Hernando Téllez
(Colombia,
1908-1966)
Preludio
Cenizas para el viento y otras historias
(Bogotá: Librería Mundial, 1950, 216 págs.)
Primero fue un
grito. Después miles de gritos. Después un
tumulto. Después la revolución.
—Oiga,
usted, joven, aquí tiene el arma.
Me
entregaron un machete grande y nuevecito. Brillaba
la hoja contra la pálida luz, al voltearla.
—Gracias.
Pesaba
el machete. En la empuñadura de madera podían
descansar con amplitud mis cinco dedos, colocados
allí en la forma que ustedes saben: la forma del
puño cerrado pero con el trozo de madera entre la
mano.
—¿Y
qué hago con el machete?
El
grupo se alejaba. Y el hombre que me lo había dado
ya iba calle arriba, a la cabeza de sus amigos.
—Señor,
¿qué hago con el machete? —pregunté
desesperado.
Ni
él ni los demás me oyeron. Todos gritaban
energúmenos violentos. Mi grito se perdió así en
el aire. La gente llevaba superpuesto sobre su
rostro, el rostro de la revolución: ira y miedo,
rojo y blanco. A mí me había cosido la revolución
en plena calle, cuando estaba parado frente a la
vitrina de una bizcochería, en la Gran Avenida. Un
minuto antes yo me hallaba con las manos desnudas en
la actitud del desamparado, del que no tiene empleo,
del que tiene un poco de hambre, imaginando la
posibilidad de que algún día yo pudiera entrar a
esa tienda y comerme, minuciosamente, uno después
de otro, todos los bizcochos de la vitrina. Un
minuto después la revolución me hacía el obsequio
de un machete. ¿Para qué? Yo no sabía para qué.
Debía
ser en el sur donde la revolución había brotado
como una gigantesca flor de llamas, pues en esa
dirección y a pesar de la distancia, un resplandor
rojizo alcanzaba a penetrar el plomo del cielo,
dorándolo a trechos, como un cobre. Lejanas,
imprecisas detonaciones de fusil, llegaban en el
aire. Con el machete entre las manos me puse a
pensar en la revolución ¿Contra quién era la
revolución? ¿En favor de quién?
—Dígame, señor, ¿qué ha ocurrido?
El
viejecito me miró a las manos y empalideció,
inició una cómica carrera. Pero seguían
desfilando gentes y gentes. La calle era un río de
agua que arrastraba, a su vez, un río humano.
—Señorita —le dije tomándola por el brazo—,
¿quiere usted decirme qué ha pasado?
Se
desprendió de mí en un gesto nervioso y me
respondió con la voz temblorosa:
—No
sé, no sé, no me detenga, por favor. Yo voy para
mi casa.
—¿Pero
qué ha pasado?
La
muchacha ya se había ido. El machete era, pues, un
inconveniente. Con él en las manos yo debía
parecer un revolucionario de verdad. Pero yo no era
un revolucionario, Yo era un pobre diablo que andaba
por ahí sin nimbo fijo, con diez centavos entre el
bolsillo, y que se había parado frente a la
vitrina. En el cristal busqué mi propia imagen: el
machete caía paralelo al raído pantalón, del lado
derecho. No resultaba del todo mal el conjunto. El
machete me daba cierta prestancia. Pero, ¿qué iba
a hacer con el machete? La revolución no se
equivoca, pensé, pues si están repartiendo
machetes algo habrá que cortar, algo habrá que
defender, y a alguien habrá que matar. Solté una
carcajada y dí media vuelta. Una lluvia
inmisericorde empezaba a caer.
Pasó
otro grupo de energúmenos y varios de ellos me
miraron, primero con hostilidad, con odio, pero al
descubrir que de mi mano derecha pendía el arma,
sonrieron siniestramente. Y uno, encarándose
conmigo, rugió:
—¡Viva
la revolución!
Yo
respondí automáticamente:
—¡Qué
viva! —y, sin saber cómo, me encontré blandiendo
el alma poseído de insólita ira.
Pero
siguieron. El aguacero arreciaba su ímpetu, y bajo
el aguacero, las gentes seguían corriendo o
gritando, enloquecidas, atemorizadas, iracundas
unas, desafiantes otras, huidizas, todas marcadas ya
con el extraño sello de esa cosa grande y terrible
que había nacido, súbitamente, en algún lugar de
la ciudad.
Yo
me guarecí en la puerta de la tienda y sólo
entonces me dí cuenta de que estaba cerrada, La
hora no dejaba dudas: las dos y ocho minutos de la
tarde. Pronto llegarían los dueños. ¿Pero,
llegarían? ¡Quién sabe! Salí del dintel, El agua
me empapaba el vestido, chorreaba por el ala del
sombrero, y sentía que su humedad llegaba, a
través de las suelas de los zapatos, a las medias
rotas y a los pies. Un camión, lleno de hombres,
que izaban una bandera, pasó a grandes velocidades.
Y el abanico de lodo que levantaron las ruedas me
dio en pleno rostro. Por un instante quedé ciego.
Tiré el machete al suelo mientras me limpiaba la
cara y el vestido.
—¡Recoja el machete, miserable! —ordenó a mi
espalda una voz autoritaria,
—Recójalo o si no yo le enseño a obedecer —insistió
la voz.
Lo
recogí y me volví para ver por qué me amenazaba.
El rostro no decía gran cosa: cenizo, mofletudo,
los ojos con los párpados enrojecidos, los labios
abultados. Un hombre como tantos. Como tantos que
pasaban y pasaban y corrían y amenazaban y
gritaban. Un producto de la serie, creada
instantáneamente por la revolución.
Se
quedó mirándome. En la mano él también tenía un
machete. El agua le caía sobre los hombros, le
mojaba como a mí, toda la ropa.
—¡Viva
la revolución! —gritó con el machete en alto, Yo
respondí:
—¡Viva!
Sin
decirme nada, tornó a gritar:
—¡Abajo
los asesinos!
Yo
respondí:
—¡Abajo!
El
hombre quedó satisfecho. Me echó una última
mirada en la cual se transparentaba el deseo de
adivinar mis intenciones. Luego se echó a andar
sobre el lodo que se desleía en la acera.
Regresé
a la vitrina. Detrás de los grandes vidrios
estaban, intactos, los bizcochos. Y otra vez me
asaltó la idea de que alguna vez tendría que
saciarme hasta el hartazgo, "Es hambre" me
dije. "Claro que es hambre", me respondí.
Levanté entonces el machete para romper el
vidrio. Un intenso griterío llenó el ámbito y vi
cómo las gentes corrían en busca de refugio. Bajé
la mano sin golpear el vidrio y apenas tuve tiempo
de arrojarme al suelo, de pegarme al lodo y al
agua, mientras pasaba, como una exhalación, otro
camión, desde el cual graneaban los disparos.
Cuando
me incorporé, con el machete goteando agua,
alguien había ocupado mi puesto frente a la
vitrina, Era otro hombre cualquiera de la misma
serie que estaba emitiendo para la calle, desde
hacia una hora, la revolución. No llevaba consigo
ninguna arma, Un rostro gris, inexpresivo. Un
vestido insignificante, Una mueca común sobre los
labios. Un sombrero destilando agua. Unos zapatos
enlodados. Quedamos el uno cerca del otro, de
espaldas a la calle, mirando el interior de la
vitrina
—Podemos romperla —propuso con absoluta frialdad——.
Présteme el machete.
Me
sentí iracundo, ¿Por qué diablos debía compartir
con ese hombre una acción que a mí sólo me
correspondía?
—La
revolución no es para robar—le dije saboreando
interiormente el placer de la hipocresía.
—Si
usted no rompe el vidrio, yo sí lo rompo —dijo
sombríamente.
Nuevos
disparos en la lejanía. El desconocido y yo
seguimos el uno al lado del otro, pero como
enemigos. La lluvia no cesaba, El distante
resplandor de los incendios hacía clarear, por
instantes, la hosquedad del ciclo. Una sorda
indignación me ganaba el ánimo.
El
hombre me parecía odioso, repugnante como un
usurpador. Al fin y al cabo, la revolución me
había encontrado allí y allí me había dejado,
Esa vitrina era mi territorio. Cuanto hubiera
adentro a mí me pertenecía.
El
hombre seguía mirándome en silencio, con ojos
burlones.
—¿Y
con qué va a romperlo? —le dije con tono
desafiante.
—Con
las manos.
—Si
usted toca ese vidrio lo mato —dije llevado de un
impulso extraño, de una fuerza secreta que parecía
estar en mi interior, pero que yo comprendía que
estaba también en la calle, en la atmósfera. Y
levanté la mano con el machete en señal de
amenaza. El desconocido no se inmutó. Vi cómo
cerraba el puño y lo descargaba sobre el vidrio que
saltó en pedazos, y cómo abría luego la mano
ensangrentada para apoderarse de los bizcochos. Pero
la mano se detuvo a medio camino y el cuerpo
tambaleó hacia un lado antes de desplomarse sobre
la acera, con un ruido de chapoteo. En la nuca
había caído el tajo certero, y a mí me pareció
que al descargarlo, una cosa dura y sonora se
rompía bajo mis manos, exactamente como ocurre al
partir un delgado trozo de leña contra la rodilla.
El
lodo y el agua se tiñeron fugitivamente de sangre.
La vitrina estaba, por fin, abierta. Pero una
sensación de náusea me había quitado el hambre y
con el hambre el deseo de saciarme, hasta el
hartazgo.
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