curiosa manera
derogaron la segunda parte de la sanción, pero la primera quedó vigente:
me cesaron como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba (mi
sustituto fue el poeta Luis Marré, militante del Partido) y me dejaron de
simple redactor. Sin embargo, y contradiciendo a la metafísica
funcionaria del departamento de Hart, me pidieron que me reincorporase al
jurado. Lo hice y voté por el libro de Padilla.
Por aquellos días,
Armando Hart citó a los jurados extranjeros a su despacho. Les dijo que
mi sanción obedecía a motivos ajenos al concurso, que no tenía nada que
ver una cosa con la otra. No convenció. Uno de los presentes, Roque
Dalton, se encargó de hacérselo saber allí mismo. Roque y el escritor
argentino José Bianco —quien con buen tino afirmaba que los tejemanejes
del Partido le estaban dando la razón al libro de Padilla— me lo
contaron todo.
Después de la firma del
acta y del Voto Razonado que añadimos -redactado por Lezama y por mí-,
la ejecutiva de la UNEAC convocó a los integrantes de los jurados a una
asamblea para explicarles los problemas que habían surgido en el Premio
de Poesía con Fuera del juego y en el de Teatro con la obra de
Antón Arrufat [3] Los siete contra Tebas, que también fue tachada
de contrarrevolucionaria. La asamblea no fue presidida por Nicolás
Guillén —siguiendo el consejo que me había dado, el poeta se enfermó—,
sino por el suplente de oficio José Antonio Portuondo. A Félix Pita
Rodríguez, de gustos afrancesados, en el casting le tocó el papel de
fiscal como Fouquet-Tinville.
En una alferecía
jacobina, Pita “aclaró” lo que, según el libreto que le dieron,
estaba ocurriendo: “el problema, compañeras y compañeros, es que
existe una conspiración de intelectuales contra la revolución”. Ante
semejante denuncia, pedí la palabra y lo conminé a que dijera los
nombres de esos “conspiradores”.
No los dijo.
Lo que existía era una
conspiración del gobierno contra la libertad de criterio. Por aquellas
fechas llegaban noticias a Cuba acerca de brotes de disidencia entre los
intelectuales de países del Este, sobre todo de la Unión Soviética,
Polonia y Checoslovaquia, y los dueños del poder en Cuba decidieron poner
sus barbas en remojo. Esto explica la desmesurada importancia que le
dieron al premio de Padilla y la política que desde aquel momento
empezaron a diseñar para nosotros. El prólogo que la UNEAC impuso a Fuera
del juego revela por dónde iban los tiros y por dónde irían los
cañonazos. “Nuestra convicción revolucionaria”, se dice en dicho
prólogo, “nos permite señalar que esa poesía y ese teatro sirven a
nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para
alimentar su caballo de Troya a la hora en que el imperialismo se decida a
poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba”.
Lo de siempre: el enemigo externo utilizado, a la sombra de una “convicción
revolucionaria” esgrimida como ley natural o ciencia infusa, para atar
en la picota a los que en algo no piensan exactamente igual que el amo de
la casa.
La UNEAC honró su
compromiso, expresado en la asamblea con los jurados, de publicar Fuera
del juego y Los siete contra Tebas, pero no dio ni a Padilla ni
a Arrufat el viaje a Moscú ni un peso de los mil que completaban el
premio estipulado en las bases del certamen. El poeta y el dramaturgo se
quedaron in albis y en tierra y vieron cómo sus respectivos libros
tuvieron una irculación casi clandestina.
Los meses que siguieron al
concurso de la UNEAC presagiaban ormenta.
Después de haber sido
destituido como redactor jefe de La Gaceta de Cuba y poco antes de
que Luis Marré me sustituyera en el cargo, fui una tarde a la que aún
era mi oficina en la UNEAC y me extrañó encontrar entreabierta a puerta.
La empujé y el espectáculo que vi era indignante: el contenido de los
archivos y de los cajones de mi escritorio estaba disperso por el suelo y
pisoteado, los libros habían sido aventados en todas direcciones y la
cola líquida que usábamos en la maquetación había sido vertida
concienzudamente sobre los muebles y la máquina de escribir. Tardé un
segundo en denunciar la tropelía al administrador de la UNEAC, quien
ensayó la expresión de asombro más decepcionante que he visto. El
señor tardó media hora en ir a comprobar mi denuncia y prometió llamar
a la policía, pero la policía no fue jamás.
Nunca supe quién hizo
aquello. Una sospecha tuve entonces y la tengo aún: ¿no habrán querido
endilgarme un sabotaje y luego de dar el primer paso retrocedieron por
sabe Dios qué?
En noviembre de aquel
año, 1968, un fantasma apareció en las amarillentas páginas de Verde
Olivo. ¿Quién era Leopoldo Avila? Nadie lo sabía. Aún se hacen
conjeturas sobre la identidad del amanuense que se ocultaba tras ese
seudónimo (la más insistente señala al teniente Luis Pavón, entonces
pendolista de Raúl Castro), aunque la voz que le dictaba fue reconocida
en el acto como la del máximo poder. Creo que con la invención de
Leopoldo Avila el gobierno castrista se convirtió en el único de la
Historia en usar heterónimo.
El ectoplasma en cuestión
pronto hizo célebres sus ataques personales y sus monsergas doctrinarias
sembradas de anatemas y con fuerte olor a proletkult y Santo
Oficio. Leopoldo Avila firmó artículos rabiosos contra Padilla, Virgilio
Piñera, Antón Arrufat, Rogelio Llopis, Cabrera Infante... En algunas de
sus diatribas no falta el anatema de homosexual. Pocas veces fue objetivo,
como cuando me calificó de autor irrelevante dentro de la narrativa
cubana. Su bilis fundamentalista lo desborda cuando viene a decir lo mismo
de Piñera y Cabrera Infante.
El artículo de Leopoldo
Avila “Sobre algunas corrientes de la crítica y la literatura en Cuba”
se publicó en Verde Olivo el 24 de noviembre de aquel año. Era la
sinopsis del dogma gubernamental sobre la literatura y, en consecuencia,
la horma para los escritores cubanos. En él se concretaba
circunstanciadamente el impreciso apotegma cesáreo “Dentro de la
revolución: todo; contra la Revolución ningún derecho”, eco de la
consigna de Mussolini “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado,
nada contra el Estado”. Gracias a este artículo los escritores de la
isla supimos, por fin, qué era lo que desde la ventana de Castro se veía
dentro de la revolución y qué afuera. Debimos agradecer que se nos
facilitara este plano de áreas minadas o guía de ciegos caminantes. A
pesar del carácter programático del texto, el más pretencioso de los
que nos asestó, la gaseiforme entidad predicadora hizo espacio en él
para meter capirotazos nominales: “Cabrera [Infante] es un tallador de
la CIA. Con Severo Sarduy y Adrián García [Hernández] trazan desde el
extranjero el camino de la traición...”
Años después, un
capitán del Ejército, a quien conocí cuando aún no ostentaba grados y
trabajaba como fotorreportero en Verde Olivo, me reveló algunos
hechos interesantes además de pintorescos. Según este hombre -al que di
crédito porque habló delante de compañeros suyos en un club de
oficiales-, en aquella época Raúl Castro presidía unas reuniones que se
celebraban en la oficina del director de la revista, en las que, a partir
de informes aportados por los cuerpos de seguridad u obtenidos por otros
medios, se seguía el comportamiento político de los escritores y
artistas cubanos que vivíamos en la isla. Me contó este capitán que,
entre las misiones que por orden de Luis Pavón realizó en esos días,
estuvo la de grabar subrepticiamente una lectura de poemas que Padilla dio
en la UNEAC en los momentos en que estaba más desafiante, a la que
asistió buena parte de la intelectualidad habanera. El capitán me
aseguró que cuando, alrededor de las nueve de la noche, llegó a la
revista con la grabación, en el despacho de Pavón la esperaban
ansiosamente Raúl Castro y otros militares.
La tensa calma que siguió
al zipizape del premio, caldeada semanalmente por el fogonero de Verde
Olivo —“el rayo que no cesa” le llamaba yo—, estalló en 1971
con dos incidentes que tuvieron lugar a comienzos de ese año y en los
cuales se vio involucrado Heberto Padilla por su estrecha relación con
los protagonistas. Uno fue el conflicto —odio a primera vista— entre
las autoridades cubanas y el representante diplomático en Cuba del
gobierno de Salvador Allende, el novelista Jorge Edwards, a quien esas
autoridades acusaron de conspirar con Padilla contra la revolución. En
marzo de aquel año Edwards se marchó de Cuba prácticamente expulsado:
fue un ido de marzo. El otro incidente fue el arresto en La Habana, bajo
la imputación de trabajar para la CIA, del periodista y fotógrafo
francés Pierre Golendorf, quien pasaría algunos años a la sombra de los
carceleros en flor antes de que lo devolvieran a las Galias.
Un día de aquel
borrascoso marzo me telefoneó un reportero de la revista Cuba
Internacional que simulaba ser amigo mío y era un soplón que me
había adosado la Seguridad. Me llamó en plan profesional —dijo que
estaba haciendo una encuesta por encargo de su revista— para conocer mi
opinión sobre el arresto de Heberto Padilla. Así me enteré de que a
Padilla lo habían detenido aquel día junto con su mujer, la poetisa
Belkis Cuza Malé.
Supe luego que unos
agentes les abrieron la puerta a empellones, registraron el apartamento y
se los llevaron a un cuartel de la Seguridad, donde los incomunicaron.
Belkis estuvo presa un par de días, y tan pronto como la soltaron fue a
mi casa, que estaba a dos cuadras de la suya, y a mi mujer y a mí nos
contó en detalles lo sucedido.
El revuelo que el arresto
del poeta provocó en el ámbito internacional fue de mayores proporciones
que el que había producido tres años antes el conato de censura a Fuera
del juego, y para entonces ya eran muchas las voces —entre éstas,
las de intelectuales de nombre que habían apoyado el proceso
revolucionario desde sus inicios— que en la prensa extranjera alertaban
sobre la estalinización de la vida cultural en Cuba. Algunas de esas
voces entonaron cantos de arrepentimiento después. El arrepentido más
plañidero fue Julio Cortázar, quien llegó a culpar a Padilla y sus
amigos del libro de Jorge Edwards Persona non grata. Recuerdo que
en la revista española Índice el buen Julio aventuró la tesis de que el
novelista chileno escribió ese libro porque nosotros le calentamos los
cascos.
A principios de abril, la
Seguridad del Estado comenzó a divulgar, impresa en cuartillas de papel
de estraza, una supuesta “Carta de Heberto Padilla al Gobierno
Revolucionario”. Su deprimente redacción y su grotesco contenido
inducen a suponer que nuestro poeta es tan autor de esa carta como de La
Divina Comedia. Pero si realmente la redactó -bajo amenaza, se
entiende, aunque él niega haberla escrito-, hay que felicitarlo por
convertirla, a fuerza de hacerla nauseabunda, en una condena a sus
carceleros. Sólo la más demencial prepotencia, cómodamente apoyada en
la enorme popularidad de que aún gozaba la revolución, pudo hacer creer
a la policía política de Castro que un documento autoinculpatorio como
ése, atribuido a un hombre incomunicado en un calabozo, podía probar
otra cosa que no fuera la perversidad del régimen.
Días después de la
aparición de la célebre carta, Padilla fue puesto en libertad y me
pidió que fuera enseguida a su casa. Me dijo que esa noche iba a
celebrarse un acto en la UNEAC en el que él se haría una autocrítica
—que resultó una memorizada ampliación de la carta— y en el que la
Seguridad me daría, como a otros escritores que él debía mencionar
(Belkis Cuza Malé, Pablo Armando Fernández, César López, José Yánez,
Norberto Fuentes, Virgilio Piñera y Lezama), la oportunidad de “reafirmarme”
como revolucionario reconociendo en público mis “errores”. Entendí
que se nos pedía un sacrificio político para exonerar a la revolución
de las acusaciones que le llovían desde el exterior precisamente por el
caso Padilla. Aunque con dudas cada vez más inquietantes, yo continuaba
aferrado a la quimera revolucionaria y me resultaba doloroso que se
cuestionara mi lealtad; por eso, en contra de la opinión de mi mujer, que
no se cansó de decirme con toda la razón del mundo que estábamos
cayendo en una trampa, acepté participar en aquel acto. Para mí el
problema era que yo no sabía de qué acusarme.
Si la memoria no me falla,
el acto de autocrítica se celebró en la noche del 17 de abril de 1971.
La UNEAC estaba tomada por la Seguridad del Estado. En la puerta
principal, la única que permanecía abierta, un oficial y varios agentes
franqueaban el paso, previa identificación, sólo a las personas que
habían sido citadas, cuyos nombres figuraban en una lista. Adentro, la
atmósfera era densísima. La gente apenas hablaba y los saludos se
reducían a un leve apretón de manos o un movimiento de cabeza y una
sonrisa de circunstancia, como en los velorios.
Alrededor de las 9 nos
llamaron al salón de actos. Allí todo estaba a punto: las hileras de
sillas, la mesa presidencial, los micrófonos, las luces y las cámaras
del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos que filmarían
el espectáculo bajo la dirección de Santiago Alvarez. Nicolás Guillén,
que padecía una oportuna enfermedad, fue reemplazado en la presidencia
-¡oh, sorpresa!- por Pepé Portuondo. Cuando todo el mundo ocupó su
sitio, se pusieron en marcha las cámaras de cine y se cerraron las
puertas del salón, que quedaron custodiadas por “segurosos” vestidos
de civil.
Una cosa es leer la
autocrítica de Padilla ahora y otra bien distinta es haberla oído allí
aquella noche. Ese momento lo he registrado como uno de los peores de mi
vida. No olvido los gestos de estupor —mientras Padilla hablaba— de
quienes estaban sentados cerca de mí, y mucho menos la sombra de terror
que apareció en los rostros de aquellos intelectuales cubanos, jóvenes y
viejos, cuando Padilla empezó a citar nombres de amigos suyos —la
mayoría estábamos de corpore insepulto— que él presentaba como
virtuales enemigos de la revolución. Yo me había sentado justamente
detrás de Roberto Branly. Cuando Heberto me nombró, Branly, mi noble
amigo Branly, se viró convulsivamente hacia mí y me echó una mirada
despavorida como si me llevaran a la horca.
Los presentes que, en
cumplimiento de lo ordenado por la Seguridad, fuimos nombrados por Padilla
pasamos por los micrófonos tan pronto como él terminó. Cuando me llegó
el turno, yo seguía sin saber qué decir. Pero hablé.
Lo que dije está
publicado. En medio de mi difícil improvisación, de pronto me vi
culpando de todo aquello a la dirigencia política por no haber mantenido
un diálogo constante con los intelectuales, diálogo en el que, según
pensaba yo, se hubieran resuelto sin traumas todos los conflictos.
¿Ingenuidad? Mucha.
La experiencia suele
llegar tarde, y la mía aún estaba en camino. Lo que importa es vivir
para darle tiempo a llegar.
La nota discordante de
aquella velada de falsa reconciliación la dio Norberto Fuentes. Citado
por Padilla, primero entró en el juego de la autocrítica y luego pidió
otra vez la palabra para desdecirse y proclamar que era uno de los
escritores más perseguidos de Cuba y que no tenía nada que reprocharse.
Para muchos, Padilla incluido —yo también lo he pensado—, esta escena
de Norberto Fuentes fue preparada por la policía con el fin de darle
prestigio de espontaneidad a la pantomima [4]. Sea lo que haya sido,
dramaturgia o verdad, fue la única escena estimulante de aquella noche de
Walpurgis.
Notas
[1]
Armando Hart Dávalos, que había sido ministro de Educación y que
después lo sería de Cultura, en aquellos momentos ocupaba el cargo de
secretario de Organización del Partido Comunista.
[2] José Antonio Portuondo, militante del PC, era profesor universitario
y crítico literario. Fue diplomático y director del Instituto de
Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba.
[3] El escritor Antón Arrufat fue obligado durante años a trabajar como
auxiliar en una biblioteca en un barrio de La Habana.
[4] Después de leer el libro de Norberto Fuentes Dulces guerreros
cubanos (Barcelona, Seix Barral, 1999) no tengo duda de que Fuentes
interpretó un libreto de la Seguridad del Estado.
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