Juan
Rulfo
(México, 1918-1986)
Talpa
Originalmente publicado en
la revista América
Nº 62, enero, 1950
(El llano en llamas,
1953)
Natalia se metió entre los brazos
de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto
aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a
Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.
Sin embargo, antes, entre
los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a
Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando
ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a
escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos —dándonos
prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera
espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte—, entonces
no lloró.
Ni después, al regreso,
cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a
tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la
sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y
traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de
sus ojos no salió ninguna lágrima.
Vino a llorar hasta aquí,
arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría,
acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de
ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros
pecados.
Porque la cosa es que a
Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que
se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero,
así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con
él para siempre. Eso hicimos.
La idea de ir a Talpa
salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie.
Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía
años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas
repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le
convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa
amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me
acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya
remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con
su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que
tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de
las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el
remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía
hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un
campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían sus males;
nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él.
Y de eso nos agarramos
Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo porque era
mi hermano. Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era
su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida
y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su
esperanza.
Yo ya sabía desde antes
lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía, por
ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol
del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso.
Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos
separaba: sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y
se llevaban a Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre
mientras él estuviera vivo.
Yo sé ahora que Natalia
está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy; pero eso no nos
salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá
tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque
ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá, tan
lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí,
o quizás tantito después aquí que allá, porque todo lo que se
mortificó por el camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y
todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más pronto. Lo
malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no
quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo
regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera
caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás.
“Está ya más cerca
Talpa que Zenzontla.” Eso le decíamos. Pero entonces Talpa estaba
todavía lejos; más allá de muchos días.
Lo que queríamos era que
se muriera. No está por demás decir que eso era lo que queríamos desde
antes de salir de Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el
camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero entonces era
lo que queríamos me acuerdo muy bien.
Me acuerdo de esas noches.
Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la ceniza
oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo la sombra de algo
para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la soledad
del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la
soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos
el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si
descansara; se olvidaba de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y
con el cuerpo sumido en un gran alivio.
Siempre sucedía que la
tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la
esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la
tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno
despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y
venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente,
pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así
una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el
viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia
y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la
Virgen lo aliviara.
Ahora todo ha pasado.
Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del trabajo tan
grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado,
lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de sus
piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían
despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como
de cosa echada a perder que a todos nos tenía asustados.
Pero ahora que está
muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él, tal vez
para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva
encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos
últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de
Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para
aguantar sus dolores. La sintió acercándose hasta su boca,
escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que
lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que ya no le
molestaba ningún dolor. Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar
contigo", dizque eso le dijo.
Acabábamos de salir de
Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como surco profundo
que hicimos para sepultarlo.
Y Natalia se olvidó de
mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si
fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se
le borró la mirada como si la hubiera revolcado en la tierra. Y pareció
no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que
ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo
que morirse.
Tardamos veinte días en
encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces habíamos venido los
tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que salía de
todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino ancho
parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras,
empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de
polvo. Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un
polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero
los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a
todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros. Y arriba
de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el
polvo no da ninguna sombra.
Teníamos que esperar a la
noche para descansar del sol y de aquella luz blanca del camino.
Luego los días fueron
haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a mediados de
febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si
cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol
el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.
Nunca había sentido que
fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de
gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el
sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a
todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían
la polvarera; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se
podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada
que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos
algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza
acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos
nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el
frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez entreverados en el
polvo, cobijándonos unos a otros del sol de aquel calor del sol repartido
entre todos.
Algún día llegará la
noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar.
Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del
calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que
hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás de
tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya
descansaremos bien a bien cuando estemos muertos.
En eso pensábamos Natalia
y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos por el camino real de Talpa,
entre la procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen, antes
que se le acabaran los milagros.
Pero Tanilo comenzó a
ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no quería seguir. La carne de
sus pies se había reventado y por la reventazón aquella empezó a
salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso bueno. Pero, así y
todo, ya no quería seguir:
“Me quedaré aquí
sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla.” Eso nos dijo.
Pero Natalia y yo no
quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba sentir ninguna
lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a
esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso mientras
Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan,
le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella
era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada
más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena.
Eso le decía Natalia.
Y entonces Tanilo se
ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el sudor de su cara
y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le limpiaba los
chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo lo levantábamos
del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la noche.
Así, a tirones, fue como
llegamos con él a Talpa.
Ya en los últimos días
también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia y yo sentíamos que se
nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como si algo nos
detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos caía
más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los
hombros. Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y
lleno de flojera para caminar. Pero la gente que iba allí junto a
nosotros nos hacía andar más aprisa.
Por las noches, aquel
mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por todas partes brillaban las
fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la peregrinación rezaba el
rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de Talpa. Y se
oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta
hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso
de la medianoche podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros.
Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que amaneciera.
Entramos a Talpa cantando
el Alabado. Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en
los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo
se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio
rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario,
él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con
otro con las mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más
desesperados. Después quiso llevar una corona de espinas. Tantito
después se vendó los ojos, y más tarde, en los últimos trechos del
camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus
rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa aquella
cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de
cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar,
un olor agrio como de animal muerto.
Y cuando menos acordamos
lo vimos metido entre las danzas. Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba
allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el suelo con
sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido, como si
estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o
como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco
más.
Tal vez al ver las danzas
se acordó de cuando iba todos los años a Tolimán, en el novenario del
Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero
sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su antigua fuerza.
Natalia y yo lo vimos así
por un momento. En seguida lo vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo
contra el suelo, todavía con la sonaja repicando entre sus manos
salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de los
pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies que rodaban
sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo se
había caído en medio de ellos.
A horcajadas, como si
estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo arrodilló
junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de
Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima
grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había
puesto entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de
tantas velas prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno
se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela
apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba.
Pero no le valió. Se
murió de todos modos.
“... Desde nuestros
corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en el dolor. Muchas
lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante
los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe
borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para
recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre,
que no quiere saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de
nuestros pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos
lastime la vida, está aquí junto a nosotros, aliviándonos el cansancio
y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo ahuatado, herido y
suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque está hecha
de sacrificios...”
Eso decía el señor cura
desde allá arriba del púlpito. Y después que dejó de hablar, la gente
se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas
avispas espantadas por el humo.
Pero Tanilo ya no oyó lo
que había dicho el señor cura. Se había quedado quieto, con la cabeza
recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se
levantara ya estaba muerto.
Afuera se oía el ruido de
las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y
entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a
la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por
el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza.
Pero nosotros lo llevamos
allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida.
Ahora estamos los dos en
Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de Natalia no me ha preguntado
nada; ni que hice con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha puesto a
llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera todo lo que pasó.
Y yo comienzo a sentir
como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso,
para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero
tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y
del recuerdo de Tanilo.
Quizá hasta empecemos a
tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos
de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el
cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por dentro y por
fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como si fuera un gran
ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo
cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía
querer respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien
ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido, con las manos y los
pies engarruñados y los ojos muy abiertos como mirando su propia muerte.
Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena
de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca,
como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía
en la sangre de uno a cada bocanada de aire.
Es de eso de lo que quizá
nos acordemos aquí más seguido: de aquel Tanilo que nosotros enterramos
en el camposanto de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra y piedras
encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del cerro.
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