Álvaro Cepeda Samudio
(Barranquilla, Colombia, 1926 - Nueva York, 1972)
Después de meditarlo mucho
Los cuentos de Juana
(Con dibujos de Alejandro Obregón)
(Barranquilla: Aco, 1972, 76 págs.)
Después de meditarlo mucho Juana accedió a fijar la fecha para la boda.
“El 20 de noviembre”, dijo Juana. Dick aceptó de inmediato: había estado esperando esta decisión por más de dos años.
Juana escogió su vestido blanco, corto, sin cola y sin velo. “Pareces una garcipola”, le dijo Isabel al salir para la Iglesia, “con ese vestido tan corto y esas patas tan flacas”.
El cabello, dorado y largo, simplemente se lo recogió en un apresurado moño sobre la cabeza. A cualquiera si la hubiera visto en Ciénaga recorrer la calle bajo los arcos nupciales, de la casa grande a la Iglesia, le hubiera parecido bonita.
Juana ni se había mirado siquiera en el gran espejo rodeado de figuritas austríacas que cubría media pared de su cuarto.
Al salir, detenida en el atrio, ya cansada, miró el templete como un gran pudin de bodas en la mitad de la plaza, y sin saber por qué se acordó de Lucrecia y del año 510 antes de Cristo. Sin mirar a Dick, como descubriendo el templete por primera vez, le dijo a Dick que ya se separaba de su lado: “Tú sabes que yo estoy rota, ¿verdad?”
Como ella subió al coche con la madre de Dick y éste se perdió en el tumulto de amigos que lo felicitaban, no pudo saber si él dijo algo, o si cuando le soltó el brazo la mano extendida y enguantada de gris perla que se quedó un momento rígida era la de Dick o la de uno de sus amigos.
Diez minutos después, mientras se cambiaba de ropa en el cuarto del Padre, pues el resto de la casa grande estaba llena de mesas y de guirnaldas blancas de papel crespón, Juana recordó prodigiosamente la ópera de Britten. Se miró en el pequeño espejo del aguamanil del Padre, que sólo reflejaba sus amplios senos contenidos por el ajustador blanco de encaje. Tuvo que agacharse para verse la cara. Miró alrededor del cuarto las cosas ya conocidas y supo el sitio de cada cosa. Cuando iba a ponerse el vestido de viaje pensó: “Aunque es casi imposible que Dick conozca la ópera de Britten, y si por casualidad la ha oído alguna vez estoy perfectamente segura de que no recordará nunca el verso, pero sería muy aburrido correr ese riesgo”. Entonces volvió a poner el vestido de viaje sobre la cama sobria del Padre, caminó hacia el armario, abrió la tercera gaveta, sacó el revolver pequeño y se pegó un tiro en la cabeza, aún sin haberse soltado el cabello.
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