Antonio Skármeta
(Antofagasta, Chile, 1940 -)

Relaciones públicas

El entusiasmo

(Santiago de Chile: Zig-Zag, 1967, 181 págs.)


      Me vio aquella tarde mientras calentaba las rodillas al sol a la usanza de los correntinos, y vino a mi lado balanceando el tarro parafinero.
       —¿Vos sos el chileno, verdad?
       Probé aparentar indiferencia y raspé con el pie descalzo el borde de la cuneta. Solía llevar un zapato en la mano en caso de que hubiera necesidad de iniciar un veloz descalabro. A menos que este anduviera con revólver o algo, era poca cosa lo que me podría pasar; sabía del sabor de la navaja y la textura de las piedras; no quedaba sino sorber las narices y escupir por un costado. Un poco el brillo de ese sol veraniego con pálpitos de lluvia, otro poco los pájaros que la humedad empantanaba en los aires, mi mirada se hacía la ilusión de parecer desdeñosa.
       —¿Vos sos el chileno, cierto?
       Él sabía que era el chileno, y yo sabía que él era Miguel. Lo preguntaba dos veces solo para darme tiempo a que lo viera rascándose la barriga, para que me taladrara el oído ese ritmo que estaba marcando sobre el tambor. «Está bien —me dije—, seré masacrado meticulosamente y luego mi padre me vendrá a recoger alertado por algún vecino».
       —Sí —contesté sin mirarlo.
       Me agarró la pechera de la camisa y la dejó impregnada con sus dedos sucios de petróleo. Traté de desprenderme empujándole el brazo con suavidad.
       —Déjame en paz —le dije—. Si me haces algo les digo a los correntinos que te masacren, grandote.
       Era una treta de corto aliento. Cierto que me había convertido en una especie de recadero de los muchachos de provincia que vivían en la pensión; ellos me daban unos centavos, y yo les compraba hojas de afeitar después de la siesta de los sábados, o les traía El Gráfico, cuando no era temporada de fútbol y se quedaban en cama desnudos y cantores hasta el hedor. Pero tenía la certeza de que no moverían un dedo contra un chico de buena familia como ese, aunque les sacaran las putas madres.
       En eso pensaría Miguel cuando dobló el codo sacudiendo obscenamente el antebrazo.
       —Esto es lo que hago con vos y todos los correntinos, chileno.
       Me dejó libre la camisa como si la tela ordinaria le estuviese manchando su prolija mano decorada de petróleo. Después se pasó el desprecio por el trasero de sus pantalones de gamuza.
       —Vos le rompiste la cabeza a mi hermano, ¿cierto?
       Miré hacia la esquina a ver si se asomaba alguno de la pandilla. ¡Desierta como un estadio en día de semana! Maldije haber cimarreado la tarde en la Casto Munita por una sucia tarea de matemáticas pendiente. Vi a todos los muchachos bostezando en la clase de Smisart con los delantales barrosos y desgarrados después de la pichanga del recreo, y tragando saliva me pareció aquel el mejor lugar del planeta. Lo peor de todo era que esa tarde tenía la primera cita de mi vida con una chica de la calle Zabala y que todo el dinero afanado laboriosamente a las escasas arcas de mi padre, y el de los trabajitos a los correntinos, y el de los conchavos que me agenciaba con el frutero de la esquina, lo andaba trayendo en el bolsillo. Por un momento estuve a punto de decirle: está bien, yo soy el chileno y fui el que descalabré a tu hermano; pero hazme la gauchada, despedázame mañana, porque hoy veré a una chica, ¿sabes?
       —Vos le rompiste la cabeza al Quique, ¿no es cierto?
       Miré hacia la pared del frente. Qué estupidez más grande que te sorprendieran a las tres, justamente cuando los correntinos dormían a pata suelta.
       —Fue en una guerrilla —dije—. Fue pura mala suerte.
       —¿Querés decir que vos lanzaste la piedra y él puso la cabeza, eh?
       —Oye, Miguel —le dije—. No peleemos. Si quieres vamos y le pido disculpa a tu hermano. Estoy aburrido de que nos puñeteemos por cualquier cosa.
       El otro se sentó sobre el tarro y comenzó a darle pataditas leves, que las fue acentuando a medida que hablaba. Me puse nervioso y palpé la cuneta a ver si había un fierro o algo.
       —¿Sos loco, vos? —dijo—. ¿Querés que te lleve a ver al Quique al hospital? ¿Que todos sepan que fuiste vos el que le descerrajaste la ceja?
       Escupió a mis pies. Yo había puesto ya el dinero debajo del calcetín bordeando la punta de los dedos. Ahora hice como que me abrochaba los cordones del zapato.
       —Y bueno, que lo sepan —dije—. Pido perdón, le digo que fue sin querer y asunto acabado.
       Miguel se sobó un puñado de nudillos con los dientes.
       —Oí bien, chileno. El Quique no te delató de hombre que es. ¿Sabés vos lo que hubiera pasado si suelta la boca? ¡Te echan del país! ¡A vos y a tu padre, atorrante! Te deportan, ¿entendés?
       Tragué saliva.
       —¿En serio?
       Meneó la cabeza y suspiró desdeñoso.
       —¿Dónde querés pelear?
       Lo miré a los ojos tratando de decirle todo, pero el chico estaba dispuesto a salirse con la suya.
       —¿Ahora?
       —¿Qué querés? ¿Que espere que me des audiencia?
       Me puse de pie sacudiéndome los pantalones.
       —¿Dónde?
       —En el baldío.
       Echó a caminar adelante. Podría haber aprovechado de entrar a la pensión y refugiarme en mi pieza. Lo único malo es que aún me quedaba ese poco de honor. Hacía días que no llovía y cada vez que soplaba un poco de aire uno se llenaba de polvo alrededor de los párpados. Andaba todo el verano con orzuelos y el pelo largo. Me restregué los ojos casi aturdido.
       —¿Qué te pasa? ¿No venís, maricón?
       —Espera un poco; parece que me entró algo en el ojo.
       Mostró el puño apretado y la quijada sobresaliente.
       —Esto es lo que te va a entrar en el ojo, infeliz.
       Aparté la mano de la vista y empecé a andar rápido hacia el baldío.
       —Vamos —dije.
       Había ese sol emboscado que se adiposa en las nubes más bajas y que lacrimea en los ojos cuando lo invade la tierra de las tres de la tarde. A ratos la sombra casi desganada de los árboles secos relampagueaba un trecho de oscuridad, uno se confiaba, se desprevenía, y de pronto la acera con su empedrado de manchas de petróleo y herraduras oxidadas brincaba como un río de leche velándote el contorno de las cosas.
       Miguel se me había puesto al lado. O él corría o yo había aminorado el tranco.
       —¿Cómo querés pelear? ¿Solo puñetes, bofetadas, con piedras, o como venga?
       —Óyelo bien, Miguel —dije parándome—. Yo no quiero pelear contigo. Uno, porque eres mucho más grande y fuerte, y dos, porque…
       —Dos, porque sos un cobarde. ¡Rajá, pibe!…
       Me adelanté antes de que recibiera aquel manotazo empujándome. Ibamos a dar vuelta en la esquina y percibía nítida la respiración de Miguel sobre mi nuca.
       —No soy un cobarde —dije en voz baja—. No puedo pelear contigo porque no tengo rabia. No me dan ganas de pegarte… Uno pelea cuando tiene rabia.
       Me propinó un rodillazo en la espalda que me hizo trastabillar algunos metros, aunque sin caer. En realidad más bien me había empujado. Podía pasar como una de las bromas torpes que nos hacíamos con los amigos del barrio.
       Me di vuelta a mirarlo.
       —¿Y ahora, tenés rabia?
       Estábamos frente al sitio eriazo. Lo pensé un segundo y sonreí.
       —No, Miguel, no. No tengo rabia.
       Miguel arrugó el entrecejo y se pasó la mano desconcertado por el pómulo. Después de un minuto, en que yo hurgueteaba mi muslo derecho con la mano hundida en el bolsillo del mameluco, se acercó y me pegó un puntapié en la rodilla. Sonó a hueco el zapatazo sobre la rótula… En el eriazo había por milagro una gallina y cacareó alrededor nuestro. Parecía estar buscando gusanos. Los ruidos eran bastante confusos, excepto el de la radio del frente que lanzaba una comedia de Aceite Cocinero.
       —¿Y ahora?
       —¿Ahora qué?
       —¿Tenés rabia?
       Puse la otra mano en el bolsillo izquierdo, y con ambas me rasqué el frío que sentía en el estómago, me froté fuertemente la piel.
       —No —dije.
       —¿Todos los chilenos son tan cobardes como vos, pibe?
       —Yo no soy cobarde, Miguel. Los chilenos son valientes. Ahí tienes tú a O’Higgins y a José Miguel Carrera y a Arturo Prat.
       Hurgueteó en los bolsillos y sacó una colilla maltrecha. Raspó la cerilla en la suela del zapato. Aspiró hondo y fumó lentamente.
       —Y nosotros tenemos a José de San Martín. ¿O vos creés que San Martín era cobarde?
       Miré cómo el humo se diluía en el espacio gris.
       —¡Qué sé yo! —dije.
       —Vení, peleemos.
       —Está bien —dije, acercándome.
       Quedamos enfrentados y la chaqueta pareció inflamarse con una repentina abertura del sol, cuando estiró los brazos afirmando la guardia. Yo lo imité y sentí el sudor correr por el cuello. Hizo una finta para probarme y me quedé inmóvil. El muchacho bajó los brazos y juntando las puntas de los dedos de la derecha me los agitó delante de la cara.
       —Pero decíme una cosa, chileno. Si te pego, ¿te vas a defender?
       Pestañeé un segundo pensándolo.
       —Sí, pega no más.
       —¿Tenés rabia?
       —No. ¿Y tú?
       —Regular —dijo—. En guardia.
       Pusimos los codos adelante y dimos una vuelta en semicírculo estudiándonos. Como un sablazo, la bofetada cayó rasante en la oreja. Me fui de costado, y, al caer, me enderezó con un izquierdazo en las costillas. Quedé de pie, pero tambaleándome. Desplegué la mano por la boca y aunque no tuve tiempo para ver qué pasaba, supe que era sangre.
       —¿Tenés rabia ahora?
       —Un poco —respondí—. Me sacaste chocolate, desgraciado.
       A continuación me sobrevino una patada en las canillas y me mojó la oreja con la mano llena de escupo. Me empujó displicente, aunque con fuerza, y fui a dar en el polvo magullándome una mejilla. Percibí que había un chico asomado al borde del baldío mirándome con la boca abierta. Me levantó de la camisa y volvió a empujarme, sin golpear fuerte, haciéndome rodar por el suelo. Sentí que se me calentaba la cara y me parecía que me andaba un incendio entre las orejas. Se me había soltado un chorro de orina y me empapaba asquerosamente un muslo. Me levanté retrocediendo.
       —¿Tenés rabia, chileno?
       Me limpié la sangre con una muñeca.
       —Te voy a matar, desgraciado —dije.
       Miguel se desabrochó el cierre de la chamarra de cuero.
       —¡Pobre de vos!
       Lo último que vi venir después de esas palabras fue su cuerpo que se me apretó tanto como para restregarme la mano en el rostro pasándola desde atrás como si lo estuvieran mariconeando a uno. Logré zafarme con un codazo que lo hizo aflojar. Nos hicimos un paquete de patadas frescas, de nudillos gredosos, de aleteos desrumbeados. La rabia me hinchó la garganta, me electrizó las falanges, hizo que las bofetadas me penetraran más hondamente, derramó la sangre con abundancia. Daban ganas de estrangular, de fusilar un gato, de beber agua hasta caer de rodillas. Cuando aquel puñetazo me rajó la nariz y el hueso se encabritó como un halcón en celo, tuve la primera visión reveladora en mi vida: como si estuviera enredado en los cortinajes de un circo de provincia, ahogado en los tules y cintas de una maleta de juglar, cayendo hondo en una suerte de sopor mecánico, de veneno coloreado, de vidrios que se revientan, de pájaros que se astillan en las puertas, el hígado me tembló como un agonizante, viví en las uñas el gusto áspero del vientre de la prima, el seno revelando duro ese pecho caliente, vi la tierra como un inmenso Gulliver, como en los dibujos del libro de oro, solamente que todos los ríos y los mares eran llagas, hondas desgarradas, flechas, sangre que se estancaba o que fluía como un tango por las arterias, y mis manos un árbol doblado, y mi boca un pájaro muerto y la noche una derrota inmensa. Yo estuve borracho, afiebrado, absolutamente inconsciente enredado en la cintura de Miguel, que atornillaba los puñetazos en sus blancos como para hacer entrar la herida hasta los huesos, hasta que se masacraran las entrañas.
       —Miguel —le dije—. ¡Miguel, mierda, me estás matando!
       Pero supe que no había pronunciado esas palabras, que había perdido el lenguaje. Que ya no sentía dolor, que mi voz mandaba otro cuerpo, que este de ahora era solo un ensayo de cuerpo, no el definitivo, que no tenía importancia, que después de ese pasaría a otro, a uno que yo eligiera, uno inaccesible ahora. Entonces me largué a reír (mi alma reía), entonces volví a flotar en ese mar cobalto de mi ciudad natal (mi alma flotaba), entonces vi aquellas fieras que se incendiaban y me mojaban el hocico con sus lenguas (era mi cuerpo que nacía).
       Cuando desperté Miguel estaba muerto a mi lado y yo dejaba caer la piedra.
       La sangre le manaba nítida de las narices y las hormigas la bordeaban reptando en la transpiración. Me apoyé contra el muro de ladrillos y restregué las orejas enfriándome con su textura. Ocupé solo ese trecho de sombra y el resto de la tierra se despedazaba en el sol pálido como un grito. Quizás los muchachos hubieran vuelto de clase, tal vez estarían untando las medialunas con mantequilla en el café con leche; los guardapolvos estarían arrojados en la cama y los chicos mascarían el pan ojeando las historietas; mi padre estaría tomando el subte de vuelta a casa con La Razón bajo la axila, los correntinos estarían trabajando ya la zamba con las guitarras desafinadas.
       Acerqué mi boca a su oreja y le levanté un párpado delicadamente.
       —Miguel —le dije—, ¿estás muerto?
       Le aferré las manos y lo sacudí con rabia.
       —No te mueras, Miguel. No seas maricón. Levántate y vamos a ver a un médico.
       De pronto me acordé del chico que miraba la pelea desde la calle, y giré la cabeza buscándolo. Había atravesado la vereda y al advertir que lo miraba echó a correr. Recogí un tarro de conservas oxidado desde un basural y fui hasta la cuneta para llenarlo de agua. Volví corriendo para evitar que todo el contenido se perdiera por un orificio durante el viaje. Me agaché y le volqué el líquido en las narices, en el cuello y en el pecho.
       —Oye, Miguel —le dije—. Hazme el favor de despertar. Yo no quise matarte. Despierta, Miguel. Piensa en lo que va a decir tu mamá.
       Permanecí un largo momento oyendo el chirrido de los trenes en Belgrano R. Cuando no frenaban sabía que eran los expresos. Conté cinco trenes antes de correr hasta la acequia y devolverme con otro tarro de agua. Mientras lo mojaba se me ocurrió ir a buscar a un muchacho de Santiago del Estero, que era changador en la frutería. Una vez me habían descalabrado la rodilla en una pichanga y él me la había curado con venda y todo. Decía que iba a estudiar medicina, y por mientras había seguido el curso de primeros auxilios.
       —Oye, Miguel, despierta aunque sea un poco. Voy a llevarte a lo del Negro para que te cure el descalabro de la nariz. No te hagas la marmota. El Negro te va a dejar la nariz como nueva si acaso estás vivo.
       Lo puse de espalda y le derramé el resto del líquido sobre la nuca. Me pareció oírlo gemir y evoqué una película de Yon Uein donde el tipo le ponía la oreja en el corazón a uno que estaba baleado y todo, no como este que tenía un simple descalabro en la cabeza, y decía que estaba vivo aún, porque se oía ese ruido como tambor bencinero. Volví a darlo vuelta y me penetró claramente en los oídos el tiqueteo.
       —Ya me di cuenta de que no estás muerto, Miguel. Ahora es cuestión de que despiertes para que te lleve donde el Negro. Si te arrastro así la gente creerá que te asesiné, ¿entiendes?
       Lo peor de todo fue que de repente cayeron unos goterones y el cielo se hizo apretadito y mugriento por todas partes, y no había dónde cresta meter a Miguel para que no se mojara. Se advertía una pequeña techumbre en un costado, pero apenas protegería a uno de pie. Entonces se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era dejar que la lluvia empapara a Miguel, así me ahorraba ir a cada rato a buscar el agua a la cuneta con ese tarro todo mohoso y agujereado. Hurgueteé los bolsillos del muchacho y di con otro cigarrillo aún más descalabrado que el anterior y caminé hasta la cornisa esperando que amainara. Durante unos pocos minutos hubo algunos preliminares de truenos y rayos y una lluvia chiquita de pura porquería que no mojaba nada. Se sentía bien tibio el humo del cigarrillo cuando entraba por el cuello, y estuve entretenido en hacer volutas, mientras el terreno comenzaba a empantanarse suavecito, y los truenos dejaban la crujidera hacia el lado de las Barrancas. Pero cuando el chubasco se desprendió como un perro asustado, las pozas se armaron hondas y me acerqué a Miguel por si acaso tenía la cara en un charco que lo ahogara. Se había puesto oscuro alrededor, a pesar de que era temprano, y hundí tres veces el pie hasta los tobillos antes de llegar a su lado. Menos mal que lo encontré con los ojos abiertos y con la cabeza en un lugar más o menos sequito.
       —¿Qué pasó? —dijo, levantándose apoyado sobre las palmas.
       Recogí un diario para taparme.
       —Estuvimos peleando —respondí.
       Se sentó en el barro y corrió el cierre de la chamarra hasta taparse el cuello.
       —Sí, eso lo sé. ¿Pero qué me pasó a mí?
       —No sé. Te descalabré la nariz y pensé que te habías muerto.
       Sacudió la cabeza desconcertado y se agarró del brazo que le ofrecía para levantarse.
       —Me ganaste entonces —dijo—. Me pusiste nocaut.
       Casi no le veía el rostro debajo del agua. Apoyó un meñique en el descalabro y se lo introdujo acuciosamente dentro de la nariz. Luego ladeó la cara y se golpeó la oreja superior con la palma como si quisiera botar algo. Como si quisiera borrarse el descalabro, supongo.
       —Está lloviendo —dijo.
       Recogí un periódico y se lo extendí.
       —¿Sabés una cosa? Mejor que no sigamos peleando, chileno. Nos podemos resfriar.
       —De acuerdo —dije.
       Caminamos saltando las charcas y fuimos a refugiarnos bajo un zaguán. Mientras nos estrujábamos los pantalones, movilicé los dedos del pie para constatar el dinero. Advertí además que el hocico se me había inflamado. Me pasé el dorso de la mano y le eché un poco de escupito para calmar la calentura.
       —Me descalabraste la boca —le dije.
       Me tomó la quijada y la examinó un instante.
       —Entonces empatamos —dictaminó.
       Asentí gravemente.
       —Oye, Miguel… Te invito a tomar un helado.
       —¿Tenés guita?
       Me saqué el zapato y desenfundando el calcetín le mostré los billetes.
       —Vamos.
       Mientras caminábamos hacia la estación la lluvia hizo un amago de amainar y dejamos de avanzar pegados a las paredes, para salir a patear los tarros que salían al camino en la mitad de la calle O’Higgins. Finalmente desembocamos en las Barrancas y compramos dos cucuruchos de marrón glacé.
       Lengüeteamos los helados sin mirarnos hasta que a punto de terminar con el barquillo, le dije:
       —Mira, Miguel. Cuando tú me descalabraste la boca y las costillas tuve una especie de sueño.
       —¿Qué decís?
       —Quedé aturdido y vi el momento en que nací. Sentí cómo mi madre me pasaba la lengua por la mejilla. Solo que mis padres eran como llamaradas, ¿me entiendes?
       Miguel saboreó una miga que le colgaba de la uña y luego se puso las manos en los bolsillos.
       —A vos te pasó que tuviste una alucinación, ¿sabés lo que es eso?
       —No —le dije.
       —Yo tampoco lo sé bien. Pero una alucinación es como un presentimiento de algo, ¿me entendés?
       —Sí —murmuré.
       Pero no había entendido.
       Conté el dinero que quedaba y pensé que la vida no era ni corta ni larga. Que siempre habría el tiempo justo.
       —¿Te comerías una pizza?
       —Bueno.
       Afuera de la heladería estaba otra vez lloviendo y la pizza estaba tierna y el queso y el tomate se enredaban abundantes en fláccidos borbotones sobre la masa.
       Tres meses después en un zaguán de Belgrano hice el amor con la primera muchacha de mi vida. No me importó haber gastado el dinero aquella tarde ni haber dejado de visitar a la chica de la calle Zabala. El dinero que gasté lo pasé al rubro de relaciones públicas.



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