Juan Rulfo
(1918-1986)
JUAN
RULFO Y SU PURGATORIO A RAS DE SUELO[1]
Por
Mario Benedetti
(Letras
del continente mestizo, Arca, 1972)
Los narradores
hispanoamericanos que optan por refugiarse en
los temas nativos, sólo por excepción construyen
sus relatos sobre una estructura compleja. La
abundancia de anécdotas, la sugestión e paisaje,
la aspereza del diálogo, seducen lógicamente al
escritor. Pero, a la vez, toda esa formidable
disponibilidad suele inspirarle cierto recelo frente
a cualquier ordenamiento que no sea el estrictamente
lineal. Se cree, y a veces con razón, que el alarde
técnico podría llegar a sofocar el patetismo y la
vitalidad de un mundo aún no extenuado por lo
literario.
Claro
que a veces el tema criollo se agota por su misma
sencillez, por esa desgana tan frecuente en el
narrador campesino, que todo lo deja al brío del
asunto, al interés y a la tensión que el tema
pueda levantar por sí mismo. Las complejidades
suelen dejarse para el novelista urbano, como si
existiera una obligada correspondencia entre el tema
y su desarrollo, entre las formas de vida y las
formas de estilo.
Entre
los últimos escritores aparecidos en México, Juan
Rulfo (nacido en 1918) ha buscado evidentemente otra
salida para el criollismo. Su tratamiento del cuento
en El llano en llamas (1953) y de la novela
en Pedro Páramo (1955), lo colocan entre los
más ambiciosos y equilibrados narradores de
América Latina. Por debajo de sus modismos
regionales, de la anécdota directa y penetrante,
aparece el propósito, casi obsesion, de asentar
el relato en una base minuciosamente construida y en
la que poco o nada se deje al azar. Pedro Páramo
testimonia ejemplarmente esa actitud.
Pero
también cada uno de los cuentos, aun de los más
breves, demuestra la economía y la eficacia de un
narrador, tan consciente del material que utiliza
como de su probable rendimiento, y que, además,
acierta en cuando al ritmo, el tono y las
dimensiones que deben regir en cada desarrollo. En El
llano en llamas hay cuentos excelentes,
verdaderamente antológicos, y otros menos felices;
pero todos sin excepción tratan temas de cuento,
con ritmo y dimensiones de cuento.
Con
la expceción de Macario, un casi
impenetrable medallón, los otros relatos enfocan
situaciones o desarrollan anécdotas, siempre con el
mínimo desgaste verbal, usando las pocas palabras
necesarias y logrando a menudo, dentro de esa
intransitada austeridad, los mejores efectos de
concentración y energía.
Conviene
no perder de vista, a fin de valorar debidamente
su madurez, que los cuentos de Rulfo constituyen
su primer libro. Sólo el tulado En la madrugada,
se manifiestan la indecisión y el desequilibrio
característicos del principiante. En Algún otro (como
Nos han dado la tierra, La noche que lo dejaron
solo y Paso del Norte) la anécdota es
mínima, pero tampoco el tono o la itención del
relato van más allá del simple apunte, de modo que
la estabilidad no corre riesgos.
Es
cierto que algunos cuentos ponen en la pista de
antecedentes demasiado cercanos (Faulkner en Macario,
Quiroga en El hombre, Rojas González en Anacleto
Morones) pero en general esos ecos se refieren
más al modo de decir que al de ver o de sentir un
tema. En la mayor parte de sus relatos, Rulfo es
sencillamente personal; para demostrarlo, no ha
precisado batir el parche de su propia originalidad.
Se trata de un escritor que conoce claramente sus
limitaciones y poderes. Tal vez una de las razones
de su sostenida eficacia radique en cierta
deliberada sujeción a sus aptitudes de narrador, en
saber hasta dónde debe osar y hasta cuándo puede
decir.
Por
otra parte, Rulfo no es descriptivo. Ni en sus
cuentos ni en Pedro Páramo el paisaje existe
como un factor determinante. La tierra es invadida,
cubierta casi, por mujeres y hombres descarnados, a
veces fantasmales, que obsesivamente tienen la
palabra. Detrás de los personajes, de sus discursos
primitivos e imbricados, el autor se esconde,
desaparece. Es notable su habilidad para trasmitir
al lector la anécdota orgánica, el sentido
profundo de cada historia, casi exclusivamente a
través del diálogo o los pensamientos de sus
criaturas. A veces se trata de una versión
restringida, de corto alcance, pero que al ser
expuesta en sus palabras claves, en su propio
clima, adquiere las más de las veces un extraño
poder de convicción.
Es
que somos muy pobres, por ejemplo, cuenta la
historia sin pretensiones de Tacha, una adolescente
a quien su padre regala una vaca “que tenía
una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos”;
se la regala para que no salga como sus hermanas,
que andan con hombres de lo peor. “Con la vaca
era distinto, pues no hubiera faltado quien se
hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por
llevarse también aquella vaca tan bonita”.
Pero es el río crecido el que se la lleva, y Tacha
queda sin dote y sin consuelo. “El sabor a
podrido que viene de allá salpica la cara mojada de
Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba
abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a
hincharse para empezar a trabajr por su perdición”.
El asunto es poco, pero está metido en su exacta
dimensión; es bastante conmovedor que toda la honra
penda de una pobre vaca manchada, de muy bonitos
ojos. Evidentemente, hay grados sociales en la honra,
y ésta es la honra de los muy pobres.
En
el cuento que da nombre al volumen, El llano en
llamas, se describe un proceso de bandidaje, la
reunión y dispersión de hombres que obedecen a
Pedro Zamora; sus saqueos, sus crímenes y sus
inicuas diversiones. Son seres de un coraje sin
énfasis, aguijoneados por una crueldad gratuita,
pero siempre coherentes con su propio nivel de
pasión. En La cuesta de las comadres hau una
inocencia cachacienta que sirve para amortiguar el
acto horrible que se está relatando. Hasta parece
explicable que el narrador lleve a cabo un
minucioso crimen (“por eso aproveché para
sacarle la aguja de arriba del ombligo y metérsela
más arribita, allí donde pensé que tendría el
corazón”) para defenderse de otro que no
cometió. Por similares razones, el bienhumorado
desarrollo de Anacleto Morones acaba
pareciendo macabro. La ligeresa de la situación,
las burlas certeras, aun el final casi vodevilesco,
adquieren un espantoso sentido no bien el lector se
entera que debajo de estas bromas y de aquellas
piedras se halla el cadáver del Niño Anacleto.
Este
recuerdo guarda cierto paralelismo con el empleado
por Richard Hughes en A High Wind in Jamaica:
el lector es más consciente que el narrador del
hecho tremendo que se relata. Sólo que Hughes usa
el expediente de la infancia, y Rulfo, en cambio,
el del primitivismo de los hombres; tal vez porque
confía en que ese fondo de inocencia y de miedo
pueda salvar al alma campesina.
Relatos
como como Talpa y No oyes ladrar los
perros merecen consideración especial. El
primero, que sirvió para lanzar al mercado
literario el nombre de Rulfo, cuenta la historia de
Tanilo, un enfermo que insiste hasta conseguir que
su mujer y su hermano lo lleven ante la Virgen de
Talpa “para que ella con su mirada le curara
sus llagas”. A mitad de camino Tanilo ya no
puede más y quiere volver a Zenzontla, pero
entonces su mujer y su hermano, que se acuestan
juntos, lo convencen de que siga, porque sólo la
Virgen puede hacer que él se alivie para siempre.
En realidad, quieren que se muera, y Tanilo llega a
Talpa, y allí, frente a su Virgen, muere.
Este
proceso, que comienza en un simple adulterio y
culmina en una tortura de conciencia, se vuelve
fascinante gracias al ritmo que Rulfo consigue
imprimir a su relato. Obsérvese que la culpa sólo
arrincona a los actores cuando sobreviene la muerte
dc Tanilo. El adulterio en sí no llega a
atormentarlos. Unicamente cuando se agrega la muerte,
ese primer delito adquiere una intención culposa y
retroactiva. Es que, probablemente, hay grados dc
conciencia (como de honra) y ésta del hermano y la
mujer de Tanilo, es también la conciencia de los
muy pobres. Con todo, es curioso anotar que en este
cuento, cl adulterio es un acto y no remuerde;
en cambio, en la última etapa del proceso, la
infamia, que se limita a la intención, se
vuelve a pesar de ello insoportable. Ningún hecho
nocivo para reprocharse; sólo intenciones, palabras,
pensamientos. Sin embargo, estos seres elementales,
que no son conmovidos por su acto abyecto,
se vuelven suficientemente sensibles como para
sentirse agobiados por un destino que ellos sólo
provocaron, pero que no ejecutaron con sus manos. “Afuera
se oía el ruido de las danzas; los tambores y la
chirimía; el repique de las campanas. Y entonces
fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas
vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de
nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro
lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio
tristeza. Pero nosotros lo llevamos allí para que
se muriera, eso es lo que no se me olvida”.
No
oyes ladrar los perros es, sencillamente, una
obra maestra de sobriedad, de efecto, de
intelección de lo humano. Uno de esos cuentos que
no es preciso anotar en la ficha para recordarlos de
por vida. En verdad, Rulfo desenvuelve su materia (trágica,
oprimente) en tan reducido espacio y en estilo tan
desprovisto de estridencias, que en una primera
lectura es difícil acostumbrarse a la idea de su
perfección. No obstante, es posible advertir con
qué economía plantea el autor desde el comienzo
una situación casi shakespiriana. Obsérvese,
además, la difícil circunspección con que deja
transcurrir el diálogo, la carga de pasión que
soporta toda esa pobre rabia, y sobre todo, el final
magistral, que estremece en seguida todo el relato
que llevaba hasta ese instante el lector en su mente,
y lo reintegra a su verdadera profundidad. ¿Qué
más puede pedirse a un cuento de seis páginas?
Casi podría tomársele por una definición del
género.
En
una de sus narraciones, Luvina, no
precisamente de las mejores que reúne El llano
en llamas, Rulfo ya adelantaba algunos
ingredientes (la mayoría, exteriores) que iba luego
a emplear en su novela: Pedro Páramo. Pero
en tanto que el cuento sólo planteaba una
situación de aislamiento y resignación (con
algunos buenos impactos verbales: “¿Dices que
el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú conoces al
Gobierno? ... Nosotros también lo conocemos. Da esa
casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre
del Gobierno”), sin que pareciera
suficientemente motivada y creíble, la novela
desarrolla, partiendo de un clima semejante, pero
tirando intermitentemente de diversos hilos de
evocación, una historia fronteriza entre la vida y
la muerte, en la que los fantasmas se codean
desaprensivamente con el lector hasta convencerlo
de su provisoria actualidad.
Si
no fuera por su sesgo fantástico, esta primera
novela de Rulfo traería, con mayor insistencia aun
que alguno de sus cuentos, el recuerdo de Faulkner.
Y aun con esa variante, el Sutpen de Absalom,
Absalom! no puede ser descartado en cualquier
investigación de fuentes que se propusiera integrar
una genealogía de este Pedro Páramo, encarnado a
través de varias despiadadas memorias y a través
de sí mismo. No obstante, conviene anotar que en Absalom,
Absalom!, Faulkner asienta su mito sólo como
excusa en una zona geográfica determinada. En
cambio, Rulfo, pese a su andamiaje intelectual,
sigue siendo, y esto es importante, un novelista
valederamente regional.
Comala,
algo así como un Yoknapatawpha mexicano, es una
aldea, más bien un esqueleto de aldea, cuya sola
vida la constituyen rumores, imágenes estancadas
del pasado, frases que gozaron de una precaria
memorabilidad, y, sobre todo, nombres, paralizados
nombres y sus ecos. De todos ellos, y, además, de
muchas épocas barajadas, ordenadas y vueltas a
barajar, el autor ha construido la historia de un
hombre, una suerte de cacique cruel, dominador, y en
raras ocasiones impresionable y tierno. Páramo es
una figura menos que heroica, más que despiadada,
cuya verdadera estatura se desprende de todas las
imágenes que de él conserva la región, de todas
las supervivencias que acerca de él acumulan las
voces fantasmales de quienes lo vieron y sintieron
vivir. Esa creación laberíntica y fragmentaria,
esa recurrencia a un destino conductor, ese rostro
promedio que va descubriendo el lector a través de
incontables versiones y caracteres, tiene cierta
filiación cinematográfica, cercana por muchos
conceptos a Citizen Kane. En la novela de
Rulfo la encuesta necesaria para reconstruir la
imagen del Hombre, es cumplida por Juan Preciado,
un hijo de Páramo, mediante sucesivas indagaciones
ante esas pobres, dilaceradas sombras que habitan
Comala.
Pero
no todo es evocación, no todo es censura de
ultratumba. También el narrador (que nunca levanta
la voz; que se oculta, como un ánima más, detrás
de su propio mito) toma a veces la palabra y dice su
versión, cuenta simplemente, y su acento no
desentona en el corrillo. Hay en todo el libro una
armonía de tono y de lenguaje que en cierto modo
compensa la bien pensada incoherencia de su trama.
Por lo general no se da ningún dato temporal que
sirva de asidero común para tanta imagen suelta.
Sorprende, por ejemplo, hallar en pág. 113, un
párrafo que empieza: “Muchos años antes,
cuando ella era una niña...”, ya que éste o
cualquier otro procedimiento de fijación expresa de
una época, resulta inopinado en la modalidad
corriente de esta narración. En tal sentido, el
lector debe arreglarse como pueda, y por cierto
que puede arreglarse bien, ya que Pedro Páramo
no es una novela de lectura llana, pero tampoco un
inasible caos. Por debajo de la aparente anarquía,
del desconcierto de algunos pasajes, existe, a poco
que se preocupe el lector por descubrirlo, un
riguroso ordenamiento, un fichaje de caracteres y
de sus mutuas correspondencias, que mantiene la
cohesión, el sentido esencial de la obra.
Es
cierto que la imaginación de Rulfo especula con la
muerte, se establece en su momentáneo linde, pero
autor y personajes parecen dejar sentada una premisa
menos cursi que verdadera: que la única muerte es
el. olvido. Estos muertos se agitan, se confiesan,
pero, en definitiva ¿son ellos o sus recuerdos?, ¿meros
fantasmas asustabobos o probadas supervivencias?
Frente
a tanta huella de su unicidad, de sus varios enconos,
de su ternura sin réplica, se levanta Pedro
Páramo para afrontar el juicio y volver a caer,
desmoronándose “como si fuera un montón de
piedras”. “¿Quién es? —volví a preguntar.
Un rencor vivo —me contestó él”. La
respuesta de Abundio a Juan Preciado define en
cierto modo la novela. Es, sencillamente, la
historia de un rencor. “El olvido en que nos
tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”, dice,
agonizante, Dolores Preciado a su hijo en la primera
página. Y Juan Preciado, siguiendo desde allí el
itinerario de ese rencor, llega a Comala junto a la
sombra de Abundio, que también era hijo de Pedro
Páramo y también sostiene su rencor propio. Desde
su llegada a casa de Eduviges Dyada hasta su propia
muerte (“acalambrado como mueren los que mueren
muertos de miedo”), Juan Preciado arrostra
sombras, escucha voces. “Me mataron los
murmullos”, dice a Dorotea, y eran murmullos
que partían de diversos rencores. También Miguel
Páramo los siembra y el padre Rentería los recoge
y Pedro Páramo hace de todos ellos su gran rencor,
su inquina hacia ese destino que le ha hecho
esperar toda una vida antes de hacerle hallar a la
Susana de su infancia y entregársela deshecha,
trastornada y ajena. “Pensó en Susana San
Juan. Pensó en la muchachita con la que acababa de
dormir apenas un rato. Aquel pequeño cuerpo
azorado y tembloroso que parecía iba a echar
fuera su corazón por la boca. «Puñadito de
carne», le dijo. Y se había abrazado a ella
tratando de convertirla en la carne de Susana San
Juan”.
Todo
el episodio que se refiere a Susana es de gran
eficacia narrativa, sin duda el pasaje más tenso de
la novela. Ella, cerrando los ojos para recuperar a
Florencio, en inagotable sucesión de sueños; él,
desvelándose, contando “los segundos de
aquel nuevo sueño que ya duraba mucho”,
concentran en sí mismos la gran desolación que
propaga el relato, el notorio símbolo que difunde
el título. “¿Pero cuál era el mundo de
Susana San Juan? Esa fue una de las cosas que Pedro
Páramo nunca llegó a saber”.
La
complejidad en que se apoya la trama, no se refleja
empero en el estilo, el cual, como en los cuentos de
El llano en llamas, es sencillo y sin
complicaciones. Los amodorrados fantasmas de la
novela emplean en su lenguaje el mismo irónico dejo
que los campesinos de Es que somos pobres o
¡Díles que no me maten! Las cosas más
absurdas o las más espantosas son dichas en su
genuina cadencia regional. En ciertos pasajes
decididamente macabros (como algunos de los
diálogos entre Juan Preciado y Dorotea) la excesiva
vulgaridad resulta ínapropíada y hasta chocante.
Del mismo modo, algún rasgo humorístico vinculado
a las inquietudes de los muertos en el camposanto,
produce un desacomodo en el lector: “Se ha de
haber roto el cajón donde la enterraron, porque se
oye como un crujir de tablas”; “haz por pensar
en cosas agradables porque vamos a estar mucho
tiempo enterrados”. Por lo común, una visible
alteración de los padrones de verosimilitud
provoca una sacudida mental a la que, por otra parte,
es fácil sobreponerse. También es fácil
sobreponerse al trato descarado de la literatura con
los muertos. Pero en el riesgoso juego de Rulfo con
sus fantasmas, en ese purgatorio a ras de suelo, hay
que reconocer que pide demasiado a su lector: esa
promiscuidad de muerte y vida, esa habla chistosa
de tumba a tumba, suscita a veces la previsible
arcada. Por lo demás, el humorismo no es una
variante preferida de Rulfo. Pero así como en
algunos de sus cuentos, especialmente en Anacleto
Morones, había recurrido a él para extraer del
asunto el máximo provecho, también en Pedro
Páramo suele emplearlo en función de algún
efecto, de alguna ironía.
Es
de confiar que la aparición de Rulfo abra nuevos
rumbos a la narrativa hispanoamericana. Por lo
menos, estos dos primeros libros alcanzan para
demostrar que el relato en línea recta, que la
porfiada simplicidad, no son las únicas salidas
posibles para el enfoque del tema campesino. No es,
naturalmente, el primero en llevar a cabo esa
módica proeza, pero su actitud literaría implica
una saludable incitación a sobrepasar este presente,
algo endurecido en cierta abulia del estilo. De
todos modos, convengamos en que ya venía
resultando peligrosa para el mejor desarrollo de
una narrativa de asunto nativo, esa endósmosis de
lo llano con lo chato, ese abandonarlo todo al
ímpetu del tema, al buen aire que respiran los
pulmones del novelista. Rulfo, que también lo
respira, ha construido, además, quince cuentos, la
mayoría de ellos de una excelente factura técnica;
ha levantado, sin apearse de lo literario y pagando
las normales cuotas de realismo y fantasía, una
novela fuerte, bien planteada, y ha preferido
apoyarla en una sólida armazón. Es satisfactorio
comprobar que, después de este alarde, el tema
criollo no queda agostado sino enriquecido, y su
esencia, sus mitos y sus criaturas, se convierten en
una provocativa disponibilidad para nuevas empresas,
con destino a más ávidos lectores.
(1955).
Notas
[1] Hoy Juan Rulfo es un
clásico de la narrativa hispanoamericana; sus
libros han sido traducidos al inglés, a francés,
italiano, alemán, sueco, checo, holandés, danés,
noruego, yugoeslavo y eslovaco; su obra ha sido
objeto de numerosos y profundos estudios. Sin
embargo, cuando el trabajo que aquí se incluye
apareció, en 1955, en el semanario Marcha,
Montevideo, acababa de publicarse Pedro Páramo
y el nombre y la obra de Rulfo eran totalmente
desconocidos en el Cono Sur. (Aun en 1958, no figura
ningún cuento suyo en la buena Antología del
cuento hispanoamericano, de Ricardo Latcham). No
señalo esto, por cierto, para inventarle méritos a
mi trabajo de hace doce años, sino más bien para
pedir excusas al lector (y a Rulfo) por una
interpretación que, debido a la razón apuntada, no
tiene en cuenta toda esta vasta bibliografía
posterior.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar