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Roberto
Fernández Retamar Es imposible no ver en aquel texto
—que, como se ha dicho, resume de modo relampagueante los criterios de
Martí sobre este problema esencial— su rechazo violento a la
imposición de Próspero (“la universidad europea [...] el libro europeo
[...] el libro yanqui”), que “ha de ceder” ante la realidad
de Calibán (“la universidad hispanoamericana [...] el enigma
hispanoamericano”): “La historia de América, de los incas acá, ha de
enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia.
Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra”. Y luego:
“Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el
sistema opuesto a los intereses y hábitos de los opresores”. Podemos
de inmediato sentar la premisa de que quienes han trabajado, en algunos
casos patrióticamente, por configurar la vida social toda con arreglo a
pautas de otros países altamente desarrollados, cuya forma se debe a un
proceso orgánico a lo largo de siglos, han traicionado a la causa de la
verdadera emancipación de la América Latina.[54] Carezco
de la información necesaria para discutir ahora las virtudes y defectos
de este peleador burgués: me limito a señalar su contradicción con
Martí, y la coherencia de su pensamiento y su conducta. Como postuló la civilización,
que encontró arquetípicamente encarnada en los Estados Unidos, abogó
por el exterminio de los indígenas, según el feroz modelo yanqui, y
adoró a la creciente República del norte, la cual, por otra parte, a
mediados del siglo no había mostrado aún tan claramente las fallas que
le descubriría luego Martí. En ambos extremos —que son precisamente
eso: extremos, bordes de sus respectivos pensamientos— él y Martí
discreparon irreconciliablemente. No
más que pueblos en cierne, no más que pueblos en bulbo eran aquellos en
que con maña sutil de viejos vividores se entró el conquistador
valiente, y descargó su poderosa herrajería, lo cual fue una desdicha
histórica y un crimen natural. El tallo esbelto debió dejarse erguido,
para que pudiera verse luego en toda su hermosura la obra entera y
florecida de la Naturaleza. ¡Robaron los conquistadores una página al
Universo! Y
también: ¡De
toda aquella grandeza apenas quedan en el museo unos cuantos vasos de oro,
unas piedras como yugo, de obsidiana pulida, y uno que otro anillo
labrado! Tenochtitlán no existe. No existe Tulan, la ciudad de la gran
feria. No existe Texcuco, el pueblo de los palacios. Los indios de ahora,
al pasar por delante de las ruinas, bajan la cabeza, mueven los labios
como si dijesen algo, y mientras las ruinas no les quedan atrás, no se
ponen el sombrero. Para
Sarmiento, por su parte, la historia de América son “toldos de razas
abyectas, un gran continente abandonado a los salvajes incapaces de
progreso”. Si queremos saber cómo interpretaba él el apotegma de su
compatriota Alberdi “gobernar es poblar, es menester leer esto: “Muchas
dificultades ha de presentar la ocupación de país tan extenso; pero nada
ha de ser comparable con las ventajas de la extinción de las tribus
salvajes”: es decir, para Sarmiento gobernar es también despoblar
de indios (y de gauchos). ¿Y en cuanto a los héroes de la resistencia
frente a los españoles, esos hombres magníficos cuya sangre rebelde
Martí sentía correr por sus venas? También Sarmiento se ha interrogado
sobre ellos. Esta es su respuesta: Para
nosotros Colocolo, Lautaro y Caupolicán, no obstante los ropajes nobles y
civilizados (con) que los revistiera Ercilla, no son más que unos indios
asquerosos, a quienes habríamos hecho colgar ahora, si reapareciesen en
una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con esa
canalla. Por
supuesto, esto implica una visión de la conquista española
radicalmente distinta de la mantenida por Martí. Para Sarmiento, “español,
repetido cien veces en el sentido odioso de impío, inmoral, raptor, em
baucador, es sinónimo de civilización, de la tradición europea traída
por ellos a estos países”. Y mientras para Martí “no hay odio de
razas, porque no hay razas”, para el autor de Conflicto y armonías
de las razas en América, apoyado en teorías seudocientíficas, puede
ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes,
conquistar pueblos que están en posesión de un terreno privilegiado;
pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer
abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy por la
raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la mas bella y la
más progresiva de las que pueblan la tierra; merced a estas injusticias,
la Oceanía se llena de pueblos civilizados, el Asia empieza a moverse
bajo el impulso europeo, el África ve renacer en sus costas los tiempos
de Cartago y los días gloriosos del Egipto. Así pues, la población del
mundo está sujeta a revoluciones que reconocen leyes inmutables; las
razas fuertes exterminan a las débiles, los pueblos civilizados suplantan
en la posesión de la tierra a los salvajes. No
era pues menester cruzar el Atlántico y buscar a Renán, para oír tales
palabras: un hombre de esta América las estaba diciendo. En realidad, si
no las aprendió, al menos las robusteció de este lado del Océano, sólo
que no en nuestra América, sino en la otra, en “la América europea”,
cuyo más fanático devoto fue Sarmiento en nuestras tierras mestizas,
durante el siglo XIX. Aunque no faltaron en ese siglo los latinoamericanos
adoradores de los yanquis, sería sobre todo gracias al cipayismo
delirante en que, desgraciadamente, ha sido pródigo nuestro siglo XX
latinoamericano, que encontraríamos iguales de Sarmiento en la devoción
hacia los Estados Unidos. Lo que Sarmiento quiso hacer para la Argentina
fue exactamente lo que los Estados Unidos habían realizado para ellos.
Las últimas palabras que escribió (1888) fueron: “Alcanzaremos a los
Estados Unidos (...) Seamos Estados Unidos”. Sus viajes a aquel país le
produjeron un verdadero deslumbramiento, un inacabable orgasmo histórico.
A similitud de lo que vio allí, quiso echar en su patria las bases de una
burguesía acometedora, cuyo destino actual hace innecesario el
comentario. Una
cosa le falta a don José Martí para ser un publicista (...) Fáltale
regenerarse, educarse, si es posible decirlo, recibiendo del pueblo en que
vive la inspiración, como se recibe el alimento para convertirlo en
sangre que vivifica (...) Quisiera que Martí nos diera menos Martí,
menos espáñol de raza y menos americano del Sur, por un poco más del yankee,
el nuevo tipo del hombre moderno (...) // Hace gracia oír a un francés
del Courrier des Etáts Unis reír de la beocia y de la incapacidad
política de los yanquis, cuyas instituciones Gladstone proclama como la
obra suprema de la especie humana. Pero criticar con aires magistrales
aquello que ve allí un hispanoamericano, un español, con los retacitos
de juicio político que le han transmitido los libros de otras naciones,
como queremos ver las manchas del sol con un vidrio empañado, es hacer
gravísimo mal al lector, a quien llevan por un camino de perdición (...)
// Que no nos vengan, pues, en su insolente humildad los sudamericanos,
semi-indios y semi-españoles, a encontrar malo (...)[58] Sarmiento,
tan vehemente en el elogio como en la invectiva, coloca aquí a Martí
entre los “semi-indios”: lo que era en el fondo cierto y, para Martí,
enorgullecedor, pero que en boca de Sarmiento ya hemos visto lo que
implicaba... por
encima de las discrepancias que señalaron el alcance o las limitaciones
de sus respectivas proyecciones sobre América, surgió la coincidencia
(sic) de sus apreciaciones (las de Sarmiento y Martí) acerca de la parte
que tuvo la anglosajona en el desarrollo de las ideas políticas y
sociales que abonaron el árbol de la emancipación total del Nuevo Mundo
(página 73). Pensamiento,
sintaxis y metáfora forestal dan idea de lo que era nuestra cultura
cuando formábamos parte del mundo libre, del que el señor Santovenia fue
eximio representante —y ministro de Batista— en sus ratos de ocio. Notas [50]
Me refiero al diálogo en el interior de la América latina. La opinión
miserable que América le mereciera a Europa puede seguirse con algún
detalle en el vasto libro de Antonello Gerbi La disputa del Nuevo
Mundo. Historia de una polémica. 1750-1900, trad. de Antonio
Alatorre, México, 1960, passim. Literatura
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