Álvaro Cepeda Samudio
(Barranquilla, Colombia, 1926 - Nueva York, 1972)
La casa grande
(Bogotá: Mito, 1962, 220 págs.)
Para Alejandro Obregón
LOS SOLDADOS
–¿Estás despierto?
–Sí.
–Yo tampoco he podido dormir: la lluvia me empapó la
manta. Por qué llueve tanto si no es época. Por qué crees tú
que llueva tanto?
–No sé. No es época.
–Quieres un tabaco?
–Bueno.
–Qué vaina: se me mojaron todos.
–No importa.
–¿Cómo vamos a fumarlos así?
–No importa.
–A ti nunca te importa nada. Apuesto a que tampoco te
importa que la lluvia no nos haya dejado dormir.
–La lluvia no me molesta.
–Entonces ¿por qué no has dormido?
–He estado pensando.
–¿En qué?
–En mañana.
–¿Tienes miedo? El teniente dijo que tienen armas, pero yo
no creo.
–He estado pensando por qué nos mandaron.
–¿No oíste lo que dijo el teniente: no quieren trabajar, se
fueron de las fincas y están saqueando los pueblos.
–Es una huelga.
–Sí, pero no tienen derecho. También quieren que les aumenten
los jornales.
–Están en huelga.
–Claro: y por eso nos mandaron: para acabar con la huelga.
–Eso es lo que no me gusta. Nosotros no estamos para
eso.
–¿No estamos para qué?
–Para acabar con las huelgas.
–Nosotros estamos para todo. A mí me gusta haber venido.
Yo no conozco La Zona. Y estar en comisión es mejor
que estar en el cuartel: no te pasan revista, no te llaman a
relación, no te pueden meter al calabozo.
–Sí pueden.
–¿Cómo pueden si estamos en comisión?
–No sé, pero sí pueden.
–De todas maneras es mejor que estar en el cuartel.
–Sí, pero no está bien.
–Qué importa que esté bien o no, la cosa es que estamos en
comisión y no en el cuartel.
–Sí importa.
–Ahora sí importa: lo que pasa es que tienes miedo.
–Qué voy a tener miedo.
–Entonces ¿por qué te preocupas?
–Porque si es una huelga tenemos que respetarla y no meternos.
–Ellos son los que tienen que respetar.
–¿A quién?
–A las autoridades, a nosotros.
–Nosotros no somos autoridades: nosotros somos soldados:
autoridades son los policías.
–Está bien, pero los policías no sirven. Por eso nos mandan
a nosotros.
–Lo que pasa es que los policías no han podido con ellos.
–Tú tienes miedo.
–¡Qué vaina! Que no tengo miedo, lo que pasa es que no me
gusta esto de ir a acabar con una huelga. Quién sabe si los
huelguistas son los que tienen razón.
–No tienen derecho.
–Derecho ¿a qué?
–A la huelga.
–Tú qué sabes.
–El teniente dijo:
–El teniente no sabe nada.
–Eso sí es verdad.
–Él repite lo que le dice el comandante.
–Esta mañana, cuando estábamos amarrando los morrales,
dijo: las bayetas y las esteras nada más. Y ya cuando veníamos
para el barco nos hizo desbaratar los morrales, sacar las
bayetas y las esteras y nos mandó al almacén por las mantas
gruesas. Ya no van en cubierta sino en los planchones, dijo.
No sabe nada.
–Quién dijo que estaban armados.
–El teniente, cuando nos formaron para instrucción. ¿No
oíste?
–No.
–¿De dónde crees tú que han sacado las armas?
–No tienen armas: nada más los machetes.
–¿Cómo lo sabes?
–Son jornaleros.
–Y por eso no van a tener armas.
–Sí, por eso.
–Ayúdame a exprimir la manta porque cuando entremos a
los caños viene el mosquito. Coge tú la otra punta. ¿Y tu
manta? ¿No te tapaste con la manta?
–No.
–Te empapaste íntegro.
–No importa.
–¿Qué hiciste con la manta?
–Envolví el fusil para que no se me mojara.
* * *
Los habían hecho marchar del cuartel al puerto esa tarde.
La distancia era corta, pero las botas eran nuevas y grandes
y el cuero nuevo de las cartucheras y de los morrales no
había sido ablandado todavía por el sudor.
En el puerto los hicieron esperar varias horas. Eran muchos
y hubo que amarrar los botes antes de embarcarlos.
El embarque fue lento. Hubo que hacerlo por la popa y
los clavos de las botas resbalaban continuamente sobre las
planchas lisas. Mientras esperaban les habían ordenado
ponerse los fusiles en bandolera, pero los travesaños bajos
tropezaban con los cañones y como con las cantimploras
y los morrales puestos no podían atravesar los pasadizos a
los lados de la caldera, tuvieron que quitárselos y recorrer
el buque hasta los botes con el equipo en las manos. El
embarque fue confuso y lento. Cuando les tocó el turno a
los últimos, ya llevaban varias horas de estar esperando. Se
acomodaron sobre las estibas de los botes, con los fusiles
entre las rodillas.
Algunos tuvieron miedo durante la travesía del río: había
viento fuerte, de diciembre, y los botes se movían pesados,
en desacuerdo con los buques, templando y distendiendo
los cables que molían limpiamente las astillas de leña contra
las bordas. Los que iban en la proa de los botes se mojaron.
Antes de entrar al caño pudieron ver al otro lado, completa,
iluminada, la ciudad. No la habían visto nunca.
Cada uno creyó reconocer las luces de los sitios familiares.
El primer asombro los agrupó: los amigos se buscaron por
sobre las otras cabezas que se estiraban buscando sus amigos.
Cada uno dijo: allá está el cuartel: y señalaron con los
brazos en todas direcciones.
Entraron al caño como a un túnel. Los botes demasiado
anchos, y los buques con los planchones demasiado largos,
tropezaban contra las orillas forradas de mangle tirándolos
unos sobre otros, teniendo que esquivar constantemente los
fusiles verticales para no golpearse.
Todo lo que era nuevo: el chorro incendiado e increíble de
las chimeneas, los movimientos torpes de los barcos perfectamente
obedientes a los sonidos volubles de la campana,
las laderas que se abrían de pronto para dejar descubierto
un rancho, un fuego pequeño y el ladrido de un perro: todo
lo que era nuevo se hizo igual, repetido, conocido. Entonces
el sueño comenzó a doblarlos sobre los fusiles, contra los
listones de las estibas, contra los hombros y las espaldas y
las caderas de todos. De pronto, inesperadamente, principió
a llover.
* * *
–Tengo hambre. ¿Ya llegamos?
–Sí.
–¿Hace mucho?
–No. Hace poco.
–Yo me dormí apenas entramos a los caños, no he sentido
nada. ¿Tú dormiste?
–No.
–¿Mucho mosquito en los caños?
–No.
–Es mentira que había olas de mosquitos en los caños.
Yo sabía que era mentira.
–No era mentira.
–¿Siguió lloviendo toda la noche?
–Sí.
–¿Por qué estamos aquí parados?
–Están soltando el bote.
–¿Dónde vamos a tomar el café? Yo tengo hambre.
–No sé, tal vez en la estación.
–¿Por qué en la estación? Acaso aquí no hay cuartel. Además
tenemos que poner a secar las mantas si es que sale el sol
hoy. Tienes que poner a secar tus kakis.
–No creo que nos den tiempo para secar nada.
–¿Los otros desembarcaron ya?
–No, somos los primeros.
–Levántate: ya comenzaron a bajar. Estoy entumido. Maldita
lluvia.
–Todavía demora la bajada.
–Pero los de la punta están bajando. Deberíamos esperar a
que aclare: no se ve nada.
–Tienen prisa.
–¿Para qué? Ah, para acabar con la huelga.
–A lo mejor no podemos acabar con la huelga.
–Claro que acabamos.
–A lo mejor no.
–Entonces tú también crees que están armados.
–No, no tienen armas.
–La vaina va a ser fácil.
–Quién sabe.
–Levántate que ahora nos toca bajar a nosotros.
–También tienes prisa.
–No, a mí no me importa un carajo la huelga: es que estoy
entumido y tengo hambre.
–Camina pues.
–No, espera: voy a mearme aquí para acabar de mojar todo
esto.
* * *
Cuando los botes tropezaron contra la ladera enchumbada
y se quedaron quietos, los que estaban dormidos comenzaron
a despertarse. No había amanecido todavía. Despertaron
lentamente: primero los brazos y las piernas y los
cuerpos recordaron la vecindad de otros brazos, otras piernas
y otros cuerpos: luego las manos soltaron y apretaron
nuevamente los fusiles para reconocer su forma y su peso:
por último los ojos comenzaron a distinguir puntos de referencia
en la oscuridad.
Los reflectores de los barcos transitaron minuciosamente
la cubierta de los botes. Casi como una afrenta. La luz
les golpeó con un manotazo plano y ardiente. Algunos se
protegieron la cara con el brazo libre, otros apenas se volvieron
y la luz se deslizó sobre sus gorras y sus nucas mojadas.
Ya todos estaban despiertos.
El desembarco fue menos lento y menos confuso. Tenían
ganas de moverse y de llegar. No les importó que tuvieran
que tirarse al agua espesa que separaba la proa de los
botes de la orilla. Tenían ganas de moverse. Se tiraron al
agua y el fondo cedió bajo el doble peso de los cuerpos y el
equipo. Las piernas se hundían en el barro en un chapoteo
hediondo. Pero desembarcaron con rapidez, casi con prisa
atravesaron el trecho que los separaba de la orilla y subieron
al barranco apoyándose en las culatas de los fusiles.
* * *
–Lo único que tenía seco eran las botas: ahora sí quedé
todo mojado. Me las voy a quitar.
–Todavía tenemos que caminar hasta la estación.
–Solamente para vaciarlas: las tengo llenas de agua.
–La estación queda lejos.
–¿Muy lejos?
–Como una legua.
–¿Y dónde carajo vamos a tomar el café?
–En la estación.
–Debíamos acampar aquí y tomar el café, después podemos
ir donde quieran.
–Tenemos que estar en la estación cuando llegue el tren.
–¿El tren? ¿Cuál tren?
–El que nos va a llevar a La Zona.
–Sí, ya sé: me lo explicaste anoche pero lo había olvidado:
con esta hambre no puede uno estar pendiente de nada.
¿A qué hora sale el tren?
–Hoy no creo que tenga hora: el personal está en huelga.
–¿También? ¿Y ésos qué tienen que ver con los jornaleros?
–Nada.
–Están de sapos entonces.
–No: ellos tampoco tienen garantías. Dejaron los trenes parados
para ayudar a los huelguistas.
–¿Quién va a manejar el tren entonces?
–No sé. Mandarán un pelotón a buscarlos y los obligarán a
trabajar.
–Bien hecho.
–¿Por qué bien hecho?
–Porque de otro modo cómo vamos a ir a los pueblos a acabar
con la huelga.
–Sería mejor no poder ir a los pueblos. Sería mejor no tener
que matar a nadie.
–Lo que es mejor es no estar en el cuartel, como ahora.
Mira cómo se me pusieron de blandas las botas con el agua,
casi no las siento. Lo malo es que cuando caliente el sol se
vuelven a poner como un palo.
–Los maquinistas deberían esconderse.
–¿Qué?
–Nada.
–Toca esta bota: ves cómo está de blanda. Moja las tuyas
para que se te ablanden también.
–Están mojadas.
–Quítatelas y lávalas como hice yo: las hundes en el agua
y las sacas, las hundes y las sacas, las hundes y las sacas: se
ablandan y quedan limpias. Hazlo y verás.
–Ya no hay tiempo: ahí viene el sargento dando la orden de
formar.
–¿Para qué vamos a formar?
–Para numerarnos.
–Qué, tienen miedo de que algún recluta se haya caído al
agua. No han debido mandar reclutas.
–No: de que se haya caído al agua no: de que se haya volado.
–¿Volado? Para qué va a volarse uno estando afuera del cuartel:
no tiene gracia: uno se vuela cuando está adentro.
–De que alguno haya desertado, digo yo.
–Desertor, que haya desertor quieres decir.
–Sí, como quieras.
–Pero no hay desertor cuando uno está en comisión. Desertor
es cuando hay guerra y ahora no estamos en guerra:
estamos en comisión.
–Está bien: que haya huido entonces, que se haya huido
porque no quiera tomar parte en esto.
–cientochenticuatro.
–cientochenticinco.
* * *
—¿Quieres más café?
—No tengo hambre.
—Después de hacernos esperar tanto no nos dan sino café. Yo sigo
con hambre.
—Tómate el mío.
—En serio, no lo quieres.
—No. Dame un tabaco.
—Todavía no están secos.
—No importa, dámelo así.
—¿Qué gusto le encuentras masticándolo?
—Me distraigo.
—A las tripas mías no las distrae nada: me suenan
del hambre. ¿Masticando tabaco se te quita el hambre?
—Sí.
—Voy a masticar un poco para ver. ¿Dónde aprendiste eso?
—Hace tiempo en el pueblo.
—¿También para quitarte el hambre?
—Sí. Nunca había suficiente comida.
—La misma vaina que en el cuartel.
—Aquí no hay suficiente comida porque los sargentos se roban la plata. En mi casa era porque no había plata.
Se roban la plata y la comida: yo he comprado comida al proveedor y dicen que la mujer del sargento tiene una tienda para vender lo que se saca del almacén.
—El que contrató este café debió robarse bastante: ni siquiera dieron bollo.
—Les voy a preguntar a las mujeres que trajeron las ollas.
—¿Para qué? Si el sargento se da cuenta que andas averiguando te mete en el calabozo.
—Aquí no me pueden meter al calabozo no estarnos en el cuartel.
—Te pone un castigo entonces.
—Deben decírselo al comandante.
—El comandante también roba.
—No creo.
—Es el que más roba.
—Bueno todos roban. Pero el sargento es el peor porque nos roba a nosotros: se roba la plata de la comida de
nosotros y nos hace pasar hambre. Si el comandante roba le robará al gobierno y eso no importa.
—Importa más porque le roba a la patria.
—La patria no es el gobierno: la patria es la bandera. Robarle al gobierno no es robar eso lo sabe cualquiera. Vamos a caminar hasta donde están aquéllos. ¿Quieres?
—No, tengo que limpiar el fusil: se me llenó de barro cuando desembarcamos.
—El mío también se me hundió en el barro, pero no lo voy a limpiar ahora.
—Yo sí: no voy a andar con un fusil oxidado.
* * *
—Sabes: en este pueblo hay mujeres.
—¿Quién te lo dijo?
—Nadie. Yo las vi.
—¿Dónde?
—En esa casa de la esquina frente a la que dice hotel. Fui a buscar a las que hicieron el café para
ver si había algo más que comer: y la ventana está abierta: y vi a las mujeres.
—A lo mejor no son.
—Sí son: tienen trajes largos y las caras todas pintadas. Además la sala está adornada con papel crespón,
como para un baile. Claro que son. Tú crees que tendremos tiempo de echar una pasada?
—No sé.
—Lo único es que no parecen francesas: parecen de aquí.
* * *
—Ese tren no va a venir nunca.
—Es mejor que no venga.
—¿Por qué?
—Así no tendríamos que ir.
—Y si nos hacen marchar. Es mejor que venga.
—No nos harán marchar.
—¿Cómo sabes?
—Los pueblos quedan muy lejos.
—¿Tú has estado en los pueblos?
—No.
—¿A qué pueblo vamos?
—No sé. A todos será.
—¿Todos están en huelga?
—La Zona está en huelga.
—¿Y La Zona son todos los pueblos?
—Sí.
—¿Cuántos pueblos hay?
—No sé.
—¿Bastantes?
—Sí, bastantes. Tú si preguntas.
—¿No te gusta que te pregunte?
—Me da lo mismo.
—Mejor que haya bastantes pueblos, así nos demoraremos más acabando con la huelga y no tenemos que volver al
cuartel. Me aburro aquí esperando; por qué no vendrá ese tren.
—No habrán encontrado a los maquinistas. Tal vez no los han podido obligar a venir.
—Nosotros los hubiéramos traído a culatazos. Seguro mandaron a unos pendejos. Nosotros los hubiéramos
traído hace rato.
—Crees tú.
—Yo sí creo: a culatazos los hubiera traído yo. No creo que esos estén armados.
—No tienen derecho a pegarles. No pueden obligarlos a venir si ellos no quieren.
—Claro que tenemos derecho: para eso estamos aquí.
—Están en huelga.
—Ya sé, pero eso no importa.
—Sí importa.
—Está bien. Qué vaina ese tren que no viene.
* * *
—¿Tú crees que nos den tiempo para echar una pasada para ver las mujeres?
—No sé, creo que no.
—Pero si el tren no viene. Tienen que llevarnos a alguna parte, no vamos a pasarnos todo el día aquí en
la estación.
—Sí el tren no viene hoy nos hacen pasar la noche en el cuartel.
—¿En este pueblo hay cuartel?
—Sí.
—Pero no hay soldados.
—Muy pocos.
—¿Dónde está el cuartel?
—En la plaza frente a la iglesia.
—¿Tú conoces este pueblo?
—No.
—¿Cómo sabes entonces?
—Los cuarteles y las iglesias siempre están juntos, siempre están en las plazas.
—Si pasamos la noche aquí yo me vuelo: tengo ganas de echar una pasada por donde las mujeres.
* * *
—Yo no he montado nunca en tren. ¿Y tú?
—Yo sí.
—¿Muchas veces?
—Sí.
—¿Te gusta montar en tren?
—Me gusta más verlo pasar.
—Yo si los he visto pasar pero no he montado nunca.
—Vivimos un tiempo cerca a una parada.
—¿Cómo ésta?
—No ésta es una estación. Allá no paraba siempre sino cuando había pasajeros. Íbamos todos los días
a vender higos. Cuando no paraba nos comíamos los higos por la noche.
—Entonces era mejor que no parara.
—No, porque cuando paraba podíamos vender algunos higos, sabíamos que tomaríamos café dos o tres
mañanas.
—A mí me gustan más los higos que el café. ¿A ti no?
—No sé: hace tanto tiempo que no como higos y había tantas mañanas cuando no teníamos café que he olvidado la diferencia.
—¿Cómo eran los higos?
—Grandes y morados y estaban llenos de bolitas por dentro.
—¿Cómo eran los trenes?
—Largos y alegres y cuando no paraban la gente saludaba desde los vagones: eso era lo mejor.
—El único tren que yo he visto es el de Puerto Colombia, pero es chiquito y no lo he visto andando. Cuando
está parado la gente no saluda, ¿verdad?
—No, no saluda: mira nada más.
* * *
—Este pueblo es feo.
—Todos los pueblos son iguales.
—Pero éste es más feo. Yo no había visto nunca paredes cubiertas de sal. Aquí no necesitan comprar sal,
con raspar las paredes tienen.
—Esa sal no se come.
—¿Por qué?
—No sé pero no se come.
—En este cuartel no los hacen trabajar: todo está oxidado y lleno de sal.
—Sí es verdad.
—Viste que nadie se asomó cuando pasarnos. Ni siquiera los pelaos.
—Es que ya saben para qué estarnos aquí: ya nos tienen rabia.
—Por qué nos van a tener rabia: no es culpa de uno.
—Quién sabe.
—Es culpa de los huelguistas.
—De los huelguistas no: de la Compañía.
—Bueno, pero de nosotros no es.
—Quién sabe.
—¿Viste la casa de al lado? Es grande, da hasta la otra calle: por ahí nos podernos volar esta noche. Y está
toda cerrada; ¿tú crees que hay gente?
—Sí hay.
—No importa: el patio da con el patio del cuartel y la paredilla es bajita; por ahí nos podernos volar.
—Yo no no tengo ganas.
—Yo sí, yo me vuelo esta noche.
* * *
De la estación al cuartel caminaron. Con los fusiles en bandolera y los morrales sobre el hombro derecho caminaron sobre calles cubiertas de barro salitroso y caliente y de charcos llenos de agua salitrosa y fresca. Algunos se quitaron las botas ya secas y se quedaban en el centro de los charcos chapoteando el agua espesa. Caminaron lentamente sin prisa mirando sin entender bien las
puertas y ventanas cerradas a lado y lado de las calles.
Habían pasado todo el día en la estación: los primeros sentados en los bancos largos de madera
los otros tirados en el suelo, recostados a las colurnnas de hierro gris en cuclillas a lo largo de la plataforma. Algunos habían dormido, otros habían mirado mucho tiempo los rieles vacíos que
iban juntándose a medida que se alejaban y se perdían en un punto impreciso en la base de la montaña. Todos se fastidiaron. Se cansaron de mirar el pueblo cerrado, muerto, que comenzaba
frente a la estación. Después de unas horas ya no les importó: se agruparon alrededor de lo que conocían: de sus fusiles y morrales y de sus amigos: y ya no esperaron nada.
La distancia entre la estación y el cuartel era corta y la caminaron en silencio, por calles y por casas en silencio.
El cuatél era sucio y casi deshabitado. Entraron caminando hasta el patio central rodeado de arcos y de puertas, embaldosado de ladrillos rojos y frescos. Comenzaron a formar: dejaron caer los
morrales a un lado y descansaron los fusiles al otro, se movieron hacia adelante, hacia atrás, con pasos cortos y seguidos, alineándose: luego quietos, a discreción, se numeraron. Cuando dieron la orden de romper filas, ya sabían a qué puertas dirigirse y sobre qué camastros tirar los cascos y tender las mantas. Ya eran ellos mismos otra vez: ya habían recuperado su rutina.
* * *
—¿No vas a dormir?
—No tengo sueño.
—Entonces me acompañas.
—No.
—¿Tienes plata?
—Sí, dos pesos.
—¿Me prestas uno?
—Bueno.
—¿Estás seguro de que no quieres? Vamos a volarnos: ya tocaron silencio.
—No tengo ganas.
—Deja que las veas, te digo que no parecen francesas.
—A lo mejor no son.
—Sí, son, yo las vi. Vamos, tal vez éstas dejan que uno se quite el pantalón.
—No quiero, no quiero, no quiero.
—Está bien, no te pongas rabioso.
—No tengo rabia, es que no quiero ir.
—Yo vuelvo enseguida. ¿Está bien?
—Sí.
—¿Te vas a pasar toda la noche despierto otra vez?
—No. Ahora voy a dormir.
—Me cuidas las cosas ¿quieres?
—Sí. Ten cuidad,o puede que estén patrullando.
—No te preocupes, a mí no me cogen. Me gustaría que fuéramos juntos.
—No tengo ganas. Si vas a volarte, vete ya.
—Yo vuelvo enseguida.
—Está bien.
El tren era largo, desordenado y en vez de alegre como todos los trenes, era lento, torpe, los carros abiertos a la lluvia se golpeaban unos a otros innecesariamente. La locomotora se detuvo frente a la estación: la locomotora, no los últimos vagones. Los que venían en la cabina y sobre
el techo del segundo carro no se bajaron. Se quedaron sentados, con los fusiles entre las piernas, mirando a los maquinistas.
Cuando dieron la orden de formar los que venían repartidos a lo largo del tren corrieron con ensayada precipitud y se amontonaron frente a la locomotora. El grupo fue tomando la forma de una
línea recta, alargándose, encogiéndose, hasta quedar compacta y uniforme. Cuando terminó el ruido de botas, de fusiles y de morrales comenzaron a numerarse: eran muy pocos. El primero giró hacia la derecha, levantó el fusil y comenzó a caminar: atravesó la estación y se
metió en el pueblo. Los demás lo siguieron con el mismo movimiento. Los dos últimos giraron hacia la izquierda, descansaron el fusil horizontal sobre las cartucheras e iniciaron el repetido patrullaje de la plataforma.
Entonces se oyó el pitazo: corto agudo frío: como un cuchillo: como
una señal.
La columna se detuvo amontonándose por un momento. Algunos volvieron la cabeza, mecánicamente, sin curiosidad, sin asombro, mecánicamente. Luego, sin haber entendido, siguieron caminando.
* * *
El corneta de la guardia atravesó corriendo el patio, todavía oscuro, y se subió a la tarima. El sonido limpio, preciso, conocido, llenó todo el cuartel.
En los largos salones en silencio el hierro oxidado de las camas comenzó a crujir, y por un momento el ruido de los cuerpos, de las botas, de las cantimploras, de los fusiles, y sobre todo
el ruido indeciso del apremio, cubrió el sonido de la corneta.
Formaron de cuatro en fondo, de espaldas a la tarima donde la corneta seguía sonando, urgiendo. La corneta se calló y el gran espacio donde habían estado todos los ruidos se llenó lentamente con la claridad que empezaba a caer sobre el patio.
No se numeraron.
Con pasos precisos, acompasados a la voz que los marcaba, en formación, con los fusiles al hombro y los morrales fijos sobre las espaldas, salieron del cuartel. Marcharon sobre las mismas calles, con la vista fija sobre la nuca del que marchaba enfrente, sin mirar a los lados los huecos de las puertas y de las ventanas abiertas. Con pasos seguros marcharon sobre los charcos
y el barro salitroso. El agua de los charcos brincaba ahora bajo el peso de los cuerpos: el doble peso del metal y del cuero. El barro emergía brillante a cada golpe de las botas. Marcharon todos en fila de cuatro en fondo y una sola de tres, hasta la estación.
* * *
Todavía no eran la muerte: pero llevaban ya la muerte en las yemas de los dedos: marchaban con la muerte pegada a las piernas: la muerte les golpeaba
una nalga a cada trance: les pesaba la muerte sobre la clavícula izquierda; una muerte de metal
y madera que habían limpiado con dedicación.
* * *
Los que se habían quedado en la estación se reunieron al otro lado de la calle, frente al hotel. Tuvieron miedo al principio: eran siete, pero los hombres
no tenían ademanes hostiles y entonces solamente quedó la curiosidad. Estaban allí, al otro lado de la calle, todavía con los fusiles horizontales sobre las cartucheras, mirando simplemente, sin entender mucho lo que sucedía, sin tratar siquiera de entender, solamente mirando cómo los hombres fueron llegando en grupos, saliendo de todas las calles y de todas las casas que parecían desiertas y vacías. Y cuando los grupos se juntaron en la estación y ya eran una muchedumbre,
se subieron a los vagones, a la locomotora. Y cuando ya no había sitio en los vagones se subieron a los techos de los vagones y al techo de la locomotora. Ocuparon el tren llenándolo con sus vestidos limpios, sus sombreros cortos de paja amarillosa y sus machetes quietos dentro de las vainas manoseadas. Cubrieron el tren, apretujándose en los carros abiertos y sobre los techos de los vagones cerrados, colgándose de las escalerillas de los freneros y de los estribos de la locomotora. Y se quedaron sobre el tren, en silencio, con determinación y en paz.
* * *
-Te busqué por todas partes y no te encontraba. Tuve miedo, tuvo miedo cuando oí tantos disparos. Por qué los mataron: no tenían armas. Tú tenías razón: no tenían armas. Y ahora qué vamos a hacer. Yo tengo que volver, quiero verla de día, quiero ver cómo es de día. ¿Tú crees que volvemos al cuartel? No nos van a dejar aquí con todos estos muertos. Sabes, no fui donde las mujeres. No tuve necesidad de ir donde las mujeres. En la casa de al
lado, te acuerdas, la que estaba cerrada, hay gente. Ella debe vivir ahí porque estaba en el patio, sola en el patio. No le he visto bien la cara. Tampoco habló. Después, un rato después, se puso a llorar, no gritando, sino despacio: casi no se oía que estaba llorando. Yo no entiendo, no entiendo nada. Tienes que volver conmigo, tienes que explicarme. No me tocó, ni siquiera se
agarró de mí, ni siquiera alzó los brazos. Con los ojos abiertos se dejó. No la obligué. No me vas a creer, pero no la obligué. Ella se dejó. No la he visto bien pero es casi de mi alto y olía a cananga. Al principio olía a cananga; después olía a sangre. Mírame los dedos, es como si me
hubiera cortado. Por eso me demoré, porque enseguida se fue, se metió en la casa, y yo me quedé en el patio mirando el corredor oscuro. Me quedé toda la noche mirando el corredor, sin saber qué hacer. Ahora sé que el miedo lo tuve desde antes de oír los disparos.
—Estaban sentados sobre el techo del vagón. Yo me acerqué. Uno bajó los brazos. No sé si
iba a saltar. Cuando alcé el fusil, el cañón casi le tocaba la barriga. No sé si iba a saltar pero yo lo vi bajar los brazos. Con el cañón casi tocándole la barriga disparé. Quedé colgando en el
aire como una cometa. Enganchado en la punta de mi fusil. Se cayó de pronto. Oí el disparo. Se
desenganchó de la punta del fusil y me cayó sobre la cara, sobre los hombros, sobre mis botas. Y entonces comenzó el olor. Olía a mierda. Y el olor me ha cubierto como una manta gruesa y pegajosa. He olido el cañón de mi fusil, me he olido las mangas y el pecho de la camisa, me he olido los pantalones y las botas: y no es sangre: no estoy cubierto de sangre sino de mierda.
—No es culpa tuya, tenías que hacerlo.
—No, no tenía que hacerlo.
—Dieron la orden de disparar.
—Sí.
—Dieron la orden de disparar y tuviste que hacerlo.
—No tenía que matado, no tenía que matar a un hombre que no conocía.
—Dieron la orden, todos dispararon, tú también tenías que disparar: no te preocupes tanto.
—Pude alzar el fusil, nada más alzar el fusil pero no disparar.
—Sí, es verdad.
—Pero no lo hice.
—Es por la costumbre: dieron la orden y disparaste. Tú no tienes la culpa.
—¿Quién tiene la culpa entonces?
—No sé: es la costumbre de obedecer.
—Alguien tiene que tener la culpa.
—Alguien no: todos: la culpa es de todos.
—Maldita sea, maldita sea.
—No te preocupes tanto. ¿Tú crees que se acuerde de mí?
—En este pueblo se acordarán de nosotros: en este pueblo se acordarán siempre, somos nosotros
los que olvidaremos.
—Sí, es verdad: se acordarán.
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