(La Habana, 1904-París,
1980)
El arpa y la sombra
(1979)
PARA LILIA
En el arpa, cuando resuena, hay tres cosas:
el arte, la mano y la cuerda.
En el hombre: el cuerpo, el alma y la sombra.
(LA LEYENDA ÁUREA)
I
EL ARPA
¡Loado sea con los címbalos triunfantes! ¡Loado sea con el arpa!…
salmo 150
Atrás quedaron las ochenta y siete lámparas del Altar de la Confesión, cuyas llamas se habían estremecido más de una vez, aquella mañana, entre sus cristalerías puestas a vibrar de concierto con los triunfales acentos del Tedeum cantado por las fornidas voces de la cantoría pontifical; levemente fueron cerradas las monumentales puertas y, en la capilla del Santo Sacramento, que parecía sumida en penumbras crepusculares para quienes salían de las esplendorosas luces de la basílica, la silla gestatoria, pasada de hombros a manos, quedó a tres palmos del suelo. Los flabelli plantaron las astas de sus altos abanicos de plumas en el astillero, y empezó el lento viaje de Su Santidad a través de las innumerables estancias que aún la separaban de sus apartamentos privados, al paso de los porteadores, vestidos de encarnado, que flexionaban las rodillas cuando hubiese de pasarse bajo una puerta de bajo dintel. A ambos lados del largo, larguísimo camino, seguido entre paredes de salas y galerías, pasaban óleos oscuros, retablos ensombrecidos por el tiempo, tapicerías apagadas en sus tintes, que mostraban acaso, para quien los mirara con curiosidad de forasteros visitantes, alegorías mitológicas, sonadas victorias de la fe, orantes rostros de bienaventurados o episodios de ejemplares hagiografías. Algo fatigado, el Sumo Pontífice se adormeció levemente, en tanto que se desprendían, por rango y categorías, los dignatarios del séquito, invitados a no seguir adelante, más allá de este u otro umbral, en observancia del estricto protocolo de las ceremonias. Primero, de dos en dos, fueron desapareciendo los cardenales, de cappa magna, con sus solícitos caudatarios; luego, los obispes, aliviados de sus mitras resplandecientes; después, los canónigos, los capellanes, los protonotarios apostólicos, los jefes de congregaciones, los prelados de la recámara secreta, los oficiales de la casa militar, el Monseñor mayordomo y el Monseñor camarlengo, hasta que, faltando poco ya para llegar a las habitaciones cuyas ventanas daban al patio de San Dámaso, las pompas del oro, el violado y el granate, el moaré, la seda y el encaje, fueron sustituidos por los atuendos, menos vistosos, de domésticos, ujieres y bussolanti. Al fin, la silla descansó en el piso, junto a la modesta mesa de trabajo de Su Santidad y los porteadores la levantaron de nuevo, aligerada de su augusta carga, retirándose con recurrentes reverencias. Sentado ahora en una butaca que le daba una sosegada sensación de estabilidad, el Papa pidió un refresco de horchata a Sor Crescencia, encargada de sus colaciones y, luego de despedirla con un gesto que también se dirigía a sus camareros, oyó cómo se cerraba la puerta —la última puerta— que lo separaba del rutilante y pululante mundo de los Príncipes de la Iglesia, Prelados palatinos, dignidades y patriarcas, cuyos báculos y capas pluviales se confundían, en humos de incienso y diligencia de turiferarios, con los uniformes de los Camaristas de capa y espada, Guardias nobles y Guardias suizos, magníficos, estos últimos, con sus corazas de plata, partesanas antiguas, morriones a lo condottiero, y trajes listados en anaranjado y azul —colores a ellos asignados, de una vez y para siempre, por el pincel de Miguel Ángel, tan ligado en obras y recuerdo a la suntuosa existencia de la basílica.
Hacía calor. Como las ventanas del patio de San Dámaso estaban tapiadas —menos las suyas, desde luego— para evitar que miradas indiscretas fisgonearan en las íntimas estancias pontificales, reinaba un silencio tan ignorante de todo tráfago urbano, paso de carruajes o ruidos de artesanía que, cuando aquí llegaba el eco de alguna campana lejana, sonaba como música evocadora de una Roma tan distante que parecía cosa de otro mundo. El Vicario del Señor solía identificar algunos bronces por los timbres que le traía la brisa. Éste, leve, de repique apretado, era de la barroca iglesia de Gesú; aquél, majestuoso y pausado, más cercano, de Santa Maria Maggiore; aquel otro, cálido y grave, de Santa Maria sopra Minerva, en cuya selva interior de mármoles encarnados se inscribía el humano rastro de Catalina de Siena, la ardiente y enérgica dominica, apasionada defensora de su antecesor Urbano VI, el irascible protagonista del Cisma de Occidente, a quien veneraba, por combativo, él, que, cinco años antes, hubiese publicado aquel Syllabus —sin que en él figurara su firma, aunque todo el mundo supiese que el texto se alimentaba de sus alocuciones, homilías, encíclicas y cartas pastorales— donde se condenaba las pestes que eran, modernamente, el socialismo y el comunismo, tan ásperamente combatidas por su rigurosa y clara prosa latina, como las sociedades clandestinas (era decir: todos los francmasones), las “sociedades bíblicas” (aviso a los Estados Unidos de América), y, en general, los muchos núcleos clérico-liberales que harto asomaban la oreja en aquellos días. El escándalo promovido por el Syllabus había sido de tal magnitud que el mismo Napoleón III, poco sospechoso de liberalismo, había hecho lo imposible por impedir su difusión en Francia, donde medio clero, asombrado de tanta intransigencia, condenaba la encíclica preparatoria, Quanta Cura, por excesivamente intolerante y radical ¡Oh, bien pálida en su condena de todo liberalismo religioso, si se la comparaba con los casi bíblicos improperios del Papa Urbano, tan fieramente apoyados por la dominica de Siena, cuya figura le evocaba hoy, por segunda vez, el bordón de Santa Maria sopra Minerva! El Syllabus había madurado lentamente en su espíritu desde que, en sus andanzas por tierras americanas, hubiese podido comprobar el poder proliferante de ciertas ideas filosóficas y políticas para las cuales no existían fronteras de mar ni de montañas. Lo había visto en Buenos Aires, y lo había visto, tras de la cordillera andina, durante aquel viaje, ya lejano, tan rico en provechosas enseñanzas, que con suave y dolorida tenacidad le hubiese desaconsejado, sin embargo, su santa madre, la condesa Antonia Cattarina Solazzi, esposa ejemplar de aquel padre altivo, recto y austero, conde Girolamo Mastaï-Ferretti, a quien el niño debilucho y endeble que él hubiese sido veía aún, imponente y severo, luciendo sus envidiadas galas de gonfalonero de Senigallia… En la paz recobrada de aquel día iniciado en pompas y esplendor de ceremonias, el cristalino nombre de Senigallia venía a armonizarse con el muy lejano coro de los esquilones romanos, trayéndole recuerdos de las ruedas entre toques de campanas que, asidas de la mano, bailaban en el traspatio de la vasta casa solariega sus hermanas mayores, de tan lindos nombres: Maria Virginia, Maria Isabella, Maria Tecla, Maria Olimpia, Cattarina Juditta, todas con voces frescas y alborotosas cuyo timbre, guardado en la memoria del oído, le hicieron presentes, de pronto, aquellas otras voces, también voces niñas, unidas en el villancico ingenuo, escuchado al inicio de unas borrascosas navidades, en la tan distante, tan distante y sin embargo tan recordada ciudad de Santiago de Chile:
“Esta noche es Nochebuena
Y no es noche de dormir,
Que la Virgen está de parto
Y a las doce ha de parir.”
Pero, de pronto, la gran voz de Santa Maria sopra Minerva lo apartó de evocaciones acaso demasiado frívolas para un día en que, algo descansado de la prolongada ceremonia que había encendido los soles de la Cátedra de San Pedro, habría de resolverse a tomar una importante determinación. Entre un orfebrado portapaz atribuido a Benvenuto Cellini y la naveta de cristal de roca, muy antigua en su factura, cuya forma era la del Ictus de los primitivos cristianos, estaba el legajo —¡el famoso expediente!— en espera desde el año anterior. Nadie había tenido la desconsideración de apremiarlo, pero era evidente que el muy venerable Cardenal de Burdeos, Metropolitano de las Diócesis de las Antillas, su Eminencia el Cardenal Arzobispo de Burgos, el Muy Ilustre Arzobispo de México, así como los seiscientos y tantos obispos que habían estampado sus firmas en el documento, debían estar impacientes por conocer Su Resolución. Abrió la carpeta llena de anchas hojas cubiertas de sellos lacrados, con cintas de raso encarnado para unirlas en folio, y, por vigésima vez, leyó la propuesta de Postulación ante la Sacra Congregación de Ritos que se iniciaba con la bien articulada frase: “Post hominum salutem, ab Incarnato Dei Verbo, Domino Nostro Jesu Christo, feliciter instauratam, nullum profecto eventum extitit ant praeclarius, aut utilius incredibili ausu Januensis nautae Christophori Columbi, qui omnium primus inexplorata horrentiaque Oceani aequora pertransiens, ignotum Mundum detexit, et ita porro terrarum mariumque tractus Evangelicae fidei propagationi duplicavit.”…Bien lo decía el Primado de Burdeos: el descubrimiento del Nuevo Mundo por Cristóbal Colón era el máximo acontecimiento contemplado por el hombre desde que en el mundo se hubiese instaurado una fe cristiana y, gracias a la Proeza Impar, se había doblado el espacio de las tierras y mares conocidos a donde llevar la palabra del Evangelio… Y, junto a la respetuosa solicitud, había, en foja separada, un breve mensaje dirigido a la Sacra Congregación de Ritos que, al recibir el aval de la firma pontificia, echaría a andar, de inmediato, el intricado proceso de la beatificación del Gran Almirante de Fernando e Isabel. Su Santidad tomó la pluma, pero la mano empezó a sobrevolar la página, como dubitativa, desmenuzando una vez más las implicaciones de cada palabra. Siempre ocurría así cuando se sentía más resuelto a trazar la rúbrica decisiva al pie de aquel documento. Y era porque en un párrafo del texto aparecía una frase, especialmente subrayada, que siempre detenía su gesto: “…pro introductione illius causae exceptionali ordine”. Esto de introducir la postulación “por vía excepcional” hacía vacilar, una vez más, al Sumo Pontífice. Era evidente que la beatificación —camino previo para la canonización— del Descubridor de América constituiría un caso sin precedente en los anales del Vaticano porque su expediente carecía de ciertos respaldos biográficos que, según el canon, eran necesarios al otorgamiento de una aureola. Esto, confirmado por los sabios e imparciales bolandistas invitados a opinar, sería utilizado, sin duda alguna, por el Abogado del Diablo, sutil y temible Fiscal de la República de los Infiernos… En 1851, cuando él, Pío IX, después de haber pasado por el arzobispado de Espoleto, el obispado de Imola, y de haberse tocado con el capelo cardenalicio, no llevaba más de cinco años elevado al Trono de San Pedro, había encargado a un historiador francés, el conde Roselly de Lorgues, una Historia de Cristóbal Colón, varias veces leída y meditada por él, que le parecía de un valor decisivo para determinar la canonización del Descubridor del Nuevo Mundo. Ferviente admirador de su héroe, el historiador católico había magnificado las virtudes que agigantaban la figura del insigne marino genovés, señalándolo como merecedor de un lugar destacado en el santoral, y hasta en las iglesias —cien, mil iglesias…—, donde se venerara su imagen (imagen harto imprecisa hasta ahora, ya que no se tenían retratos suyos —¿y con cuántos santos no pasaba lo mismo?— pero que pronto cobraría corporeidad y carácter gracias a las investigaciones guiadoras de algún pincel inspirado que diese al personaje la fuerza y expresión que el Bronzino, retratista de César Borgia, había conseguido al ilustrar la figura del insigne marino Andrea Doria en óleo de una excepcional belleza). Esta posibilidad había obsesionado al joven canónigo Mastaï desde su regreso de América, cuando estaba muy lejos todavía de barruntarse que sería entronizado algún día en la basílica de San Pedro. Hacer un santo de Cristóbal Colón era una necesidad, por muchísimos motivos, tanto en el terreno de la fe como en el mismo terreno político —y bien se había visto, desde la publicación del Syllabus, que él, Pío IX, no desdeñaba la acción política, acción política que no podía inspirarse sino en la Política de Dios, bien conocida por quien tanto había estudiado a San Agustín. Firmar el Decreto que tenía delante era gesto que quedaría como una de las decisiones capitales de su pontificado… Volvió a mojar la pluma en el tintero, y, sin embargo, quedó la pluma otra vez en suspenso. Vacilaba nuevamente, esta tarde de verano en que no tardarían las campanas de Roma a concertar sus resonancias al toque del Ángelus.
Ya en la niñez de Mastaï había dejado Senigallia de ser la ciudad de bulliciosas ferias, a cuyo puerto se arrimaban barcos procedentes de todas las riberas mediterráneas y adriáticas —ahora sorbidos por la próspera, engreída y viciosa Trieste, cuya riqueza estaba en trance de arruinar a su menguada vecina, tan favorecida otrora por los navegantes griegos. Además, los tiempos eran duros: con su devastadora Campaña de Italia, Bonaparte lo había revuelto todo, ocupando Ferrara y Boloña, apoderándose de la Romana y de Ancona, humillando la Iglesia, expoliando los Estados Pontificios, encarcelando cardenales, ocupando la misma Roma, llevando la insolencia hasta arrestar al Papa y apoderarse de venerables esculturas, orgullo de monasterios cristianos, para exhibirlas en París —¡colmo del escarnio!— entre los Osiris y Anubis, halcones y cocodrilos, de un museo de antigüedades egipcias… Los tiempos eran malos. Y, con ello, la casa solariega de los condes Mastaï-Ferretti había venido a menos. Mal ocultaban los retratos de familia, las marchitas tapicerías, los grabados algo cagados de moscas, los altos aparadores y desvaídas cortinas, el creciente deterioro de paredes que la humedad, debida a las muchas goteras, cubría de feas manchas pardas que se ensanchaban, implacablemente, con el correr de los días. Hasta crujían ya los viejos pisos de madera cuyos primores de ebanistería empezaban a largar taraceas desincrustadas por las intemperies. Cada semana se le reventaban dos o tres cuerdas más al añejo pianoforte, de amarillento teclado, donde Maria Virginia y Maria Olimpia se empeñaban todavía en tocar, a dos o cuatro manos, sonatinas de Muzio Clementi, piezas del Padre Martini o unos Nocturnos —hermosa novedad— del inglés Field, fingiendo que no advertían el silencio de ciertas notas que, por ausentes del instrumento, habían dejado de responder al tacto desde hacía varios meses. Las galas del gonfalonero eran las únicas que aún daban empaque de gran señor al conde Mastaï-Ferretti, pues, cuando regresaba, tras de presidir una ceremonia, al hogar de poca vianda en puchero, se envolvía en levitas ya muy zurcidas y rezurcidas por las dos abnegadas fámulas que aún quedaban en la casa, cobrando sueldos que les eran pagados un año sí y otro no. Por lo demás, la condesa ponía buena cara a los vientos adversos con la dignidad y cuidado de las apariencias que siempre la habían caracterizado, observando lutos de parientes imaginarios, muertos en ciudades siempre distantes, pura justificar el uso persistente de un par de vestidos negros, ya muy pasados de moda, y, por mostrarse lo menos posible al exterior, iba de madrugada a la iglesia de los Servitas, en compañía de su hijo menor, Giovanni Maria, para rogar a la Madonna Addolorata que aliviara estos atribulados estados del norte de sus agobios y calamidades. En suma: se llevaba la existencia de miseria altiva en palacios ruinosos, que era la de tantas familias italianas de la época. Existencia de miseria altiva —escudos en puerta y chimeneas sin lumbre, cruz de Malta en el hombro pero vientre harto ayuno— que el joven Mastaï volvería a encontrar, al estudiar el idioma castellano, en las novelas de la picaresca española —lectura esta, pronto dejada por frívola, para internarse en los meandros conceptistas de Gracián, antes de llegar a la meditación y práctica, más provechosa para su espíritu, de los Ejercicios espirituales de San Ignacio, que le enseñaron a centrar la meditación —o la oración— en una imagen previamente elegida, a fin de evitar, mediante la “composición de lugar”, las fugas imprevistas de la imaginación, eterna loca de la casa, hacia temas ajenos a los de nuestra reflexión principal. El mundo andaba revuelto. La francemasonería se colaba en todas partes. Hacía cuarenta años apenas —¿y qué son cuarenta años para el decurso de la Historia?— que habían muerto Voltaire y Rousseau, maestros de impiedad y de libertinaje. Menos de treinta años antes, un muy cristiano rey había sido guillotinado así, como quien no dice nada, a la vista de una multitud atea y republicana, al compás de tambores pintados con los mismos azules y rojos de las escarapelas revolucionarias… Indeciso en cuanto a su porvenir, después de desordenados estudios que incluían la teología, el derecho civil, el castellano, el francés, y un latín muy llevado hacia la poesía de Virgilio, Horacio y hasta de Ovidio —nada que fuese de gran utilidad, en aquellos días, para el sustento cotidiano—, después de frecuentar una brillante sociedad romana que lo acogía calurosamente por su apellido, aunque ignorante de que, muy a menudo, falto de moneda para comer en fonda, lo que más apreciaba el joven en las recepciones —más que el escote de las hermosas damas, más que los bailes donde aparecía ya la licenciosa novedad de la valse, más que los conciertos dados por músicos famosos en ricas mansiones— era el llamado del mayordomo al comedor donde, a la luz de candelabros, sobre bandejas de plata entrarían las abundantes viandas que apetecían sus hambres atrasadas. Pero, un día, tras de un desafortunado escarceo amoroso, el joven Giovanni Maria trocó el vino traído en garrafas de cristal orfebrado por el agua de los pozos claustrales, y las bien aderezadas volaterías de cocinas palaciegas por los chícharos, berzas y polentas de los refectorios. Estaba resuelto a servir a la iglesia, ingresando muy pronto en la tercera orden de San Francisco. Ordenado sacerdote, se distingue por el ardor y la elocuencia de sus prédicas. Pero sabe que lo espera un camino largo y difícil, sin esperabas de ascender hacia las altas jerarquías eclesiásticas por el aislamiento en que vive su familia, sus pocas relaciones, y, más que nada, por la época levantisca y trastocada que se está viviendo, en el seno de una cristiandad dividida, desmembrada, vulnerable como pocas veces lo ha estado en su historia, ante la creciente y casi universal arremetida de ideas nuevas, de teorías y doctrinas, tendientes todas, de alguna manera, a la elaboración de peligrosas utopías desde que el equilibrio social de otros días —equilibrio no siempre satisfactorio, pero equilibrio al fin— ha sido roto por las peligrosas iconoclasias de la revolución francesa… Y todo es oscuridad, humildad y resignación en su vida, cuando se produce el milagro: Monseñor Giovanni Muzi, arzobispo de Filipópolis, la de Macedonia, cuna de Alejandro Magno, nombrado Delegado Apostólico en Chile, ruega a Mastaï que lo asesore en una muy delicada misión. Jamás ha visto el prelado a quien así elige por recomendación de un abate amigo. Pero piensa que el joven canónigo puede serle de suma utilidad, por su cultura general, y, en particular, por su conocimiento del idioma castellano. Y así, el futuro Papa pasa de un hospicio donde desempeñaba un modestísimo cargo de mentor de huérfanos, a la envidiable condición de Enviado al Nuevo Mundo —ese Nuevo Mundo cuyo solo nombre pone en su olfato un estupendo olor de aventuras. Por lo mismo, considerando su hábito talar, se siente con vocación misionera —vocación debida, acaso, a su conocimiento de las actividades misioneras de los discípulos de San Ignacio en China, el extremo Oriente, Filipinas y Paraguay. Y, de repente, se ve a sí mismo en papel misionero, pero no a la manera de los jesuitas que había caricaturizado Voltaire en la novela harto difundida, y hasta traducida al castellano por un renegado Abate Marchena, sino que, consciente de que los tiempos han cambiado y que lo político habrá de cobrar una creciente importancia en el siglo que ahora empieza, se aplica a estudiar, reuniendo un cúmulo de informaciones, el ambiente donde habrá de actuar con tacto, discernimiento y astucia.
Para empezar, algo le intriga sobremanera. Quien ha solicitado del Papa Pío VII el envío de una misión apostólica a Chile, es Bernardo O’Higgins, que está al frente de su gobierno, con el título de Director General. Sabe ya cómo O’Higgins liberó a Chile del Coloniaje español, pero lo que se explica menos es que acuda a las luces del Vaticano para reorganizar la Iglesia Chilena. Roma, en estos tiempos tumultuosos y revueltos, es albergue y providencia de intrigantes de toda índole, conspiradores y sacripantes, embozados carbonarios, sacerdotes exclaustrados, renegados y sacerdotes arrepentidos, ex curas voltairianos vueltos al redil, informadores y soplones, y —fácil es hallarlos— tránsfugas de Logias, siempre dispuestos a vender los secretos de la Francmasonería por treinta denarios. Entre éstos, se topa Mastaï con un ex caballero Kadosh de la Logia Lautaro de Cádiz, hija de la Gran Reunión Americana de Londres, fundada por Francisco de Miranda, y que ya tiene filiales en Buenos Aires, Mendoza y Santiago. Y O’Higgins fue muy amigo —dice el informador— del extraordinario venezolano, maestro de Simón Bolívar, general de la Revolución Francesa, cuyas andanzas por el mundo constituyen la más fabulosa novela de aventuras, y hasta se dice —“líbreme Dios de culpables imaginaciones”, piensa Mastaï— que se acostó con Catalina de Rusia porque, “como su amante Potemkine estaba cansado de los excesivos ardores de su soberana, pensó que el guapo criollo, de sangre caliente, podría saciar los desaforados apetitos de la rusa que, aunque más que jamona, usted me entiende, era tremendamente aficionada a que le…—” y basta, basta, basta, dice Mastaï a su informador: “hablemos de cosas más serias y le ofrezco otra botella de vino”. El renegado se refresca el gaznate, alabando la calidad de un pésimo morapio que sólo su perenne sed le hace hallar bueno, y prosigue su relato. En su jerga secreta, los francmasones llamaban a España “Las Columnas de Hércules”. Y la Logia de Cádiz tenía una “Comisión de los Reservados” que se ocupaba, casi exclusivamente, en promover agitaciones políticas en el mundo hispánico. Y en el seno de esa comisión se sabía que en Londres había redactado Miranda un cuaderno de “Consejos de un viejo sudamericano a un joven patriota al regresar de Inglaterra a su país” que contenía frases tales como: “Desconfiad de todo hombre que haya pasado la edad de cuarenta años a menos de que os conste que sea amigo de la lectura. La juventud es la edad de los ardientes y generosos sentimientos. Entre los de vuestra edad encontraréis pronto muchos a escuchar y fáciles de convencer.” (—“Se ve que ese Miranda, como Gracián, receloso de los horrores y horrores de la Vejecía, ponía su confianza en el palacio encantado de la juventud — piensa Mastaï…). También había escrito el destacado francmasón: “Es un error creer que todo hombre, porque tiene tonsura en la cabeza o se sienta en la poltrona de un canónigo, es un fanático intolerante y un enemigo decidido de los derechos de los hombres.” —“Ya estoy entendiendo mejor a ese Bernardo O’Higgins” —dijo Mastaï, haciendo repetir el párrafo tres veces al tránsfuga de la Logia gaditana. Estaba claro: fuesen cuales fuesen sus ideas, O’Higgins sabía que España soñaba con restablecer en América la autoridad de su ya muy menguado imperio Colonial, luchando denodadamente por ganar batallas decisivas en la banda occidental del continente, antes de ahogar en otras partes, mediante una auténtica guerra de reconquista —y para ello no escatimaría los medios— las recién conseguidas independencias. Y sabiendo que la fe no puede extirparse de súbito como se acaba, en una mañana, con un gobierno virreinal o una capitanía general, y que las iglesias hispanoamericanas dependían, hasta ahora, del episcopado español, sin tener que rendir obediencia a Roma, el libertador de Chile quería sustraer sus iglesias a la influencia de la ex metrópoli —cada cura español sería mañana un aliado de posibles invasores—, encomendándolas a la autoridad suprema del Vaticano, más débil que nunca en lo político, y que bien poco podía hacer en tierras de ultramar fuera de lo que correspondería a una jurisdicción de tipo meramente eclesiástico. Así se neutralizaba un clero adverso, conservador y revanchista, poniéndosele sin embargo —¡y no podría quejarse de ello!— bajo la custodia directa del Vicario del Señor sobre la Tierra. ¡Jugada maestra, que era posible aprovechar en todos sentidos!… Al joven Mastaï se le hacía simpático, ahora, Bernardo O’Higgins. Estaba impaciente ya por cruzar el Océano, a pesar de los temores de su santa madre la Condesa que, desde su descalabrada mansión de Senigallia, lo instaba a que buscase excusas en su precaria salud para ser eximido de una agotante travesía por el proceloso mar de los muy frecuentes naufragios —“el mismo mar de Cristóbal Colón”, pensaba el canónigo, añorando, en vísperas del gran viaje, la quietud del ámbito familiar, y recordando con especial ternura a Maria Tecla, su hermana preferida, a quien había sorprendido cierta vez, en ausencia de sus padres, cantando a media voz, como en sueños (¡oh levísimo, inocentísimo pecado!) una romanza francesa del Padre Martini, que había aparecido en un álbum de obras del gran franciscano, autor de tantas misas y oratorios:
“Plaisir d’amour
ne dure qu’un moment.
Chagrin d’amour
dure toute la vie”
A pesar de los llamados a la cautela, a la prudencia, el joven canónigo esperaba ansiosamente la fecha de la partida. Y tanto más ahora que todo parecía oponer obstáculos a la empresa: muerte del Papa, ese papa tan humillado por el insolente Corso que lo había obligado a sancionar la bojiganga de su imperial investidura con corona puesta, solemnemente, en la testa de una mulata martiniqueña; elección de León XII, tras de un inacabable cónclave de veintiséis días; intrigas del Cónsul de España, enterado por sus espías del objeto de la misión apostólica; vientos contrarios, intrigas, chismorreos, cartas van, cartas vienen, respuestas que harto se hacen desear. Pero al fin, al fin, el 5 de octubre de 1823, leva las anclas el navío “Heloísa” (“prefiero la de Abelardo a la de Rousseau” —piensa Mastaï) con destino al Nuevo Mundo. Con él navegaban: el Delegado Giovanni Muzi, su secretario particular Don Salustio, el dominico Raimundo Arce, y el archidiácono Cienfuegos, ministro plenipotenciario de Chile —por reciente promoción de O’Higgins— ante la Santa Sede.
De Génova había partido el barco. Genovés había sido quien, un día, emprendiera la prodigiosa empresa que habría de dar al hombre una cabal visión del mundo en que vivía, abriendo a Copérnico las puertas que le dieron acceso a una incipiente exploración del Infinito. Camino de América, Camino de Santiago, Campos Stellae —en realidad camino hacia otras estrellas: inicial acceso del ser humano a la pluralidad de las inmensidades siderales.
Harto prolongada, exasperante a veces, la demora en Génova había sido fructífera en descubrimientos para el joven canónigo, maravillado, a cada paso, por el esplendor de la soberbia ciudad de los Doria, apellido de áurea sonoridad, toda llena del recuerdo de Andrea, el almirante insigne, representado en laudatorias pinturas alegóricas, de torso desnudo, barbas encrespadas, y emblemático tridente en mano, como viva, posible y presente imagen de Poseidón. Largamente había meditado el joven ante la casa de Branca Doria, aquel muy magnífico asesino, de estirpe genovesa, a quien Dante halló en el noveno círculo infernal, padeciendo su castigo en alma mientras su cuerpo, movido por un demonio, se mostraba aún viviente sobre la tierra. Frente a la iglesia de San Mateo la mansión de Lamba Doria, edificada por Martino Doria, tan sólida como el linaje de sus dueños, resistía el paso de los siglos, como también pervivían, hermosas y altivas, las de Domenicaccio Doria y la de Constantino Doria, habitada finalmente por Andrea —¡todo el mundo aquí parecía llamarse Doria!—, el prodigioso marino de las cien victorias sobre el Turco… Y ahora que el “Heloisa” entraba en las ondas terrosas del Río de la Plata, evocaba aún Mastaï la suntuosa escenografía portuaria dejada atrás, en el fasto de la urbe de palacios rojos y palacios blancos, cristalerías, balaustradas, glorias rostrales y esbeltos campanilos. Una escala en Montevideo le dio, por contraste, la impresión de hallarse en un enorme establo, porque allí no había edificio importante ni hermoso, todo era rústico, como de cortijo, y los caballos y las reses recobraban, en la vida cotidiana, una importancia olvidada en Europa desde los tiempos merovingios. Buenos Aires ni siquiera tenía puerto, sino una mala bahía, de donde había de alcanzarse la ciudad en una carreta tirada por caballos, escoltada por hombres a caballo, en hedor de caballos, olores de cuero bruto y trompetería de relinchos —obsesionante presencia del caballo que habría de imponerse al viajero, mientras permaneciera en el continente cuyo suelo hollaba por vez primera. A la luz de faroles traídos por los vecinos, fue recibida la misión apostólica en la ciudad huérfana de obispo desde hacía mucho tiempo. La primera impresión de Mastaï fue desastrosa. Las calles, ciertamente, eran rectas, como tiradas a cordel, pero demasiado llenas de un barro revuelto, chapaleado, apisonado y vuelto a apisonar, amasado y revuelto otra vez, por los cascos de los muchos caballos que por ellas pasaban y las ruedas de las carretas boyeras de bestias azuzadas por la picana. Había negros, muchos negros, entregados a anulares oficios y modestas artesanías, o bien de vendedores ambulantes, pregoneros de la buena col y la zanahoria nueva, bajo sus toldos esquineros, o bien sirvientes de casas acomodadas, identificables éstos por un decente atuendo que contrastaba con los vestidos salpicados de sangre de las negras que traían achuras del matadero —ese matadero de tal importancia, al parecer, en la vida de Buenos Aires, que llegaba Mastaï a preguntarse si, con el culto del Asado, el Filete, el Lomo, el Solomillo, el Costillar —o lo que algunos, educados a la inglesa, empezaban a llamar el Bife— el Matadero no resultaría, en la vida urbana, un edificio más importante que la misma Catedral, o las parroquias de San Nicolás, La Concepción, Montserrat o La Piedad. Demasiado olía a talabartería, a curtido de pieles, a pellejo de res, a ganado, a saladura de tasajo, de cecina, a sudor de ijares y sudor de jinetes, a boñiga y estiércol, en aquella urbe ultramarina donde, en conventillos, pulperías y quilombos, se bailaba La Refalosa y el ¿Cuándo, mi vida, cuándo?, intencionada danza que sonaba, en aquellos días, a todo lo largo y ancho del continente americano, a no ser que, tras de paredes, se armara la bárbara algarabía de tambores aporreados en “tangos” —como aquí los llamaban— por pardos y morenos. Pero, al lado de esto, florecía una auténtica aristocracia, de vida abundosa y refinada, vestida a la última de París o de Londres, afecta a brillantes saraos donde se escuchaban las más recientes músicas que se hubiesen oído en los bailes europeos, y, en días de festividades religiosas, para halagar al joven canónigo nunca faltaban voces de lindas criollas que le cantaran el Stabat Mater de Pergolesi. Pero, por desgracia, las modas ultramarinas, de adorno, entretenimiento o civilidad, nunca viajan solas. Y con ellas había llegado aquí la “peligrosa manía de pensar” —y sabía Mastaï lo que decía, al calificar de “peligrosa manía” el afán de mucho buscar verdades y certezas, o posibilidades nuevas, donde sólo había cenizas y tinieblas, noche del alma. Ciertas ideas habían cruzado el ancho océano, con los escritos de Voltaire y de Rousseau —a quienes el joven canónigo combatía por caminos oblicuos, calificándolos de escleróticos y rebasados, negando toda vigencia a libros que tenían ya más de medio siglo de edad. Pero esos libros habían marcado muchos espíritus, para quienes la misma Revolución Francesa, contemplada en la distancia, no resultaba un fracaso. Y buena prueba de ello era que Bernardino Rivadavia, Ministro del Gobierno, consideraba con suma antipatía la estancia en Buenos Aires de la misión apostólica. Liberal y seguramente francmasón, hizo saber al Arzobispo Muzi que le estaba prohibido proceder a confirmaciones en la ciudad, invitándosele a proseguir el viaje cuanto antes —viaje que, además, trató de amargarle de antemano, insinuando que acaso los emisarios de la curia romana no serían recibidos en Chile con tantos honores como esperaban.
Así, a mediados de enero de 1824, los clérigos salieron al camino, en dos anchas carrozas, seguidas de una tarda carreta donde se amontonaban los baúles, fardos y pertrechos —a más de camas y enseres de primera necesidad que difícilmente se hallarían en los tambos de las remudas de bestias, donde harto a menudo les sería forzoso dormir, a falta de alguna hacienda hospitalaria. Bien aconsejados por compadecidas personas que mucho criticaban la impía incivilidad de Rivadavia —quien no había ofrecido ayuda oficial alguna a la misión— los viajeros llevaban abundantes provisiones de boca: granos, patatas, chalona, tocino, cebollas y ajos, limones para suplir el vinagre que era infecto en las fondas del país, y varias bombonas de vino, aguardiente y mistela. “¡Y dicen que los prelados sólo se nutren de finas truchas y pasteles de alondras!” —observaba Giovanni Muzi, riendo. Pero Mastaï poco hablaba y mucho miraba. El paisaje era de una agobiante monotonía, pero acababa por imponerse a su atención por una razón de escalas. Creía saber lo que era una llanura, pero la visión de la pampa infinita donde, por más que se anduviese, se estaba siempre al centro de un redondo horizonte de tierra monocorde; la pampa, dando al viajero la impresión de que no se movía, ni adelantaba en su rumbo, por mucho que arreara los brutos del tiro; la pampa, por su vastedad, por su cabal imagen de infinito que situaba al Hombre ante una presente figuración de lo Ilimitado, le hacía pensar en la alegórica visión del místico, para quien el ser humano, metido en un corredor sin comienzo ni fin conocido, trata de alejar de sí, mediante la ciencia y el estudio, las dos murallas que, a derecha e izquierda, limitan su campo de visión, logrando, con los años, hacer retroceder las paredes, aunque sin destruirlas jamás, ni llegar nunca, por mucho que las aparte de sí, a modificar su aspecto ni a saber lo que hay detrás de ellas… Mastaï cruzó la pampa, sumido en un sueño lúcido —roto de tarde en tarde por los gritos de una tropilla galopando en alboroto de boleada— del que fue sacado, después de días y días de rodar en lo mismo por la reaparición de cosas conocidas: ciertos accidentes del terreno, arroyos, junqueras, semejantes a los de allá; casas de una arquitectura parecida, vegetaciones, animales, menos menguados por la vastedad de una naturaleza de nunca acabar. Pero pronto el infinito horizontal se transformó en un infinito vertical, que era el de los Andes. Al lado de esos increíbles farallones erguidos sobre la tierra, de cimas extraviadas en las nubes —como inaccesibles— los Montes Dolomitas, por él conocidos, le parecieron montañas de paseo y adorno (era cierto que sólo había hollado sus primeras estribaciones), revelándose, de pronto, la desmesura de esta América que ya empezaba a hallar fabulosa a pesar de que sus hombres, a menudo, le parecieran incultos, brutales y apocados, dentro del ámbito que poblaban. Pero una naturaleza así no podía sino engendrar hombres distintos —pensaba— y diría el futuro qué razas, qué empeños, qué ideas, saldrían de aquí cuando todo esto madurara un poco más y el continente cobrara una conciencia plena de sus propias posibilidades. Pero, por ahora, le parecía que a cuanto había visto hasta ahora “faltaba solera” —empleándose aquí una expresión propia de buenos catadores de vinos añejos.
Y empezó luego el lento y trabajoso ascenso a las cumbres que, engendrando y repartiendo ríos, dividían el mapa, por caminos en orillas de precipicios y quebradas donde se arrojaban fragorosos torrentes caídos de las cimas de algún invisible pico nevado, entre ventiscas silbantes y ululantes respiros de simas, para conocer, arriba, la desolación de los páramos, y la aridez de las punas, y el pánico de las alturas, y la hondura de las hoyas, y el estupor ante los alocamientos graníticos, la pluralidad de riscos y peñascales, las lajas negras alineadas como penitentes en procesión, las escalinatas de esquistos, y la mentirosa visión de ciudades arruinadas, creada por rocas muy viejas, de tan larga historia que, largando andrajos minerales, acababan por mostrar, desnudas y lisas, sus osamentas planetarias. Y fue el pasar de un primer cielo a un segundo cielo, y a un tercer cielo, y a un cuarto cielo, hasta llegarse al filo de la cordillera, en séptimo cielo —era el caso de decirlo—, para empezar a descender hacia los valles de Chile, donde las vegetaciones recobrarían un verdor ignorado por los líquenes nacidos de brumas. Los caminos eran casi intransitables. Un terremoto reciente había atropellado los pedregales, tirando escombros sobre la escuálida yerba paramera… Y fue el contento de regresar al mundo de los árboles y de las tierras aradas, y, al fin, después de un viaje de nueve meses, a contar desde la partida de Génova, llegó la misión apostólica a Santiago de Chile. —“¡Qué parto!” —dijo Mastaï, aliviado.
Tantos eran los templos y conventos que podían verse en Santiago de Chile, que el joven canónigo comparó la ciudad, de entrada, con ciertas pequeñas poblaciones italianas, de las de veinte espadañas para cien tejados. Si Buenos Aires olía a cuero, tenería, arneses y a menudo —¿a qué negarlo?— a cagajón de caballo, aquí se vivía en sahumerios de incienso, entre los edificios y clausuras de Santo Domingo, San Antonio, San Francisco, las Recoletas, las Clarisas, los Agustinos, la Compañía, San Diego, la Veracruz, sin olvidar el convento de muchas monjas que se alzaba en la Plaza Mayor. Y ya se felicitaba Mastaï de poder empezar a desempeñar su flamante cargo de Auditor en tierra tan propicia, cuando una funesta nueva puso el desasosiego en el ánimo de los viajeros: Bernardo O’Higgins, Director de Chile, que había solicitado el envío de Monseñor Muzi, por intermedio de su embajador Cienfuegos; O’Higgins, el héroe de una dura y noble guerra de independencia, había sido derrocado, dos meses antes, por su hombre de mayor confianza: Ramón Freiré, Teniente General de los Ejércitos de Chile. Y éste se encontraba ausente, entregado a bélicos quehaceres en la lejana isla de Chiloé… (—“Aún no han muerto los auténticos generales de espada y ya aparecen los generales de vaina” —pensó el joven eclesiástico.) Todo lo acordado hasta ahora quedaba en entredicho. Se ignoraba cuál podría ser la disposición de ánimo de Freiré. Y, por ello, abrióse un exasperante compás de espera, durante el cual escribió Mastaï una carta que reflejaba su desazón: “Los actuales gobiernos americanos son gobiernos convulsivos a causa de los cambios continuos a los cuales están sujetos.” (—“Sin desearlo fui el Pálido Ángel de los Funestos Vaticinios” —murmuraba Su Santidad Pío IX cuando releía una copia de esa carta anunciadora de tantos acontecimientos dramáticos como se verían en el futuro, conservada hasta ahora por quien hubiese sido el oscuro canónigo de entonces…) Pero no tenía Mastaï un ánimo vulnerable al primer contratiempo grave que se opusiese a sus designios. En espera de poder trabajar, se dio a cultivar las amistades que, desde el primer día, le brindó la gente acomodada y culta de Santiago. Asiduamente visitó a unas señoritas Cotapos, muy aficionadas a la buena música, que, como era de esperarse, y en consideración a la tonsura del visitante, le hicieron escuchar más de una vez el Stabat Mater de Pergolesi. (—“Es curioso” — pensaba Mastaï: “Con una sola partitura, un compositor muerto a los veintiséis años ha logrado una fama más universal que el viejo Palestrina con su obra enorme, escrita durante el transcurso de una larga vida”.) —“Famosísima es también aquí su ópera de La Serva Padrona” —decían las señoritas Cotapos— “y conocemos algunos trozos de ella. Pero su argumento chocaría a Vuestra Reverencia por lo atrevido”. Mastaï agradecía el escrúpulo con sonrisa indulgente aunque un tanto hipócrita, pues bien se acordaba que él y su hermana Maria Tecla se habían divertido de lo lindo, en Senigallia, una tarde, canturreando las partes de los dos únicos personajes —un tercero era mudo— de esa amable bufonada puesta en el atril del maltrecho piano hogareño. Por las muchachas chilenas conoció algunos de los villancicos que cada año, en Navidades, alegraban la ciudad —bastante gris y melancólica, decían ellas, a todo lo largo del año. Uno, de melodía muy popular, le encantó por su fresca aunque ripiosa candidez:
“Señora Doña María,
Yo vengo de muy lejos,
y a su niñito le traigo
Un parcito de conejos.”
En eso llegó la Semana Santa, y pudo asombrarse el flamante auditor ante el carácter sombrío, dramático, casi medieval, que aquí cobraba, el viernes, la procesión de penitentes que iba en la tarde de agonía por las calles céntricas: hombres descalzos, vestidos de una larga túnica blanca, con coronas de espinas, una pesada cruz de madera en el hombro izquierdo, y un látigo en la diestra, con el cual se azotaban furiosamente las espaldas… Mastaï pensó que el vigor de la fe, en este país, no podía ser sino propicio a los fines de la misión. Pero, a la vez, comprobaba que aquí, como en Buenos Aires, se habían colado las llamadas “ideas nuevas”. Mientras los flagelantes se ensangrentaban el lomo en su cortejo expiatorio, unos jóvenes elegantes y descreídos, a quienes llamaban “pipiolos”, con el ánimo de inquietarlo, le daban a entender que pronto se establecería la libertad de prensa —forzosamente restringida por la dura guerra que acababa de vivirse— y que, en la mente de Freire, estaba el secreto propósito de secularizar el clero chileno. En espera de los acontecimientos, Mastaï adoptó una táctica nueva ante quienes presumían de liberales en su presencia: táctica consistente en presumir de más liberal que los mismos liberales. Y, usando de estrategias aprendidas con los jesuitas, proclamaba que Voltaire y Rousseau habían sido hombres de un extraordinario talento —aunque él, eclesiástico, no pudiese compartir sus criterios—, recordando sin embargo, con sutil perfidia, que esos filósofos pertenecían a generaciones muy superadas por las actuales en sus ideas, y que, por lo mismo, era hora ya de ponerse al ritmo de la época, desechando textos apolillados, llenos de conceptos históricos desmentidos por la realidad, haciéndose urgente la adopción de una “nueva filosofía”. Igual pasaba con la Revolución Francesa, acontecimiento dejado atrás, malogrado en sus ideales primeros, de la cual demasiado se hablaba aún en este continente, cuando nadie la recordaba ya en Europa. —“Esclerosis, caducidad, inactualidad, gente de otro siglo” —decía, hablando del Contrato social y de los Enciclopedistas. —“Utópico afán que a nada había llevado, promesas incumplidas, ideales traicionados. Algo que pudo ser muy grande, pero que nunca llegó a realizar lo que sus forjadores habían soñado” —decía, hablando de la Revolución Francesa: “y eso lo afirmo yo, que soy eclesiástico y que ustedes deben considerar como un hombre encerrado en los límites de un pensamiento dogmático y anticuado”. Pero no, no, no. El liberalismo no era ya lo que esos jóvenes elegantes creían. Había, hoy, un liberalismo de nuevo género: un liberalismo —¿cómo diríamos?— situado más a la izquierda que la misma izquierda —recordándose que, en la sala de la Convención, los jacobinos ocupaban siempre los bancos situados a la izquierda de la asamblea. —” ¿Habremos, pues, de ser más jacobinos que los jacobinos?” —le preguntaban. —“Hay, acaso, en estos momentos, una nueva manera de ser jacobino” —respondía el futuro inspirador del Syllabus que, por su grande habilidad en manejarse con el pensamiento adverso, ascendería al pontificado con la reputación de hombre sumamente liberal y amigo del progreso. Los meses siguientes fueron de espera, angustias, desconcierto, inquietudes, impaciencia, irritación, desaliento, ante la solapada hostilidad de Freiré, izado al poder supremo, que sabía, para gran desazón de los eclesiásticos, mostrarse a la vez cortés e inasible, acogedor a ratos y a ratos brutal, ceremonioso cuando se topaba con el arzobispo Muzi, aparentemente prometedor y abierto, para hacer, en fin de cuentas, lo contrario de lo ofrecido. La vieja aristocracia de Santiago se iba compactando en torno a la misión apostólica. Pero, entre tanto, el aria de la calumnia se hinchaba en torno a los forasteros. Se acusaba a Muzi de haber aplicado una ley evocadora de tiempos Coloniales, al negarse a casar a un viudo con su hijastra. Se dijo que el joven Mastaï había cobrado una suma excesiva por desempeñar su ministerio religioso en la mansión de una adinerada familia. Chismes, patrañas, habladurías, dimes y diretes, intrigas e infundios que, cada día, eran más duros de soportar para los egregios mandatarios. Para colmo —a pesar de que Freiré hubiese asegurado al Arzobispo romano que jamás incurriría en tal exceso de liberalismo— sucedió lo que los “pipiolos” habían anunciado: fue decretada la libertad de prensa. Desde ese día, la vida se hizo imposible a los delegados apostólicos.
Se afirmó, en letras de molde, que el mantenimiento de su inoperante misión venía a costar 50 000 pesos al erario público. Se les calificó de espías de la Santa Alianza. Y, para colmo, se anunció, ya en firme, la secularización inminente del clero chileno, con la cual se nacionalizaría la iglesia de aquí, eximiéndosela de toda obediencia a Roma… Ante tales realidades, Muzi hizo saber al gobierno que regresaría inmediatamente a Italia, considerando que su confianza y buena voluntad habían sido defraudadas. Y, al cabo de nueve meses y medio de una vana actividad, el prelado, su joven auditor y Don Salustio, tomaron el camino de Valparaíso, que era entonces un destartalado villorrio de pescadores, situado en el regazo de un circo de montañas donde tanto se hablaba el inglés como el español, por haber allí prósperos almacenes británicos que comerciaban con las naves fondeadas tras de largas y difíciles navegaciones por el Pacífico meridional, y, sobre todo, con los esbeltos y veloces clippers norteamericanos, cada vez más numerosos y que, para pasmo de las gentes, ostentaban ya arboladuras de cuatro palos. Mastaï, algo afligido por el fracaso de la misión, conoció los estremecimientos telúricos de dos terremotos que, sin causarle daños, le hicieron padecer la indecible angustia de sentir perdida su estabilidad —como atolondrado el equilibrio de su cuerpo— admirándose ante la ecuanimidad de unos músicos ciegos que, durante los breves seísmos, no dejaron de tocar alegres danzas —más atentos a sus limosnas que a furias volcánicas— y en una fonda portuaria fue invitado a apreciar los gloriosos sabores del piure, el loco, el cocha-yuyo y el monumental centollo de la Tierra de Fuego. Y, por fin, se hicieron a la mar los eclesiásticos, a bordo del “Colombia”, velero de buena andana y sólido casco, acostumbrado a afrontar las furias oceánicas de la siempre ardua circunnavegación del cono sur de América. Con el creciente frío, aparecieron dos ballenas al paso del paralelo de Valdivia. El 10 de noviembre, se estaba en la latitud de la isla de Chiloé. Y, el 17, se prepararon los navegantes a arrostrar la temible prueba de pasar el Cabo de Hornos.
Y allí, ocurrió un milagro: el mar, frente a la más famosa fragua de tempestades, frente a los monumentos de granito negro, barridos por mugientes vientos australes, que marcan el término del continente, estaba quieto como las ondas de un lago italiano. El capitán y los marinos del “Colombia” se asombraron ante una paz que jamás habían conocido en tal lugar del globo —tanto que los más acolmillados “cabohorneros” de la tripulación no recordaban portento igual. Una noche clara y propicia descendió sobre la feliz navegación, ritmada tan sólo por el acompasado crujido de los cordajes y el quieto mecimiento de los fanales. Acodado en la borda de babor, adivinando más que viendo la tierra que hacia allí le quedaba, evocaba Mastaï las aventureras peripecias de aquel accidentado viaje al que no habían faltado episodios dignos de amenizar las mejores novelas inspiradas en tribulaciones oceánicas, muy gustadas ahora por las gentes, después del escalofriante caso de la balsa del “Medusa”: tormentas, vientos contrarios, calmas desesperantes, encuentros con peces raros, y hasta un abordaje de filibusteros —en las islas Canarias, al venir—, quienes, después de irrumpir en la nave con tremebundos gritos y cuchilladas al aire, se habían retirado contritos al ver que, a bordo del “Heloísa”, no había más objetos valiosos que una custodia, un relicario, un ostensorio y un cáliz que, por ser buenos católicos y no protestantes de mierda, dejaron respetuosamente en manos del Arzobispo Muzi. Y luego había sido la revelación de América, de una América más inquieta, profunda y original de lo que el canónigo hubiese esperado, donde había más, mucho más, que huasos y gauderios, indios malones, portentosos boleadores, jinetes de un magnifico empaque, inspirados payadores que, rasgando la guitarra, cantaban la inmensidad, el amor, el desafío, la macheza y la muerte. Por encima de todo ello, había una humanidad en efervescencia, inteligente y voluntariosa, siempre inventiva aunque a veces desnortada, generadora de un futuro que, según pensaba Mastaï, sería preciso aparear con el de Europa —y más ahora que las guerras de independencia propendían a cavar un foso cada vez más ancho y profundo entre el viejo y el nuevo continente. El elemento unificador podría ser el de la fe —y recordaba el joven los muchos conventos e iglesias de Chile, las humildes capillas pampeanas, las misiones fronterizas y los calvarios andinos. Pero la fe, aquí, para mayor diferencia entre lo de aquí y lo de allá, se centraba en cultos locales y en un santoral específico que, para decir verdad, era bastante ignorado en Europa. En efecto: repasando mentalmente la hagiografía americana, bien estudiada por él cuando se preparaba para el presente viaje, se asombraba el canónigo de lo exóticos, por así decirlo, que le resultaban sus beatos y santos. Fuera de Rosa de Lima, de inefable estampa mística, cuya fama alcanzaba lejanas regiones, no hallaba sino figuras ligadas a una imaginería local. Junto a Rosa —y mucho menos conocidos— se erguían, como complementos de una trilogía andina, las figuras de Toribio de Lima, nacido en Mallorca, inquisidor de Felipe II que, durante siete años, después de haber sido elevado a la categoría de arzobispo, había recorrido su vasta diócesis peruana, bautizando un número incalculable de indios, y Mariana de Paredes, el “Lirio de Quito”, émula de Rosa en cuanto a las mortificaciones impuestas a su carne, que, cierta vez, durante el terrible terremoto de 1645, ofreció a Dios su propia vida, para que, a cambio de ella, salieran indemnes los habitantes de la ciudad. Muy cerca de Toribio de Lima estaba Francisco Solano, poco mentado en el viejo mundo, que, viajando a bordo de un buque negrero salvó a los esclavos de un naufragio, cuando la marinería los abandonaba cobardemente, entregándolos, desamparados y sin barcas ni balsas, a las furias del Atlántico. Después venía el discutido catequizador Luis Beltrán, que en Colombia y Panamá había convertido a muchos indios, canonizado a pesar de que se dijese que esas conversiones eran de escaso valor, pues habían sido hechas por voz de intérpretes, a causa de la ignorancia del santo varón en materia de idiomas locales. Más destacada resultaba la personalidad de Pedro Claver, protector de negros esclavos, enérgico adversario del Santo Oficio de Cartagena de Indias, que, según afirmaban sus contemporáneos, había bautizado a más de trescientos mil africanos en su prolongado y ejemplar ministerio catequizador. Venían luego algunos beatos y santos menores, objeto de un culto meramente local, como Francisco Colmenario, predicador en Guatemala, y bienaventurado de poca historia; Gregorio López, antiguo paje del Rey Felipe, cuya canonización no había progresado en Roma, aunque se le siguiese reverenciando en Zacatecas; Martín de Porres, barbero y cirujano limeño, primer mestizo en ser beatificado; Sebastián Aparicio —objeto de un culto local en Puebla de los Ángeles—, beato gallego, constructor de carreteras y director del servicio postal entre México y Zacatecas, iluminado por la fe a los sesenta años, al cabo de una vida descreída y mundana, durante la cual había enterrado a dos esposas. En cuanto a Sebastián Montañol, muerto por los indios de Zacatecas (¡decididamente Zacatecas, como Lima, era lugar electo para la manifestación de trascendentales vocaciones!…), así como Alfonso Rodríguez, Juan del Castillo y Roque González de Santacruz, mártires del Paraguay, quedaban inscritos en una historia muy regional y remota, siendo probable que no tuviesen un solo fiel en el mundo al cual regresaba ahora el joven Mastaï.
No. Lo ideal, lo perfecto, para compactar la fe cristiana en el viejo y nuevo mundo, hallándose en ello un antídoto contra las venenosas ideas filosóficas que demasiados adeptos tenían en América, sería un santo de ecuménico culto, un santo de renombre ilimitado, un santo de una envergadura planetaria, incontrovertible, tan enorme que, mucho más gigante que el legendario Coloso de Rodas, tuviese un pie asentado en esta orilla del Continente y el otro en los finisterres europeos, abarcando con la mirada, por sobre el Atlántico, la extensión de ambos hemisferios. Un San Cristóbal, Christo-phoros, Porteador de Cristo, conocido por todos, admirado por los pueblos, universal en sus obras, universal en su prestigio. Y, de repente, como alumbrado por una iluminación interior, pensó Mastaï en el Gran Almirante de Fernando e Isabel. Con los ojos fijos en el cielo prodigiosamente estregado, esperó una respuesta a la pregunta que de sus labios se había alzado. Y creyó oír el verso de Dante:
“Nada te digo, para que busques en ti mismo.”
Pero al punto se sintió agobiado por la conciencia de su propia pequeñez: para promover la canonización del Gran Almirante, para presentar su postulación a la Sacra Congregación de Ritos, hubiese sido necesario tener la autoridad de un Sumo Pontífice, o, al menos, de un Príncipe de la Iglesia —pues mucho tiempo había transcurrido desde la muerte del Descubridor de América, y su caso, francamente, no era de los más ordinarios…— y él, modestísimo subordinado de la Curia, sólo era el oscuro canónigo Mastaï, integrante derrotado de una fracasada misión apostólica. Se cubrió el rostro con las manos, en esa noche tendida sobre la inmensidad del Cabo de Hornos, para ahuyentar de su mente una idea que, por lo enorme, rebasaba sus posibilidades de acción… Sí. Aquella noche memorable, se cubrió el rostro con las manos, pero esas manos eran las mismas que ahora vacilaban entre el tintero y una pluma, manos estas que eran hoy las de Su Santidad el Papa Pío Nono. ¿Por qué esperar más? Llevaba años acariciando ese sueño, sueño que en el momento se haría realidad, mostrándose al mundo la canonización de Cristóbal Colón como una de las obras máximas de su ya largo pontificado. Releyó lentamente un párrafo del texto propuesto a su atención por el Primado de Burdeos: “Eminentissimus quippe Princeps Cardinalis Donnel, Archiepiscopus Burdigalensis, quatuor ab hinc annis exposuit sanctitati tuae venerationem fidelium erga servum Dei Christophorum Columbum, enixe deprecans pro introductione illius causae exceptionali ordine.”[1]
Y, pasando a la hoja que acompañaba la solicitud, su mano rubricó firmemente el decreto por el cual se autorizaba la apertura de la instrucción y proceso. Y Su Santidad cerró el cartapacio encarnado de los documentos, con un suspiro de alivio y la impresión de haber culminado una gran tarea. Abriendo quedamente la puerta, Sor Crescencia trajo la lámpara de suave luz, atemperada por una pantalla verde, que cada tarde le anunciaba un próximo crepúsculo. Entregó el legajo a la monja, rogándole que lo hiciese llegar, mañana, por la vía reglamentaria, a manos del jefe de la Sacra Congregación de Ritos. El Papa quedó solo. Desde hacía muchos años, a causa de su viaje, era considerado, en el ámbito vaticano, como el máximo conocedor de los problemas de América y, por ello, había sido consultado en cada caso espinoso, escuchándosele con la mayor atención. Él mismo se había jactado más de una vez[2] de ser el “Primer Papa Americano y hasta chileno” (—“Porque nada de lo que puede ocurrir en los países de allende el mar puede serme ya indiferente” —decía). Y sin embargo, ahora que echaba a andar el intricado mecanismo de una beatificación, teniendo, él mismo, desde ahora, que nombrar un Postulador, un Cardenal Ponente, un Promotor General de la Fe, un Protonotario, un Canciller, que hubiesen de actuar en el proceso —paso previo para la canonización de Christo-phoros— le preocupaba, una vez más, que para ello fuese indispensable solicitar un procedimiento por vía excepcional: “pro introductione illius causae exceptionali ordine”. Roma prefería siempre que los procesos de beatificación se iniciaran lo más pronto posible, después de la muerte del postulado. Cuando transcurría demasiado tiempo, había siempre el peligro de que una devoción local hubiese magnificado en demasía lo que no pasaba de ser una piadosa trayectoria humana, obteniéndose tan sólo, de la Congregación de Ritos, una beatificación equipolente —menguada en alcance y relumbre—, lo cual, en el caso de Colón, hubiese contrariado los designios del Sumo Pontífice que la quería universal y muy sonada y pregonada. La cuestión de tiempo, desde luego, justificaba la “vía excepcional”. Pero… ¿por lo demás? No había dudas. Trece años antes había pedido al Conde Roselly de Lorgues, escritor católico francés, que escribiese una verídica historia de Cristóbal Colón, a la luz de los más modernos documentos e investigaciones hechas acerca de su vida. Y en esa historia —la había leído y releído veinte veces— aparecía claramente que el Descubridor de América era merecedor, en todo, de un lugar entre los santos mayores. El Conde Roselly de Lorgues no podía haberse equivocado. Era un historiador acucioso, riguroso, ferviente, digno de todo crédito, para quien el gran marino había vivido siempre con una invisible aureola sobre la cabeza. Era tiempo ya de hacerla visible ad majorem Dei gloriara. Recordó el Papa que Colón había pertenecido, como él, a la orden tercera de San Francisco, y que franciscano era el confesor que, cierta tarde, en Valladolid… ¡Oh, haber sido Él, ese oscuro fraile que, aquella tarde, en Valladolid, tuvo la inmensa ventura de recibir la confesión general del Revelador del Planeta! ¡Qué deslumbramiento! ¡Y cómo debió poblarse de imágenes cósmicas, la tarde aquella, una pobre estancia de posada vallisoletana, transformada, por el verbo de Quien hablaba, en un prodigioso Palacio de Maravillas!… Jamás relato de Ulises en la corte de los feacios debió aproximarse, siquiera de lejos, en esplendor y peripecias, al que hubiese salido, aquella tarde, de la boca de Quien, al caer la noche, conocería los misterios de la muerte, como había conocido, en vida, los misterios de un más allá geográfico, ignorado aunque presentido por los hombres desde “la dichosa edad y siglos dichosos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados” —dichosa edad y siglos dichosos, evocados por Don Quijote en su discurso a los cabreros…
II
LA MANO
“Extendió su mano sobre el mar para trastornar los reinos…”
isaías, 23, 11
…Ya fueron por el confesor. Pero tardará en llegar, pues despacioso es el paso de mi mula cuando se la lleva por malos caminos (que mula, al fin, es montura de mujeres y de clérigos), y más si, como ahora, habráse de buscar al muy inteligente franciscano, curado de perplejidades, donde asiste a un pariente suyo, requerido de santos óleos, a cuatro leguas de la ciudad. Como yacente en lápida de piedra espero a quien habré de hablar muy largo, ahorrando ánimos para hablar tan largo como habré de hablar, más vencido, acaso, por los muchos trabajos padecidos que por la enfermedad… Y habrá que decirlo todo. Todo, pero todo. Entregarme en palabras y decir mucho más de lo que quisiera decir —porque (y esto no sé si podrá entenderlo bien un fraile…) a menudo el hacer necesita de impulsos, de arrestos, de excesos (admito la palabra) que mal se avienen, hecho lo hecho, conseguido lo que había de conseguirse, con las palabras que, a la postre, adornadas en el giro, deslastradas de negruras, inscriben un nombre en el mármol de los siglos. Casi inocente llega, ante el Trono de Dios, el labrador que ha vareado en olivar ajeno, como casi inocente comparece la puta (perdóneseme el vocablo pero lo usé sin ambages en epístola dirigida a muy cimeras Altezas), que, a falta de oficio mejor, se pone bocarriba para obrar un marinero en puerto, acogiéndose al amparo de la Magdalena cuya santa efigie ilumina, en París, el pendón de la Cofradía de las Ribaldas, reconocida como de pública utilidad —y eso, en acta rubricada y sellada— por el Rey San Luis de Francia. A ésos, la confesión postrera habrá menester de pocas palabras. Pero los que, como yo, cargan con el peso de imágenes jamás contempladas por hombres anteriores a los de su propia aventura; los que, como yo, tomaron los rumbos de lo ignoto (y otros se me adelantaron en eso, sí, lo diré, tendré que decirlo, aunque para que se me entienda mejor llamé Cólquida lo que jamás fue Cólquida); los que, como yo, penetraron en el reino de los monstruos, rasgaron el velo de lo arcano, desafiaron furias de elementos y furias de hombres, tienen harto que decir. Decir cosas que serán de escándalo, desconcierto, trastrueque de evidencias y revelación de engaños para el fraile oidor, aun en secreto de confesión. Pero, en este momento, cuando vivo —aun vivo— en espera del oidor postrero, somos dos en uno. El yacente, de manos ya puestas en estampa de oración, resignado —¡no tanto!— a que la muerte le entre por esa puerta, y el otro, el de adentro, que trata de librarse de mí, el “mí” que lo envuelve y encarcela, y trata de ahogarlo, clamando, en voz de Agustín: “No puede ya mi cuerpo con el peso de mi alma ensangrentada.” Mirándome con los ojos de otro que junto a mi lecho pasara, me veo como aquella rareza que en la isla de Chíloe exhibiera un feriante de zodiaco pintado en la cinta del sombrero, diz que como traída de la tierra de Tolomeo: era como una caja, de forma humana, dentro de la cual había una segunda caja, semejante a la primera, que a su vez encerraba un cuerpo al que los egipcios, mediante sus artes de embalsamadores, habían conservado el aspecto de la vida. Y tal energía le perduraba en el semblante reseco y como curtido, que a cada instante parecía que fuese a volver a la vida… Yerta me siento ya la envoltura de estameña que, como la primera caja, envuelve mi vencido cuerpo; pero, dentro de ese cuerpo derribado por las fatigas y los achaques, está el yo de lo hondo, aún claro de mente, lúcido, memoriado y compendioso, testigo de portentos, sucio de flaquezas, promotor de escarmientos, arrepentido hoy de lo hecho ayer, angustiado ante sí mismo, sosegado ante los demás, a la vez medroso y rebelde, pecador por Divina Voluntad, actor y espectador, juez y parte, abogado de sí mismo ante el Tribunal de Suprema Instancia donde también quiere ocupar sitial de Magistrado para oírse los argumentos y mirarse a la cara, cara a cara. Y alzar las manos y clamar; y alegar y responder, y defenderme ante el dedo tenso que se me clava en el pecho, y sentenciar y apelar, alcanzar las últimas instancias de un juicio donde, en fin de cuentas, estoy solo, solo con mi conciencia que mucho me acusa y mucho me absuelve —solo ante el Ordenador de lo que jamás acabaremos de explicarnos, cuya forma nunca conoceremos, cuyo mismo nombre no pronunciaron, durante siglos y siglos, los que, como mis padres y abuelos, fueron fieles observantes de su Ley, y que, aunque dicen los textos que nos hizo a su imagen y semejanza, fue harto condescendiente al permitir que tal cosa se dijera en su Libro, entendiendo, acaso, que el imperfecto ser nacido de su Infinita Perfección necesitaba de una analogía, de una imagen, para materializar, en su limitada mente, la energía universal y ubicua de Quien, cada día, con infalible puntualidad, se ocupa en accionar y regular la prodigiosa mecánica de los planetas.
…Pero no estoy en hora de alzar telones sobre misterios que sobrepasan mi inteligencia, sino en la hora de humildad que reclama la cercanía del desenlace —de ese desenlace en que el emplazado, el puesto en lista, se pregunta si pronto será encandilado, ardido, por la tremebunda visión del Semblante Jamás Visto, o habrá de esperar, por milenios, en tinieblas, la hora de ser sentado en el banquillo de los infames, llamado a la barra de los acusados, o acomodado en morada de larga paciencia por algún ujier alado, ángel de escribanía, con plumas en alas y plumas tras de la oreja, tenedor del registro de almas. Pero recuerda que, con tales cavilaciones, estás faltando gravemente a las reglas espirituales de tu orden, adversas a toda pregunta huera, a toda inmodesta conjetura. Recuerda, marinero, las palabras que se enmarcan en una losa hollada a diario por los fieles en el máximo santuario toledano:
AQUÍ YACE:
POLVO
CENIZA
NADA
Como aquella vez, un día de enero, en el fragor de una tormenta, una voz suena —clara y grande, lejana y próxima, a la vez— en tus oídos: “¡Oh, estulto y tardo en creer y en servir a tu Dios, dios de todos. Desque naciste, Él tuvo de ti muy grande cargo. No temas, confía: todas tus tribulaciones están escritas en piedra mármol y no sin causa.”
Hablaré, pues. Lo diré todo.
De los pecados capitales, uno solo me fue siempre ajeno: el de pereza. Porque, en cuanto a la lujuria, en lujuria viví, hasta que de ella me libraran afanes mayores, y el solo nombre de Madrigal de las Altas Torres —palabras que se me juntan en imagen de linaje, hermosura, regia epifanía, supremo objeto del desear— llevara mi ánimo a tal obcecación que hasta en la forma de montañas que los cristianos contemplaban por vez primera encontraba yo un parecido con otras formas que se me pintaban, con pálpito y saudade, en lo más secreto de mi memoria… Desde que mi padre, sin dejar por ello de cardar la lana, abriese un negocio de quesos y vinos en Savona —con trastienda donde podían los parroquianos llevar sus vasos a la boca de las canillas para entrechocarlos luego por sobre una mesa de espeso nogal— me gocé en escuchar lo que de sus andanzas contaba la gente marinera, vaciando uno que otro fondo de tintazo que me pasaban a escondidas —gustándome tanto el vino, desde entonces, que muchos se extrañaron, en el futuro, de que en mis empresas propias pensara siempre en llevar una enorme cantidad de toneles en los barcos y que, cuando me tocara pensar en cosas de labranza, reservara siempre las mejores tierras que me fuesen dadas por la Divina Providencia en sembrar y cultivar la vid. Noé, antecesor de todos los navegantes, fue el primero en dar el mal ejemplo, y como el vino enardece la sangre e incita a culposas apetencias, no hubo lupanar mediterráneo que no conociese de mis ardores mozos cuando, para gran pesadumbre de mi padre, me dio por irme a la mar… Caté las hembras de Sicilia, Chío, Chipre, Lesbos, y otras islas más o menos amulatadas, mixtas de moros mal conversos, cristianos nuevos que siguen sin probar carne de cerdo, sirios que se persignan ante todas las iglesias sin que acabe de saberse a qué parroquia se arriman; griegos que venden la hermana, por unas horas, a llamada de campanilla, traficantes de todo, sodomitas o bujarrones cuando les viene en cuenta; calé las hembras que, antes del trato, tañían la sambuca y el pandero; las “ginovesas” que, venidas de alguna judería, me hacían un guiño cómplice al tentarme el rejo; las de ojos alcoholados que, bailando, hacían volar mariposas tatuadas sobre sus vientres; las otras —moras, casi siempre— que se guardan en la boca las monedas dadas para defender la lengua propia de lenguas intrusas; y las que juran y perjuran que, vistas de espaldas, siguen siendo mozuelas, a menos de que alguna generosidad apreciable las lleve a entregar, insigne favor, aquello que jamás entregaron a nadie; y las alejandrinas, encaladas, arreboladas y repintadas como mascarones de proa —como las difuntas retratadas en las tapas de los sarcófagos de aparato que aún se usan en su país—; y las de todas partes que, de tanto gemir que se desmayan, y que las matas, y que ya están muertas, y que como tú nadie, te acaban en tres respingos y tres culebreadas, mientras se curan del aburrimiento ensartando las cuentas de un collar por encima de tu lomo atareado en promover un gozo tan bien pregonado que se pagaría por sólo oírlo… De todo eso supe, y mucho más supe estando en la áspera Cerdeña y en Marsella, ciudad de mucho vicio, y eso que aún faltaban años para que, perlongando las costas del África, conociera a las hembras de tez obscura —cada vez más obscura—, hasta alcanzar las obscurísimas da la Guinea, de la Costa del Oro, con sus mejillas marcadas a cuchillo, adorno de perlas en las ocho trenzas, vellón huidizo y grupas abundosas, a que tan justamente se muestran aficionados los portugueses y los gallegos —y digo “justamente”, porque creo recordar que si el Rey Salomón fue sabio por sus salomónicas sentencias y muy avisado gobierno, fue sabio también en allegarse con aquella —nigra sum…— cuyos pechos eran como racimos de uva —de las negras e hinchadas uvas que, nacidas a flanco de montaña, en aires de mar, dan el vino fragante y espeso que, después de bebido, deja su huella sabrosamente pintada en los labios relamidos… Pero de carne sola no vive el hombre, y de mis navegaciones sacaba gran provecho en aprender las artes de marear —aunque, para decir verdad, más me fiaba en mi particular acierto en repertoriar el olor de las brisas, descifrar el lenguaje de las nubes e interpretar los tornasoles del agua, que en guiarme por cálculos y aparatos. Mucho me interesaba observar el vuelo de las aves de la tierra y del mar, pues éstas suelen ser más avisadas que el hombre en escoger los rumbos que les convienen. Entendía el buen juicio de los hiperbóreos que —según me habían contado— llevaban dos cuervos en sus naves para soltarlos cuando en alguna azarosa navegación se extraviaban sabiendo que, si las aves no regresaban a bordo, bastaba con poner la proa hacia donde habían desaparecido en su vuelo, para hallar la tierra a pocas millas. Esta sabiduría de las aves me llevó a estudiar las particularidades y costumbres de algunos animales que, para asombro de nuestro humoso entendimiento, viven y se ajuntan y procrean en el universo. Así, supe que el rinoceronte —in nare cornus— sólo puede ser amansado en sus furores si le ponen delante una joven que descubre su seno al verlo venir, y “de esta manera” (nos dice San Isidoro de Sevilla) “el animal depone su fiereza y descansa la cabeza en la joven”. Sin haber visto tan espantable engendro de la naturaleza, sabía cómo el basilisco, reina de las serpientes, mata con la vista a todas sus semejantes, no habiendo pájaro que pase ileso en su proximidad. Conocía el saura, lagartija que, cuando ya es vieja y se ciegan sus ojos, entra en el agujero de una pared que mira al Oriente, y al salir el sol mira hacia él, se esfuerza en ver y recobra la vista. También me interesaba la salamandra que, como es sabido, vive en medio de las llamas sin dolor y sin consumirse; el uranoscopus, pez así llamado porque tiene un ojo en la cabeza, con el cual siempre mira al cielo; el pez-rémora que, en gran número, puede detener una nave de tal modo que parece haber echado raíces en fondo de rocas; y, como criatura del mar, me interesaba particularmente el alción que en invierno hace su nido en las aguas del océano, y allí saca sus pollos —y dice también San Isidoro que cuando está sacando sus polluelos se calman los elementos y callan los vientos por espacio de siete días, como obsequio de la naturaleza a esta ave y a sus hijos. Cada día hallaba yo mayor gusto en estudiar el mundo y sus maravillas —y de tanto estudiarlo tenía como la impresión de que el mundo me abría poco a poco las puertas arcanas tras de las cuales se ocultaban portentos y misterios aún tenidos en secreto para el común de los mortales. Tenía ansias de saberlo todo. Envidiaba al Rey Salomón —“más sabio que Hernán, Kalkol y Darda”— quien era capaz de hablar de todos los árboles, desde el cedro que es del Líbano hasta el hisopo que nace de las murallas, y también conocía las costumbres de todos los cuadrúpedos, pájaros, reptiles y peces del universo. ¿Y cómo no iba a saber de todo, si de todo era informado por sus mensajeros, embajadores, mercaderes y nautas? De Ofir y de Tarsis le llegaban cargamentos de oro. En el Egipto compraba sus carros y de Cilicia le venían sus caballos, y sus cuadras, a su vez, proveían en corceles a los reyes de los hititas y a los reyes de Aram. Además, era informado de infinitas cosas —virtudes de las plantas, acoplamientos de las bestias, torpezas, impudicias, confusiones, lascivias y sodomías de distintos pueblos— por sus mujeres, moabitas, amonitas, edomitas, sidonias, sin hablar de las egipcias —y bien dichoso era él, sabio varón, bragado varón, que en su portentoso palacio podía tirarse, según el color de los días y los rumbos de su antojo, setecientas esposas principales y trescientas concubinas, sin hablar de las forasteras, de las itinerantes, de las inesperadas, como la de Saba, que hasta le pagaban por hacerlo. (¡Secreto sueño de todo hombre verdadero!) Y sin embargo, si vasto y diverso hubiese sido el mundo conocido por el Rey Salomón, tenía yo la impresión de que sus flotas, en fin de cuentas, sólo iban a lo seguro. Porque, de no haber sido así, hubiesen traído noticias de monstruos mencionados por viajeros y navegantes que habían transpuesto los umbrales de comarcas aún mal conocidas. Según testigos de incuestionable autoridad, hay, en Extremo Oriente, razas de hombres sin narices, teniendo todo el semblante plano; otros, con el labio inferior tan prominente que, para dormir y defenderse de los ardores del sol, se cubren con él toda la cara; otros tienen la boca tan pequeña que ingieren la comida sólo con una caña de avena; otros, sin lengua, usando sólo de señas o movimientos para comunicarse con los demás. En Escitia existen los Panotios, con orejas tan grandes que se envuelven en ellas, como en una capa, para resistir el frío. En Etiopía viven los Sciópodas, admirables por sus piernas y la celeridad de su carrera, y que, en verano, acostados sobre la tierra en posición supina, se dan sombra con las plantas de los pies, tan largas y anchas que pueden usarlas como quitasoles. En tales países, hay hombres que sólo se alimentan de perfumes, otros que tienen seis manos, y, lo más maravilloso, mujeres que paren ancianos —ancianos que rejuvenecen y acaban volviéndose niños en la edad adulta. Y, sin tener que ir tan lejos, recordemos lo que nos cuenta San Jerónimo, supremo doctor, al describirnos un fauno o caprípedo que fue exhibido en Alejandría, y resultó ser un excelente cristiano, contra todo lo que pensaban las gentes, acostumbradas a asimilar tales seres a las fábulas del paganismo… Y si muchos se jactan ya de conocer la Libia, lo cierto es que ignoran todavía la existencia de hombres tremebundos que nacen allí sin cabeza, con los ojos y la boca colocados donde nosotros tenemos las tetillas y el ombligo. Y en la Libia parece que viven también unos antípodas que tienen las plantas de los pies vueltas y ocho dedos en cada planta. Pero, en eso de los antípodas, las opiniones están divididas, porque algunos viajeros afirman que ese pueblo se nos presenta en una desagradable diversidad de cinocéfalos, cíclopes, trogloditas, hombres-hormigas y hombres acéfalos, amén de hombres con dos caras, como el dios Jano de los antiguos… En cuanto a mí, no creo que tales sean las trazas de los antípodas. Estoy convencido —aunque este criterio me sea muy personal— que los antípodas son de muy distinta naturaleza: se trata, sencillamente, de los que menciona San Agustín, aunque el Obispo de Hipona, obligado a hablar de ellos porque mucho se hablaba de ellos, negara su realidad. Si los murciélagos pueden dormir colgados de sus patas; si muchos insectos transitan muy naturalmente en el cielorraso de esta habitación de putas donde ahora reflexiono —mientras la mujer ha ido por vino a la taberna cercana— puede haber seres humanos capaces de andar con la cabeza para abajo, diga lo que diga el venerado autor del Enchiridion. Volatineros hay que se pasan media vida caminando con las manos, sin que los humores sanguíneos les revienten las sienes; también me contaron de santones que, en las Indias, se paran en los codos y, teniendo el cuerpo tieso, inmóvil, pueden pasarse meses con las piernas en alto. Menos portento hay en ello que haber permanecido, como Jonás, tres días y tres noches en las entrañas de la ballena, con la frente ceñida de algas y respirando como si se hallase en su ambiente natural. Negamos muchas cosas, porque nuestro limitado entendimiento nos hace creer que son imposibles. Pero, mientras más leo y me instruyo, más veo que lo tenido por imposible en el pensamiento se hace posible en la realidad. Para cerciorarse de ello basta con leer los relatos y crónicas de animosos mercaderes, de grandes navegantes —de grandes navegantes, sobre todo, como aquel Piteas, nauchero de Marsella, adiestrado en los modos fenicios de bogar, que, llevando su nao hacia el norte, y cada vez más hacia el norte, en su insaciable afán de descubrir, llegó a un lugar donde el mar se endurecía como el hielo de los picos montañosos. Más pienso que aún he leído poco. Debo conseguirme más libros. Libros que traten de viajes, sobre todo. Me dicen que en una tragedia de Séneca se habla de aquel Jasón que, yendo al este del Ponto Euxino, al frente de sus argonautas, halló la Cólquida del vellocino de oro. Debo conocer esa tragedia de Séneca, que enseñanzas de mucho provecho debe encerrar, como todo lo que escribieron los antiguos.
Broncas, mugientes, tenidas en larga nota caída de la cofa, casi lúgubres, suenan las trompas de la nave que boga despacio, en tal cendal de neblina que del castillo de popa no se le divisa la proa. El mar, en derredor, parece un lago de agua plomiza, cuyas quietas olas se dibujan en diminutas crestas que ablandan el filo sin nervarse de espumas. Lanza su aviso el vigía y no le responden. Vuelve a preguntar, y su interrogación se pierde en el mecido silencio de una bruma que se me cierra a veinte varas de los ojos, dejándome a solas —a solas entre fantasmas de marineros— con mi tensa espera. Porque la emoción de lo anunciado, la ansiedad de ver, me tienen asomado a las bordas desde que sonó la campana de la sexta. Y es que si bastante he navegado hasta ahora, hoy me hallo fuera de todo rumbo conocido en viaje que todavía acarrea perfume de hazaña —no pudiendo decirse lo mismo, cuando se piensa en las trajinadas singladuras mediterráneas. Estoy impaciente por divisar la extraña tierra —¡y bien extraña dicen que es!…— que marca el límite de la Tierra. Desde que salimos de Brístol tuvimos viento bueno y buena mar, y no pareció que hubiese de repetirse para mí la enojosa tribulación del Cabo San Vicente donde, por divino amparo del Señor, me salvé, asido de un remo, del espantable naufragio de una urca incendiada. En Gallway recogimos al Maestre Jacobo, experto como nadie en llevar por estos caminos azarosos las naves de Spínola y Di Negro, con sus cargamentos de maderas y de vinos. Porque parece que, no habiendo bosques ni viñas en esta isla que pronto avistaremos, la madera y el vino son las cosas que en mayor estima tienen sus habitantes: la madera para levantar sus viviendas; el vino, para alegrar sus ánimos en el inacabable invierno donde el océano endurecido, las olas esculpidas en hielo, las montañas a la deriva que viera Piteas el marsellés, los tiene aislados del mundo. Al menos, así me contaron, aunque el Maestre Jacobo afirma, en buen conocedor de estos cielos, que este año no habría de endurecerse el mar —y ocurre otras veces— porque ciertas corrientes, venidas del Oeste, suelen atemperar los rigores de la estación… Jovial y de buena compañía es este Maestre Jacobo que ha venido a parar a la remota Gallway, donde se amancebó con una garrida escocesa, moza de muchas pecas y grandes tetas, poco preocupada por las cuestiones de limpieza de sangre que, en estos días, tienen envenenados los reinos de Castilla. Se rumora allí, desde largo tiempo, que pronto —el mes próximo, un día de éstos, no se sabe cuándo— empezarán los Tribunales de la Inquisición a remover y registrar el pasado, la prosapia, la ascendencia, de los cristianos nuevos. Que no bastará ya con la abjuración, sino que a cada converso se llevará cuenta de observancias, con carácter retroactivo, lo cual expone al sospechoso de fraude, disimulo, desapego o fingimiento, a la delación de cualquier deudor, de cualquier codicioso de bienes ajenos, de cualquier enemigo solapado —de cualquiera cosedora de virgos o echadora de mal de ojo, interesada en desviar las miradas de su propio negocio de ensalmos y medicinas de buen querer. Pero hay más: nacida no se sabe dónde, una changoneta corre de boca en boca, como anuncio de días aciagos. Aquella —la he oído— que dice: “Ea, judíos, a enfardelar…”, entonada acaso en son de burla, pero burla que, de endurecerse, podría ser el anuncio de la proximidad de un nuevo éxodo —que el Señor no quiera, porque mucha riqueza mana de las juderías, y los Santángel, grandes financistas, pasaron a la real hacienda, a título de préstamo, millares y millares de monedas marcadas al troquel de sus circuncisiones. Por ello, el Maestre Jacobo piensa que hombre precavido vale por dos, que mal se vive en diáspora, y, por lo mismo, ha querido poner casa en Gallway, al amparo de la firma Spínola y Di Negro, cuyas mercancías almacena al lado de su moza rolliza, pecosa y de grandes tetas, que le hace grata la vida aunque demasiado huela, a veces, a sobaquina de pelirroja. Además, sabe que algo lo hace indispensable: su prodigiosa inteligencia para aprender lenguas en pocos días, Tanto se maneja con el portugués como con el provenzal, con el habla de Génova o el picardo, entendiéndose igualmente con el inglés de Londres, la jerga de Britania, y hasta con el abrupto idioma, erizado de consonantes, rocalloso y roncador —“idioma de estornudar para dentro”, lo llama— que se usa en la tenebrosa isla a donde vamos —isla que, entre brumas que se pintan, ahora, de un raro color de tierra de alfarero, empieza e dibujarse en el horizonte, en este día, a poco de pasada la hora nona. ¡Hemos llegado al límite de la Tierra!…
Y no sé por qué el Maestre Jacobo me ha mirado con sorna cada vez que he dicho eso de “límite de la Tierra”. Y ahora que en tierra estamos, en casa hecha con tablas de buen pino conquense, pasándonos la bota de vino resinado, se mofa el Maestre Jacobo, algo alzado de tono por lo bebido, de que alguien crea que aquí se ha llegado a los confines de lo conocido. Dice que hasta los infantes, ésos, que con caperuzas de piel y los culeros meados, andan por las calles de este puerto cuyo nombre jamás llegaré a pronunciar, se reirían de mí si dijera que la tierra que aquí pisamos es el término o fin de algo. Y, llevándome de asombro en asombro, me dice que estos hombres del Norte (normáns parece que por eso se llaman), antes de que nosotros empezáramos a salir del ámbito natal, buscando, a tientas, nuevos caminos por donde andar, habían llegado, por el Este, a las comarcas de los rus, y, llevando sus asaetadas y ligeras naves a los ríos del Sur, alcanzado los reinos de Gog y Magog y los sultanatos de la Arabia, de donde se habían traído monedas que aquí se mostraban con orgullo, cual trofeos conseguidos en algún Quersoneso… Y para demostrarme que no miente, me muestra el Maestre Jacobo unos denarios y dirames que, por venir de comarcas por donde anduvieron sus remotos antepasados de las Tribus, conserva como talismanes en su pañuelo marinero —aunque su religión, que bien conozco, prohíbe la práctica de tales supersticiones. Traga el Maestre un largo hilo de vino que le baja de la bota al gaznate, y vuelve ahora los ojos hacia el Oeste. Me dice que, hace ya tantos años que suman varios siglos, un hidalgo pelirrojo, de aquí, al ser condenado a destierro por delito de homicidio, había emprendido una navegación fuera de los rumbos usuales, que lo condujo a una enorme tierra a la que llamó “Tierra Verde” por lo verdes que allí estaban los árboles. —“No puede ser” —dije al Maestre Jacobo, apoyándome en la autoridad de los más grandes cartógrafos de la época, ignorantes de esa verde tierra jamás montada por nuestros mejores naucheros. El Maestre Jacobo me mira socarronamente, haciéndome saber que hace ya más de doscientos años había ciento noventa granjas en la “Tierra Verde”, dos conventos de monjes, y hasta doce iglesias —una de ellas casi tan grande como la mayor que, en sus reinos, hubiesen edificado los normáns. Pero eso no era todo. Perdidos en la bruma, llevando sus naves fantasmales a las noches sin albas de les mundos hiperbóreos, estos hombres cubiertos de pieles, rompiendo las nieblas a toque de buxines, habían navegado más al Oeste y más al Oeste aún, descubriendo islas, tierras ignoradas, mencionadas ya en un tratado que desconozco, titulado Inventio fortunata, que mucho parece haber compulsado el Maestre Jacobo. Pero eso no es todo. Yendo siempre al Oeste, más al Oeste, y aún más al Oeste, un hijo del marino pelirrojo, llamado Leif-el-de-la-buena-suerte, alcanza una inmensa tierra a la que pone el nombre de “Tierra de Selvas”. Allí, abunda el salmón; crecen la baya y la mora; inmensos son los árboles, y —portento increíble en tal latitud— la yerba no desverdece en el invierno. Además, la costa no es resquebrajada ni adusta, ni socavada por grutas donde muge el océano y viven terribles dragones… Leif-el-de-la-buena-suerte se interna en aquel ignorado paraíso, donde se le extravía un marinero alemán, llamado Tyrk. Transcurren varios días, y cuando sus compañeros creen que jamás habrán de volverlo a ver, o que ha sido devorado por alguna fiera de desconocida traza, reaparece el Tyrk, más borracho que truhán de almadraba, anunciando que ha encontrado enormes viñedos silvestres y que las uvas, puestas a fermentar, dan un vino que, bueno, con verme basta, y aquí no me tose nadie, y que me dejen dormir la mona, que esto es Jauja, y que de aquí no me voy más, y que no se me acerque nadie, porque le desmocho la cabeza como la desmochó el Rey Beovulfo al dragón de los colmillos envenenados, y aquí el rey soy yo, y quien pretenda desafiarme… Y se desploma, y vomita, y grita que todos los normáns son unos hijos de puta… Pero hoy, para los normáns ha nacido, después de la Tierra Verde, la Tierra del Vino… “Y si crees que miento” —dice el Maestre Jacobo— “consígnete los escritos de Adán de Bremen y de Oderico Vital”. Pero no sabría dónde hallar esos textos, redactados de seguro, además, en lengua que ignoro. Lo que quiero es que me cuenten, que me digan lo que todavía —aquí, en esta isla que se saca como surtidores de agua hirviente de las entrañas de rocas negras— cuentan, tañendo el arpa, unos memoriosos de cosas antiguas que llaman escaldas. Y me narra el marrano amigo que, al saberse aquí de la Tierra del Vino, pronto van a ella, en nuevo viaje, ciento sesenta hombres, al mando de un Torvaldo, otro hijo del Pelirrojo desterrado, y de un Torvardo, cuñado suyo, casado con una hembra de espada al cinto y cuchilla entre pechos, llamada Feydis. Y es, de nuevo, el salmón abundante, el vino ácido que embriaga gratamente, las yerbas que jamás desverdecen, el pino alerce, y hasta se descubren, tierras adentro, enormes llanuras de trigo silvestre. Y todo se anuncia próspero y feliz, cuando aparecen, bogando en barcas que parecen hechas con cueros de ármales de agua, unos hombrecitos de tez cobriza, pómulos salientes, ojos algo almendrados, pelos como crines de caballos, que los membrudos y recios varones rubios de aquí hallan muy feos y malformados. Al principio se hacen buenos negocios con ellos. Magníficos negocios de trueques ventajosos. Se consiguen ricas pieles a cambio de cualquier cosa que resulte nueva para quienes se dan a entender por señas: fíbulas de poco precio, cuentas de ámbar, collares de abalorios, pero, sobre todo, paños encarnados —pues parece que les atrae sobremanera el color encarnado, tan gustado también por los normáns. Y todo marcha a lo mejor hasta el día en que un toro, traído en una de las naves, se huye del establo y se pone a bramar en la costa. No se sabe lo que ocurre con los hombrecitos: como enloquecidos por algo que debe relacionarse, en su bárbara religión, con alguna estampa del mal, comienzan por huir; pero vuelven más tarde, en horda pululante, trepadores, ágiles, arrojando piedras, lluvias de guijarros, aludes de gravas, sobre los gigantes rubios cuyas hachas y espadas, en tal suerte de guerra, resultan inútiles. De nada vale que la hembra Freydis se saque los pechos para avergonzar con ellos a los que, faltos de cojones, tratan de resguardarse en sus naves. Y, tomando el mandoble de un guerrero caído, se arroja sobre los lanzadores de piedras que, repentinamente aterrados por los clamores de la tremebunda mujer, huyen a su vez… Pero aquella noche, reunidos en consejo, los vikingos —también se les llama así— toman el acuerdo de volverse a esta isla para reunir una nueva expedición más numerosa en hombres bien armados. Pero el proyecto despertará poco entusiasmo en gente que, de año en año, trabajando sobre lo seguro, ha llevado sus naves hasta París, Sicilia y Constantinopla. Nadie, ahora, se atreverá a arrostrar los peligros de una instalación azarosa en un mundo donde menos asustan los enemigos —hombres, bestias—, de índole conocida, que los misterios de montañas abruptas, apenas entrevistas; de cavernas que pueden ser espeluncas de monstruos; del infinito de las extensiones desiertas; de breñales donde, en las noches, se oyen ululares, lamentos y gritos, que afirman la presencia de genios de la tierra —de una tierra tan vasta, tan prolongada hacia el sur, que se necesitarían millares y millares de hombres y de mujeres para explorarla y poblarla. No se regresará, pues, a la Gran Tierra del Oeste, y la estampa de la Vinlandia se esfumará en la lejanía, como un espejismo, quedando su recuerdo maravilloso en boca de los escaldas, en tanto que su existencia real es consignada en el gran libro de Adán de Bremen, historiador de los Arzobispos de Hamburgo, encargado de llevar la Cruz de Cristo a las tierras hiperbóreas conocidas o por conocer, donde la palabra de los Evangelios no hubiese sonado aún. Y buena falta haría que sonara allá el Verbo, puesto que había hombres, muchos hombres, ignorantes de que alguien hubiese muerto para ellos —y otros hombres como aquellos, esto se sabía de oídas, que montaban en carros tirados por perros para viajar al País de la Perenne Noche… Pregunto al Maestre Jacobo por el nombre de esos seres, entregados seguramente a deleznables idolatrías, que habían tenido el coraje de arrojar de sus reinos a los gigantes rubios de acá. —“Ignoro bajo qué palabra se designan ellos mismos” —me responde el nauchero: “En el idioma de sus descubridores, se les dice skraelings, que es —¿cómo diríamos nosotros?…— algo así como malformados, contrahechos, patizambos. Sí. Eso es: patizambos. Porque, claro, los normáns son robustos y de muy buena estampa. Y aquella gente, por pequeña, chata, de piernas cortas, les pareció como malformada. Skraelings. Eso es: patizambos”… “Yo diría mejor: monicongos” —“¡Eso! ¡Eso!”— exclama el Maestre Jacobo: “Monicongos… ¡Bien hallada la palabra!”…
Es tal de cuando me recojo a mi habitación del almacén de Spínola y Di Negro, que en esta tierra remota, con tantas maderas amontonadas, con tantos toneles que se compran aquí para guardar una bebida llamada biorr, huele a resinas de Castilla. Pero no puedo dormir. Pienso en esos navegantes extraviados entre témpanos y brumas, con sus naves fantasmales señoreadas por una cabeza de drago, viendo surgir montañas verdes sobre el desdibujo de sus horizontes inciertos, topándose con troncos flotantes, olfateando brisas cargadas de efluvios nuevos, pescando hojas de formas distintas a las conocidas, mandrágoras viajeras, criadas en ensenadas nunca vistas; veo esos hombres de la niebla, apenas hombres en el difumino de la niebla, interrogando el sabor de las corrientes, probando el punto de sal de las espumas, descifrando el idioma de las olas, atentos al vuelo de aves inesperadas, al paso de un cardumen, a la deriva de las algas. Todo lo aprendido a lo largo de mis viajes, toda mi Imago Mundi, todo mi Speculum Mundi, se me vienen abajo… ¿Así que, navegando hacia el Oeste, se encuentra una inmensa Tierra Firme, poblada de monicongos, que se prolonga hacia el Sur como si no tuviese término? Y digo que posible es que se alargue hasta tierras tórridas, en latitud de Malagueta, acaso, puesto que los normáns estos hallaron salmón y hallaron vides. Y el salmón —salvo en los Pirineos, y es gran rareza, como rareza es todo lo que se cría en tierras vascongadas— termina donde empieza la uva. Y la uva baja hasta las tierras de Andalucía, hasta las islas griegas que conozco, hasta las Madeiras, y hasta parece que se da en tierra de moros, aunque a estas no sacan vino porque es cosa prohibida por los mandamientos del Alcorán. Pero, de acuerdo a lo que sé, donde termina la uva empieza el dátil. Y acaso se da también el dátil, en el mundo aquel, al Sur, más al Sur de la uva… En tal caso… Se me barajan, se me revuelven, se me trastruecan, desdibujan y redibujan, todos los mapas conocidos. Mejor olvidar los mapas, pues se me hacen, de pronto, petulantes y engreídos con su jactanciosa pretensión de abarcarlo todo. Mejor me vuelvo hacia los poetas que, a veces, en bien medidos versos, pronunciaron verdaderas profecías. Abro el libro de las Tragedias de Séneca que me acompaña en este viaje. Me detengo en la tragedia de Medea, que tanto me agrada por lo mucho que se habla en ella del Ponto y de la Escitia, de rumbos, de soles y estrellas, de la Constelación de la Cabra de Olena, y hasta de Osas que se habían bañado en mares prohibidos, y me detengo en la estrofa final del sublime coro que canta las hazañas de Jasón:
… Venient annis
saecula seris quibus Oceanus
uincula rerum laxet et ingens
pateat tellus Tethysque nouos
detegat orbes nec sit terris
ultima Thule.
Tomo una pluma y traduzco, según mi entender, en el castellano que aún manejo con alguna torpeza, esos versos que muchas veces habré de citar en el futuro: “Vendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar Océano aflojará los atamentos de las cosas y se abrirá una gran tierra, y un nuevo marino como aquel que fue guía de Jason, que hubo nombre Tiphi, descubrirá nuevo mundo, y entonces no será la isla Thule la postrera de las tierras.” Esta noche vibran en mi mente las cuerdas del arpa de los escaldas narradores de hazañas, como vibraban en el viento las cuerdas de esa alta arpa que era la nave de los argonautas.
Vivo como ensalmado por lo oído de boca del Maestre Jacobo. Me vuelven y revuelven a la mente los menores episodios de aquella portentosa descubierta, hecha por los Hombres del Norte, cuyo relato nos viene a través de las sagas —que sagas llaman ellos a sus romances que, como el de los Infantes de Lara, o el otro, del Mío Cid, nos conservan grandes y fidedignas verdades tras del zalamero artificio del decir juglaresco o la floreada retórica de la clerecía. Y pienso, sobre todo, en una cuestión de distancias. Largo debió de parecer a los navegantes el viaje de ida —como largo nos parece siempre el camino desconocido que no sabemos en cuanto tiempo habremos de recorrer—; pero, en verdad, no debe estar tan lejos de la Tierra del Hielo (ice-landia, como se dice en su lengua, que es la Thile o Thule de los antiguos) esa otra tierra del salmón y de la vid, de donde fueron arrojados —y me resulta increíble que hubiesen tenido tan poco valor— por un puñado de monicongos sin espadas ni venablos. Porque, en fin, cuentan también los romances de su isla que, cierta vez, Leif-el-de-la-buena-suerte fue de Nidaros a Vinlandia sin parar en parte alguna; otro, se vino de Vinlandia a Ice-landia navegando a rumbo recto, de una sola ventada. Y sus naves son de magnífica factura, ciertamente, ligeras, espigadas, de buena eslora y muy marineras. Pero también es verdad que son harto angostas y de poco aforo. Y si hubiese que hacer un viaje prolongado, pronto carecerían los tripulantes del bastimento necesario a su mantenencia. Así que cerca, bastante cerca, debe estar la Vinlandia, y milagro es que otros no hubiesen arribado a ella, tras de los Hombres del Norte. Y si se ha ignorado lo que ahora sé, es, acaso, porque los escasísimos marinos de Génova, Lisboa o Sevilla que fueron a la Islandia, además de tenerla, de hecho, por el confín de la Tierra, desconocían el idioma de estornudar para adentro —de gruñidos y garrasperas parece— que tan bien maneja el Maestre Jacobo y no tuvieron la suerte mía de oír sus relatos porque, para decir verdad, el Maestre es poco amigo de beber con la chusma portuaria, escandalosa y grosera, que suele venirle en nuestras naves, y, en cuanto a nuestra breve pero cordial amistad, ésta se debe a una cofradía —diríamos— que es de cintura para abajo… El hecho es que ahora los años me desfilan ante los ojos, como raudos y desaforados. Sé a ciencia cierta que hay grande, poblada y rica tierra al Oeste; sé que navegando hacia el Oeste iría a lo seguro. Pero si viene a saberse de mi certeza de que navegando hacia el Oeste iré a lo seguro por lo sabido en la Tierra del Hielo, quedaría muy menguado el mérito de mi empresa. Peor aún: no faltaría el familiar, el favorecido, el confidente, el brillante capitán de un soberano, que consiguiera las naves en mi lugar, y me birlara la gloria de Descubridor que tengo en mayor precio que cualquier otra honra. Mi ambición ha de aliarse al secreto. De ahí que deba callar la verdad. Y, por la necesidad de callarla, me enredo en tal red de patrañas que sólo vendrá a desenredarla mi confesión general, revelando al asombrado franciscano que habrá de escucharme que, al caldeárseme la mente por pensar siempre en lo mismo; al verme acosado, día y noche, por la misma idea; al no poder abrir ya un libro sin tratar de hallar, en el trasfondo de un verso, un anuncio de mi misión; en buscar presagios, en aplicar la oniromancia a la interpretación de mis propios sueños, llegando, para ello, a consultar los textos del Pseudo-José y las Claves Alfabéticas del Pseudo-Daniel, y, desde luego, el tratado de Artemidoro de Éfeso; en vivir febril o desasosegado, trazando proyectos más o menos fantasiosos, me fui volviendo grande e intrépido embustero —ésa es la palabra. Diré, sí, diré que mirándome a mí mismo en hora postrera, hallo que otros, menos embusteros, mucho menos embusteros que yo, fueron llevados a enrojecer sus pálidos embustes en tablado mayor de Santo Oficio. Porque bien poco pesan los embustes de quienes engañan al mozo enamorado vendiéndole filtros de amor, aconsejan manejos de menuda hechicería para propiciar tratos deshonestos, recetan untos de oso, de culebra, de erizo, polvo de cementerio, cocimientos de corteza de espantalobos, de pico de oro y hoja tinta, recitados de la Clavícula de Salomón; bien poco pesan las intrigas de trotaconventos y alcahueterías de quienes invocan a un Príncipe de las Tinieblas demasiado atareado en trabajos mayores para atender semejantes necedades —poco pesan, muy poco pesan, digo, juntos a los embustes e intrigas con que durante años y años traté de ganarme el favor de los Príncipes de la Tierra, ocultando la verdad verdadera tras de verdades fingidas, dando autoridad a mis decires con citas habilidosamente entresacadas de las Escrituras, sin dejar nunca de esbozar, en lucido remate de párrafos, los proféticos versos de Séneca:
… Venient annis
saecula seris quibus Oceanus
uincula rerum laxet…
Y así fui de corte en corte, sin importarme para quién iría a navegar. Lo que necesitaba eran naves para navegar, viniesen de donde viniesen. Naves sólidas, de ancho aforo, con pilotos de buen colmillo y gente de pelo en pecho —no importándome, para el caso, que salieran de galeras. Capellán no llevaría. Bastábame con llegar allá— ¡y ya sería hazaña!— sin embarazarme con obligaciones de adoctrinamiento ni de teologías, sin saber si los monicongos aquellos no tendrían alguna bárbara religión difícil de desarraigar, que requiriese los oficios de sabios varones experimentados en predicar a los gentiles y convertir a los idólatras. Lo primero era cruzar al Mar Océano: después vendrían los Evangelios —que ésos caminaban solos. En cuanto a la gloria lograda por mi empresa, lo mismo me daba que ante el mundo con ella se adornara este u otro reino, con tal de que se me cumpliese en cuanto a honores personales y cabal participación en los beneficios logrados. Por lo mismo, me hice de un tinglado de maravillas, como los pasean los goliardos por las ferias de Italia. Armaba mi teatro ante duques y altezas, financistas, frailes y ricoshombres, clérigos y banqueros, grandes de aquí, grandes de allá, alzaba una cortina de palabras, y al punto aparecía, en deslumbrante desfile, el gran antruejo del Oro, el Diamante, las Perlas, y, sobre todo, de las Especias. Doña Canela, Doña Moscada, Doña Pimienta y Doña Cardamoma entraban del brazo de Don Zafiro, Don Topacio, Doña Esmeralda y Doña Toda Plata seguidos de Don Gengibre y Don Clavo del Clavero a compás de un himno color de azafrán y aromas, malabares donde resonaban con musicales armonías los nombres de Cipango, Catay, las Cólquidas de Oro y las Indias todas —que como se sabe son varias— Indias numerosas, proliferantes, epícenas y especiosas, indefinidas pero adelantadas hacia nosotros deseosas de tendernos las manos, de acogerse a nuestras leyes, cercanas —más cercanas de lo que creíamos aunque todavía nos pareciesen lejanas— que ahora podríamos alcanzar por despeada vía navegando a mano izquierda de los mapas, desdeñando el azaroso camino de la Mano Derecha, infestado de tiempos acá por piratas mahometanos forbantes llevados por velas de junco cuando viniéndose por tierra no se exijan escandalosos derechos de peaje, trasiego, contrastación de pesas y medidas en los territorios señoreados por el Gran Turco… Mano Izquierda, Mano Derecha. Las abría, las mostraba, las movía con destreza de juglar, con delicadezas de orfebre, o bien, dramatizando el tono, las alzaba como profeta, citaba a Isaías, invocaba los Salmos, encendía luces hierosolomitanas, magnificado el antebrazo por el vuelo de la manga, mostrando lo invisible, señalando a lo ignoto tremolando la riqueza, sopesando tesoros tan cuantiosos como las imaginarias perlas que ya parecían escapárseme por entre los dedos cayendo al suelo y rebotando con orientales destellos en el amaranto de las alfombras. Las nobles y sabias gentes aplaudían, me celebraban las cosmogónicas ocurrencias soñaban un momento con mis promesas de orífice visionario, de alquimista sin retortas, pero en fin de cuentas me dejaban en puerto —que era como decir: en puertas— sin naves y sin esperanzas… Y así anduve durante años y años con mi tinglado de antruejo, sin que el verbo de Séneca se hiciese carne en la carne de quien aquí yace ahora, sudoroso y destemplado, de cuerpo vencido, esperando al franciscano confesor para decirlo todo, todo…
… Y le diré que en espera de que mi anhelo se cumpliera, realizando el más fabuloso negocio —y el peor de los negocios para mí, en fin de cuentas— que se hubiese conocido nunca, estando en Lisboa pensé, como el poeta, que “el mundo por dos cosas trabaja” la primera, “para haber mantenencia”, y la otra, “por haber juntamento con hembra placentera”. Vi a Felipa, la corteje como cumplido caballero que soy. Aunque de joven semblante y lozano cuerpo, era viuda de pocos recursos y con una hija a cuestas. Pero poco me importó el hecho, recordando que era de buena alcurnia, y la llevé ante el altar de la iglesia donde nos habíamos conocido en día en que ella cumpliera sus devociones, pensando que, en fin de cuentas, además de ser hembra placentera, estaba emparentada con los Braganzas y ésta era puerta abierta —más de una cosa se me abría en este casamiento— para entrar en la corte de Portugal y armar allí mi tinglado de maravillas. Pero empezaron los duros años de la espera, pues todo habría de ser espera en los años que transcurrirían después: primero, en la Isla de Puerto Santo, donde fui a vivir con mi Felipa y donde, a pesar de la grata presencia de quien —y vuelvo a citar al poeta— era “en amor ardiente en cama solaz, trebejo e riente”, me sentía ardido de impaciencia ante la multiplicación de Signos que me hacían pensar harto a menudo en lo que, tras del horizonte diariamente contemplado se ocultaba. A las playas de esta isla encallaban enormes troncos de árboles ignorados en la Tierra Firme de la Europa; plantas de formas raras, con hojas treboladas como caídas de alguna estrella. Alguien me hablo de una madera traída por las olas, labrada de extraña manera, como de gente que, desconociendo nuestras herramientas, usaran el fuego para lograr lo que nosotros con la sierra y la garlopa; se hablaba, además, como de un gran suceso, del hallazgo hecho varios años antes, de dos cadáveres de hombres “con las caras muy anchas” y singular configuración —aunque esto último me pareciera inverosímil pues difícil era pensar que esos cuerpos hubiesen llegado de tan lejos sin haber sido dejados en el hueso por los muchos peces voraces y hambrientos como tiene el Océano donde, si son innumerables los conocidos, son incontables los desconocidos y monstruosos —los hay con cabeza de unicornio, los hay que sueltan cataratas por las fauces—, tan monstruosos como aquella acuática tarasca, hija de Leviatán y Onoco, que por mar había llegado de la Galana asiática a las riberas del Ródano, enroscándose en cuanta nave veía, con tal fuerza que les reventaba las cuadernas y las hundía con tripulación y carga. No entraré en detalles acerca de algunos negocios y navegaciones de menor cuantía, realizados por mí en aquellos años en que me nació un niñito a quien puse Diego por nombre. Pero al quedar viudo —libre pues de una atadura que en algo había atemperado mi impaciencia— se volvió a encender el fuego de mi ambición, resolviéndome a buscar ayuda en donde fuera —y era oportuno hacerlo, pues los navegantes portugueses se estaban volviendo cada vez más audaces en sus descubrimientos, y no era infundado el temor de pensar que de tanto haber mirado hacia el Sur y hacia el Este, se les ocurriera, alguna vez, mirar hacia el Oeste, cuyos rumbos tenía yo como legitima pertenencia desde que el Maestre Jacobo me hubiese atizado el ardor aventurero. Cualquier noticia que me llegaba, de navegaciones portuguesas me tenía en sobresalto. De día, de noche, vivía en el temor de que me robaran el mar —mi mar— como temblaba ante posibles ladrones el avaro de la sátira latina. Este océano que contemplaba desde las empinadas costas de Puerto Santo era de mi propiedad y cada semana que pasara aumentaba et peligro de que me fuese hurtado Y me recomía los ánimos y me recomía las uñas, arañaba, de rabia las bordas de las naves de los Centunone y Di Negro —ahora asociados— que me teman negociando azucares, metido en rutinarias singladuras comerciales, yendo de Madeira a la Costa de Oro de Flores a Génova, y vuelta a las Azores y vuelta a Génova, comprando, llevando, trayendo, regateando mercancías, cuando me sabía capaz de ofrecer al mundo una nueva imagen de lo que era, en realidad, el Mundo, ¡Imago mundi! ¡Speculum Mundi!. Solo yo, obscuro marino, criado entre los quesos y vinos de una taberna, conocía la verdadera dimensión de esas palabras. Por ello había llegado la hora de apresurarse. Los mapas, los textos, nada tenían ya que enseñarme. Y como necesitaba de regia ayuda para acometer mi empresa me resolví a buscarla, tenazmente, donde pudiese encontrarla. Poco había de importarme, al fin y al cabo cual nación ganaría, con ayudarme, gloria infinita y riquezas sin cuento. No era yo portugués, ni español, ni inglés, ni francés. Era genovés, y los genoveses somos de todas partes. Había que visitar todas las cortes posibles sin preocuparme por saber a quien favorecería mi éxito, fuese la corona patrocinadora enemiga de esta o de aquella otra. Por ello volví a armar mi Tinglado de Maravillas y fuime con él a emprender una nueva gira por el Continente. Primero lo mostré en Portugal donde encontré un Rey harto indigesto de cosmografías, teologías, portulanerías, harto fiado de sus naucheros que ya estaban criando barriga, y que en fin de cuentas me remitió a la autoridad de doctores geógrafos, canonistas y de un tonto obispo de Ceuta —ni que Ceuta fuese Antioquía— y de unos maestres Rodríguez y Joseph más brutos e ignorantes que las putas madres que los parió, quienes llegaron a sostener que mis discursos eran meras mudanzas y diferencias hechas como por artes de buen cantar, a base de temas ya puestos en solfa por Marco Polo —el gran veneciano cuyo libro había leído con admiración, pero cuyos pasos en nada trataba de seguir, puesto que mi afán era precisamente el de llegar, en navegando con el sol, a alcanzar los reinos donde había llegado él andando a contrahazlo. Si sus pasos habían dibujado un semicírculo en la Tierra me tocaba a mí dibujar el segundo. Pero yo sabía —y bien sabía— que el trozo faltante para cerrar la circunferencia era el que correspondía a la Nación de los Monicongos… Desarmé pues mi tinglado y desengañado del Portugal volví a armarlo en Córdoba donde las Majestades Católicas lo contemplaron con recelo. El aragonés me pareció un memo, blandengue y sin carácter, dominado por su mujer que durante la audiencia concedida escuchaba mis palabras con distraída condescendencia, como si estuviese pensando en otra cosa. Y salí de allí con la magra promesa de que unos letrados —¡repetíase la historia de siempre! —considerarían mi oferta, pues, en aquellos días, las muchas preocupaciones de gobierno y los muchos gastos de la guerra que, y que.: y que huecas evasivas de soberana muy pagada de sí misma, afanosa de mostrarse leída, que, según afirmaba, se “sentía necia”, pobrecilla “cuando tenía que medirse con los teólogos toledanos” —falsa humildad de quien finge reconocer que no lo sabe todo, cuando cree que todo lo sabe. Salí furioso de la entrevista no sólo por despecho sino porque jamás quise tratar de negocios con hembras, como no fuese en la cama, y era evidente que en esta corte quien mandaba, quien montaba de verdad era la hembra. Pero, como sin hembra —aunque para otras cosas— no puede estar el hombre, fue entonces cuando me puse a vivir con la guapa vizcaína que habría de darme otro hijo. De matrimonio no hablamos, ni yo lo quería, puesto que quien ahora dormía conmigo no estaba emparentada con Braganzas ni Medinacelis, habiendo de confesar, además, que cuando yo me la llevé al río por vez primera, creyendo que era mozuela, fácil fue darme cuenta que, antes que yo, había tenido marido. Lo cual no me impidió, por cierto, recorrer el mejor de los caminos en potra de nácar, sin bridas y sin estribos, mientras mi hermano Bartolomé iba a armar mi tinglado a Inglaterra, ante el trono del primer Tudor de ese nombre. Pero viose pronto que allá tampoco tendría brillante acogida, pues esos ingleses de mierda nada saben de cosas marinas —incapaces como han sido, hasta ahora, de conseguirse un mazo de canela, un saquillo de pimienta, como no fuese en la tienda del especiero. Pensé entonces en el Rey de Francia, más rico que la madre que lo parió, ahora que acababa de ganarse por feliz braguetazo el Ducado de Bretaña. Pero para los bretones de la Duquesa Ana, la ballena y el arenque, la esperma y la salmuera eran valores más seguros que el Oro de las Indias, y allí tampoco conseguí apreciable audiencia Pero a pesar de los fracasos y desengaños yo iba hinchando mi figura. Entendiendo que solo se escucha debidamente a quien pisa fuerte, intimida a los ujieres, se impacienta en las recámaras, alinea títulos y honores ya conseguidos, fui haciéndome de una mitología destinada a hacer olvidar la taberna de Savona —¡honrarás padre y madre!— con dueño lanero y quesero arrimado a las canillas de sus barriles, diariamente trabado en trifulcas con borrachos impecumosos. De repente me saque de las mangas un tío almirante, me hice estudiante graduado de la Universidad de Pavía, cuyos claustros jamás pise en mi jodida existencia, me hice amigo —sin haberle visto la cara— del Rey Renato de Anjou y piloto distinguido del ilustre Coulon el Mozo. Me fui haciendo gente y como gente que era, manejaba la intriga con mayor fortuna que antes: mediante chismes, rumores puestos a correr, cosas dichas como quien no dice nada, secreteos discretos, confidencias hechas bajo promesa y juramento de que no se repetirían a nadie, cartas leídas a medias, fingidos proyectos de pronta ausencia para responder al urgente llamado de otras cortes, hice creer por trasmano al aragonés y a la castellana —con ayuda de un médico y astrólogo más enredador que Belcebu, a quien tuve la buena suerte de convencer— que, por la tonta incredulidad de unos y la tonta obcecación de otros, estaba en trance de perderse, para este reino, un fabuloso negocio cuyos inmensos réditos habían entrevisto ya otros soberanos mejor aconsejados…
Y así fue como por real disposición se me obsequio inesperadamente con una muía torda, muy bien enjaezada, para que, trotando trotando, sin empolvarme demasiado, el único traje de buen ver que poseía, fuese al enorme campamento de Santa Fe, vasto caravanserrallo militar hecho ciudad y corte por las Reales Presencias, desde donde entre tiendas de suntuoso paño y tiendas de colchas remendadas, fuegos de vivaques, parrilladas en carros entoldados, odres de tintazo cargados en burro, rasgueos de vihuela y taconeo de putas puestas en tablado de baile, llamadas de trompetas y granizos de tejoleta, partirían las tropas que, rompiendo los cercos de un largo asedio, darían el asalto final al último baluarte de Mahoma en esta tierra donde —para decir verdad harto sabida—, no faltaban renegados de toda laya agarenas que, de madres a hijas se habían ayuntado con cristianos agarrados por donde yo sé, como lo estuvo el Rey Alfonso el Sexto, quien, antes de fornicarse a su hermana, Doña Urraca, —¡qué familias, Señor!— tuvo de concubina por largo tiempo a la famosa Zaida, mora sevillana de las de fornido regazo, altos pechos y carnes que huelen a mazapán toledano, el que se presenta como serpiente del Paraíso, enroscado en caja redonda, toda escamada de oro, con verdes ojos de confite y lengua de melcocha colorida.
Transcurría el mes de julio. Acababa yo de cumplir cuarenta años. Sin presumir de hombre hermoso, me sabía de apuesta figura, nobles facciones y nariz aguileña, recta la mirada, fácil la palabra y viril el gesto, y sin arrugas el rostro de piel curtida por los aires marinos y los soles del África, aunque mi cabeza estuviese ya canosa —lo cual me daba una cierta majestad, unida a la idea de experiencia y buen criterio que se atribuye, aunque equivocadamente a veces a cuando denota, en nosotros, el paso de los años. Hacía calor cuando llegué a Santa Fe.
También ella acababa de cumplir cuarenta años. Y, excusando la ausencia de su esposo, atareado en menesteres de mayor cuantía —que eran, en realidad, menesteres de cetrería, buen vino y mozas —me recibió sola, en estancia privada, entre muebles moriscos, incrustados de nácar, que le habían quedado en el repliegue de los infieles sobre Granada. Hacía cinco años que no la veía, tras de una ingrata entrevista donde, por displicente y poco atenta a mis palabras, me había parecido poco menos que odiosa. Pero, aquella vez, su tocado, con el velo que le envolvía la cabeza no me había dejado notar que era mujer rubia, muy rubia, a semejanza de ciertas venecianas, sus ojos verdiazules eran de gran belleza, en un semblante tan terso y sonrosado cual el de una doncella, agraciado por un mohín irónico e intencionado, debido acaso a las muchas victorias que su aguda inteligencia le había valido en días de desacuerdos políticos y horas de grandes decisiones. No era ya —esto lo sabían muchos— la reina enamorada de quien, inmerecedor de tal sentimiento la engañaba, a vistas y sabidas de sus fámulos, con cualquiera dama de honor, señora de corte, guapa camarera o garrida fregona, que le salieran al paso —cuando no se dejaba trabar por el trato de alguna mora conversa, judía de las calientes, o hembra soldadera, si no hubiese mejor carne donde hincar el diente. Ahora la persona a quien hablaba de mi gran proyecto era —y esto sí que lo sabían todos— quien aquí gobernaba de verdad. La que en Segovia, el día de su proclamación, hubiese entrado en la catedral, tras del chanciller que llevaba una espada enhiesta como natura de varón, cogida por la punta, en símbolo de soberanía y de justicia —¡y cómo le habían criticado tal alarde de macheza!—, era quien, en estos años, manejaba enérgicamente los asuntos del estado. Nada hacia el aragonés —salvo en sus perrerías, desde luego— sin el consentimiento de ella. A ella tenía que someter sus disposiciones y decretos y a ella también sus propias cartas, leídas con tal autoridad que si a ella desagradaba alguna, al punto la hacía rasgar por un secretario en presencia de su marido, cuyas órdenes —era cosa muy sabida— no eran tenidas en mucho, aun en Aragón y en Cataluña en tanto que todos temblaban ante las de quien se tenía, en todo el reino, por persona de cuerpo mas entero, ingenio mas despierto, y de más grande corazón y sapiencia… En esta mi primera entrevista con la que (y sobradas razones tendría yo más tarde para amar el nombre de ese pueblo) hubiese nacido en Madrigal de las Altas Torres, hablé de lo que siempre hablaba ante los grandes y los poderosos, desplegué, una vez más, mi Retablo de Maravillas, mi aleluya de geografías deslumbrantes, pero al oficiar de anunciador de portentos posibles, desarrollé una nueva idea, madurada por lecturas recientes, que pareció agradar en mucho a mi oyente. Fundándome en las ideas sobre la historia universal concebidas por Pablo Osono, exponía yo que así como el movimiento de los cielos y de los astros es de Oriente a Occidente, así también la monarquía del mundo había pasado de los asinos a los medos, de los medos a los persas, y después a los macedonios, y después a los romanos y después a los galos y germanos, y finalmente a los godos, fundadores de estos reinos. Era justo, pues, que luego de que arrojáramos a los moros de Granada —cosa que no tardaría en suceder— mirásemos hacia el Occidente, prosiguiendo la tradicional expansión de los reinos, regida por el movimiento de los astros, alcanzándose los grandes y verdaderos imperios del Asia —pues eran meras migajas de reinos los que hasta ahora hubiesen entrevisto los portugueses en sus navegaciones, tomándose los rumbos del Levante. Desde luego que invoque la profecía de Séneca, y con tan buena fortuna que mi regia oyente se mostró ufana de interrumpirme, para citar, de memoria, unos versos de la tragedia
Haec cum femineo constitit in choro,
Unius facies praenitet omnibus.
Arrodillándome ante ella repetí aquellos versos afirmando que en ella parecía haber pensado el gran poeta al decir que “cuando se erguía en medio del coro de mujeres” —de todas las mujeres del mundo— “los rostros de las demás se apagaban ante el esplendor del suyo”. Tuvo como un leve y deleitoso parpadeo al escucharme, me alzó del suelo y me sentó a su lado, y a retazos, empezamos a reconstruir, memorizando, la hermosa tragedia… Y aquel día, movido por una audacia de la que me hubiese creído incapaz, pronuncie palabras, como dichas por otro —palabras que no repetiré en mi confesión— que me lucieron salir de las estancias reales cuando empezaban a sonar las dianas de los campamentos. Y, desde esa noche venturosa, sólo una mujer existió para mí en el mundo que aún esperaba por mí para acabar de redondearse.
Pero el mundo estaba impaciente por redondearse. Y más impaciente estaba yo aún, nuevamente enredado en líos, controversias cogitaciones, demostraciones, argucias, discusiones —¡todo mierda!—, de cosmógrafos geógrafos, teólogos, a quienes trataba yo de convencer de que mi empresa era válida y altamente provechosa, aunque como siempre, como siempre, como siempre, sin poder revelar mi Gran Secreto aquel que me hubiese revelado el Maestre Jacobo, allá en las diurnas noches de la Tierra del Hielo. De haber hablado —y más de una vez de pura rabia estuve a punto de hacerlo— habría confundido a mis ergotantes objetores. Pero entonces el aspirante a Gigante Atlas hubiese quedado al nivel de un marino cualquiera, mas tabernero que estudiante de Pavia, más quesero que piloto de Coulon el Mozo —¡y váyase a saber si, a la postre, no se hubiese entregado a otro el mando de la flota que para mi quería!. Transcurrieron varios meses al fin cayó Granada, los judíos fueron expulsados de España —“¡Ea, judíos a enfardelar!”— y todo era gloria para la doble corona, pero yo estaba en las mismas. En las noches de su intimidad Columba —así la llamaba yo cuando estábamos a solas— me prometía tres carabelas, diez carabelas, cincuenta carabelas, cien carabelas, todas las carabelas que quisiera, pero en cuanto amanecía se esfumaban las carabelas y quedaba yo solo, andando con las luces del alba, camino de mi casa, viendo raer los mástiles y velámenes que se hubiesen erguido triunfalmente en mis visiones de grandeza, vueltas, en la claridad del día, a la vaporosa irrealidad de los sueños que jamás se fijan en imágenes tangibles. Y llegaba yo a preguntarme si mi destino no acabaría siendo el de tantos enamorados de su soberana que, como Don Martin Vázquez de Arce, el tierno y hermoso Doncel de Siguenza, hubiese perecido en bizarro combate contra los moros por extremarse en pruebas de valentía ante su Dama —inspiradora de sus afanes, guiadora de sus empeños (¡Y cuántos celos tenía yo, a veces, de ese joven guerrero poeta a quien en mis enamoradas cavilaciones atribuía yo, acaso, mayores fortunas que las conseguidas, en realidad, de Quien eludía siempre su recuerdo, tal vez porque le fuera tan grato, tan enormemente grato, que temía leyere yo en sus ojos esa predilección!). ¡Grande tormento padece quien, siendo de la raza común del vidrio leble, se arrima a los filos del diamante!…
Ya yo había visto izar los estandartes reales sobre las torres de la Alhambra, había asistido a la humillación del rey moro, saliendo de su ciudad vencida para besar las manos de mis monarcas. Y ya se maduraban propósitos mayores: ya se hablaba de llevar la guerra al África. Pero, en cuanto a mí, todo era cosa de veremos, consideraremos discutiremos, mejor sería esperar un poco, pues nada es tan socorrido como un día tras de otro día y la paciencia es grandísima virtud, y mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Yo ya había conseguido un millón de maravedíes con los genoveses de Sevilla y el banquero Berardi. Pero me hacía falta otro millón para hacerme a la mar. Y ese otro milloncejo era el que Columba me prometía, cada tarde, para retirármelo de madrugada —no tenía ni que decirlo— en el “vete ya” de la despedida. Pero una noche estallé. Repentinamente montado en iracundia, desde lo alto de mi boca le clamé que aunque cortés y Sumiso en mi comportamiento para con ella, atento a que una púrpura aún invisible, envuelve siempre un cuerpo de una reina, me sentía igual que cualquier monarca y tanto montaba yo sin tiara enjoyada, pero aureolado por el nimbo de mi Gran Idea, como montaban las coronas de Castilla y de Aragón —“Marrano” —me gritó ella: “¡No eres sino marrano!” —“¡Marrano soy!” —grité a mi vez “¡y nadie puede saberlo mejor que tú que me conoces en lo que soy y en lo que fui!”. Y esta vez sin poder guardar ya el secreto que durante tantos años llevaba en mí le revele lo sabido, allá en la Tierra del Hielo acerca de las navegaciones del Pelirrojo, de su lujo Leif, y de la descubierta, por ellos realizada, de la Tierra Verde, y de la Tierra de Selvas y de los Tierras de la Viña le mostré el maravilloso paisaje de los abe tos de los trigales silvestres con sus torrentes plateados de salmones; le pinte los monicongos, alhajándolos con collares de oro, pulseras de oro, petos de oro cascos de oro y le dije que también adoraban ídolos de oro, y que el oro, en sus ríos, era cosa tan abundante como el guijarro en la meseta castellana. Y ante el asombro que había enmudecido a Columba, le grité que me iba para nunca volver y que ahora ofrecería mi gran empresa al Rey de Francia, muy dispuesto a costearla pues ése sí que tenía mujer inteligente, muy atraída por el mar como buena bretona digna descendiente de Elena-la-de-Armórica, hija del Rey Clohel, esposa de Constantino el Viejo, elegida por el Señor para exhumar la Cruz que descansaba, a veinte palmos bajo tierra, en el Monte Golgota de Jerusalem. ¡A gente así podía uno fiarse, y por ello, me iba con mi tinglado a otra parte! Esto que dije pareció enfurecer Columba —¡Marrano! ¡Cochino marrano! ¡Venderías a Cristo por treinta denarios! —me gritó, mientras yo salía de la estancia con un gran portazo. Abajo, arrendada bajo los árboles, me esperaba mi buena mula torda. Enfurecido como nunca recuerdo haberlo estado —y más aún por haber largado el Gran Secreto que debí guardarme— cabalgue dos leguas cabales y me apeé en una posada con el ánimo de beber tanto vino como pudiese caberme en el cuerpo. Se entraba en abril. El verdor de los campos resaltaba bajo la luz algo anaranjada, única en su matiz que es tan propia del vergel granadino. Cantaban los jilgueros. Todo era alegría en aquel parador lleno ya, en hora tan temprana, de labriegos endomingados. Las campanas de una iglesia llamaban a misa. Pero yo estaba sombrío, cada copa, en vez de aligerarme el ánimo, me hundía en la desesperanza de quien ha cometido una falta irreparable. Lo había perdido todo. Todo. El regio favor, y una esperanza que, aunque nunca satisfecha, estuviese en pie, todavía, pocas horas antes. Y ya había vaciado una jarra de vino, cuando vi entrar un alguacil que, a juzgar por lo sudado y polvoriento del traje, debía haber alcanzado este pueblo a matacaballos. Al verme vino rectamente hacia mí: Su Majestad me mandaba a llamar a toda prisa, rogándome que no prosiguiera mi camino. Poco después de mediodía, después de haberme refrescado el rostro y refrescado el atuendo, estaba ante mi real dueña
—“Tienes el millón de maravedís” —me dijo. Lo había pedido al banquero Santángel con el autoritario apremio que yo bien le conocía. Le había dado, en garantía, unas joyas que, a la verdad, valían muchísimo menos —“Las recuperare cuando me plazca” —dijo “Y sin devolver el millón”. Me miró intencionalmente. “Hemos expulsado a los judíos. Bien vale un millón para Santángel, la ventura de poder permanecer en estos reinos donde tiene tan buenos negocios. Y ahora: ¡a enfardelar lo tuvo!. Buena suerte. Y consigue todo el oro que puedas para que con el podamos llevar la guerra al África” —“Y hasta reconquistar la ciudad de Jerusalem como se reconquistó el Reino de Granada” —dije —“Acaso” —dijo ella —“Pero a nadie debes confiar mi Gran Secreto” —dije, repentinamente alarmado al pensar que Santángel pudiese estar enterado de que —“¡No soy tan necia!” —dijo ella. “En ese secreto hay gloria para ambos” —“Te inspira el Espíritu Santo” —dije, besándole las manos —“Acaso será dicho esto en libros futuros” —dijo ella “Libros que solo se escribirán, desde luego, si algo descubres” —“¿Lo pones en duda?” —“Alea jacta est”… Afuera, oíase el pregón de un aguador moro que, con sombrero emborlado, casaca de colorines y los cojones al aire, pregonaba el frescor de los odrecillos que le colgaban del cuello, tan metido en su negocio de trasiego de manantiales que seguía en lo de siempre, como si el Reino de Granada no hubiese cambiado de amos.
Partimos 3 días de Agosto de la barra de Saltes a las ocho horas. Anduvimos con fuerte virazón hasta el poner el sol hacia el Sur sesenta millas, que son quince leguas, después al Sudeste y al Sur cuarta del Sudeste, que era el camino para las Canarias… Por la escasa importancia de los sucesos que después ocurrieron, poco interesante fue nuestra navegación hasta el sexto día de Septiembre en que nos hicimos a la vela en la isla de la Gomera. Ahora es cuando se iniciaba la gran empresa. Pero debo decir que aunque por proceder impuesto a mí mismo, me mostraba a todos con el semblante risueño, dando muestras de contento grande en todo momento en horas de la noche, cuando trataba de dormir apaciblemente, no lo podía. Me agarraban las del alba considerando las dificultades que ahora tendría que vencer, en el azaroso viaje a la Vinlandia remota —o a su prolongación meridional— que yo había presentado a mi dueña como provincia, hacia mi avanzada, de un reino señoreado por el Gran Khan o algún otro Príncipe de Indias, para quienes se me habían dado cartas y, por si mi ficción resultaba cierta, llevaba a bordo a un Luis de Torres que había sido judío (el “había sido” se usaba mucho en aquellos días), y diz que sabía hablar, además de la lengua hebraica, el caldeo y algo de arábigo. Pero la marinería era mala. Más cristianos de muy reciente bautizo, granujas huidos de la justicia, circuncisos amenazados de expulsión, picaros y aventureros, que gente de la iza y de la orza, gente de oficio, bogaban en estas naves. Mal se ejecutaban las maniobras, mal se interpretaban los comandos. Y yo harto me barruntaba que si la navegación se prolongaba mucho más de lo previsto —lo cual bien podía suceder— los hombres, al saberse cada día más lejos del continente dejado atrás, al no avistar tierra alguna (y todos estaban ansiosos de descubrirla, pues la corona había ofrecido una renta de diez mil maravedís a quien primero diese el aviso…), serían fácil presa del desgano, el desaliento y el ansia de regresar. Demasiado vivas estaban todavía, en muchos ánimos, las imágenes del Océano Tenebroso, de mares sin termino, de corrientes que no podían sino arrastrar las naves a donde las olas se juntan con el cielo, unidas desde hacía siglos a las aguas que ahora surcábamos para que, al cabo de muy larga espera, no volviesen a pintarse en las mentes ablandando voluntades e incitando a la desobediencia. Por ello, me resolví recurrir a la mentira, al embuste, al perenne embuste en que habría de vivir (y esto si lo diré al franciscano confesor a quien ahora espero) desde el domingo 9 de Septiembre en que acorde contar cada día menos leguas de las que andábamos porque si el viaje era luengo no se espantase ni desmayase la gente. Y ya el lunes habiendo andado sesenta leguas, dije que solo habíamos adelantado cuarenta y ocho. Y así el martes —día de poca brisa— conté veinte y dije diez y seis. Al comienzo, rebajaba tres o cuatro por día. Pero a medida que nos adentrábamos en aquel mes y me parecía advertir alguna ansiedad en las caras restaba ya un mayor número de leguas a la cifra real de las que hubiésemos navegado. A 18, cincuenta y cinco se me volvieron cuarenta, y ocho. Y cuando llegamos al primero de Octubre, mi cuenta real era de setecientas veinte leguas, mostrando otra de gran patraña, que solo sumaba quinientas ochenta y cuatro. Era cierto que al encuentro nos venían, como arrancadas de islas que tuviésemos a proa, vegetaciones raras, parecidas a ramitos de pino, otras de un verde amarillento, como racimos de uvas que flotaran —pero unas uvas que más parecían frutas de lentisco. También pasaban sobre nuestras cabezas unas aves que parecían ser de tierra y eran como alcatraces y también como pardillas, y otras blancas como gaviotas, y otras, de familia rabiforcada, ante las cuales extremaba yo las demostraciones de alborozo. Pero decían muchos que esto nada demostraba; que por sobre el Mediterráneo volaban cada año, cigüeñas las venidas de los reinos alemanes que, por no padecer nieves ni ventiscas buscaban, en invierno, el resol de los alminares moriscos. Además había pájaros que podían dormir sobre las ondas, y hasta se conocían las costumbres del alción, capaz de anidar y sacar sus polluelos en medio de las olas. Y eran insidias y murmuraciones. A medida que corrían los días, la desconfianza cundía, de carabela en carabela. Comentarios alevosos que nacían en esta borda, pasaban a la otra borda, saltaban de nave a nave, como por obra de embeleco —y no dudo que quienes fraguaban tales decires fuesen los mis instruidos que conmigo llevaba, pues triste es reconocer que la crítica malvada, la mezquina apreciación y hasta el infundio, florecen, como planta silvestre, ahí donde los hombres, por tener algunas lecturas y creer que saben algo de algo, muestran especial regocijo en afilarse las lenguas sobre el lomo del prójimo y más si no mandan, sino que son mandados. Sospecho que Rodrigo de Jerez, que se las daba de docto, el cristiano nuevo Luis de Torres, que presumía de hablar el caldeo y el arábigo, y hasta el andaluz harto parlero de Martin Alonso, en quien tanta confianza había puesto pero que me estaba gustando cada vez menos, eran quienes empezaban a propalar que no sabía valerme cabalmente del astrolabio —lo cual acaso era cierto debo reconocerlo, ahora ya que, en años ya lejanos, me había equivocado gravemente al tratar de determinar la latitud del reino de Mina, en el África. (Pero esto había ocurrido, lo repito. en años lejanos). También contaban, cuando se juntaban en corros maledicentes, que el mapa de Toscanelli que llevaba en mi cámara de nada me servía, objeto de mera ostentación, pues era incapaz de entendérmelas con las matemáticas del engreído magister —lo que tal vez era cierto, pero me había consolado de ello hacía mucho tiempo, pensando que Toscanelli, muy hinchado por su ciencia daba por inválidas las matemáticas de Nicolás de Cusa, amigo del pontífice Pío II cuya Histona rerum con taba entre mis libros de cabecera. (En cuanto a mí —y esto no podían entenderlo los españoles, sabios a medias, que me acompañaban, sabios de la brea y el calafate, sabios de la sal muera y la almadraba—, pensaba que si Nicolás de Cusa era poco versado en matemáticas, como afirmara el pedante de Toscanelli, era defensor en cambio de la docta ignorantia que es la mía: docta ignorantia abridora de las puertas que conducen al infinito, opuesta a la lógica escolástica de palmeta y birrete que pone mordaza, venda y orejeras a los arrojados, a los videntes, a los Portadores de la Idea, verdaderos cefalóforos, afanosos de violar las fronteras de lo ignoto…) Pero, no contentos con malearme a la marinería con sus chismografías de mentidero, insinuaban esos bellacos que, en mis mediciones, estaba confundiendo las millas árabes de Alfragán con las millas italianas en uso Pero esto último a pesar del enojo que me causaba empezaba a parecerme cierto, para íntima vergüenza mía, pues, fuera de m intencionada falsía en las cuentas de andaduras, me decía que, de haber confundido las millas, como insinuaban esos españoles de mierda, me estaba menguando yo, gravemente la anchura del mundo, con lo cual este viaje habría de durar bastante más de lo esperado para gran alarma y desasosiego de mis tripulaciones.
La noche del 9 de Octubre, tuve noticias de que se estaba urdiendo una conjura a bordo de las naves. Al día siguiente me vinieron los marinos —en tono suplicante, primero; luego más subidos de palabras, y más, y más, y más hasta alzarse en insolencia— para decirme que ya no podían sufrir tan larga navegación, que eran muchas las angustias, que se engusanaban los bizcochos y la cecina, que eran numerosos les enfermos, que tenían el ánimo caído y sin voluntad de seguir adelante, y que era tiempo ya de renunciar a esta empresa sin término que a nada bueno había de conducir. Usando de toda mi energía y usando de la misma elocuencia demostrada en controversias con soberanos, teólogos y hombres doctos, amenazando en algo con la horca —sin insistir mucho, aunque indirectamente, metafóricamente— a los más irrespetuosos y levantiscos pinte un tal cuadro de riquezas y provecho, pronto a mostrarse en el horizonte, pidiendo sólo tres, cuatro días más, para mostrarlo, que logre capear el temporal de voces que se me echaba encima, bajo la mirada socarrona del Martin Alonso —cada día me gusta menos —que me decía “cuélguelos”… “cuélguelos”, a sabiendas de que si me resolvía a ordenar que ahorcaran a alguno, nadie me hubiese obedecido —y menos los malditos gallegos y vizcaínos que para desgracia mía llevaba conmigo— perdiendo yo al punto, toda autoridad, mando y vergüenza (y esto era, acaso, lo que quería el Martín Alonso.). Yo sabía, de todos modos, que ahora mis días de navegación estaban contados. Si algo extraordinario no ocurría mañana, pasado mañana, o al día siguiente, habría que regresar a Castilla, en tal misena de ilusiones rotas, que no me atrevía a pensar con que ceño me acogería y, con razón, la de Madrigal de las Altas Torres que cuando se enfurecía, sabía hacerlo con regio vocabulario de arrieros, remedando a los moros en lo de afear y mancillar, hasta quintas generaciones, la ascendencia materna del culpable. Pero lo extraordinario se produjo el jueves 11, con la pesca por mi gente, de una maderilla curiosamente labrada por mano humana. Los de la Niña, por su lado hallaron flotando un palillo cubierto de escaramujos. Estábamos todos en espera, ansiosos, expectantes. Algunos decían que la brisa olía a tierra. A las diez de la noche, me pareció divisar unas lumbres en la lejanía. Y por estar más seguro, llamé al veedor Rodrigo Sánchez, y al repostero de estrados del Rey, que fueron de mi parecer. Y a las dos de la madrugada del viernes lanzó Rodrigo de Triana su grito de “¡Tierra! ¡Tierra!” que a todos nos sonó a música de Tedeum. Al punto amainamos todas las velas, quedando solo con el treo, y nos pusimos a la corda, esperando el día. Pero, ahora a nuestra alegría, pues no sabíamos lo que íbamos a hallar se añadían preguntas curiosas. ¿Ínsula? ¿Tierra firme? ¿Habíamos alcanzado, de verdad, las Indias? Además, todo marino sabe que las Indias son tres las de Catay y Cipango, además de la grande —¿el Quersoneso Áureo de los antiguos?— con las muchas tierras menores que es de donde se traen las especias (Por mi parte, pensaba también el peligro que entrañaba la fiereza y acometividad de los monicongos de Vinlandia.) Nadie podía dormir, pensando que, ahora que habíamos llegado tantas venturas como fatales tribulaciones podían aguardarnos allí donde, en la costa, seguían rebrillando unas hogueras. En eso me vino Rodrigo de Triana a reclamar el jubón de seda, prometido como premio a quien avistase la tierra Díselo en el acto, con gran contento pero el marino quedaba ahí, como esperando algo más. Luego de un silencio, me recordó la renta de diez mil maravedís, acordada por los Reyes, además del jubón— “Eso lo verás cuando hayas regresado” —dije —“Es que.” —“¿Qué?… —“¿No podría Vuestra Merced, señor Almirante adelantarme alguna monedilla a cuenta?” —“¿Para qué?”— “Para irme de putas, y con perdón. Hace más de cincuenta días que no obro” —“¿Y quién te dijo que hay putas en estas tierras?” —“A donde llegan marineros siempre hay putas” —“Aquí no valen monedas; que, en estas tierras, según tengo entendido por los relatos del veneciano Marco Polo, todo se paga en pedazos de papel del tamaño de una mano, donde se estampa el cuño del Gran Khan”. Rodrigo se fue, contrito, con su jubón echado sobre un hombro. En cuanto a su renta de diez mil maravedís (y esto si habré de decirlo al confesor) podrá anotarla en hielo —¡y cuidado no ande reclamando mucho o alborotando más de la cuenta, ya que le sé cosas que no le conviene que se sepan!—, porque esa renta me la he apropiado ya en beneficio de mi Beatriz, la guapa vizcaína de quien tengo un hijo sin haberla llevado al altar, y que, desde hace tiempo, en lágrimas padecía mi desapego y mi olvido —desapego y olvido debidos al Real Favor que sobre mi hubiera derramado, cual brotada de cornucopia romana, la fortuna de tres naves prestas a zarpar, con la confusión de mis enemigos, la embriaguez de nuevos rumbos, la gloria de estar aquí esta noche, esperando la salida de un sol que tarda, que tarda —¡y como tarda, coño!— en asomar y acaso la inmortalidad, en la memoria de los hombres, de Quien, salido de donde salí, podía aspirar ya al título de Ensanchador del Mundo. ¡No, Rodrigo! ¡Te jodiste! ¡Me quedo con tus diez mil maravedís de renta!… Yo también pude gritar “¡Tierra!” cuando vi las candelillas, y no lo hice Podía haber gritado antes que tú y no lo hice. Y no lo hice porque, en habiendo divisado tierra, al haber puesto un término a mis angustias, no podía sonar mi voz como la de un simple vigía ansioso de ganarse una recompensa que resultaba pequeña para mi repentina grandeza. Estrecho hubiese quedado el jubón que te llevas Rodrigo, a quien desde hace un momento se ha crecido a la talla de Gigante Atlas, estrecha me queda una renta de diez mil maravedís, que ahora, desdeñada por mi incipiente fortuna, irán a parar a las manos de quien yo disponga, mujer engrosada, empreñada, con vástago al cabo, de Quien acaba de cobrar dimensión de Anunciador, de Vidente, de Descubridor. Soy quien soy, como el Señor de las Batallas. y a partir de este minuto se me habrá de llamar Don, pues a partir de este minuto —ténganlo todos presente y que se diga…— soy Almirante Mayor de la Mar Océana y Virrey y Gobernador Perpetuo de Todas las Islas y Tierra Firme que yo descubra y que de ahora en adelante, bajo mi mando, se descubran y tomen en la Mar Océana.
Horas de grande desasosiego y perplejidad. Interminable se me hace esta noche que pronto, sin embargo, habrá de alcanzar un alba —para mi ánimo, extrañamente demorada. Me he vestido con mis mejores galas, e igual están haciendo los españoles todos a bordo de las naves. Del arca grande he sacado la bandera real, montándola en asta, e igual hice para las dos banderas de la Cruz Verde que habrán de llevar mis dos capitanes —tremendos hijos de puta me resultaron a la postre—, y que ostentaban vistosamente bajo sus correspondientes coronas bordadas en el raso, las iniciales F e Y —esta última, especialmente grata a mi entendimiento ya que, asociándola a las cinco letras que completan el nombre, se me vuelven imagen casi presente de la Persona a quien debo mi elección e investidura. Pero ahora hay gran movimiento de españoles en la cubierta; bronces que ruedan y se arrastran, hierros que se entrechocan. Y es que he mandado a tener hasta las lombardas y espíngolas, por lo que pudiese suceder. Todos además, bajaremos a tierra armados, porque en esta espera que termina, cualquier suposición es válida. Hay gente a poca distancia —pues, donde no hay gente, no hay hoguera. Pero me resulta imposible hacerme una idea de la naturaleza de esas gentes. No puede ser la misma de Vinlandia porque estamos mucho más al Sur —aunque debo confesar que, entre las brújulas que se nos volvieron locas a media travesía, mi enredo entre millas arábigas y millas genovesas, mi poca pericia (lo he comprobado yo mismo) en el manejo del astrolabio, y los embustes con los cuales vine engañando a los demás en cuanto a las distancias recorridas en un mar mucho más ancho de lo que creía, no tengo idea de donde vinimos a parar. Puede ser ésta una tierra de monicongos valientes y aguerridos, como los que pusieron en fuga a los colosos rubios de la Ice-landia, puede ser nación de monstruos, como los descritos por San Isidoro, puede ser alguna provincia avanzada del reino del Gran Khan, y, en tal caso, si sus soldados se nos muestran hostiles, habremos de vérnosla con guerreros acorazados, cascos relumbrantes, tremebundos jinetes, de los que por bandera enarbolan colas de caballos en el cuello de una lanza… Pero poco temor tengo a esto, en fin de cuentas ante una amenaza contra mi dirigida que bien puede definírseme, de terrible manera, en cuanto salga el sol. Lo que más temo en esta espera (¡va a ser terrible confesarlo al confesor!) es que en la ribera ignota que ya siento tan presente y consustanciada con mi destino, la luz del día me ofrezca la visión, la inequívoca visión, en forma y obra, de un campanario. Porque allí, en aquellas tinieblas que interrogan mis ojos, puede haber una capilla cristiana, un santuario cristiano, una catedral cristiana. No solo he leído atentamente a Marco Polo, cuyos relatos de viaje he anotado de mi puño y letra, pero mucho he leído también a Juan de Monte Corvino —pero nunca lo cite, por conveniencia, en mis discursos—, quien, también salido de Venecia, llegó a la grandísima ciudad de Cambaluc, capital del Gran Khan, donde no sólo edificó una iglesia cristiana de tres campanas, sino que procedió a unos seis mil bautizos, tradujo los Salmos a la lengua tártara, y hasta fundo una canturía infantil de niños consagrados a entonar, con sus tiernas voces, alabanzas al Señor. Allí lo encontró Oderico de Pordenone —otro a quien bien conozco— hecho todo un arzobispo, con iglesia pasada a catedral, con acólitos y sufragáneos, deseosos de que se le mandaran misioneros en gran número, pues había encontrado en el país —y se regocijaba de ello— una magnífica tolerancia en gente que admitía cualquier religión que no afectara los intereses del Estado —tolerancia que, por cierto, había propiciado una enojosa propagación de la herejía nestoriana, cuyos abominables yerros hubiese denunciado ya, en su tiempo, el Egregio Doctor de Sevilla, en sus Etimologías… No sería improbable, pues que la catequización de Juan de Monte Corvino se hubiese extendido hasta aquí —¡y por obra de franciscanos, gente que muchísimo camina! En ese caso, Cristóbal, Cristobalillo, tú que te inventaste, durante el viaje, el nombre de Christo-phoros, pasador de Cristo, cargador de Cristo, San Cristóbal, metiéndote, de a bragas en los textos más insignes e inamovibles de la Fe, asignándote una misión de Predestinado, de Hombre Único y Necesario —una misión sagrada—, tú, que ofreciste tu empresa al mejor postor, acabando por venderte por un millón de maravedís, en ese caso, embaucador embaucado, no tendrías más remedio que izar nuevamente las velas, orzar de regreso, e irte al carajo, con Niña, Pinta, Santa Maria y todo, a morirte de vergüenza a los pies de tu dueña de las Altas Torres. En esta hora menguada —hora tercia— considera, marino desnortado, pues la misma brújula que se te fue del Norte, que lo peor que pudiese ocurrir es que te salgan los Evangelios al encuentro. Es cierto que por voluntad de tu dueña de prisa te fueron concedidas las órdenes menores franciscanas y que autorizado estás a usar el sayal m capucha de los mendicantes. Pero… ¿qué harás tú, pobre ostiario, mediocre lector, exorcista y acólito aun improbado, ante un diácono, un obispo que, levantando la mano te dijera: “Vuélvete, que estás de más aquí” En esta espera deseo, si, deseo, que los Evangelios no hayan viajado como mis carabelas. Es conflicto del Verbo contra el Verbo. Verbo viajando por el Oriente que debo madrugar yendo hacia el Poniente. Absurda porfía que puede matarme en cuerpo y obra. Batalla desigual pues no llevo los Evangelios a bordo —ni capellán que, al menos, pudiera narrarlos ¡Fuego de lombardas y espingolas ordenaría yo contra los Evangelios, puestos frente a mí si me fuese posible hacerlo!… Pero no bajo sus tapas de oro incrustadas de pedrerías, ellos se mofaran de los disparos. Si la Roma de los Césares no pudo con ellos, menos puede ahora este mísero marinero que, en alba ansiosamente esperada, aguarda la hora en que la luz del cielo le revele si fue inútil su empresa o si habrá de levantarse en gloria y perdurabilidad. Si Mateo y Marcos y Lucas y Juan me aguardan en la playa cercana, estoy jodido. Dejo, ante la posteridad de ser Christo-phoros para regresar a la taberna de Savona. A menos de que hallara muchas, muchas especias. Rico baile de Doña Canela con Don Clavo del Clavero Pero es que aquí dije que reinaba el Gran Khan. Y sus gentes, ya maleadas por el comercio nuestro, no regalan el pimiento ni el aroma, sino que los hacen pagar a buen precio, que no es el de las baratijas, compradas a última hora, que traigo, para trueques, en estas naves. Y en cuanto al oro y las perlas menos se regalan que el gengibre, tan bien descrito y comparado, por Juan de Monte Corvino, con una raíz del gladiolo. Mis españoles dicen y cantan una Salve, a la vez impacientes e inquietos —aunque por otros motivos que yo— pues ahora termina la aventura de mar y empieza la aventura de tierra. Y, de pronto, es el alba; un alba que se nos viene encima, tan rápida en su ascenso de claridades que jamás vi semejante portento de luz en los muchos reinos conocidos por mi hasta ahora. Miro intensamente. No hay edificaciones casas, castillos, torres o almenajes a la vista. No asoma una cruz por encima de los árboles. Luego, al parecer, no hay iglesias. No hay iglesias. No escuchan, todavía el temido son de una campana fundida en bronce del bueno. Grato ruido de los remos nuestros moviendo un agua maravillosamente quieta y transparente, en cuyo fondo de arenas advierto la presencia de grandes caracoles de formas nuevas. Ahora, mi ansiedad se va transformando en júbilo. Y va estamos en tierra, donde crecen arboles de una traza desconocida para nosotros, salvo unas palmeras que en algo se asemejan a las del África. Al punto cumplimos con las formalidades de Toma de Posesión y correspondiente asentamiento de fe y testimonio —lo cual no acaba de hacer el escribano Rodríguez de Escobedo, turulato, porque hay ruido de voces en las malezas, se apartan las hojas y nos vemos de repente, rodeados de gente. Caído el susto primero, muchos de los nuestros se echan a reír, porque lo que se les acerca son hombres desnudos, que apenas si traen algo como un pañizuelo blanco para cubrirse las vergüenzas. ¡Y nosotros que habíamos sacado las corazas, las cotas y los cascos, en previsión de la posible acometida de tremebundos guerreros con las armas en alto!… Estos, en cuanto a armas, sólo traen unas azagayas que parecen aguijadas de boyeros, y me barrunto que deben ser miserables, muy miserables, tremendamente miserables, puesto que andan todos en cueros —o casi— como la madre que los parió, incluso una moza cuyas tetas al desgaire miran mis hombres, ansiosos de tocarlas con una codicia que enciende mi ira, obligándome a dar unos gritos mal avenidos con el porte solemne que ha de guardar quien aba el estandarte de Sus Altezas. Algunos traían papagayos verdes que acaso no hablaban por asustados, y un hilo de algodón en ovillos —menos bueno, por cierto, que el conseguido en otras Indias. Y todo lo cambiaban por cuentecillas de vidrio, cascabeles —cascabeles, sobre todo que se arrimaban a las orejas para sonarlos mejor—, sortijas de latón, cosas que no valían un carajo, que habíamos bajado a la playa en previsión de trueques posibles, sin olvidar los muchos bonetes colorados, comprados por mí en los bazares de Sevilla, recordando, en vísperas de zarpar, que los monicongos de la Vinlandia eran sumamente aficionados a las telas y ropas coloradas. A cambio de esas porquerías nos dieron sus papagayos y algodones, pareciéndonos que eran hombres mansos, inermes, aptos a ser servidores obedientes y humildes —ni negros, ni blancos, sino más bien del color de los canarios, los cabellos no crespos, sino corridos y gruesos como sedas de caballos. Aquel día no hicimos misa, atarantados como lo estábamos por la descubierta, la toma de posesión de la isla y el deseo de descansar, tras de una noche sin sueño. —“¿A dónde hemos llegado, Señor Almirante” —me pregunta el Martin Alonso, con el veneno oculto bajo la máscara risueña. —“La cuestión es haber llegado” —le respondo… Y ya de regreso a bordo de la nao capitana, miraba yo de alto, empinado en mi legítimo orgullo, a los bellacos que, dos días antes, habían alzado la voz —y hasta los puños— ante mí, prestos a amotinarse —y no tanto los parleros andaluces, casi todos, calafanes, carpinteros, toneleros, que venían a bordo, no tanto los judíos que, habiéndose juntado conmigo, se habían salvado de la expulsión, no tanto los cristianos nuevos que demasiado miraban hacia la Meca a la puesta del sol, como los malditos vizcaínos, díscolos, tozudos, irrespetuosos, que formaban la camarilla de Juan de la Cosa, harto empachado de sus conocimientos de cartografía, siempre aupado en su ciencia (lo sabía yo por el otro enredador de Vicente Yañez, tan cabrón como el Martin Alonso, pero mejor capitán…) para afirmar que yo era marino de mera baladronada y ambición, navegante de recámaras palaciegas, enredador de latitudes, trastocador de millas marinas, incapaz de conducir a buen término una empresa como ésta.
…Ahora suenan unas esquilas, quedamente, en la tenue llovizna que moja los techos de la ciudad donde se cobija mi sombra, protagonista de mi propio ocaso. Pasa en la calle un balante rebaño. Y el confesor que no llega. Y esta luz de otoño, a pesar de que estemos en mayo, que me saca de mis recuerdos de las Islas Resplandecientes donde —acaso por no llevar un capellán en las naves, acaso por no haber pensado jamás en convertir o adoctrinar a quienquiera— me esperaba el Demonio para hacerme caer en sus trampas. Y la constancia de tales trampas está aquí, en estos borradores de mis relaciones de viajes, que tengo bajo la almohada, y que ahora saco con mano temblorosa —asustada de sí misma— para releer lo que, en estos postreros momentos, tengo por un vasto Repertorio de Embustes —y así lo diré a mi confesor que tanto tarda en aparecer. Repertorio de embustes que se abre en la fecha del 13 de Octubre, con la palabra ORO. Porque aquel sábado había vuelto yo a la isla recién descubierta con ánimo de ver que podía sacarse de ella fuera de papagayos —y ya no sabíamos qué hacer con tantos papagayos como cagaban ya, en blanco, en blanco de cagaleche, la madera de las cubiertas— y ovillejos de algodón, cuando observé, con asombrado sobresalto, que unos indios (vamos a llamarlos indios, ya que estamos probablemente en los primeros contrafuertes naturales de unas Indias Occidentales) traían unos pedazuelos de oro colgados de las narices. Dije: ORO. Viendo tal maravilla sentí como un arrebato interior. Una codicia, jamás conocida, me germinaba en las entrañas. Me temblaban las manos. Alterado, sudoroso, empecinado, fuera de goznes, atropellando a esos hombres a preguntas gesticuladas, traté de saber de dónde venía ese oro, cómo lo conseguían, donde yacía, cómo extraían, como lo labraban, puesto que, al parecer, no tenían herramientas ni conocían el crisol. Y palpaba el metal, lo sopesaba, lo mordía, lo probaba, secándole la saliva con un pañuelo para mirarlo al sol, examinarlo en la luz del sol, hacerlo relumbrar en la luz del sol, tirando del oro, poniéndomelo en la palma de la mano, comprobando que era oro, oro cabal, oro verdadero —oro de ley. Y ellos, que lo traían atónitos agarrados por sus adornos como buey por el narigón. Sacudidos, zarandeados por mi apremio me dieron a entender que yendo hacia el Sur había otra isla donde un gran Rey tenía enormes vasos llenos de oro. Y en su nación no solo había oro, sino también piedras preciosas. Aquello, por la descripción debía ser cosa de Cipango, más que de Vinlandia. Y por lo mismo, movido por un Espíritu Nefando que, de repente, se alojó en mi alma, pasando a la violencia mandé tomar prisioneros a siete de esos hombres que a trallazos metimos en las calas, sin reparar en gritos y lamentos, ni en las protestas de otros a quienes amenace con mi espada —y ellos sabían por haber tocado una de nuestras espadas, que las espadas nuestras cortaban recio y abrían surcos de sangre. Nos hicimos a la mar nuevamente, el Domingo, día del Señor, sin apiadarnos de las lágrimas de los cautivos a quienes habíamos amarrado en la proa para que guiasen nuestra navegación. Y partir de ese día, la palabra oro será la más repetida, como endemoniada obsesión, en mis Diarios, Relaciones y Cartas. Pero poco ORO había en las isletas que ahora descubríamos, siempre pobladas de hombres en cueros y de mujeres que por todo traje llevaban —como lo escribí a Sus Atezas— “cosillas de algodón que escasamente les cobijaba su natura” —natura tras de la cual a veces se me iban los ojos, sea dicho de paso, tanto como se les iban los ojos a mis españoles— tanto, tanto, que hube de amenazarlos de castigo si, con las braguetas hinchadas como las tenían, se dejaban llevar por algún impulso de lascivia. ¡Si me contenía yo que también se contuviesen ellos! Aquí no se venía a joder, sino a buscar oro, el oro que ya empezaba a mostrarse, que ya se asomaba en cada isla; el oro que, en lo adelante, sería nuestro guía, la brújula mayor de nuestras andaduras. Y, para que se nos pusiese mejor sobre el buen rumbo del oro, seguíamos prodigando bonetes rojos, cascabeles de halconería y otras basuras —¡y ufano llegue a jactarme de la desigualdad de los trueques ante los Reyes!— que no valían un maravedí, aunque muchos trocitos del adorable metal que rebrillaba obtuvimos a cambio de ello. Pero yo no me satisfacía ya con el oro colgado de narices y de orejas, pues ahora me hablaban de la gran tierra de Cobla o Cuba, donde si parecía que hubiese oro, y perlas también, y hasta especias y a ella fuimos arribando en domingo, día del Señor.
Fui sincero cuando escribí que aquella tierra me pareció la más hermosa que ojos humanos hubiesen visto. Era recia, alta, diversa, solida, como tallada en profundidad, más rica en verdes-verdes, más extensa de palmeras más arriba, de arroyos más caudalosos, de altos más altos y hondonadas más hondas que lo visto hasta ahora en islas que eran para mí, lo confieso, como islas locas, ambulantes, sonámbulas, ajenas a los mapas y nociones que me habían nutrido. Había que describir esa tierra nueva. Pero, al tratar de hacerlo, me hallé ante la perplejidad de quien tiene que nombrar cosas totalmente distintas de todas las conocidas —cosas que deben tener nombres, pues nada que no tenga nombre puede ser imaginado, mas esos nombres me eran ignorados y no era yo un nuevo Adán escogido por su Criador, para poner nombres a las cosas. Podía inventar palabras, ciertamente, pero la palabra sola no muestra la cosa, si la cosa no es de antes conocida. Para ver una mesa, cuando alguien dice mesa, menester es que haya en quien escucha, una idea-mesa, con sus consiguientes atributos de mesidad. Pero aquí, ante el admirable paisaje que contemplaba, sólo la palabra palma tenía un valor de figuración, pues palmas hay en el África palmas —aunque distintas de las de aquí— hay en muchas partes, y, por lo tanto, la palabra palma se acompaña con una imagen —y más para quienes saben por su religión, lo que significa un Domingo de Ramos. En día domingo habíamos llegado aquí y la pluma memorialista se me quedaba en suspenso al tratar de pasar de las cinco letras de la palma. Un retorico, acaso, que manejara el castellano con mayor soltura que yo, un poeta, acaso, usando de símiles y metáforas hubiesen ido más allí, logrando describir lo que no podía yo describir: esos árboles, muy enmarañados, cuyas trazas me eran ignoradas, aquel, de hojas grises en el lomo, verdes en las caras, que al caer y secarse se crispaban sobre sí mismas, como manos que buscaran un asidero; aquel otro, rojizo, de tronco que largaba los pellejos transparentes como escamas de serpientes en muda, el de mas allá, solitario y monumental, en medio de una pequeña llanura, con sus ramas que le salían, horizontales, como de un collar, en lo alto de un grueso tronco erizado de púas, con empaque de columna rostral… Y las frutas: ésa, de cascara parda y carne roja, con semilla como tallada en caoba; la otra de pulpa violácea, con los huesos encerrados en obleas de gelatina; la otra, mas grande, más pequeña, nunca semejante a la vecina, de entraña blanca, olorosa y agridulce, siempre fresca y jugosa en el gran calor del mediodía. Todo nuevo, raro, grato a pesar de su rareza; pero nada muy útil hasta ahora. Ni Doña Moscada, ni Doña Pimienta, ni Doña Canela, ni Doña Cardamoma, asomaban aquí por ninguna parte. En cuanto al oro decían que lo había en cantidad. Y yo pensaba que era tiempo ya de que apareciese el divino metal, pues ahora que demostrada era su existencia en estas islas, un problema nuevo se me echaba encima: las tres carabelas significaban una deuda de dos millones. No mucho me preocupaba el millón del banquero Santángel, pues los reyes saldan sus deudas como pueden y cuando pueden, y en cuanto a las joyas de Columba eran joyas de fondo de joyelero y harto lista era ella, varona como era cuando lo quería, para no haberlas recuperado a estas horas, y más en días de enfardelamientos de judíos. Pero quedaba el otro millón: el de los genoveses de Sevilla que me harían la vida imposible si regresaba de acá con las manos vacías. Por lo tanto, dar tiempo al tiempo: “Es ésta la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto…”, y por ahí seguimos, con afinación de epitalamio. En cuanto al paisaje, no he de romperme la cabeza: digo que las montañitas azules que se divisan a lo lejos son como las de Sicilia, aunque en nada se parecen a las de Sicilia. Digo que la hierba es tan grande como la de Andalucía en abril y mayo, aunque nada se parece, aquí, a nada andaluz. Digo que cantan ruiseñores donde silban unos pajaritos grises, de pico largo y negro, que más parecen gorriones Hablo de campos de Castilla, aquí donde nada pero nada, recuerda los campos de Castilla. No he visto árboles de especias, y auguro que aquí debe haber especias. Hablo de minas de oro donde no sé de ninguna. Hablo de perlas, muchas perlas, tan solo porque vi algunas almejas que son señal de ellas. Solo he dicho algo cierto: que aquí les perros parece que no ladran. Pero con perros que ni siquiera saben ladrar no voy a pagar el millón que debo a los malditos genoveses de Sevilla, capaces de mandar su madre a galeras por una deuda de cincuenta maravedís. Y lo peor de todo es que no tengo la menor idea de donde estamos, esta tierra de Colba o Cuba lo mismo puede ser el extremo meridional de la Vinlandia, que una costa occidental de Cipango —sin olvidar que las Indias son tres. Yo digo que esto es continente, tierra firme, de infinita extensión Juan de la Cosa, siempre encontrado conmigo, pues basta que yo diga algo para que me contradiga, afirma que es isla. No sé qué pensar. Pero digo que es continente, y basta —que soy el Almirante y se lo que digo. El otro habla de bojeo, y yo le digo que en no habiendo isla no hay bojeo. Y coño… ¡se acabó!… Vuelvo a tomar la pluma y sigo redactando mi Repertorio de Buenas Nuevas mi Catalogo de Relucientes Pronósticos. Y aseguro —me aseguro a mí mismo— que muy pronto le veré, la cara al Gran Khan (Eso del Gran Khan suena a oro, oro en polvo, oro en barras, oro en arcas, oro en toneles: dulce música del oro acuñado cayendo, rebrincando, sobre mesa de banquero: música celestial.)
Pronto me convenzo de que no será en esta tierra de Cuba donde habré de verle la cara, impasible y magnifica, al Gran Khan. Despaché a dos mensajeros hábiles para ver si aquí se alzaba alguna ciudad o fortaleza importante (Luis de Torres que, como dije, habla el hebreo, el árabe y el caldeo, y Rodrigo de Jerez, que conoce más de un dialecto africano…) y ambos me vuelven con la noticia de sólo haberse topado con una aldehuela de chozas y con indios en todo semejantes a los que hemos visto hasta ahora. No tuvieron indicios de que allí hubiese oro. Enseñaron las pequeñas muestras de canela y de clavo de clavero que les di, y nadie pareció conocer tales especias. Se me alejaba, pues, una vez más, el rutilante reino de Cipango. Pero no me dejaba arredrar por la perspectiva de seguir navegando a ciegas por rumbos desconocidos, fortaleciendo mi ánimo con la idea de que detrás de mí quedaban dos islas por mí bautizadas, por mí inscritas en la geografía del mundo, ya que habían salido de la oscuridad en que las tenían los bárbaros idiomas con cuyas palabras las designaban sus pobladores, al recibir el augusto nombre de Santa Maria de la Concepción, y el otro nombre, grato, gratísimo para mí, de Isabela. Y pensando acaso en que la relación de mi viaje fuese leída, alguna vez, por mi dueña, me esmeré en describir —como no volví a hacerlo después con lugar alguno— las maravillas de las arboledas, el verdor de sus plantas, que me recordaban (… a buen entendedor) las delicias del mes de abril en Andalucía con sus perfumes deleitosos, sus fragancias de fruta, y (…a buen entendedor, nuevamente) “el canto de los pajaritos” tan subyugante que “el hombre jamás se querría partir de aquí”… Pero ahora, luego de reconocer un tanto la costa de esta Cuba, había que seguir adelante en busca del Oro. De los siete indios que habíamos capturado en la isla primera, dos se nos habían fugado. Y a los que nos quedaban tenía engañados (seguían los embustes) negando que tuviese intenciones de llevarlos a España para mostrarlos en la Corte, sino asegurándoles que los devolvería a su tierra, con muy buenos regalos, en cuanto hallase alguna cantidad importante de oro. Como nuestra comida les causaba repulsión —ni cecina, ni queso, ni bizcochos querían probar— aceptando tan sólo algunos peces que se sacaban del mar ante sus ojos, a los que tampoco querían comer fritos en nuestro aceite ya más que rancio, sino meramente dorados a la brasa, los había yo acostumbrado a beber del vino que traíamos en tal abundancia que nuestros pertrecheros se habían asombrado de que me empeñara en meter tantísimos toneles en las bodegas. Desconfiados al principio, pues parecían creer que era sangre, los prisioneros se habían aficionado al tintazo, al conocer sus efectos, y ahora, en todo momento, alzaban un gran cántaro que se les había dado, pidiendo más y más. La verdad es que yo los tenia borrachos, de día y de noche, porque así dejaban de gemir y lamentarse, asegurándome, cuando la bebida les soltaba la lengua, que muy cerca estábamos del oro, que pronto llegaríamos al oro —más que al oro en placa, en mascarillas de adorno, en petos labrados, en coronas, en estatuas: a la mina, la gran mina, la magna mina, de donde salía tanto oro que no me bastarían las tres naves para cargar con él. Juan de la Cosa, que había vuelto a rodearse de una camarilla de vizcaínos cuya lengua no entendía yo, y de gallegos cazurros y murmuradores, afirmaba, en sus corros nocturnos —siempre había quien me lo contara— que esos indios me tenían engañado, que me pintaban espejismos de oro para adormecer mis recelos, y, haciéndome descuidar su custodia, hallar la oportunidad de evadirse, como lo habían hecho ya otros dos. Pero seguíamos adelante, siempre adelante, bordeando ahora la magnífica tierra de Aytí, a la que por hermosa puse el nombre de Española —yo me entiendo— pensando que si en ella hubiese de fundar una ciudad, la llamaría Isabela. Pero, por segunda vez, habría de recibir ahí un gran desengaño pues nada de lo visto en la tierra nuevamente hallada me indicaba que nos aproximábamos a Cípango o provincia regida, siquiera, por un príncipe tributario del Gran Khan. Porque ahora sí que encontraba reyes —unos reyes que aquí llaman caciques. Pero eran reyes en cueros (¡quién puede imaginar semejante cosa!), con unas reinas de tetas desnudas y, para taparse lo que con mayor recato se oculta la mujer, un tejido del tamaño de un pañizuelo de encajes, de los que usan las enanas que, en Castilla, se tienen en los castillos y palacios para diversión y cuidado de infantas y niñas de noble linaje (¡Cortes de monarcas en pelotas! ¡Inconcebible cosa para quien la palabra “corte” sugiere, de inmediato, una visión de alcázares, heraldos, mitras y terciopelos, con púrpuras evocadoras de las romanas: Mira Nero de Tarpeya / a Roma cómo se ardía…) Y ante tales reyes, si es que rey se puede llamar a quien anda poco menos que con las vergüenzas de fuera, hacía yo mis ceremonias acostumbradas: alzaba la bandera de mis monarcas cristianos, cortaba algunas ramas y hojas con mi espada, proclamaba por tres veces que tomaba posesión de la tierra en nombre de sus Altezas, estando dispuesto —añadía— a responder con mi acero a quien me lo demandare, y testimoniaba y daba fe por escrito Rodríguez de Escobedo; pero lo exasperante, en el fondo, era que, después de mis genuflexiones, proclamas y arrogantes retos a demandantes que nunca aparecían por ninguna parte, todo quedaba igual que antes. Y es que, para tomar posesión de alguna comarca del mundo, hace falta vencer a un enemigo, humillar a un soberano, sojuzgar un pueblo, recibir las llaves de una ciudad, aceptar un juramento de obediencia. Pero aquí no ocurría nada de eso. Nada cambiaba. Nadie combatía. Nadie parecía hacer gran caso de nuestras ceremonias, actas y proclamas. Parecían decirse, unos a otros —y a veces con alguna enojosa risa—: “Que sí, que sí; que no hay inconveniente. Por nosotros… ¡que sigan!” Nos regalaban papagayos —¡y estábamos ya hartos de tantos papagayos verdes, pequeños, de ojillos socarrones, que jamás aprendían a articular una palabra en nuestro idioma!—, tantos ovillos de lana que no sabíamos ya dónde guardarlos, algún ramarillo de muy tosca hechura, y luego se ponían nuestros bonetes rojos, sacudían los cencerros y cascabeles, y, pareciéndoles todo muy gracioso prorrumpían en carcajadas dándose palmadas en las barrigas. Y quedaba yo en posesión de sus tierras sin que ellos se enteraran de nada, y, sobre todo, sin que aquella toma de posesión, en nombre de etc., etc., etc. (¡lo de siempre!…), me reportara mayores beneficios. (Y regresaba a mi nave, en bote que lentamente pasaba sobre bancos de coral que, bajo el cambiante sol de aquí, se me hacían un espejismo inmerso, donde todo parecía otra cosa, y podía creerse, viendo tales juegos de colores, que en ellos entraban los destellos mágicos de la esmeralda y el adamas, del astrión y el crisopacio de las Indias, de la selenita de Persia, y hasta del lincurio que, como es sabido, nace de la orina del lince, y la dracontita que se extrae del cerebro del dragón… Pero sólo “podía creerse”, porque si metías la mano y agarrabas algo te ensangrentabas los dedos sin más beneficio que el de sacar algo que, al secarse, se te volvía algo como un trocito de rama podrida… Y lo que tenían por magnífica crisocolla, que es de tierras asiáticas donde las hormigas, solas, sacan el oro del suelo, se te quedaba, para gran despecho tuyo, en crisopolla —y que se me perdone el mal chiste.)
Cinco, seis, siete reyes de esta isla habían venido a rendirme pleitesía (o al menos, así lo interpretaba yo, aunque los malditos vizcaínos de Juan de la Cosa dijeran que sólo venían para verme la cara…): reyes de los de siempre; reyes que, en vez de lucir púrpuras imperiales, traían, por toda gala, un exiguo tapa-cojones. Y ese desfile de “majestades” desnudas me hacía columbrar que bien lejos estábamos aún de la fabulosa Cipango de las crónicas italianas. Porque allá tenían tejados de oro los palacios y, en cortes deslumbrantes de oro y pedrerías, los embajadores cristianos eran recibidos por Señores acorazados de oro, rodeados de ministros y consejeros vestidos de túnicas doradas, y durante sus banquetes servidos sobre manteles dorados acudían pavorreales que bailaban la paduana al son de melodiosos instrumentos, iconos mansos —tomo el que fuese falderillo de San Jerónimo— que hacían la reverencia de graciosa manera, monos titiriteros, aves canoras que gorjeaban a la orden de su amo, en tanto que —prodigio descrito por Marco Polo y Oderico de Pordenone— las copas de vino volaban como palomas, de las manos del Sumiller Mayor a la mesa del festín, sin que se derramara una gota del brebaje —y eran copas de oro, por supuesto. De oro, porque todo era de oro en el país de maravillas que ahora buscaba con la desalentadora impresión de alejarme de él en cada singladura. Tal vez, si de Cuba hubiese navegado más al sur; o, acaso, más al norte de la Isabela… Y ahora, estos cabrones indios que no hacían sino desorientarme: los de la Española, acaso por alejarme de sus minas de oro. me decían siempre que más allá, que más lejos, que lejos pero no tan lejos, que —“caliente, caliente, caliente”, como en el juego de la candelita…— casi estaba a punto de llegar, incitándome a proseguir la navegación; los indios que llevábamos presos, en cambio, seguramente por temor de alejarse demasiado de sus isletas, me decían que siguiendo tales consejos llegaría a tierras pobladas de caníbales que tenían un ojo solo en cabeza de perros —monstruos que se sustentaban de sangre y carne humana. Pero, con todas esas, quedábame yo sin saber del inmenso tesoro que buscaba. Porque, si bien en esta Española parecía haber mucho más oro que en Cuba, a juzgar por los adornos de sus caciques y por el que en trocitos nos regalaban, la veta, la Veta Madre, la mina, la Gran Mina —mina mentada y rementada por los viajeros venecianos— no aparecía por ninguna parte. Y esa mina, gran mina, Magna Mina, había llegado a ser, para mí, como una diabólica obsesión… Ahora que, ya rondado por la muerte, en espera de un confesor que harto tarda en llegar, repaso las hojas amarillas, todavía olientes a rematos salitres, del borrador de la Relación de mi Primer Viaje, me causa grima, remordimiento, vergüenza, ver la palabra oro tantas veces en él escrito. Y más ahora que, para esperar la muerte, he revestido el hábito menor de los franciscanos, pobres por asentimiento de pobreza, deber de ser pobres, casados, como el santo de Asís, con la Donna Povertà… Es como si un maleficio, un hálito infernal, hubiese ensuciado ese manuscrito, que más parece describir una busca de la Tierra del Becerro de Oro que la busca de una Tierra Prometida para el rescate de millones de almas sumidas en las tinieblas nefandas de la idolatría. Llego a indignarme ante mí mismo al ver, por ejemplo, que en día 24 de diciembre, en que hubiese debido meditar franciscanamente acerca del Divino Acontecimiento de la Natividad, estampo cinco veces la palabra oso, en diez líneas que parecen sacadas de un grimorio de alquimista. Dos días después, día de San Esteban, en vez de pensar en la bienaventurada muerte —por piedras y guijarros más preciosos que cualquier oro— del primer mártir de la religión cuya cruz se ostenta en nuestras velas, escribo doce veces la palabra oro, en relato donde se menciona una sola vez al Señor —y esto, como por cumplir con un rutinario giro de lenguaje. Porque rutinario giro de lenguaje viene a ser el hecho de mencionar sólo catorce veces el nombre del todopoderoso en una relación general donde las menciones del oro pasan de doscientas. Y aun así, el “Nuestro Señor” es usado casi —lo reconozco ahora con horror— como fórmula de cortesía, acompañando el nombre de Sus Altezas en habla de adulación, como conjuro propiciatorio —“gracias a Dios”, “mediante la gracia de Dios”…— cuando no digo, con falsa devoción maloliente a azufre, a pezuña del Diablo, que “Nuestro Señor habría de mostrarme dónde nacía el ORO.” Y, con todas éstas, sólo una vez —un 12 de diciembre— estampo cabalmente en mi texto el nombre de Jesucristo. Fuera de ese día, cuando muy rara vez me acuerdo de que soy cristiano, invoco a Dios y a Nuestro Señor de un modo que revela el verdadero fondo de una mente más nutrida del Antiguo Testamento que de los Evangelios, más próxima de las iras y perdones del Señor de las Batallas que de las parábolas samaritanas, en un viaje donde, para confesar la verdad, ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas, ni Juan, estuvieron con nosotros. Dejados en España, los Santos Libros no habían cruzado la mar océana, no habían arribado a las tierras nuevas, donde no se hizo el intento de bautizar a nadie ni salvar almas tristemente condenadas, por ignorancia, a morir sin conocimiento del significado de una Cruz que, hecha de dos maderos alisados y juntados por los carpinteros, habían plantado los españoles en distintos lugares de las costas reconocidas. Los Evangelios, lo repito, se habían quedado en casa, sin ser lanzados, en ejército de sagrados versículos, contra religiones aquí presentes —aunque me cuidé mucho de hablar de ellas— cuya presencia advierto en toscas esculturas, de forma humana, que, por ser de mera piedra tallada, he dejado donde estaban, sin mucho preguntar… Y aquí, en estos papeles, había hablado solamente —salvo una vez— de un Señor que bien pudo ser el de Abraham y Jacob, el que habló a Moisés por voz de zarza ardiente —de un Señor, anterior a su propia Encarnación, con absoluto olvido del Espíritu Santo, más ausente de mis escritos que el nombre de Mahoma… Al darme cuenta de ello, en esta hora en que un tenue rumor de lluvia asordina el paso de las recuas que en la calle acarrean el aceite y el vinagre, me estremezco de espanto… Doblo las páginas de mi borrador, buscando, buscando, buscando. Pero no, no, no. Todo no fue olvido de la Encarnación en estas páginas, porque, después de haber llamado la primera isla descubierta por mí —15 de octubre— “Isla Santa María de la Concepción”; después de haber celebrado con disparos de lombardas —18 de diciembre— el día de Santamaría de la O. un día 14 de febrero, ya en el camino del regreso, di muestras de reconocer el Divino Poder de la Virgen, universalmente venerada por los marineros cristianos. Casi me aterra recordar aquella noche en que creció el viento y las olas eran espantables, contraria una de la otra, “que cruzaban y embarazaban el navío que no podía pasar adelante ni salir de entremedias de ellas”. En el fragor de la tormenta, se nos perdió la carabela de Martín Alonso —lo cual, lo confesaré, sí, debo confesarlo, no me causó mayor pesar en el momento, pues hacía tiempo ya que el harto engreído capitán se me había soliviantado, desobedeciendo mis órdenes, en tal desacato de autoridad, que, poco antes, perlongando las costas de la Española, se me había perdido durante varios días, buscando el oro por su cuenta, con la complicidad de otros bellacos de su caterva levantisca y murmuradora, siempre azuzada contra mí por Juan de la Cosa y el otro zángano malvado de Vicente Yáñez… (Ay, los españoles, los españoles, los españoles… ¡qué jodido me tenían ya con su propensión a fraccionarse, dividirse, formar grupos en perenne desacuerdo…!) Así, pues, aquella noche éramos envueltos en tan horrible tormenta que, creyendo que las naves serian engullidas por el mar, atribuí tal desastre —y aquí lo digo— “a mi poca fe y desfallecimiento de confianza en la Providencia Divina”. Fue entonces —¡y sólo entonces!— cuando acudí al supremo amparo de la Virgen en cuyas entrañas, como dijo Agustín, “Dios se hizo Hijo en la figura de un Hombre”. Sacando a suerte quiénes habrían de cumplir en romería, se prometió a Santa Maria de Guadalupe llevarle un cirio de cinco libras de cera; se prometió otro tanto a Santa Maria de Loreto, que está en la marca de Ancona, cerca del Papa; a Santa Clara de Moguer se prometió velar una noche entera y decir una misa. Y todos hicimos voto, a una, de que, en llegando a la primera tierra, iríamos en camisa, en procesión, a orar en una iglesia que fuese de la invocación de Nuestra Señora… Hecho esto, escribí una brevísima relación de mi viaje, destinada a Sus Altezas, y la hice echar al mar en un barril, por si las naves naufragaban. Y para más angustia y disgusto mío, en medio de aquella espantosa tempestad llegaron algunos bellacos a decir que si nos hundíamos era porque, con mi poca pericia en las cosas del mar, había olvidado lastrar las naves de modo conveniente, sin pensar que ahora volvían vacíos los toneles que en el viaje de ida contuvieran la cecina, la salmuera, la harina, los vinos, de mucho tiempo comidos y bebidos. Y como esto último era tristemente cierto, acepte la humillación de admitirlo como un castigo más infligido a mi poca fe —malvadamente contento sin embargo y no podía remediarlo de que el cabrón de Martin Alonso se hubiese extraviado en la terrible noche, no pudiendo levantar testimonio contra mi si es que nos salvábamos de las espantables furias de los elementos… (Martin Alonso, arrastrado por los vientos, fue a dar a las costas de Galicia de donde escribió a los Reyes una carta colmada de infamias; pero plugo a la Divina Providencia que dejara de existir cuando se encaminaba a la Corte para agobiarme bajo el peso de sus calumnias ¡Que se consuma en llamas infernales el alma de tamaño hideputa!…) En cuanto a mí —y es nuevo cargo de conciencia que me agobia en hora de prueba postrera—, no recuerdo, no; no recuerdo —pero es acaso por oscurecimiento de mi memoria desfalleciente— haber cumplido la promesa hecha a Santa Maria de Guadalupe, pues muchas ocupaciones, tareas y sorpresas desviaron mis pasos, distrayendo mi ánimo a poco de llegar. Y pienso ahora que a esa imperdonable falta se deben los muchos padecimientos que habría de sufrir en el futuro
Con albricias y alegrías, estandartes y campanas, cumplidos de altura y admiración en balcones, músicas de órgano trompetas de heraldos, bullicio de Corpus, estrépito de albogues, zampoñas y chirimías, me recibió la sin par Sevilla, tal príncipe vencedor tras de larga guerra, en la magneficencía de sus luces de abril. Y después del regocijo y las fiestas, y los festines y los bailes, me llegó el mejor de los premios: una carta de Sus Altezas invitándome a la Corte, que, a la sazón se hallaba en Barcelona, y —esto era más importante aún para mí —apremiándome a que organizara, desde el momento, un nuevo viaje a las tierras por mí descubiertas. ¡Ni Cesar entrando en Roma, montado en carro triunfal pudo sentirse más ufano que yo! Detrás de ello, leyendo entre líneas, creía advertir la satisfacción y el encomio de Quien, viéndome como héroe en gesta de troya, consideraba mi logro, en cierto modo como prenda de victoria puesta por el caballero sin tacha a los pies de su Dama… Impaciente por verla nuevamente, no tenía más que ponerme en camino, con las cajas de mis trofeos, los papagayos que todavía me quedaban vivos —un poco mocosos y deslucidos tras del largo viaje, lo reconozco— y sobre todo m tropilla de indios. Pero habré que decir que éstos, con los ojos harto cargados de rencores, eran la única nube —molesta nube— que ponía una sombra oscura en el ancho cielo que nuevamente se me abría, y de modo muy seguro ahora, hacia el poniente. Porque, de los diez que, cautivos me había traído, tres estaban en trance de muerte, sin que los físicos de aquí hallasen remedio alguno para aliviar unos hombres a quienes cualquier resfrío, de los que nos curamos con jarabes, clústeres, calas y ventosas, tenía postrados, casi agónicos, largando la vida entre temblores y calenturas. Para esos tres era evidente que, tras de la hora del boticario, había sonado la siniestra Hora del Carpintero. En cuanto a los otros, parecía que fuesen a tomar el mismo camino, aunque las caras se les alegraran un tanto, todavía, cuando les llevaba un buen jarro de vino —cosa de la que cuidaba, yo de la mañana a la noche. Y no se me diga que los hacía beber a menudo para tenerlos borrachos —con lo cual soportaban mejor, desde luego, los inevitables sufrimientos que este desarraigo les imponía— sino que el sustento de ellos iba resultando un arduo problema. Para empezar tenían la leche de cabra y de vaca por el brebaje más asqueroso que pudiese probar un hombre, asombrándose de que nosotros tragaramos ese zumo de animales, bueno tan solo para criar animales que, además les inspiraban el recelo y hasta diría que el temor sentido ante bestias de cuernos y ubres, jamás vistas antes, puesto que no pacía ganado alguno en sus islas. Rechazaban la cecina y el pescado salado. Tenían repugnancia a nuestras frutas. Escupían por incomibles las berzas y nanos, y hasta lo más suculento de cualquier olla podrida. Solo gustaban del garbanzo, por parecerse en algo, aunque muy poco —decía Dieguito, el único de todos ellos que algunas palabras nuestras lograra aprender— a aquel maíz de sus tierras, del que no hubiese podido traer sacos llenos, pero que había despreciado siempre, considerando que era alimento impropio de gente civilizada, bueno si acaso, para comida de cerdos o jumentos. Por todo ello pensaba yo que el vino, puesto que tanto se habían aficionado a él, podía remediarlos en su empecinado ayuno, dándoles fuerza para el nuevo viaje que ahora les esperaba. Pero quedaba pendiente la cuestión del traje con el cual habrían de presentarse ante los Soberanos. No podía mostrarlos casi en cueros como vivían en su nación, por respeto a Sus Majestades. Y si los trajeaba a la manera nuestra no resultarían muy distintos de ciertos andaluces de tez soleada —o cristianos mixtos de moros, que no pocos había en los reinos de España. Me vino de providencia, en tal trance, un sastre judío a quien había conocido antaño junto a la Puerta de la Judería de Lisboa, donde tenía oficina y que ahora, pasado de circunciso a genovés —¡como tantos otros!— se hallaba en la ciudad. Me aconsejo que les pusiese bragas rojas cosidas con hilillos de oro (—“Eso, Eso” —dije), unas camisolas anchas algo abiertas sobre el pecho que tenían liso y sin vellos y que en las cabezas llevaran como unas tiaras, también de hilo de oro (Eso. Eso —dije “que brille el oro”), sosteniendo unas plumas vistosas —aunque no fuesen de aves de aquellas islas— que les cayeran graciosamente, como sacadas del colodrillo, sobre las crines negras que mucho les habían crecido durante el viaje, y que desde luego, habría que lavarles y almohazar como sedas de caballo, en la madrugada del día de la presentación.
Y llegóme el día. Día de fiesta en toda Barcelona. Como feriante que entra en castillo trayendo grande espectáculo, entré yo en el palacio donde se me aguardaba, seguido de mi gran compañía de Retablo de las Maravillas de Indias —primer espectáculo de tal género presentado en el gran teatro del universo—, compañía que quedó en una recámara, formada en un orden determinado desde hacía varios días, habiendo yo mismo dirigido los ensayos y colocado los personajes. Escoltado por heraldos y ujieres entré en la regia estancia donde se hallaban Sus Majestades, lentamente, solemnemente a paso de vencedor, sin perder el tino ni deslumbrarme ante el fausto de los atuendos y los aplausos que me saludaron —entre los cuales sonaban particularmente gratos, los de tantos arrepentidos, en esta hora, de haber sido enemigos míos alguna vez. Mi brújula y faro, en este andar sobre el tapiz carmesí que llevaba rectamente al estrado real, era el semblante de mi soberana, iluminado, en este momento, por la más inefable sonrisa. Después de que hubiese besado las regias manos, se me hizo sentar —a mí, el raro genovés, genovés de raíces ocultas y abolengo que yo solo me sé… —entre Castilla y Aragón, abrióse nuevamente, de par en par, la gran puerta de entrada y llevados en alto entraron los Trofeos. En anchas bandejas de plata —muy anchas para que las muestras pareciesen más numerosas—, el ORO: oro en trozos brutos, casi del tamaño de una mano, oro en diminutas mascarillas, oro en figulinas debidas, sin duda, a alguna idolatría que por ahora tendría el buen cuidado de callarme, oro en cuentecillas, oro en pepitas, oro en diminutas placas —no tanto oro, en realidad, como yo lo hubiese deseado—, oro que me parecía poco oro, de pronto, muy poco oro, junto a los adornos blasones y recamados que me rodeaban, junto a los paños dorados a las mazas de los maceros, a los áureos bordados del dosel —poco oro, al fin. Oro de un primer brote, por el cual podía columbrarse que tras del oro primero habría más oro, más oro, más oro. Pero ahora entraban los indios —llamados por el silbato de leonero, de cómitre, que me servía para ordenarles que hiciesen esto o aquello—, llevando en las manos, en los hombros, en los antebrazos, todos los papagayos que me quedaban vivos y que eran más de veinte —tremendamente agitados en esta oportunidad por el movimiento y las voces de los presentes, y más aún porque, antes de salir mi cortejo de Portentos Ultramarinos, les había dado muchas migas mojadas en vino tinto, con lo cual traían tal alboroto que llegue a temer que de repente se pusiesen a hablar, repitiendo las feas palabras que seguramente habían oído a bordo de mis naves y durante los días de su estancia sevillana. Y cuando los indios se hubieron arrodillado ante Sus Majestades, gimientes y llorosos tiritantes y atarantados (pidiendo que los libraran del cautiverio en que yo los tenia aherrojados, y que los devolvieran a sus tierras, aunque yo explicara que estaban emocionados y temblorosos de felicidad por verse prosternados ante el trono de España), entraron algunos marinos míos, trayendo pieles de serpientes y de lagartos de tamaño desconocido acá, además de ramas, hojas secas, vegetaciones marchitas, las cuales mostré como ejemplo de especias valiosas, aunque nadie tuviese ojos para mirarlas, tan fijos estaban en los indios postrados —que seguían llorando y gimiendo— y sus papagayos verdes, que, sobre la real alfombra carmesí empezaban a vomitar el mucho morapio tragado. Viendo que el espectáculo se me estaba echando a perder, hice salir a los indios con sus aves, y a los marineros con sus plantas, y, poniéndome de pie, de cara a Sus Majestades, y de medio perfil para la brillante concurrencia que llenaba la estancia —donde reinaba hay que decirlo, un sofocante calor, agriado por el olor del resudado sudor de terciopelos sedas y rasos— empecé a hablar. Lento, al comienzo, fue mi discurso, narrando las peripecias del viaje, el arribo a las Indias, el encuentro con sus pobladores. Evoqué, para describir las comarcas, las bellezas de las más celebradas comarcas de España, las dulzuras —yo sé por qué— de las campiñas de Córdoba aunque se me fue la mano, ciertamente, cuando equiparé los montes de la Española con las cimas del Teide Narre, cómo había visto tres sirenas, un día 9 de enero, en lugar muy poblado de tortugas —sirenas feas, para decir la verdad y con caras de hombres, no tan graciosas musicales y retozonas como otras que yo hubiese con templado de cerca, semejante a Ulises (¡tremendísima mentira!) en las costas de Malagueta. Y como lo importante es empezar a hablar para seguir hablando, poco a poco, ampliando el gesto, retrocediendo para dar mayor amplitud sonora a mis palabras, se me fue encendiendo el verbo, y, escuchándome a mí mismo como quien oye hablar a otro, empezaron a rutilarme en los labios los nombres de las más rutilantes comarcas de la historia y de la fábula. Todo lo que podía brillar, rebrillar, centellear, encenderse, encandilar, alzarse en alucinada visión de profeta, me venía a la boca como impulsado por una diabólica energía interior. De pronto, la isla Española, transfigurada por mi música interior, dejó de parecerse a Castilla y Andalucía, creció, se hinchó, hasta montarse en las cumbres fabulosas de Tarsis, de Ofir y de Ofar, haciéndose el límite, por fin hallado —sí: hallado —del prodigioso reino de Cipango. Y allí, allí mismo, estaba la mina ubérrima conocida por Marco Polo, y de eso venía yo a dar la Noticia a este reino y a toda la Cristiandad. Alcanzada era la Cólquide del Oro, pero no en mítica paganía, esta vez, sino en cabal realidad. Y el Oro era noble, y el Oro era bueno: Genoveses, venecianos y toda gente que tenga perlas, piedras preciosas y otras cosas de valor, todos las llevan hasta el cabo del mundo para las trocar, convertir en oro, el oro es excelentísimo, del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa ánimas al paraíso… Y con este viaje mío, prodigioso viaje mío, se había hecho realidad la profecía de Séneca. Habían llegado los tardos años…
“Venient annis
saecula seris quibus Oceanus
unicula rerum laxet…”
Aquí corté el verso, pues tuve la impresión algo molesta —acaso me haya equivocado— de que Columba parpadeando casi imperceptiblemente me miraba con cara de: Quosque tandem, Christoforo? Por lo mismo, engolando el tono, me pase a un registro superior. Y era yo, por la gracia de Sus Majestades, el Abridor y Ujier de los Horizontes Insospechados, acabándose de redondear, como pera, como teta de mujer con pezón arriba —y rápidos encontraron mis ojos los de mi dueña— un mundo que Pedro Aliaco, ilustre canciller de la Sorbona y de Notre Dame de París, hubiese visto como casi redondo, casi esférico, tendiendo un puente entre Aristótile y yo. Conmigo confirmábase lo escrito en el Libro de las Profecías de Isaías. Era ya realidad “el país lleno de plata y de oro, y de inmensos tesoros, en las riberas de anchos ríos donde circulaban espléndidos barcos de remo y mástil” Y advino la hora “de la repartición del Enorme Botín, en país cuyos pueblos serán absueltos de sus culpas” Así habló Isaías ¿Y por qué boca escuchábase, ahora, la voz de Isaías?…
Cuando hube terminado me arrodillé con nobleza de ademanes muy estudiada la víspera, se arrodillaron los monarcas, se arrodillaron todos los presentes, ahogados por el llanto, mientras los chantres y sochantres, los seises de la Capilla Real se abrieron en el más solemne Tedeum que se hubiese escuchado bajo este cielo. Y cuando las voces celestiales volvieron a la tierra, se dispuso que mis siete indios fuesen instruidos en la fe cristiana, debiendo procederse, apenas tuviesen las nociones suficientes, a su bautizo —“Que no se les tenga por esclavos” —dijo la Reina “Y que sean devueltos a su tierra en la primera nave que hacia ella haya de zarpar” Y, aquella noche, volví a ver a mi dueña en la intimidad de sus estancias privadas, donde conocimos los gozos del reencuentro tras de la larga y azarosa ausencia —y maldito si, durante horas, me acordé de carabelas ni de Indias. Pero, poco antes de la madrugada, momento en que los colmados yacentes, de ojos abiertos en noche que empieza a aclararse, suelen hablar de sí para si creí advertir que Columba, reconsiderando los acontecimientos, vuelta al sentido de las realidades que yo bien le conocía, no se mostraba tan enteramente conquistada por las palabras de mi discurso como pude creerlo. Alabo mis retóricas, la oportunidad de mis citas, la habilidad con que había manejado las imágenes, pero yo la hallaba escurridiza, esquiva, reticente en cuanto a formular un generoso y abierto juicio sobre la importancia de mi empresa— Pero, en resumen ¿que se dice de lo de hoy? —pregunté para hacerla hablar un poco más —“Para serte franca, se dice, se dice que para traer siete hombrecitos llorosos legañosos y enfermos, unas hojas y matas que para nada sirven, como no sea para sahumerio de leprosos, y un oro que se pierde en el hueco de una muela, no valía la pena haber gastado dos millones de maravedís. —“¡¿Y el prestigio de las Coronas vuestras?!” —grité. —“Prestigio suficiente tuvimos con la expulsión de los judíos y la reconquista del Reino de Granada. Prestigio alto y valedero esta en lo que se ve, en lo que se palpa, en lo que se consigue con leyes que retumban hasta Roma y victorias en armas que pasan a la Gran Historia… Pero lo tuyo, si prestigio habrá de darnos será a largo plazo. Hasta ahora no ha pasado de lo sucedido en tierras que aún no podemos imaginarnos, donde no se ha ganado una batalla, donde no se ha logrado un memorable triunfo —in hoc signo vinces —; todo queda, por ahora, en inspiración para aleluya de ciegos, en conseja que se hincha a gusto del escuchante, como sucedió con las hazañas de un Carlomagno de quien se Cuenta que entró victorioso en Zaragoza, habiendo humillado al Rey de Babilonia, cuando la verdad fue que, después de un asedio sin pena ni gloria vencido regresó a Francia, dejando su retaguardia al mando del paladín Roldan que. ¡bueno!… tu sabes como eso acabó…” —“¡Pero yo traje oro!” —clamé “Todos lo vieron. Allí hay una mina, una enorme mina” —“Si tan grande era la mina son lingotes los que hubiesen debido cargar tus hombres, y no unas menudencias que, según me dijeron mis orfebres, apenas si valen un centenar de maravedís”… Le hablé de imposibilidad, en tan poco tiempo como hubiera estado allá, de emprender un verdadero trabajo de extracción; de la urgencia de regresar cuanto antes para dar cuenta de mi Descubrimiento…
—“Hice reconocer las plantas traídas por un experto en aromas; ahí no hay canela, ni nuez moscada, ni pimienta, ni clavos de clavero; luego no llegaste a las Indias” —dijo ella: “Embustero como siempre” —“¿Y a dónde llegué yo entonces?” —“A un lugar que en nada parece una provincia de Indias” —“En la empresa comprometí mi honor y arriesgue mi vida” —“No tanto. No tanto. Si no llegas a encontrarte con ese Maestre Jacobo en la Isla del Hielo, no hubieses ido a lo seguro. Tú sabias que de todos modo, fuese como fuese, llegarías a una tierra.” —“¡Tierra de tesoros fabulosos!” —“Por lo mostrado, no lo parece” —“¿Por qué demonios me escribieron entonces, apremiándome a que preparara un segundo viaje?” —“Por joder a Portugal” —dijo ella, mordiendo plácidamente un trozo de mazapán toledano; “Si ahora no nos instalamos allá en firme, nos madrugaran los otros —esos a los que, por dos veces importándote muy poco las coronas de Castilla y Aragón, estuviste a punto de vender tu empresa. Ya están mandando mensajes al Papa para reclamar la propiedad de tierras que ni siquiera han divisado sus navegantes” —“¿Así que mi viaje para nada ha servido?” —“No diré tanto. Pero, carajo… ¡como nos complicas la vida! Ahora habrá que fletar naves, conseguir dinero, retrasar la guerra del África, para plantar nuestro estandarte —no queda más remedio— en unas tierras que, para mí, no son de Ofir, ni son de Ofar, ni son de Cipango… Trata de traer más oro que el que trajiste, y perlas y piedras preciosas y especias. Entonces creeré en muchas cosas que todavía me huelen a embustes de los tuyos”. Salí bastante resquemado, lo confieso, de las cámaras reales. Ciertas palabras me envenenaban los oídos. Pero mi disgusto no era el de otros tiempos, cuando nada venía a favorecer mi propósito. El Océano estaba nuevamente a la vista. Dentro de pocos meses tornaría a conocer el júbilo de las velas hinchadas, en una orza más cabal y segura que la de antes. Y ahora tendría naves suficientes; ahora era finado el bellaco de Martin Alonso; ahora mandaría marineros de verdad, con título de Almirante, nombramiento de Virrey y tratamiento de Don. Volví a la atarazana donde los indios tiritaban bajo colchas de lana y los papagayos acaban de vomitar el vino tragado, con ojos vidriosos de pescado en trance de podrirse, alicaídos, patas arriba, de plumas revueltas, como corridos a escobazos. Pronto murieron todos. Como murieron, pocos días después de haber sido bautizados —quien del pecho, quien de sarampión, quien de diarreas— seis de los siete indios que ante los Tronos había exhibido. Por Dieguito, el único que me quedaba, supe que esos hombres no nos querían ni nos admiraban, nos tenían por pérfidos, mentirosos, violentos, coléricos, crueles, sucios y malolientes, extrañados de que casi nunca nos bañáramos, ellos que, varias veces al día refrescaban sus cuerpos en los riachuelos, cañadas y cascadas de sus tierras. Decían que nuestras casas apestaban a grasa rancia, a mierda nuestras angostas calles, a sobaquina nuestros más lúcidos caballeros, y que si nuestras damas se ponían tantas ropas, corpiños, perifollos y faralás, era porque, seguramente, querían ocultar deformidades y llagas que las hacían repulsivas —o bien se avergonzaban de sus tetas, tan gordas que siempre parecían prestas a saltarles fuera del escote. Nuestros perfumes y esencias —también el incienso— los hacían estornudar; se ahogaban en nuestros estrechos aposentos y se figuraban que nuestras iglesias, eran lugares de escarmiento y espanto por los muchos tullidos, baldados. Piojosos, enanos y monstruos que en sus entradas se apiñaban. Tampoco entendían por qué tanta gente que no era de tropa, andaba armada, ni como tantos señores ricamente ataviados podían contemplar, sin avergonzarse, de lo alto de sus relumbrantes monturas, un perpetuo y gimiente muestrario de miserias, purulencias, muñones y andrajos. Por lo demás, los intentos de inculcarles algo de doctrina, antes de que recibieran las aguas lústrales, habían fracasado. No diré que ponían mala voluntad en entender: diré, sencillamente, que no entendían. Si Dios, al crear el mundo, y las vegetaciones, y los seres que lo poblaban, había pensado que todo aquello era bueno, no veían por qué Adán y Eva, personas de divina hechura, hubiesen cometido falta alguna comiendo los buenos frutos de un buen árbol. No pensaban que la total desnudez fuese algo indecente: si los hombres, allá, usaban unos taparrabos, era porque el sexo, frágil, sensible y algo molesto por colgante, debía defenderse de arbustos espinosos, hierbas filosas, hincadas, golpes o picadas de alimañas; en cuanto a las mujeres era mejor que taparan su natura con aquel trocito de algodón que yo les conocía, para que, cuando les bajaran las menstruas no tuviesen que exhibir una desagradable impureza. Tampoco entendían ciertos cuadros del Antiguo Testamento que les mostré: no veían por qué el Mal era representado por la Serpiente, puesto que las serpientes de sus islas no eran dañinas. Además lo de una serpiente con manzana en la boca les hacía reír enormemente porque —según me explicaba Dieguito —“culebra no come frutas”. Pronto levaré las anclas nuevamente y nuevamente iré a las avanzadas de Cipango que descubrí —aunque Columba insoportable en aquellos días porque acaso se le estuviesen acallando las lunas, diga cien veces que aquello nada tiene que ver con Cipango. Pero en lo que se refiere adoctrinamiento de los indios ¡que de ello se ocupen varones más capaces que yo para desempeñar tamaña misión! Ganar almas no era mi tarea. Y no se pida vocación de apóstol a quien tie
Islas, islas, islas… De las grandes, de las mínimas, de las ariscas y de las blandas; isla calva, isla hirsuta, isla de arena gris y líquenes muertos; isla de las graves rodadas, subidas, bajadas, al ritmo de cada ola; isla quebrada —perfil de sierra—, isla ventruda —como preñada— isla puntiaguda, del volcán dormido; isla puesta en un arco-iris de peces-loros; isla del espolón adusto, del bigarro en dienteperro, del manglar de mil garfios; isla montada en espumas, como infanta haldada de encajes; isla con música de castañuelas e isla de bramantes fauces; isla para encallar, isla para vararse, isla sin nombre ni historia; isla donde canta el viento en la oquedad de enormes caracolas; isla del coral a flor de agua, isla del volcán dormido; Isla Verdemusgo, Isla Grisgreda, Isla Blancasal; islas en tan apretada y soleada constelación —he contado hasta ciento cuatro—, que, pensando en quien pienso, he llamado Jardín de la Reina… Islas, islas, islas. Más de cinco mil islas rodean, según las crónicas de los venecianos el gran reino de Cipango. Luego estoy en las inmediaciones de ese gran reino… Y sin embargo, a medida que transcurren los días, veo alejarse el color del oro, porque si bien el metal sigue apareciendo, aquí, allá, bajo forma de adornos, figulinas, cuentecillas, trozos —que casi nunca llegan al tamaño de una mano de buen genovés— no pasa todo esto de ser migajas, leves escarbaduras, mínimas virutas de una gran veta que no acaba de aparecer —y que tampoco se hallaba en la Española, en fin de cuentas, como pude creer cuando me ilusione con la riqueza de esa gran isla. Y ya, en el memorial de mi segundo viaje, empiezo a sentir la necesidad de disculparme. Mando decir a Sus Altezas que hubiese deseado enviarles una gran cantidad de oro, pero que no puedo hacerlo a causa de las muchas enfermedades padecidas por mis gentes. Afirmo que lo remitido sólo debe verse como muestras. Porque hay más; seguro de que hay mucho más. Y sigo adelante, buscando, esperando, ansioso, anhelante, y cada vez más desengañado, incapaz de saber dónde se me oculta la Mina Original, la Áurea Madre, el Gran Yacimiento, el Supremo Bien de estas tierras de especias sin especias… Ahora, en esta habitación donde parece que estuviese obscureciendo antes de tiempo, esperando al confesor que ya debiera estar aquí dada la poca distancia a que se encuentra el villorrio a donde fueron a buscarlo, sigo hojeando los borradores de mis relaciones y cartas. Y observándome a mí mismo a través de lo escrito hace años, noto mirando atrás, como se va operando una diabólica mutación en mi ánimo. Irritado ante esos indios que no me entregan su secreto, que ya ocultan sus mujeres cuando nos acercamos a sus pueblos porque nos tienen por gente deshonesta y lujuriosa; ante esos desconfiados y atrevidos que ya, de cuando en cuando, nos disparan flechas —aunque sin causarnos mayor daño, para decir la verdad—, dejo de verlos como los seres inocentes, bondadosos, inermes, tan incapaces de malicia como de tener la desnudez por indecorosa, que idílicamente pinté a mis amos al regreso del primer viaje. Ahora les voy dando, cada vez más a menudo, el nombre de caníbales —aunque jamás los haya visto alimentarse de carne humana. La India de las Especias se me va transformando en la India de los Caníbales. Caníbales poco peligrosos —insisto en ello— pero que no pueden dejarse en la ignorancia de nuestra santa religión; caníbales cuyas almas deben ser salvadas (¡repentinamente me viene la preocupación!), como fueron salvadas las de millones de hombres y de mujeres en el mundo pagano por la palabra de los Apóstoles del Señor. Pero, como es evidente que aquí no hay modo de adoctrinar a esos caníbales, por nuestro desconocimiento de sus idiomas que se me van haciendo distintos y numerosos, la solución de este grave problema, que no puede dejar indiferente a la Iglesia, está en trasladarlos a España, en calidad de esclavos. He dicho: de esclavos. Sí, ahora que estoy en los umbrales de la muerte me aterra la palabra, pero en este memorial que releo está bien claramente escrita en letra alta y redonda. Pido licencia para la mercaduría de esclavos. Afirmo que los caníbales de estas islas serán mejores que otros ningunos esclavos, señalando, por lo pronto, que se nutren de cualquier cosa y comen mucho menos que los negros que tanto abundan en Lisboa y en Sevilla. (Ya que no doy con el oro, pienso yo, puede el oro ser substituido por la irremplazable energía de la carne humana, fuerza de trabajo que se sobrevalora en aquello mismo que produce, dando mejores beneficios, en fin de cuentas, que el metal engañoso que te entra por una mano y te sale por la otra…) Además, para dar valimiento a mi proposición, mando en un navío a varios de esos caníbales —a quienes escogí entre los mis forzudos— acompañándolos de mujeres, niños y niñas, para que pueda verse cómo en España habrán de crecer y reproducirse, igual que ocurre con los cautivos traídos de Guinea. Y muestro cómo, cada año, podrían venirnos varias carabelas con permiso real para recoger buenas cargas de caníbales, que nosotros les suministraríamos puntualmente en la abundancia que se quisiera, dando caza a los pobladores de estas islas y juntándolos en campos cercados, en espera del embarque. Y por si se me objetase que con ello nos íbamos a privar de una necesaria mano de obra, aconsejo que se me manden unos mil hombres, con cientos de caballos, para proceder a la labranza de la tierra, aclimatación del trigo y de la viña, y crianza del ganado. A esos hombres habrá que asignárseles un salario en espera de que estas islas prosperen, pero, con una idea mía, ingeniosa ocurrencia de la que entonces tuve la desvergüenza de sentirme orgulloso, tal sueldo no habría de serles pagado en dinero: instalaría la hacienda real unos almacenes de paños para vestir, camisas comunes y otros jubones, lienzos, sayos, calzas, zapatos, además de medicinas, remedios, cosas de botica, conservas que no fuesen de ración, y productos de Castilla que la gente de acá recibiría con agrado en descuento de su sueldo. (Valga decir que las gentes serían pagadas en mercaderías nuestras, con tremendo beneficio, pues nunca verían un ochavo y como aquí además de poco les serviría el dinero se empeñarían hasta la muerte, firmando recibos por lo comprado…) Considerando, sin embargo que la caza de esclavos propuesta por mí no podría hacerse sin provocar alguna resistencia por parte de los caníbales, pido —hombre precavido vale por dos— el envío de doscientas corazas, cien espingardas y cien ballestas, con sus materiales de mantenimiento y repuesto… Y termino esta sarta de vergonzosas proposiciones hechas en la ciudad Isabela, a 30 días de enero de 1496, rogando a Dios para que nos dé un buen golpe de oro —como si yo, en ese día, no hubiese caído en el desfavor de Dios, al promoverme en tratante de esclavos. (¡En vez de pedirle perdón y hacer penitencia, desdichado, le pedías un buen golpe de oro, como lo pide la puta al crepúsculo de cada día considerando la incierta y larga noche en que puede verse favorecida por la providencial aparición de un perdulario rumboso, de mano suelta y buena escarcela!…)
… Pero cuando escribí a sus altezas estaba mintiendo una vez más, apresurando proposiciones que, si bien habían madurado en mi mente (y por ello hube de mandar de avanzada y muestra unos cuantos cautivos con sus mujeres, niños y niñas…), reservaba yo, en realidad, para el regreso —cuando tuviese oportunidad de avanzar o de retroceder según la cara que pusiesen mis interlocutores. Pero los acontecimientos se me habían adelantado de fea manera, hallándome con que otros habían pensado en lo mismo, haciendo hecho consumado —sangrienta realidad— de lo que yo había meditado en frío, esperando el asentimiento real para emprender una acción que hiciese olvidar los malogros de mi empresa. Y con una pluma harto apresurada trataba premiosamente de captar el temporal que, habiéndome echado encima en esta isla, bien podría volar por sobre el océano derribando la estatua que con tanto trabajo hubiese logrado erigir —aunque inconclusa aún y algo tambaleante, todavía, sobre sus zócalo— en la Gran Función de Barcelona. Y es que, a mi vuelta de una descubierta de islas cercanas, había encontrado a los españoles soliviantados, olvidados de toda autoridad, lanzados a crueles empresas dictadas por la codicia. Estaban todos enfermos del Oro, inficionados del Oro. Pero si su enfermedad era semejante a la mía —pues buscando el oro con encarnizamiento, con obcecación no hacían sino seguir mi ejemplo—, las causas de tal vesania no eran las mismas. Yo no quería el oro para mí (al menos, por ahora…) Lo necesitaba primordialmente para mantener mi prestigio en la Corte y justificar la legitimidad de los altos títulos que me habían sido otorgados. No podía admitir que se siguiese diciendo que mi costosísima empresa no había traído más beneficios al trono real que “un oro que se perdía en el hueco de una muela”. Mi enfermedad era enfermedad de Gran Almirante. La de estos españoles de mierda, en cambio, era la de bellacos que querían el metal para sí —para guardarlo, amontonarlo, esconderlo, y abandonar estas tierras lo más pronto posible, fortuna hecha, para saciar allá sus vicios, lujurias y apetitos de propiedad. En mi ausencia, olvidados de mis instrucciones —irrespetando a mi hermano Bartolomé a quien tenían, como a mí, por extranjero— se habían soltado en ralea de oro por toda la Española, apaleando indios, incendiando sus aldeas, hiriendo, matando, torturando, para acabar de saber donde, donde, donde, estaba la maldita mina invisible que yo mismo buscaba —sin hablar de las cien mujeres y mozas violadas en todas las expediciones. Y la resistencia de los nativos se estaba organizando de modo tan peligroso —si no disponían de armas como las nuestras, conocían mejor el terreno— que me fue preciso mandar batallones al interior. En un lugar que ya llamábamos “de la Vega Real”, hicieron los españoles más de quinientos presos que encerraron en un recinto cercado, coto-prisión con troneras para disparar sobre los revoltosos, sin que yo supiese que hacer con ellos. No podían ser devueltos a la libertad, pues llevarían la voz de la rebelión a otras tribus. No teníamos bastimento suficiente para alimentarlos. Exterminarlos en masa —y esto es lo que querían hacer algunos— me pareció una determinación excesiva, que acaso fuese duramente censurada por Quienes me habían otorgado mis títulos —y yo harto conocía los arranques condenatorios de Columba. Pero, ante el hecho consumado, y teniendo que deshacerme —no quedaba más remedio— de esos quinientos prisioneros que en mala hora me habían echado encima, me determiné —de concierto con mi hermano— a explotar la situación la irreversible, suavizando, adornando, justificando, algo que no era sino la instauración, aquí, de la Esclavitud. Mostré los muchos beneficios de tal institución y, por fin, me valí de los Evangelios. Y con los Evangelios en viento de popa —sin que los Reyes me hubiesen autorizado aun a ejercer la trata— embarqué a los indios en dos naves, a trallazos, patadas y garrotazos, por no hallar mejor solución al conflicto de autoridad que se me imponía. Además —nuevo embuste— esos esclavos no eran tales esclavos (como los que nos venían del África) sino rebeldes a las Coronas Reales, prisioneros, tristes pero inevitables víctimas de una guerra justa y necesaria (sic). Llevados a España, dejaban de ser peligrosos. Y, cada uno, se nos volvía un alma —un alma que, a tenor de lo mandado en no sé cual Evangelio, se rescataba de una segura idolatría, demoníaca como lo son todas las idolatrías de las que empezaba yo a hablar, cada vez más a menudo, en mis cartas y relaciones, afirmando que ciertas caretillas de adorno, vistas en las tiaras de los caciques, tenían un perfil peligrosamente parecido al de Belcebú. (Y como el primer paso es el que más cuesta, pronto recibiría Bartolomé instrucciones mías para cargar tres naves más con ese botín humano que venía a remplazar, por el momento, el Oro que no asomaba por ninguna parte…)
Y fue en el amanecer del segundo regreso al bullicioso tráfago marinero del desembarque, con seguro holgorio de zarambeques, vinazos y putas para todos, y me estaba yo ataviando con mis mejores galas de Gran Almirante, cuando vi aparecer con doblada alegría al Maestre Jacobo, que, después de abrazarme, me dijo estar de paso aquí para recibir un fuerte cargamento de vinos andaluces destinados a los Escotos de San Patricio —más borrachos cada día, decididamente. —“Ya sé que estuviste en la Vinlandia” —me dice, echando mano a la bota de tinto que, para entonarme, había yo vaciado a medias, —“La Vinlandia es buena” —digo, sin asentir ni negar: “Pero más abajo hay tierras mejores aun.” Y lo vuelvo a abrazar, porque jubiloso estaba yo de volverlo a ver, después de tantas tribulaciones, considerando su inesperada presencia como un presagio de buena ventura —jubiloso estaba yo, repito, cuando me fue pasmado el júbilo por una esponja embebida en vinagre, al saber que, después de haberse hecho en Sevilla una muy provechosa venta de una partida de mis indios capturados en la Española, había llegado severa, fulminante, una real orden prohibiendo el floreciente negocio que yo hubiese aconsejado e instaurado. Parece que Sus Altezas, remordidas de escrúpulos, habían reunido una comisión de teólogos y canonistas para saber si era lícito el tal Comercio, y los que siempre hubiesen sido mis enemigos se habían pronunciado como siempre en deterioro de mis intereses. Así el dinero obtenido en dos días con la venta de más de doscientos esclavos, estaba sufincado, sujeto a reintegro. Quienes ya se habían llevado sus indios con promesa de pronto pago, habrían de devolver la mercancía humana, quedando libres de deuda. Y, en lo adelante, se me prohibiría severamente que embarcara nuevos cautivos para España, con lo cual tendría que cerrar en las islas, mis campos de agrupamiento suspendiendo la captura de hombres y de mujeres —tarea tan magníficamente empezada. Me eché a llorar, de pura rabia, en el hombro del Maestre Jacobo. ¡Se me venía abajo el único negocio fructífero, que, para compensar la carencia de oro y especias, se me hubiese ocurrido! ¡En este segundo regreso, que había imaginado glorioso, me veía arruinado, desacreditado, desautorizado, desaprobado, por Sus Altezas y hasta llamado embaucador (sic) por el pueblo que ayer me aclamaba! ¡Y los marineros que ya me esperaban para bajar de las naves en vistosa y triunfal parada!… ¡Mísero, lamentable, ridículo, me parecen de pronto mi traje de luces, mis calza, s mi gorro de paño dorado, mis insignias de Gran Almirante!… Y resurge en mí, como tantas veces a falta de recurso mejor, el goliardo que bajo mi piel se oculta, con la máscara ceñuda y adolorida que, como máscara de mártir en sacra representación, me pongo cuando conviene. Me desvisto de prisa. Y de prisa me cubro con el hábito menor de la orden de San Francisco con cordón en la cintura, desnudos los pies despeinada la cabeza. Y con los ojos aneblados por una tristeza de gran aparato contrito y casi lloroso, doblado el lomo, colgantes los brazos me pongo a la cabeza de mis marineros estupefactos, para bajar a tierra con todo el vistoso agobio de un penitente en Semana Santa, Kirie eleison… Pero, en primera fila de quienes se apretujan junto a la borda para asistir a mi regreso, reconozco el rostro crispado en irónica mueca condenatoria, de aquel Rodrigo de Triana, a quien quité los diez mil reales de la Real Recompensa, para darlos a Beatriz, mi amante desdeñada. Esquivo una mirada que demasiado me acusa, no sin haber notado que el marino lleva puesto todavía, en muestra de escarnio, el jubón de seda que le di aquella vez —hoy todo raído y remendado, pero ostentoso aun de su color rojo, color del Diablo. Y aterrado me pregunto si la presencia de Rodrigo, aquí, en este día, no será Presencia de Quien, acechándome para tratar de arrastrarme a su Reino de Tinieblas, no empieza ya, desde ahora, a pedirme cuentas. Pacto no hubo. Pero hay pactos que no precisan de un pergamino rubricado con sangre. Escrito queda, y en términos indelebles, cuando con mentiras y engaños, inspirados por el Maligno, se goza de maravillas negadas al común de los mortales. A pesar del hábito franciscano que ahora me envuelve, mi carne es semejante a la del Pseudo-Cipriano, el hereje cartaginés que pignoró su alma para recuperar una perdida juventud y abusar deshonestamente del candor de una doncella —virgen como virgen y desconocedora del Mal de Oro fue la tierra que abrí a la codicia y lujuria de los hombres de acá, Kirie eleison.
…Otro viaje y otro viaje, recordados aquí, en horas de emprender el viaje del cual no se vuelve, en este triste crepúsculo vallisoletano que levemente se me alumbra con dos velas traídas por una sirviente de paso afelpado que se marcha sin preguntarme nada, al verme sumido en la angustiada lectura de papeles viejos, revueltos sobre la sábana —ya casi sudario— de esta cama donde mis codos afebrados estiran la estameña del hábito menor de mi orden, con el cual, acaso sin merecimientos para ello, he querido envolver mi enflaquecido cuerpo… Otro viaje y otro viaje, y no llegaba el buen golpe de oro —¡qué lenguaje de cambista, qué lenguaje de banquero lombardo!…— sacrílegamente pedido al Señor ante quien hubiese hecho voto de pobreza por mero acatamiento de una regla ya bastante infringida en este siglo, para decir la verdad— complemento de un ceremonial a que me había sometido por voluntad de mi dueña. Ni buen golpe de oro, ni buen golpe de perlas, ni buen golpe de especias, ni buen golpe logrado, siquiera, en el mercado de esclavos de Sevilla. Y así como había tratado de sustituir el Oro de Indias por Carne de Indias, al ver que oro no encontraba ni carne podía vender, empecé —aprendiz de mago prodigioso— a sustituir el oro y la carne por Palabras Grandes, hermosas, enjundiosas, jugosas, ricas palabras, llevadas en brillante cortejo de Sabios, Doctores, Profetas y Filósofos. No habiendo hallado la tan pregonada, y esperada Mina, escamoteo el objeto del birlibirloque y hago ver a Sus Altezas que no todo lo que relumbra es oro. La Corona de Portugal ha gastado sumas inmensas en navegaciones de prestigio —sin mayor provecho material— que magnificaron su fama ante el mundo. Sé que mis viajes mucho costaron y poco rindieron. Pero invoco los millones —millones tal vez… —de almas que por ellos habrán de salvarse, si se mandan allá buenos predicadores, como los que asistieron a Juan de Monte Corvino en su diócesis de Cambaluc. Si no se “trujeron abastante muestras de oro”, se ha trabajado mucho (y esto no es lo de menos) para lo espiritual y lo temporal. Y es deber de reyes y monarcas alentar tales empresas, recordándose que Salomón sufragó un viaje de tres años a sus naves con el solo objeto de ver el monte Sopora; que Alejandro despachó emisarios a la isla de Trapobana, en las otras Indias, para tener un mejor conocimiento de ellas y que Nero César (¿por qué se me ocurrió citar a ese abominable perseguidor de cristianos?) puso grandes empeños en saber dónde estaban las fuentes del Nilo. “A príncipes son estas cosas dadas a hacer.” Y ahora… ¡bueno! No hallé la India de las especias sino la India de los Caníbales, pero… ¡carajo! encontré nada menos que el Paraíso Terrenal. ¡Sí! ¡Que se sepa, que se oiga, que se difunda la Grata Nueva en todos los ámbitos de la Cristiandad!… El Paraíso Terrena! está frente a la isla que he llamado de la Trinidad, en las bocas del Drago, donde las aguas dulces, venidas del Cielo, pelean con las saladas —amargas por las muchas cochinadas de la tierra. Lo vi, tal y como es, fuera de donde lo pasearon los cartógrafos engañosos y engañados, de aquí para allá, con sus Adanes y sus Evas movidos —mudados de lugar— con el Árbol entre los dos, serpiente alcahueta, recinto sin almenas, zoología doméstica, fieras cariñosas y relamidas y todo lo demás, al antojo de cada cual. Lo vi. Vi lo que nadie había visto; el monte en forma de teta de mujer, o, mejor, de pera con su pezón —¡oh tú, en quien pensé!… —centrando el Jardín del Génesis que está allí y no en otra parte, puesto que muchos han hablado de él sin acabar de decirnos dónde se encuentra, porque jamás he hallado… escriptura de latino ni de griego que certificadamente diga el sitio de este mundo del Paraíso Terrenal, ni visto en ningún mapamundo, salvo situado con autoridad de argumento. Algunos lo ponían allí donde son las fuentes del Nilo en Etiopía; mas otros anduvieron todas esas tierras y no hallaron conformidad en ello… San Isidoro y Deda y Strabo y el maestro de la historia escolástica y San Ambrosio y Scoto y todos los sanos teólogos conciertan que el Paraíso terrenal es en el Oriente, etc —“es en el Oriente”, repito, sin olvidar el etcétera, porque etcétera es cualquier cosa. Se viene a colocar, pues, en un Oriente al que no quedaba más remedio que ser Oriente en tanto se pensó que existía un solo Oriente posible. Pero, como yo he llegado al Oriente navegando hacia el Poniente, afirmo que quienes tanto dijeron estaban errados, dibujando mapas fantasiosos, engañados por consejas y fábulas, porque, en lo que pudieron contemplar mis ojos hallo las pruebas de que he dado con el único, verdadero, auténtico Paraíso Terrenal tal como puede concebirlo un ser humano a través de la Sagrada Escritura: un lugar donde crecían infinitas clases de árboles, hermosos de ver, cuyas frutas eran sabrosas al gusto, de donde salía un enorme río cuyas aguas contorneaban una comarca rica en oro —y el oro, repito y sostengo, que allí yace en enorme abundancia aunque yo no hubiese sido favorecido por el tan esperado golpe— golpeador golpeado por no venirle golpe alguno… Y, tras de invocar a Isidoro, Ambrosio y Escoto, teólogos de verdad, para joder a los mediocres teólogos españoles de ahora que siempre me llevaron la enemiga, me remonto a la ciencia de Plinio, de Aristótile y una vez más a la videncia de Séneca, para asentarme en la incontrovertible autoridad de los antiguos, respaldados —cual Virgilio anunciador de Tiempos Nuevos— por la misma Iglesia… Y al narrar mi cuarto viaje, perlongando una tierra que ya no tiene traza de isla sino de Tierra Firme —y bien firme, con altas montañas que ocultan insospechados misterios, posibles ciudades, invalorables riquezas— se me vuelve a encender el ánimo codicioso, hallo como nuevas energías y al punto ante la realidad presente, reconozco que hasta ahora fui harto presuroso —por no decir embustero— en dar triunfales noticias: “Cuando yo descubrí las Indias dije que era el mayor señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, perlas, piedras preciosas, especierías con los tratos y ferias, y porque no apareció todo tan presto fui escandalizado. Este castigo me hace agora que no diga salvo… que yo vide en esta tierra de Veragua mayor señal de oro en dos días primeros que en la Española en cuatro años, y que las tierras de la comarca no pueden ser más hermosas ni más labradas ni la gente más cobarde… Tan señores son Vuestras Altezas de esto como de Jerez o Toledo; sus navíos que fueren allí van a su casa” ¿Y qué hacer ahora con tales riquezas? Colmar, sencillamente, el máximo anhelo de la Cristiandad —el que se malogró en ocho Cruzadas. Lo que no consiguieron Pedro el Ermitaño, ni Godofredo de Bouillon, ni San Bernardo, ni Federico Barbarroja, ni Ricardo Corazón de León, ni San Luis de Francia, habrá de lograrse gracias a la tenacidad siempre contrariada de este hijo de un tabernero de Savona. Además, estaba dicho: “Jerusalem y el monte Sión ha de ser reedificado por manos de cristianos” y “el abad Joaquín Calabrés dijo que éste había de salir de España”. Éste había de salir de España —que se oiga bien. No dijo que habría de ser español. Y, hablando de mí, podría decir como Moisés en el país de Madián: “Soy un inmigrante en tierra extranjera.” Pero tales extranjeros son los que hallan las Tierras Prometidas. Por lo tanto, el Señalado, el Escogido, era yo. Y sin embargo, el camino me fue largo y penoso: “Siete años anduve yo en su Real Corte que a cuantos se habló de esta empresa todos a una dijeron que era burla. Ahora, hasta los sastres suplican por descubrir.” Y como un día 7 de julio de 1503 años, estando muy mísero y alicaído en la tierra de Jamaica, pensé que con mis constantes jactancias me había aupado demasiado en mi propia estimación incurriendo en pecado de orgullo, humillé el final de una misiva dirigida a mis Reyes, diciendo: “Yo no vine a este viaje a navegar por ganar honra ni hacienda; esto es cierto porque estaba ya la esperanza de todo en ella muerta. Yo vine a Vuestras Altezas con sanaintención y buen celo y no miento…” No miento. Digo que no miento. Creo que no mentí ese día. Pero, cuando vuelvo a hundir la mirada en las hojas amarillentas que yacen, revueltas, en la sábana que hasta medio pecho me cubre…
… Cuando me asomo al laberinto de mi pasado en esta hora última, me asombro ante mi natural vocación de farsante, de animador de antruejos de armador de ilusiones, a manera de los saltabancos que en Italia, de feria en feria —y venían a menudo a Savona— llevan sus comedias, pantomimas y mascaradas. Fui trujamán de retablo, al pasear de trono en trono mi Retablo de Maravillas. Fui protagonista de sacra reppresentazione al representar, para los españoles que conmigo venían, el gran auto de la Toma de Posesión de Islas que ni se daban por enteradas. Fui ordenador magnifico de la Gran Parada de Barcelona —primer gran espectáculo de Indias Occidentales, con hombres y animales auténticos, presentado ante los públicos de la Europa. Más adelante —fue durante mi tercer viaje— al ver que los indios de una isla se mostraban recelosos en acercarse a nosotros, improvise un escenario en el castillo de popa, haciendo que unos españoles danzaran bulliciosamente al son de tamboril y tejoletas, para que se viese que éramos gente alegre y de un natural apacible (Pero mal nos fue en esa ocasión, para decir la verdad, puesto que los caníbales, nada divertidos por moriscas y zapateados, nos dispararon tantas flechas como tenían en sus canoas…) Y, mudando el disfraz, fui Astrólogo y Milagrero en aquella playa de Jamaica donde nos hallábamos en la mayor miseria, sin alimentos, enfermos y rodeados para colmo, por habitantes hostiles listos a asaltarnos. En buena hora se me ocurrió consultar el libro de Efemérides de Abraham Zacuto, que siempre llevaba conmigo, comprobé que aquella noche de febrero, veríase un eclipse de luna, y al punto anuncié a nuestros enemigos que si esperaban un poco, en paz, asistirían a un grande y asombroso portento. Y, al llegar el momento, aspándome como molino, gesticulando como nigromante, clamando falsos ensalmos, ordene a la luna que se ocultase… y ocultóse la luna. Fuime en seguida a mi cámara y luego de esperar a que corriese el reloj de arena el tiempo que hubiese de durar el milagro —tal cual estaba indicado en el tratado— reaparecí ante los caníbales aterrados, ordenando a la luna que volviese a mostrarse —cosa que hizo sin demora, atendiendo a mi mandato (Acaso por tal artimaña llegué vivo a la fecha de hoy…) Y fui Gran Inquisidor, amenazante y terrible —no querría recordarlo— aquel día en que en las costas de Cuba hice preguntar a los marineros si alguna duda abrigaban de que esa gran tierra fuese Tierra Firme, nación continental, comarca avanzada de las vastas Indias cuyo regalo —¡menudo regalo!— se esperaba de mí en España. E hice proclamar, por voz de notario que quien pusiese en tela de juicio que esa tierra de Cuba fue un continente parara una multa de diez mil maravedís, y además, tuviese la lengua cortada. La lengua cortada. Nada menos. Pero el Yo-Inquisidor consiguió lo que quería. Todos los españoles —sin olvidar a los gallegos y vizcainos a quienes siempre vi como gente diferente— me juraron y volvieron a jurar, pensando que con ello habrían de conservar lo que, según Esopo, es lo mejor y lo peor que en el mundo existe. Yo necesitaba que Cuba fuese continente y cien voces clamaron que Cuba era continente… Pero pronto es castigado el hombre que usa de fullería, engaño amenaza o violencia para alcanzar algún propósito Y, para mí, los castigos empezaron acá abajo, sin esperar al más allá, puesto que todo fue desventura, malandanza y expiación de culpas en mi último viaje —viaje en que vi mis naves treparse a olas como montañas y descender a abismos mugientes levantadas, sorbidas, azotadas, quebradas antes de ser lanzadas nuevamente al mar por un rio de Veragua que se hinchó de lluvias, de repente, empujándonos hacia fuera como negado a darnos amparo. Y aquellos días de renovadas desdichas, tras una última y desesperada búsqueda del oro en tierra firme, terminaron en kiseria de naves carcomidas, llagas engusanadas, fiebres malignas, hambres, desconsuelo sin término, allí donde casi amortecido oí la voz de quien, me dijo “¡Oh estulto y tardo en creer y servir a tu Dios, Dios de todos!”, sacándome de la lóbrega noche de mi desesperación con palabras de aliento, a las cuales respondí con la promesa de ir a Roma, con hábito romero, si de tantas tribulaciones salía con vida. (Pero incumplida quedó mi promesa, como tantas otras que hice…) Y volví al punto de partida arrojado como quien dice, del mundo descubierto, recordando como criaturas de pesadilla a los monicongos de Cipango —a quienes menciono en mi testamento dado ayer —que, en fin de cuentas, jamás tuvieron idea alguna de haber pasado a condición mejor, considerando mi aparición ante sus playas como una horrible desgracia —idea alguna de haber pasado a condición mejor considerando mi aparición ante sus pía; as como una horrible desgracia. Para ellos, Christo-phoros —un Christo-phoros que ni un solo versículo de los Evangelios citó al escribir sus cartas y relaciones— fue, en realidad, un Príncipe de Trastornos, Príncipe de Sangre, Príncipe de Lágrimas, Príncipe de Plagas —jinete de Apocalipsis. Y en lo que se refiere a mi conciencia, a la imagen que de mi se yergue ahora, como vista en espejo, al pie de esta cama, fui el Descubridor descubierto —descubierto, puesto en descubierto, pues en descubierto me pusieron mis relaciones y cartas ante mis regios amos, en descubierto ante Dios al concebir los feos negocios que, atropellando la teología, propuse a Sus Altezas, en descubierto ante mis hombres que me fueron perdiendo el respeto de día en día, infligiéndome la suprema humillación de hacerme aherrojar por un cocinero —¡a mí, Don Almirante y Virrey!—, en descubierto, porque mi ruta a las Indias o la Vinlandia meridional o a Cipango o a Catay —cuya provincia de Mangui bien puede ser la que conocí por el nombre de Cuba—, ruta que abrí con harta facilidad por tener conocimiento de la saga de los normandos, la siguen ahora cien aventureros —¡hasta los sastres dije, que abandonan la aguja y las tijeras por el remo!—, hidalgos sin blanca, escuderos sin amo, escribanos sin oficina, cocheros sin tronco, soldados sin empleo, picaros con agallas, porquerizos de Cáceres, fanfarrones de capa raída, perdularios de Badajoz, intrigantes colados y apadrinados, asomados de toda laya, cristianos de nombre cambiado ante notario, bautizados que fueron andando a la pila, chusma que hará cuanto pueda por menguar mi estatura y borrar mi nombre de las crónicas. Acaso ni me recuerden, ahora que lo gordo esta hecho, que se traspasaron los límites geográficos de mi empresa, poniendo nombre a ciudades —¡ciudades las llaman!— de diez bohíos cagados de pájaros…
Fui el Descubridor-descubierto puesto, en descubierto y soy el Conquistador-conquistado pues empecé a existir para mí y para los demás el día en que llegue allá, y, desde entonces son aquellas tierras las que me definen, esculpen mi figura, me paran en el aire que me circunda, me confieren, ante mí mismo, una talla épica que ya me niegan todos y más ahora que ha muerto Columba, unida a mí en una hazaña lo bastante poblada de portentos para dictar una canción de gesta —pero canción de gesta borrada antes de ser escrita, por los nuevos temas de romances que se ofrecen a la avidez de las gentes. Ya se dice que mi empresa fue mucho menos riesgosa que la de Vasco de Gama, quien no vaciló en retomar el camino donde habían desaparecido varias armadas sin dejar huellas; menos riesgosa que la del gran veneciano que estuvo venticinco años ausente y dado por muerto… Y eso lo dicen los españoles, que siempre te vieron como extranjero. Y es porque nunca tuviste patria, marinero; por ello es que la fuiste a buscar allá —hacia el Poniente— donde nada se te definió jamás en valores de nación verdadera, en día que era día cuando era noche, en noche que era noche cuando acá era día, meciéndote como Absalón colgado por sus cabellos, entre sueño y vida sin acabar de saber donde empezaba el sueño y donde acababa la vida. Y ahora que entras en el Gran Sueño de nunca acabar, donde sonaran trompetas inimaginables, piensas que tu única patria posible —lo que acaso te haga entrar en la leyenda si es que nacerá una leyenda tuya… —es aquella que todavía no tiene nombre que no ha sido hecha imagen por palabra alguna. Aquello todavía no es Idea; no se hizo concepto, no tiene contorno definido, contenido ni continente. Mas conciencia de ser quien es en tierra conocida y delimitada la posee cualquier monicongo de allá que tú, marino con tus siglos de ciencia y teología a cuestas. Persiguiendo un país nunca hallado que se te esfumaba como castillo de encantamientos cada vez que cantaste victoria fuiste, transeúnte de nebulosas viendo cosas que no acababan de hacerse inteligibles, comparables, explicables, en lenguaje de Odisea o en lenguaje de Génesis. Anduviste en un mundo que te jugó la cabeza cuando creíste tenerlo conquistado y que, en realidad te arrojo de su ámbito, dejándote sin acá y sin allá. Nadador entre dos aguas, náufrago entre dos Mundos morirás hoy, o esta noche, o mañana, como protagonista de ficciones, Jonás vomitado por la ballena durmiente de Éfeso, judío errante, capitán de buque fantasma… Pero lo que no habrá de ser olvidado, cuando hayas de rendir cuentas donde no hay recurso de apelación ni de casación, es que con tus armas que tenían treinta siglos de ventaja sobre las que pudieran oponérsete, con tu regalo de enfermedades ignoradas donde arribaste, en tus buques llevaste la codicia y la lujuria el hambre de riquezas, la espada y la tea, la cadena, el cepo y la tralla que habría de restallar en la lóbrega noche de las minas, allí donde se te vio llegar como hombre venido del cielo —y así lo dijiste a los Reyes— vestido de azur más que de gualda portador, acaso, de una venturosa misión. Y recuerda, marinero, al Isaías que durante tantos años invocaste para avalar tus siempre excesivas palabras, tus siempre incumplidas promesas: “Malhaya de quienes se tienen por sabios /y se creen más listos de la cuenta” Y recuerda ahora el Eclesiastés que tantas veces has repasado “Aquel que ama el oro carga con el peso de su pecado / aquel que persigue el lucro será víctima del lucro / Inevitable era la ruina de quien fue presa del oro.” Y, en un trueno que retumba ahora sobre los techos mojados de la ciudad, de lo profundo te clama de nuevo Isaías, estremeciéndote de espanto “Puedes multiplicar las plegarias / que yo no las escucho / porque tus manos están tintas de sangre” (I, 15).
Oigo en la escalera, los pasos del Bachiller de Mirueña y de Gaspar de la Misericordia, que me vienen con el confesor. Oculto mis papeles bajo la cama y vuelvo a acostarme, después de apretar el cordón de mi sayal, con las manos juntas, tieso el cuerpo, tal yacente en tapa de sepultura real. Llego la hora suprema de hablar. Hablare mucho. Me quedan fuerzas para hablar mucho. Lo diré todo. Lo largaré todo. Todo.
… Pero puesto en el ineludible apremio de hablar, llegada la hora de la verdad, me pongo la máscara de quien quise ser y no fui: la máscara que habrá de hacerse una con la que me pondrá la muerte —última de las incontables que he llevado a lo largo de una existencia sin fecha de comienzo. Venido del misterio me aproximo ahora —tras de cuatro jornadas de argonauta y una de menesteroso…— al terrible minuto de la entrega de armas, pompas y andrajos. Y se quiere que hable. Pero las palabras, ahora, se me atragantan. Para decirlo todo, contarlo todo, habría de estar en deuda —“dando y dando”, como se dice en jerga de buen trueque— con los hombres de una fe, de un modo de sentir que me hubiesen sido magnánimos y encubridores. Y no fue así, ya que podría tomar para mí —yo que por ambicioso renegué de la Ley de los míos— las duras sentencias dictadas, en vísperas de morir, a aquel Moisés que, como yo, sin fecha puesta sobre el día de su nacimiento, fuese —como yo— Anunciador de Tierras Prometidas: “Arrojaste muchas simientes para poca cosecha; sembraste y trabajaste la viña para no beber de su vino; tuviste olivares en toda tu hacienda y no pudiste ungirte con su aceite porque derribados fueron tus olivos”. Y también dijo Yahve al Contemplador de Remos Distantes: “He aquí el país que con tus ojos te hice ver pero a él no pasaras”… Aún es tiempo de detener el verbo. Que mi confesión se reduzca a lo que quiero recelar. Diga Jasón —como en la tragedia de Medea— lo que de su historia le conviene contar en idioma de buen poeta dramático, idioma de jaculatoria y coraza, muchos gemidos para mayor indulgencia, y nada más… Extraviado me veo en el laberinto de lo que fui. Quise ceñir la Tierra y la Tierra me quedó grande. Para otros se despejarán los muy trascendentales enigmas que aún nos tiene en reserva la Tierra, tras de la puerta de un cabo de la costa de Cuba al que llame alfa-omega por significar que allí, a mi ver terminaba un imperio y empezaba otro —cerrábase una época y empezaba otra nueva…
…Y ya me busca la cara, el confesor, en las hondura de las almohadas resudadas por la fiebre, mirándome a los ojos. Se alza la cortina sobre el desenlace, hora de la verdad, que es hora de recuento. Pero no habrá recuento. Solo diré lo que, acerca de mí, pueda quedar escrito en piedra mármol. De la boca me sale la voz de otro que a menudo me habita. Él sabrá lo que dice… “Haya misericordia agora el cielo y llore por mí la tierra”
III
LA SOMBRA
“Tu non dimandi chè spiriti son queste che tu vedi?”
dante Inferno, IV
El Invisible —sin peso, sin dimensión, sin sombra, errante transparencia para quien habían dejado de tener un sentido las vulgares nociones de frío o calor, día o noche, bueno o malo— llevaba varias horas vagando entre los brazos abiertos de las cuádruples columnatas del Bernini, cuando se abrieron las altas puertas de San Pedro. Quien tanto había navegado sin mapas no pudo menos que mirar con sorna a los muchos turistas que, aquella mañana, consultaban sus guías y Baedekers antes de engolfarse en la basílica y tomar un rumbo cierto hacia los más famosos portentos de aquel Palacio de Maravillas que, para él, iba a ser hoy Palacio de Justicia. Encausado ausente, forma evocada, hombre de papel, voz trasladada a boca de otros para su defensa o su confusión, permanecería a casi cuatro siglos de distancia de aquellos que ahora examinarían los menores tránsitos de su vida conocida, determinando si podía ser considerado como un héroe sublime —así lo veían sus panegiristas— o como un simple ser humano, sujeto a todas las flaquezas de su condición, tal cual lo pintaban ciertos historiadores racionalistas, incapaces acaso de percibir una poesía en actos situada más allá de sus murallas de documentos, crónicas y ficheros. Le había llegado el momento de saber si, en lo adelante, merecería estatuas con laudatorio epígrafe o algo más trascendente y universal que una imagen de bronce, piedra o mármol parada en medio de una plaza pública.
Apartándose de un Juicio Final —el de la Capilla Sixtina— que aún no lo concernía, se dirigió con certera brújula, a las salas, cerradas para el público visitante, de la Lipsonoteca, cuyo conservador sabio bolandista y, por fuerza, un tanto osteólogo, odontólogo y algo anatomista, estaría entregado como de costumbre, al examen estudio y clasificación de los innumerables huesos, dientes, uñas, cabellos y otras reliquias de santos, guardados en gavetas y cajones. Aunque, por lo general, los muertos no se preocupaban por el destino de sus propios huesos, el Invisible quería saber si en aquel lugar, se había reservado algún sitio a los pocos huesos que le quedaban, para el caso de que… —” Parece que vamos a tener función de mucho lucimiento” —dijo el conservador a un joven seminarista, discípulo suyo, a quién estaba adiestrando en los métodos de clasificación de la Lipsonoteca —“Es que la causa de hoy no es una causa corriente” —dijo el otro —“Ninguna causa por beatificación es causa corriente” —observó el conservador, en el tono de cascarrabias que le era habitual, aunque esto poco apocaba al otro. —“Cierto. Pero aquí el personaje es conocido en todo el orbe. Y la postulación ha sido introducida por dos Papas: primero Pío IX; ahora Su Santidad León XIII.” —“Pío IX murió antes de que transcurrieran los diez años exigidos por la Sacra Congregación de Ritos para proceder al examen de los documentos y testimonios justificativos.” —“Aún no había sido introducida la causa de Cristóbal Colón cuando ya el Conde Roselly de Lorgues estaba pidiendo dos aureolas más: una para Juana de Arco, otra para Luis XVI” —“Mira: si una beatificación de Juana de Arco me parece muy posible, la de Luis XVI es tan probable como la de la puta de tu abuela” —“Gracias”— “Además, habría que poner un coto a eso de las postulaciones. Nosotros somos algo más que una manufactura de imágenes piadosas.” Hubo un silencio, durante el cual entraron unas moscas en vuelo explorador, como buscando algo que al fin no encontraron —“¿Cómo ve usted la causa de Colón—?” —pregunto el seminarista —“Mal. En la timba que tienen los alabarderos suizos en su cuerpo de guardia, las apuestas a favor de Colón están, hoy en la mañana, a una contra cinco.” —“Sentiría que fuese rechazado” —dijo el joven. —“¿Porque apostaste por él?” —“No. Porque no tenemos un solo santo marinero. Por más que he buscado en la La Leyenda Aurea, el Acta Sanctorum de Juan Bolando y hasta en El libro de las coronas de Prudencio, no hallo uno solo. La gente de mar no tiene un patrón que haya sido de su oficio. Pescadores muchos —empezándose por los del Lago Tiberiades. Pero marino de verdad, de agua salada ninguno” —“Cierto” —dijo el conservador, repasando mentalmente sus repertorios, catálogos y registros de entradas— “porque San Cristóbal jamás se las entendió con un velamen. Barquero de río fue Christo-phoros, como sabemos, y por haber pasado de una orilla a la otra, montando en su hombro a Quien no temía ser arrastrado por las aguas tumultuosas, al plantar su pértiga en suelo seguro, esta creció y verdeció como la palmera del dátil”. —“Patrón de todos los viajeros, así viajen en nave, burro, ferrocarril o globo…” Ambos empezaron a revolver tarjeteros y papeles. Y el Invisible por encima de sus hombros, vio aparecer nombres y más nombres —algunos de los cuales le eran profundamente desconocidos— de santos invocados por la gente marina en sus tempestades, calamidades y malandanzas: San Vicente, diácono y mártir, porque, cierta vez, su cuerpo flotó maravillosamente sobre olas embravecidas, a pesar de estar su cuerpo lastrado por una enorme piedra (“pero esa no era su profesión” —observó el seminarista), San Cosme y San Damián, santos moros —“nuestra patria es la Arabia”, decían— porque el procónsul Lisias los arrojó al mar, encadenados; San Clemente, también arrojado al mar, cuyo cadáver fue hallado en una isla próxima a Quersoneso, asido de un áncora (“tampoco fueron marinos” —dijo el joven), San Castreuse, por haber desafiado un tifón a bordo de una barca maltrecha (“embarcado muy a pesar suyo”); San León, por su tormento en manos de unos piratas (“no por ello era navegante”); San Pedro Gonzalez, más conocido por San Telmo (“convirtió a muchos marinos y encendió los lindos Fuegos de San Telmo que suelen bailar, de noche, en las cimas de los mástiles. Pero era hombre de tierras adentro, oriundo de Astorga, sabrosas mantecadas tienen fama en toda España porque…” —“No nos dispersamos” —dice el conservador; “No nos dispersemos”). Y sigue el recuento: San Cutberto, patrón de marinos sajones (“éste me huele a saga nórdica… Un marino gaditano o marsellés no va a invocar a un vikingo”); San Rafael Arcángel (“¡cómo podría llevar gorra marinera un arcángel, dígame usted!”); Nicolás, obispo de Mira que, invisible, enderezó la arboladura de un velero en derrota y, tomando la rueda del timón, lo llevo a puerto seguro (“pero más se le ve hoy guiando un trineo y repartiendo juguetes, que andando sobre las aguas”) —“Pues entonces, estamos jodidos” —dijo el Consenador de la Lipsonoteca Vaticana— “Porque ni Santo Domingo de Lores, ni San Valerio, ni San Antonio de Padua, ni San Restituto, ni San Ramón, ni San Budoc (¡ni lo conozco!), invocados por los marineros, fueron nunca marineros” —“Conclusión: Pío IX estaba en lo cierto. Necesitamos un San Cristóbal Colón” —“Habría que preparar un cajón para guardar sus reliquias.” —“Lo malo es que la gente andariega y navegante no deja rastro.” —“¿Y no quedará, de él algún fémur, algún metacarpo, una rotula, alguna falange, siquiera?” —“Ése es otro lío. Un lío de nunca acabar, pues nunca hubo huesos mas trajinados, trasegados, revueltos, controvertidos, viajados, discutidos, que ésos” Y, resumiendo lo sabido en búsquedas recientes, motivadas por la postulación del día, explicó el sabio bolandista a su discípulo que Colón, por haber muerto en Valladolid, había sido enterrado en el convento de San Francisco de aquella ciudad. Pero en 1513, sus restos pasan al monasterio de Las Cuevas, de Sevilla de donde son sacados, treinta y tres años después, para ser trasladados a Santo Domingo, descansando allí hasta 1795. Pero quien te dice a ti que de pronto se soliviantan los negros de la banda francesa de la isla, levantan tremebundos incendios, queman las haciendas y degüellan a sus amos. Las autoridades españolas, temerosas de que se propaguen las llamas de la rebelión, despachan los despojos mortales del Gran Almirante a La Habana en cuya catedral habrían de quedar en espera de volver a Santo Domingo, donde había el proyecto de levantar un panteón con esculturas, alegorías y todo: algo que fuese digno de tan insigne difunto. Pero entre tanto se produce un golpe de teatro casi rocambolesco, diría, si es que se puede mentar a Rocambole en este ámbito vaticano. —“Descuide usted, señor, que aquí el que más, el que menos ha leído las aventuras de Rocambole.” —“En la catedral de Santo Domingo Cristóbal Colón no estaba solo: su urna funeraria se avecinaba con la de su hijo Diego el primogénito; la de Don Luis Colón, hijo de éste, Primer duque de Varagua, y la de Don Cristóbal Colón II, hermano de Don Diego Colón. Y quién dice que el 10 de septiembre de 1877, un arquitecto encargado de efectuar unas reparaciones en la catedral, descubre un cajón de metal sobre el cual había una inscripción abreviada: D de la A Per Ate C.C.A. —lo cual se interpreta como. Descubridor De America, Primer Almirante, Cristóbal Colón Almirante. Luego, los restos trasladados a La Habana, no eran los de quien ahora vamos a beatificar…” —“Si ha lugar” —murmura el seminarista— “Pero —y ahí está la tragedia— dentro de la caja metálica leíase, en caracteres góticos alemanes: Ilustrísimo y Estimado Varón Don Cristóbal Colón, sin nada de ‘Almirante’. Y empiezan los jodedores de siempre a decir que si esos no son los restos de Colón I sino de Colón II, y que si los de Colón I siguen en Cuba, y un cura venezolano publica un sonado folleto acabando de enredar el pleito y ahí se arma una que ni la del Filioque… Total que no acaba de saberse si los huesos de Colón I no serán los de Colón II, o que si los de Colón II no serán los de Colón I, y a mí que no me pregunten y que eso lo resuelva la Sacra Congregación de Ritos, que para eso está, porque entre tanto no me entra aquí una sola clavícula, un radio, un cubito de Colón que no haya sido debidamente autentificado. Esto es una Lípsonoteca seria y no se pueden aceptar vertebras, apriétales, occipitales o metatarsos que sean de cualquiera, porque en todo hay categorías. Y, en cuanto a mí, no voy a pararme entre dos ataúdes para jugar el juego de: Tin-Marin-Dedó-Pingüe-Cúcara-Mácara-Títere-Fue.” —“Aquí ni con oro se entra, después de muerto” —asintió el seminarista: “Y eso que Colón decía, según Marx, que ‘el oro era una cosa maravillosa. El poseedor de oro tendrá todo lo que desee. Mediante el oro pueden, incluso, abrirse a las almas las puertas del paraíso’.”— “Es cierto que lo dijo Colón pero no me cites a Colón a través de Marx Ese nombre no debe pronunciarse donde las paredes tienen oídos. Mira que después de la publicación del Syllabus ciertos libros están muy mal vistos por acá” —“Y sin embargo parece que usted conoce muy bien a Marx, como conoce también a Rocambole” —“Hijo por fuerza: formo parte de la comisión del Index” —“Veo que no se aburre uno tanto confeccionando el Index” —dijo el seminarista con una risita socarrona: “Ahora me explico por qué Mademoiselle Maupín y Naná, están en el Index” —“En vez de estar diciendo pendejadas deberías ir a ver como anda la beatificación del Gran Almirante” —dijo el bolandista, furioso disparando el escarpín de hebilla en una patada que fallo el blanco —“¡Eso!” —pensó el Invisible: “¡Eso!” Y repentinamente angustiado se encamino con prisa siguiendo corredores y subiendo escaleras. hacia la sala donde, a llamado de ujieres iba a representarse el solemne Auto Sacramental del que sería Protagonista ausente/presente.
Por puerta derecha y puerta izquierda fueron entrando las estiradas figuras del Auto Sacramental, instalándose, en orden observante de jerarquías, dignidades y funciones, tras de una larguísima mesa cubierta por un paño moaré encarnado, cobrando cada cual, por gestos y actitudes que recordaban los de muy viejas ceremonias, una medieval estampa de gente del Santo Oficio. Al centro se sentaron el Presidente y los dos jueces que constituían el tribunal colegial; en un extremo de la mesa, el Promotor Fidei, fiscal de la causa, Abogado del Diablo, y, en el otro, el Postulador —que no era aquí Roselly de Lorgues muerto pocos años antes, sino el erudito comerciante genovés José Baldi, experto diamantista. muy considerado y bienquisto en el ámbito vaticano por sus muchas obras de caridad. El Protonotario civil de la Congregación de Ritos, con su acólito, se situaron en lugares intermedios. Salieron folios y legajos de maletines y portafolios, y, después de una imploración al Espíritu Santo, para que inspirara rectos juicios y atinadas sentencias, se dio por abierto el proceso… El Invisible sintió que sus invisibles orejas se le acrecían y paraban, como las de un lobo en aviso de peligro, atento a todo lo que se dijese en que el tribunal unido, al cabo de tan larga espera, para examinar el expediente de su beatificación que, con el correr del tiempo, había acumulado los sufragios no ya de seiscientos y tantos obispos, firmantes de la primera postulación, sino ahora de ochocientos sesenta que habían estampado su firma al pie de la tercera —y habría esta de ser muy probablemente la decisiva. El Presidente invito el Postulador a prestar juramento de abstenerse de fraude en todo momento y de expresar las motivaciones que lo erigían en Defensor de la Causa, atendiéndose a verdades sinceramente tenidas por tales en su alma y conciencia. En ritmo pausado, respirando entre las frases, destacando los adjetivos, alzando los remates de párrafos, hizo José Baldi un enfático resumen de lo que el Conde Roselly de Lorgues había expuesto con lujo de apéndices y documentos probatorios en su libro encargado por Pío IX. Al correr del discurso, cada vez más ditirámbico y vocativo, El Invisible se enternecía de gozo. ¿Cómo, ante tal cuadro de excelencias, de virtudes, de varonil piedad, de generosidades, de desprendimiento y grandeza interior; como, ante tal cuadro de portentos por él promovidos, aunque con modestia y humildad de fraile mendicante; como, ante la prueba de que poseía poderes sobrenaturales, de los cuales jamás hubiese tenido idea, irían a vacilar sus jueces, si como San Clemente había aplacado tempestades, como San Luis Beltrán el americano apostólico visitador de Colombia Panamá y las Antillas —sus Antillas— había arrancado miles y miles y miles de indios a las tinieblas de sus idolatrías y así como San Patricio —decía Baldi— “Apóstol de la verde Irlanda oía los gritos de los nonatos que desde los vientres de sus madres lo llamaban a la Hibernia, él, Cristóbal Colón, durante los terribles diez y ocho años que hubiese gastado en gestiones inútiles, había llevado en su alma, el enorme clamor de una mitad del género humano”?… El proceso se entablaba magníficamente. Y tal era el entusiasmo del Postulador, que el Invisible empezaba a admirarse ante sí mismo; descubría ahora que lo que él había atribuido a una eficiente operación de la fe ajena era obra suya, acción de sus manos, de su privilegiada voluntad, de su poder de pedir y de recibir; y, lo más extraordinario era que según un cierto León Bloy, muy citado por Jase Baldi en su panegírico, sus milagros superaban los —más corrientes y limitados si se miraba bien— consistentes en sanar enfermos, hacer caminar al paralítico, enderezar al tullido o resucitar algún muerto. No. “Pienso en Moisés” —decía León Bloy: “Pienso en Moisés, porque Colón es revelador de la Creación, reparte el mundo entre los reyes de la tierra, habla a Dios en la Tempestad, y los resultados de sus plegarias son el patrimonio de todo el género humano” —“¡Olé!” —exclama el Abogado del Diablo, con palmadas de jaleador en tablado flamenco “¡Olé y olé!” Pero su voz es cubierta por la del Postulador: “El Conde Roselly de Lorgues, no vacilaba en poner el Gran Almirante en seguimiento de Noé, Abraham, Moisés, Juan Bautista y San Pedro, otorgándole el supremo título de Embajador de Dios” (¡Oh grande, grande, grande Christo-phoros, ganaste la partida, tu aureola esta en puertas, habrá Consistorio, tendrás altares en todas partes, serás como el gigante Atlas, cuyos potentes hombros cargan ya, por siempre, con un mundo que tu hiciste redondo, puesto que, gracias a ti, vino a redondearse una tierra que era plana, limitada, circunscrita, de fronteras asomadas a los abismos insondables de un firmamento que también estaba abajo, idéntico y paralelo, sin que nadie supiese, a ciencia cierta, si lo de arriba estaba abajo, o lo de abajo arriba…!). Y llegaba a su colmo el entusiasmo del Invisible, cuando José Baldi terminó su discurso y, como en brumas, pues invisibles lágrimas de agradecimiento empañaban sus invisibles ojos, vio las sombras de testigos que el Postulador había invitado a prestar declaración, ante la sonrisa escéptica —¿por qué tan escéptica?— del Abogado del Diablo que, como tal, solo podía enarbolar sonrisas un tanto inquietantes, en su diabólica faz — “¿Y aquí no hay Ordinario, o, a falta de él, un delegado eclesiástico?” —inquinó. El Presidente le respondió secamente: “Ociosa pregunta. Es cierto que cuando se sigue un procedimiento de beatificación normal, solo puede oficiar un Ordinario o dignatario que disfrute de jurisdicción episcopal en el lugar donde murió el personaje cuya existencia se examina o donde operó milagros”… —“Lo que se denomina ‘Obispo del Lugar’ —apunto el Abogado del Diablo —“No nos va usted a enseñar lo que de sobra sabemos” —dijo severo el Presidente “Pero, sobre este punto, creo que podríamos acudir una vez más, a la autoridad del Conde Roselly de Lorgues: ‘Ni el «Obispo del Lugar’ de nacimiento —nos dice ni el ‘Obispo del Lugar’ de la muerte de Cristóbal Colón podrían presentarse aquí…” —“Creo que se les haría un poco difícil”… —“El insigne navegante se marchó de Genova a la edad de catorce años —prosigue el Presidente: ‘Murió, hallándose casualmente en Valladolid y sus restos fueron llevados a otra parte. Su residencia oficial, en Santo Domingo, de donde se asentaba continuamente. Así que, ningún obispo estaría en capacidad suministrarnos alguna información’.” —“Bueno: ya sabemos que nadie vive cuatrocientos años…” —“Me parece que aquí se está impugnando la veracidad de las Escrituras” —dijo el Protonotario que, de pronto, pareció salir de un sueño: “Porque, en fin… En el Quinto Capítulo del Génesis se nos dice que Seth vivió novecientos doce años, que Enosh vivió ochocientos quince, que Quenán alcanzó novecientos diez, ‘y luego murió’.” —“¡Caray! ¡Pues, ya era tiempo!” —exclamó el diabólico abogado, provocando las mal sofocadas risas del acólito y de los dos jueces adjuntos —“Orden, orden” —dijo el Presidente —“Todo lo que pido es que, para andar más pronto, pasemos al Diluvio” —dijo el letrado de Belcebú —“Esa broma la hizo ya el poeta francés Racine, antes que usted” —“En la comedia de Los picapleitos” —apunta el Protonotario —“Veo que usted conoce a sus clásicos” —dice, siempre socarrón, el ministro de Belial: “Pero, volviendo a Colón si murió en Valladolid, ¿cómo es que el Obispo de allí no ha dejado algún testimonio escrito al que podamos atenernos?” —“El Obispo de Valladolid ni siquiera se enteró de la muerte del pobre forastero que, cansado y enfermo, había venido a encallar en la ciudad” —dijo Baldi. —“¿Y no quedará el testimonio de un ‘Obispo del Lugar’ donde haya operado milagros?” —“Me he cansado de repetir” —dijo el Postulador: “que los milagros de Colón fueron de una índole distinta a los demás milagros. Digamos que no están ubicados, que son universales”. —“Ya veo por qué el decreto pontifical ha sido introducido por vía excepcional!” —dijo el Abogado del Diablo con tono áspero —“¡Califas!” —dijo alguien, detrás del Invisible. Y volviéndose, vio a un hombre hirsuto, de rostro casi oculto por una intrincada maraña de barbas, algo oliente a mugre, que hacía rodar dos ojos encendidos de cólera bajo sus boscosas cejas, diciendo: “¡Califas! ¡Califas!”. El Abogado del Diablo se encaraba ahora con José Baldi: “El Postulador, para su panegírico, se apoya únicamente en el libro de Roselly de Lorgues que, según tengo entendido es un trabajo tal vez honesto en sus propósitos, pero harto apasionado y carente de rigor histórico. Y buena prueba de ello, es que, se acaba de crear un premio de 30.000 pesetas para laurear la mejor biografía, sólidamente documentada, fidedigna, moderna, en concurso abierto con motivo de la universal conmemoración del cuatricentenario del Descubrimiento de America, que habrá de tener lugar dentro de poco. ¿Y saben ustedes quien, desdeñando el libro de Roselly de Lorgues, ha instituido ese premio?. Nadie menos que el ilustrísimo señor Duque de Veragua, Marqués de Jamaica, Gobernador de las Indias, Senador del Reino y tres veces Grande de España, único descendiente directo de Cristóbal Colón.” —“¡Un miserable!” —aúlla el hombrecito hirsuto que, impulsado por su indignación, ha saltado por encima de dos filas de asientos cayendo al lado del Invisible. “Un criador de toros de lidia, que los vende para animar juegos de circo, el, descastado que no tendría los cojones de un torero para enfrentarse con su propio ganado. Prefiere contemplar sus toros desde el burladero de las placas porque cría bestias feroces para que maten a los demás” —“El premio de 30.000 pesetas” —prosigue el Abogado —“¡Son los treinta denarios de Judas!” —grita León Bloy, el Eterno Tremebundo, pues ahora lo había identificado el Invisible. —“¡Silencio!” —grita el Presidente, “O llamaré a los alabarderos suizos”. — “Sea cual fuere la historia que ahora se escriba” —prosigue el Postulador—, “en nada menguará la grandeza, la evidente santidad del prodigioso cosmógrafo, a quien Schiller decía. ‘Avanza sin temor Cristóbal. Que si lo que buscas no ha sido creado aún, Dios lo hará surgir del mundo de la nada a fin de justificar tu audacia’.” —“No tan prodigioso cosmógrafo” —dice el diabólico abogado: “O si no, que lo diga Víctor Hugo.” Y al punto parécele al Invisible que Víctor Hugo se yergue en la barra y dice: “Si Cristóbal Colón hubiese sido un buen cosmógrafo jamás habría descubierto el Nuevo Mundo”. (—“Pero tuve un olfato de marino que valía por todas las cosmografías posibles” — murmura el Invisible.) —“¡Y que venga Víctor Hugo, que nunca navegó más allá de la isla de Guernesey, a hablarnos de cosas marítimas!” —ruge León Bloy en la selva de sus barbas. Y ahora —¡golpe de teatro!— es Julio Verne quien acude a la barra, con empaque y aplomo de Robur el Conquistador.— “¡No faltaba más que eso!” —Exclama quién, por fuerza tenía que protestar: “¡Un saltimbanqui!” —“¿Por qué no convocan de una vez a Fileas Fogg o a los hijos del Capitán Crant?” —“Bastaba con que viniese el padre de los hijos del Capitán Grant” —dice Julio Verne, muy digno. Y prosigue: “La verdad es que, en época de Colón, un grupo de hechos, de sistemas, de doctrinas, se iba formando. Era tiempo que ya una sola inteligencia viniese a resumirlas y a asimilarlas. Todas esas ideas dispersas acabaron por acumularse en la cabeza de un solo hombre que tuvo, en alto grado, el genio de la perseverancia y de la audacia” —“¿Y la Providencia?” —pregunta León Bloy “¿Dónde me deja este miserable a la Divina Providencia?”. Pero el novelista no parece oírlo: Colón había estado en Islandia[3]… y posiblemente en Groenlandia” (“—Islandia sí, pero no llegué a Groenlandia” —murmuro el Invisible) —“Durante todo su viaje, el Almirante tuvo el cuidado de ocultar a sus compañeros la verdadera distancia que iba recorriendo cada día.” —“Si creyó útil hacerlo” —murmura Bloy. —“Hasta que sonó el grito de ‘¡Tierra!’. Pero la gloria de Colón no estaba en haber llegado, sino en haber zarpado” —“¡Imbécil! ¡Capitán Nemo!” —aúlla Bloy. Pero ahora, el discurso de Verne se hace seco y preciso como el de un profesor de matemáticas. “Por este viaje, el viejo mundo asumía la responsabilidad de la educación moral y política del mundo nuevo. ¿Pero, acaso estaba a la altura de esa tarea, con tantas ideas estrechas como acarreaba, sus impulsos semibárbaros. sus odios religiosos… Por lo pronto, empezó Colón por apresar a varios indios, con el propósito de venderlos en España.” —“Llamó la atención del Tribunal sobre el hecho de que Colón instituyo la esclavitud en el nuevo mundo” —Clama, triunfante, el Abogado del Diablo. (El Invisible sintió enfriarse su invisible cuerpo, como frío debía sentir el suyo, en toda estación, el Licenciado Vidriera) —“Se afirmó que esos indios eran caníbales. Pero ni en Baracoa, ni en ninguna parte, encontró caníbales el navegante.”
—“A esto queríamos llegar” —dice, con tono de muy de muy malas pulgas, el mandatario de Belcebú: “Y pido la venia del Tribunal para hacer comparecer a Fray Bartolomé de Las Casas, como testigo a cargo” (—“Me jodí” —gime el Invisible: “Ahora sí que me jodí”.) Y entra ya el dominico, calvo, ascético, fruncido el ceño, con todas las trazas de un monje de Zurbarán, aforando el Tribunal con mirada sombría y dura. —“¡Atrabiliario! ¡Megalómano! ¡Embustero!” —grita León Bloy en el colmo de la ira. Y, al punto, se alza el coro de improperios de unos que acaban de entrar tumultuosamente en la sala: —“¡Hipocondriaco! ¡Oportunista! ¡Falsario! ¡Calumniador! ¡Saco de bilis! ¡Serpiente con sandalias!”… —“¡No prestarás testimonio en vano!” —chilla uno, con voz como salida de una corneta de cotillón. —“¡Absalón! ¡Ugolino! ¡Judas Iscariote! ¡Escoria del mundo!” —gritan los demás. —“¿Quiénes son esos desaforados?” —pregunta el Presidente. —“Son los Impugnadores de la Leyenda Negra de la Conquista Española” —le explica el Protonotario: —“Se están haciendo numerosísimos en esta época…” —“¡Silencio! O hago expulsar a los revoltosos” —dice el Presidente. Y, viendo restablecida la calma: “¿Qué hay de cierto en eso de que los indios eran caníbales?” Toma la palabra Fray Bartolomé: “Para empezar, diré que los indios pertenecen a una raza superior, en belleza e inteligencia e ingenio… Cumplen satisfactoriamente con las seis condiciones esenciales, exigidas por Aristótile, para formar una república perfecta, que se baste a sí mismo.” (—“¡Ahora va a resultar que edificaron el Partenon y nos dieron el Derecho Romano!” —exclama León Bloy.) —“¿Pero comen o no comen carne humana?” —pregunta el Presidente: —“No en todas partes, aunque es cierto que en Méjico, sí se dan casos, pero es más por su religión que por otra causa. Por lo demás, Heródoto, Pomponio Mela y hasta Sen Jerónimo nos dicen que había también antropófagos entre los escitas, masagetas y escotos.” —“¡Vivan los caníbales! ¡Vivan los caníbales!” —claman, a una, León Bloy y los Impugnadores de la Leyenda Negra. —“Si había caníbales entre los indios de América” —dice, imperturbable, el Abogado del Diablo: “doble motivo hubiese tenido Colón para no llevar indios a España, porque los caníbales hubiesen sido un peligro constante para los niños que jugaban en los jardines públicos. Y hasta hubiera podido darse el caso de que alguno se antojara de los solomos de una guapa moza”. —“Llamo la atención del Tribunal sobre los despropósitos del Señor Abogado del Diablo” —dice el Postulador. —“Retire el Promotor Fidei esos ‘solomos de la guapa moza’” —dice el Presidente, frunciendo el ceño. —“Retiro los solomos y la guapa moza se queda en el hueso” —dice el Abogado de Satanás. —“Veamos, ahora, si puede el testigo a cargo aportar las pruebas suficientes de que el Postulado instituyó deliberadamente la esclavitud de indios americanos” —dice el Presidente. —“Bástame con decir que cuando la Reina Isabel, de gloriosa memoria, supo que las gentes de Colón estaban vendiendo esclavos americanos en el mercado de Sevilla, montó en grande enojo y preguntó: ‘¿QUÉ PODER TIENE MÍO EL ALMIRANTE PARA DAR A NADIE MIS VASALLOS?’. Y mandó luego a pregonar en Granada y en Sevilla, qué todos los que hubiesen llevado indios a Castilla, que les hubiese dado el Almirante, los volviesen luego al lugar de origen, so pena de muerte, en los primeros navíos en partanza.” Pide la palabra ahora José Baldi, y comienza a hablar con voz dulzona y conciliadora: —“El eminente filósofo francés Saint-Bonnet…” —“Fue mi maestro” —murmura León Bloy. —… “en su tratado sobre El dolor, escribió, al final del capítulo XXIX estas palabras que someto a vuestra meditación: ‘La esclavitud fue una escuela de paciencia, de mansedumbre, de abnegación. Solo el orgullo impide la Gracia a penetrar en el alma, y es la Humildad quien, retirando ese obstáculo, le franquea el camino. Por ello en su sabiduría, el hombre antiguo hallaba en la esclavitud algo como una necesaria escuela de paciencia y de resignación, que lo acercaba al Renunciamiento, virtud del alma y fin moral del cristianismo’.” “¡Vivan las caenas!” —grita el Abogado del Diablo. —“Pido venia al Presidente de este tribunal para recordar que no vivimos en los días de Fernando VII de España, sino que este proceso nos sitúa en tiempos de los Reyes Católicos” —dice el Protonotario, que acaba de despertarse para volver, después de lo dicho, a un profundo sueño. —“Puesto que estamos en tiempos de los Reyes Católicos, razón de más para recordar que la Reina Isabel, en famoso concilio de 1504, ruega y manda a su marido y a sus lujos que no consienta que los indios vecinos y moradores de Indias reciban agobio alguno en sus personas y bienes, debiendo ser bien y justamente tratados.” José Baldi se dirige con presteza al Tribunal; —“Un momento… Un momento… Un momento es interesante señalar que la Reina católica ‘mandó a su marido y a sus hijos’, no así al almirante a quien no había dado instrucciones al respecto…” —“¡Ingenioso!” —exclama el Abogado del Diablo: “¡Muy ingenioso! ¡Algo así como el Huevo de Colón!” (—“Ya salió eso” —murmura el Invisible.) José Baldi alza los brazos con fingido desconsuelo: —“¡Leyenda infantil! ¡Tontería! ¡Jamás Colón, con su sobrehumana dignidad, se habría entregado a semejante payasada. El mismo Voltaire…” (—“¡Ay, si meten a Voltaire en eso. estoy fregado!” —gime el Invisible.) —… “el mismo Voltaire, antes de Washington Irving, aclaró que el tan mentado Huevo de Colon no fue sino el Huevo de Brunellesco…” (—“¡Ahora resulta que son dos!”…) —“Con esa ocurrencia, buena para una alegre sobremesa, el genial arquitecto quiso explicar cómo había concebido la edificación de la cúpula de Santa-Maria de las Flores.” —“¡Menos mal!”…) —“Y habría que ver si…” —“Nos vamos a pelear por un huevo más o menos” —dice el Presidente: “y volvamos, por favor, a la cuestión de la esclavitud”. Fray Bartolomé se yergue nuevamente ante el Tribunal: —“Tengo por seguro que, si no le fuera impedido con la gran adversidad que al cabo le vino, él hubiese acabado en muy poco tiempo de consumir a todos los pobladores de estas islas, porque tenía determinado de cargar de ellos los navíos que le viniesen de Castilla y de las Azores, para que se vendieran como esclavos, dondequiera que tuviesen aceptación.” Esta vez León Bloy se encara con el Presidente: —“Esto es un proceso de intenciones… Tengo por seguro… Tengo por seguro… ¿Qué validez pueden tener las suposiciones de este embustero?” —“¡Colón arrojado a las fieras!” —claman los Impugnadores. —“¡Nerón! ¡Nerón!” —espeta uno al Abogado del Diablo que, riendo, cierra el puño, apuntando con el pulgar hacia abajo. —“¿Hay pruebas de que Colón estableciese la esclavitud de modo deliberado?” —pregunta el Presidente. “Porque se dice que el culpable del envío de indios a España era un hermano suyo. ¿Estaba enterado de esto el Gran Almirante?” —“¡Vaya que sí! Tanto que escribió a ese buen hermano suyo una carta recomendándole que sobrecargara sus naves de esclavos llevando justa, cuenta de los beneficios habidos en la venta dellos.” —“¿Quién vio esa carta?” —pregunta Baldi. Y responde, firme, el Obispo de Chiapas: “Yo la vide. y de su misma letra y mano firmada”. —“¡Miserable! ¡Testigo mendaz! ¡Embaucador! ¡Fariseo!” —grita León Bloy con tal esfuerzo para ser oído que al punto se le raja la garganta y queda sin resuello. —“Quien roba el pan del sudor ajeno es como el que mata a su prójimo” —clama terrible, Fray Bartolomé de Las Casas. —“¿Quién está citando a Marx?” —pregunta el Protonotario, abruptamente sacado de un profundo sueño. —“Capítulo 34 del Eclesiastés” —aclara el Obispo de Chiapas… —“Dejemos eso, y pasemos a la cuestión de la moralidad del Postulado” —dice el Presidente. —“Pido venia para hacer comparecer al poeta Alfonso de Lamartine, como testigo a cargo” —dice el Abogado del Diablo. (—“¿Qué carajo entenderá el hombre de El Lago de asuntos marítimos?” —brama, sordamente, León Bloy. Estirado en su levita tribunicia, con el mechón atravesado en la frente. Lamartine se enfrasca en una larga explicación de la cual sólo entiende el Invisible, agobiado, lo que se refiere a “sus malas costumbres y a su hijo bastardo”. —“Me basta” —dice el Abogado del Diablo: “Porque hemos llegado a una de las cuestiones más graves que aquí habrán de considerarse: el de las relaciones ilegítimas del Almirante con una cierta Beatriz que fue —y ello es notorio— algo que, por no afear la memoria de una mujer no llamare su barragana, su concubina, su querida, sino que, usando un delicado vocablo muy gustado por los clásicos españoles, llamare: ‘su amigada’” (Al oír el nombre de Beatriz se enterneció el Invisible, haciendo suya la estrofa en que Dante expresa orillas del Leteo: “…el hielo que se había endurecido en torno a mi corazón se hizo suspiros y lágrimas, brotando de mis entrañas apresurado, por la boca y por los ojos”…) El Postulador Baldi se pone de pie, pidiendo la palabra con aspaventados gestos: “Se tratará ahora de arrojar paletadas de lodo sobre lo que fue sólo un muy humano aunque puro amor… Sí, Señor Abogado de Satanás: deje usted de hacer esa seña digna de arrieros con su irreverente mano, y escuche, mejor, lo que acerca de ese idilio otoñal del grande hombre, nos dice el Conde Roselly de Lorgues: ‘A pesar de sus cuarenta y tantos años, su viudez, su pobreza, su acento extranjero sus canas, quiso ser compañera suya una joven de gran nobleza y de rara belleza. Se llamaba Beatriz y, en ella, se anidaban todas las virtudes y toda la donosura de la mujer cordobesa… Pero ese rayo de luz que vino a traer un poco de valor a su atribulado corazón, no apartó un instante al grande hombre de su predestinada misión’…” —“¿No sería bueno tener unos violines para acompañar esta estremecedora romanza?” —pregunta, insolente, el Abogado del Diablo. —“¡Un poco de compostura!” —clama el Presidente. —“Esa joven, dechado de virtudes, a quien el grande hombre quería y respetaba…” —“Tanto la respetaba que le hizo un hijo” —larga, casi grosero, el luciferino letrado: “Y Colón se sabía tan responsable del estropicio que, acaso por tratar de remediarla en su soledad y desamparo, cuando de viuda con marido y un pequeño cordobés a cuestas que ni siquiera fue torero, cuando Rodrigo de Triana lanzó el grito famoso de: ‘¡Tierra, Tierra!’, debiendo haber gritado mejor: ‘¡Cuanto lío! ¡Cuanto lío!’…” —“Dejemos quieto a Rodrigo de Triana y el asunto de los 10 000 maravedís, que mejor estaban en manos de una joven madre, que en las de un marino cualquiera, que se los hubiera jugado en la primera taberna…” (—“Sí, sí, sí… Dejen tranquilo a Rodrigo de Triana, porque si, tras de él, me vienen los Pinzón y mis criados. Salcedo y Arroyal que, a espaldas mías, comunicaban mis mapas secretos al maldito vizcaíno Juan de la Cosa, mi causa se va a hacer puñetas”.) Y ahora, la frase emponzoñada del Abogado del Diablo que, con diabólica sonrisa, cierra diabólicamente el debate: “Parece que los hijos del amor —quiero decir: del amor hecho carne en tálamo no bendecido— suelen ser objeto de especial cariño por parte de sus padres. De ahí que Cristóbal Colón haya mostrado siempre una marcada predilección por su hijo ilegítimo, Don Fernando… Pero el hecho de que un padre ame muy particularmente a un hijo tenido fuera de matrimonio, no lo hace acreedor de una aureola de santidad… Porque, si así fuese, tantas aureolas iluminarían el mundo que jamás, en él, se conocerían las sombras de la noche”. —“Sería magnífico como sistema de alumbramiento público” —dice el Protonotario que, decididamente, había dado más de una muestra de debilidad mental durante el proceso: “Sería mucho mejor que todo lo que ha podido inventar el yanki Edison que, por cierto, prendió su primera bombilla eléctrica el año mismo en que murió Su Santidad Pío IX, tras de introducir la primera postulación del Gran Almirante.” —“¡Fiat Lux!” —dijo, conclusivamente, el Presidente… Se esfumaron las figuras de Bartolomé de Las Gasas, de Víctor Hugo, de Lamartine, de Julio Verne. Desaparecieron —sin alborotos inoportunos, esta vez— los Impugnadores de la Leyenda Negra de la Conquista Española. Se disipan las tenues brumas, pobladas de formas fantasmagóricas, que, para la mirada del Invisible, aneblaban la sala. Y las figuras del Tribunal vuelven a dibujarse, más precisas, cual las de un retablo, sobre un óleo mural que muestra a San Sebastián traspasado por las flechas de su martirio. Se levanta el Presidente: —“De todo lo visto y escuchado… ¿ha tomado nota el Protonotario?” (El Protonotario responde afirmativamente, contemplando las pajaritas de papel que, de mayor a menor, se alinean sobre el verde papel secante de su jurisdicción —pradera diminuta en el rojo moaré de la mesa. Por una seña que hace discretamente el acólito, entienden todos que éste si tomó acta de todo…) —“De lo dicho y escuchado” —prosigue el Presidente—, “se retienen dos grandes cargos contra el Postulado Colón: uno, gravísimo, de concubinato tanto más inexcusable si se piensa que el navegante era viudo cuando conoció a la mujer que habría de darle un hijo— y otro, no menos grave, de haber iniciado y alentado un incalificable comercio de esclavos, vendiendo, en mercados públicos varios centenares de indios capturados en el Nuevo Mundo… Contemplando dichos delitos, este tribunal habrá de pronunciarse concretamente sobre el hecho de saberse si el susodicho Colón, postulado para Beato, es merecedor de tal ventura que le abriría esta vez sin controversia, el acceso a la Canonización”. El acólito del Protonotario hace circular una pequeña urna negra donde cada miembro del Tribunal introduce un papel doblado. El Presidente destapa luego la urna, y procede al escrutinio: —“Sólo un voto a favor” —dice: “Por tanto, la Postulación es denegada.” Todavía protesta José Baldi, citando inútilmente a Roselly de Lorgues: —“Colón fue un santo; un santo ofrecido por voluntad del Señor allí donde Satanás era rey.” —“Ya para nada sirve desgañitarse” —dice el Procurador Fidei, irónico: “Esto se acabó.” Se cierran cartapacios, folios y legajos, recoge el Protonotario sus pajaritas de papel, se ajusta el Presidente el solideo pues una corriente de aire se cuela repentinamente en la sala, y desaparece el Abogado del Diablo como Mefistóteles tragado por un escotillón en ópera de Gounod. Recomiéndose las barbas de pura rabia se encamina León Bloy hacia la salida, bufando: “La Sacra Congregación de Ritos no se olió siquiera la grandeza del proyecto. ¡Nada le importa una misión providencial! A partir del momento en que la Causa no se presenta ya en forma ordinaria, con el expediente completo, cotejado, firmado y contrafirmado, sellado con lacre episcopal, todo el mundo se indigna y se agita para impedir que dicha causa progrese. Y además, para ella… ¿quién rayos era ese Cristóbal Colón?. Nada más que un marino. ¿Y se ha preocupado alguna vez la Sacra Congregación de Ritos por algún asunto marítimo?”[4] —“Me jodí”, murmura el Invisible, dejando su asiento para encaminarse hacia la puerta principal, que habría de conducirlo, tras de un larguísimo andar por corredores y galerías, a las afueras del inmenso edificio-ciudad. Antes de abandonar la estancia, dirigió una última mirada a la pintura que mostraba el martirio de San Sebastián: “Como tú, he sido flechado… Pero las flechas que me traspasaron me fueron disparadas, en fin de cuentas, por los arcos de los indios del Nuevo Mundo a quienes quise aherrojar y vender.”
Como fascinado por una repentina coincidencia de imágenes, detuvo el paso demorándose en contemplar aquella pintura que mostraba el tormento de un asaeteado y pensó en aquellas otras saetas —crueles y deleitosas saetas— que, desde los tiempos mitológicos, fatídicamente hieren a sus electos, dejándolos en la inefable agonía de quienes son arrojados al “huracán infernal” que por siempre arrastrará a los Paolo y Francesca de ayer, de hoy y del futuro, (“Cuando me culparon de amancebamiento por no haber llevado al altar a mi Beatriz, a quien tanto quise, dejando mi simiente en su propicia aradura, no entendían esos feroces observantes del canon reunidos para condenarme, clérigos helados, vaticanos de prebenda y poltrona, puestos ante mí como si estuviesen sentados a la derecha de Dios para juzgar a los hombres, que yo, como los magnánimos varones de la Andante Caballería [(¿y que fui yo, sino un Andante Caballero del Mar?)], tuve por Dama a quien jamás traicioné en espíritu, sí bien permanecía unido por la carne a la que hizo perdurar mi prosapia. Y, en esos momentos en que, de lo alto de un estrado que mucho tenía de buen escenario para alguna jurídica farándula, discutían mi caso esos Investidos, ceñudos y ergotantes, entendí, más que nunca, que tiene el corazón —¿quién dijo eso?— razones que la razón ignora. Y de súbito pensé en la reclinada y dolorosa figura del Doncel de Sigüenza, que también tuvo de Dama, guía y faro de sus destinos, a la Alta Señora de Madrigal de las Altas Torres… Entronizando en su alma —como Amadís a la sin par Oriana— a quien hubiese visto por vez primera en el campamento de Moclín, tras de la toma de Illora, la amó con muy distinto sentimiento del que durante algún tiempo lo tuviese goloso de su novia seguntina. Y, con su imagen en la mente, movido por el mismo empeño que alentaba en su Dama el glorioso afán de la Reconquista, acaso por acrecerse en fama y bizarría ante Sus Ojos, se arrojó a temerarias acometidas, cayendo en la cruzada contra los moros, para descansar, finalmente, en la catedral de Sigüenza, inmovilizado en estatua de piedra mármol, envuelto en su capa castrense, recortada la melena al itálico modo —roja la cruz de Santiago pintada en el pecho, como perenne retoño de su sangrante alma[5]. ¡Cómo te envidio Doncel, más batallador que yo, aunque se te figurase en la tapa de tu enterramiento leyendo un libro —un libro que acaso fuese de Séneca el Viejo, mientras yo, buscando las claras profecías que se encerraban en su Medea, traducía reveladoras estrofas del otro Séneca!… ¡Tú y yo —¿y a qué negar que alguna vez tuve celos de ti?— amamos a la misma mujer, aunque tú no conociste, como yo [(¿y tal vez?, ¿quién podría asegurarlo?, ¿cómo calar en tan resguardado misterio?…)] el gozo impar de tener una reina en tus brazos. La de Madrigal de las Altas Torres fue nuestra incomparable Oriana, aunque esos, que me juzgaron, pulverulentos magistrados, empachados de derecho canónico, no entendieran la constancia de un desvelo tenido en secreto, porque forzoso era que fuese ignorado por todos, teniendo ambos que callar lo que acaso te llevó a inmolarte en meritorios alardes de hombría, mientras yo consecuente con el sentimiento que fue, a partir de cierta época, brújula y norte de mis actos, no desposé a Beatriz, a mi sin embargo amada Beatriz, Y es que hay normas de la fidelidad caballeresca que jamás entenderán esos mediocres leguleyos que ahora me culparon de amancebado fornicador y no sé cuántas cosas más… Si no hubiese alentado el ideal que en mí llevaba, me habría ayuntado con indias —que bien apetecibles eran, a veces, en su edénica desnudez— como hicieron tantos y tantos que me acompañaron en mis descubrimientos… Y eso. Eso, jamás podrán decirlo de mí, por más que revuelvan papeles viejos, escudriñen en archivos, o presten oídos a las infamias sobre mí propaladas por los Martín Pinzón, Juan de la Cosa, Rodrigo de Triana, y otros bellacos encarnizados en mancillar mi memoria… Y es que hubo en mi vida un instante prodigioso en que, por mirar a lo alto, lo muy alto, desapareció la lujuria de mi cuerpo, fue ennoblecida mi mente por una comunión total de carne y espíritu, y una luz nueva disipó las nieblas de mis desvaríos y lucubraciones…)
Y el Invisible se encuentra nuevamente, agobiado por una enorme congoja, en la Plaza de San Pedro… (A su lado pasa, apresurado y cazurro, el seminarista de la Lipsonoteca, murmurando: “Aquí no hay un día de descanso. No bien acaban de tumbar a Colón, y ya se piensa en la beatificación de Juana de Arco, que tampoco tiene huesos que guardar, ya que sus cenizas fueron aventadas en Rouen… Y tener que convencer de ello al Protonotario, que cree que Juana de Arco fue estrangulada en la Torre de Londres… ¡Qué oficio, Dios mío! ¡Qué oficio!…) De pronto, un nuevo Invisible se empareja con el anterior —visible para él—, desnudo el torso, cargando con un tridente como Poseidón, tal como aparece, para la posteridad, en un famosísimo retrato del Bronzino. Así, el Gran Almirante de Isabel y Fernando se topa, por vez primera, con su coterráneo y casi contemporáneo —años más, anos menos— Andrea Doria, el Gran Almirante de Venecia y de Genova. Almirantes ambos y genoveses ambos, se hablan cordialmente en su peculiar dialecto. —“Me aburría en mi sepulcro de la Iglesia de San Mateo, y vine a tomar el fresco en esta plaza” —dice Andrea: “De paso me conseguí una tableta de andullo. ¿Quieres una mascada? ¿No?… Raro, puesto que eres bastante responsable de que tanta gente estornude el rape, fume en pipa o encienda habanos, en nuestro país. Sin ti, no sabríamos lo que es el tabaco.” —“Se hubieran enterado de todos modos por Améríco Vespucci” —dijo Cristóbal, amargo: “¿Y cómo viniste de Genova?” —“En tren. Por el expreso de Ventimiglia.” —“¿Y te dejaron subir al vagón así, así, casi en cueros, hecho un Neptuno de alegoría mitológica?” —“No olvides que tú y yo pertenecemos a la categoría de los Invisibles. Somos los Transparentes. Y como nosotros hay muchos que, por su fama, porque se sigue hablando de ellos, no pueden perderse en el infinito de su propia transparencia alejándose de este mundo cabrón donde se les levanta estatuas y los historiadores de nuevo cuño se encarnizan en revolver los peores trasfondos de sus vidas privadas.” —“¡Dímelo a mí!” —“Así, muchos ignoran que a menudo viajan, en ferrocarril o en barco, en compañía de la griega Aspasia, el paladín Roldan, Fray Angélico o el Marqués de Santillana.” —“Invisible se vuelve todo aquel que ha muerto.” —“Pero si se le menciona y se le habla de lo que hizo y de lo que fue, el Invisible ‘se hace gente’ —como se dice— y empieza a conversar con quien evoca su nombre. Pero en eso, como en todo, hay categorías debidas a la mayor o menor demanda. Hay invisible Clase A, como Carlomagno o Felipe II; Clase B, como la princesa de Éboli o el caballero Bayardo; y hay los ocasionales, mucho menos solicitados, como aquel infeliz rey visigodo, Favila, mencionado en la Crónica de Alfonso III, de quien sólo se sabe que reinó dos años y murió comido por un oso, o, para hablar de tu mundo, aquel Bartolomé Cornejo que en San Juan de Puerto Rico abrió, y con la anuencia de tres obispos, la Primera Casa de Putas del Continente, el día 4 de agosto de 1526 —fecha memorable, aquélla, que algo tuvo ya de ‘Día de la Raza’, puesto que allí laboraban mozas traídas de la Península, porque las indias, que nunca habían practicado el tal oficio, ignoraban las mañas que tú y yo bien conocemos… ¿eh marino?” —“En la historia de América —y por mía la tengo, aunque lleve el nombre de otro… —hubo varones de méritos más señalados que ese Bartolomé Cornejo” —dijo el Invisible-Descubridor, picado: “Porque, en fin, Sahagún, Motolinía, Fray Pedro de Gante…” —“¡Quién lo duda! Y también existió un Simón Bolívar!” El invisible semblante del Invisible Christo-phoros se crispó en su invisibilidad: —“Prefiero que no menciones a Simón Bolívar.” —“Perdón” —dijo Doria: “Comprendo que su nombre te sea poco grato. Él deshizo lo que tú hiciste.” —“Por eso: no mientes la soga en casa del ahorcado.” —“Aunque, pensándolo bien: si el descubrimiento de América hubiese interesado a un rey Enrique de Inglaterra, Simón Bolívar se llamaría Smith o Brown… Igualmente, si Ana de Bretaña hubiese aceptado tu oferta, donde hoy se habla el castellano, se hablaría algún bárbaro dialecto del Morbihan.” —“Quiero recordarte” —dijo Christo-phoros, picado— “que tú, antes de combatir a favor de Carlos V, serviste, tan feliz, al Rey Francisco I de Francia, que era su adversario. Los genoveses nos conocemos todos”. —“Tanto, tanto, tanto, que todos sabemos aquí quién es Almirante de combates y quién es Almirante de paseos. ¿Dónde fueron tus guerras?” —“Allá”, dijo el marino de Isabel la Católica, señalando hacia el Oeste. —“Las mías fueron aquí, en el Mediterráneo. Con la diferencia de que, mientras tú aterrorizabas con tus lombardas a unos pobres indios en cueros, sin más armas que azagayas que hubiesen sido suficientes, siquiera, para azuzar una yunta boyera de las nuestras, yo fui, durante años, el azote mayor de los bajeles del Turco”. La conversación se iba agriando. Andrea Doria cambió de tema: “¿Y qué tal tu asunto allá dentro?” (señalando hacia la puerta mayor de la basílica) —“Me tumbaron”. —“Tenía que ser: marinero y genovés.” Y, engolando el tono, recitó los versos de la Divina Comedia: “¡Ah genoveses! Hombres ajenos a toda buena costumbre y repletos de vicios… ¿por qué no sois arrojados de la tierra?” —“Me tumbaron” —repetía el Christo-phoros, con muy triste voz: “Tú, Andrea, fuiste un Gran Almirante y sólo se quiso honrar tu memoria como la memoria de un gran Gran Almirante… Yo también fui un Gran Almirante pero, por el empeño de hacerme demasiado grande, rebajaron mí talla de gran almirante” —“Consuélate pensando que muchas estatuas tuyas se erigirán en el mundo” —“Y ninguna se parecerá a mí, porque salido del misterio volví al misterio sin dejar huella pintada o dibujada de mi humana figura.” “Además, de estatuas sólo no vive el hombre. Hoy, por demasiado admirarme, algunos amigos míos me jodieron.” —“Tenía que ser: marinero y genovés” —“Me jodieron” —repetía el otro, casi sollozante. Andrea Doria le puso una invisible mano sobre el invisible hombro, y, para consolarlo: —“¿A quién, carajo, se le ocurrió eso de que un marinero pudiese ser canonizado alguna vez? ¡Si no hay santo marino en todo el santoral! Y es porque ningún marinero nació para santo. Hubo una larga pausa. Ya los dos Invisibles nada tenían que decirse: —“Ciao, Colombo.” —“Ciao, Doria”… Y quedó el Hombre-condenado-a-ser-un-hombre-como-los-demás, en el lugar preciso de la plaza donde, cuando se mira hacia las columnatas de Bernini, la columna frontal oculta tan perfectamente las otras tres, que cuatro parecen una sola. —“Juego de apariencias” —pensó: “Juegos de apariencias, como fueron, para mí, las Indias Occidentales. Un día, frente a un cabo de la costa de Cuba al cual había llamado yo Alfa-Omega, dije que allí terminaba un mundo y empezaba otro: otro Algo, otra cosa, que yo mismo no acierto a vislumbrar… Había rasgado el velo arcano para penetrar en una nueva realidad que rebasaba mi entendimiento porque hay descubrimientos tan enormes —y sin embargo posibles— que, por su misma inmensidad, aniquilan al mortal que a tanto se atrevió.” Y recordó el Invisible a Séneca, cuya Medea fuese durante largo tiempo su libro de cabecera, identificándose con Tifis, timonel de Argonautas, en las estrofas, muy sabidas, que se le cargaban, ahora, de un sentido premonitorio: “Tifis tuvo la audacia de desplegar sus velas sobre el vasto mar/ dictando nuevas leyes a los vientos…/ Hoy, vencidas las aguas, sometidas a la ley de todos/ el esquife más endeble puede transponer sus horizontes/ y fueron rotos los linderos conocidos/ y las murallas de nuevas ciudades son edificadas/ sobre tierras recién descubiertas./ Nada ha quedado como antes/ en un universo accesible en su totalidad”… Y mientras empezaban a sonar claras campanas en aquel mediodía romano, se recitó los versos que parecían aludir a su propio destino: “Tifis, que había domado las ondas/ tuvo que entregar el gobernalle a un piloto de menos experiencia/ que, lejos de los predios paternos/ no recibiendo sino una humilde sepultura/ bajó al reino de las sombras oscuras”… Y, en el preciso lugar de la plaza desde donde, mirándose hacia loa peristilos circulares, cuatro columnas parecen una sola, el Invisible se diluyó en el aire que lo envolvía y traspasaba, haciéndose uno con la transparencia del éter.
10 de septiembre de 1978
Notas:
[1] “El Muy Eminente Príncipe Cardenal Donnet, arzobispo de Burdeos, hizo conocer, hace cuatro años, a Vuestra Santidad, la veneración de los fieles hacia el servidor de Dios Cristóbal Colón, solicitando insistentemente la introducción de la causa del ilustre personaje por vía extraordinaria.” (Apéndice “C” del Postulatum, publicado al final de Le Révélateur du Clobe de Léon Bloy.)
[2] Según documento publicado por la Nunciatura Apostólica de Chile (1952).
[3] Que había estado en Islandia forma parte de lo “poco cierto” que, según Menéndez Pidal, acerca de él sabemos.
[4] León Bloy: Le Révélateur du Globe, cap. X
[5] “La más bella estatua del mundo” dijo Ortega y Gasset
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