Roberto Fernández Retamar
(La Habana, 1930-2019)

Calibán
Apuntes sobre la cultura de nuestra América



VIDA VERDADERA DE UN DILEMA FALSO

      Es imposible no ver en aquel texto —que, como se ha dicho, resume de modo relampagueante los criterios de Martí sobre este problema esencial— su rechazo violento a la imposición de Próspero (“la universidad europea [...] el libro europeo [...] el libro yanqui”), que “ha de ceder” ante la realidad de Calibán (“la universidad hispanoamericana [...] el enigma hispanoamericano”): “La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra”. Y luego: “Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de los opresores”.
      Pero nuestra América había escuchado también, expresada con vehemencia por un hombre talentoso y enérgico, muerto tres años antes de aparecer este trabajo, la tesis exactamente opuesta, la tesis de Prós­pero.[50] Los interlocutores no se llamaban entonces Próspero y Calibán, sino Civilización y Barbarie, título que el argentino Domingo Faustino Sarmiento dio a la primera edición (1845) de su gran libro sobre Fa­cundo Quiroga. No creo que las confesiones autobiográficas interesen mucho aquí, pero ya que he mencionado, para castigarme, las alegrías que me significaron olvidables westerns y películas de Tarzán con que se nos inoculaba, sin saberlo nosotros, la ideología que verbalmente repu­diábamos en los nazis (cumplí doce años cuando la Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo), debo también confesar que, pocos años después, leí con apasionamiento este libro. Encuentro en los márgenes de mi viejo ejemplar mis entusiasmos, mis rechazos al “tirano de la Re­pública Argentina” que había exclamado: “¡Traidores a la causa ameri­cana!” También encuentro, unas páginas adelante, este comentario: “Es curioso cómo se piensa en Perón”. Fue muchos años más tarde, concretamente después del triunfo de la Revolución cubana en 1959 (cuan­do empezamos a vivir y a leer el mundo de otra manera), que comprendí que yo no había estado del lado mejor en aquel libro, por otra parte notable. No era posible estar al mismo tiempo de acuerdo con Facundo y con “Nuestra América”. Es más: “Nuestra América” —y buena parte de la obra toda de Martí— es un diálogo implícito, y a veces explícito, con las tesis sarmientinas. ¿Qué significa, si no, la frase lapidaria de Martí: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Ocho años antes de aparecer “Nuestra Amé­rica” (1891) —aun en vida de Sarmiento—, había hablado ya Martí (en frase que he citado más de una vez) del “pretexto de que la civilización, que es el nombre vulgar con que corre el estado actual del hombre eu­ropeo, tiene derecho natural de apoderarse de la tierra ajena, que es el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo hombre que no es de Europa o de la América europea”.[51]
      En ambos casos, Martí rechaza la falsa dicotomía que Sarmiento da por sentada, cayendo en la trampa hábilmente tendida por el colo­nizador. Por eso, cuando dije hace un tiempo que “Martí, al echarse del lado de la barbarie, prefigura a Fanon y a nuestra revolución”[52] —frase que algunos apresurados, sin reparar en las comillas, mal entendieron, como si Fanon, Fidel y el Che fueran apóstoles de la barbarie—, escribí “barbarie” así, entre comillas, para indicar que desde luego no había tal estado. La supuesta barbarie de nuestros pueblos ha sido inventada con crudo cinismo por “quienes desean la tierra ajena”; los cuales, con igual desfachatez, daban el “nombre vulgar” de “civilización” al “estado actual” del hombre “de Europa o de la América europea”. Lo que seguramente resultaba más doloroso para Martí era ver a un hombre de nuestra América —y a un hombre a quien, a pesar de diferencias insalvables, admiró en sus aspectos positivos[53]— incurrir en este gravísimo error. Pensando en figuras como Sarmiento fue que Martínez Estrada, quien había escrito antes tanta página elogiosa sobre Sarmiento, publicó en 1962, en su libro Diferencias y semejanzas entre los países de la Amé­rica Latina:

      Podemos de inmediato sentar la premisa de que quienes han tra­bajado, en algunos casos patrióticamente, por configurar la vida so­cial toda con arreglo a pautas de otros países altamente desarrolla­dos, cuya forma se debe a un proceso orgánico a lo largo de siglos, han traicionado a la causa de la verdadera emancipación de la Amé­rica Latina.[54]

      Carezco de la información necesaria para discutir ahora las virtudes y defectos de este peleador burgués: me limito a señalar su con­tradicción con Martí, y la coherencia de su pensamiento y su conducta. Como postuló la civilización, que encontró arquetípicamente encarnada en los Estados Unidos, abogó por el exterminio de los indígenas, según el feroz modelo yanqui, y adoró a la creciente República del norte, la cual, por otra parte, a mediados del siglo no había mostrado aún tan claramente las fallas que le descubriría luego Martí. En ambos extremos —que son precisamente eso: extremos, bordes de sus respectivos pensa­mientos— él y Martí discreparon irreconciliablemente.
      Jaime Alazraki ha estudiado con algún detenimiento “El indigenismo de Martí y el antiindigenismo de Sarmiento”.[55]
      Remito al lector interesado en el tema a este trabajo. Aquí sólo trae­ré algunas de las citas de uno y otro aportadas en aquel estudio. He mencionado antes algunas de las observaciones de Martí sobre el indio. Alazraki recuerda otras:

      No más que pueblos en cierne, no más que pueblos en bulbo eran aquellos en que con maña sutil de viejos vividores se entró el con­quistador valiente, y descargó su poderosa herrajería, lo cual fue una desdicha histórica y un crimen natural. El tallo esbelto debió dejarse erguido, para que pudiera verse luego en toda su hermosura la obra entera y florecida de la Naturaleza. ¡Robaron los conquistadores una página al Universo!

      Y también:

      ¡De toda aquella grandeza apenas quedan en el museo unos cuantos vasos de oro, unas piedras como yugo, de obsidiana pulida, y uno que otro anillo labrado! Tenochtitlán no existe. No existe Tu­lan, la ciudad de la gran feria. No existe Texcuco, el pueblo de los palacios. Los indios de ahora, al pasar por delante de las ruinas, ba­jan la cabeza, mueven los labios como si dijesen algo, y mientras las ruinas no les quedan atrás, no se ponen el sombrero.

      Para Sarmiento, por su parte, la historia de América son “toldos de razas abyectas, un gran continente abandonado a los salvajes incapaces de progreso”. Si queremos saber cómo interpretaba él el apotegma de su compatriota Alberdi “gobernar es poblar, es menester leer esto: “Mu­chas dificultades ha de presentar la ocupación de país tan extenso; pero nada ha de ser comparable con las ventajas de la extinción de las tribus salvajes”: es decir, para Sarmiento gobernar es también despoblar de indios (y de gauchos). ¿Y en cuanto a los héroes de la resistencia frente a los españoles, esos hombres magníficos cuya sangre rebelde Martí sentía correr por sus venas? También Sarmiento se ha interrogado sobre ellos. Esta es su respuesta:

      Para nosotros Colocolo, Lautaro y Caupolicán, no obstante los ropajes nobles y civilizados (con) que los revistiera Ercilla, no son más que unos indios asquerosos, a quienes habríamos hecho colgar ahora, si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con esa canalla.

      Por supuesto, esto implica una visión de la conquista española radi­calmente distinta de la mantenida por Martí. Para Sarmiento, “español, repetido cien veces en el sentido odioso de impío, inmoral, raptor, em baucador, es sinónimo de civilización, de la tradición europea traída por ellos a estos países”. Y mientras para Martí “no hay odio de razas, por­que no hay razas”, para el autor de Conflicto y armonías de las razas en América, apoyado en teorías seudocientíficas,

puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que están en posesión de un terreno privilegiado; pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la mas bella y la más progresiva de las que pueblan la tierra; merced a estas injusticias, la Oceanía se llena de pueblos civilizados, el Asia empieza a moverse bajo el impulso europeo, el África ve renacer en sus costas los tiempos de Cartago y los días gloriosos del Egipto. Así pues, la población del mundo está sujeta a revoluciones que re­conocen leyes inmutables; las razas fuertes exterminan a las débiles, los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes.

      No era pues menester cruzar el Atlántico y buscar a Renán, para oír tales palabras: un hombre de esta América las estaba diciendo. En realidad, si no las aprendió, al menos las robusteció de este lado del Océano, sólo que no en nuestra América, sino en la otra, en “la América euro­pea”, cuyo más fanático devoto fue Sarmiento en nuestras tierras mestizas, durante el siglo XIX. Aunque no faltaron en ese siglo los latinoamericanos adoradores de los yanquis, sería sobre todo gracias al cipa­yismo delirante en que, desgraciadamente, ha sido pródigo nuestro siglo XX latinoamericano, que encontraríamos iguales de Sarmiento en la devoción hacia los Estados Unidos. Lo que Sarmiento quiso hacer para la Argentina fue exactamente lo que los Estados Unidos habían realiza­do para ellos. Las últimas palabras que escribió (1888) fueron: “Alcanzaremos a los Estados Unidos (...) Seamos Estados Unidos”. Sus viajes a aquel país le produjeron un verdadero deslumbramiento, un inacabable orgasmo histórico. A similitud de lo que vio allí, quiso echar en su patria las bases de una burguesía acometedora, cuyo destino actual hace innecesario el comentario.
      También es suficientemente conocido lo que Martí vio en los Esta­dos Unidos como para que tengamos ahora que insistir en el punto. Baste recordar que fue el primer antiimperialista militante de nuestro continente; que denunció, durante quince años, “el carácter crudo, desigual y decadente de los Estados Unidos, y la existencia, en ellos continua, de todas las violencias, discordias, inmoralidades y desórdenes de que se culpa a los pueblos hispanoamericanos”[56]; que a unas horas de su muerte, en el campo de batalla, confió en carta a su gran amigo mexica­no Manuel Mercado: “Cuanto hice hasta hoy y haré es para eso (...) impedir a tiempo que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”[57]
      Sarmiento no permaneció silencioso ante la crítica que —con frecuencia desde las propias páginas de La Nación— hacía Martí de sus idolatrados Estados Unidos, y comentó así la increíble osadía:

      Una cosa le falta a don José Martí para ser un publicista (...) Fáltale regenerarse, educarse, si es posible decirlo, recibiendo del pueblo en que vive la inspiración, como se recibe el alimento para convertirlo en sangre que vivifica (...) Quisiera que Martí nos diera menos Martí, menos espáñol de raza y menos americano del Sur, por un poco más del yankee, el nuevo tipo del hombre moderno (...) // Hace gracia oír a un francés del Courrier des Etáts Unis reír de la beocia y de la incapacidad política de los yanquis, cuyas instituciones Gladstone proclama como la obra suprema de la especie humana. Pero criticar con aires magistrales aquello que ve allí un hispa­noamericano, un español, con los retacitos de juicio político que le han transmitido los libros de otras naciones, como queremos ver las manchas del sol con un vidrio empañado, es hacer gravísimo mal al lector, a quien llevan por un camino de perdición (...) // Que no nos vengan, pues, en su insolente humildad los sudamericanos, se­mi-indios y semi-españoles, a encontrar malo (...)[58]

      Sarmiento, tan vehemente en el elogio como en la invectiva, coloca aquí a Martí entre los “semi-indios”: lo que era en el fondo cierto y, para Martí, enorgullecedor, pero que en boca de Sarmiento ya hemos visto lo que implicaba...
      Por todo esto, y aunque escritores valiosos han querido señalar po­sibles similitudes, creo que se comprenderá lo dificil que es aceptar un paralelo entre estos dos hombres como el que realizara, en doscientas sesenta y dos despreocupadas páginas, Emeterio S. Santovenia: Genio y acción. Sarmiento y Marti (La Habana, 1938). Baste una muestra: para este autor,

por encima de las discrepancias que señalaron el alcance o las limita­ciones de sus respectivas proyecciones sobre América, surgió la coincidencia (sic) de sus apreciaciones (las de Sarmiento y Martí) acerca de la parte que tuvo la anglosajona en el desarrollo de las ideas políticas y sociales que abonaron el árbol de la emancipación total del Nuevo Mundo (página 73).

      Pensamiento, sintaxis y metáfora forestal dan idea de lo que era nuestra cultura cuando formábamos parte del mundo libre, del que el señor Santovenia fue eximio representante —y ministro de Batista— en sus ratos de ocio.

Notas

[50] Me refiero al diálogo en el interior de la América latina. La opinión miserable que América le mereciera a Europa puede seguirse con algún detalle en el vasto libro de Antonello Gerbi La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica. 1750-1900, trad. de Antonio Alatorre, México, 1960, passim.

[51] José Martí: “Una distribución de diplomas en un colegio de los Estados Unidos” (1883), en O. C., VIII, 442.

[52] R. F. R.: Ensayo de otro mundo, cit., p. 15.

[53] “Sarmiento, el verdadero fundador de la República Argentina” dice de él, por ejemplo, en carta de 7 de abril de 1887 a Fermín Valdés Domínguez, a raíz de un cálido elogio literario que le hiciera públicamente el argentino. (O. C., XX, 325). Sin embargo, es significativo que Martí, tan atento siempre a los valores latinoamericanos, no publicara un solo trabajo sobre Sarmiento, ni siquiera a raíz de su muerte en 1888. Es difícil no relacionar esta ausencia con el reiterado criterio martiano de que para él callar era su manera de censurar.

[54] Ezequiel Martínez Estrada: “El colonialismo como realidad”, en Casa de las Américas, n° 33, noviembre-diciembre de 1965, p. 85. Estas páginas aparecieron originalmente en su libro Diferencias y semejanzas entre los países de la América Latina (México, 1962), y fueron escritas en aquel país en 1960, es decir, después del triunfo de la Revolución cubana, que llevó a Martínez Estrada a considera­bles replanteos. Véase, por ejemplo, su “Retrato de Sarmiento, conferencia en la Biblioteca Nacional de Cuba el 8 de diciembre de 1961, donde dijo: “Si se hace un examen riguroso e imparcial de la actuación política de Sarmiento en el gobierno, efectivamente se comprueba que muchos de los vicios que ha tenido la política oligárquica argentina fueron introducidos por él”: y también: “Él despreciaba al pueblo, despreciaba al pueblo ignorante, al pueblo mal vestido, desaseado, sin comprender que éste es el pueblo americano”. (Revista de la Biblioteca Nacional, julio-septiembre, 1965, p. 14 y 16).

[55] Jaime Alazraki: “El indigenismo de Martí y el antiindigenismo de Sarmiento”, en Cuadernos Americanos, mayo junio de 1965. Los términos de este ensayo —y casi las mismas citas— reaparecen en el trabajo de Antonio Sacoto “El indio en la obra literaria de Sarmiento y Martí”, en Cuadernos America­nas, enero-febrero de 1968.

[56] José Martí: “La verdad sobre los Estados Unidos”, en Páginas escogidas, selección y prólogo de R. ­F. R., tomo I, La Habana, 1971, p. 392.­

[57] op cit., p. 149.

[58] Domingo Faustino Sarmiento: Obras completas, Santiago de Chile-Buenos Aires, 1885-1902, tomo XLVI, Páginas literarias, p. 166-73.



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