Horacio
Quiroga
(1879-1937)
La retórica del cuento
En estas mismas columnas,
solicitado cierta vez por algunos amigos de la infancia que deseaban
escribir cuentos sin las dificultades inherentes por común a su
composición, expuse unas cuantas reglas y trucos, que, por haberme
servido satisfactoriamente en más de una ocasión, sospeché podrían
prestar servicios de verdad a aquellos amigos de la niñez.
Animado por el
silencio —en literatura el silencio es siempre animador —en que había
caído mi elemental anagnosia del oficio, completéla con una nueva serie
de trucos eficaces y seguros, convencido de que uno por lo menos de los
infinitos aspirantes al arte de escribir, debía de estar gestando en las
sombras un cuento revelador.
Ha pasado el tiempo.
Ignoro todavía si mis normas literarias prestaron servicios. Una y otra
serie de trucos anotados con más humor que solemnidad llevaban el título
común de Manual del perfecto cuentista.
Hoy se me solicita
de nuevo, pero esta vez con mucha más seriedad que buen humor. Se me pide
primeramente una declaración firme y explícita acerca del cuento. Y
luego, una fórmula eficaz para evitar precisamente escribirlos en la
forma ya desusada que con tan pobre éxito absorbió nuestras viejas
horas.
Como se ve, cuanto
era de desenfadada y segura mi posición al divulgar los trucos del
perfecto cuentista, es de inestable mi situación presente. Cuanto sabía
yo del cuento era un error. Mi conocimiento indudable del oficio, mis
pequeñas trampas más o menos claras, solo han servido para colocarme de
pie, desnudo y aterido como una criatura, ante la gesta de una nueva
retórica del cuento que nos debe amamantar.
“Una nueva
retórica...” No soy el primero en expresar así los flamantes cánones.
No está en juego con ellos nuestra vieja estética, sino una nueva
nomenclatura. Para orientarnos en su hallazgo, nada más útil que
recordar lo que la literatura de ayer, la de hace diez siglos y la de los
primeros balbuceos de la civilización, han entendido por cuento.
El cuento literario,
nos dice aquélla, consta de los mismos elementos sucintos que el cuento
oral, y es como éste el relato de una historia bastante interesante y
suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención.
Pero no es
indispensable, adviértenos la retórica, que el tema a contra constituya
una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente,
una simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de
sobra para realizar con ellos un cuento.
Tal vez en ciertas
épocas la historia total —lo que podríamos llamar argumento— fue
inherente al cuento mismo. “¡Pobre argumento! —decíase—. ¡Pobre
cuento!” Más tarde, con la historia breve, enérgica y aguda de un
simple estado de ánimo, los grandes maestros del género han creado
relatos inmortales.
En la extensión sin
límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos calidades se han
exigido siempre: en el autor, el poder de transmitir vivamente y sin
demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la
brevedad del relato, que la definen.
Tan específicas son
estas cualidades, que desde las remotas edades del hombre, y a través de
las más hondas convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha
variado. Cuando el de los otros géneros sufría según las modas del
momento, el cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras la
lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre
contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e
irreemplazable de contar.
Extendido hasta la
novela, el relato puede sufrir en su estructura. Constreñido en su
enérgica brevedad, el cuento es y no puede ser otra cosa que lo que
todos, cultos e ignorantes, entendemos por tal.
Los cuentos chinos y
persas, los grecolatinos, los árabes de las “Mil y una noches”, los
del Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de
Merimée de Bret—Harte, de Verga, de Chejov, de Maupassant, de Kipling,
todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden
diferenciarse unos de otros como el sol y la luna. Pero el concepto, el
coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos
los cuentistas de todas las edades.
Todos ellos poseen
en grado máximo la característica de entrar vivamente en materia. Nada
más imposible que aplicarles las palabras: “Al grano, al grano...”
con que se hostiga a un mal contador verbal. El cuentista que “no dice
algo”, que nos hace perder el tiempo, que lo pierde él mismo en
divagaciones superfluas, puede verse a uno y otro lado buscando otra
vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista.
Pero ¿si esas
divagaciones, digresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismos
elementos de gran belleza? ¿Si ellos solos, mucho más que el cuento
sofocado, realizan una excelsa obra de arte?
Enhorabuena,
responde la retórica. Pero no constituyen un cuento. Esas divagaciones
admirables pueden lucir en un artículo, en una fantasía, en un cuadro,
en un ensayo, y con seguridad en una novela. En el cuento no tienen
cabida, ni mucho menos pueden constituirlo por sí solas.
Mientras no se crée
una nueva retórica, concluye la vieja dama, con nuevas formas de la
poesía épica, el cuento es y será lo que todos, grandes y chicos,
jóvenes y viejos, muertos y vivos, hemos comprendido por tal. Puede el
futuro nuevo género ser superior, por sus caracteres y sus cultores, al
viejo y sólido afán de contar que acucia al ser humano. Pero
busquémosle otro nombre.
Tal es la cuestión.
Queda así evacuada, por boca de la tradición retórica, la consulta que
se me ha hecho.
En cuanto a mí, a
mi desventajosa manía de entender el relato, creo sinceramente que es
tarde ya para perderla. Pero haré cuanto esté en mí para no hacerlo
peor.
Idilio y otros cuentos.
Montevideo: Claudio García (Biblioteca “Rodó”, 13), 1945.
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