Juan
Rulfo
(México, 1918-1986)
La noche que lo dejaron
solo
(El Llano en llamas,
1953)
—¿Por qué van tan despacio? —les
preguntó Feliciano Ruelas a los de adelante—. Así acabaremos por
dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto?
—Llegaremos mañana
amaneciendo —le contestaron.
Fue lo último que les
oyó decir. Sus últimas palabras. Pero de eso se acordaría después, al
día siguiente.
Allí iban los tres, con
la mirada en el suelo, tratando de aprovechar la poca claridad de la
noche.
“Es mejor que esté
oscuro. Así no nos verán.” También habían dicho eso, un poco antes,
o quizá la noche anterior. No se acordaba. El sueño le nublaba el
pensamiento.
Ahora, en la subida, lo
vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo como
buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su
espalda, donde llevaba terciados los rifles.
Mientras el terreno estuvo
parejo, caminó deprisa. Al comenzar la subida, se retrasó; su cabeza
empezó a moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban sus
pasos. Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante y él
seguía balanceando su cabeza dormida.
Se fue rezagando. Tenía
el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos. Y el peso de los rifles.
Y el sueño trepado allí donde su espalda se encorvaba.
Oyó cuando se le perdían
los pasos: aquellos huecos talonazos que habían venido oyendo quién sabe
desde cuándo, durante quién sabe cuántas noches: “De la Magdalena
para allá, la primera noche; después de allá para acá, la segunda, y
ésta es la tercera. No serían muchas —pensó—, si al menos
hubiéramos dormido de día”. Pero ellos no quisieron: Nos pueden
agarrar dormidos —dijeron—. Y eso sería lo peor.
—¿Lo peor para quién?
Ahora el sueño le hacía
hablar. “Les dije que esperaran: vamos dejando este día para descansar.
Mañana caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas, por si
tenemos que correr. Puede darse el caso.”
Se detuvo con los ojos
cerrados. “Es mucho —dijo—. ¿Qué ganamos con apurarnos? Una
jornada. Después de tantas que hemos perdido, no vale la pena”. En
seguida gritó: “¿Dónde andan?”
Y casi en secreto: “Váyanse,
pues. ¡Váyanse!”
Se recostó en el tronco
de un árbol. Allí estaban la tierra fría y el sudor convertido en agua
fría. Ésta debía de ser la sierra de que le habían hablado. Allá
abajo el tiempo tibio, y ahora acá arriba este frío que se le metía por
debajo del gabán: “Como si me levantaran la camisa y me manosearan el
pellejo con manos heladas.”
Se fue sentando sobre el
musgo. Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de la noche y
encontró una cerca de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina.
Luego se dejó resbalar en el sueño, sobre el cochal, sintiendo cómo se
le iba entumeciendo el cuerpo.
Lo despertó el frío de
la madrugada. La humedad del rocío.
Abrió los ojos. Vio
estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las ramas
oscuras.
“Está oscureciendo”,
pensó. Y se volvió a dormir.
Se levantó al oír gritos
y el apretado golpetear de pezuñas sobre el seco tepetate del camino. Una
luz amarilla bordeaba el horizonte.
Los arrieros pasaron junto
a él, mirándolo. Lo saludaron: “Buenos días”, le dijeron. Pero él
no contestó.
Se acordó de lo que
tenía que hacer. Era ya de día. Y él debía de haber atravesado la
sierra por la noche para evitar a los vigías. Este paso era el más
resguardado. Se lo habían dicho.
Tomó el tercio de
carabinas y se las echó a la espalda. Se hizo a un lado del camino y
cortó por el monte, hacia donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó,
cruzando lomas terregosas.
Le parecía oír a los
arrieros que decían: “Lo vimos allá arriba. Es así y asado, y trae
muchas armas.”
Tiró los rifles. Después
se deshizo de las carrilleras. Entonces se sintió livianito y comenzó a
correr como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada.
Había que “encumbrar,
rodear la meseta y luego bajar”. Eso estaba haciendo. Obre Dios. Estaba
haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas.
Llegó al borde de las
barrancas. Miró allá lejos la gran llanura gris.
“Ellos deben estar
allá. Descansando al sol, ya sin ningún pendiente”, pensó.
Y se dejó caer barranca
abajo, rodando y corriendo y volviendo a rodar.
“Obre Dios”, decía. Y
rodaba cada vez más en su carrera.
Le parecía seguir oyendo
a los arrieros cuando le dijeron: “¡Buenos días!” Sintió que sus
ojos eran engañosos. Llegarán al primer vigía y le dirán: “Lo vimos
en tal y tal parte. No tardará el estar por aquí.”
De pronto se quedó
quieto.
“¡Cristo!”, dijo. Y
ya iba a gritar: “¡Viva Cristo Rey!”, pero se contuvo. Sacó la
pistola de la costadilla y se la acomodó por dentro, debajo de la camisa,
para sentirla cerquita de su carne. Eso le dio valor. Se fue acercando
hasta los ranchos del Agua Zarca a pasos queditos, mirando el bullicio de
los soldados que se calentaban junto a grandes fogatas.
Llegó hasta las bardas
del corral y pudo verlos mejor; reconocerles la cara: eran ellos, su tío
Tanis y su tío Librado. Mientras los soldados daban vuelta alrededor de
la lumbre, ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad del corral.
No parecían ya darse cuenta del humo que subía de las fogatas, que les
nublaba los ojos vidriosos y les ennegrecía la cara.
No quiso seguir
viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda y se arrinconó en una
esquina, descansando el cuerpo, aunque sentía que un gusano se le
retorcía en el estómago.
Arriba de él, oyó que
alguien decía:
—¿Qué esperan para
descolgar a ésos?
—Estamos esperando que
llegue el otro. Dicen que eran tres, así que tienen que ser tres. Dicen
que el que falta es un muchachito; pero muchachito y todo, fue el que le
tendió la emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente. Tiene que
caer por aquí, como cayeron esos otros que eran más viejos y más
colmilludos. Mi mayor dice que si no viene de hoy a mañana, acabalamos
con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes.
—¿Y por qué no salimos
mejor a buscarlo? Así hasta se nos quitaría un poco lo aburrido.
—No hace falta. Tiene
que venir. Todos están arrendando para la Sierra de Comanja a juntarse
con los cristeros del Catorce. Éstos son ya de los últimos. Lo bueno
sería dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros de Los
Altos.
—Eso sería lo bueno. A
ver si no a resultas de eso nos enfilan también a nosotros por aquel
rumbo.
Feliciano Ruelas esperó
todavía un rato a que se le calmara el bullicio que sentía cosquillearle
el estómago. Luego sorbió tantito aire como si se fuera a zambullir en
el agua y, agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue caminando,
empujando el cuerpo con las manos.
Cuando llegó al reliz del
arroyo, enderezó la cabeza y se echó a correr, abriéndose paso entre
los pajonales. No miró para atrás ni paró en su carrera hasta que
sintió que el arroyo se disolvía en la llanura.
Entonces se detuvo.
Respiró fuerte y temblorosamente.
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