Antonio Skármeta
(Antofagasta, Chile, 1940 -)

De la sangre al petróleo

No pasó nada y otros relatos

(Santiago de Chile: Pehuén, 1985, 110 págs.)


      Una mañana de garúa en Roma. Para el pasajero en el taxi, recuerdos de películas de hace una década. Algo de Antonioni en las carreteras. Consideradas las cosas después de sucedidas, el pinchazo del neumático pudo haber sido un presagio. El chofer cambió la rueda, imprudente, no demasiado fuera de la pista. El mismo desorden de todo Roma, su exuberancia, sus teléfonos descompuestos, su multitud de curas y militares en cualquier calle.
       A las 12.15, el aeropuerto. Un monótono circo de metal y vidrio lleno de kioscos con chucherías deslumbrantes e inútiles apreciadas indiferentes por hombres de negocio, adolescentes pálidos, cruzados americanos dispersando la juventud en una Europa que se repite a sí misma día a día. Y blancas túnicas árabes en solemne abundancia.
       LH 303. El pase verde del embarque. 1000 liras derecho de aeropuerto y la voz del empleado: «Puerta 10 u 11. El vuelo está un poco atrasado». ¡10 u 11, LH 303, 12.35 hs! Cifras que no toleran la fiebre, claves con que la sociedad contemporánea se fija a sí misma en una fotografía. La dulce precisión de un mundo de ejecutivos y ejecutores. Un planeta que es un cuerpo compacto, pero con petróleo en vez de sangre. El líquido fluye suave de las cisternas a los aviones detenidos en la pista. Recordé la vieja canción de Frankie Laine en «Blowin Wild» (¡Exacto, amigo, Gary Cooper y Barbara Stanwick!): And this girl loved more, loved me back, more than black gold. Era suave, y escéptico, divagar en el aeropuerto de puertas electrónicas que ya nadie pudiese amar a nadie más que al oro negro.
       Vi llegar al Lufthansa e instalarse en la pista mientras en los parlantes hervía un último llamado para el vuelo PANAM. Miré descender los pasajeros del LH 303 con esa envidiosa mirada que conceden los que van a partir a los que llegan. Pensé que tardarían mucho más en llamarnos. Coqueteé con la idea de ir al restaurante y saborear un plato de ravioli, pero me arrepentí. Roma nunca me ha traído suerte y mis esperanzadas monedas en la Fontana de Trevi jamás han sido generosas con los caprichos de mi destino. (Era un día de cine. ¿Te Four Aces? ¿Romanticolor y Clifton Webb?). Decidí atravesar desde ya el control de maletín de mano y pasar en seguida por el escueto arco del detector de metales. Una proeza con cierto suspenso que todos pasamos con su gotita de orgullo. Al descender, el policía me golpeó las monedas en el bolsillo derecho del pantalón. Sonaron cantarinas.
       —Money —dijo el guardia. Yo le sonreí. Siempre soy muy amable con la gente que desempeña oficios que de ningún modo me gustaría realizar. Y esa sonrisa lo comprometió, porque se quedó suspirando mientras me alejaba: «Money, money, money».
       En seguida, tentativas miradas sobre las pasajeras. Varias caras familiares, las mismas que había encontrado en el festival de cine de Sorrento algunos días antes. De pie, esbelta y aderezada como un modelo publicitario, una mujer se apoyaba en los ventanales que miraban a la pista. Pensé que me gustaría conocerla, que sería alguna actriz que lanzaba al aeropuerto la resaca del festival. Pasó el control otra mujer de quien sabía que era actriz. Tenía un kilo de sofisticación encima y en cuanto la vi recordé que en el aeropuerto de Nápoles intercambiaba direcciones con un petimetre francés. No me olvidé de ella, porque mientras hablaba con él, se sacaba y ponía los anteojos de una manera bastante fatal. Del resto, no aprecio nada: gente que como yo pertenece a la opaca comunidad de los pasajeros irrelevantes.
       De pronto recordé que había olvidado, en la barra del baño del motel, mi camisa predilecta. Pensé que en verdad no me gustaría perderla, y me dispuse a telefonear a un amigo del motel para que me la enviase a München. Emprendí la salida hacia el detector mecánico. En la prensa leí al día siguiente que eran las 12.51. El LH 303 de las 12.35 llevaba 16 minutos de atraso en la puerta 10. Creo que di el primer paso. O lo retrocedí. Alrededor del umbral del arco había un grupo numeroso.
       Y entonces el balazo. Uno. Y luego otro, otro y otro aún. Y la quebrazón de vidrios. El tenso ruido de algo que se astilla. Nunca había visto de frente el fuego que dispara un arma. En el cine, por cierto. ¿Habría pasado un segundo siquiera?
       Aun de pie, junto a los ventanales izquierdos de la sala, pensé en un momento que la acción tendría que ver con el secuestro de Paul Getty, a quien la mafia había soltado en Nápoles apenas dos días atrás. Supuse que serían los gánsteres huyendo con el dinero del rescate, o el robo de un banco. En todo caso, por un instante tuve la absurda seguridad de que todo terminaría luego. En ninguno de los films la policía deja escapar a la presa en el aeropuerto. Pero, como para desmentirlo, la balacera arreció. Vi que casi todos los pasajeros se arrojaban al suelo. Me dio la impresión que el baleo era indiscriminado, que no se apuntaba a nadie. Que en verdad las balas se rifaban. Y entonces me tendí en el suelo, la cabeza parapetada tras un estante de metal.
       Miré hacia atrás, y vi lo que era el pánico. Entendí por qué los directores de cine nunca logran estas escenas. El pánico no tiene ruidos. El pánico es un silencio frenético que se derrama de los ojos, de las bocas tensas y las narices, inciertas, temblorosas. En el pánico todos somos hijos del mismo silencio final. Hijos consternados de la metralleta madre y del silencio padre, con un gesto que quiere decir: «pasarme esto, a mí, pasajero de avión, ciudadano correcto, puntual en el pago de las deudas, festival de cine, comerciante honrado». Con los cuellos estirados al máximo, todos esperaban que alguien de una compañía de aviación, puntual, uniformado, eficiente, acudiera a resolverles este pequeño incidente en el itinerario. «Por aquí por favor, please, prego, bitte, s’ il vous plaî».
       Y los problemas del pánico no son metafísicos, De estómago al suelo, la mejilla en la baldosa, calculé si el mueble que me protegía haría alguna resistencia a las balas. Deduje que no. Que las balas atraviesan los metales livianos como los cuerpos y las maderas. Que estábamos en el suelo porque así éramos un blanco menos fácil, pero de ninguna manera salvos. No excluí que también tiraran al suelo. En aquel momento no habíamos comprado los diarios del día siguiente con la masacre de Fiumicino en la portada. Las balas y los revólveres no tenían entonces nombre. Proyectil sin apellido, pero con un destino caprichoso que podría ser mi cabeza.
       Ahora el tiroteo se acumulaba y reproducía en la caja frágil de la sala de espera. Intuí que todos sentimos lo mismo. Que habría una guerra entre policías y «los otros», en esta misma sala, y que terminaría cuando todos estuviésemos con el cuerpo desgranado. Alcé un poco la cabeza y miré hacia atrás.
       Y allí lo vi a ese tipo. De pie, casi casi con las manos en el bolsillo, casi fumando un pucho en la esquina más querida de su barrio, absorto y maravillado del tiroteo, casi como si sucediese en un país lejano, con las cejas levemente divertidas, como diciéndose esto es una patraña, nos están cachando, es Candid Camera, es la imaginación de un joven director afiebrado.
       Lo relevaron del sueño mi grito y la munición que voló por su flanco. Entonces se tiró al suelo y gateó hasta la columna. ¡Ahora, abruptamente, el ventanal del frente era DESTROZADO A BALAZOS! En seguida, un hombre corpulento, con impermeable claro, acabó de romper el vidrio con el cuerpo y saltó por la puerta diez sobre la pasarela que llevaba a la losa con los aviones.
       Sentí miedo de ver eso. Creí que me comprometía con algo muy peligroso y lejano. Me acurruqué más en el suelo. No quería ya mirar nada más. Ahí vino un silencio. Una pausa que pareció definitiva. Detrás mío había un grupo de cinco personas tras la columna y entre ellos un niñito de seis años. Nos levantamos en silencio y caminamos un poquito, casi en cuclillas. Y allí estallaron los otros ruidos. Ya no balas. Parecían bombas. Alguien aulló algo en alemán relacionado con los aviones. Una nueva lluvia de balas sobre la sala, ahora desde la losa. Tomé al pequeño y lo cubrí con mi cuerpo. Pensé que era inútil, que los proyectiles atravesarían dos, tres, mil cuerpos.
       En medio del estruendo brutal, un empleado de aerolínea señaló una puerta de vidrio tras la espalda y nos incitó a salir corriendo. Desembocaba en una rambla igual a la que conducía a los aviones, pero por el lado opuesto. Mucha gente se precipitó sobre la puerta. El niño estaba ahora con el padre. Pronto todos corrían por la pasarela hacia el exterior del aeropuerto.
       Yo me quedé donde mismo, agazapado, pensando que tal vez no fuera adecuado correr. Que tal vez a los que corrían les metían bala. La policía o quienes fueran. Ridículamente opté por una solución que Peter Sellers habría envidiado. Una cosa entre tranco rápido y comienzo de trotecito. Recapacito que lo que tenía en mente en los últimos segundos era la «ley de fuga». Es decir, la que se aplica al prisionero cuando los guardias le dan ocasión de escapar solo para matarlo por la espalda. Ese tramo de la losa se llenaba ahora de gente que huía desde los mismos aviones. Allí tuve la primera noticia de que había ardido un avión. Desde mi posición horizontal en la sala de vidrios, no capté nada de la acción contra los aviones. Pero ahora presenciaba los residuos del atentado. Mujeres con las ropas destrozadas, heridos que se arrastraban gritando con las caras y los cuerpos desencajados.
       Entramos en uno de los bloques del aeropuerto. Había varias salas pequeñas con escasos muebles. Afiches en las paredes. En el sofá más largo, dos mujeres lloraban incontrolables. Una de ellas se apretaba fuertemente el estómago, como si estuviera embarazada. Se me acercó un japonés que no soltaba el maletín de mano y me habló en inglés: «¿Cree usted que demorará mucho en normalizarse esto? ¿Sabe usted a qué hora hay un tren para Milano? ¿Sabe cuánto demora el tren a Milano?».
       Me encogí de hombros. Entraron el padre con el hijo. Eran franceses. El hombre sentó al pequeño y le limpió las rodillas. «Tuviste suerte que estaba tu papi contigo, ¿eh?», le dijo. El nido sonrió. El padre le pasó la mano por la cabeza.
       Ahora entraron dos gruesos alemanes que iban o volvían de esquiar en Austria. Uno de ellos, sus ciento quince kilos de peso, tenía en el impermeable blanco manchas de petróleo. El otro era corpulento y con una desprolija barba de pocos días. Un griego de pelo ensortijado y modales altaneros inició un violento griterío con el alemán grande que no alcancé a descifrar. Solo sé que el hombretón en un momento buscó con la mirada que todos apoyáramos lo que gritó en inglés: «¡Radicales asesinos!». Me llamó la atención el término «radicales» aplicado en nuestro contexto. El gordo de la barba desprolija describió a dos de «ellos», e hizo el gesto de quien dispara con la metralleta. Una de las mujeres dejó de llorar y me miró con una sonrisa nerviosa.
       Dos policías se asomaron por la puerta abierta y siguieron camino corriendo. Me pareció que eran los primeros agentes que veía. Incluso dudé de si en el tiroteo hubiera intervenido a balazos la policía. El alemán de la barba sacó su botellón whiskero del bolsillo y lo convidó con prodigalidad. Todos bebimos un sorbo, menos el japonés. Quise preguntarles, uno por uno, qué habían visto. Muy pronto llegué a la conclusión de que el pánico es ciego. Nadie había visto nada. Encima de los hechos, no recordaban un detalle. Habían estado atentos solo a su propio terror, su desamparo.
       Al cabo de media hora, salimos de la sala. «Todos juntos», gritó el alemán gordo, organizándonos. Avanzamos por la parte trasera de la losa, y a poco andar divisamos la entrada principal del aeropuerto. Cientos se agolpaban sobre las puertas de vidrio, cuidadas por guardias, y encima de las pasarelas de acceso. En el trayecto había un tramo desprotegido que dejaba un peligroso claro hacia el lugar de la acción. Un policía nos hizo señas de que nos apartáramos de allí, que siguiéramos el camino por el frente. Sería la 1.30. Ahora venían decenas de coches policiales. Bombas contra incendios. Luego militares. Y ambulancias. Muchas ambulancias. Los viejos árabes se sentaron en las cunetas y las baldosas, sin palabras. Me acerqué a la actriz que conversaba con la chica espigada. Le dije una estupidez para identificarme en su mundo: «Este film sí que no fue presentado en Sorrento». Me miró con distante sorpresa. (Solo dos horas después mejoraron mis bonos, cuando dije que había visto una película de ella en la tele y que me había gustado). Comencé a oír lo que la gente hablaba. Con las versiones de varios testigos desconfiables, me formé una idea de lo que había pasado. Los muertos los calculaban de diez hasta cien. Justo en ese instante, el avión de la Lufthansa se encontraba en el cielo negro y lo miramos largo-largo, hasta perderse. Después bajamos la vista, nos buscamos las caras y nos calculamos el desconcierto.
       Nadie se movía. Nadie proponía nada. Todos murmuraban: «La compañía debiera hacer algo». Después de la tempestad vino un espeso remanso. A dos horas de la masacre ya casi no les importaba la muerte, ni cuántos, ni cuáles, ni la causa, ni el desenlace, ni nada. Ahora todos pensaban que estaban cansados, que tenían hambre, que querían orinar. (¿Dónde, dónde?). Pensaban que las compañías no hacían nada. Ni la alemana, ni la japonesa, ni la francesa.
       Pronto, muy pronto, ya no fueron sobrevivientes de una desgracia, sino simples pasajeros ultrajados. Preocupados de sus tripas, del maquillaje, de las valijas. Y en ese momento ocurrió algo curioso, propio tal vez de los inefables caprichos de Roma. Los guardias abrieron las puertas de uno de los accesos del interior. Eso fue un poco demasiado. Árabes en blancos tocados, negros esbeltos, ancianas débiles y mocetones norteamericanos, se enredaron en una sola ola, se ovillaron rumbo al cartel «control de pasaportes», y en un minuto formaron colas ávidas, feroces, sedientos consumidores de aviones, hambrientos de cinturones de seguridad, de carteles «No Smoking’», de whisky y cigarrillos a precios libres de impuestos.
       Entonces sí sentí ganas de llorar. El aeropuerto de Roma era una metáfora del universo, de todas sus razas, sus vestimentas, sus culturas, sus sueños, y ahora, justamente ahora que muchos de ellos habían muerto, que unos pocos de ellos habían matado, esa humanidad, esa multitudinaria existencia no tenía tiempo, ganas, vocación, de pasar del terror al sobrecogimiento. ¡Tan pronto todos de vuelta a sus propios ombligos, sus maletines, sus peregrinaciones a orar a dioses incomprensibles!
       ¡Tan rápido de la sangre al petróleo!
       Sentí ira de mí mismo. Por pertenecer a una especie que aún me provoca esperanzas, a pesar de las masacres que infectan el Medio Oriente, y Asia, y Europa, y mi herida América. Sentí una tristeza larga y húmeda por todas nuestras pequeñas obligaciones, compromisos sentimentales, ideales acomodados a la seguridad social y económica.
       Y todavía faltaba algo. Desde la otra puerta de acceso al interior, apareció un piquete de policías corriendo con sus armas en las manos vociferándoles gestos a la gente de que saliera rápido de allí, que quién les había permitido entrar. Ahora a correr hacia la salida, los pasaportes en la mano, la respiración acezante, a tropezones, a mordiscos unos con otros. Otra vez al día nublado, al cigarrillo abusivo, la boca seca, el hambre, la pegajosa autocompasión de los sobrevivientes.
       Pero ya la actriz tenía en sus manos el primer diario de la tarde y extendimos los cuellos por los bordes de sus finas orejas para leer en toda la portada: MASACRE EN FIUMICINO. Surgió entonces un pequeño orgullo, discreto, pero insoportable. Ahora todos tenían algo que añadir o rebatir a los informes de la prensa. En el lapso de una hora, habían elaborado sus aventuras. Todos con un aire de viejos héroes cansados, de luchadores de una batalla en la que ni perdieron, ni ganaron, ni siquiera pelearon o vieron.
       A las seis estaba oscuro. La mujer me convidó un dulce que masqué con avidez y desconsuelo. Los mesones de las aerolíneas abrieron. Nadie le preguntó a las muchachas de las compañías qué sabían de sus compañeros del avión, de las hostess, del piloto, de la máquina misma. Querían desentenderse del tema como de un percance ingrato, una aventurilla que las horas, los días, los años, van a agrandar y mitificar, hasta que llegará el momento en que para los nietos ellos serán auténticos héroes. Tal vez en ese momento olvidemos que preguntamos en el mesón «cuándo es el próximo vuelo, dónde está mi equipaje, nos pagarán el hotel, nos enviarán en taxi al hotel, nos pagarán la comida en el hotel».
       Sí. Nos mandaron en taxi al hotel. Y pagaron la comida. Y la cama del hotel. «Satélite Hotel». La propaganda dice a cinco minutos del aeropuerto y a diez de la ciudad. En verdad está a quince del aeropuerto y a treinta de la ciudad. En el limbo. Un enorme, voraz avión que nunca caerá. En el restaurante la mesa se alargó y los recepcionistas deliraban entregando llaves, anotando pasaportes. Los teléfonos enfebrecían. El Satélite, hoy, era el planeta principal. En la mesa del restaurante, la chica espigada me indicó que me sentara a su lado. Me dijo que era psicóloga.
       Tan estúpido como antes le dije que parecía actriz. Ella que quería desesperadamente llamar a München. Yo que la juventud de Berlín es así y asá. Frente nuestro, a lo largo de toda la mesa, se ubicaron treinta árabes. Cada dos platos, había botellas de vino tinto y blanco. Esperaron la cena en silencio, bebiendo agua mineral. Ninguno de ellos tocó el vino siquiera. En un par de minutos, un inmenso negro los arengó desde la punta de la mesa. «Creo estar en un sueño», dijo un actor polaco a mi izquierda.
       Cuando sirvieron el pollo, los árabes dieron vuelta sus platos en señal de rechazo. Uno corpulento, que nos vio apurar la botella de vino blanco, me extendió la suya.
       —¿Habla español? —preguntó.
       Asentí.
       —Está bien —dijo—. Yo hablo el español.
       —¿De dónde son ustedes? —pregunté.
       —De Maroc.
       —Bien —dije—. Yo conozco Ouarzazate, 200 kilómetros al sur de Marrakech.
       Pensé: «Dos ministros en el avión».
       —Yo soy de Agadir —dijo un árabe delgado.
       —¿Dónde aprendió el español?
       —En la Guerra Civil Española.
       —Bien —dije yo—. ¿De qué lado peleó?
       El árabe vaciló un momento y partió un trozo de pan.
       —Ese es un secreto entre Alá y yo.
       —Bien —dije fastidiado.
       Fui al living a ver la televisión. Ahora la aventura era de todos. La tragedia era de todos. Los participantes en el drama sintieron un poco robada su hazaña, un poco domesticado por las imágenes del receptor el verdadero espanto. El actor polaco bebió mucho en el bar, la psicóloga quería telefonear a Alemania, los árabes se desplegaron lentos y desaparecieron, a la actriz se la tragó la noche de Roma. Compré un frasco de champú para lavarme la cabeza.
       Al día siguiente hubo otro vuelo LH 303. Todos compramos todos los diarios de Italia y nos sentamos con los gruesos bultos de papel en las rodillas. Estábamos otra vez en la antesala. Rumbo a la pista del despegue, un remolcador arrastraba lentamente el jet PANAM. Lentos, fúnebres, lo seguían una ambulancia y dos carros bomba.
       En el aeropuerto de München, un hombre se acercó a la actriz con un ramo de flores y ella hizo como que no advertía la presencia del fotógrafo. La prensa alemana daba la última pátina de notoriedad, el detrito final del verdadero pánico.
       Entonces a casa. A contarlo. Y a contarlo y contarlo. Hasta olvidarlo.



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