Antonio Skármeta
(Antofagasta, Chile, 1940 -)

El amante de Teresa Clavel

Libertad de movimiento

(Santiago de Chile: Sudamericana, 2015, 159 págs.)


      Mi relación con Estévez comenzó con algo tan tenue como la letra inicial de nuestros apellidos. El mío lo omitiré pues más bien pertenece a los anales de la ignominia. Baste saber que al igual que en esos días escolares cuando el maestro interrogaba junto al pizarrón a los alumnos de a dos, uniéndolos por su consecutividad en la lista, así Estévez y yo fuimos sorbidos de la cárcel y embalados en un avión Swissair a Zúrich, donde un grupo de idealistas había actuado frente al dictador de nuestra patria conminándolo a que nos soltara. Cuando el director del presidio nos llamó ese día de lluvia tropical, lo hizo con un grito que bien podría servir de título a esta confesión: «Salen Estévez y el otro».
       Yo soy el otro.
       Una variable en este ejercicio turbio, un comodín en la noche de los tahúres.
       Cuando aterrizamos en la consecuente llovizna de Europa, cinco o seis personas nos esperaban en la losa del aeropuerto. Una muchacha de atuendos casi gitanos, rizos pelirrojos alborotados, nariz enfática, y baratijas en sus muñecas, sostenía un cartel: «Estévez».
       —Usted debe ser el otro —me dijo emocionada, untándome un beso en cada lado de mi barba de meses de cautiverio.
       Cuando preguntaron por nuestro equipaje, Estévez exhibió un papel donde solo se consignaban nuestros nombres y fecha de expulsión, y agregó, con una sonrisa que tuvo un efecto contagioso:
       —Esto estaría siendo todo.
       —Miserables —rugió la pelirroja con anteojos Lennon—. Ni siquiera los dejaron traer sus cepillos de dientes.
       Era una chica con enorme energía y carencia de humor. Cuando extraje del bolsillo trasero de mi pantalón la peineta con exactos cinco dientes, como las del popular Billy Bayley, y dije: «No hay que dramatizar. A mí me permitieron traer esto», me miró cítrica y compungida.
       Del aeropuerto fuimos a un gran almacén donde nos probamos pantalones, camisas, zapatos, zapatillas de gimnasia y una chaqueta blanca cruzada, irónicamente de un modelo idéntico al que tenía el oficial que me arrestó en Puerto Príncipe, para llevarme luego a un lugar secreto, donde tras unos golpes admití que había alojado en mi departamento a un hombre que buscaban con ahínco. Un par de bofetadas más alcanzaron para sugerirles un nuevo paradero. El azar, o su buen conocimiento de mi vulnerabilidad, hizo que mi amigo mudara su domicilio y, a la espera de que se me ocurriera una delación más precisa, me tuvieron preso algunos meses.
       Allí conocí a Estévez.
       Por cierto que lo había visto en las fotos de los diarios, el mentón decidido, la vena de la sien alborotada, los ojos de sus interlocutores magnetizados, pero en la realidad de la celda estaba disminuido por la tortura, la tristeza, la frugal comida y la derrota. El mismo día en que me trajeron percibí su prestigio. Los prisioneros querían enterarse de mi trayectoria presumiendo en mí un pez gordo de la democracia fracasada o un activista del movimiento Lavalas. Estévez me recibió con un abrazo y me alcanzó un cigarrillo que fumamos en un silencio fraterno y lento. Tras tirar la colilla por las rejas, quiso saber mi nombre y mi militancia. Cuando le dije que carecía de ella, pareció disfrutar de mi discreción. Era el lugar común de todos los partidarios del Gobierno depuesto.
       ¿Por qué me pusieron con él? ¿A mí, que hubiese dado todo por aparecer un día en la prensa? A poco andar me contagié con las especulaciones del ambiente, y un día, en esas promiscuidades entre guardias y cautivos, donde los primeros se muestran ostentosamente «humanos», se lo pregunté al sargento Couffon:
       —Cuando el perro es grande, qué importa el tamaño de la pulga —dijo con brusco mal humor.
       En las noches oíamos una pequeña radio portátil que a veces traía ondas del extranjero. En ellas se afirmaba la inminencia de una sublevación popular en Gonaïves, y se hablaba de campañas en Europa para demandar, entre otras granjerías, la reposición de Aristide y la libertad de Estévez. Que pronto se la concederían me resultó claro al advertir que dejaron de martirizarlo y que le trajeron brocha, navajilla y jabón. Desbrozado de esa maraña de pelos y costras de cicatrices frescas, era un hombre distinguido, de una belleza altanera.
       Al lado suyo, yo parecía un signo de admiración al fin de un adjetivo. Fui flaco toda mi juventud, y los meses en presidio habían perfeccionado patéticamente este talento. En las pocas rondas de presos sobre una cancha de fútbol improvisada con piedras en vez de arcos, Estévez daba palabras de aliento a los decaídos, repartía algún cigarrillo traficado en quién sabe qué operación, recitaba un párrafo futurista que minimizaba la catástrofe que padecían, oía con intensidad rayana en el fervor las letanías de sus interlocutores. Era como si naturalmente hubiera ocupado el puesto de imán del presidio. Igual que si una tácita elección lo hubiese nombrado presidente de esas sombras.
       Por mi parte, pasaba las horas entretenido en mi falta de perfil. Ni los días previos al derrocamiento, ni en mi cautiverio, había contado el depuesto Jean Bertrand Aristide con mi adhesión o interés. Sus utópicos simpatizantes me causaban un soponcio tan abismal como el de sus brutales detractores. Que entre tantos vociferantes hubiera caído yo con mi silencio pusilánime a la cárcel podía interpretarse como una ironía que hasta mis guardianes terminaron por entender. Solo con alguna imaginación podía amenizarles los interrogatorios, pues en mi alforja no había nada nutricio. En la cárcel no preguntaron mi nombre, menos por discreción que por desinterés. Cuando me llamaban lo hacían con un apodo genérico en el cual me sentía —al menos lo creí así entonces— holgado: «Flaco». No sabían cuánto me humillaban cuando me preguntaban si mis hazañas en la resistencia habían salido en algún diario.
       Un sábado en la mañana se anunció para el mediodía la visita de un político francés y nos concedieron a cada uno un minuto bajo la ducha y un trozo de jabón. La fugaz ocasión me puso al tanto de las llagas en el cuerpo de Estévez, pero también de sus atributos sexuales. No precisé en ese instante el significado de la agradable emoción que me impregnaba: en ese rubro podía competir con Estévez de igual a igual, y dependiendo de sus inflexiones en el momento preciso, quizá hasta con ventaja. Esta constatación me vigorizó tanto como los escalofriantes chorros de agua frígida. Solo que aún no se me ocurría cómo darle curso a este relativo talento.
       La despreciable ocasión comenzó a germinar en Suiza. Nuestros incandescentes anfitriones no estaban por cierto en el poder. Su escasa influencia la obtenían estrujando arcas religiosas, conglomerados humanitarios, políticos oficiales a quienes convenía un tinte disidente, y el corazón de muchachos bienintencionados, quienes, convencidos de que hacer la revolución en su país era tan peligroso como imposible, proyectaban sus utopías en revueltas lejanas, cuyos detritos recogían luego con unción. Natural que a estos potros fogosos el Estado les aplicara las riendas. Para sernos permitida la libre circulación en los cantones debíamos pasar una temporada en un campo de refugiados inserto en una pequeña localidad, donde se chequeaba nuestro pasado, las actuales intenciones, y se nos ayudaba a definir un futuro honorable. Exámenes médicos, revisión del currículum político, clases elementales de idioma, psicoterapia, era la rutina de tres meses antes de soltarnos a contaminar sus urbes.
       El precario destino seguía uniéndonos. Las habitaciones estaban diseñadas para dos postulantes, y ni Estévez ni yo teníamos ninguna razón para prescindir del otro. Antes bien, la ignorancia del idioma podía duplicarse si nos metían en la habitación de un polaco, nigeriano o vietnamita. El comité de recepción vino a hacer sus indagaciones en nuestro territorio. Comenzaron con Estévez. Yo hojeaba desmañadamente un Paris Match aportado por el cura de la localidad, que acompañaba a un traductor ya contagiado por algunos giros patois oídos en los aeropuertos. El funcionario me miró con simpatía y le preguntó a Estévez si prefería hablar con él a solas. Este se limitó a levantar los hombros: le daba lo mismo. Tras diez minutos de escarceos médicos más bien pueriles (si la peste cristal, si la tos convulsiva, si sarampión, si prepucio ceñido o cortado) se llegaba al grano. ¿Qué había hecho Estévez que ameritara se le concediese asilo político?
       Un rosario de beata no tendría tantas cuentas como las de mi camarada de cautiverio: dirigente de un partido insurreccional durante la enseñanza secundaria, profesor de teoría a cuadros militares, organizador de juntas vecinales, ejecutante de una alianza obrera-campesina capaz de paralizar el país en un par de horas, y (dejé de mirar las fotos del Paris Match) amante de Teresa Clavel, célebre princesa de la clandestinidad, apodada así por la última foto de ella que publicara la prensa, con una flor roja en la boca, antes de que se sumergiera en su arriesgada ilegalidad.
       Luego vino mi «turno». Mi relato fue no solamente magro, sino imprudente. No se trataba en este caso de probar al funcionario «buena» conducta, sino todo lo contrario. Garantía para la concesión de asilo era que nuestras vidas corrieran peligro en el país de origen. En un momento en que yo transitaba de un aburrido monosílabo a otro, Estévez intervino diciendo que mi «modestia» era ya patológica y transformó mi breve hospedaje a alguien que no quiso pasar una noche conflictiva en su casa en una valiente gigantomaquia. Aun así, el funcionario y su traductor no parecieron convencidos de que se me otorgase refugio. «Tú eres más bueno que el pan», dijo el traductor. Y agregó en un coloquial patois de chirriante acento: «Ne sois pas sainte nitouche». No te hagas la mosquita muerta.
       Esa noche avanzamos sobre uno de los dos bares del pueblo, donde la gerente practicaba una promiscua democracia ante la ira de los vecinos que pedían la clausura del local y el cierre de las fronteras a los negros. La señora Martina tenía una mandíbula prominente y dos rojas mejillas del tamaño de un melocotón. A los vietnamitas, polacos, nigerianos, rusos y turcos los condecoraba siempre con la misma frase y la misma risotada: «Aquí se toma cerveza. No me importa que el que tenga sed sea amarillo, negro, azul con pintitas rojas, o lila con pecas verdes». Fue en ese local donde oscuramente animado por algo que aún no precisaba le pregunté a Estévez por Teresa Clavel.
       —Olvídate de lo que oíste —me dijo.
       —¿Mentiste?
       Estévez casi me mata con la mirada. Pero de inmediato, siguiendo su superior talante generoso, dijo:
       —No conviene que se sepa.
       Me humedecí los labios anticipando la cerveza cuya espuma la matrona apartaba con una brocha.
       —¿Tú sabes dónde está?
       Hizo una pausa lo suficientemente dramática para enfatizar que su respuesta implicaba un gesto de confianza hacia mí que ponía nuestra amistad en otro nivel.
       —Sí —dijo parco.
       Una cerveza llamó a la otra, y quizá movido por la nostalgia de su amada, y el largo celibato, Estévez entró en detalles de su vida erótica, con una voz más ronca que lo habitual, y cierta noble objetividad ajena a toda grosería.
       Según su relato, Teresa Clavel era una mujer de excitaciones rápidas, prodigiosa de humedades, muscular, con un sexo que se «amoldaba» (usó ese verbo) tan enérgica cual muellemente al suyo, vivaz y profunda con su lengua dondequiera que la aplicase, y en sus finales: agónica, derramada.
       Si en la acción era alguien capaz de disfrutar del amor tanto en la forma que lo daba o lo tomaba, en la quietud era simplemente bella: la piel enmarcada en un brioso cabello trenzado, la boca ancha y frutal, el cuello suave y curioso, las manos reflexivas sobre sus pómulos levemente huesudos. Era sensible y excitable con los juegos corporales y los verbales. Algunos vocablos dichos con la respiración imprudente de sus lóbulos podían volverla loca (puso ese adjetivo).
       Su conversación era apasionada. Seguía la actividad política con cierta fiebre poética que divertía al realista Estévez, quien al hacerle resistencia con razonamientos pragmáticos recibía epítetos de «amarillo», blando, inconsecuente, cínico. En todo caso, estas polémicas —suspiró Estévez— se licuaban tanto en el lecho como en la acción política. Teresa Clavel no podía venir a verlo a Suiza, pues tendría que salir clandestinamente de Haití.
       —Y ahora olvídate de lo que oíste.
       —¿Si quieres que lo olvide por qué me lo contaste?
       Frotó sus manos sobre el vidrio labrado del jarrito cervecero.
       —Es que tú eres como…
       Estévez dejó la frase inconclusa. Creyó que suspendiéndola sería menos hiriente. Hizo un pequeño gesto con los hombros como disculpándose por no hallar la palabra. Lo odié. Lo odié minuciosamente. La virilidad de su voz, el magnetismo de su mirada, el bigote que matizaba sus labios enérgicos, el desprecio que sentía por sus llagas, la falta de patetismo con que se refería a sus padecimientos en la cárcel, la modestia con que disminuía sus hazañas, el estoicismo con que dejaba pasar los días, la certeza de sus convicciones políticas que lo llevarían otra vez a la lucha contra la dictadura en su patria y a la cama de Teresa Clavel. En cambio, yo era un profesional de la desidia.
       La evocación de su amada lo había deprimido. Pero la nostalgia, en vez de ensombrecerlo, le daba una ternura de galán de cine, una atmósfera de cálida tristeza. La mesonera se le acercó y le dijo: «¿Qué te pasa, mi amor?», y Estévez le sonrió y pasó el dedo índice primero por la mejilla de la muchacha y luego lo atravesó sobre los labios e indagador se los separó con el dedo, y la chica, cambiando la expresión lúdica a una ceremonial, extrajo su lengua y se lo lamió.
       Salí solo del bar humillado por la llovizna. Hasta me parecía raro que en esas callejuelas se proyectara mi sombra. Sentía mi cuerpo flaco electrizado por una furiosa emoción: quisiera estar en el lugar de Estévez. Hubiera deseado, así con esa prisa, poner mi sexo donde él había incursionado con el dedo. Abominé de mi anonimia. De esa estúpida sombra que iba por delante indicándome el camino hacia ninguna parte.
       Envidiaba de tal modo a Estévez que esa noche, a solas en la habitación, mientras él holgaba con la camarera, me propuse hacer el amor con su Teresa Clavel.
       Ignoré en ese instante las dosis de infamia que aplicaría en el empeño y el desenlace que hoy retengo menos por técnica narrativa que por vergüenza. Que les alcance saber que los días pasaron con perfecta irrelevancia. Clases de alemán a cargo de un maestro humanitario y sentimental, documentales sobre los ríos y castillos de la zona, campeonatos de ajedrez y ping-pong, fotos de perfil, de frente, de espalda, firma de solicitudes, colas ante la caja para recibir nuestras mesadas.
       Hasta que una noche llegó agitado a nuestro cuarto el funcionario que tramitaba los asilos.
       —Tengo el corazón dividido pues les traigo noticias buenas y malas. —Se frotó la barbilla y respiró hondo—. La buena nueva es para usted, señor Estévez. La comisión acordó otorgarle el asilo y financiar su estadía en nuestro país hasta que encuentre una ocupación… digna. La mala noticia es para usted, ¿señor…?
       Se sumergió en los expedientes a la búsqueda de mi apellido, ocasión en que adiviné lo que me referiría. Mi modesta imaginación no había ayudado a mi parco prontuario, y la generosa fantasía de Estévez les resultó sospechosa a los burócratas. Bref: habían enviado un fax al ministro de Interior de Haití con los antecedentes consultando si había algo contra mí, y la respuesta yacía en el expediente: «Absolutamente nada, interrogado y detenido por mera rutina de los servicios de inteligencia, ciudadano haitiano honorable, de buena familia, se le garantiza plena libertad y seguridad en todo el territorio».
       Las autoridades suizas ponían a mi disposición el pasaje aéreo hasta Puerto Príncipe y una suma simpática de dinero que me permitiría adquirir cigarrillos en el free shop del aeropuerto de Zúrich. Puesto que el primer vuelo era al día siguiente, se me concedía esa noche para empacar mis cosas (el funcionario miró mis dos camisas colgadas en el perchero), y eventualmente unas horas de reflexión para ver si decidía apelar contra el retorno forzado.
       Consta con creces que no soy un héroe, de modo que cuando le dije al funcionario que aceptaba sin dilaciones la expulsión, era porque me animaba la emoción de hacer más temprano que tarde el amor con Teresa Clavel.
       Cogí pasajes, dinero, credenciales, folleto explicativo de las acomodaciones del aeropuerto de Zúrich, y los puse sobre la humilde mesa. En cuanto a Estévez, la policía lo derivaba a Berna. Había allí muchos organismos internacionales, oficinas hospitalarias para las ideas democráticas. A modo de confidencia, el policía le informó a Estévez que en el expediente de su caso figuraba la opinión del ministro de Relaciones Exteriores de Suiza, según la cual se le auguraba a Estévez un ministerio en un régimen renovador de la dictadura. Luego me miró con indiferencia y me puso al tanto de los detalles de la partida.
       En cuanto se marchó, le extendí lápiz y papel y casi como una orden le dije a Estévez que le escribiera a Teresa Clavel. Quería darle un testimonio de mi amistad haciéndole un favor, anhelaba probarle que era capaz de un acto de coraje, y quería ponerme a las órdenes de ella para alguna misión en la patria. Solo le pedía que en el encabezamiento de la carta no constara ni su nombre ni su dirección. Yo los memorizaría. Ese sería su voto de confianza en mí: su compañero de cautiverio.
       Estévez se miró los dedos y los estudió como si tuviera entre ellos una figura de barajas que podría combinar de distintas maneras. Luego entrecruzó sus falanges y las hizo crujir estirándolas. El hombre estaba tratando de precisar su intuición sobre mí. La posibilidad de contactarse con Teresa Clavel lo excitaba. El riesgo de que tras una azotaina en el aeropuerto yo cantara su paradero lo contenía. Entonces jugué mi carta de triunfo.
       —Olvídalo —le dije con tono ofendido.
       Era un tipo de sentimentalidad viril. No cabía en su universo que un hermano de cautiverio lo traicionara. Imposible concebir en otro la cobardía que él con tanto rigor ignoraba. Puso una mano en mi hombro izquierdo, me lo apretó fraternal, y a la luz de la fría bombilla se abocó a escribir febrilmente.
       Cuando hubo concluido la página, se limitó a doblarla en cuatro y la puso en el bolsillo de mi camisa.
       —Porte Verte —añadió lacónico.
       Entendí que esa dirección podría darme un pasaporte a una dignidad y a una identidad de las que carecía. El blando sentimiento de reconocimiento a su confianza que humedeció mis ojos fue en aquel instante sincero. Eso provocó que él subiera su mano hasta mi mejilla y me la golpeara con cariñosa complicidad.
       En cuanto el DC-10 alcanzó su velocidad de crucero, acepté un cubalibre de la azafata y me aboqué a la lectura de su esquela. Estévez naturalmente no era un poeta, mas la cursilería de sus expresiones no ocultaba una pasión genuina y una enorme precisión de sentimientos. La carta contenía una paráfrasis del verso africanista de Carl Brouard que se nos enseña en la escuela: «Tambor, cuando suenas, mi alma ulula hacia África». En la ruda versión de Estévez: «Teresa, cuando mi corazón suena, ulula por ti». Ese era el momento lírico más sensible. El resto, pura literatura carnal: describía el frío de sus sábanas suizas, el recuerdo de sus axilas bajo las papilas táctiles de su ancha lengua, la sosegada calentura con la cual esa misma lengua recorría sus encías, la obsesiva memoria de sus propios dientes mordiendo la prominente esfera de «tu culito».
       Excitado apuré el cubalibre. «Estévez», le telegrafié desde las nubes, «has amarrado al perro con salchichas».
       Mis temores de que en el aeropuerto me succionaran los gendarmes del dictador se esfumaron frente al control de documentos. Los policías, fastidiados de humedad y hambre, dejaban pasar a la gente de color con un manotazo desganado, «allez, allez». Solo a los visitantes blancos los sometían a un control en su computadora. El derrocado Aristide era bastante popular en círculos religiosos norteamericanos y se presumía en cada cara pálida un activista contra el dictador.
       En mi departamento miré la guía telefónica y busqué la dirección del Porte Verte con la amargura anticipada de que todo hubiera sido un desvío ocurrente de Estévez, cauteloso político y experto catador de almas. El local existía en el directorio. Lo que sin embargo faltaba era el teléfono en mi casa. Había sido cortado de una cuchillada. Una revisión rápida de los clósets y de la cocina me revelaron que las habitaciones estaban considerablemente aliviadas. Solo artículos macizos, la cama y el refrigerador, por ejemplo, seguían en su lugar, pero se habían llevado las manillas de las puertas, la escoba y el plumero, mi colección de discos de Edith Piaf, y naturalmente el tocadiscos. En un gesto muy haitiano, de respeto por la cultura, me habían perdonado los libros.
       Los bienes que traía en mi valija eran mayores que los detritos de mi habitación. Usé la maquinilla de afeitar, la fina colonia del free shop, la camisa de seda turquesa, el impecable pantalón de napa beige, la chaqueta blanca cruzada que hubiera sido una ironía vestir en Suiza y el rápido encendedor al cual le saqué la llamarada que me condujo al tabaco de la reflexión mirando la calle dormida. Un cigarrillo trajo a otro. Algo me decía que era conveniente buscar a Teresa Clavel en la noche húmeda y patois, en la discreción de la luna y las flojas ligaduras del alcohol tabernario. Porte Verte era un bar alejado del puerto, hacia el barrio más pudiente de la capital. Un lugar donde la clandestina mujer podría tener residencia insospechada.
       ¡Cuán indiferente es la naturaleza a la historia! Era una noche impecable, las estrellas equilibradas en la galaxia cual si hicieran algún sentido, la luna opulenta y delatora, los niños bailando rap en las esquinas valiéndose solo del chasquido de sus dedos, y sobre todo el mar, inquieto como un telón que pide ser alzado. Con la ventana del taxi entreabierta se duplicaba la felicidad de esa brisa. Al fin y al cabo, me dije, esta es la patria. Este instante. La patria era para mí la anticipación de mi rodilla desnuda entreabriendo desde atrás los muslos de Teresa Clavel.
       El taxista me miró malicioso por el retrovisor cuando pagué, y aún sostuvo su insolente actitud un rato. Me apreciaba como un nativo vuelto al terruño con dinero europeo, ropa jactanciosa y ansias de burdel. O quizá no. Tal vez, Porte Verte era una madriguera ya detectada por Michel François y el conductor era un attaché que se reía de mi inminente futuro en las mazmorras. No dejó de impresionarme mi propia conducta: en vez de beber la bulliciosa saliva de Teresa Clavel, quizá esa misma noche me enterrarían en los excrementos de los neoduvalieristas herederos de los tontons macoutes.
       En el bar les di a entender a las copetineras que buscaba algo muy preciso y que sus avances eran vanos. Tenía una cita con cierta dama y no quería que me asediaran. El repertorio del pianista era el rutinario de todos los bares «elegantes» de Petionville: «Feelings», «Me olvidé de vivir», «La sombra de tu sonrisa», «Perfidia». Junto con el segundo cubalibre le indiqué al espigado barman que se inclinara.
       —Traigo un mensaje de Estévez —le dije. Y enfaticé la importancia de esta información señalando con el pulgar hacia atrás—: De Europa.
       Hay un momento en los países «sísmicos» donde la vida y la muerte dependen de un cara y sello, de un suspiro o una mirada. Del abrazo fraternal a la delación media un parpadeo. Todo es pantano. El mozo frotó hasta la saciedad una copa ya infinitamente seca. No quiso mirarme. Podía sentir como una catarata el paso de su saliva por esa estrecha faringe.
       —Un mensaje para Teresa Clavel —lo rematé en un susurro.
       Si hasta el momento había sido su turno de pavor, ahora venía el mío. Había desbarrancado mi juego sobre el mesón. De los minutos siguientes dependía mi dicha o mi tormento. Cuando el barman se alejó en silencio fúnebre hacia el camarín de las vedette, bien pudiera haberme dejado a disposición de un comando que me agujerearía sin inhibiciones. Pero, oh diosa ambigüedad, también ese hombre de mano segura para agitar cócteles tenía que contar tembloroso con que a mi retaguardia pudiera haber un eficiente pelotón de fusileros dispuestos a volar sus sesos y acaso el sensual cráneo de la belleza que protegía.
       Había otra posibilidad: la del crap. Que saliera el siete en la primera jugada y que todos ganáramos. Que yo fuera de verdad un mensajero de Estévez y no un agente de Cedras, que él fuera en efecto un mozo democrático y no carnada para cazar incautos flamígeros como yo.
       La incertidumbre sísmica que no recomiendo a nadie.
       Concertado con el cambio de atmósfera en el cabaret, el pianista entendió que debía callar. Las tres copetineras, hace un instante protuberantes de senos y maquillaje, en la penumbra de la mesa del fondo donde se habían arracimado parecían oficinistas sin erotismo con sus minifaldas colorinches aptas para facilitar el manoseo de sus jefes adúlteros. Levanté con falso aplomo mi vaso proponiéndoles un brindis; un gesto que no les provocó ni la menor reciprocidad. Bebí ese ron local tras maraquear los cubos de hielo, con la sonrisa final de quien lo ha perdido todo.
       Más tarde el barman vino y sin palabras extendió la mano. Saqué la carta de Estévez de mi chaqueta y se la pasé. Curvado, igual que si le hubieran caído encima diez años de un aventón, el hombre volvió hacia el camarín, y ahora pude disfrutar de ser, por primera vez en mi vida, el centro de atracción en un lugar público.
       Casi como el grosor de un metal sentí en mí esa fuerza compulsiva con que almacenaba las miradas, los silencios. Identifiqué esa emoción con el modo de ser de Estévez. Él no era ocasionalmente este magneto. Él lo era todo el tiempo. Él era profesionalmente el protagonista de su vida. Solo mi avieso propósito, mi vicaria fantasía, me daba la posibilidad de vivir un instante como un hombre.
       Luego el mozo me introdujo al camarín. Detrás del espejo se abría una puerta falsa. Se asomaba un pasillo. Desembocaba en una escalera. Allí el hombre se detuvo y me indicó que la trepara. Alrededor había sacos de harina y de maíz. Me evocó menos reservas de alimentos que aquellas barricadas y trincheras que se forman en los enfrentamientos a balas. Los peldaños conducían a una habitación mínima, una especie de bodega improvisada como pieza, donde Teresa Clavel al lado de una lámpara de pie leía tal vez por quinta vez la flamígera misiva de Estévez.
       La saliva se me agolpó en la boca. El modo como esa luz clandestina perfilaba su figura le atribuía un toque mágico a su sexualidad, algo que percibí como un efecto artístico, la degradación del color de los pintores holandeses, la melancolía de un filme americano de los años cuarenta. No la deseé menos. La codicié más y de otra manera. Estévez, asediado por la continencia, había sido más bien impúdico en esa noche de confesiones, olvidando rasgos de su rostro que le daban ligereza a su energía erótica. La mandíbula delicada, las orejas pequeñas con unos lóbulos de los cuales brotaban dos breves perlas baratas, la nariz algo más suave que sus labios mulatos.
       —¿Cómo se llama? —me preguntó.
       La futura infamia, el análisis realista de mi existencia, la anonimia disfrazada de modestia, pusieron en mi boca este texto:
       —Soy un amigo de Estévez.
       La mujer agitó la carta por encima de la lámpara y luego vino hacia mí.
       —Es una carta muy auténtica —dijo.
       —Totalmente auténtica.
       —Me refiero al contenido y no al autor.
       —También yo.
       —De modo que la ha leído.
       —Distraídamente.
       Se puso a una distancia mínima y besó tres veces mis mejillas.
       —Se requiere valor para llegar hasta aquí.
       —No lo llamaría valor.
       Dentro del bolsillo derecho de mi chaqueta blanca apreté la navaja. Rocé el dispositivo que hacía que su filo saltara automáticamente.
       —Yo a usted la amo, madame.
       Teresa Clavel alzó la barbilla y bajando los ojos me recorrió con la vista desde los zapatos hasta la frente.
       —Dado que no nos conocemos, me imagino que usted simboliza en mí su amor por la causa.
       —La democracia me es simpática, pero en el fondo indiferente. Nunca he sido feliz en ningún régimen.
       —¿Entonces?
       —Quiero decirle que envidio la suerte de Estévez.
       —¿Lo envidia? Usted tiene la dicha de estar en su propio país y él en el exilio. Lejos de todo lo que ama.
       —Lejos de usted.
       Sin sacar la mano derecha del bolsillo de la chaqueta, alcé la izquierda y con el dorso recorrí suavemente uno de sus pómulos. Los labios de la mujer se abrieron y la mirada se distanció cautelosa. Insistí en mi leve caricia, hasta que llevé uno de mis dedos hasta sus labios, lo hundí sobre el inferior, y enseguida lo pasé por sus voluntariosos dientecillos. Mi anhelo… Mi locura era que ella lo untase con su lengua, y que ese mínimo gesto desencadenara el amor. Anticipé el delirio de mi boca repleta con el jugo de su sexo. Pero la mujer alejó sus labios, leve y contundente.
       —Eres un pendejo —me dijo.
       —Un pendejo consecuente —dije.
       Saqué la navaja e hice saltar la hoja muy cerca de su cuello.
       Se dejó estar con desprecio. La apreté, hundí mis manos en sus nalgas, toqué sus senos, los mordí por sobre la tela delgada de su vestido rojo, la puse sobre la cama, le bajé el breve calzón blanco, la penetré, y en treinta segundos me fui eléctrico y convulso sobre ella. La mujer me apartó. Recogió del suelo la carta de Estévez y fue hasta la lámpara y volvió a leerla. Me apresuré a amarrar los pantalones y salir a la calle. Ni siquiera me había sacado la chaqueta.
       Volví a mi departamento en Senghor y dejé correr días y noches viviendo en esa intemperie. Desde mi ventana veía pasar sin miedo ni interés las patrullas militares. Con el resto del dinero europeo compré un teléfono nuevo. Yo mismo hice la conexión, y un día marqué el teléfono de Estévez en Ginebra. Dejé sonar largo rato, pero no hubo respuesta.
       En la biblioteca de la municipalidad de mi barrio, la jefa, una amiga de mamá, me ofreció una chance en la sección de libros ingleses. Un puesto inútil, pues casi no había clientes. Hay que decir que el sueldo estaba a la altura de la energía que requería. Como flaco empedernido, sin embargo mis gastos eran solo el tabaco y el ron.
       Luego las presiones de Estados Unidos y las Naciones Unidas, que a mi menguado entender son la misma cosa, hicieron fuerza para que retornara a Haití el derrocado presidente. Una noticia que no me incumbía ni emocionaba. Pero aledaña a esta había otra. Para asegurar la transición, se nombraría como ministro a un hombre del presidente refugiado en EE. UU. que prepararía su retorno a Puerto Príncipe: Robert Malval. Debajo de una inmensa foto de este venía un artículo no menos extenso con el anuncio de que volvía ya un prominente grupo de exiliados. Naturalmente, con retrato y valija ad portas, el primero de ellos: Estévez.
       Hice un balance de mi vida con resultados más bien frugales. Si a Estévez le esperaba un ministerio, a mí el tedio entre libros de un idioma que conocía solo por algunas canciones pop. Si a Estévez lo aguardaba Teresa Clavel, a mí el consuelo de mis sábanas solitarias.
       Un escape en barco hacia Miami, frecuente en esos días, me impresionaba como riesgoso, promiscuo, melancólico, y lo peor, nadie podía asegurarme que mi vida en EE. UU. fuera más animada que en Haití.
       Decidí quedarme. Al cabo de una semana sonó el timbre de mi departamento y salté de la cama para abrirle la puerta a Estévez. Se había dejado crecer los bigotes y tenía una mirada dura e intransable. En la mano traía una navaja cerrada. Accionó el dispositivo a la altura de su cadera e hizo brotar la hoja.
       —Se te quedó esto en casa de Teresa —me dijo.
       Casi como si lo adivinara, quise llevar mi mano al pómulo para protegerlo. En un segundo me convencí que sería un gesto inútil. Estévez me marcó la mejilla con su filo desde el pómulo hasta la comisura del labio superior derecho. Sentí el tajo profundo y caliente y me aguanté el dolor apretando los dientes.
       Luego puso la navaja sobre mi cama, y en el furor de la hemorragia percibí que la colcha se manchaba de una línea roja. Cruzó sus dedos y, en un gesto que le era característico, hizo sonar los huesos. Consideró algunos segundos con desgano mi sangre alborotada, y ciertamente satisfecho de su faena se encaminó a la salida. Allí puso las manos en los bolsillos para enfatizar su indiferencia.
       —Llegamos hasta aquí, porque si te mato, capaz que tu nombre aparezca mañana en la prensa.



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