Horacio
Quiroga
(1879-1937)
LA GAMA CIEGA
(Cuentos de la selva,
1918)
Había una vez un venado —una
gama— que tuvo dos hijos mellizos, cosa rara entre los venados. Un gato
montés se comió a uno de ellos, y quedó sólo la hembra. Las otras
gamas, que la querían mucho, le hacían siempre cosquillas en los
costados.
Su madre le hacia
repetir todas la mañanas, al rayar el día, la oración de los venados .
Y dice así:
I. Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque
algunas son venenosas.
II. Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar a
beber, para estar seguro de que no hay yacarés.
III. Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el
viento, para sentir el olor del tigre.
IV. Cuando se come pasto del suelo hay que mirar siempre antes los
yuyos, para ver si hay víboras.
Este es el
padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita lo hubo aprendido
bien, su madre la dejó andar sola.
Una tarde, sin
embargo, mientras la gamita recorría el monte comiendo las hojitas
tiernas, vio de pronto ante ella, en el hueco de un árbol que estaba
podrido, muchas bolitas juntas que colgaban. Tenían un color oscuro, como
el de las pizarras.
¿Qué sería? Ella
tenía también un poco de miedo, pero como era muy traviesa, dio un
cabezazo a aquellas cosas, y disparó.
Vio entonces que
las bolitas se habían rajado, y que caían gotas. Habían salido también
muchas mosquitas rubias de cintura muy fina, que caminaban apuradas por
encima.
La gama se acercó,
y las mosquitas no la picaron. Despacito, entonces, muy despacito, probó
una gota con la punta de la lengua, y se relamió con gran placer:
aquellas gotas eran miel, y miel riquísima porque las bolas de color
pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban porque no tenían
aguijón. Hay abejas así.
En dos minutos la
gamita se tomó toda la miel, y loca de contenta fue a contarle a su
mamá. Pero la mamá la reprendió seriamente. —Ten mucho cuidado, mi
hija —le dijo—, con los nidos de abejas. La miel es una cosa muy rica,
pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca te metas con los nidos que veas.
La gamita gritó
contenta: —¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican;
las abejas, no.
—Estás
equivocada, mi hija —continuó la madre—. Hoy has tenido suerte, nada
más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija, porque me vas a
dar un gran disgusto.
—¡Sí, mamá!
¡Sí, mamá! —respondió la gamita. Pero lo primero que hizo a la
mañana siguiente, fue seguir los senderos que habían abierto los hombres
en el monte, para ver con más facilidad los nidos de abejas.
Hasta que al fin
halló uno. Esta vez el nido tenía abejas oscuras, con una fajita
amarilla en la cintura, que caminaban por encima del nido. El nido
también era distinto; pero la gamita pensó que, puesto que estas abejas
eran más grandes, la miel debía ser más rica.
Se acordó asimismo
de la recomendación de su mamá; mas, creyó que su mamá exageraba, como
exageraban siempre las madres de las gamitas. Entonces le dio un gran
cabezazo al nido.
¡Ojalá nunca lo
hubiera hecho! Salieron en seguida cientos de avispas, miles de avispas
que le picaron en todo el cuerpo, le llenaron todo el cuerpo de picaduras,
en la cabeza, en la barriga, en la cola; y lo que es mucho peor, en los
mismos ojos. La picaron más de diez en los ojos.
La gamita, loca de
dolor corrió y corrió gritando, hasta que de repente tuvo que pararse
porque no veía más: estaba ciega, ciega del todo.
Los ojos se le
habían hinchado enormemente, y no veía más. Se quedó quieta entonces,
temblando de dolor y de miedo, y sólo podía llorar desesperadamente.
—¡Mamá!...
¡Mamá!...
Su madre, que había
salido a buscarla, porque tardaba mucho, la halló al fin, y se desesperó
también con su gamita que estaba ciega. La llevó paso a paso hasta su
cubil con la cabeza de su hija recostada en su pescuezo, y los bichos del
monte que encontraban en el camino, se acercaban todos a mirar los ojos de
la infeliz gamita.
La madre no sabía
qué hacer. ¿Qué remedios podía hacerle ella? Ella sabía bien que en
el pueblo que estaba del otro lado del monte vivía un hombre que tenía
remedios. El hombre era cazador, y cazaba también venados, pero era un
hombre bueno.
La madre tenía
miedo, sin embargo, de llevar a su hija a un hombre que cazaba gamas. Como
estaba desesperada se decidió a hacerlo. Pero antes quiso ir a pedir una
carta de recomendación al oso hormiguero, que era gran amigo del hombre.
Salió, pues,
después de dejar a la gamita bien oculta, y atravesó corriendo el monte,
donde el tigre casi la alcanza. Cuando llegó a la guarida de su amigo, no
podía dar un paso más de cansancio.
Este amigo era, como
se ha dicho, un oso hormiguero; pero era de una especie pequeña, cuyos
individuos tienen un color amarillo, y por encima del color amarillo una
especie de camiseta negra sujeta por dos cintas que pasan por encima de
los hombros. Tienen también la cola prensil porque viven siempre en los
árboles, y se cuelgan de la cola.
¿De dónde
provenía la amistad estrecha entre el oso hormiguero y el cazador? Nadie
lo sabía en el monte; pero alguna vez ha de llegar el motivo a nuestros
oídos.
La pobre madre,
pues, llegó hasta el cubil del oso hormiguero.
—¡Tan!, ¡tan!,
¡tan! —llamó jadeante.
—¿Quién es? —respondió
el oso hormiguero.
—¡Soy yo, la
gama!
—¡Ah, bueno!
¿Qué quiere la gama?
—Vengo a pedirle
una tarjeta de recomendación para el cazador. La gamita, mi hija, está
ciega.
—¿Ah, la gamita?
—le respondió el oso hormiguero—. Es una buena persona. Si es por
ella, sí le doy lo que quiere. Pero no necesita nada escrito...
Muéstrele esto, y la atenderá.
Y con el extremo de
la cola, el oso hormiguero le extendió a la gama una cabeza seca de
víbora, completamente seca, que tenía aún los colmillos venenosos.
—Muéstrele esto
—dijo aún el comedor de hormigas—. No se precisa más.
—¡Gracias, oso
hormiguero! —respondió contenta la gama—. Usted también es una buena
persona.
Y salió corriendo,
porque era muy tarde y pronto iba a amanecer.
AI pasar por su
cubil recogió a su hija, que se quejaba siempre, y juntas llegaron por
fin al pueblo, donde tuvieron que caminar muy despacito y arrimarse a las
paredes, para que los perros no las sintieran. Ya estaban ante la puerta
del cazador.
—¡Tan!, ¡tan!,
¡tan! —golpearon.
—¿Qué hay? —respondió
una voz de hombre, desde adentro. —¡Somos las gamas!... ¡TENEMOS LA
CABEZA DE VÍBORA!
La madre se apuró a
decir esto, para que el hombre supiera bien que ellas eran amigas del oso
hormiguero.
—¡Ah, ah! —dijo
el hombre, abriendo la puerta—. ¿Qué pasa?
—Venimos para que
cure a mi hija, la gamita, que está ciega.
Y contó al cazador
toda la historia de las abejas.
—¡Hum!... Vamos a
ver qué tiene esta señorita —dijo el cazador. Y volviendo a entrar en
la casa, salió de nuevo con una sillita alta, e hizo sentar en ella a la
gamita para poderle ver bien los ojos sin agacharse mucho. Le examinó
así los ojos, bien de cerca con un vidrio redondo muy grande, mientras la
mamá alumbraba con el farol de viento colgado de su cuello.
—Esto no es gran
cosa —dijo por fin el cazador, ayudando a bajar a la gamita—. Pero hay
que tener mucha paciencia. Póngale esta pomada en los ojos todas las
noches, y téngale veinte días en la oscuridad. Después póngale estos
lentes amarillos, y se curará.
—¡Muchas gracias,
cazador! —respondió la madre, muy contenta y agradecida—. ¿Cuánto
le debo?
—No es nada —respondió
sonriendo el cazador—. Pero tenga mucho cuidado con los perros, porque
en la otra cuadra vive precisamente un hombre que tiene perros para seguir
el rastro de los venados.
Las gamas tuvieron
gran miedo; apenas pisaban, y se detenían a cada momento. Y con todo, los
perros las olfatearon y las corrieron media legua dentro del monte.
Corrían por una picada muy ancha, y delante la gamita iba balando.
Tal como lo dijo el
cazador se efectuó la curación. Pero sólo la gama supo cuánto le
costó tener encerrada a la gamita en el hueco de un gran árbol, durante
veinte días interminables. Adentro no se veía nada. Por fin una mañana
la madre apartó con la cabeza el gran montón de ramas que había
arrimado al hueco del árbol para que no entrara luz, y la gamita, con sus
lentes amarillos, salió corriendo y gritando:
—¡Veo, mamá!
¡Ya veo todo!
Y la gama,
recostando la cabeza en una rama, lloraba también de alegría, al ver
curada su gamita.
Y se curó del todo.
Pero aunque curada, y sana y contenta, la gamita tenía un secreto que la
entristecía. Y el secreto era éste: ella quería a toda costa pagarle al
hombre que tan bueno había sido con ella y no sabia cómo.
Hasta que un día
creyó haber encontrado el medio. Se puso a recorrer la orilla de las
lagunas y bañados buscando plumas de garza para llevarle al cazador. El
cazador, por su parte, se acordaba a veces de aquella gamita ciega que él
había curado.
Y una noche de
lluvia estaba el hombre leyendo en su cuarto, muy contento porque acababa
de componer el techo de paja, que ahora no se llovía más; estaba leyendo
cuando oyó que llamaban. Abrió la puerta, y vio a la gamita que le
traía un atadito, un plumerito todo mojado de plumas de garza.
El cazador se puso a
reír, y la gamita, avergonzada porque creía que el cazador se reía de
su pobre regalo, se fue muy triste. Buscó entonces plumas muy grandes,
bien secas y limpias, y una semana después volvió con ellas; y esta vez
el hombre, que se había reído la vez anterior de cariño, no se rió
esta vez porque la gamita no comprendía la risa. Pero en cambio le
regaló un tubo de tacuara lleno de miel, que la gamita tomó loca de
contento.
Desde entonces la
gamita y el cazador fueron grandes amigos. Ella se empeñaba siempre en
llevarle plumas de garza que valen mucho dinero, y se quedaba las horas
charlando con el hombre. Él ponía siempre en la mesa un jarro enlozado
lleno de miel, y arrimaba la sillita alta para su amiga. A veces le daba
también cigarros que las gamas comen con gran gusto, y no les hacen mal.
Pasaban así el tiempo, mirando la llama, porque el hombre tenía una
estufa de leña mientras afuera el viento y la lluvia sacudían el alero
de paja del rancho.
Por temor a los
perros, la gamita no iba sino en las noches de tormenta. Y cuando caía la
tarde y empezaba a llover, el cazador colocaba en la mesa el jarrito con
miel y la servilleta, mientras él tomaba café y leía, esperando en la
puerta el ¡tan-tan! bien conocido de su amiga la gamita.
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