Antonio Skármeta
(Antofagasta, Chile, 1940 -)

A las arenas

Desnudo en el tejado

Premio de Casa de las Américas, 1968
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1969, 139 págs.)
(La Habana: Premio Casa de Las Americas, 1969, 133 págs.)


J’ai tiré ma rouloure
de vie au milieu des sables.

SAMUEL BECKETT,
En attendant Godot


      Jugueteé con el dólar de plata presionando el pulgar en el relieve. Por un momento tuve la idea de decirle al mexicano: «Trae mala suerte. La vieja en Biloxi dijo que traía mala suerte». Abrí la canilla y bebí agua de la llave chorreándome el cuello.
       —Trae mala suerte —dije.
       El mexicano pateó el cajón. Detrás tenía un afiche de la Virgencita de Guadalupe desteñido por todas partes. Volví la vista a la mesa y quise releer el anuncio del periódico. El mexicano se despegó de la pared y pude verle la camisa roja mojada hasta la cintura. Cuando quise limpiarme el agua de la barbilla, ya estaba confundida con la humedad. Lo oí carraspear, e instintivamente apreté el dólar hasta que me dolieron las uñas.
       —Hermanito —me dijo el mexicano—, seamos razonables. Platiquémoslo suavemente.
       Con toda delicadeza levantó el cajón metiendo la mano en la abertura, y sin despegarme la vista lo arrimó hasta la mesa y se sentó suspirando.
       —Punto uno —dijo tratando de parecer racional, aunque mascaba las palabras—. Tú dices que trae mala suerte.
       A estas alturas, había cambiado de opinión. Casi adivinaba el argumento que venía. Se lo dije:
       —Ya sé lo que vas a argumentarme. Vas a decir: ¿y cómo le llamas a esto?
       Mexicancityboy se rascó la sien.
       —Vas por buen camino. ¿Cuál es la respuesta?
       —No sé cómo llamarlo. Pero estamos jodidos.
       —¿Podríamos estar más jodidos?
       —Difícilmente.
       —Luego…
       Le indiqué el aviso.
       —Hay un problema —dije.
       El mexicano se puso alerta con las cejas. Sentí ganas de beber más agua.
       —Aquí dice «precio según el grupo». ¿Qué es eso?
       —Es muy fácil. Hay grupos a be ce de o uno dos tres cuatro. También erre hache negativo. Ese lo pagan mejor porque andan escasos.
       —¿Y?
       —Si tienes erre hache, te pagan el doble. Es por la ley de la oferta y la demanda, ¿comprendes? Pero a ti te pagarán quince.
       Me acaricié el brazo.
       —¿Cuánto te dieron a ti?
       —Diez. Pero yo soy mexicano.
       —¿Y por qué a mí me habrían de dar más? Yo también soy latino.
       —Pero eres castaño. Yo estoy chingado por la piel. Si me tostara un poco más al sol, podría veranear en Harlem.
       Me rasqué una oreja.
       —Se van a dar cuenta por el acento.
       El mexicano se puso de pie.
       —Tienes razón —dijo—. Vamos a tener que ensayarlo. Levántate.
       Dejé que me condujera hasta la puerta sin hacerle resistencia.
       —Ahora golpeas, te acercas a mí y me dices lentamente: Ai laik tu sel sam blad.
       Entreabrí la puerta, di un paso en la habitación y dije:
       —Ai laik tu sel sam blad.
       —Perfecto. Eso es todo.
       —Espérate —le dije—. Suponte que me pregunta algo. Suponte que me pregunta de qué grupo es mi sangre.
       —Te haces el idiota hermanito, sonríes y dices: Ai dont nou. Repitamos todo.
       Entreabrí la puerta y avancé un paso en el cuarto:
       —Ai laik tu sel sam blad.
       —¿Wats yuar grup?
       —Ai dont nou.
       El mexicano comenzó a ajustarse la corbata.
       —Ponte el saco. Yo te esperaré en la puerta.
       Puse el dólar en el bolsillo perro, y antes de tirarme encima la chaqueta, la aplanché con las palmas sobre el colchón. Le eché un poco de escupito a la vieja mancha de chianti, de cuando la chaqueta y yo conocíamos días mejores. Al apretarme el nudo, sentí que la humedad me haría reventar en cualquier momento. En cuanto tuviera plata cambiaría los cigarrillos por un cartón de leche. Uno puede entrar a los cafés y ningún borracho le niega un cigarrillo. Pero a veces cuesta encontrar quien convide con un vaso de leche. Uno se siente mal de pedirlo. No es lo mismo que el cigarro.
       Salimos a la calle Diez, y no habría en la cuadra más de quince holgazanes, acunados en los zaguanes con latas de cerveza en las manos. Nos fuimos caminando hasta Stuveysant Place para conseguir un bus directo.
       —Antes que nada —dije de repente—, planifiquemos nuestra vida.
       Avanzábamos tratando de conseguir la sombra delgada que caía sobre la mitad de la acera.
       —Tenemos algunas deudas —abrí el tema.
       El mexicano asintió.
       —¿Rubros?
       —¿Excluidos los restaurantes?
       —Yo creo.
       —Debemos ocho en el almacén.
       —Pagar cuatro. Nos conviene mantener el crédito abierto.
       Carraspeé lúgubremente. Hasta el tranco se me anduvo atragantando.
       —Nos quedan once.
       El otro también tragó saliva.
       —Once —repitió ido. Y luego solo un poco más recuperado—: Bueno, es algo, ¿no?
       Tuve que admitirlo.
       —Planifiquémoslo.
       —Arroz —dijo Frontierboy—. Un saquito de arroz, es barato y alimenta.
       Yo tenía algunas dudas porque todos los chinos que conocía eran flacos chicos e ictericios. En todo caso el arroz llenaba. Lo que había que evitar después de todo era esa sensación en el estómago como si te estuvieran sacando el aire con una cuerda.
       —Fréjoles —agregué—. Es barata la libra. Además si mezclamos el arroz con los fréjoles, tendríamos algo así como un menú, ¿comprendes?
       El mexicano se limpió los labios con la muñeca.
       —Hay que balancear la dieta —dictaminó—. Aunque nos duela en el alma, tendremos que adquirir salchichas.
       Tragué saliva.
       —Diez a un daim cada una, hacen un dólar. Un dólar de fréjoles y un dólar de arroz: tres. Pagamos cuatro al almacén. Nos quedan ocho. Ocho dólares.
       Me miró la desolación en el rictus de la boca y se limpió las narices. Siempre se daba coraje sonándose los mocos.
       —No está mal —dijo—. Considera que podremos comer durante quince días.
       —Veinte —proclamé—. Veinte a razón de media salchicha diaria.
       Nos pusimos de perfil al pasar frente a la pizzería Martini. Cuando se aprestaba a hacer parar un bus, lo retuve de la manga.
       —Hay un problema —dije.
       —¿Qué pasó? Ese es el bus al San Lucas.
       —Hay un problema. El dólar de plata.
       —¿Qué hay con él?
       Me palpó el bolsillo constatando su existencia.
       —Estaba pensando —dije—. Tal vez el chófer del bus no lo acepte. Tal vez piense que nos estamos burlando de él. En fin, no sé.
       —Tienes razón —murmuró Frontier—. Podríamos ahorrarnos el dólar e ir caminando. Son solamente cincuenta cuadras.
       Miramos los patios de cemento de Stuveysant Oval que ahora deberíamos cruzar, y la verdad que en toda la zona no había sombra ni para cubrirse una uña. Echamos a andar, pensando en una sola cosa. Pensando en cerveza.
       El mexicano a las veinte cuadras se puso metafísico.
       —¿Cómo hemos podido descender tanto? —dijo.
       A mí me extrañó la pregunta, no tanto porque adulterara nuestra situación, la definía categóricamente, sino porque nunca habíamos estado demasiado arriba para que descendiéramos «tanto». Por un momento tuve la encantadora sospecha de que el mexicano tuviera un pasado esplendoroso. Yo también había tenido mi día de gloria como quien dice, pero hacía dos años en Santiago, lo que no era gracia.
       —¿Qué quieres decir? —pregunté, haciéndome incluso el ofendido.
       Frontierboy no se limpió esta vez las narices. Señal que vendría un rato amargo, tanguero. Era la voluntad que ya no funcionaba. Si las cosas andaban tan mal, qué más daba un moco más o menos en la mejilla.
       —¿Acaso has estado mucho mejor? —lo apuré.
       —Mucho mejor —asintió gravemente—. Estuve desde septiembre hasta junio con una beca. Ciento veinte. Ciento veinte dólares mensuales me daban. Nau finished. Ouver, manito.
       De súbito me invadió un pavor innombrable.
       —¿El arriendo? —pregunté—. Estamos en agosto, ¿cuánto hace que no pagas el arriendo?
       —Nou problem —dijo Mexicancityboy—. El propietario finished. Ouver el propietario.
       Nuestras conversaciones solían parar allí. Yo preguntaba, él respondía un par de cosas, y se clausuraba el tema. Pero quedaban unas treinta cuadras, y me entró un interés inusitado por lo del propietario. Antes de hablar hice una especie de buche con el montón de saliva que había juntado mientras iba pensando.
       —¿Qué quieres decir? —pregunté—. Nou mor en el planeta. ¿Gud bai?
       —Nou mor, hermanito. Emigró.
       —¿Cómo murió?
       —No chingues, fajita. Se murió y eso es todo. A qué vienes a ponerte romántico ahora. Uno se muere, nada más.
       «Como un turista», pensé. «Uno es de otro país y viene de paso. Después vuelve a casa».
       —¿Pero lo rajaron? ¿Le trabajaron cuchilla o algo?
       El mexicano se metió el pañuelo por debajo del cuello de la camisa. Lo sacó mojado, después lo estrujó sin mirarlo, y luego lo echó al aire azotándolo entre los dedos como «Pilato, Pilato».
       —Se murió de viejo —informó—. ¿Tú te das cuenta de la figura, supongo?
       Sacudí la cabeza.
       —¿Cómo?
       —Es lo mismo que la pregunta de los mil dólares, coño. Lo aprendí en el bachillerato. El único animal que anda en tres patas es el hombre. Al viejo se le rompió el bastón y se estrelló la frente contra la cuneta. Ouver.
       Me puse a silbar «Cuesta abajo en mi rodada las ilusiones pasadas».
       —¿Y nuestro departamento? —dije por último.
       Mexicancityboy se sobó las manos sobre los pantalones.
       —A menos que vengan a demolerlo por insalubre, puedes morir en él el verano del ochenta y ocho, y no pagarás un centavo. Lo único que la policía sabe del viejo es que se llama Rispieri. Aquí nadie conoce a nadie. Cuando te mueras, no tendrás preocupaciones. Ninguna preocupación, ciertamente.
       Lástima que el manito ignorara el efecto que me hacía el lenguaje. No se daba cuenta de cómo me trabajaba la cabeza. Ya me veía con mansa jeringa chupándome la sangre en el San Lucas, y una enfermera rubia, con el delantal bien ajustado sobre los pechitos, diciéndole al médico: «No resiste, doctor. Se va yendo». Y el médico: «Bueno, no perdamos material fresco. Sórbale todo y después bájelo a la morgue. Llamen por teléfono a sus parientes». Y la enfermera: «Parece que no es de aquí. Lo está esperando un pocho en el pasillo».
       —Tengo hambre —dije.
       —Pues estamos empate, mano.
       Se hizo un masaje sobre el estómago, y agregó:
       —Y además, si seré huevón, date cuenta. Un poco enamorado he andado.
       «Chínguenlo», pensé.
       —Pos, bonita bonita no es. Es rolliza, ¿entiendes?
       —Gordita —dije.
       —Pos, tanto como gordita… Rolliza. De buen carácter.
       —Todas las gordas tienen buen carácter.
       —Pos esta no es gorda, boy. Es solo carnecita. Aquí también.
       Se puso las manos sobre los corazones.
       —¿Y lo otro? —pregunté.
       Se llevó las manos a la barriga. Allí les dio unas vueltas sobre el pellejo. Andaba más hambriento que enamorado.
       —It never japen —dijo—. Quedé de llamarla por teléfono, imagínate.
       «Imagínate» significaba: un daim la llamada, tri baks el cine, cáple of dólars el sándwich. Suspiró tan fuerte mientras me hablaba que logró secarme el sudor sobre la frente. Pongámosle que faltaran unas quince cuadras. O me tiraba a falluto o a romántico:
       —Tengo hambre —comuniqué. (Romántico)—. Me da no sé qué eso de que me saquen sangre. (Falluto).
       —Con plata se compran huevos —dijo Frontierboy, pero estaba pensando en otra cosa. Estaba pensando en la muchacha rolliza con la cual la cosa andaba pero never japen—. Medio enamorado he estado.
       Yo opero por contagio. También tenía mi amorcito, pero medio espirituoso, así artístico. Yo estaba enamorado de… de Ella Fitzgerald. Soy un jazzista. Mahometano, no más. Me la pegó el mexicano. Me puse a suspirar que era un escándalo. Esa noche la negra tenía una salida en el Basin Street East, y se necesita esmoquin o algo, para entrar. Me puse a silbar, desolado.
       —Es bonita la muchacha, ¿sabes? Cubana.
       Interrumpí solo cinco segundos la melodía.
       —Tráela al departamento, y sesionamos las Naciones Unidas, carajo.
       —Es cubana por todos lados. Por aquí…
       El mexicano se palmoteó una nalga. Era como que se había acordado de algo importante.
       —Fidelista, mano. Revolucionaria.
       Por un segundo tuve la sensación de que mi boca había parado la producción de saliva. Me acordé de una disertación que había dado un expedicionario chileno sobre los camellos. Había atravesado el desierto y los camellos tenían algo así como un estanque de agua. Como un chuico de agua, digamos.
       —Deberíamos irnos de aquí —dije.
       Frontierboy se limpió las narices. Señal de que le atribuía cierta dignidad al sabyect.
       —¿Qué podríamos hacer en otra parte?
       Íbamos doblando la esquina, y ahí mismo estaba el hospital.
       —Lo mismo que aquí, cabezotas.
       —¿Es decir?
       —Echar aire, respirarlo, comer, dormir, y buenas noches. Nosotros…
       —… «que nos queremos tanto…» —tarareó Mexicale Rose.
       —… estamos jodidos. Ouver.
       La vista del hospital era para Manos-Mexicanas-Que-Labran-La-Tierra como la visión del águila sobre billetes crujientes. Su risa se le anduvo saliendo.
       —Lo que tenemos que hacer…
       «Lo que tenemos que hacer», pensé con algo de pavor.
       —Lo que tenemos que hacer es irnos —sentenció el cuate.
       A mí se me mudó la color, como dicen en las historietas. No hacía ni dos semanas que había estado en lo del cónsul tirándole la manga y leyendo los diarios.
       —Tú eres el que tiene que hacer que pasen las cosas —dijo Vivaméxico.
       Yo con mi estómago como una alcancía en víspera de pascua, patriotero empedernido, sentimental, iba a hacer que pasaran cosas.
       En el San Lucas había un negro de recepcionista. Nos sentimos mejor. Hay una cosa solidaria entre todos los jodidos en Nueva York. Lo que no quita que en cualquier momento te mueras de hambre, por ejemplo. Mexicancityboy se encargó del blá-blá.
       —Ji want tu sel sam blad —dijo.
       —¿Wat cólor? —dijo el negro, sacando los dientes para adelante.
       El mexicano se me acercó angustiado.
       —¿Qué pasa? —le dije.
       —De qué color —preguntó—. Dice que de qué color.
       Lo pensé un segundo.
       —Cálmate —le ordené—. El morocho aquí presente quiso hacernos un chiste. Tu sentido del humor, hermanito.
       Sonrió. Avanzó hasta donde el morocho.
       —Red —dijo—. Ji want tu sel sam red blad. ¿Digmi?
       —Ah yes —exclamó el negro—. Régular blad.
       —Yes. Régular. Gud yang red blad. Absolutily régular.
       El negro escribió minuciosamente en un libraco. Allí anotó mi nombre, mi edad (le dije veintidós por si las moscas) y puso que no había estado enfermo. Yo callé lo de la pulmonía. Ya bastante jodida tendría la sangre con la cerveza como para ponerme exquisito. Detrás del mesón, le ordenó a una enfermera morenita que se hiciera cargo. Yo le vi cara así media latina, y le hablé en castellano confidencialmente.
       —¿Sacan mucho? —pregunté.
       Se dio vuelta extrañada de oírme español. En realidad tengo un poco cara de gringo bolsiflay a veces.
       —¿Cómo mucho? ¿Qué tú me estás preguntando, chico?
       Le vi maniobrar la jeringa. Enchufó un tubo de vidrio en el otro, y lo fue aplastando hasta botarle el aire hecho burbujas. Y entonces la muchacha dijo algo tremendo de filosófico que yo recordé para la historia.
       —Así es nuestra vida —dijo—, puras burbujas. Viene un aire un día y se las lleva.
       Carraspeé que era una fiesta. Pensé en un bolero en la playa de Acapulco bebiendo gin con jugo de coco tendido sobre una balaustrada. Yo tenía en casa el libro de un argentino famoso. Borges, le llamaban. Le tiré sin más un filosofeo abracadabrante.
       —Tanta vanidad la del hombre y para lo único que sirve es para juntar moscas.
       La morena untó con un algodón húmedo la jeringa.
       —¿Qué tú dices?
       Me rocé levemente los dedos de la izquierda delante de mis ojos.
       —Burbujas —dije—. Y de repente, ¡plaf!
       Fue a comprobar si las patas de la camilla estaban en orden.
       —Acuéstate aquí.
       La obedecí tanteando la superficie, con la misma cautela con que uno se mete despacito en el mar por si falta fondo. ¿Qué hago aquí?, me dije. A esta hora estaría saliendo de clases en el Conservatorio rumbo al departamento del viejo, y todo sería invierno en Santiago, y mamá habría cocinado picarones, quizá hubiera llovido, y mi hermano chico pichanguearía en la calle con sus amigos, y me podría meter en la cama, calentita, y encender el pick-up, y oír el Rondeau à la turk de Brubeck, y después llamar por teléfono a alguna pololita.
       —¿Qué tú eres? —me preguntó la muchacha—. ¿Argentino?
       Me había ayudado a arremangarme.
       —Soy chileno. Pero anota ahí que soy de Dallas, Texas.
       Pareció alegrarse.
       —Yo oigo los discos de Lucho Gatica, ¿lo conoces?
       Lucho Gatica estaría calentito en su casa en México, jugando con sus hijos y Mapita Cortés. O estaría alegremente ensayando algo con la orquesta de José Sabre Marroquín en los estudios de la Odeón. En mi vida lo había visto.
       —Lucho Gatica —murmuré—. Somos íntimos —añadí más fuerte—. Uña y carne. Yo y Lucho.
       Comenzó a fregarme el brazo, y después me pellizcó la piel buscando la vena.
       —¿Tienes novio? —le pregunté.
       La chica asintió con los ojos, sin mover un músculo.
       —Yo no —le informé—, no tengo novia. Ni para muestra. Názing.
       Me había defraudado que no le apasionara mi amistad con Gatica. De algún modo presentía que sería más suave con la aguja si… Y en el momento que se disponía a clavarme, recordé los días en que había estado enfermo y me sacaban sangre a cada rato para llevarla a los laboratorios. No dolía, me acordé que no dolía. Era otra cosa lo que me llevaba a meterme las uñas de la mano libre a la boca y a mascarlas. Era que me sentía como una puta, perdonen la palabra.
       Aproveché el envión de los dedos hacia la boca para taparme los ojos a la disimulada. Después me sobé fuertemente las narices. Pa’peor: la procesión se me fue adentro.
       —Relájate, chico.
       Solté el cuerpo de una suspirada. La muchacha tenía eso que las mamás llaman una mano de ángel. De un viaje repletó la jeringa, e hizo que me sujetara un algodón sobre el brazo. Fue hasta la mesa y escribió algo en un papel.
       —Entrégale esto al negro para que te pague.
       Me ahorró la dificultad de recoger el paletó, colgándomelo sobre un hombro.
       —Gracias —dije, ruborizándome.
       El mexicano se mantuvo a la distancia, pendiente de la operación. Quince, me pagaron. Uno de a diez y faif backs. Se me juntó en el pasillo y salimos a la calle. Yo aún sostenía el dinero entre los dedos y la chaqueta se me resbalaba de los hombros. Mexicancityboy, solícito como una madre, me la acomodó de vuelta. Le mostré los billetes.
       —Hermanito —dijo—. Te portaste como un héroe. Ahora vamos a una dragstore a comernos un sándwich.
       Arrojé el algodón a la calle y desdoblé el brazo.
       —No tengo hambre —dije.
       Se limpió con la manga las narices. La plata lo había vuelto un ser civilizado y todo. Se la echó en un bolsillo, y tarareó algo.
       —¿Qué te pasa? —preguntó.
       Ya había sombra en la cuneta izquierda. Pero la humedad no aflojaba.
       —Nada. Vamos a comernos un sándwich.
       Elegimos un boliche italiano donde servían tallarines con abundante queso y boloña. Por cinco centavos extras, se tenía derecho a un chianti transparente y desabrido. Nos sentamos en el mesón para ahorrarnos la propina.
       —Hermano —dijo Frontierboy.
       —¿Qué?
       Enroscó pensativamente los fideos sobre el tenedor. Primero tragó saliva, y luego se repletó el buche y masticó todo asintiendo como un sacerdote.
       —¿Sabes lo que nos pasa?
       Le dirigí la mirada sospechosa.
       —Estamos pasando por una crisis moral.
       De reojo probó el efecto de su frase mientras untaba el pan con queso rallado. Los italianos dan el parmesano gratis. Echarle el queso era como birlarse un sándwich. Mañas de pobre. Lo imité.
       —¡Ajá! —dije.
       —Una fuerte crisis moral —asintió gravemente, pasándose la lengua por las encías.
       —Hm.
       —Una crisis… Grave. «Grave» —repitió saboreando la palabra junto con los spaghettis.
       Me miré en el espejo frente al mesón y decidí ordenarme el pelo.
       —Sí —dije.
       —Somos jóvenes, ¿captas? Nos falta… ¿Cómo explicártelo, chamaco?… ¡Divertirnos!
       Cualquier día como en un cuento maravilloso me aterrizaría un pájaro en la melena y construiría allí su nido.
       —Cierto —dije.
       Mexicancityboy se lamió las comisuras.
       —Salir con muchachas, por ejemplo.
       —Yes, oh yes.
       —Tomarnos unos tragos.
       —Cierto.
       —Etcétera.
       Acabé con el chianti. Pedí la cuenta.
       —Vamos a casa —dije.
       El mexicano frunció la frente y se miró el destino en el espejo. La arruga en la piel oscura se le puso tristona. Como la de un cachorro, pongámosle.
       —María —recitó—. María trabaja en Macy’s.
       Lo miré imperturbable.
       —Tiene una amiga. July.
       —Gringa.
       —Simpática. Morocha, como te gustan.
       Recibí la cuenta. Sin darle importancia saqué dólar twenty.
       —¿Habla español?
       —Pos ese es un detalle, hermano.
       —¿Habla español? —insistí.
       Se enruló pensativo la vegetación sobre las patillas.
       —Tengo que ser honesto contigo —declaró.
       Apoyé el codo en el mesón y fruncí los labios frente a mi imagen.
       Entonces pasó lo que en ese momento no tenía que haber pasado. Un adolescente había metido la ficha en el Wurlitzer y empezó a sonar «Downtown» cantado por Petula Clark. En aquella semana había dos canciones que me sacaban de quicio. La otra era «King of the road» por Roger Williams.
       —Tienes razón —dije—. Nos falta divertirnos. Las chicas salían de la tienda a las seis. Fui yo mismo, como quien no quiere la cosa, el que hizo parar el taxi en la esquina. Con una intuición bárbara, el mexicano se fue durante todo el trayecto chiflando suavecito el tema. Era más combustible de lo tolerable.
       Sacamos unos Chester de la máquina de la tienda, y los fumamos como galanes de Broadway entrecerrando los ojos y escupiendo algunas motitas de tabaco con la punta de la lengua. Aplastamos las colillas antes de montar en la escalera mecánica, y enseguida Frontierboy se condujo diestramente hacia la sección juguetes.
       Ahora bien, como no era Navidad ni nada por el estilo, lo único que había en la zona era una pareja de argentinos viejos y ricachones comprándole un trencito eléctrico a los nenes. Cuando María nos divisó, se le subió toda la color a los cachetes. No cabía duda que el panizo para Frontier estaba armado. Nos hizo una seña para que nos apartáramos hacia la sección de discos infantiles e hiciéramos la de los giles, como que buscáramos La Cenicienta por Mary Poppins, o algo. Yo le eché una mirada a la otra dependiente, que me sonrió cuando se nos cruzaron los ojos. Vaya uno a saber por qué. Porque Dios es grande, supongo. Pero era rubia como una cerveza Budweisser y con una cintura nada de peor y con los dientes grandes. Quiero decir que si uno no la hubiera visto antes, y se la topara en la calle, uno decidiría que la rucia probablemente trabajaba en una tienda de juguetes.
       —¿La conoces? —le codeé a Mexican, que ya iba acabando otro Chester.
       Alzó la vista de los discos y volvió a bajarlos discretamente.
       —July —dijo, tragando saliva.
       Empecé a respirar más fuerte.
       —¿No habla español, dijiste?
       Se encegueció al despedir la bocanada mirando hacia abajo.
       —Ni mierda.
       Tragué medio litro de saliva, sobándome con desesperación el hueso de atrás de la cabeza. Esta vez no había alternativa: estaba enamorado de July y además era un gran pelota. Bajé una mano al corazón y me lo sobajeé intensamente, falto de aire, sintiendo problemas entre las piernas, y luego me agarré uno a uno los dedos de las manos y les fui apretando los huesitos hasta que sonaban.
       —¡Luk! —le advertí a Mexican, haciéndome el interesado en La ballena que canta.
       María y July venían a pararse delante de nuestras propias narices. Olían bellamente a jabón de pino o algo. Se habían lavado recién y las dos usaban una capa de maquillaje de este volado. A mí lo único que me quedaba era retardar el punto de cocción lo más posible, y sonreír asintiendo, cuestión con la que uno queda como gil o baboso. Pero de repente la pillé; la agarré al vuelo, como quien dice. Justo en el momento que tenía que sonreír, abrir el hocico, y murmurar para que nadie en el mundo me oyese plis tu mit yu, se me encendió la phillips, compipa. Adelanté levemente la mandíbula y, sin chús ni mús, la miré seco al fondo de los ojos y al fondo de todas las cosas con fondo, y le fui diciendo todas las cosas en chileno pero solo con la mirada. Cosas tales como «mijita rica», «amorcito», «ve cómo la quiero, miamor». Algo tiene que haber pasado entonces, porque fue la primera vez en la historia del mundo que una gringa baja la vista al decir jau duyudú.
       Era así de rubia, brillosita y cálida. Ese tipo de muchacha que parece que aún viene levantándose del lecho y a uno le dan ganas de meterse en la cama tibia que acaba de dejar y refregar suspirando las narices contra la almohada.
       Noches de Mazatlán no lo hacía casi nada de distinto con María. Solo que ellos hablaban no sé qué cresta, pero con varios silencios entre paréntesis. La rubia no hallaba dónde meterse, así que me espikió in inglish de repente.
       —¿Wat yur neim? —dijo.
       —Fernando —contesté sin pestañear y con un vozarrón y una intencionada que quería decir «te necesito desesperadamente».
       —Fernando —dijo ella, y me miró a los ojos y después se puso a estudiarse los zapatos.
      

Ai sed «yes».
       —Mai neim is July —dijo entonces mirándome un poco más arriba de los ojos, por ahí por la frente.
       —Ai laikit —le concedí. Y para no parecer inhumano, dibujé una mueca que podía saber a sonrisa llegado el caso.
       María se dio vuelta hacia mí y se puso a arreglarme el cuello de la camisa. En mala hora; era el mero chiquero, como decía Frontierboy.
       —¿Dónde quieres ir? —preguntó.
       Era lindo sentir las uñas de una damita rozándote el pescuezo. Mexican me advirtió con la mirada que no me precipitase.
       —Si no te parece mal —dijo luego—, ¿podríamos ir a un dancing?
       Miré a July buscando afectarla en la misma parte en que le había achuntado antes.
       —No —dije.
       —¿Wat’s rong?
       —Tú dices lo del dancing pero se te olvida, hermano…
       —¡Cómo que se me olvida! ¿Qué se me olvida? —Yo me subrayé el brazo con un dedo a ver si le caía la teja. Con la mano pegada al muslo hice el gesto del money—. En el dancing tienen funcionando el aire refrigerado y no sirven trago —agregué—. Podríamos…
       Casi lloro de gusto cuando se me ocurrió. Esa cuestión que le llaman conciencia me dijo: «Échale pa’ delante».
       —¿Podríamos…? —me invitó el mexicano.
       Le agarré un Chester tratando de que no me temblara la mano.
       —Podríamos —dije lentamente—. Ir al Basin Street East a oír a Ella Fitzgerald.
       Las chicas se consultaron juntando las frentes, y Mexican comenzó a rascarse el diente del medio.
       María sacudió el pelo echándoselo sobre un hombro.
       —Tendríamos que cambiarnos de ropa —dijo—. Es un lugar elegante, ¿sabes?
       —Vamos así no más. Es elegante pero oscuro. Tú le dices a July que pida los tragos en inglés y con eso basta.
       El mexicano le echó el brazo a la cintura de María y se fue andando un poco adelante. Solo que el tranco se le había puesto acangrejado. Se le iban quedando las piernas.
       —Hermano —me dijo—. Tú sabrás.
       —Y Dios también —repliqué.
       En cuanto salimos de la tienda, pasé el brazo sobre los hombros de July, y la chica tuvo un gesto así como de quien va a apoyar la cabellera en el pecho de uno, y Nueva York estaba hecho un solo lío, y me gustó el asunto, y me puse a tararear «Downtown», y mis piernas se habían puesto elásticas y bailarinas, y cuando July comenzó a hablarme hasta entendí lo que decía. Es decir, mi cuerpo entendía lo que decía. Yo también chapurreé sam inglish disparando los brazos como aspas de molino, y los cuatro tuvimos una caminata extensa y alborotadora, y no dejamos transeúnte sin estrellarlo debidamente.
       Estuvimos haciendo hora hasta las ocho dándole al scotch en un bar irlandés, y las chicas le habían comprado maní a un ambulante y dejamos la inmundicia de cáscaras adonde echáramos ancla. Finalmente quedó en claro que July sería bailarina, y que andando el tiempo yo podría tocar la trompeta en algún club de jazz provinciano. Ella tenía un tío jugador que en algún momento se había agenciado una fortuna apostando a los sulkies de Yonkers, y yo tenía una frustrada inclinación por el juego. Al filo del segundo copetín, empezamos a meter monedas en el Wurlitzer y a acurrucarnos en un rincón sombreado. Yo me puse a decirle lindezas a la rucia y María iba traduciendo, y a veces traducía el mexicano y le agregaba cosas de su propia cosecha, aunque de repente se iba de lengua y se me ponía poético.
       A las ocho habíamos agotado el maní en un taxi, y bajábamos la escalera del Basin Street East, con aire de grandes señores. Era la hora del cóctel y en casi todas las mesas había viejitas un poco pechugonas con un declive bárbaro. El mozo nos anduvo calando y nos instaló en una mesa de segunda o tercera clase detrás de una balaustrada.
       Al lado teníamos dos negritos silenciosos que de tarde en tarde se echaban un sorbo de whiskey y que eran los únicos en todo el local que no tenían cigarrillos entre los dedos. Pensé que serían cantantes. Nunca fuman y toman los tragos sin hielo. En el estrado, un trío dirigido por un pianista con el pelo grisáceo estaba fantaseando los temas de Cole Porter, a la Liberace, aunque no tan amariconado. July había identificado a un escritor corpulento, con un ojo herido y la calavera repleta de rulos. Dijo que lo había visto en la portada de una revista y que se llamaba Norman Mailer, y que le fallaba. Dijo que una vez había matado a una mina. Yo le dije al mexicano que le informara a July que yo había leído un libro de un norteamericano que se llamaba Saroyan y que le preguntara si alguna vez había salido en la portada de una revista, y el mexicano dijo que July decía que no, pero que en otra revista había salido una foto de un coreógrafo, Jeffrey, y que a ella le gustaría estudiar baile con él, hasta que al final salió un enano al estrado, y el Liberace ese se metió con sus músicos al baño, y al enano le coronaron la melena plateada con un foco rosa, y dijo que se sentía muy praud de presentar a la señorita Ella Fitzgerald, y mientras tanto un trío de blancos comenzó a pizzicatear Camina derechito y de repente salió muy emperifollada la señorita Fitzgerald y yo procedí a homenajearme con la mitad del contenido del vaso. July, María y Mexicali Rose aplaudieron no tan discretamente como el resto de los parroquianos, y de ahí en adelante durante media hora la boite se llenó de gorjeos, susurros, montañas rusas, columpios, actos de amor, electricidades, risas que subían como pájaros y reventaban en las botellas, y los amplios pechos de la señorita Fitzgerald fueron consumiendo imperceptiblemente el aire del local hasta que uno no hallaba qué hacer para bombearle un poco de aire a los pulmones, uno no veía cómo ni con qué derecho se existía en el mismo planeta que esa mujer, uno era lo mismo que una silla, que un reloj descompuesto frente a ella, uno era una triste cosa con las mejillas ardientes, y solo porque Ella existía, existía Frontierboy, y María y July, y mis padres en Santiago, y el escritor con rulos, y el libro que había leído de Saroyan, y el coreógrafo, y los almacenes Macy’s, y todas las sangres y los hospicios, y porque ella existía se moría la gente, y había millonarios, y era bueno beber hasta perder la conciencia, y la negra cantaba Amor en venta
       Y de pronto todo se redujo a una forma simple. Ella se introdujo al baño ese, subió el enano al estrado, taim to dans dijo, y de vuelta el Liberace con el pelo gris y las manos delicadas, y el contrabajista negro, y el baterista yendo chá-chá con las plumillas, y las señoras pechugonas encendieron más cigarros, y los señores chasquearon los dedos pidiendo la cuenta, y después el salón fue despoblándose, y comenzó a llegar la gente para la cena. Saqué los doce dólares, se los extendí al mozo, y esta vez no le pasé el brazo por los hombros a July. Esta vez la apreté de la cintura, dejé caer mi mejilla sobre su cabeza, y salimos a la calle.
       Caminamos unas ocho cuadras hasta que pasó lo que tenía que pasar tarde o temprano. Tenía que pasar alguna vez que el mexicano se detuviera a esperarnos y dijera «bueno»…
       Saqué el último Chester y estrujé el cartón con mi mano izquierda. Esa era la ciudad y el final. Había obras formidables en Broadway, bares elegantes para hacer la trasnochada, buses que la gente montaba para visitar amigos, jazz en el Village Vanguard, hoteles elegantes donde hacer el amor, escritores furiosos y divertidos, pintores latinoamericanos becados, marihuana a dólar el cigarrillo, museos, un parque zoológico en Broadway, programas de televisión con Ben Gazzara, bailongos de puertorriqueños, carreras nocturnas en Yonkers, automóviles, había gente.
       —Bueno, bueno, bueno —dijo el mexicano.
       Yo sonreí hundiéndome las manos en el bolsillo.
       Frontierboy se arregló el nudo de la corbata.
       —Iré a dejar a María —anunció.
       Yo me palpé las moneditas en el bolsillo. A vuelo de elefante habría unos setenta centavos. Subway para dos, treinta. Subway para uno de vuelta, quince. Haber: veinticinco centavos.
       —Perfecto —dije—. Perfectamente.
       July me tenía tomado de la cintura.
       —Ji’l teik ker of yu —le dijo María.
       Bajaron la escalera del subterráneo, y nos dejaron allí como dos buzones más en la calle, como dos carteles de propaganda. Como dos grifos de mierda nos dejaron.
       —Well —dije.
       Saqué las monedas y las examiné a la luz del farol. Ochenta centavitos secos. El excedente podría invertirlo en café. En dos cafés parados en el mesón de una fuente de soda.
       —¿Want cófi? —le pregunté.
       La chica me miró a los ojos. Levantó suavemente sus hombros.
       Le di una vuelta a mi cabeza a ver si había algo más que pudiera ofrecerle. En Santiago de Chile hubiera sido más simple. Habría dicho «Vamos a mi departamento» y la chica hubiera dicho «No, llévame a casa». Pero aquí uno tenía que ser derrotado en inglés y todo. Carecía hasta de fichas para hacer la jugada mínima.
       —¿Mai joum? —dije, señalando ridículamente hacia el río Hudson.
       La muchacha se puso a mirarse los zapatos.
       —¿Mai joum? —insistí, aleteando desesperadamente los codos, con la boca seca. La jeta me temblaba. No soplaba viento ni para arrastrar un envoltorio de caramelo.
       Necesitaba con urgencia que alguien me sacara de esta película en que me había metido. Que me cambalacheara el decorado. Que pusiera un ángel consueta que me soplara versos de Shakespeare en el oído. Tragué saliva.
       —Vamos —dijo la muchacha. Así en español lo dijo.
       La carreta en el expreso subterráneo la gasté memorizando las frases de los carteles de propaganda. Menos mal que me quedaban algunos maníes sueltos en el bolsillo de la chaqueta, y pude ofrecérselos. Los mordisqueamos con la punta de los dientes, a ver si duraban una estación cada uno. Al segundo maní, yo inauguré eso de quitarle la cascarilla roja, y sacudírsela de los dedos interminablemente. Y después del último poroto, empecé a morder las cáscaras. Íbamos sentados en las butacas de mimbre, en el centro del carro, y a nadie le importábamos. Yo me puse a tararear «Downtown», y la chica sacó un pañuelo de la cartera y me pidió con gestos que ayudara a atárselo. Entonces me sonrió como en una cagona película romántica con Gregory Peck y Audrey Hepburn. Y no era que la escena fuera podrida de mala ni nada de eso, sino que se suponía que yo debía decir algo tan tremendo al estilo de ai lav yu madli, y la joda era que no me hallaba en personaje. Por lo demás hacía rato que venía sospechando que esto no era un musical en technicolor que terminaría con Doris Day embarazada en una casa del suburbio, un trabajo de mil mensuales, e hijos rubios con ojos azules, sino más bien una de esas modernas italianas donde todo termina en la misma mierda, y los giles se van por una callejuela de piedras, en un día nublado, fumando un puchito y muertos de frío.
       Una sola ventaja tenía nuestro departamento comparado con los del vecindario. No olía tanto a orina ni lavaplatos, como a pintura o diluyente de las estructuras que trabajaba el mexicano. Le había dado por hacer cajas coloreadas, que algún día se las compraría el agente del Museo de Arte Moderno o alguna millonaria filántropa. Yo me movía como murciélago en la oscuridad, y antes de dar vuelta la ampolleta arrojé mi poncho mapuchino sobre las sábanas grises. En una película el galán habría tirado delicadamente de una lamparilla china con luz indirecta, y habría sacado cubos de hielo y una botella del santo. Para amenizar mis nervios, me puse a silbar «Downtown». Prendí no más la luz, qué iba a hacerle.
       La chica parpadeó frente a la desprovista ampolleta, y la vi rosada y limpia. Sonreí como pidiéndole perdón por mis estúpidas manos hundidas en los bolsillos. Y después me sentí celoso del mexicano, porque se acercó a sus cajones y dijo biutiful. Mi única gracia era la trompeta de bronce arriba de la cama, pero cualquier milico de pacotilla podía soplarla mejor que yo. Además estaba poniéndose de moda la banda de Herb Alpert, y no había adolescente que no supiera distinguir entre un rebuzno cualquiera y la música. Por un momento llegué a pensar que había venido porque estaba borracha como un cochero irlandés.
       Me senté en la cama, apoyando la cabeza en la muralla. Ella se despojó del pañuelo y vino a ubicarse a mi lado. Le pasé el brazo por los hombros y me puse a mirar la pared. Sentí las piernas temblorosas y los labios partidos. Comencé a transpirar como un pollo en la horqueta.
       Entonces le acerqué la boca a su mejilla, y luego la pasé sobre sus labios, y palpé con la lengua el gusto de su piel transpirada. Advertí que la chica suavemente me iba llevando una mano a la cadera y que extendía su lengua tibia entre los labios y lamía mi lóbulo izquierdo y luego la sien, y después iba cruzándome la cara a lengüetazos y bajaba a lamerme los pelillos del pecho mientras mi mano se mojaba entre sus muslos calientes.
       —Weit —dijo, en un susurro. Tiró de los calzones y el corpiño, y arrodillándose sobre el poncho acercó sus senos pequeños a mis labios. Cuando yo me incliné a besárselos, a hundir mis narices en la tibia cavidad que dejaban, ella comenzó a besarme el pelo y la frente.
       Lentamente me fue cayendo la chaucha. Era fantástico. Estábamos lamiéndonos uno al otro.
       —Ai felt sou lounly —dijo July, yendo por mi espalda desnuda con la boca llena de saliva. Yo estaba con los ojos entrecerrados buscándole el vientre para besárselo. La enredé de la cintura, y quedamos con las caras sobre las almohadas mirándonos.
       —Entendí lo que dijiste —le dije, apretándole la nuca—. Dijiste que te sentías sola. ¿Me entiendes?
       Asintió con las pestañas y una sonrisa. Tierna, pero caliente también.
       —Ahora estás conmigo —le dije, acentuándome el pecho con la barbilla. Le tomé los senos y puse mi rodilla entre sus piernas—. ¿Me entiendes?
       —Sí —contestó.
       —Puedes quedarte aquí toda la noche.
       —Sí.
       Empujé lentamente mi miembro entre sus muslos, y la penetré. Estaba todo bien: el olor del diluyente, las cajas de Frontier, la aspereza del poncho.
       Ahí sí que hicimos el amor. Primero moviéndonos casi imperceptibles, como intercambiándonos regalos de Navidad, recuerdos, ella con la lengua jadeando despacito, yo mudo.
       Luego tiré del cordón de la lámpara, y nos acariciamos hasta dormirnos. Antes aprendí mucho de su espalda, y de sus muslos, y del suave vértigo de la curva de su trasero. Ella había palpado con insistencia mis piernas. Y mi mandíbula.
       Cuando desperté, la luz había traspasado las hojas de los periódicos que cubrían el único ventanal. Estaba todo en la pieza en un desorden que no me era ajeno. La trompeta a un costado de la almohada, las cajas del mexicano derramadas en el piso, la mano de July fláccida sobre mi cadera. Me erguí en silencio, y me puse sonriendo los pantalones. Del bolsillo perro extraje el dólar de plata, y me jugué el destino a un cara y sello. Separé las palmas y estudié la moneda casi sin darle importancia al resultado. Peinándome las mechas contra el ventanal, humedecí mis labios resecos con la lengua. Luego abroché los botones de la camisa y salí a la calle.
       Compré un cartón de leche, un pan francés al que le mordí la punta, y dos cartuchos de té. El vuelto lo invertí en un plástico con mermelada de durazno. Sería un día más caluroso que ayer: hasta los pájaros parecían atontados.
       July despertó cuando tropecé en la puerta. Me miró mirarla y se cubrió con el poncho hasta las cejas. Yo fui a la cocinilla y puse a hervir la leche contemplando la llama. Enjuagué meticulosamente las dos únicas tazas, y unté con mermelada las rebanadas de pan, en silencio. Aunque no estuviera mirando, podía sentir cómo July se iba poniendo cada una de sus prendas.
       Nos sentamos en el lecho, y saboreamos la leche caliente y dulce, sin hablarnos. Luego July tomó su bolso, se acomodó el cabello sobre su frente, abriéndoselo levemente con los dedos, y carraspeó antes de hablar.
       —Work —dijo.
       Me levanté a abrirle la puerta.
       —Tu casa —le dije.
       E indiqué los muros resquebrajados por la humedad.
       La miré alejarse hacia la bajada del subterráneo, y enseguida me senté sobre el escaño a mirar los edificios del frente. En la mano aún me quedaba un cacho de pan francés, y la abundante mermelada se le iba chorreando por las márgenes. Me eché el trozo a la boca, y me quedé todo el rato masticándolo, hasta sentirlo cruzarme la garganta y depositarse en el fondo de mi estómago.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar