Antonio Skármeta
(Antofagasta, Chile, 1940 -)

Balada para un gordo

Tiro libre

(México: Siglo Veintiuno Editores, 1973, 206 págs.)

      Cuando Juan Carlos llegó al curso todos nos alegramos porque nos hacía falta un gordo.
       Apareció en medio de una clase de inglés y la sonrisa corrió rápida y espesa como una rata. Conocíamos las feminoides histerias de Mr. Smith (¡Smith y profe de inglés!) e intuimos que las carcajadas no podrían ir más allá de nuestros diafragmas para quedar impunes: allí se convulsionaron esa primera hora de la mañana en el vacío del ayuno. Si se asomaron a la cara fueron un rictus de la boca o un chispazo insolente en los ojos.
       A Juan Carlos lo acompañaba un inspector pequeño y delgado hasta la insignificancia a quien los trajes nunca alcanzaban a cubrirle los tobillos ni las muñecas. Nosotros dictaminamos que el inspector Soto se compraba los trajes en la sección infantil de Falabella para ahorrar plata. Era justamente Soto el que empujaba a Juan Carlos en la sala ofreciéndoselo a Mr. Smith como un vacuno al matarife. En un momento los dos le tenían agarrado un brazo y el gordo les sonreía ausente como un abanico cada vez que le hablaban.
       —Valparaíso —le oí decir de repente.
       Desde el banco de atrás calculé que todos estaríamos sacando cuentas. Quince de la Chile, diez del Colo-Colo, ocho de la Católica, dos del Audax. Si el Gordo era del Wanderers prácticamente sería el representante oficial de provincias y las discusiones del urinario los lunes por las mañanas cobrarían una atracción extra. Cuando Soto le señaló un banco en mitad de la hilera calculamos que tendríamos que entrar nuestros hombros con vista al pasillo para que pudiera filtrarse. Lo hizo con un cuaderno en la mano y esa sonrisa que al comienzo la creímos ruborizada y con los días simplemente rozagante.
       —Me gané el gordo —susurró el rucio Dorfman, enchuecando la boca mientras lo veía avanzar.
       Juan Carlos se sentó y por cierto que todos nos asomamos al pasillo a ver cuántos centímetros de nalga le sobraban a la madera. Mr. Smith nos distrajo la curiosidad con una típica actitud de profe de película yanqui. Se creía Mr. Novack, la loca.
       —I want you to meet our new friend Mr. Juan Carlos Osorio. Say «hello» to him, people.
       —Hi —exclamamos, en un tono harto más chillón que el natural.
       —Juan Carlos —dijo Mr. Smith—, do you want to explain your friends where you come from?
       Dorfman le punzó el codo al Gordo indicándole que se parara.
       Juan Carlos se levantó con los ojos atropellados por un montón de pestañas sueltas que iban del suelo a Smith, de Smith al pizarrón, del pizarrón a Smith, de Smith al suelo.
       —I don’t speak english —murmuró con un acento cavernario.
       —Beg your pardon? —impostó Mr. Smith imitando el gesto despreciativo de los viejos aristócratas que salen en las películas de Alec Guinnes.
       Se había acercado hasta el banco y con el cuello torcido hurgueteaba coqueteando el cuaderno del gordo.
       Juan Carlos fue más parco la segunda vez:
       —No english —dijo.
       Mr. Smith insertó sus pulgares en los dos pequeños bolsillos del chaleco y desde allí les ordenó al resto de los dedos que tamborilearan su tórax.
       —¿Sexto año de humanidades and «no english»? —ironizó la burda dicción de Juan Carlos—. Why? ¿Por flojera, por ignorancia, por desinterés?
       El gordo lo miró en la frente.
       —Por principio —dijo.
       Mr. Smith ladeó levemente el cuello e hizo con los dedos como si estuviera agitando un abanico.
       —My soul —exclamó.


       En el recreo, Juan Carlos se apoyó en las barandas del segundo piso proyectando su robusto trasero sobre el pasillo. Mientras miraba con toda placidez la palmera del patio me puse al lado y despojando el papel de mi sándwich le ofrecí la mitad.
       —¿Querís, Osorio?
       Extendió una mano indolente y cogió el pedazo de marraqueta. Lo abrió expertamente con el dedo gordo, como quien hojea un libro, y tras cerrarlo, practicó una abundante mascada sobre la masa crujiente.
       —Llámame «Guatón» —me dijo.
       Acabó con el pan en la segunda mascada y amasando el bocado en la boca me golpeó repetidamente con el índice el pecho mientras hacía gestos que estaba esperando tener un cachito de boca libre para hablarme.
       —Llámame «Guatón», no más —dijo finalmente.
       Al final de ese día tuvimos una hora libre y bajamos con los muchachos al gimnasio a jugar baby-football. Juan Carlos llegó hasta abajo conversando con un grupo, pero en vez de empezar con chutes al arco para el precalentamiento, se tendió en la lona de karate, con la mano derecha se sujetó la cara, y luego extrajo un libro de tapas grises.
       —¿Con qué te estay pajiando, Guatón? —le preguntó Hernán González.
       El Gordo nos cedió una mirada aburrida y levantó un poco la portada para que captáramos el título.
       —El ex-tre-mis-mo-en-fer-me-dad-in-fan-til-del-revo-lu-cio-na-rio-vla-di-mir-i-lich-le-nin —silabeó monótonamente Hernán.
       —¿Es bueno? —le pregunté, cambiando de mano la pelota.
       Juan Carlos juntó todos los dedos de la mano libre y los sacudió delante nuestro.
       —¡Así! —dijo.
       González volvió a echarle una mirada al libro y enseguida consideró el cuerpo del Guatón encima de la colchoneta como una fláccida bestia.
       —¿Después me lo prestái?
       —Bueno —dijo el Guatón.
       Y agregó sin levantar la vista.
       —Si no entendís algo, yo te explico.
       —A mí también, Gordo —le dije.


       El primer recreo del sábado nos juntamos en el baño a fumar cigarrillos y a tramar desesperadamente una fiesta para la noche.
       —¿Tenís alguna picada?
       Nos angustiaba la idea de pasar la noche oyendo radio o jugando a los naipes con los papás de nuestras cabras. Habría que pinchar fiesta donde fuera. Muchos ya teníamos pololas oficiales y los sábados se jarpeaban de lo más petiteros y olían como bebés que le han limpiado el culo con talco. Quien más quien menos, se daba una ducha con la colonia del hermano menor o aparecía con cigarrillos Richmond en el interior de la chaqueta.
       Esa mañana pinchamos el cumpleaños de la hermana de Dorfman. El Rucio hizo un aparte en la última casilla del water para que no corriera la nueva y los bolas del curso se tiraran con paracaídas.
       Seleccionó a González, a Marcelo Charlín, a Múttoli, al Pije Marín y a Gilberto Llanos.
       —Morir pollo —advirtió.
       A mis espaldas estaba el Guatón meando.
       Lo indiqué con el mentón y le consulté con los ojos a Dorfman que si lo llevábamos.
       —Avísale —dijo.
       Su última instrucción:
       —Lleven trago.
       —Gordo —le dije, acompañado por mi grupo—. Te invitamos a una fiesta esta noche.
       Juan Carlos guardó su asunto bajo la bragueta y corrió el cierre.
       —¿En casa de quién?
       —De Dorfman.
       —¿Puedo llevar a mi polola?
       No vi la cara de González ni la de Llanos, pero adiviné el irónico estupor que transmitían sus perfiles. Supe lo que estaban pensando porque yo también lo estaba pensando. Supe que estaban pensando en cómo sería la polola de Juan Carlos. Es decir, supe que estaban pensando en la Sarracena de Ocho y medio.
       —Supongo que sí —dije, controlando en los labios la ironía.
       —Seguro —dijo Llanos.
       —Descueve —dijo el Gordo.
       Y luego:
       —Tengo algo para ti.
       Y me pasa un libro de cartón rojo que resultó ser El manifiesto comunista de Marx y Engels.
       Después rodó por el pasillo del baño hasta la puerta y allí se dio vuelta a González.
       —Léanlo los dos —dijo, señalándonos con un dedo— y cuando terminen les presto otro.
       Iba a desaparecer tras la puerta cuando vaciló un segundo.
       —Y si hay algo que no entienden, pregunten, ¿está claro?
       Me puse el libro bajo el sobaco y finalmente recurrí al urinario porque casi me meo de risa.


       En la noche la noticia de que el Gordo vendría con su polola había corrido medio Chile.
       —A ver si la trae en un camión.
       —«Señores, yo soy muy flaco…».
       —Va a tener que bajarla con ayuda de un pioneta.
       —Cuando llegue fondeen los canapés.
       Me opuse terminantemente a que Múttoli metiera en el gramófono un disco de moda que se hueveaba a los gordos. Cuando me percaté que lo había dejado a mano para la entrada triunfal, deslicé el disco bajo un sillón y nunca más se supo.
       Más o menos a las diez de la noche teníamos los cuellos de la camisa sucios y el cogote levemente mareado. Todavía no era la hora del cheek to cheek y como está Skármeta de disk-jockey aún no superábamos la prehistoria de Elvis Presley y de Ricardito. A esa hora, salimos un grupo grande a hablar puras huevadas al porche. Siempre estábamos juntos de ese modo: un trago de cubalibre en la mano, y en la otra un cigarrillo que apurábamos mirando de reojo a las cabras, evaluándoles las piernas, husmeando en sus escotes, tanteando el terreno para cuando fuera más tarde y se encendiesen las luces indirectas y González se las arreglara para desconectar la lámpara central del techo.
       En eso estábamos, fúmale que fúmale, chúpale que chúpale, cuando vemos que de un taxi baja Juan Carlos. Todos lo descubrimos al mismo tiempo. Y en ese mismo momento supe por qué. Supe que era porque habíamos salido al porche a esperarlo. Lo habíamos descubierto al mismo tiempo porque todos queríamos ser los primeros en ver la polola del Gordo.
       Múttoli bajó el par de escalones y avanzó hechizado por el jardín. Yo caminé hasta la columna y me agazapé con el cigarrillo mascado entre los dientes.
       Y entonces, cuando el Gordo terminó de pagar dificultosamente la cuenta del taxi, apareció ella. No quise mirar la cara de nadie. Simplemente me limité a sentir cómo toda la saliva agolpada en el buche se me deslizaba por la garganta. Nosotros éramos cabros que recién salíamos de la paja. Teníamos pololitas de pechos magros y colas de caballo. Pollitas con el talle largo y la vagina clausurada hasta el anillo nupcial. Nosotros habíamos visto hembras con caderas verdes y pechos como manzanas solo en Cinemascope. En los estrenos del Astor, no más las habíamos visto.
       Y no es que la polola del Gordo fuera una belleza, ni siquiera que su cuerpo se prensara armónicamente a su vestido, incluso tal vez fuera demasiado baja para tanta pechuga y tanto meneo en las ancas. Pero lo irresistible, lo fascinante, lo descueve que tenía esa hembra, era la boca bestialmente pintada de rojo con sus dientes bulliciosos y luego una mirada larga y húmeda.
       El Gordo se depositó en medio del grupo, y secándose la transpiración con el dorso de la mano, nos dijo:
       —Les presento a mi polola.
       Le extendimos la mano simulando displicencia.
       —Tanto gusto.


       Dos horas más tarde yo y el Gordo estábamos hundidos sobre la mesa, discutiendo quién iba a ganar las elecciones del 64. Yo habría consumido media tonelada de cubalibre, y para decir un monosílabo tenía que darle cuerda a mis labios. El Gordo hablaba golpeando el puño en el mantel, y cuando no hablaba porque yo tomaba la palabra, encendía el cigarrillo que a cada rato se le apagaba. En un momento pensé que era una conversación apasionada íntima y agradable, pero al procurar otro trago noté que en verdad estábamos discutiendo y que la mitad del curso participaba con los ojos así de abiertos.
       Yo no recuerdo lo que dije entonces, pero lo supongo. Es decir, no puedo oír lo que me dice nadie cuando hay un disco sonando en el fondo. Me acuerdo que el disco era Love me do por los Beatles, pero no me acuerdo qué fue lo que yo le discutí al Gordo. Sí me acuerdo cuando el Pije Marín le dijo a mis espaldas:
       —La estái cagando, Guatón. Todavía no tenemos derecho a voto y ya estái hablando las huevadas comunistas.
       —Es decir —dijo el Gordo— que no podemos luchar.
       —Somos muy niños —dijo Marín.
       El Guatón sacó una foto. Yo hice bailar torpemente mi cuello sobre ella y lo único que vi fue un montón de gente muerta. Parecían una familia.
       La extendió hasta las narices de Marín.
       —Mira, Pije —le dijo—. ¿Qué estái viendo ahí?
       Marín le concedió una ojeada y luego la nariz taimada y desdeñosa.
       —Una foto con unos huevones muertos.
       —¿Sabís quiénes son?
       —Deben ser de la guerra de Vietnam. Ustedes salen siempre con la misma huevada.
       —Es decir —dije yo, poniéndome posiblemente de pie— que tú apoyái la guerra yanqui en Vietnam.
       —Espérate —me calmó el Gordo.
       Volvió a meter la foto en la nariz de Marín. A su lado estaba también el loco Múttoli.
       —Esto no es Vietnam, Pije.
       Marín se encogió de hombros.
       —Esto es Santiago. Esta gente que hay aquí la masacró un gobierno derechista aquí, en Chile.
       El Pije se arregló el nudo de la corbata.
       —Es lamentable que sucedan estas cosas —dijo—. Por otra parte, yo estoy contra la guerra de Vietnam.
       El Gordo se guardó la foto bajo el chaleco.
       —¿Y ahora tú seguís pensando que somos muy niños para meternos en política?
       Marín encendió un cigarrillo.
       —¿Y estos cabritos de la foto, no estaban muy cabros para que los mataran? —acusó el Gordo con un imperioso dedo.
       —En fin —dijo el Pije.
       El Gordo lo miró fijo como esperando otra palabra, pero el Pije le quitó la vista e hizo como que buscaba una botella sobre el mantel. Entonces cateó alrededor y como los vio a todos tremendo de callados dijo «voy al baño».


       Una hora después yo bailaba con la Francisca, mi polola de hacía un año, pegadito a su vientre. Siempre que tomaba trago me daba por hacerle lo mismo. Entonces ella se arqueaba un poco para no sentirlo entre las piernas y el trasero le quedaba un poco paradito. A estas alturas de la noche yo le comenzaba a decir que ya estaba bueno que nos acostáramos. Que ya no estábamos para andar como las otras parejitas huevonas. Que llevábamos un año de pololeo y qu’iubo.
       Al cabo de estas conversaciones tampoco pasaba nada. Excepto que ella se ponía a llorar y yo la ocultaba en una escalera y un poco la consolaba y otro poco le tocaba las tetas. A esa hora exacta, en todos los rincones pasaba lo mismo. Había entre las parejas más tira y afloja que en las compraventas de los turcos. Conclusión, que los cabros quedábamos con las manos pasadas a laca de tanto sacudirles el pelo y con unas ganas locas que ahogábamos en alcohol, como decían los tangos. A las muchachas se les descomponía el maquillaje, las caras se les amofletaban de calentura y no les quedaba otra que meterse al baño un par de lustros a ponerse en orden.
       En eso dejé a mi Francisquita, tan rica ella, y acomodándome los estragos con las manos en los bolsillos, caminé por el segundo piso hasta la terraza y me puse a mirar la luna. Cuando no miré más la luna comencé a pasear por la terraza aliviado de que mi pico se fuera aplacando.
       Éramos en el fondo tan cabros chicos que nos pasábamos todo el santo día hablando de tirarnos una mina. En los bancos ya no cabía ni un simple coco más. Ahora habíamos comenzado a dibujarlos en los respaldos. Por eso, cuando me asomé por la ventana en la terraza y vi lo que mis propios ojos vieron, me eché de bruces a un costado temeroso que el ruido de mi corazón entrara a la pieza. Me apoyé contra la pared, saqué hacia el vidrio un cachito de nariz y todo este ojo, y los fijé como un alfilerazo sobre la cama.
       El Gordo tenía a su polola desnuda en la frazada. No totalmente. Quiero decir totalmente abiertos los pechos, sobre los que caía una inolvidable luz rosada desde la pantalla del velador. Y totalmente abiertas las piernas, entre las que abruptamente saltaba una motuda verdura repolluda como col y brillosa como una crin. Lo único que le quedaba sobre el cuerpo era la falda enrollada en la cintura. Más hacia arriba, su cabellera derribada como un agua oscura sobre la almohada lila, y entre medio de todo ese pelo que temblaba como una espuma, como una danza, le salía una lengua roja, ancha, mojada, extensa, y esa lengua pedía lamer, pedía otra lengua como la suya, quería abrir todos sus poros calientes y morder y estrujar en ellos otra lengua, amasar otro animal dentro de la boca.
       Pero Juan Carlos no se apuró en recibir el recado. Apoyado en una ridícula rodilla, su propia masa le entrababa la maniobra de arrancarse el pantalón. Entre sus movimientos, a veces la luz del velador le hacía relumbrar la cara fláccida empapada como una esponja. Finalmente el pantalón cedió, pero el movimiento con que lo culebreaba hacia los calcetines era pesaroso, milimétrico, y ahora las manos de ella se unían a la lengua y le tocaban el sudor bajo las axilas y seguía esa cortina negra allá arriba en la cabecera y el Gordo entonces tironeó fuertemente el calzoncillo, y ahora sí se le asomó su pedazo, vibrante, granítico, como si hubiera saltado desde una caja de resortes, igualito a esos payasos que vienen en los paquetes sorpresas. Un pedazo que era como todo el Gordo: ancho y corto. Es decir, visto el Gordo, uno no hubiera necesitado de más explicaciones para dibujar su pedazo.
       Pero todo, absolutamente todo lo anterior (aparte que rápidamente su pedazo se perdió entre esa verdura preciosa) no tuvo comparación con la magnífica popa blanca que comenzó a bambolearse sobre ese campo eléctrico que era la morocha de allá abajo.
       En mi vida había visto un culo más poderoso, más blanco y más muelle. Un poto enorme y glorioso como un acordeón que se apretaba y contraía igual que el corazón de una fiera.
       El culo de Juan Carlos era un culo absolutamente feliz.
       Hernán González estaba ahora a mi lado y en la rápida mirada de reojo que le concedí lo vi entre fascinado y molesto.
       —Huevón —me dijo—. Yo creo que la estamos cagando.
       —¿Cómo? —pregunté, mientras miraba las proezas que ese poto era capaz de hacer cuando se le imprimió movimiento.
       —Es una mariconada que estemos mirando al Gordo hacer esto —declaró como en un trance.
       Yo tragué saliva cuando vi subir el vientre de ella medio metro mientras sus hombros seguían pegados en la cama.
       —Vámonos —dije.
       —Vamos.


       El 19 de noviembre hay decretado paro nacional pero igual los papis nos mandan a clases. Hay profesores que no faltan una así se estén muriendo. Ese mismo día el Gordo vuelve a sacarse chancho siete en clase de inglés. Rayaba una hoja de cuaderno con cualquier cosa, cuando Mr. Smith se le apareció en el pasillo y le golpeó delicadamente el hombro con un puntero. Después se metió el puntero bajo el brazo como un cantante de music hall y adelantó insinuante el costado derecho de su cadera.
       —May I know what are you writing, Mr. Osorio?
       —Nothing —contestó el Gordo, en un inglés chirriante.
       Smith insinuó lavarse aquella hórrida pronunciación en la oreja, pero lo que hizo en verdad fue pellizcarse un lóbulo. Mirándolo a los ojos, tomó el cuaderno de Juan Carlos como tirando la cola de una rata:
       —May I see it?
       El Gordo se encogió de hombros y apartó la vista. Justo en ese momento advirtió que en la ventana había un chico haciendo señas. El Gordo se indicó el pecho con un dedo y levantó las cejas consultando si en verdad era con él la cosa. En la ventana el otro le dijo que sí con un estridente dedo.
       —What’s this, Good Heaven? —declaró ampulosamente Smith, sacando de entre las hojas del cuaderno una foto de regular tamaño.
       Juan Carlos ignoró la foto y en lo que dura una pestañeada alcanzó a ver que el muchacho de afuera tenía una radio a pilas sobre la oreja y le indicaba el artefacto con la mano libre.
       Ahora era yo el compañero de banco del Gordo. Sentí su rodilla urgente y me puse de pie arreglándome el nudo de la corbata. Este pechito tenía siete en Inglés, no mediante Shakespeare, sino vía Nat King Cole, Brenda Lee y Beatles.
       —Tat’s a photograph, Mr. Smith.
       El profe congeló la cara y levantó una milésima de labio superior. Con ayuda de una lupa hubiera sido una sonrisa.
       Me puso la foto bajo la punta de la nariz e indicó con las cejas que la mirara.
       —I know is a photo. But who are the characters, for God sake?
       Aun con el material demasiado encima vi que era una simple e inmunda foto de cajón, de esas que sacan los profesionales en las plazas con sombreros hallullas, delantales blancos, y aproximadamente siglo y medio de plácida vida provinciana en la galaxia. Y ahí aparecía el Gordo abrazado a una rubia y también la rubia abrazaba al Gordo pasándole la mano por la espalda. Miré a Juan Carlos y le devolví la foto a Smith.
       —Te characters are Juan Carlos Osorio and a girlfriend, sir —dije.
       Sentí el segundo rodillazo en el muslo. Antes de que Smith comenzara a abanicarse con la foto, continué:
       —Sir, Osorio says he’s very sorry but he has to leave right now because he feels extremely sick!
       Le dije al Gordo:
       —Puedes salir no más.
       Se levantó y rodó muellemente por el pasillo hacia la puerta. Smith lo siguió con la mirada, y cuando hubo salido, acercó su nariz a mis ojos, dejó caer la fotografía sobre el banco, y después desenvainó el puntero para hacer una pirueta guaripolesca.
       —It’s curious —dijo.
       Enseguida se rascó uno de los dientes superiores con la puntita de la uña y me puso el puntero sobre el hombro.
       —Siéntese.


       Al recreo salíamos comiendo un sándwich que Dorfman había trozado para compartirlo conmigo, cuando vemos que el Gordo se nos aproxima a grandes y mofletudas zancadas seguido por el chico de la radio.
       —¡Al gimnasio! —dice.
       Lo seguimos con la radio a pilas apagada. Estaban comenzando los Beatles y oíamos a los Beatles casi tanto como respirábamos. El primer mes de clases resultaba extraño ver una mano sin receptor. Finalmente los inspectores iniciaron una razzia y las radios confiscadas las tuvieron que venir a buscar los meros papis.
       Cuando cerramos la puerta del camarín, el chico de la radio instaló una barrera con el caballete y enseguida yo y González nos sentamos sobre él.
       Juan Carlos le dio volumen al receptor y prácticamente nos lo metió en las orejas.
       —Oigan —dijo.
       Al comienzo no entendimos nada de nada. Lo único captable era un locutor de tono estrangulado. Parecía que hablara por micrófono y teléfono al mismo tiempo. También había un trasfondo ruidoso, igualito que cuando se acaban los programas en la tele y aparecen esas rayas locas en la pantalla y suena chrr. Solamente una vez antes había oído tan mal la radio y fue cuando lo del terremoto grande en el sur que informaban todo por teléfono. Ese ruidito por la radio me pone los pelos de punta.
       —Oigan —dijo el Gordo, con los ojos redondos muy apretados entre los pómulos y las cejas, mientras usaba los dedos explorando un puntito del dial que afinara la transmisión.
       —¿Qué pasa, Gordo? —dijo Dorfman, apartando un poco la radio—. No se oye ni cresta.
       Juan Carlos arrebató el receptor del centro y lo desconectó al mismo tiempo que empezó a hablar.
       —Compañeros —dijo—. El gobierno disparó contra los trabajadores. Mataron a ocho pobladores en la Caro. Los mataron, compañeros.
       —¿Por qué?
       —Pusieron durmientes en la vía del tren. Es por el paro nacional. El gobierno solo quiere dar un quince por ciento de reajuste.
       Nunca pensé que el Gordo pudiera desplazarse tan rápido por un cuarto pequeño. Curiosamente ni transpiraba. Eso sí que tenía el rostro apretado como una bala y la lengua se le asomaba vertiginosa a humedecer los labios y la Nuez de Adán le bailaba para arriba y abajo. Golpeó con el puño entre el hueco del taburete que dejábamos González y yo.
       —¿Vamos a aguantarlo? —gritó—. Hay paro nacional para que el gobierno pague el cincuenta por ciento. ¡Hay paro nacional y nosotros aquí hueveando!
       Yo tenía un dedo en la nariz y Dorfman estudiaba hechizado los puñeteos del Juan Carlos en el taburete. El cabro de la radio volvió a instalársela en la oreja.
       —¿Vamos a dejar que cabrones maten a nuestros hermanos mientras nosotros nos quedamos aquí pajeándonos?
       Me limpié la transpiración de las manos sobre la tela del pantalón.
       —No —me oí decir.
       —No —repetí, mirando ahora al Gordo y saltando al piso.
       Y luego dije «por supuesto que no» mirando a Dorfman y a González. Entonces González:
       —Por supuesto que no.
       Y Dorfman:
       —Ni cagando.
       El Guatón se adelantó y nos tendió uno por uno su mano mofletuda y vigorosa. A mí me pareció haber visto esta escena en una película. Pensé que la primera vez que había dicho «no» era porque el Gordo estaba indignado y era mi compañero y simplemente no lo iba a dejar solo. Pensé que la segunda vez que dije «no» era porque quería impresionar al González y al Dorfman. Pero algo distinto vislumbré cuando dije «por supuesto que no» saltando al suelo; algo que me saltó desde el estómago, un puñetazo que me desgranaba sus dedos quemándome hasta la garganta.
       Juan Carlos nos midió con la vista despacito y antes de hablar se mordió la punta de la lengua y empujó con las manos el espacio vacío como si estuviera probando su densidad.
       —En todas partes el pueblo está alzado. En Dávila, en la Feria, La Esperanza. También en Lo Valledor. Formaron barricadas con piedras y bloques de cemento.
       Hizo una pausa para respirar hondo.
       —Va… mos… a… de… jar… la… ca… ga… da.
       El Gordo lo silabeó sin ningún aparataje. Incluso con las manos siguió palpando el aire. Como sujetando el aire para que no se derramara.
       —En cuanto termine el recreo, te vas al segundo piso y recorres las filas de los sextos. Dorfman las de los quintos y González y yo nos encargamos de los pendejos. Les dicen: vamos a la huelga. Les dicen: júntense en el patio. Recorran las filas rápidamente y griten que es orden del Centro de Alumnos. ¡Que bajen al patio!
       Curiosamente los cinco nos estábamos arreglando el pelo o nos sobábamos las manos.
       —Que bajen todos al patio —repetí.
       González:
       —¿Y entonces?
       El Gordo:
       —Entonces yo les hablo desde el segundo piso.
       Nos miramos entre todos por una fracción de segundo.
       —Gordo, no es fácil entrar a este colegio. Tú eres nuevo, y si te metes en política, bueno…
       Dorfman:
       —Te van a sacar cagando, Gordo.
       El Guatón se acomodó el pelo mesándose con las dos manos y luego cruzó sus cortos brazos sobre el abundante pecho.
       —Después que yo hable nos juntamos en la esquina de Alameda para el desfile. ¡Partieron! —dijo el Gordo.
       Mientras corría por las escaleras me acordé que no había comido mi trozo de sándwich. Solía darme un hambre endemoniada a esa hora. Pero en ese momento hubiera sido incapaz de tragar una aceituna. Quería tomar agua, una jarra de agua, una jarra de esas plateadas que se humedecen por fuera y es rico tocarlas y limpiarles el sudor.
       Me metí por la fila del Sexto Matemático golpeándoles los codos.
       —¡Huelga inmediatamente, compañeros! ¡Bajen al patio! ¡Orden del Centro de Alumnos!
       Mientras pasaba algunos grandulotes ahuevonados me coscachearon en la cabeza y los más chicos de la cola me pateaban el poto y después se hacían los giles.
       Cuando llegué a la punta de la doble hilera, los cabros más interesados se habían agolpado a mis espaldas.
       Grité dramáticamente, cuidando con el rabillo que no viniera el inspector.
       —Huelga inmediatamente, compañeros. ¡El gobierno asesinó! ¡Orden del Centro de Alumnos! ¡Bajen inmediatamente al patio!
       A mi lado se puso un morocho de nariz espinilluda y aguileña. Le decían el Cuervo, y era el capo del Quinto Efe.
       —Bajen todos —gritó—. ¡Se acabaron las clases!
       Sin mirarme, me agarró el codo, y susurró antes de seguir gritando:
       —Yo movilizo a estos huevones.
       Mientras me metía en la fila del Sexto Humanista fui repitiéndome la palabra «movilizo». La fui bailando a brincos por las hileras. Me sonó dramática, adulta. Sentí que en mi boca abundaría como una camisa fresca en verano. Supe que se me había clavado en la lengua y que me costaría sacarla.
       —¡Huelga! —dije—. ¡Bajen todos al patio inmediatamente! ¡Orden del Centro de Alumnos!
       Junté en un choclón a las dos filas en el centro del pasillo.
       —¡Bajen! —grité—. El gobierno asesinó a trabajadores en la José María Caro. Orden del Centro de Alumnos. ¡Bajen! ¡Movilícense!
       Vi a los muchachos derramarse en una estampida por las escaleras.
       Me pasé la mano por la boca. Solo en el pasillo, mientras los pendejos se despeñaban como una jauría de indios seguidos por cowboys, bang bang y iuju dije para mí mismo:
       —Listo, Gordo.


       Un rato después, la expulsión del Gordo estaba resuelta. Se lo comunicó el rector en persona cuando la barrera que formamos alrededor de Juan Carlos le flanqueó la entrada. Cargo: incitación a la violencia, promoción de huelgas e insolencia hacia las autoridades.
       Juan Carlos oteó los gestos patricios del rector como quien contempla un programa de títeres en la tele.
       Dentro de la escuela no quedaban pendejos ni pa muestra. Desde arriba vimos explotar a los cabros como un fuego artificial, descamisados, moquillentos.
       El Gordo siguió mirando al rector, pero en realidad no lo veía. Yo me di cuenta que ahora repasaba mentalmente lo que él mismo había dicho. Que estaba revisando el final del discurso. Desde un punto de vista social, e incluso teatral, fue muy raro que se alejara mientras el rector le seguía hablando. Se acomodó las chalchas bajo el pantalón y dijo como si recién se hubiera acordado:
       —Perdone, señor, pero tengo que ir a la esquina.
       Me acuerdo por lo que siguió y también porque esa fue una de las últimas veces que vi a Juan Carlos en mi vida.
       Lo que siguió fue que cuando el viejo se quedó propiamente sin interlocutor, nosotros, que estábamos aireando la jeta, pagamos el pato.
       —Ustedes —dijo el rector— quedan suspendidos por una semana y vienen con sus apoderados.
       En la esquina el Gordo despachó a la mitad del grupo por Ahumada y a la otra mitad les indicó la Moneda. Les dijo: ¡Griten fuerte, maricones!
       Compró un pan amasado con jamón y mientras caminábamos a la delantera de los más pendejos lo masacró en un par de mascadas. Yo lo rechacé con un gesto cuando me puso el concho cerca de la boca.
       —Gordo —le dije—. Estuvo descueve la movilización.
       Trasladó la masa de pan de un carrillo a otro y tragó saliva largamente:
       —Eso no es nada. Ahora viene lo bueno. Van a llegar los pacos y nos van a sacar la chucha.
       Ladeó el cuello para mirarme y me habló entre divertido y serio.
       —¿A ti te importa morirte?
       Hice como que me apoyaba en una pared para no desmayarme.
       —Che, Gordo —hablé como compadrito argentino—. Yo de filosofía no entiendo, ¿viste?
       —Te pregunto en serio.
       —Bueno, ¿morirme de qué? ¿De enfermo o algo?
       —No, de que te apaleen, no más.
       Sentí que íbamos rápido y que un chorro de transpiración se me desprendía de la axila. Iba liviano y saltarín como un canguro. Pasó una hembra estupenda por mi lado y me miró un segundo larguísimo y me sentí descueve.
       —Mira, Gordo. En verdad preferiría no morirme. También preferiría que no me sacaran la chucha. Preferiría pasar la vida tirándome minas como esa.
       Juan Carlos se limpió la transpiración con la manga de la camisa y ni me miró cuando volvió a hablar.
       —¿Y tú sabís lo que pienso yo?
       —¿Sobre lo de morirte o no morirte?
       —Sí.
       Me limpié feliz las manos sobre los pantalones.
       —Te importa una hueva —contesté.
       El Gordo sonrió.
       —Es decir, guataca —agregué—. Te da lo mismo la huevada. ¡Te importa una hueva!
       —Exacto.
       —Porque yo te caché, Gordo. Tú eres un agitador marxista.
       —Justamente.
       —¿Sabís por qué?
       —Porque los explotadores son unos hijos de puta.
       Sin dejar de caminar me tendió su mano espaciosa y sudada.
       —Compañero —me dijo.


       A la una de la tarde estábamos meticulosamente aporreados estudiándonos nuestras heridas en el calabozo. Mi mejor aporte consistía en las huellas no visibles de un lumazo seco y entrador entre el hombro y el pescuezo. Recuerdo que fue a dar ahí en la ligera maniobra que inicié para salvar mi oreja. Levantando y tirando hacia la derecha el cuello de la camisa, emergía el espectáculo de una mancha violeta gruesa como un plato y triste como un anillo. Juan Carlos la estudió con indiferencia de enfermero, o de barman, y dijo:
       —Hijos de puta.
       Más para darme ánimo que para lamentarse. En retribución tuve que opinar sobre su contusión encima del párpado. Por cierto que la de él tenía mejor ángulo ya que de alguna manera el lumazo le había aserruchado parte de la nariz. Y aunque la sangre se hubiera secado le quedaba aún una abundante costra roja. Yo no sabía si era más grave una mancha morada de este vuelo o un chichón en la frente más una costra de la nariz.
       Cuando llegó mi viejo a sacarme, daba por sentado que también saldría Osorio. Hasta caminamos juntos del calabozo al hall. Ahí mi viejo firmó no sé qué cresta, me tiró un cachuchazo que recibí gruñendo y luego se dio vuelta para mirar a Osorio.
       —Ese no —dijo el teniente.
       Y agregó:
       —Es Juan Carlos Osorio.
       Su voz me pareció mágica, crecida. Se me ocurrió que el teniente era un cura y que acababa de decir la misa. Se me ocurrió que el Gordo era gordito como todos los niñitos Jesús que había visto. Me acerqué todo ceremonioso y le tendí la mano.
       —Te cagaron, Gordo.
       El Guatón se acomodó las chalchas lo mejor que pudo, apretó fuertemente la boca, y los pómulos se le vieron cómicos y esponjosos como los de Dany Kaye cuando juega al payaso. Cuando me estrechó la mano movió orgulloso la quijada.
       —Tengo hambre —dijo.
       Miró significativamente la mano de mi viejo apretándome del codo para llevarme.
       —Nos sacaron la cresta, Gordo.
       —Como te dije.
       —Como tú dijiste.
       Le extendí otra vez la mano y tuvimos un apretón largo y sentimentaloso.


       Dos semanas más tarde estaba inscrito en el partido y había formado un núcleo en el Liceo. Ahí están González, Dorfman, Llanos, Petit Fleur Millar y Escobedo. Antes de las vacaciones teníamos una biblioteca política de treinta libros y sesionábamos todos los sábados en mi casa. En marzo elegimos Centro de Alumnos y sacamos a Millar con el setenta por ciento de los votos. Petit Fleur se queda a cargo del Centro del Colegio y todos los de Sexto nos vamos a trabajar en las poblaciones. Los profes me miran con respeto y me paseo con el Granma y el Marcuse debajo del sobaco.
       Dos años más tarde vienen las presidenciales y cagamos fuego. Gana Frei. Esto es el 64. Estoy de alumno brillante en la Universidad y de novio con una mina descueve. El 66 el gobierno masacra obreros en El Salvador. El 69 masacra pobladores en Puerto Montt. El mismo año me eligen dirigente de la juventud del partido para todo el país.
       El 70 ganamos las elecciones presidenciales con el Chicho Allende y ya tengo un hijo. Yo, que he sido todo un capo en la Universidad y el partido, termino de Intendente en el sur de Chile. Soy el pendejo más joven con un cargo de tanta responsabilidad. Llevamos meses en el gobierno y la reacción no halla por dónde buscarnos el golpe de Estado. ¡Nada!: les nacionalizamos el cobre, les liquidamos los monopolios, les estatizamos la banca, pasamos fábricas al área social, les controlamos los dólares, redistribuimos el ingreso. Los momios están desesperados.
       En el sur, yo tengo problemas con la línea de los compañeros del MIR que quieren el proceso a su manera. Nosotros con leyes, de acuerdo a nuestro análisis. A mí se me arma la grande, porque el ministro no se hace cargo de estos quesos con la pega que tiene. Ayer los nazis mataron a un mapuche y se armó una casa de putas con los cabros del MIR que protestaron con violencia. Conclusión: los carabitates me avisan que traen a uno del MIR que quiere hacerme unos planteamientos.
       Me meto a mi oficina, enciendo un cigarrillo y pido que lo entren.
       Viene un teniente, y detrasito de él Juan Carlos Osorio.
       Viene un teniente, y detrasito de él Juan pantalones marengos. Trae ojotas y las patas sucias, igual que los campesinos de esta tierra. Igual que los campesinos trae la camisa blanca sin corbata y el cuello doblado hacia dentro.
       Sé que esto es totalmente sentimental pero se me encogen las rodillas. Tengo el estómago y las bolas apretados. Achunto la ceniza fuera del cenicero y le digo al policía:
       —Gracias, teniente.
       Deja un expediente sobre la mesa, se lleva la mano a la gorra, y sale saludando.
       Yo me abalanzo sobre el Gordo y nos abrazamos debidamente. Y nos separamos para mostrarnos nuestros cuellos anchos y orgullosos, y cuando pongo las manos sobre los fláccidos hombros de Juan Carlos me parece sentirlo más ancho.
       Yo hablo:
       —Putas, compañero.
       Juan Carlos:
       —Putas, compadre.
       Yo hablo:
       —No la cague, compañero.
       Él habla:
       —No la cague usted, compadre.
       Él se sienta por su cuenta en la punta del escritorio. Yo voy hacia el sillón y también me siento.
       Y ahí nos quedamos mirándonos.



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