Virgilio
Díaz Grullón
(República Dominicana,
1924-2001)
Caín
El mensajero de la oficina colocó
la tarjeta sobre el escritorio, Vicente la miró distraídamente y la
rodó hacia un lado con el dorso de la mano, concentrándose de nuevo en
la lectura del documento que tenía enfrente. Aunque había posado por un
instante los ojos sobre las letras impresas en la pequeña cartulina, su
significado apenas rozó la superficie de su conciencia y fue sólo un
rato después cuando las letras parecieron ordenarse en su cerebro y
formar el nombre que ahora surgía con pleno significado para él.
—Leonardo Mirabal
—, dijo en voz alta complaciéndose, como antes, en la sonoridad de las
palabras. Reclinándose en el respaldar de su lujoso sillón de cuero,
Vicente se sumergió en recuerdos antiguos mientras se acariciaba la
mejilla con el canto afilado de la tarjeta. ¡Qué lejanos le parecieron
de pronto aquellos tiempos del colegio! El primer día de clases: los
muchachos corriendo hacia las puertas enormes, gritando y riendo mientras
el, esquivo y huraño, se pegaba a las paredes con los libros bajo el
brazo; y las voces que pasaban rozándolo: “¡Leonardo, ahí viene
Leonardo!”; y la conversación sorprendida al entrar al aula: “Leonardo,
¿me explicas este teorema?, no puedo entenderlo; y en el primer recreo,
el muchacho debilucho que decía: Leonardo: ¿me dejas entrar al equipo?,
he practicado mucho en las vacaciones... ”
Vicente apretó con
el dedo el botón nacarado del timbre y ordenó al mensajero tan pronto
abrió la puerta.
—Haga pasar al
señor Mirabal.—
Maquinalmente se
arregló un poco el cabello con las manos y se ajustó el nudo de la
corbata.
—Con permiso —,
decía el hombre en voz baja, de pie en el hueco de la puerta
Vicente se levantó
de un salto de su asiento y caminó hacia él con las manos extendidas,
observándole a los ojos ¡Dios mío, qué cambiado está!, y diciéndole
apresuradamente:
—Por favor,
Leonardo, pasa adelante. ¡Cuánto tiempo sin verte! —
Después de
apretarle las manos entre las suyas, le palmeó la espalda ¡qué flaco
está y qué amarillo!
—Anda siéntate.
¡Qué sorpresa más inesperada y qué gusto me da verte!
Leonardo se sentó
en el borde de la silla que le ofrecían y. conservó el sombrero girando
entre las manos mientras decía con suavidad:
—Yo también me
alegro mucho de verte, Vicente. ¡Hace ya tanto tiempo!... Temí que ya no
te acordaras de mí.
—¿No acordarme de
ti?, pero, ¿estás loco?... ¡Cómo has podido imaginar semejante cosa!
Vicente se sentó de
nuevo y mientras lo hacia le pareció de pronto verse a sí mismo en medio
de la multitud que colmaba el salón de actos del colegio, y casi oyó la
voz del maestro de ceremonias:... “Y ahora, Leonardo Mirabal, ganador de
la medalla de mérito, va a dirigirles la palabra en nombre de sus
compañeros”...
La voz del otro lo
sustrajo bruscamente de sus reminiscencias;
—No nos veíamos
desde la graduación, ¿no es cierto?
—No, Leonardo —le
contradijo—. Desde un año después de aquella fecha. Desde el 15 de
septiembre de 1930, exactamente. Aquel día embarcaste para Europa a hacer
el curso de post-graduado y yo estuve en el muelle para despedirte.
—Vaya, tienes una
memoria estupenda. La verdad era que no lo recordaba.
Leonardo pareció
que se disculpaba. Vicente se recostó en el respaldo de la butaca y
apretó los puños bajo el escritorio al recordar la voz suave del
director del colegio mientras le decía: “Lo siento mucho, señor
Izaguirre, pero usted no ganó la beca. El señor Mirabal le sobrepasó
por cuatro puntos”. Y la respuesta humillante de él, que todavía lo
hacía enrojecer: “¿Mirabal? ¡Oh! Creí que no competiría... ”
—Todo este tiempo
he estado preguntándome lo que habla sido de ti—, dijo en voz alta.
El otro hizo un
gesto vago con la mano y respondió mirando hacia el suelo:
—Me han pasado
muchas cosas desde aquellos días. No he tenido suerte, ¿sabes? Malos
negocios... Locuras de juventud... Pero sobre todo mala suerte, mucha mala
suerte.
Vicente se inclinó
hacia adelante:
—Pero, Leonardo,
no puedo explicármelo. Fuiste siempre el primer alumno del colegio...
Hiciste una carrera brillante.
Leonardo habló sin
quitar la vista del suelo:
—Si, una carrera
brillante hasta que salí del colegio... ¿Sabes, Vicente? Creo que me
hizo mucho daño el que allí las cosas me resultasen tan fáciles.
Llegué a pensar que sería lo mismo afuera y, en cambio, ¡todo resultó
tan distinto!... El día de la graduación parecía que tenía todo el
mundo por delante...
Vicente, mientras lo
observaba con mirada inexpresiva, continuó para sí el curso de las
palabras del otro:... Y lo tenías, ¡claro que lo tenías! Estabas
justamente entre el mundo y yo. Lo fuiste tomando todo a tu paso. Para mí
no quedó más que lo que dejabas, porque siempre llegaba a todas partes
un poco demasiado tarde: exactamente dos pasos después que tú...
—Pero, ¿y aquel
matrimonio tan brillante que hiciste? —preguntó en voz alta.
—¡Ah! ¿Te
enteraste de eso?... Duró poco. Apenas un año. Todo cuanto emprendí
fracasaba, y mi matrimonio no fue una excepción. No podría decirte,
Vicente, cuándo la suerte me dio la espalda. Quizás siempre me
persiguió la fatalidad, o tal vez fue sucediendo poco a poco y no me di
cuenta sino cuando ya era demasiado tarde. Lo cierto es que cuando
intenté reaccionar, no contaba ya con nadie. Los que antes me adulaban,
me volvieron la espalda. Las puertas que antes se abrían solas a mi paso,
permanecían cerradas ante mis llamados desesperados... ¡No tienes idea
de lo cruel que puede tornarse la gente!...
Leonardo hizo una
pausa, y luego, tomando una súbita decisión, miró al otro a los ojos y
exclamó:
—Tienes que
ayudarme, Vicente. Eres la última persona a quien acudo. No quise hacerlo
hasta ahora por que no quería mezclar mi vida de colegio con este vía
crucis por el que estoy pasando actualmente. ;Aquellos tiempos fueron tan
hermosos!... Pero todo ha sido inútil: ninguno de los otros ha querido
ayudarme...
Vicente se puso en
pie y miró desde arriba la figura encorvada en el asiento.
—¿Y qué puedo
hacer por ti, Leonardo?
Respondió con voz
anhelante:
—Sé que el Doctor
Jiménez, tu compañero de bufete, se retira Me han dicho que andan
ustedes buscando un substituto... Dame esa oportunidad, por favor,
Vicente.
Él permaneció un
rato mudo, mirándole siempre desde lo alto, mientras recordaba el día de
la entrega de trofeos, cuando el funcionario del Gobierno ponía en manos
de Leonardo la copa de plata que el equipo del colegio había ganado en
las competencias deportivas del último año. ¿Era este hombre acabado,
vencido, que estaba allí sentado, humillándose, el mismo muchacho alto,
hermoso, fuerte que había recibido aquel trofeo?... Se inclinó sobre él
y poniéndole una mano en el hombro le dijo:
—No te preocupes,
Leonardo. Hablaré hoy mismo con Jiménez. Cuenta con mi ayuda.
—Gracias, Vicente
—le respondió mientras le estrechaba las manos con efusión—. Sabía
que no me fallarías.—
Sonrió ampliamente
y salió del despacho haciéndole desde la puerta un saludo con la mano.
Casi al mismo
instante, la puerta lateral que daba junto al escritorio se abrió con
suavidad y una cabeza canosa se asomó por el hueco preguntando:
—¿Alguna novedad,
Vicente?
Vicente tuvo un
pequeño sobresalto y poniéndose en pie respondió:
—Ninguna, Dr.
Jiménez. Un solo visitante durante su ausencia. Justamente acaba de
salir... Un tipo sin importancia a quien conocí hace años...
Y cuando la cabeza
desapareció, Vicente sacó su mechero de plata del bolsillo, lo encendió
con un movimiento del pulgar y lo acercó a la tarjeta que tomó del
escritorio, manteniéndolo allí hasta que ésta ardió totalmente con una
llama rojiza y brillante.
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