Hernando Téllez
(Colombia,
1908-1966)
Consideraciones
sobre lo cursi
Gustos
literarios
La dama, muy enojada, pero muy
bella a pesar del enojo, declaró su indignación cuando alguien dijo en
la tertulia donde se hallaba, que la novela de Félix B. Caignet, El
derecho de nacer, era, ciertamente, un monumento de cursilería.
—¿De manera —dijo
con los labios temblorosos— que todos los que oímos embelesados la
radiodifusión de esa novela, somos cursis?
Se produjo un
silencio muy difícil. Una respuesta afirmativa resultaba poco galante.
Y, bien observada la dama, además de su victoriosa belleza, no tenía
sobre sí nada que delatara sus íntimas y secretas conexiones con la
cursilería. El traje era sobrio y elegante y los ademanes sencillos y
desenvueltos. Una ligera exageración en el trazo oblicuo de las cejas,
buscaba darle al rostro una reminiscencia mongólica levemente
inquietante, y por ahí, como perdido en el oleaje del pecho, zozobraba
un prendedor que no era una joya sino una imitación de joya, demasiado
esplendorosa para ser verdadera. Salvo esa forzosa concesión económica
a la producción en serie, una línea general de elegancia y de buen
tono rodeaba a la dama. Además, su conversación no era completamente
descabellada. Decía, claro está, una inacabable serie de futilidades,
pero las decía con tanta convicción, con tanto desgaste de energía
vital, que tomaban súbitamente una coloración artificial pero
encantadora de verdades. Algo, tal vez mucho, de la gracia animal, por
completo biológica, de su calidad de hembra bella, trascendía a sus
palabras. Si no se hubiera suscitado un tema de conversación tan
peligroso como el de la novela de Caignet, probablemente esta mujer
colombiana no habría sido contradicha en sus opiniones. Era un gusto
verla y oírla decir deliciosas tonterías. Pero su apasionado fervor
sentimental e intelectual por Caignet sobrepasaba la medida de sus
seducciones. Y podía tomarse en realidad como un abuso de poder.
Sobreponiéndose a
esa natural coacción del sex-appeal sobre las facultades
críticas, un escritor que se encontraba en la reunión tomó sobre sí
la temeraria empresa de hacer para la dama una especie de sermón sobre
lo cursi.
El éxito de
Caignet en Colombia, dijo, se explica precisamente porque el gusto
literario promedial del país se encuentra exactamente en el nivel de la
cursilería. Esto no es una ofensa ni para el país ni para Caignet. Los
hechos no son ofensivos. La cursilería literaria no es una
arbitrariedad sino una consecuencia lógica del medio social que la ha
hecho posible. Culpar a una sociedad porque en un gran número de sus
manifestaciones sea cursi, es tan absurdo como inculparla porque en el
desarrollo de su producción conserve ciertas formas feudales a tiempo
que otras sociedades han superado ya satisfactoriamente esa etapa
histórica. La cursilería es un signo social, no un capricho de las
gentes. En ciertos países europeos, Francia, por ejemplo, es difícil
no digo ser literariamente cursi, sino serlo con éxito. Puede haber
muchos o pocos escritores cursis, como los de la “Novela Rosa”, pero
perecen en medio del desprecio colectivo porque el nivel cultural de la
sociedad ha sobrepasado ya el grado histórico de la cursilería. Las
aguas de la cultura media superan esa marca. En Colombia, no todavía.
El caso de Caignet que es un caso de perfecta sincronización entre la
cursilería literaria y la cursilería social, exaspera terriblemente a
ciertas selectas inteligencias. Eduardo Caballero Calderón,
verbigracia, estuvo a punto de realizar una nueva cruzada para rescatar
el Sagrado Cuerpo del Arte, profanado, según él, por el escritor
cubano. En su apostólico empeño, fue ignominiosa, pero merecidamente
batido. Olvidó algo muy importante: que la sucesión de las etapas
culturales es lenta y parsimoniosa y que si había algo socialmente
explicable y normal era el éxito de la novela de Caignet, precisamente
porque representaba algo así como la sublimación literaria de una
sentimentalidad y de un gusto intelectual promedios, irresistiblemente
cursi. En otras palabras: Caballero olvidaba el medio, la atmósfera
social en la cual caía, como maná, el mensaje de Caignet. Desde su
personal punto de vista, Caballero tenía razón. Era el punto de vista
de un miembro de las élites que partía del engañoso supuesto de que
toda la sociedad se parecía a él mismo o de que, cuando menos, no se
parecía demasiado al señor Caignet. Los resultados de su frustrada
campaña tal vez lo hayan desengañado, ahora sí, respecto de las
valoraciones del gusto medio, tomadas idealmente por lo alto.
Resulta, pues, que
lo cursi tiene su natural imperio cuando una burguesía en ascenso
económico no ha conseguido crearse todavía o no dispone, por herencia
histórica, de una auténtica y sólida tradición cultural. Es la
cursilería del nuevo rico que anhela demostrar su nueva condición por
medio de un refinamiento postizo y es también la del pobre que anhela
disimular su verdadera condición por medio de expedientes en que lo
trágico y lo cómico se entremezclan denunciadoramente. Es la dignidad
teatral de un vendedor que lleva, sin embargo, los zapatos rotos. Y el
desafiante exhibicionismo del nuevo rentista que se llena de
automóviles de último modelo. Y la coquetería de una niña que
presume de mujer. Y la de una mujer que presume de niña. La cursilería
puede estar implícita en el traje, en los ademanes, en la
conversación, en el concepto de la vida, en la idea de lo que uno es y
no es. Hay cursilería en el amor, en la amistad, en la política. Se
puede ser cursi por solemnidad o actuando conforme a la creencia de que
el amaneramiento es el colmo de la estilización. Una mujer liviana cae
en la cursilería cuando representa el papel de la honesta agresiva, de
la esposa sin tacha o de la matrona irreductible. Una colegiala puede
convertir su candor en pura cursilería, si lo extrema, o su impudor si
lo disfraza de candidez. Es por ello por lo que la cursilería puede
expresarse de la misma manera en el éxito de Caignet y en la tendencia
irrefrenable de la alta o pequeña burguesía para no dejar en discreta
penumbra ningún acto privado que pueda denunciar, ante el público, la
solidez económica de su situación o lo que esa misma burguesía reputa
como signo de aristocracia, de supuesto refinamiento y de máxima
distinción. Por eso las páginas de vida social de los diarios
colombianos son prodigiosamente cursis, no porque así lo deseen sus
redactores, sino porque el ambiente social así lo exige. Hay un
esnobismo de la cursilería, como hay un esnobismo del buen gusto.
Colombia se halla en la primera etapa. Y de esta suerte, la literatura
de un escritor como Caignet encuentra eco popular muy extenso.
Pero usted querrá
saber en qué consiste la cursilería literaria, y por extensión toda
la cursilería. Es un problema de calidad en las formas, en el estilo.
No la ausencia de estilo. La ausencia de estilo es —¿Cómo le diría
a usted?— la barbarie no exenta de cierta fuerza y de cierta áspera
seducción. Hay ciertos lenguajes literarios enteramente bárbaros,
llenos de poderoso atractivo. Y ciertas formas de vida, primigenias, no
exentas de seducción. El estilo es un principio de adecuación, de
convenio, un compromiso respecto de las normas. Lo cursi en el estilo
literario aparece cuando el escritor resulta incapaz de hacer una
aleación honorable de los materiales con que trabaja. Cuando hace el
oficio de joyero falso y a su producto quiere dar sin embargo la
apariencia de lo verdadero y de lo fino. Esta distinción entre el cobre
de lo cursi y el oro de lo verdadero, requiere, socialmente hablando, la
experiencia cultural y civilizada de que se habló antes. Los países
jóvenes están, en lo general, justificados históricamente para caer
en el truco del falso joyero. Para tomar el cobre por el oro y pagarlo,
muchas veces, a precio de oro. Sobre todo en el dominio de las formas
artísticas: poesía, teatro, novela, música, escultura, pintura, cine,
etc.
Ahora bien: lo
cursi, como tal, es un rico filón y un tema de primer orden para la
creación estética. Para la sátira humorística es impagable. Usted
habrá leído las preciosas imitaciones que del estilo de Caignet ha
hecho en su columna de El Tiempo el humorista Klim. Le ha
bastado con ubicar en otro plano intelectual el estilo del escritor
cubano. Esa simple transposición ha sido suficiente para desajustar
todo el proceso y dejar en ruinas el edificio de Caignet. O dicho de
otra manera: el ácido del humor de Klim actúa como agente
catálico: el cobre de la cursilería literaria queda esplendorosamente
aislado y al descubierto. Klim no podría hacer lo mismo con el
estilo de Flaubert. Podría, si quisiera imitarlo. Como se puede imitar
a Cervantes. Pero en ninguno de estos dos casos el resultado sería el
de dejar en cueros a la cursilería porque ella es inexistente en esos
dos estilos ejemplares. La cursilería requiere, pues, como condición
previa, que haya básicamente una falsificación de los valores
estéticos, es decir, una falsa apariencia de calidad para ellos mismos.
Y que, por consiguiente, una inspección crítica más o menos diestra
deje en evidencia la superchería. Klim la ha descubierto por el
lado del humor que es el lado más agudo y más apto a la demostración
de toda falsa moneda literaria. Nada más serio, más sentimental, más
patético, más solemne que la novela de Caignet, dice usted y dicen
muchas gentes. Pero haga la prueba de leer esa novela en la versión de Klim
que no difiere estilísticamente del original sino por la maliciosa
reiteración de los tópicos claves del escritor cubano. Entonces
comprenderá usted por dónde brota el manantial de la cursilería.
Caignet es un humorista que se ignora. Ha levantado un monumento
literario a la cursilería, en serio, cuando hubiera podido hacerlo en
broma. Klim se ha encargado de ese estupendo trabajo revelador,
para divertirse él y divertir a miles de lectores colombianos entre los
cuales habrá muchos que sin ese antídoto, en lugar de reír hubieran
seguido llorando con las desventuras de Albertico Limonta, no porque esa
clase de desventuras no sean dignas de cristiana compasión, sino porque
el compuesto literario que de ellas hizo Caignet merecía el terrible
honor y la prueba cruel a que las ha sometido Klim.
La cursilería en
la vida, como expresión, como actitud de ella misma, no difiere mayor
cosa de la cursilería literaria. Una y otra obedecen a las mismas leyes
del desarrollo social. Desde luego, la primera es anterior a la segunda.
Y ésta, como ya se dijo, es una consecuencia. Caignet no tiene la
culpa. Y los admiradores de Caignet tampoco la tienen. Usted queda
absuelta.
En este punto del
sermón del escritor, la dama parecía un poco perpleja.
—Pero no me
negará usted —afirmó como para no darse por vencida— que Caignet
escribe muy lindo.
El autor del
sermón comprendió que había perdido lamentablemente su tiempo.
El Tiempo, 5 de
agosto de 1951
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