Ricardo
Piglia
(Adrogué, Buenos Aires,
1941 - Buenos Aires, 2017)
La honda
(La invasión, 1967)
No me dejo engañar por los chicos.
Sé que mienten, que siempre están poniendo cara de inocentes y por
atrás se ríen de todo el mundo.
Lo que pasó ese día fue que ellos no
imaginaban que mi patrón y yo habíamos decidido trabajar, a pesar del
domingo.
Por eso cruzamos el camino de tierra
hacia el depósito del fondo.
Me acuerdo que por la calle andaba un
coche de propaganda con los altoparlantes en el techo; y que yo escuché
la música hasta que doblamos y el paredón apagó el ruido, de golpe.
Entonces el viento nos arrimó las
voces y las risas. Cuando los descubrimos se acurrucaron, tratando de
disimularse entre los fierros, pero ya era tarde.
Ninguno de los cuatro pasaba de los
doce años. Se metían a robar pedazos de plomo para tirarlos con la
honda.
Dijeron que estaban allí porque Nacho
les aseguró que era amigo del patrón y que el patrón le daba permiso
para juntar el plomo entre los desechos.
Mi patrón les quitó las hondas que
les colgaban del cuello v las tiró al foso de cemento en el que antes,
cuando el taller estaba allí y no sobre la avenida, engrasaban ¡os
coches desde abajo.
Los pibes empezaron a barrer, como les
ordenó el patrón en escarmiento.
Mientras barrían les preguntó si
sabían leer. Los cuatro sabían y los cuatro habían leído el cartel:
PROHIBIDA
LA ENTRADA
Pero
se metieron por culpa de Nacho que les dijo, repitieron, que era amigo del
patrón.
Nacho, flaco y morocho, barría en
silencio.
Teníamos que desarmar unas puertas de
chapa para poder arreglar el techo del galpón de lavado. El más alto de
los cuatro chicos me ayudaba por orden del patrón. Trabajaba
concentrado y me trataba de “señor”.
Ablandamos los clavos y los arrancamos
con la barreta “cocodrilo”. Después sacamos las chapas y las
amontonamos en un costado. Cortamos los tirantes, dos largos y dos
cortos, y empezamos a preparar el soporte.
Trabajamos la madera al borde del foso
para poder serruchar hacia abajo sin peligro de tocar el suelo y mellar el
serrucho. El pibe sostenía fuerte el tirante y me miraba de reojo.
Al rato pareció animarse y me dijo,
muy serio: —¿Señor, me deja agarrar la honda?
—Yo no tengo nada que ver. Si fuera
por mí estaríamos durmiendo la siesta. Preguntale al patrón, si él te
la da —le contesté.
Siguió ayudando, serio y concentrado.
Daba risa con su cara de preocupación. Parecía el jefe de la barra y de
vez en cuando miraba a los otros, como para tranquilizarlos.
Seguimos trabajando bajo el sol.
Armamos el soporte y nos pusimos a clavar las chapas. Cada tanto
levantaba la cabeza y me miraba sin hablar, serio, con la frente
brillante de sudor. Me molestaba ese modo que tenía de mirarme, como si
yo tuviera la culpa y él me exigiera la honda trenzada, de horqueta de
palo, que veíamos abajo, en el antiguo foso de engrase.
Por fin le dije:
—Cuando tire el martillo bajás a
buscarlo y agarrás la honda.
Sonrió y siguió sosteniendo el
tirante sobre el que yo martillaba cansado.
El martillo golpeó contra el piso con
un ruido sordo.
—Ché pibe, bajá a buscar el
martillo —le grité.
Bajó corriendo la escalera manchada
por el sol. Desde arriba parecía muy fuerte. Se le veían los hombros y
la cabeza despeinada.
Me pareció que el patrón había
dejado de trabajar.
El chico se agachó buscando la honda.
Esperé que se la guardara, apurado,
entre la camisa y el pecho; entonces me dí vuelta y le grité a mi
patrón:
—Patrón, el chico se escondió la
honda en la camisa.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar