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Roberto
Fernández Retamar Un periodista europeo, de
izquierda, por más señas, me ha preguntado hace unos días: “¿Existe
una cultura latinoamericana?” Conversábamos, como es natural, sobre
la reciente polémica en torno a Cuba, que acabó por enfrentar, por una
parte, a algunos intelectuales burgueses europeos (o aspirantes a serlo),
con visible nostalgia colonialista; y por otra, a la plana mayor de los
escritores y artistas latinoamericanos que rechazan las formas abiertas
o veladas de coloniaje cultural y político. La pregunta me pareció
revelar una de las raíces de la polémica, y podría enunciarse también
de esta otra manera: “¿Existen ustedes?” Pues poner en duda nuestra
cultura es poner en duda nuestra propia existencia, nuestra realidad
humana misma, y por tanto estar dispuestos a tomar partido en favor de
nuestra irremediable condición colonial, ya que se sospecha que no
seríamos sino eco desfigurado de lo que sucede en otra parte. Esa otra
parte son, por supuesto, las metrópolis, los centros colonizadores, cuyas
“derechas” nos esquilmaron, y cuyas supuestas “izquierdas” han
pretendido y pretenden orientarnos con piadosa actitud. Ambas cosas, con
el auxilio de intermediarios locales de variado pelaje. Tengamos
en cuenta que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte,
que más bien es un compuesto de África y de América que una emanación
de Europa; pues que hasta la España misma deja de ser europea por su
sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible
asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte
del indígena se ha aniquilado; el europeo se ha mezclado con el americano
y con el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo.
Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en
origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la
epidermis; esta desemejanza, trae un réato de la mayor trascendencia. Ya
en este siglo, en un libro confuso como suyo, pero lleno de intuiciones (La
raza cósmica, 1925), el mexicano José Vasconcelos señaló que en la
América latina se estaba forjando una nueva raza, “hecha con el tesoro
de todas las anteriores, la raza final, la raza cósmica”.[2] Este hecho
único está en la raíz de incontables malentendidos. A un
euronorteamericano podrán entusiasmarlo, dejarlo indiferente o
deprimirlo las culturas china o vietnamita o coreana o árabe o africanas,
pero no se le ocurriría confundir a un chino con un noruego, ni a un
bantú con un italiano; ni se le ocurriría preguntarles si existen. Y en
cambio, a veces a algunos latinoamericanos se los toma como aprendices,
como borradores o como desvaídas copias de europeos, incluyendo entre
éstos a los blancos de lo que Martí llamó “la América europea”;
así como a nuestra cultura toda se la toma como un aprendizaje, un
borrador o una copia de la cultura burguesa europea (“una emanación de
Europa”, como decía Bolívar): este último error es más frecuente que
el primero, ya que confundir a un cubano con un inglés o a un
guatemalteco con un alemán suele estar estorbado por ciertas tenacidades
étnicas; parece que los rioplatenses andan en esto menos diferenciados
étnica aunque no culturalmente. Y es que en la raíz misma está la
confusión, porque descendientes de numerosas comunidades indígenas,
africanas, europeas, tenemos, para entendemos, unas pocas lenguas: las
de los colonizadores. Mientras otros coloniales o ex coloniales, en medio
de metropolitanos, se ponen a hablar entre sí en su lengua, nosotros, los
latinoamericanos, seguimos con nuestros idiomas de colonizadores. Son las linguas
francas capaces de ir más allá de las fronteras que no logran
atravesar las lenguas aborígenes ni los créoles. Ahora mismo, que
estamos discutiendo, que estoy discutiendo con esos colonizadores, ¿de
qué otra manera puedo hacerlo sino en una de sus lenguas, que es ya
también nuestra lengua, y con tanteos de sus instrumentos
conceptuales, que también son ya nuestros instrumentos
conceptuales? No es otro el grito extraordinario que leímos en una obra
del que acaso sea el más extraordinario escritor de ficción que haya
existido. En La tempestad, la obra última de William Shakespeare,
el deforme Calibán, a quien Próspero robara su isla, esclavizara y
enseñara el lenguaje, lo increpa: “Me enseñaste el lenguaje, y de ello
obtengo / El saber maldecir. ¡La roja plaga / Caiga en ti, por habérmelo
enseñado!” (You tought me language, and my profit on't /Is I know
how to curse. The red plague rid you / For learning me your language!) (La
Tempestad, acto 1, escena 2). Notas [1]
CF. Ives Lacoste: Les pays sous-deceloppés, París. 1959. esp. p.
82-4. Literatura
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