Álvaro Cepeda Samudio
(Barranquilla, Colombia, 1926 - Nueva York, 1972)
La casa grande
(Bogotá: Mito, 1962, 220 págs.)
Para Alejandro Obregón
LA HERMANA
“¿Qué vas a hacer ahora? No te has movido. Parece que ni siquiera los hubieras mirado. Pero es cierto: con qué ojos ibas a mirarlos. Se acercaron a tí y te lo han dicho. Te han dicho lo que todos sabíamos, lo que todos esperábamos porque sabíamos que tenía que suceder con ella también. Lo que el hermano debió saber primero que nadie; ahora también porque es el que está más cerca de ellos. Qué vas a hacer ahora. No, ya sabemos que no vas a decir nada. Nunca has hablado cuando todos esperábamos que lo hicieras, cuando creíamos que era necesario hablar, dar una explicación o pedirla. Pero es que ellos en realidad tampoco han dicho nada: no se han dirigido a nadie en particular. La mayor, la que más te odia porque es la que más recuerda, lo ha mencionado apenas. Si esperabas que hubiera pena en su voz, o siquiera arrepentimiento, te ha defraudado otra vez. Lo ha dicho con orgullo, casi con satisfacción. Como si hubiera esperado todo este tiempo para estar segura y ahora que lo está, gozará con echártelo a la cara, con desbaratar tus planes por segunda vez sin saberlo”.
Lo ha dicho en la misma forma como lo dijo su madre hace diez y ocho años, cuando el Padre le rompió la cara con la hebilla de la espuela que se había quitado en ese momento. El Padre había cabalgado toda la mañana y cuando lo vimos llegar y aún sin bajarse del caballo le oímos decirte: Vé y busca a tu hermana, tú no preguntaste cuál de nosotras porque tú también sabías ya de qué se trataba. Lo supiste en ese instante. Atravesaste el corredor sin mirarnos y entraste en la frescura quieta del cuarto de bordar, donde debía estar la Madre, porque enseguida apareció y caminando lentamente se dirigió al armario, sacó una botella de leche agria y la puso en la mesita frente al sillón del Padre. Sacó una botella y una servilleta bordada: cuidadosamente, con dedicación, como tratando de convencerse de que sus movimientos eran útiles: que la botella y la servilleta bordada tenían un oficio especificado: que la botella era para ser destapada. Pero de pronto cayó en la cuenta de lo inútil de todas sus precauciones porque el Padre se sentó en su sillón y apartó la mesita y comenzó a quitarse las espuelas. Pero antes de que el Padre apartara la mesita ya la Madre había sido derrotada una vez más: pues aunque lo hubiera notado antes, un momento antes, cuando colocó la botella y luego la servilleta: si entonces hubiera notado que hacía falta el vaso, aún en ese momento hubiera sido demasiado tarde porque el Padre ya se había tirado del caballo y se dirigía hacia el sillón.
De manera que la Madre se quedó de pies en la mitad del corredor, sin saber hacia donde dirigirse ahora, esperando que lo que iba a comenzar terminara, sin saber exactamente qué iba a
comenzar y mucho menos cómo habría de terminar, pero sabiendo que algo tenía
que comenzar.
Cuando tú pasaste frente a la Madre, detrás de tí la Hermana, por primera vez firme, casi altiva, ella te miró y supo. Y ya sabiendo comprendió que no había nada qué hacer, que cualquier cosa que se intentara, la más insignificante acción, sería inútil, no conduciría a nada y que solo quedaba, como al principio cuando todavía no sabía y apenas la falta del vaso le parecía importante, esperar y luego comenzar nuevamente a pensar y luego, todavía sin comprender esto,
ni siquiera la parte más sencilla: el vaso: dejar de pensar y agotada por el esfuerzo caer otra vez en su estado de ausencia: resignación que para ella no debía tener la grandeza de la resignac
ión porque nunca esperó nada distinto. El Padre no alzó la vista de la espuela que tenía en la mano, la espuela de la bota izquierda que era la única que se había alcanzado a quitar, cuando tú y la Hermana quedaron frente a él, tú un poco separada y ella frente a él. El Padre no habló. No preguntó siquiera. No había necesidad pues él ya sabía, y cuando te dijo vé y busca a tu hermana, vio que tú también lo sabías: no que lo hubieras oído, o que te o hubieran dicho, o que te lo hubieran escrito con jugo feo y sucio de cepa de banano en un pedazo de sábana, sino que lo sabías, que estabas segura y eso le bastaba a él. No levantó la cabeza hasta cuando con un movimiento pausado y seguro te apartó con un brazo y golpeó a la Hermana en la cara con la espuela. Es decir: con el arco y la hebilla y las correas de la espuela, porque él la sostuvo con la mano cerrada sobre la estrella que se le enterró entre los dedos y por eso cuando golpeó a la Hermana por segunda vez, había también sangre del Padre humedeciendo el barro seco y ya rojo que cubría las correas. No había necesidad de las palabras, pero fueron dichas de todas maneras: no por el Padre; por ella. Como si hubieran estado dentro de ella hacía mucho tiempo, aún anterior a este tiempo cuando no tenían compañía y estaban las palabras solas dentro de su cuerpo flaco y tenso. Las dijo una por una, calmadamente, creciendo la frase tremenda a medida que le iba agregando palabras. El Padre alzó el brazo y la sangre le inundó la muñeca: pero sangre de él. No le pegó otra vez. Siguió con la mano empuñada sobre la estrella de la espuela, pero no le pegó otra vez. Apartó aún más la mesita, donde el pico de la botella ya había comenzado a llenarse de moscas, atravesó el corredor y volvió a montar el caballo, todavía empuñando la espuela. Ni tú ni ella se movieron. Fue después, mucho después de que la Madre puso el pesado vaso sobre la servilleta, cuando ella se fue a su cuarto. Tú no hiciste nada para detenerla. Parecías desconcertada por las palabras de ella.
Alguien le avisó al Hermano, creo que fuiste tú. Esa noche el caballo del Hermano entró resoplando casi hasta el corredor. Y allí se quedó toda la noche, resoplando. La casa estaba quieta y oscura. Hacía un calor húmedo y salobre y creo que nadie dormía. Cada una en nuestros
cuartos oyó los pasos duros del Hermano cuando se detuvieron frente a la cama de ella. Después su voz dura llenó calladamente todas las habitaciones de la casa: Maldito padre, maldito pad
re. Y entonces fue cuando oímos por primera vez el llanto de la Hermana.
Cuando el chapoteo de las mulas llenó el espacio junto a los corrales ya tú estabas levantada y debiste oír al Hermano hablar con los mozos y montar apresuradamente en su caballo: la silla y
las riendas y los estribos y el caballo húmedos y chorreantes todavía de la lluvia de la
madrugada. El Hermano los oyó entrar y los esperaba en el corredor. Uno de ellos dijo: Ya llegaron. Y el Hermano preguntó: ¿Cuántos? Y el mozo: Deben ser como doscientos, vinieron dos planchones llenos. Entonces el Hermano miró por primera vez el caballo y dijo: Vamos, tenemos que llegar antes que ellos. Esa mañana, mientras desayunábamos, Carmen llegó con la noticia de que la estación estaba llena de soldados. La Hermana levantó la cara: tenía la sangre apretada y seca sobre la mejilla rota. La Madre la miró y se tapó la boca con las manos. Entonces tú dijiste: Ojalá los maten a todos. Y la Hermana: No los matarán a todos, no podrán matarlos a todos. Lo dijo simplemente, sin levantar la voz, pero con seguridad, con perfecta seguridad.
Fuiste la primera en darte cuenta de que la hermana no iba a ser ya la misma: a la Hermana le había nacido una voz de palabras secas y seguras. Sobre todo seguras. Si te asombró un poco
esta nueva voz de la Hermana no lo demostraste. Pero es que en ti nunca hubo asombro: parecías esperarlo todo: saberlo todo de antemano. Como si todo respondiera a un plan ya hecho, trazado y previsto en sus más pequeños detalles. De manera que esto tampoco te ha sorprendido. Y si ahora tuvieras ojos con qué mirarla la hubieras mirado en la misma forma como miraste a la Hermana la mañana que llegaron los soldados al pueblo: como relevada: agradecida: porque lo que habías
esperado, lo que habías presentido sin tener una noción real, tomaba una forma definida y ya no tenías que esperar más. Ya sabías a qué atenerte. Podías luchar contra un enemigo concreto,
un enemigo dado; que estaba frente a ti, con la cara rota, las manos abandonadas sobre la
mesa y todo el cuerpo frágil y delgado desafiándote en un doble y quieto desafío.
De manera que la Madre se quedó de pies en la mitad del corredor, sin saber hacia donde dirigirse ahora, esperando que lo que iba a comenzar terminara, sin saber exactamente qué iba a comenzar y mucho menos cómo habría de terminar, pero sabiendo que algo tenía que comenzar. Cuando tú pasaste frente a la Madre, detrás de tí la Hermana, por primera vez firme, casi altiva, ella te miró y supo. Y ya sabiendo comprendió que no había nada qué hacer, que cualquier cosa que se intentara, la más insignificante acción, sería inútil, no conduciría a nada y que solo quedaba, como al principio cuando todavía no sabía y apenas la falta del vaso le parecía importante, esperar y luego comenzar nuevamente a pensar y luego, todavía sin comprender esto, ni siquiera la parte más sencilla: el vaso: dejar de pensar y agotada por el esfuerzo caer otra vez en su estado de ausencia: resignación que para ella no debía tener la grandeza de la resignación porque nunca
esperó nada distinto. El Padre no alzó la vista de la espuela que tenía en la mano, la espuela de la bota izquierda que era la única que se había alcanzado a quitar, cuando tú y la Hermana quedaron frente a él, tú un poco separada y ella frente a él. El Padre no habló. No preguntó
siquiera. No había necesidad pues él ya sabía, y cuando te dijo vé y busca a tu hermana, vio que tú también lo sabías: no que lo hubieras oído, o que te o hubieran dicho, o que te lo hubieran escrito con jugo feo y sucio de cepa de banano en un pedazo de sábana, sino que lo sabías, que estabas segura y eso le bastaba a él. No levantó la cabeza hasta cuando con un movimiento pausado y seguro te apartó con un brazo y golpeó a la Hermana en la cara con la espuela. Es decir: con el
arco y la hebilla y las correas de la espuela, porque él la sostuvo con la mano cerrada sobre la estrella que se le enterró entre los dedos y por eso cuando golpeó a la Hermana por segunda vez, había también sangre del Padre humedeciendo el barro seco y ya rojo que cubría las correas. No había necesidad de las palabras, pero fueron dichas de todas maneras: no por el Padre; por ella. Como si hubieran estado dentro de ella hacía mucho tiempo, aún anterior a este tiempo cuando
no tenían compañía y estaban las palabras solas dentro de su cuerpo flaco y tenso. Las dijo una por una, calmadamente, creciendo la frase tremenda a medida que le iba agregando palabras. El
Padre alzó el brazo y la sangre le inundó la muñeca: pero sangre de él. No le pegó otra vez. Siguió con la mano empuñada sobre la estrella de la espuela, pero no le pegó otra vez. Apartó aún más la mesita, donde el pico de la botella ya había comenzado a llenarse de moscas, atravesó el
corredor y volvió a montar el caballo, todavía empuñando la espuela. Ni tú ni ella se movieron. Fue después, mucho después de que la Madre puso el pesado vaso sobre la servilleta, cuando ella se fue a su cuarto. Tú no hiciste nada para detenerla. Parecías desconcertada por las palabras de ella. Alguien le avisó al Hermano, creo que fuiste tú. Esa noche el caballo del Hermano entró resoplando casi hasta el corredor. Y allí se quedó toda la noche, resoplando. La casa estaba quieta y oscura. Hacía un calor húmedo y salobre y creo que nadie dormía. Cada una en nuestros
cuartos oyó los pasos duros del Hermano cuando se detuvieron frente a la cama de ella. Después su voz dura llenó calladamente todas las habitaciones de la casa: Maldito padre, maldito padre. Y entonces fue cuando oímos por primera vez el llanto de la Hermana.
Cuando el chapoteo de las mulas llenó el espacio junto a los corrales ya tú estabas levantada y debiste oír al Hermano hablar con los mozos y montar apresuradamente en su caballo: la silla y las riendas y los estribos y el caballo húmedos y chorreantes todavía de la lluvia de la madrugada. El Hermano los oyó entrar y los esperaba en el corredor. Uno de ellos dijo: Ya llegaron. Y el Hermano preguntó: ¿Cuántos? Y el mozo: Deben ser como doscientos, vinieron dos planchones llenos. Entonces el Hermano miró por primera vez el caballo y dijo: Vamos, tenemos que llegar antes que ellos. Esa mañana, mientras desayunábamos, Carmen llegó con la noticia de que la estación estaba llena de soldados. La Hermana levantó la cara: tenía la sangre apretada y seca sobre la mejilla rota. La Madre la miró y se tapó la boca con las manos. Entonces tú dijiste: Ojalá los maten a todos. Y la Hermana: No los matarán a todos, no podrán matarlos a todos. Lo dijo simplemente, sin levantar la voz, pero con seguridad, con perfecta seguridad.
Fuiste la primera en darte cuenta de que la hermana no iba a ser ya la misma: a la Hermana le había nacido una voz de palabras secas y seguras. Sobre todo seguras. Si te asombró un poco esta nueva voz de la Hermana no lo demostraste. Pero es que en ti nunca hubo asombro: parecías esperarlo todo: saberlo todo de antemano. Como si todo respondiera a un plan ya hecho, trazado y previsto en sus más pequeños detalles. De manera que esto tampoco te ha sorprendido. Y si ahora tuvieras ojos con qué mirarla la hubieras mirado en la misma forma como miraste a la Hermana la mañana que llegaron los soldados al pueblo: como relevada: agradecida: porque lo que habías esperado, lo que habías presentido sin tener una noción real, tomaba una forma definida y ya no tenías que esperar más. Ya sabías a qué atenerte. Podías luchar contra un enemigo concreto, un enemigo dado; que estaba frente a ti, con la cara rota, las manos abandonadas sobre la mesa y todo el cuerpo frágil y delgado desafiándote en un doble y quieto desafío.
Carmen siguió contando que la estación estaba llena de soldados: (llena de cachacos que habían llegado de Barranquilla en la madrugada y que iban para La Zona a defender los intereses de la Compañía y aunque estaban bien armados y muchos de los que habían sido cachacos decían que las balas eran balas dum-dum, de las que atraviesan un riel, los trabajadores que habían ido a verlos a la estación decían que no pasaría nada porque los huelguistas estaban esperándolos en Sevilla para presentarle al General el pliego de peticiones, porque el gobierno los había mandado para que la Compañía no siguiera abusando de los jornaleros, y la verdad era que los soldados se parecían mucho en el modo de hablar a la mayoría de los cortadores que la Compañía había traído para el primer corte en La Gabriela, después de que tendieron los ramales y los vagones cargaban al lado mismo de las matas, y decían que los cortadores hasta tenían conocidos entre los soldados porque también eran cachacos, pero había una cosa y era que habían quitado las mesas de fritos de la estación y habían cerrado las cantinas del otro lado de lalínea, y decían que había orden de no volverlas a abrir hasta cuando se fueran los soldados, pero esta orden no sabían si la había dado el Alcalde o el General, porque el General no había llegado todavía aunque fue el primero que desembarcó, pero ya lo estaba esperando un motor y había salido inmediatamente para la Gerencia a hablar con los gringos, y como había línea libre decían que volvería al mediodía, y los que fueron hasta el puerto dicen que todavía vienen más porque los que venían en el planchón del Iris los arrecostó la brisa en Cuatro Bocas y están esperando que calme, los marineros dicen que esos no tendrán tiempo de ir a La Zona y que los dejarán aquí hasta que los otros terminen la misión, y dicen que la misión como que es echar bala, y las academias de este lado de la línea también las habían cerrado, pero no saben por qué, y las académicas, con sus trajes largos, están todas en la estación hablando con los sargentos, dicen que son los sargentos porque son los que mandan a los soldados y no llevan morral, tampoco usan botas sino zapatos y como no están vestidos de blanco ni llevan sable tienen que ser sargentos, como ellas son de ciudad y bien corridas deben saberlo, seguro que esta noche vuelven a abrir las academias). Todas, menos tú, hemos fingido no oír a Carmen. Es cierto que no le preguntaste nada, que no la interrumpiste, pero te has tragado sus palabras una a una y solo cuando comenzó a hablar de las mujeres y se oyó el pitazo agudo de un tren extemporáneo, un tren que no se podía nombrar porque no era conocido, dejaste la servilleta sobre la mesa y te levantaste sin pedir permiso. El sonido del pito desacostumbrado se nos metió en los oídos y nos cortó la procesión de imágenes que zumbaban alrededor de las apretujadas palabras de Carmen. La Madre se quedó con la pregunta colgándole de los ojos opacos: una pregunta que nadie, ni siquiera tú, hubieras podido responderle: porque por más que pensáramos y tratáramos de recordar los itinerarios más remotos, no habríamos encontrado una hora, un sitio para ese tren. Perdimos los puntos de referencia para medir el tiempo que debía transcurrir entre el acostarnos y el levantarnos. La rutina regular y perfecta de los días que no eran domingo quedó rota, desordenada, como si alguien hubiera manoteado metódicamente sobre un ordenado fichero de dominó. Solo tú, y ahora la Hermana, sabían que ese tren era el comienzo de un horario, no nuevo, extraño pero no nuevo.
La Hermana no necesitó que se lo dijeran: lo fue sabiendo, comprendiendo, mientras nosotras tratábamos de ordenar el desarreglado silencio de los trenes. Creo que lo supo la primera; mucho antes que el Padre: mucho antes que tú. Y por eso cuando el Padre lo dijo, por primera vez desconcertado: no asombrado: desconcertado naturalmente duro pero con una dureza por primera vez interrogante, la Hermana fue la única que no le miró. No era que el Hermano se lo hubiera dicho, porque él tampoco lo sabía. (No lo supo, ni lo intuyó siquiera, mientras esperaba la llegada de los mozos, quieto, el barro casi duro de las botas apretado sobre las sábanas: y las almohadas y la camisa de dormir y hasta sus dedos con un olor agudo de sangre endurecida: acostado con los ojos fijados a las vigas del techo, cuidadosamente tirado al lado del cuerpo abierto y dócil de la Hermana que se estremecía de pronto en un sollozo seco, evitado). Cuando oyó los caballos en el patio debió pensar que tampoco esta vez podía escoger: tenía que irse. Pero lo que sí n
o pensó, ni imaginó, ni podía saber en ese momento, fue que no volvería a la casa. No que tú, o que el Padre, le impidieran regresar. O que él mismo, por su propia voluntad, obedeciendo a lo que creía que era su deber: quedarse con los destrozados, metiendo su vida tercamente dentro de los que no tendrían ya valor, ni ganas, de tratar nuevamente; porque al Hermano podría. ocurrírsele que era también su deber el restaurar en cada casa, en cada cadáver, lo que había sido quitado, la vaga e innominada noción que los había puesto en movimiento, que había empujado a cada uno de los hombres y a cada uno de los cadáveres fuera de la tierra y de la casa que ni siquiera les pertenecía, para buscar la poca tierra o la poca casa o la poca muerte que habría de pertenecerles: y esto, el quedarse entre los que habían fracasado, porque él era el único que sabía que no los habían vencido: apenas doblado sobre los andenes calientes de las estaciones, doblado por el peso caliente de las balas, pero no vencido y hubiera decidido no regresar: obedeciendo no ya a esto, no ya a lo que podía ser o no su deber, sino a la simple memoria de la sangre quieta y voluntariamente provocada: que ni siquiera podría llamarse incesto: apenas la propia sangre libertada dentro de un cuerpo que podía ser su mismo cuerpo: que no necesitó
mezclarse porque era su misma sangre retornando. Nada de esto podía ser razón para el conocimiento de la Hermana. Pero ahora, después de tus palabras y de las palabras del Padre, la Hermana comprendió exactamente porqué lo sabía antes que todos: el Hermano no tendría a qué regresar porque, ella no estaría en la casa.
Si pudiéramos entenderte mejor, si alguna vez nos hubieras dado la oportunidad de saber cómo eras, si siquiera nos hubieras dejado entrar alguna vez a tu cuarto, ahora te compadeceríamos. Bastaría con mirarte los grandes huecos vacíos que se te han abierto en la cara para tenerte lástima. Pero nunca dejaste que nos sintiéramos tus hermanas: no nos dejaste pertenecer a ti.
Aún en el más lejano comienzo de la memoria estás aislada de nosotras. Fuimos creciendo separadas de ti: de tus gestos, de tus palabras, de tus más simples vestidos. Nos has mant
enido fuera de todas tus experiencias, de las más cotidianas experiencias. Nos fuiste aislando de todo lo que pudiéramos compartir contigo. Lo tuyo era tuyo y de lo poco que podíamos descubrir para nosotros en nuestro angosto y llano espacio infantil, tomabas lo que querías sin dar nada
en cambio. En los primeros años te seguíamos fascinadas y miedosas, con un miedo que tú fabricabas y alentabas para que no pudiéramos asomarnos siquiera al circo alucinante de pollitos atravesados por las varillas de metal de los paraguas rotos y de ratones sangrantes de rabos y orejas cortados que hacías dar vueltas dentro de una gran caja de galletas. De verte jugar con los objetos más extraños y comunes, le perdimos el gusto a las muñecas y a los juguetes adecuados. Y como ya deseábamos ser como tú, imitábamos todo lo que hacías hasta exasperarte. Entonces eras cruel: con una crueldad metódica y tremenda que nos hacía más dependientes de tu voluntad.
Si hubiéramos ido a un colegio tal vez habríamos tenido una niñez alegre. Pero cuando la Madre insinuó, no lo dijo, ni siquiera dejó saber que lo deseaba, que deberíamos ser enviadas a la escuela, el Padre bajó un poco el periódico para que le pudiéramos ver los ojos y dijo: Lo que tengan que aprender lo aprenderán aquí. Y al día siguiente comenzó el diario y aburrido aprendizaje de las letras, los números y los lugares. Te sentabas sola en el centro de la mesa que pusieron en el cuarto de los libros y seguías, en silencio, todas las indicaciones que el profesor iba haciendo en el pedazo de hule negro que el Padre había hecho enmarcar en la pared. No sorprendió a nadie que tú fueras la más inteligente de todas. Fuiste la primera en aprender a leer. Después ya no volviste a poner atención a las lecciones, no te volviste a sentar a la mesa y el profesor dejó de hacerte preguntas. Te sentabas en la butaca del Padre, demasiado grande para ti, y tomabas cualquiera de los libros, también demasiado grandes para ti, del, primer anaquel y sólo cuando terminábamos la clase de la mañana para ir a almorzar, lo ponías nuevamente en su sitio. Y un día, tal vez cuando habías terminado con todos los libros del primer anaquel y tal vez eras demasiado pequeña para alcanzar los del segundo, dejaste simplemente de ir a las clases. El profesor le preguntó esa tarde a la Madre por qué no habías estado en la clase y la Madre no supo qué contestar. Ya habías comenzado a ser un misterio para ella, un misterio más impenetrable que el del Padre porque tú eras hija de ella, había parte de ella en tu cuerpo, o al menos al principio lo creyó así. Después ya no se preocupó más: aceptó que en algún momento de tu engendro, o de tu crianza o de tu amamantamiento, había comenzado un descase, una separación. Creo que debió pensar que eras extraña a ella, que sólo existía entre las dos una relación de vivienda, de habitación, y la Madre se convirtió en una de nosotras; no en una persona aparte, de una función perfectamente definida como la del Padre, sino en una de nosotras. Una especie de entidad neutra cuya existencia era tolerada, hasta propiciada, pero cuya voz y cuyas acciones no tenían importancia alguna dentro de esa extraña jerarquía que, primero el Padre y luego tú, habían impuesto en la familia. El que pudieras arreglártelas sola, sin la ayuda de la Madre, durante todos los años de la angustia y de los continuos y desconcertantes descubrimientos, hacía que te observáramos atentamente para ver si tú, si tu cuerpo, también crujía con un dolor sosegado como los nuestros. Un día anduvimos buscándote toda la mañana hasta que te encontramos en el patio de los caballos, sentada en una silla vieja, la falda recogida sobre el vientre, mirando cómo se te empapaban las ingles de una sangre delgada e insistente. Al sentir que te mirábamos cerraste las piernas y nos gritaste sin rabia: “Váyanse, Váyanse”. Esa noche, la Hermana, que todavía era pequeña, se acercó a mi cama y me dijo: Es como tú.
Estás sentada en la silla del Padre, quieta, como si estuvieras muerta. Pero no estás derrotada. Esto lo saben ellos, lo supieron desde cuando comenzó la lucha: que no podrían derrotarte nunca: que sería implacable, constante, inacabable porque tú no los dejarías vencerte. Les enseñaste a hacerte frente, propiciaste su rebeldía porque comprendiste que esta era la única forma de llegar a un entendimiento. No a un acuerdo o a una justificación, sino a un entendimiento. Los trajiste a la casa para enfrentarlos a ti: no para que te perdonaran sino para tratar de probarles que habías tenido razón. Pero ellos definieron la lucha mucho antes de lo que esperábamos todos. Trazaron las reglas y anticiparon el final: es decir: que no habría final. Muchas veces nos hemos preguntado para qué continúas. Por qué no lo has abandonado todo si sabes que no se llegará a una solución, a un momento cuando tú y ellos digan: bueno, no hemos logrado ni siquiera el odio, hagamos una tregua: no para comenzar nuevamente, sino para dejar todo como está: inacabado. Los has criado en esta casa, entre nosotros y entre nuestra gente, imponiéndolos, comiendo de nuestra comida y respirando nuestro olor, para enseñarles primero que son parte nuestra, y luego los has esperado crecer pacientemente para probarles que la familia perdurará, que perduraremos, quiéranlo o no, en ellos. Porque esa es la única manera que tienes de hacer que el Padre y su apellido perduren. El Padre supo que podría contar contigo para reconstruir y perpetuar lo que había quedado roto, deshecho, acabado. Lo que no pudo resistir cuando sopló un viento fuerte y acre y podrido y extranjero —que no resistió porque no estaba construido sobre valores perfectamente establecidos sino sobre tradiciones débiles y cansadas— había que reconstruirlo. Reconstruirlo tercamente sobre los mismos carcomidos cimientos que habían cedido ya una vez, porque o era muy tarde para cambiarlos o no se conocían ni querían buscarse otros. Esto lo comprendiste perfectamente, como comprendías todo lo del Padre. Cuando el Padre regresaba a la casa con la punzante barba de polvo y un olor verde cubriéndole el cuerpo eras la única que se acercaba a besarlo sin cerrar los ojos. Después del obligado beso que nos quedaba ardiendo toda la noche, te quedabas sobre sus piernas hasta dormirte. No había ninguna razón para que lo hicieras porque cuando el Padre traía regalos eran iguales para todas. No podíamos entender que te gustara.
Cuando ya tuvimos sentimientos definidos acerca de las personas de la
casa, cuando ya supimos distinguir entre el miedo y el cariño, nosotros escogimos el miedo para el Padre y tú escogiste el cariño. Aunque ya todo estaba perfectamente definido, el Padre seguía creyendo que era su deber tratarnos a todas con una dureza igual. Pero tú eras la única que se atrevía a quebrar todas sus leyes, a pasar sobre sus prohibiciones, a disentir de sus inapelables decisiones. No supimos cuándo decidió el Padre aceptar este hecho, ni siquiera demostró que lo había aceptado. Era un acuerdo tácito entre los dos, al que habían llegado sin decir una palabra, sin establecer condiciones. Un día debieron mirarse y en ese momento debieron pensar: Soy igual a él, no podrá dominarme, entre los dos manejaremos esta casa, y cuando él ya no esté la manejaré yo sola; y él: Aquí está toda mi sangre, es como yo, ella tomará mi puesto, en ella puedo confiar. Y nada más. No hubo necesidad de decir nada. Quedó definido, establecido. La Madre lo supo también sin que nadie se lo dijera. Lo supo de asombro en asombro. Y lo aceptó como tenía que aceptar todo: porque era un hecho. Un hecho en el cual ella no había tenido intervención alguna. Como no la tuvo, para principiar, en el hecho de escoger un esposo. Se le dijo simplemente: este será tu novio: y luego: este será tu marido. Sin explicarle nada más. Ni qué era un novio ni cómo se convertía en un marido. Y en la mañana, sin haber podido dormir, maltratada y temerosa de mirarse las piernas húmedas, todavía desconcertada y ya sin esperanzas de llegar a entender.
El Padre te dijo esa mañana: Ven conmigo. No tuvo necesidad de decirte dónde te iba a llevar: tú lo sabías. Eras la única en la casa que sabía lo que estaba pasando. Durante los cuatro días que duró el juicio no dijiste nada. Ni siquiera después. Nos enteramos porque el odio del pueblo se nos metió en la casa como un olor caliente y salobre. El domingo siguiente en la iglesia, la gente nos miraba como descubriéndonos otra vez. No sabíamos que tenían una nueva razón para odiarnos. Nos fuimos enterando poco a poco, como siempre. Por un pedazo de conversación oída en la cocina a las sirvientas, una frase aislada de la costurera, por una protesta resignada de los mozos que traían los cántaros en la madrugada y que alcanzábamos a oír porque el calor y el cuerpo nos habían mantenido despiertas toda la noche. Por el apagado sollozo de las mujeres que comenzaron a preguntar por ti supimos del juicio. Parece que al principio nadie creyó en el pueblo que el Padre sería capaz de hacerlo. Pero cuando te vieron entrar con él supieron que sí lo haría. Durante cuatro días, en la mañana y en la tarde, se enfrentó con todos y a cada uno lo acusó hasta que los declararon culpables. Debiste oír cosas terribles porque cuando ya supieron que estaban perdidos, que una acusación del Padre era suficiente, tuvieron valor para hablar contra él. Nunca te preguntamos sobre el juicio. Tal vez porque sabíamos que era inútil preguntarte porque tú no dirías nada, no explicarías nada. No explicarías este nuevo odio que teníamos que soportar sin saber el motivo y sin haber participado en su desencadenamiento. No supimos lo que se dijo en el saloncito de la alcaldía: el saloncito sucio y caluroso donde firmamos después los papeles de venta de La Gabriela. No supimos lo que dijo el Padre ni lo que hacías tú allí. Pero al cuarto día ustedes habían vuelto más temprano, oímos decir al Padre: Esos eran los últimos, hemos acabado con ellos. Y luego tú: Y los que quedan, y los hijos de ellos, y los hijos de los hijos, no volverán a intentar una huelga, no se atreverán. Y eso f u e todo. Lo del juicio terminó ahí. El hecho, la acción, las palabras, los hombres: todo terminó ahí. No tuvimos derecho a saber más. Sólo nos quedaba ahora esperar: esperar que el odio fuera acumulándose alrededor de nosotros, que fuera llenando todos los espacios del tiempo que faltaba para que estallara, esperar que hiciera crisis: que nos envolviera y nos secara el aire. A nosotras, no a ti. Porque no eras vulnerable al odio del pueblo. No eras vulnerable a lo que habías iniciado: iniciado porque el Padre no lo hubiera hecho solo. El pueblo lo conocía muy bien y por eso no esperaba que lo hiciera, que condenara a los cabecillas uno por uno con sus palabras. Pero no contaban contigo. El Padre necesitó de ti, de tu fortaleza, de tu desprecio, de tu deseo de perpetuar todo lo que significaba el apellido. Perpetuarlo en cualquier forma así fuera por medio del odio. Y cuando comenzó lo que debía ser el tiempo para el remordimiento fuiste tú y no el Padre quien le hizo frente. Las mujeres de los trabajadores entraban con sus trajes ya de viudas por la puerta de los caballos y preguntaban por ti. No por la Madre, sino por ti. Porque ya el pueblo sabía de tu presencia y de tu fuerza. Se dio cuenta de que la lucha era contigo, que la enemiga eras tú. Las dejabas hablar. Muchas veces la Hermana oía algunas palabras que llegaban hasta el cuarto de tejer y lloraba sin ruido. Algunas recibían los billetes y se iban asombradas, pero las que comenzaban a entender el dolor te maldecían a gritos.
¿Qué vas a hacer con ella? Ahora que te ha dicho lo que debiste saber, que no debió tomarte de sorpresa porque era la única forma como ella podía desbaratar todo lo que te ha llevado tanto tiempo en reconstruir. ¿Qué vas a hacer ahora que se ha acercado a ti y con palabras agudas y seguras como picos te ha vaciado las órbitas?
No tienes tiempo para comenzar otra vez. Para decirte: aquí fue el comienzo, recordarlo, reconocerlo y saber que es el único punto de partida para la tremenda tarea de recoger los pedazos de lo que ha sido desbaratado y ponerlos nuevamente en su sitio. No tienes tiempo porque ellos no te lo van a dar. No van a dejarte días y meses para planear y buscar y solucionar. Insistirán. Te acosarán hasta que decidas: porque su liberación depende de que tú aceptes que ellos no son parte nuestra, no quieren ser parte nuestra: que no quieren ser continuación de algo que está acabado: de una casa deshabitada y terminada. Que son otro principio, un comienzo de algo que también estará destinado a perecer como todo lo nuestro: pero quieren que ese sea su privilegio. Especialmente ella que se tomó el trabajo y el dolor y tal vez el asco de probarte, en la única forma que podía probarse, que habías fracasado. Y es que ellos tampoco tienen tiempo para esperar. Y esto lo sabes tú también.
No harás lo que el Padre: no le romperás la cara. No porque ellos te vayan a impedir que la castigues en su piel, sino porque a ella le será indiferente. Y también porque tú eres más inteligente que lo que el Padre pudo ser. No cabalgarás tres días de ida y tres días de vuelta en la misma semana como el Padre, para ir a buscar a alguien que tuviera algo nuestro y que fuera al mismo tiempo tan distinto como para constituir una forma de castigo, y obligarlo a hacer algo que tal vez no quería hacer porque su pequeña y casual cantidad de sangre idéntica le indicaba que este hecho no iba a ser una solución. Y luego, durante tres años destruir eficazmente todo lo que la costumbre y la comodidad de estar juntos, comer juntos, acostarse juntos, pudiera crear. Provocar eficazmente el momento en que esa pequeña y casual cantidad de sangre idéntica, ahora fortificada cada nueve meses tres veces durante veintisiete meses, se rebelara, para cabalgar de nuevo tres días y sin bajarse siquiera del caballo, disparar las veces necesarias para matar justificadamente al hombre que ya desde el momento cuando no se pudo evitar que naciera, no porque no se intentara sino porque esa misma pequeña y casual cantidad de sangre idéntica lo había afianzado en el vientre desprevenido, debió saber que estaba condenado a esa única muerte. Y volver al pueblo con el cadáver ya reventándose dentro de la apretada envoltura de la hamaca y enterrarlo aquí, para que el pueblo pudiera seguir recordando y odiando.
Los primeros golpes debieron perderse entre los ruidos de la lluvia, por eso no pudieron oírse en nuestros cuartos. Pero cuando ya les habían abierto el portón y atravesaban el pasadizo de ladrillos que separa los corrales, ni siquiera la lluvia pudo amortiguar el peso de los dieciséis cascos. Después del tumulto de las botas, las espuelas, los yataganes y por último los pellones, la voz, libre de la lluvia y de la llegada, llenó todo el aire en todos los espacios de la casa: A la Madre no: avísele a ella. Y luego las palabras: no la lluvia, ni la llegada ni la voz; sino las palabras: Lo mataron en Sevilla, a punta de cavador. Y entonces el llanto inexperto de la Madre. Y las palabras sin detenerse: Alguien lo vio entrar solo en la casa de Demetrio y lo esperaron en el corral; se abrazaron a él como hormigas y no pudo sacar el revólver, debieron quitárselo porque no lo hemos podido encontrar. Cuando lo soltaron ya los otros tenían los cadáveres rodeándole: lo golpearon con los hierros hasta tumbarlo. Cuando llegaron todavía tenía los cavadores clavados en todo el cuerpo. Y las palabras, el llanto, las botas, las espuelas, los cascos, los caballos, en solo y apelotonado sonido llenándonos, llenándonos, llenándonos el cuerpo hasta reventársenos los ojos en un llanto ronco y salobre.
Entró en la lluvia y te dijo: Ven, ven a secarte que estás toda mojada. Fue mucho después de que salieron los soldados. Mucho después de que la casa se llenara del monótono sonido del llanto. Te puso las manos en los hombros y te empujó hasta el comedor. Con el pelo pegado a la cara y la lluvia todavía chorreando de tu bata, parecías una ahogada. Te sentó en el sillón del Padre. Te quedaste allí toda la noche: lo poco que faltaba en la noche: quieta: en silencio. No nos mirabas. Los ojos y la atención y la voluntad puestas en la lluvia que te separaba del portón por donde había llegado el ruido, la voz y las palabras de la primera derrota. La Hermana se dobló de pronto, cayó sobre tus rodillas con un llorar seco y contenido. Entonces oímos tus palabras, pero no dirigidas a nosotras ni a nadie, sino a ti misma y talvez al Padre muerto: No me verán llorar, a mí no me verán llorar, no les daré ese gusto. Y el pueblo no te vio llorar. Aunque se aglomeró frente a la casa cuando trajeron la caja de madera húmeda y clavada a prisa donde venía el cuerpo horadado del Padre. Y esperó allí todo el día, bajo la lluvia, a que le sacaran hacia la iglesia. Y luego esperó en el atrio a que el sacerdote echara un poco más de agua sobre la caja, ya mejor clavada y menos basta y hasta pintada de negro. Y la siguió hasta el cementerio y la vio bajar hasta el fondo del hueco que había comenzado a llenarse con la lluvia de todo el día, tambaleante sobre las amarras esperó hasta que la cubrieron de barro salitroso y colocaron sobre el barro salitroso los montones de flores sucias y aplastadas. Y luego volvió a aglomerarse frente a la casa cerrada de la cual apenas si salía la música repetida y cansada del coro del rosario. Y después de la novena noche ya no volvió más. Porque cada uno debió pensar que aún el cadáver roto del Padre era más fuerte que todo el pueblo.
Después del noveno día, todavía esperaste a que hubiera un poco
menos de lluvia para mandar a buscarlos. No porque tuvieras la esperanza de que el Hermano volviera a la casa y los trajera: sabías que el Hermano no vendría, que tenía que ser obligado a ello y que la única manera de obligarlo era enviando por los hijos: dejándole saber que tú los querías en la casa: en la casa que les correspondía vivir y ser criados. Y tuviste que ceder por primera vez, tuviste que decirnos a todas: Necesitamos agrupar nuestra sangre, sembrarla en la casa para consolidar lo que está desmoronándose. Y esta vez el Hermano los trajo. Y te los entregó para que tú los criaras y los hicieras parte de la casa. Y se quedó para ver cómo te sacaban los ojos y te derrotaban. Porque el Hermano sabía que todo intento tuyo para perpetuar al
Padre fracasaría. Por eso ahora te está mirando simplemente. No a ellos: a ti.
Esperando que aceptes que están derrotados: que el Padre y tú están derrotados definitivamente. El Hermano no ha hecho otra cosa que esperar. Ha esperado dieciocho años y nueve meses para saber Seguramente lo que siempre debió intuir: que los cadáveres tirados a lo largo de los rieles y amontonados en las estaciones de los pueblos no significaban que había estado equivocado, que había sido vencido porque los que habían doblado los cuerpos de los campesinos sobre sus machetes enfundados tenían la razón. Ha necesitado todo este tiempo para ver derrumbarse la raza donde apoyaron los fusiles.
Te has vuelto hacia el Hermano. Has vuelto tus redondas cuencas huecas secas hacia el sitio donde él ha comenzado el mecánico y trabajoso movimiento de golpear, esparcir las cenizas y luego apretar la angosta hoja de tabaco dentro de la pipa. Si tuvieras ojos podrías ver el cansancio del Hermano. Un cansancio acumulado en sus huesos, que ha ido creciendo con él, distrayendo la propia finalidad de sus movimientos, haciéndolos menos precisos, menos definitivos. Un cansancio puesto dentro de él, no en su piel ni en sus músculos sino dentro de su misma armazón ósea. Colocado allí para que no pudiera ser combatido ni echado fuera. Fijado por la noción precisa de que todo lo que se hiciera o se intentara para cambiar lo que estaba determinado por la voluntad del Padre, sólo conduciría a perder la oportunidad de conformarse. Un cansancio de estar seguro de que todo lo que se había decidido para él, aún antes de que hubiera nacido, perduraría aún después de muerto: esto a pesar de haber desconocido primero, luego roto, cambiado con su propio existir y con la violencia de sus actos todo lo que se había decidido para él. Un cansancio de tener que continuar luchando contra lo que desde el principio se supo que no podría ser derrotado. Porque habría primero que derrotar toda su sangre y el origen de sus manos y su cuerpo dentro de su cuerpo mismo. Y luego disolver todas las vinculaciones que su cuerpo hubiera creado con las gentes de la casa, y esto no era posible. Porque si pudieras ver este cansancio no tendrías ahora que ponerte a esperar que el Hermano diga las palabras que todos sabemos que no va a decir. Que no las dirá aún deseándolo: porque sabe ya que tampoco esta vez podrá derrotar lo que está decidido para ellos: no por el Padre, ni por ti, ni por él, sino por la sangre de ellos y la casa a la que ellos pertenecen. Esto lo sabes tú, lo sabemos todos. Pero quieres que sea el Hermano el que lleve el peso de las palabras que van a ser dichas: quieres que sea él porque tú no tienes ojos para ver su cansancio.
Fue necesario que crecieran y te sacaran los ojos.
Necesario que también la sangre de ella haya resbalado voluntariamente por sus
muslos y que la casa se llenara con el húmedo olor del descuartizamiento. Necesario quebrantar lo que creías haber reconstruido para saber que la sangre y el nombre perdurarán, no en el sosiego sino en la ira y la furia de la sangre y el nombre. Necesario cerrar tu cuerpo y apaciguar tu piel para que nada pudiera distraerte de la misión de criarlos. Necesario que laboriosamente formaras dentro de ti un apego a sus presencias, a sus voces, a sus modos, para sentirlos tuyos y poder soportar el largo crecimiento de su niñez sin desespero. Y luego dominar la angustia de sus enfermedades para lo que ya pudiera ser amor no te impidiera ser severa para su propio bien. Necesario endurecer la natural suavidad de tus brazos para no detener su llanto, agudo y solo, en las noches del desconcierto. Necesario fomentar el odio hacia ti para hacerlos fuertes; unidos; dependientes de ti por ese mismo odio fortalecedor. Necesario que hayas sido más fuerte que tu soledad para no dejar que te la resolvieran con sus tres vitalidades. Y como si toda esta terca dedicación de tus miembros y tus vísceras y tus sentidos a un solo fin: criarlos: capacitarlos para que la sangre del Padre y el nombre del Padre perduren; como si todo esto no hubiera sido suficiente; como si el participarlos a esta casa no hubiera sido ya una labor agotadora: tienes ahora que aceptar lo que ella tiene en su vientre. Aceptarlo porque no te dieron la oportunidad de escoger: aceptarlo, porque si lo rechazas el sacrificio de ella habrá sido útil y el odio de ellos te habrá derrotado finalmente. Y el quebrantamiento de su cintura será un precio pequeño para la liberación de ellos. Se lo has dicho a ella: Nacerá aquí y en esta casa se criará como uno que pertenece a esta casa hasta que de ustedes nazca alguien que pueda tomar el lugar del Padre. Aún sin ojos eres más fuerte que ellos: más fuerte que el pueblo, lo mismo que el Padre muerto.
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