Antonio Benítez Rojo
(La Habana, 1931- Massachusetts, 2005)

El rabo de la gran mona (1970)
Originalmente publicado en la revista Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien
(n°16, Année 1971, Fait partie d’un numéro thématique: Cuba, pp. 189-200)



      ...turkey is very very fine, ¿qué dice?, el pavo es muy bueno, ¿qué pavo?, no sé, ¿ves algún pavo?, no, ¿será que no entiendes?, es que él habla raro, pregúntale, d’you say turkey?, yes, I say turkey, dice que dice pavo, ¿pavo?, ¿no hablará del turco?...
       —Esta ciudad es demasiado para ti, cubano —dice Juan.
       Callas; sabes callar cuando gentes como él opinan sobre cualquier cosa, con más razón sobre ti, encajonado en el Bronx, vestido con colores irregulares del Army & Navy Supply, tu mejor cámara en la vidriera de la casa de empeño; callas, te encoges de hombros y bebes con la vista hundida en la foto comercial formada de repente en el centro de la mesa, la jarra, tu vaso, el paquete de Camel junto al cenicero verde; callas, vuelves a beber y decides prolongar tu silencio, aguardar con modestia y con astucia a que Juan te acabe de largar el cabo, te proponga algún sitio que no sea «demasiado para ti», te saque de un experimentado tirón de tus siete años de espigas y vacas flacas y te lleve con él, te guíe con su errabundo mostacho hacia alguna parcelita dejada atrás en sus trajines de legionario, pequeña como el oasis de tres palmeras que se posa en el paquete de cigarrillos, pero siempre un refugio fiel para los simunes, un confiable ojito de agua donde aparcar la tienda, recuperar fuerzas y lanzarse otra vez a la búsqueda de la lámpara de Aladino; callas, bebes despacio la cerveza, en rigor cerveza con ron blanco porque está Meme en la otra mesa, y a lo único que él invita es a esa mezcla de mierda.
       ...looks unconfortable, habla de ti, dice que te ves molesto, ¿No hablará del turco?, pregúntale, maybe you’re talking about the turkish guy, the gentleman that just went to the toilet?, el turco que fue al toilet, eso lo entiendo, is that gentleman turkish?, ¿qué dice?, que si el turco es turco, ¿no hablará del pavo?...
       —Esta ciudad es demasiado para ti, cubano —dice Juan.
       De nuevo callas, no abres el pico porque sabes que tu mejor mordida es el silencio; bajas un tanto la cabeza y alzas las cejas, aceptas la vasta mirada de Juan, la inescrutable serenidad de sus pupillas y por un momento la sonrisa Errol Flynn que logras está a punto de ablandarse y resbalar hasta el vaso; después de todo a veces piensas que en el fondo eres un cubanito de barrio, y en la oscuridad amarillenta del cuarto de revelar recuerdas cosas tan cursi como una cita almidonada bajo el cañonazo de las nueve, luego dejar atrás el Prado, la garita hechizada del castillo de La Punta y remontar el Malecón hasta el parque Maceo intercalando besos entre gaseosas y naranjas garapiñadas; puro tango, te dices, a un paso de la alegre muchachada y la triste viejecita, pero a la otra semana te agarras con las manos en la masa, metidas en lo mas hondo del danzón y la olla de frijoles negros, y todo eso mientras el revelador va sacando a flote la forzada carcajada de un turista por arriba del manto de cartón y tempera plomiza de la Estatua, a sus pies una silueta escolar de Manhattan, naturalmente los rascacielos y los puentes y los trasatlánticos, y la curva rampante del Pulaski contra el humo del puerto y unas gaviotas enormes.
       ...very very sorry, dice que lo siente mucho, ¿qué siente?, pregúntale si habla del turco o del pavo, are you talking about the turkey or the turkish?, eso es, el turco, I am very very sorry, gentlemen, dice que lo siente mucho, te estás repitiendo, yo no, él, shhh, quiere hablar, I thought I had explained to the generous gentlemen that Mayurásana is also called the turkey pose, ¿qué dice?, es el ejercicio nuevo, ¿el de esta tarde?, se llama la pose del pavo, ¿entonces no habla del turco?...
       —Esta ciudad es demasiado para ti, cubano —repite Juan.
       Aún callas, notas un temblor de impaciencia en su voz y piensas que es mejor decir algo para que él sepa que vives, que todavía boqueas en el remolino de arena; sería fácil dártelas de «a mí esta ciudad me toca los cojones», a fin de cuentas tendrías la aprobación de la muchachada del barrio, sólo que seguro Juan empezaría a reírse hasta moquear, igual que cuando el yogi se descoyunta ejemplarmente en la tarima, y desataría la amarra del pescuezo del camello dejándote en plena duna, clavado hasta la coronilla, sin más suerte que la de ser contemplado por la pirámide de la Estatua mientras la caravana progresa hacia las palmeras, se detiene a refrescar y desaparece por el marco mudéjar del paquete rumbo a los palacios de oro; bebes de nuevo y lees
«TURKISH & DOMESTIC BLEND» en el anaranjado subido del desierto, y no continúas porque la mano de Juan comienza a retirarse suavemente de la mesa.
       —Si te agarrara el simún en este sitio, y qué harías? —dices empujando los cigarrillos, el índice entre las pezuñas del camello.
       —Es un chiste viejo. Sólo que...
       —¿Qué harías?
       —Ciertamente no marcharía hacia los palacios al otro lado de la cajetilla. Al que se le ocurrió eso no sabe lo que es el desierto —dice Juan, y disimula un suspiro—. Es un chiste bastante tonto.
       —¿Entonces?
       —Trataría de llegar al oasis.
       —Sí. Es un chiste viejo y tonto —dices; te guardas el paquete en la chaqueta—. Total, algo que un hombre sensato nunca haría.
       —Mas aún, teniendo en cuenta lo cerca que está el oasis.
       —Sí; después de todo los palacios dorados son una especie de espejismo. Algo que uno imagina. Algo que se abre paso desde algún lado que no es el del camello, que no es el de uno y que a lo mejor no es para uno.
       —Eres un hombre sensato, cubano.
       ...la pose del pavo, ¿seguro?, pavo es turkey y turco es turkish, ¿no será al revés?, mira que eres muy distraído, yo hablo inglés como los americanos, torqui torqui a mí me suena igual, no veo cómo puedes saber si el yogi habla del pavo o del turco...
       «Sen-sa-to-cu-ba-no»; paladeas las gratas palabras que deja caer Juan, chupas y rechupas las sílabas, te izas por ellas como si fueras un yo-yo y la sonrisa trabajada en el espejo se te desmorona de orgullo; miras a la otra mesa, pero Meme y Alfonso chacharean con el yogi, no escuchan el breve diploma al mérito que te alarga Juan, que te inicia en su sendero de beduino, de galopador minucioso del desierto; paseas la vista por la penumbra del bar, por los murmullos y el humo de la larga mesa del centro y el calloso andar de Fitzy; recorres las banquetas del mostrador, las hileras de botellas que parten desde la contadora, el piano viejo, arrinconado por la victrola iridiscente repleta de esa cosa nueva que llaman cool-jazz y que tú no entiendes, porque de lo que hay allí lo que en realidad te gusta y lo pones y lo vuelves a poner es Manteca, creación e interpretación del caballero Chano Pozo, el más cubano de todos los cubanos que beben y sudan y huelen y sueñan y fuman y esperan al pie de la Estatua.
       ...yo hablo como los americanos, torqui torqui suena igual, turco termina en shhh, como si callaras a alguien, a mí me suena igual, turkish, ¿oyes?, shhh, ¿ves?, me suena igual, is that gentleman turkish?, ¿no me estarás engañando?, son palabras distintas?, ¿no te estarás burlando de mí?, shhh, I am particularly fond of turkish people, ¿no te estarás aprovechando de mí, Alfonso?, yo que me desvivo tanto por complacerte...
       —Esta ciudad es demasiado para ti.
       Te sorprendes; Juan parece vacilar, peor, vuelve a lo de la « ciudad es demasiado »; decides hacer otra pausa, reanudar tu juego, esperar el naipe mordiéndote los labios, esquivar la mala racha y entonces jugar al seguro; despliegas la baraja en abanico, la cierras, la sobas, la calculas de arriba abajo para hacer tiempo; conoces a Juan en las sillas de tijera frente a la clase del yogi, en la primera fila; lo sientes reírse, trucidar el silencio de pebeteros y túnicos blancos mientras enfocas las banales meditaciones de Alfonso y de Meme, tus parroquianos de siempre y de mierda; te aplasta con su acento indefinible, con sus cuentos de zocos sepultados, de adivinos que desgranan puñados de arena a la luz de braseros de bosta seca; te busca y te encuentra en las borras recocidas de tus sueños, revuelve tu vocación de argonauta pronunciando Tánger, Gaza, Famagosta, echándote a volar en minúsculos cargueros griegos y chipriotas, en autobuses artillados y arrias de dromedarios; Meme sugiere un trago y él acepta vagamente, rumbo a lo de Fitzy lo abordas y te suelta una bengala que te hace la boca agua, «¿Proyectos? Sí, a lo mejor parto esta noche»; bien, eso es lo que hay escrito en la baraja, y te das cuenta que deseas beber y la jarra esta vacía, y para hacer algo te sacas de arriba la cámara y el bulto del flash y los bombillos y los cuelgas en la silla, te aflojas la chaqueta y de golpe sientes adentro el colmillazo de la sed, la sed hirviente, la sed amarga y a la vez empalagosa del ron y la cerveza, el rabo de la gran mona, como dice Meme, que solo ha de calmarse con otra jarra de ron y cerveza; «Manteca», dices bajito, «Manteca» y buscas un nickel en el bolsillo, lo haces girar en la mesa, lo tiras al aire telegrafiándole a Juan tu intención de pactar una tregua; despacio dejas la silla y cruzas por entre las mesas hasta la victrola arcoiris, deslizas el nickel, bzzzzz, presionas M, presionas 7 y de regreso ves la extravagante cabeza del turco asomarse y desaparecer por la puerta del baño.
       ...cuando quieres callar a alguien, ¿cómo dices?, digo cállate, así no se dice, si es una persona mayor digo cállese, I am very very fond of turkish people, se dice shhh, they are like dry figs, ¿qué dice?, que los turcos son como higos, ¿higos?, ¿qué te propones, Alfonso?, ¿acaso tomarme el pelo?, hard and dusty in the outside but sweet as a child smile in the inside, ¿no hablará del pavo?, pavo con salsa de higos podría ser un plato hindú, no, dice que por fuera son una cosa y por dentro otra, ¿quiénes, los pavos o los turcos?...
       —Esta ciudad es demasiado para ti, cubano. Siempre hay que saber darse su lugar, saber cuándo las cosas le van grande a uno —dice Juan parcelando con el dedo la superficie de mármol.
       —Babel, jungla, desierto —arriesgas recomponiendo lo mejor posible tu sonrisa.
       Juan asiente con gravedad, con ese sombrío decoro que hay en sus gestos. Su cabeza, concienzudamente afeitada, permanece gacha. Con el dorso de la mano empieza a barrer hacia una esquina el liquido que hay derramado.
       —Hierro, asfalto, mierda —dices sonriendo grácilmente, aunque sientes el rabo de la mona cepillarte la garganta—. I hate Manhattan... —canturreas—... the Bedloe island, the Zoo—. Algo entrelazado desfila a tu derecha: es la pareja de la mesita del fondo. Fitzy, atentísimo, la despide en la puerta; en su bandeja sostiene una copa mediada de licor ocre, un frasco ventrudo, de barro, con una etiqueta que no conoces y el plato con la cuenta y el dinero.
       ...dice que los turcos son polvorientos, ¿no serán los pavos?, los turcos y también los higos, nunca he comido higos polvorientos aunque de los turcos he oído decir que puede esperarse cualquier cosa...
       —Es difícil encontrar un oasis verdadero en esta ciudad —dices mientras observas los dedos de Juan moverse, disponer con delicadeza su vaso y tu vaso en la esquina de la mesa, inscribir el cenicero verde en el triángulo de mármol anegado—. Busco y busco... A veces dudo que haya alguno real, que no se te esfume a un paso de la nariz.
       —Demasiado. Demasiado —murmura Juan.
       —Sí, desde luego —dices. Fitzy guarda el frasco ventrudo bajo el mostrador y supones que es algo muy costoso, tan costoso que a lo mejor el dinero no lo puede comprar; te gustaría oler el licor ocre, husmear su trama de vieja flor, catar su brillo de bálsamo, de grial rastreado por los siglos de los siglos, probarlo aunque sólo fuera de la copa que ha dejado la pareja—. Claro, hay desiertos y desiertos —dices—; éste, por ejemplo, te restriega en la cara lo peor que hay en uno. Así no se puede ver bien. Nunca se sabe exactamente lo que hay adelante.
       —El simún sopla —dice Juan, pensativo—. Se oscurece el cielo, el sol blanco del mediodía. A veces lo sensato es marchar de espaldas al viento, buscar la ruta que ha quedado atrás, replegarse. Después de todo siempre se parte de un oasis.
       —¿Atrás? No, gracias. Para ti eso puede ser repasar a Homero y a Herodoto y tipos así. Pero para mí es La Habana. Créeme, puro charco palúdico. El agua apenas te alcanza para soñar los palacios.
       —Para soñar espejismos, querrás decir —observa Juan patriarcalmente—. Hay muchos que agradecerían pasar la vida en sitios por el estilo. No sabes lo duro que puede llegar a ser el desierto. Además —agrega—, en un final es posible que el manantial corra por dentro de uno.
       —¿Y los palacios dorados? —preguntas— ¿Renunciar a buscarlos porque están al otro lado del camello? ¿Porque quizás no sean para mí?
       —Ahora no hablas como un hombre sensato, cubano.
       —Estamos de acuerdo en que lo importante es llegar adonde no haya que hacer de avestruz. Pero sólo para capear la tormenta, para verse aunque sea una vez las propias manos, para halar un cubo del pozo, beber agua limpia y lanzarse con algo más que la suerte al otro lado del paquete.
       —Palacios dorados —suspira Juan—. Espejismos... Mirages.
       —Existen realmente; se alzan en algún lugar, dentro o fuera del desierto—. Dices quitándote el sudor de la cara. El rabo de la mona se agita en tu estómago, lo sondea, escarba tus bilis; lo sientes largo y felpudo enroscarse con tus tripas, desecarlas, enjugarlas hasta darles la rigidez de un pellejo de momia. Te tiemblan las manos—. Quizás no sea un buen fotógrafo —dices, y descuelgas la cámara de la silla y la colocas en la mesa—, pero no puedo seguir retratando a idiotas que sacan la jeta por un cartón pintarrajeado de Coney Island. No puedo más... Yo... en mi país tampoco. Sería igual. ¿Sabes lo que para mí significa ir hacia atrás? Lo mismo. Ni más ni menos que retratar las mismas caras sacando los dientes por la farola del Morro, sacando la jeta por entre el Bacardí y las putas. No creas que tengo poca paciencia, no. Hasta soy previsor. A cada rato me digo: «No bebas un cochino trago. No compres un cochino libro. No vayas a los teatros caros». Porque me gusta el teatro, sabes... Sí. Porque... ¿Sabes lo que me gustaría retratar? Te vas a reír, pero quiero retratar los pies del Coloso de Rodas. Los vi en el cine. Sólo le quedan los pies. También Babilonia. Quiero pararme donde estuvo Babilonia y tirar un rollo al aire. A lo mejor los jardines salen florecidos de siemprevivas que dan gusto. Y las pirámides, pero no en un paquete de cigarrillos. Aquí, las tumbas, gratis, en el museo, tampoco. Jamás se me ocurriría. Pero quiero retratar las ruinas y las estatuas metidas en su sol, con su aire auténtico. Eso es lo que quiero hacer. Quiero pararme allí y enfocarlas y sacarlas para mí. Verlas en su propia luz, como las vieron los hombres antiguos, Sócrates y eso. Y algún día lo voy a hacer. Lo voy a hacer porque sé que ahí está la verdad. Al menos mi verdad. Mi oasis... Sé que ahí esta mi punto de partida. Un pequeño y verde oasis...
       —Está bien, cubano. Take it easy.
       Callas.
       Asientes.
       Te limpias la cara.
       Alzas la jarra con tu mano temblorosa y escurres unas gotas en tu vaso.
       ...pregúntale si Mayurásana quiere decir pavo o turco...
       —Bueno, como iba diciendo, sé que cuando haga esas cosas... A partir de esas cosas... Mientras tanto uno va tirando. Claro, si alguien... Si alguien como tú...
       —Perdona... Voy a orinar —dice Juan.
       ...¿estás seguro que habla de los turcos?, segurísimo, entonces dile que no tengo la menor idea de cómo pueden ser por dentro...
       Perplejo y desamparado lo ves levantarse de la silla, cambiar la mirada y pestañear de turbación; sigues con la vista su abultada espalda de franela, la ves oscilar en la penumbra como un banco de niebla, parsimoniosa, grávida, la ves encuadrarse en el vano resplandeciente de la puerta y en seguida borrarse después del ruido acolchado; dentro de ti la punta del rabo lame las gotas providenciales de ron y cerveza, la sientes rebañar tu carne azulosa y sanguinolenta, trastear tus válvulas, tus asas, la viscosidad parda que rezuman tus pliegues; en la otra mesa, Meme y Alfonso continúan su turkish-turkey a costa de la desazón del yogi, más allá el grupo del centro canta When Irish eyes are smiling y Fitzy silba bajito y con beneplácito cuando carga su bandeja con un bol de hielo y otra botella; en el extremo de tu mesa el oasis se estremece, el vaso de Juan cae sobre el cenicero verde y es turco que tropieza, el turco que por algún motivo no regresa a la mesa de Meme y se sienta a tu izquierda.
       —¿Estás triste? —pregunta—. ¿Acaso te sientes blando, arrugado, manchado, pestilente, ominoso? ¿Acaso te sientes como un calzoncillo muy usado?
       —Oh, hablábamos de desiertos y palacios —dices logrando un tono de naturalidad bastante satisfactorio. Sacas el paquete de Camel y se lo muestras; primero de un lado, luego del otro. Le ofreces un cigarrillo—. ¿Conoces el chiste?
       —El terrible simún irrumpe en el horizonte y... ¡presto!: los palacios de oro.
       —Hay quien piensa que es mejor quedarse en el oasis —dices cautelosamente—. Al menos hacer una escala.
       —¿Oasis? ¿Sitio con vegetación y a veces con manantiales, que se encuentra aislado en los arenales de Africa y otros continentes? —dice el turco manoteando la bocanada de humo—. Lo más probable, seguro y certero es que sea un espejismo. Cualquiera que sepa lo que es el desierto iría directo a los palacios de oro.
       —No sé... Podría ser lo contrario. En mi caso... Si fuera yo quizás iría primero al oasis. ¿Ves?... En la esquina del paquete. Un paso más y uno sale del marco.
       —Entonces, joven amigo, camarada y compañero, no sabes nada de nada —dice el turco al tiempo que Fitzy se lleva la jarra vacía—. Te olvidas que de los peripatéticos se ha escrito con mucho ruido, pero en realidad ninguno de ellos ha llegado a nada. A nada. A nada.
       —Sí, pero... ¿qué vas a hacer? ¿Atravesar el paquete de lado a lado?
       —Viejo sueño impracticable —suspira el turco—: abrir un hoyo y surgir entre los antípodas parado sobre las manos.
       —Pero, ¿qué hacer?
       —Muy sencillo, simple y fácil: te viras al revés y, por extensión, ¡presto!... todo se vira al revés y ya estás del otro lado.
       —¡Jah!
       —Tengo una teoría. Especulo, independientemente de toda aplicación, que nuestra epidermis nos impide ir más allá del abominable campo de la realidad empírica, cotidiana y fenomenológica. Nuestra piel, caro y querido y nunca bien ponderado amigo, nos hace anacoretas a palos, es el prisma escamoso que desvirtúa, corrompe y pervierte lo que los pitagóricos llamaban con discreción/Música de las Esferas. Es nuestro tegumento el que exuda verrugas y palabras como «imposible», «incesto», «ilusión», el que presuntuosamente combina las cinco vocales para eructar «biena venturado» — dice el turco abriendo los brazos con inspiración—. Ergo: enterrar la piel, engavetarla, disimularla como el mal aliento, virarse al revés y libertar las entrañas de los grilletes de sebo y cuero, sacarle la lengua al desierto e interpretar el universo con el nervio infalible de una bestia mitológica, percibir su perfección desde el centro de la manzana, desde el légamo del sueño, desde el sol naciente del deseo.
       ...¿qué dice?, que no ha visto salir ningún pavo del baño, dile que yo tampoco, que hablo del turco, dice que él tampoco, que habla del turco, I do not understand you, dice que no me entiende, cómo te va a entender si le hablas en español...
       Escuchas los fuegos artificiales del turco, su inexplicable castellano de salón rematado de lejos por el juego de damas chinas entre Alfonso, el yogi y Meme; muerdes el borde del vaso y dejas rodar el vacío hacia atrás, dulcemente, como si bebieras el licor del frasco ventrudo; con los ojos entornados te imaginas que lo meces en la boca, que lo haces resbalar lentamente hacia tu estómago, que empapa para siempre el rabo de la mona y acaricia tus intestinos con su soplo de palo florido; colocas tu vaso junto al vaso volcado de Juan, junto al cenicero y el paquete de Camel y formas la contraportada de Life; ajustas el flash a la cámara, te la llevas al ojo, y sin saber por qué le tiras al turco una foto tamaño carnet, luego otra para el pasaporte y de repente se te ocurre que seria formidable que el turco no necesitara pasaporte, que trotara de los palacios a los desiertos en calidad de polizón, virándose al revés y al derecho como un calcetín; recuerdas que en la calle, hacia lo de Fitzy, emerge de un salto por la escalera del subway, «Zib Zen, malabarista otomano, podrían mostrarme algo de la ciudad?, porque en verdad y ciertamente me aburro muchísimo», y todo tan natural, como si fuera deber de uno cargar con su fez y sus bombachos de lentejuelas a lo largo de Washington Square; y te imaginas que seria divertido andar así, tomarle el pelo a todos, sacarle la lengua a todo y llevar en la maleta algún contrato de circo levantino, de compañía con dueños mantecosos en Belgrado y Estambul, entrar en los pueblos a lomo de elefante y llamarse el Indio de Sibanicú, o de Cumanayagua, y por qué no de Guanabacoa y proclamarse con letras verdes y orladas el único hombre en el mundo que engulle seguidas dos botellas de ron, y miras la cara desenvuelta del turco, y piensas que quizás sea él y no Juan quien al final te saque del hoyo.
       ...gentlemen, gentlemen, what an unpleasent confusion!, dice que hay mucha confusión, dile que el confundido sera él, yo hablo del turco...
       —Por suerte o por desgracia lo de virarse al revés es pura teoría dices cargando la cámara con otro bombillo.
       —Teoría, del griego, theoría, a su vez de theórein, contemplar expone el turco—. ¿Y acaso hay algo en este mundo contemplativo que pueda escaparse, evadirse, huir sin el rabo entre las piernas del pinchazo de la palabrita?
       —Bueno, yo...
       —Teorías, leyes, principios, teoremas, corolarios, ¡psch!: pura escatología en el sentido fecal del término, pestes de nuestra epidermis.
       —Hablábamos de palacios y desiertos.
       —Y seguiremos platicando, pero antes dime: ¿Es cierto lo que dice tu amigo? ¿Es cierto que trabajas en Coney Island Park?
       —¿Meme?
       —El chaparrito, el que paga los tragos.
       —Sí —dices enfocando de nuevo al turco—. Supongo que debe ser un negocio parecido al tuyo.
       —No, yo trabajo por cuenta propia. Hago suertes y chistes al mismo tiempo. Un juglar al estilo de la vieja tradición —dice el turco y saca el pecho bajo el candelazo del flash—. ¿Y a ti qué tal te va?
       —Ahora en primavera se sale del paso —dices tratando de ocultar un rescoldo de desilusión. Habría sido tan bueno andar por ahí vestido de rumbero, coleccionar fotos en un álbum de esquinas plateadas y beber ron con las dos manos—. Sabrás un monton de idiomas —agregas.
       —Puedo versificar en cinco o seis —dice el turco metiéndose el dedo en la nariz.
       —Juan también —murmuras.
       —¿Quién es Juan?
       —El calvo... El de la Legión Extranjera. ¿Meme no te habló de él?
       —Sólo habló de ti.
       —Caminábamos delante —dices sintiendo de nuevo el colmillazo en la boca del estómago—. Delante de ustedes. Luego nos sentamos aquí.
       —No me fijé. Soy distraído, sonso, ido.
       —¿No lo viste en el baño?
       —No me fijé —dice el turco después de encender el último cigarrillo y hacer del paquete un desierto estrujado, un puñado de arena—. No tiene importancia. Bien, hablábamos de palmeras y de palacios dorados.
       —Ese es su vaso. Hablábamos precisamente... ¡Pero si hace horas que estamos aquí!
       —Está bien, cubano. Take it easy. Debe ser uno que salió del bar hace un momento.
       —¿Calvo? ¿Grande?
       —No me fijé. Caminaba agobiado, pesaroso y encorvado aunque, es justo reconocerlo, un tanto livianamente, como si guardara en la chaqueta un par de almohadas de plumas. Pero eso no tiene importancia. Ahora dime: quieres o no llegar a los palacios de oro.
       —¿Cómo? Si... Por supuesto.
       —Magnifico —dice el turco inclinándose hacia ti—. Pues la mejor fórmula, receta y manera es saltar más allá de la piel, vomitar los palacios que hay dentro de uno.
       —No entiendo —dices y te secas el sudor de las manos en el pantalón.
       —Por ejemplo, si un tipo que te cae simpático está en apuros, digamos yo, ¿qué harías? Supongo que ayudarme, ¿eh? Bueno, si sientes ese apetito no me des un dólar, ni siquiera diez, eso sería caridad, otra verruguita; dame el dinero que tengas, aún más, dame tus ropas, tu casa y tu cama, tus aparatos ópticos y aún más, golpea, quema, hiere, mata, aún más, dame tu vida —gime el turco arrodillándose junto a la silla— pero socorre a este pobre hombre, socórrelo infinitamente porque su sufrimiento es inmenso.
       —Eso es... irracional.
       —Irracional, ¡psch!, otra verruguita —dice el turco, ya de pie y sacudiéndose los bombachos—. Dejo a tu imaginación ejemplos más placenteros. Ahora, debo abandonarte por otros compromisos.
       ...very very vegetarian, dice que nunca ha comido turcos, que es muy vegetariano...
       Te hundes, pierdes el pie al mirar el paquete arrugado, el vaso exprimido; cruzas los brazos sobre la mesa y sumerges la frente renunciando a dar un paso más, a devolver otro golpe, a urdir un quite o una retirada a tiempo; a lo sumo te imaginas que pierdes un duelo que no elegiste, un desventajoso encuentro de circo romano; la desolación y la sed cierran el cerco, sorben tus líquidos sin darte cuartel, apergaminándote, convirtiéndote en una estatua correosa, atiborrada de arena, seguramente arena anaranjada, turkish & domestic blend, la que pisotea el altivo camello Camel y que de algún modo se apila en tu vientre, se escurre raspándote la garganta para marcar grano a grano una hora que no comprendes; algo húmedo se posa y corre por el dorso de tu mano y te asombra tener mocos para malgastar, que las babas sean posibles cuando tu sangre se bifurca en un laberinto de sílice; y a lo mejor sonríes, es dificil afirmarlo, aunque sin duda abres los labios porque tu lengua cuelga y gotea sobre el hueso saliente de tu muñeca; una lengua-reliquia, piensas, una lengua de santo, siempre jugosa, siempre viva como las flores de Babilonia, siempre buscada como un grial; y ahora estás seguro de sonreír, sientes los músculos de la mejilla apretarse contra el brazo, y levantas la cabeza con la gloriosa libertad de un mártir, contemplas emocionado el charquito de oro eterno que ha quedado en la mesa, que desborda el canto de mármol y chorrea hasta el bajo del pantalón mojándote de una dulce omniscencia que tratas de definir, quizás el vértigo de transitar majestuosamente todos los caminos, de asomarte a la esfinge y disparar a la vez todas las cámaras; en el mostrador Fitzy dormita recostado a la contadora, la mesa del centro ya está vacía y en la de al lado el yogi alza la jarra y bebe de ella mientras Meme y Alfonso lo animan con cantos deportivos; la aprieta entre sus manos morenas, resopla y se la echa arriba como un tarro de miel, el yogi de mierda; y sientes un tirón de anzuelo, un dolor aspado que te clava y te arrastra hasta el centro de ti mismo; entonces la sed, de nuevo el vaho lacerante que te hace poner de pie y buscar temblando otro nickel, que te hace gemir Manteca cuando caminas temblando y solo por la gran arena.

Habana, Agosto de 1970.



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