Antonio
Benítez Rojo
(La Habana, 1931-
Massachusetts, 2005)
La tijera
El escudo de hojas secas
(La Habana: UNEAC, 1969)
Ah,
que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado
tu definición mejor.
José
Lezama Lima
En la copia de su inscripción de
nacimiento —el primer paso para solicitar pasaporte— estaba escrito
bien claro: Jorge Emilio Lacoste. Pero en la oficina le decían Yoyi y eso
que andaba por los cuarenta años. Por supuesto, allá sería distinto, en
Washington, en la Bibliotecad del Congreso; seguramente tendrían una
sección latinoamericana, los libros en orden, nítidamente rotulados en
severos anaqueles, y él míster Lacoste, perito en folklore cubano,
consultado por sociólogos de Harvard e impartiendo conferencias sobre el
teatro vernáculo, luego las ventajosas colaboraciones en gacetas y
revistas de arte. Quizá Romualdo le explicara mejor en la próxima carta,
pero todo parecía arreglado: “Será cuestión de unos meses, hoy te
envié los dólares del pasaje y cuando llegues a Madrid tendrás un
dinerito hasta que nos abracemos en USA.” Después lo maravilloso de la
primavera en Washington, naturalmente los cerezos en flor “pero también
los otros parques, las ardillas merendando en los regazos y unas flores
como tulipanes por arriba de la nieve y la mañana”, y de pronto, casi
al final, antes de la cariñosa observación de que practicara el inglés
y la firma en tinta rosada, aparecía un tal Fred que estaba muy bien
conectado, “un tipo realmente increíble, y qué amistades...”,
pintores, críticos, directores de bibliotecas y galerías, y con un
apartamento que era un sueño de alfombras persas y música concreta, “y
situado nada menos que en la calle Dieciséis, la calle fabulosa de las
embajadas”. Bueno, no había dudas, Romualdo se desenvolvía con suerte
y no lo olvidaba a pesar de la distancia y ahora ese imbécil de Legón
sacando de la gaveta el cartucho de comida con esa cara de vaca y siempre
rodeado de moscas, será la peste que tiene aunque al otro no le valió
estar de cuello y corbata y solapita perfumada, lo mandaron a una granja
por colocar a la amante en la plaza de recepcionista y él ahí,
recortando periódicos el día entero, clipping como decía el
otro, que le ponía nombre a todo porque era el colmo creer que aquello
fuera un centro de documentación, y luego esa tijera, valiente porquería
que le acababa a uno los dedos, y Legón sacudiendo la mesa con su
pañuelo lleno de mocos, lo que se llama un cochino, mira que decir que la
Revolución ha liberado a nosotros los negros, decirle eso a él
que siempre pasó por blanco y Romualdo lo llevaba a Tropicana y a jugar
golf en el Country, allá Legón que se las daba de antiguo esclavo, mono
engreído, y todo porque había salido de un curso para improvisar
bibliotecarios, total que no aprendió nada, únicamente a hacer las cosas
al revés como encargar a Dominga del archivo, nada menos que a Dominga,
casi una analfabeta y él picando papelitos, él que era doctor en
Filosofía y Letras y tenía un ensayo publicado.
Alzó la vista cuando el muchacho
puso los periódicos en la esquina de la mesa y le pidió un cigarro
suave. Luego se distrajo viéndolo repartir la correspondencia por toda la
oficina, detenerse junto a la ventana grande, y tras el además
aprobatorio de Legón, dar las tres palmadas de la hora del almuerzo.
El pollo estaba muy condimentado y de
regreso pasó por el botiquín a buscar bicarbonato. Ya en su sitio, zafó
el cordel que aseguraba el bulto de periódicos amarillentos —por la
tarde trabajaba con la información de hacía seis años— y se puso a
recortar carteleras de teatro y artículos de arte. Le llamó la atención
un número que daba un salto en la fecha y le faltaba la página cultural,
probablemente un error de alguien en el archivo aunque Legón no le dio
importancia y le dijo que se limitara a su trabajo, que no se fijara tanto
en lo que hacían los demás. El próximo era un Diario de la Marina
del año 1854, Dominga se había vuelto loca, claro, no estaba preparada
para las responsabilidades y jamás sería una ejecutiva pero ya iba
demasiado lejos, la equivocación era de un siglo, y curioso aquella
tijera en el doblez de la hoja, seguro de alguna empleada, una tijera
antiquísima y con una exótica filigrana. Cortaba bien y decidió usarla
un poco.
El papel estaba bastante conservado,
pero como otras veces — siempre que leía periódicos viejos le pasaba
igual— sus dedos temblaron al principio, justo el tiempo de
acostumbrarse a la idea de que los anuncios y noticias pertenecían a los
muertos, a cosas hundidas, a un mundo engullido poco a poco que de repente
asomaba por el nombre de un océano, por los títulos de ciertas calles y
ciudades, algunos ya simplificados por la omisión de una letra.
Aquel día lo principal había sido
los sucesos del conflicto ruso-turco: Omar-Bajá cruzaba el Danubio con
50,000 hombres, a dos jornadas de Bucarest, y la victoria otomana se
dibujaba firmemente; luego el fracaso del conde Orloff en su apremiante
gestión: la corte de Viena no aceptaría una liga con la Rusia y
declaraba su neutralidad a favor de Francia e Inglaterra. A cada
continuación una columna doble denunciaba esclavos prófugos, enumerando
señales y recompensas, y enseguida la crónica local: La graciosa obra El
tío Caniyitas, los bailes de carnaval y el estreno de Don Pasquale,
leyó despacio la nota para darse tono en las tertulias de entreacto.
Después de memorizar los apellidos italianos y los pormenores del
estreno, se le ocurrió tomarle el pelo a Legón, prolongar la estupidez
de Dominga pegando la crítica en la carpeta de las puestas en escena. Con
cuidado recortó el periódico, pero al emparejar un borde, la tijera se
le fue de la mano, le pinchó un muslo y de pronto estaba en el suelo,
bajo la mesa; rota. Desgonzada. Miró a su alrededor y levantó las hojas
sueltas metiéndoselas en el bolsillo. Ya vería cómo unir aquello, un
remache saltado, a lo mejor el joyero de los altos, la devolvería
mañana.
Por la calle había sentido frío y
la ducha tibia y el balanceo del sillón lo hicieron resbalar por una
dulce modorra. Casi sin darse cuenta fue hasta su cama y se quedó
dormido. Soñó algo que no pudo recordar con precisión, quizá que
esgrimía la tijera contra alguien, en ese caso sería contra Legón y en
rigor no podía llamarse una pesadilla, aunque al abrir los ojos había
notado que el sudor le corría por el cuello y respiraba ansiosamente. El
cuarto ya estaba oscuro y encendió la lámpara de cabecera; eran las
nueve menos cuarto: Si no volaba llegaría tarde a la función: El García
Lorca quedaba lejos, sin contar las dificultades del transporte.
— Le repito que está lleno, que no
hay platea ni balcony, nada más que cazuela —insistió la taquillera
examinando un plano marcado de cruces rojas—. Hubiera venido temprano.
—Pero si soy amigo del
administrador, si me mandó la invitación.
—Avísele, seguro resolverá el
asunto.
—Si se refiere a Del Monte, lo
quitaron ayer por la mañana, todavía no tenemos sustituto —repuso
secamente la mujer.
Lacoste se estiró la chaqueta
iniciando un gesto de retirada, pero se contuvo y aceptó el boleto de
cazuela: En un final, ya estaba allí y además le salía gratis.
A la butaca le faltaba un brazo y,
como si fuera poco, del telón de boca veía sólo la mitad. Y eso que
terminaron de reconstruir el edificio, un verdadero desastre, chapuceros,
no saben hacer nada, no había más que ver aquéllo, el teatro que
inaguró Covarrubias, claro, eran otros tiempos, la belle époque
cubaine, y cómo le hubiera gustado vivir entonces, los grandes
bailes, la galantería, los patios coloniales, las modas francesas.
Recorrió las butacas delanteras con la mirada: Si al menos hubiera alguna
vacía. Pero la orquesta, invisible para él, dejó de afinar, y por
encima de dispersas toses se lanzó sobre la partitura de Donizetti.
Don Pasquale era una obra
animada, pero el escenario y la música le llegaban de tan lejos que
abandonó la butaca antes del entreacto. La cantina estaba desierta y
(acercándose) pidió un refresco y algo de comer. Al pagar sintió la
tijera en el bolsillo y pensó que era una lástima no haberle hablado al
joyero; lo haría mañana sin falta.
El intermedio lo pasó
negligentemente arrimado a la pared, explicando a un grupo de conocidos el
éxito de la Steffenone y del bajo Rovere en aquel mismo teatro cuando se
llamaba Tacón, el delirante aplauso final que alargó la temporada —
seguramente habría sido así— hasta mediados de marzo, una función
inolvidable y hacía más de cien años, y para qué cansarlos pero todo
el mundo sabe que en aquella época cualquiera entendía de ópera. El
timbre sonó oportuno y Lacoste, haciéndose el propósito de atender a la
función— quizá se animara a escribir una nota crítica— hizo un
último comentario y remontó la escalera. Al abrir la puerta una oleada
de aire caliente le llegó a la cara y de golpe algo extraño pasaba con
las luces. Se sentó en una butaca que muy bien podía ser de la
acomodadora, el espaldar más tieso, el asiento de rejilla. Alguien a su
derecha le rozó el codo pero la cortina ya se descorría y un
inexplicable telón de fondo se balanceaba en sustitución del decorado
del primer acto; y claro que debía ser una ilusión óptica pero el
escenario parecía más chico, menos profundo, yo no sé, distinto, y de
repente ese cambio en el elenco, esta nueva Norina gorda como un barril, y
para colmo aquel gigantesco don Pasquale enredándose en la alfombra, qué
pareja, de dónde los habrán sacado, y qué manera de desafinar.
Cuando se volvió a pedir la opinión
a su vecino, supo que todo era un sueño, que en algún momento se había
dormido y ahora el hombre de su derecha vestía una remota casaca del
mismo corte que la suya, aunque la pechera de su camisa estaba llena de
vuelos y eso le daba más realce.
Lacoste sonrió pensando que a lo
mejor ni siquiera había ido al teatro, que podía estar en su cama
después del baño de agua tibia y el libro en el sillón. De cualquier
modo el aire era demasiado sofocante y allá abajo don Pasquale no hacía
más que dar mugidos. Hubiera preferido soñar una comedia inglesa de Noel
Coward, por ejemplo, o mejor algo prohibido, un rito salvaje, una danza
esotérica. Y le asombró un poco dejar la butaca tan facilmente, calarse
el altísimo sombrero y los guantes y descender la escalera.
En el vestíbulo había media docena
de espejos. En uno de ellos, que llegaba al suelo, contempló satisfecho
su apariencia —siempre había gustado de aquella moda que afinaba la
figura— y ensayó unos gestos caballerescos sin buenos resultados:
curiosamente sus movimientos no se avenían a las formas que imaginaba, y
paraban en poses groseras. Cosas de los sueños, pensó. Casi a su lado,
una diminuta odalisca del brazo de un bajá leía atentamente un cartel.
Lacoste se acercó al oírle decir el nombre de la Steffenone, pero por
mucho que se esforzó no pudo comprender el significado de las grandes
letras rojas, aunque le pareció reconocer algunas de ellas, la A y la O.
Atravesó la sala buscando otras sorpresas, y bajando una escalinata
salió a una noche clara y fría. Ante él se extendía, en vez del Prado,
un bello paseo colonial, muy amplio y transitado. Se recostó a un farol
que apenas alumbraba y divertido y molesto, huyó de la larga mirada de un
hombre vestido de Muerte que junto a él se había estacionado. Se
dirigió a otra esquina. De repente se le ocurrió que el sueño tenía
sentido, que no era tan disparatado: Los turcos salían de las crónicas
del periódico, igual la función de ópera y, por supuesto, aquélla era
la famosa alameda de Isabel II de los grabados de Miahle, y las
monumentales sombras del otro lado de las cinco calzadas, las antiguas
murallas.
Como no se despertaba, resolvió
caminar sin rumbo, sin propósito alguno, dejándose llevar por el sueño
y la noche y pensando en Romualdo, en el viaje a España. Llegó a una
especie de rotonda, y desde un banco, próximo a un ancho cantero de
afiladas piedras rojas, se entretuvo en mirar las volantas y quitrines,
los extravagantes grupos de transeúntes desfilando por las veredas. Dos
mulatas elegantes, con antifaces de cómica nariz, disminuyeron el paso
frente a él riéndose por detrás de sus abanicos. La más joven se
detuvo, y después que dejó caer el bolso, lo abordó preguntándole si
era de la capital, porque lo hemos seguido desde el Gran Teatro y nos
pareció como extraviado. Lacoste, sin saber la razón, respondió que
había nacido en Puerto Príncipe, que recién llegaba a La Habana a
vender un almacén. La mulata dijo llamarse Encarnación y le propuso con
zalamería que fuera con ella al baile de Lucindo Pérez, ahí se
divertiría muchísimo y costaba tan poco, creo que sólo ocho reales,
claro, lo primero será presentárselo a mis amigas, un caballero de tan
buena presencia como su merced, de tanto mundo y tan bien arreglado, ya
iba a ver cómo lo atenderían, a cuerpo de rey, además ella se
encargaría de que no se aburriera y le garantizaba bailes y vino durante
toda la noche.
Lacoste murmuró que le agradaría
ver una danza sagrada, en fin, cosas de ésas. Pero las mulatas se
encogieron de hombros, lo tomaron de las manos y se lo llevaron cantando
por las puertas de Monserrate.
Mientras Encarnación apretaba
gratamente sus dedos, Lacoste se felicitó por imaginar tan buen sueño;
tímido desde la adolescencia, raramente se acercaba a las mujeres y de
pronto aquel encuentro, aquella coincidencia de su mente con las noticias
de un periódico olvidado.
Aprovechando la oscuridad de una
callejuela Lacoste ciñó con el brazo la cintura de Rosa, la otra mulata,
y por ella supo que el baile en lo de Lucindo era de carnaval aunque ni a
Encarnación ni a mí nos gusta disfrazarnos, pero si está muy bien así,
si hacen una pareja encantadora, adulador eso lo dice por Rosa, mire que
he visto cómo se le fue la mano por la cadera.
Al rato de caminar por intramuros,
Encarnación y Rosa empezaron a discutir la mejor manera de llegar a casa
de Lucindo Pérez. Encarnación prefería seguir bordeando la muralla y
bajar por Ricla, que era lo aconsejable con los atracos que hay
últimamente. Rosa, sin embargo, no doy un paso un más si no doblan a la
izquierda y por esta misma calle, y recogiéndose la falda se sentó a
llorar en un guardacantón. Recomendando calma, Lacoste se disponía a
ofrecer la propuesta conciliadora de marchar en diagonal, pero alguien a
su espalda lo golpeó en la cabeza derribándolo al empedrado y ahora las
manos de Rosa le volteaban los bolsillos y una ruda voz se quejaba, entre
complicados insultos, de que solamente tuviera una tijera rota, que era el
segundo cliente que traían sin blanca y si no trabajan como Dios manda
las voy a moler a palos.
Lacoste pudo llegar al vano de un
portal. Por un momento el sueño se había convertido en otro donde Fred y
Romualdo, sosteniendo colosales abanicos, lo esperaban en el aeropuerto
subterráneo del Washington Memorial. Aunque fue Fred y no Romualdo quien
inclinándose atentamente le cedió el periódico en el elevador amarillo
vía Puerto Príncipe antes de caer la trampa. Enseguida Legón dio la
señal de las palmadas y doña Rosa y doña Encarnación extrajeron del
seno los tulipanes y los rabos de ardilla, y desatendiendo los berridos de
la Steffenone encadenada a la butaca, le sobaron viciosamente todo el
cuerpo dejándolo indefenso y boca abajo en el portal oscuro, el portal
del primer sueño.
Todavía en el suelo, mientras
trataba de quitarse el fango de la cara y de la ropa, pensó que lo mejor
era volver al punto de partida, recorrer a la inversa la espiral hasta la
fachada del teatro. Entonces soltarse del trapecio volador y caer bajo la
colcha; luego la alarma del Big Ben. La colonia en el pañuelo, el roce
blando de las cosas cotidianas.
Ayudándose de una columna se
incorporó y fue al borde de la calle: entre las piedras del arroyo
relucía una hoja de la tijera: la recogió maquinalmente. Pero ni rastro
de sus botines, la casaca, el sombrero de copa y el corbatín.
Por suerte el regreso no resultaba
difícil: bastaba con encontrar la muralla y seguirla hasta alguna de las
puertas, saludar confiadamente al oficial de guardia —si acaso
explicarle que había sido desvalijado— y salir al terreno conocido de
la Alameda.
También podía hacer sonar una
aldaba y preguntarle a algún viejo de palmatoria y gorro de dormir cómo
se iba a extramuros, si, preguntarle a alguien era lo más atinado, ¿preguntarle
a alguien? , qué tontería.
Caminó pegado a las paredes: tenía
frío: probablemente la ventana estaba abierta y alguna corriente de aire
caía sobre su hamaca allá en Puerto Príncipe.
Se detuvo frente a la escalera de una
iglesia. Como a veces la frialdad lo despertaba, probó a quitarse la
camisa. Y por arriba de los temblores y del dolor de cabeza le llegó la
idea de que después de todo jamás se había sentido tan dueño de su
existencia; paradójicamente aquella pesadilla, al tiempo que lo clavaba
en otro siglo, le confería poco a poco una vaga y dolorosa necesidad de
elegir un rumbo, un camino; y ahora al saberse parado en la calle
desierta, al pie de la torre negra de la iglesia, con la camisa
colgándole de la mano, estremecido por el viento helado y espeso del
salitre de la bahía, le parecía algo ridículo e improbable y a la vez
pavorosamente real; y no pudo seguir pensando por qué el ruido a sus
espaldas resultó ser una carreta de cuatro caballos que doblaba la
esquina, y tuvo que subir a saltos los peldaños y apretarse contra el
portón claveteado en medio de un relampagueo de relinchos, trallazos e
improperios.
Era inútil ponerse la camisa: había
quedado hecha un trapo desgarrado y sucio a la orilla de la calle. Unas
voces que se acercaban lo hicieron agazaparse junto a los balaustres de la
escalera. Eran dos hombres. Dos hombres blancos y vestidos de frac que se
reían de un tal Tío Caniyitas. Mientras pasaban frente a él, un impulso
turbio le hizo buscar en el bolsillo el filo de la tijera. Al rato volvió
el silencio.
Lacoste bajó a la calle empuñando
la hoja y de nuevo miró la camisa, y debía ser aquél miedo extraño,
aquella angustia afelpada que iba tomando cuerpo lo que le paralizaba la
memoria, porque ya no se acordaba del motivo por el cual se la había
quitado.
Agachado junto al arroyo, perplejo y
aterido, se daba cuenta de que se le iban los recuerdos; una niebla
espumosa lo había aislado de las cosas sentidas y pensadas,
deshaciéndolas en jirones cada vez más ópacos, más lejanos. Aterrado,
luchó por abrirse paso hacia atrás, por alcanzar a toda costa un
territorio que lo afirmara, una ciudadela para defender a sangre y fuego
su identidad. Manoteó en la bruma y rescató apenas dos nociones: su
nombre y una velada sensación de culpa: Jorge Emilio Lacoste y algo así
como el pecado original.
Abrió la mano y de algún modo supo
que en aquel pedazo de tijera brillaba el remordimiento. Entonces,
mientras pasaba el dedo a lo largo de la filigrana de la hoja, empezó a
recordar, poco a poco, trazo a trazo, punto a punto, como si una araña le
tejiera la memoria. Pero en el centro, en el vacío petrificado de la
tela, siempre quedaba el misterio del gran edificio de los espejos y no
podía acordarse de cómo había llegado a él, o quién lo había subido
a aquella silla encaramillada donde el barullo lo había despertado,
seguro las lamentaciones de los locos de la tarima, berreando y corriendo
de un lado a otro con las caras pintorreteadas, que no les daba
vergüenza, tan grandes y zangandongos que estaban, sí señor.
Y ahora, de muy lejos, le venía la
voz de que juntara las hojas de la tijera. Pero para qué juntarlas si él
mismo la había roto. La había tirado cuatro veces contra el piso del
almacén. De eso se acordaba clarito. La había tirado del plano hasta que
las patas se soltaron y fuiquitifuá... había viajado por el aire y
caído con ropa nueva en el medio de la capital, embrujado y aturdido que
ni sabía bien quién era. Sí señor, eso es lo que le había pasado. Ni
más ni menos, cómo no. Y cómo no fuera a juntarla si la otra pata
andaba perdida, ni que él fuera un babalawo y todo lo supiera. Y
si no estaba embrujado estaría dormido y soñando todo aquello, cómo no,
ese caserón de los espejos y esos locos gritones y La Muerte
queriéndoselo llevar, sí señor. Y después esas mulatas sabrosas, Rosa
y Encarnación y a una le había tentado la nalga. Ni más ni menos, cómo
no. Y la soga de su hamaca seguro se había reventado y catapún, calabaza
calabaza cada una pa su casa. Esa soga mala, esa soga malonga y matunga
que le había estropeado el vino y la gozadera en el baile de ese Lucindo
y le había hecho ese chichón. Y menos mal que todavía andaba por la
capital. Y quién se lo iba a decir y ya era hora de cambiar. Uno siempre
sueña que te sueña con tanta bobería de hacerse rico. Eso es por el
dinero enterrado al fondo del almacén, sí señor. Abajo del muro viejo,
cómo no. Que no me lo niegue nadie que yo mismito lo vi guardar, tanta
botija requetellena de centenes y onzas peluconas, tanto oro amarillito
como plátano manzano y don Remigio que hay que prevenirse y que va avenir
la guerra y que los robos y la matazón y que patatín y que patatán. Sí
señor. Cómo no. Y uno mirando esa cosas. Y lo mejor es coger por ahí a
ver si encuentro a las mulatas o a esa fiesta de Lucindo.
Se puso la desgarrada camisa y dobló
la esquina.
Pensó que nunca había tenido un
sueño tan enredado. Tampoco en el que hubiera tanto frío.
Una música distante lo hizo cambiar
de calle apurando el paso, seguro la fiesta de Lucindo.
Y el baile debía de ser de mucha
importancia: cerca de la casa había una hilera de volantas y bastante
público se arrimaba a la puerta y a la ventana, abiertas de par en par.
Pasó por detrás de un grupo de
caleseros; se jugaban a la baraja la calderilla de las propinas, y ni
siquiera lo miraron.
Lacoste se empinó y pudo ver por
arriba de los curiosos: había mucha gente en la casa, mucha iluminación,
mucho negro currutaco y mucha mulata de peineta de teja y pluma de
marabú. Unos pocos estaban disfrazados. Otros lucían antifaces como los
de Rosa y Encarnación. También había algunos hombres blancos, pero no
bailaban; pegados a la pared bebían todo el tiempo rodeados de mujeres y
bandejas y parecían muy contentos. A cada rato se les acercaba para
hablarles un mulato viejo, gordo y sonriente. Lacoste supuso que era
Lucindo Pérez, y a empujones cruzó el zaguán y entró en la sala.
Al principio nadie se fijó en él.
Casi todos bailaban frente a los músicos o aplaudían la sandunga de una
negra larga que se trocía bajo la piel como una tripa de tabaco. El
timbalero, con un redoble, puso fin a la pieza y la negra sofocada y
sudorosa, soltando a su pareja, se aproximaba a él haciéndole guiños y
con los brazos tendidos. Lacoste dio un paso hacia adelante, pero de
repente la negra quebró el cuerpo, palmoteó en el aire y, dandole la
espalda, se fue a un rincón muerta de la risa, habráse visto. Ahora
todos reían y lo miraban y se volvían a reír y ya conocía esos
sueños, sí señor, esos sueños donde buscaba un centén y lo que le
salía en la mano era un sapo frío que le orinaba encima, cómo no, la
salación por siete años y casi seguro que se muriera uno, y el
dependiente de la tienda volvía a colgar la casaca y el chaleco de piqué
y se burlaba de él con una risa enorme, cómo no, del tamaño de su cara
y él se revolvía furioso en la hamaca, sí señor, así le pasaba. Pero
ahora no había ningún sapo en su mano sino la hoja de la tijera y ya
nadie se reía de él.
Tumbó un candelero y salió al patio
por entre los gritos de las mujeres. Con el rabo del ojo vio a Lucindo
abrir de golpe una navaja, pero ya él trepaba por el muro con la tijera
en los dientes y casi sin darse cuenta estaba del otro lado. Huyó por una
calle pedregosa y estrecha y luego viró a la izquierda.
A la Muerte la encontró después que
el gato negro, arqueando el lomo y engrifándose, lo dejó como pasmado
junto a un montón de basura. Sin mirar atrás, tratando de salir del
sueño, dio un salto a la otra esquina y corrió hacia el resplandor de
unos faroles. Era la muralla. Y allí, frente a él, estaba la puerta que
había cruzado con las mulatas. Pasó cerca de dos soldados dormidos, y
atravesando el puente sobre el foso, llegó al paseo de las cinco veredas
que tanto había admirado. En el alto portal del caserón de los espejos
había gente esperando por sus carruajes. Sintió un escopetazo y volvió
la cabeza: la Muerte y los soldados lo perseguían saliendo de la muralla.
Como si fuera poco, por la vereda de al lado se adelantaba un quitrín
para cerrarle el paso. De repente tuvo ganas de echarse a reír como la
negra de Lucindo, de dar una palmada y acabar de una vez con aquella
estúpida carrera, de bajar de su hamaca y enjuagarse la cara con el agua
del porrón parra quitarse el sudor de aquel sueño, aquel sueño donde
él huía sin motivo por una noche de locos. Pero ahora era muy tarde, ya
el quitrín se había detenido y un dominó violeta saltaba del caballo
abriendo los brazos y dispuesto a todo.
Todavía trató de escapar, y fue
fácil eludir la descuidada arremetida haciendo girar el cuerpo, apoyar la
espalda en el cubo de la rueda y hundir desesperadamente el pedazo de la
tijera en la tela violeta.
Después tuvo tiemo de brincar a la
vara de majagua y asir las riendas de un tirón, de alinear el carruaje en
el paseo mientras el soldado de bigote gris le apuntaba imperturbable.
Entonces sólo le quedó alzar la fusta por encima del disparo,
desplomarse penosamente junto a las patas del caballo y escuchar a la
Muerte, que, con la capucha caída, contaba a los curiosos que él, Jorge
Emilio Lacoste, era un esclavo fugitivo de un ingenio de Puerto Principe,
un mulato ladrón y asesino cuyas señas se daban en el periódico.
Y a esa altura luchó de nuevo por
despertarse, por pretender que el hombro apenas le dolía, y cuando los
soldados lo arrastraron con furia al rincón de la rotonda, antes de que
la Muerte y los otros recogieran las piedras del cantero, pensó que no
escaparía de aquel sueño, que ya no era posible el regreso y lo
seguiría soñando toda la vida.
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