Horacio
Quiroga
(1879-1937)
EL LORO PELADO
(Cuentos de la selva,
1918)
Había una vez una bandada de loros
que vivía en el monte.
De mañana temprano
iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían
gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los
árboles más altos, para ver si venía alguien.
Los loros son tan
dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los
cuales, después se pudren con la Lluvia. Y como al mismo tiempo los loros
son ricos para comerlos guisados, los peones los cazaban a tiros.
Un día un hombre
bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen
rato antes de dejarse agarrar. El peón lo Llevó a la casa, para los
hijos del patrón; los chicos lo curaron porque no tenía más que un ala
rota. El loro se curó muy bien, y se amansó completamente. Se Llamaba
Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las
personas y les hacía cosquillas en la oreja.
Vivía suelto, y
pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín. Le
gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la
tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro entraba
también en el comedor, y se subía por el mantel, a comer pan mojado en
leche. Tenía locura por el té con leche.
Tanto se daba
Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las criaturas, que el
loro aprendió a hablar.
Decía: "¡Buen
día, lorito! "¡Rica la papa!" "¡Papa para
Pedrito!..." Decía otras cosas más que no se pueden decir, porque
los loros, como los chicos, aprenden con gran facilidad malas palabras.
Cuando Llovía,
Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una porción de cosas, muy
bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba entonces gritando como un
loco.
Era, como se ve, un
loro bien feliz, que además de ser libre, como lo desean todos los
pájaros, tenía también, como las personas ricas, su five o clock tea.
Ahora bien: en medio
de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia salió por fin el sol
después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso a volar gritando:
—¡Qué lindo
día, lorito!... ¡Rica, papa!... ¡La pata, Pedrito!... y volaba lejos,
hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía una
lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió volando, hasta que se
asentó por fin en un árbol a descansar.
Y he aquí que de
pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas, dos luces verdes,
como enormes bichos de luz.
—¿Qué será?
—se dijo el loro— ¡Rica, papa!... ¿Qué será eso?... ¡Buen día,
Pedrito!... El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando
las palabras sin ton ni son, y a veces costaba entenderlo. Y como era muy
curioso, fue bajando de rama en rama, hasta acercarse.
Entonces vio que
aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba agachado,
mirándolo fijamente.
Pero Pedrito estaba
tan contento con el lindo día, que no tuvo ningún miedo.
—¡Buen día,
tigre! —le dijo— ¡La pata, Pedrito!...
Y el tigre, con esa
voz terriblemente ronca que tiene, le respondió:
—¡Bu-en día!
—¡Buen día,
tigre! —repitió el loro—. ¡Rica, papa!... ¡rica, papa!... ¡rica
papa!...
Y decía tantas
veces "¡rica papa!" porque ya eran las cuatro de la tarde, y
tenía muchas ganas de tomar té con leche. El loro se había olvidado de
que los bichos del monte no toman té con leche, y por esto lo convidó al
tigre.
—¡Rico té con
leche! —le dijo—. ¡Buen día, Pedrito!... ¿Quieres tomar té con
leche conmigo, amigo tigre?
Pero el tigre se
puso furioso porque creyó que el loro se reía de él, y además, como
tenía a su vez hambre, se quiso comer al pájaro hablador. Así que le
contestó:
—¡Bue-no!
¡Acérca-te un po-co que soy sor-do!
El tigre no era
sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho para agarrarlo de
un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto que tendrían en la
casa cuando él se presentara a tomar té con leche con aquel magnífico
amigo. Y voló hasta otra rama más cerca dei suelo.
—¡Rica, papa, en
casa! —repitió gritando cuanto podía.
—¡Más cer-ca!
¡No oi-go! —respondió el tigre con su voz ronca.
El loro se acercó
un poco más y dijo:
—¡Rico, té con
leche!
—¡Más cer-ca
toda-vía! —repitió el tigre.
El pobre loro se
acercó aún más, y en ese momento el tigre dio un terrible salto,
tan alto como una
casa, y alcanzó con la punta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a
matarlo, pero le arrancó todas las plumas del lomo y la cola entera. No
le quedó una sola pluma en la cola.
—¡Tomá!—rugió
el tigre—. Andá a tomar té con leche...
El loro, gritando de
dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía volar bien, porque le
faltaba la cola, que es como el timón de los pájaros. Volaba cayéndose
en el aire de un lado para otro, y todos los pájaros que lo encontraban
se alejaban asustados de aquel bicho raro.
Por fin pudo llegar
a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el espejo de la cocinera.
¡Pobre, Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo que puede darse,
todo pelado, todo rabón y temblando de frío. ¿Cómo iba a presentarse
en el comedor con esa figura? Voló entonces hasta el hueco que había en
el tronco de un eucalipto y que era como una cueva, y se escondió en el
fondo, tiritando de frío y de vergüenza.
Pero entretanto, en
el comedor todos extrañaban su ausencia:
—¿Dónde estará
Pedrito? —decían. Y llamaban—: ¡Pedrito! ¡Rica, papa, Pedrito!
¡Té con leche, Pedrito!
Pero Pedrito no se
movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y quieto. Lo buscaron por
todas partes, pero el loro no apareció. Todos creyeron entonces que
Pedrito había muerto, y los chicos se echaron a Llorar.
Todas las tardes, a
la hora del té, se acordaban siempre del loro, y recordaban también
cuánto le gustaba comer pan mojado en té con leche. ¡Pobre, Pedrito!
Nunca más lo verían porque había muerto.
Pero Pedrito no
había muerto, sino que continuaba en su cueva sin dejarse ver por nadie,
porque sentía mucha vergüenza de verse pelado como un ratón. De noche
bajaba a comer y subía en seguida. De madrugada descendía de nuevo, muy
ligero, iba a mirarse en el espejo de la cocinera, siempre muy triste
porque las plumas tardaban mucho en crecer.
Hasta que por fin un
día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la hora del té vio
entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si nada hubiera
pasado. Todos se querían morir, morir de gusto cuando lo vieron bien vivo
y con lindísimas plumas.
—¡Pedrito,
lorito! —le decían—. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué plumas
brillantes que tiene el lorito!
Pero no sabían que
eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía tampoco una palabra.
No hacia sino comer pan mojado en té con leche. Pero lo que es hablar, ni
una sola palabra.
Por eso, el dueño
de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana siguiente el loro fue
volando a pararse en su hombro, charlando como un loco. En dos minutos le
contó lo que le había pasado; un paseo al Paraguay, su encuentro con el
tigre, y lo demás; y concluía cada cuento, cantando:
—¡Ni una pluma
en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!
Y lo invitó a ir a
cazar al tigre entre los dos.
El dueño de casa,
que precisamente iba en ese momento a comprar una piel de tigre que le
hacía falta para la estufa, quedó muy contento de poderla tener gratis.
Y volviendo a entrar en la casa para tomar la escopeta, emprendió junto
con Pedrito el viaje al Paraguay. Convinieron en que cuando Pedrito viera
al tigre, lo distraería charlando, para que el hombre pudiera acercarse
despacito con la escopeta.
Y así pasó. El
loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba, mirando al
mismo tiempo a todos lados, para ver si veía al tigre. Y por fin sintió
un ruido de ramas partidas, y vio de repente debajo del árbol dos luces
verdes fijas en él: eran los ojos del tigre.
Entonces el loro se
puso a gritar:
—¡Lindo día!...
¡Rica, papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Querés té con leche?...
El tigre
enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él creía haber muerto,
y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esta vez no se le
escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió con
su voz ronca:
—Acer-cá-te más!
¡Soy sor-do!
El loro voló a otra
rama más próxima, siempre charlando:
—¡Rico, pan con
leche!... ¡ESTÁ AL PIE DE ESTE ÁRBOL!...
Al oír estas
últimas palabras, el tigre lanzó un rugido y se levantó de un salto.
—¿Con quién
estás hablando? —rugió—. ¿A quién le has dicho que estoy al pie de
este árbol?
—¡A nadie, a
nadie! —gritó el loro—. ¡Buen día, Pedrito!... ¡La pata,
lorito!...
Y seguía charlando
y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él había dicho: está
al pie de este árbol, para avisarle al hombre, que se iba arrimando bien
agachado y con escopeta al hombro.
Y Llegó un momento
en que el loro no pudo acercarse más, porque si no, caía en la boca del
tigre, y entonces gritó:
—¡Rica, papa!...
¡ATENCIÓN!
—¡Más cer-ca
aún!—rugió el tigre, agachándose para saltar.
—¡Rico, té con
leche!... ¡CUIDADO, VA A SALTAR! y el tigre saltó, en efecto. Dio un
enorme salto, que el loro evitó lanzándose al mismo tiempo como una
flecha en el aire. Pero también en ese mismo instante el hombre, que
tenia el cañón de la escopeta recostado contra un tronco para hacer bien
la puntería, apretó el gatillo, y nueve balines del tamaño de un
garbanzo cada uno entraron como un rayo en el corazón del tigre, que
lanzando un rugido que hizo temblar el monte entero, cayó muerto.
Pero el loro, !Qué
gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de contento, porque se había
vengado —¡y bien vengado!— del feísimo animal que le había sacado
las plumas!
El hombre estaba
también muy contento, porque matar a un tigre es cosa difícil, y,
además, tenía la piel para la estufa del comedor.
Cuando Llegaron a
la casa, todos supieron por qué Pedrito había estado tanto tiempo oculto
en el hueco del árbol, y todos lo felicitaron por la hazaña que había
hecho.
Vivieron en adelante
muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo que le había hecho el
tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el comedor para tomar el té
se acercaba siempre a la piel del tigre, tendida delante de la estufa, y
lo invitaba a tomar té con leche.
—¡Rica, papa!...
—le decía—. ¿Querés té con leche?... ¡La papa para el tigre!...
Y todos se morían
de risa. Y Pedrito también.
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