Alejo Carpentier
(La Habana, 1904-París, 1980)

El recurso del método
(1974)

A Lilia

Primer capítulo

… mi propósito no es el de enseñar aquí
el método que cada cual debe seguir para
guiar acertadamente su razón, sino
solamente el de mostrar de qué manera
he tratado de guiar la mía.

DESCARTES, (Discurso del método)


1

      … pero, si acabo de acostarme. Y ya suena el timbre. Seis y cuarto.
       No puede ser. Siete y cuarto, acaso. Más cerca. Ocho y cuarto. Este despertador será un portento de relojería suiza, pero sus agujas son tan finas que apenas si se ven. Nueve y cuarto. Tampoco. Los espejuelos. Diez y cuarto. Eso sí. Además, el día se pinta en color de media mañana sobre el amarillo de las cortinas. Y es lo mismo de siempre cuando vuelvo a esta casa: abro los ojos con la sensación de estar allá, por la hamaca esta que me acompaña a todas partes —casa, hotel, castillo inglés, Palacio nuestro… — porque nunca he podido descansar en rígida cama de colchón y travesaño. Necesito un acunado de chinchorro para ovillarme, con su cabuyera para mecerme. Y es otra mecida y un bostezo, y otra mecida al sacar las piernas y poner los pies a buscar mis pantuflas que se me extravían en los colores de la alfombra persa. (Allá, siempre atenta a mis despertares, me las hubiera calzado ya la Mayorala Elmira, que debe estar durmiendo en su camastro de campaña —ella también tiene sus manías—, de pechos sueltos y enaguas por las caderas, en la noche del otro hemisferio). Unos pasos hacia la claridad.
       Halar el cordón de la derecha y se abre, con ruido de anillas, arriba, el escenario de la ventana. Pero, en vez de un volcán —nevado, majestuoso, lejano, antigua Morada de Dioses— se me acerca el Arco de Triunfo detrás del cual está la casa de mi gran amigo Limantour, que fue ministro de Don Porfirio, y con quien tanto se aprende cuando se pone a hablar de economía y jodederas nuestras. Leve ruido de puerta. Y aparece Sylvestre, con su chaleco rayado, alzando la bandeja de plata —espesa y hermosa plata de mis minas: Le café de Monsieur. Bien fort comme il l’aime. A la façon de lábas… Monsieur a bien dormi?… Las tres cortinas de brocado son corridas, ahora, una tras otra, mostrando, en buen sol para jornada hípica, las esculturas de Rude. El niño-héroe de los cojoncillos al aire, llevado a combate por un caudillo desmelenado y corajudo de los que —¡si lo sabré yo!— aullando epinicios pasan de la vanguardia a la retaguardia si la cosa se pone fea. Le Journal, ahora L’Excelsior, cuyas páginas, por sus muchas fotos, vienen a ser un cinematógrafo de la actualidad. L’Action Française, con las recetas gastronómicas de Pampille que mi hija señala cada día, con lápiz rojo, a la atención de nuestro excelente cocinero, y el imprecatorio editorial de Léon Daudet, cuyas geniales, apocalípticas injurias —expresión suprema de la libertad de prensa— promoverían duelos, secuestros, asesinatos y balaceras cotidianas en nuestros países. Le Petit Parisien: Sigue la rebelión de Ulster, con gran concertante de ametralladoras y arpas irlandesas: universal indignación produce la segunda recogida de perros de Constantinopla, condenados a devorarse, unos a otros, sobre una isla desierta; nuevos bochinches en los Balcanes, eterno avispero, polvorín de siempre, que mucho se me parecen, por ello, a nuestras provincias andinas. Todavía me acuerdo —era en mi pasado viaje— las ceremonias de recibimiento del Rey de los Búlgaros. Pasó por aquí, junto al Presidente Fallières, exhibiendo su empenachada y entorchada majestad (se me pareció por un momento al Coronel Hoffmann) en un soberbio landó de aparato, mientras la banda de la Guardia Republicana, apostada al pie del monumento napoleónico, tocaba Platcha divitza, Chuma Maritza, con gran lujo de trompetas, clarinetes y bombardinos, realzado por una casi zarzuelera combinación de flautín y triángulo. Vive le Roi! Vive le Roi!, gritaba una multitud republicana, añorante, en el fondo, de tronos, coronas, cetros y maceros, muy pobremente sustituidos, en cuanto a espectáculo, por los presidentes de frac y banda escarlata en el chaleco, que mueven la chistera, de cabeza a rodillas, en gesto de saludo harto parecido al de los ciegos que piden limosna después de haber buscado el sonsonete de La jambe en bois en las negras honduras de una ocarina. Once menos veinte. Felicidad de una agenda cerrada —tirada— en el velador arrimado a la hamaca, sin un horario de audiencias, visitas oficiales, presentación de credenciales, o alardosa entrada de militares que te llegan así, de repente, fuera de programa, a compás de botas y espuelas. Pero he dormido más de lo acostumbrado y es que anoche, claro, anoche —y muy tarde— me he tirado a una hermanita de San Vicente de Paul, vestida de azul añil, con toca de alas almidonadas, escapulario entre las tetas, y disciplina de cuero de Rusia en la cintura.
       La celda era perfecta, con su misal de pasta becerrona en la tosca mesa de madera, junto a la palmatoria plateada y la calavera demasiado gris —la verdad es que no la toqué— que sería de cera o tal vez de caucho. La cama, sin embargo, pese a su estilo conventual y penitenciario era comodísima, con sus almohadas de falsa estameña, sus plumas metidas en fundas que parecían hechas de austera lona, y aquel bastidor de tiras elásticas que colaboraba, dócil, con los movimientos de codos y de rodillas que sobre él se trababan. Cómoda era la cama, como lo eran el diván del cuarto de los califas o la banqueta de terciopelo del coche-dormitorio de los Wagonslits-Cook (Paris-Lyon-Mediterranée) eternamente detenido, con dos ruedas y escalerilla de acceso, en la galería que —ignoro por qué ingenioso artificio— olía siempre a respiro de locomotoras. Todavía me faltaba por probar las posibles combinaciones de cojines y esteras de la Casa Japonesa; el camarote del Titanic, reconstruido en su realidad sobre documentos, y que parecía como marcado por la inminencia del drama. (Vas-y vite, mon chéri, avant que n’arrive l’ice-berg… Le voilà… Le voilà… Vite, mon chéri… C’est le naufrage… Nous coulons… Nous coulons… Vas-y…); el rústico desván del cortijo normando, oliente a manzanas, con botellas de sidra al alcance de la mano, y la Cámara Nupcial donde Gaby, vestida de novia, coronada de azahares, se hacía desflorar cuatro o cinco veces cada noche, cuando no estaba de turno en la mañana —«la guardia», llamaban a eso— por aquello de que algunos amigos de la casa, a pesar de las canas y de la Legión de Honor, conocían aún, de tarde en tarde, la gloria de los despertares triunfales de Victor Hugo. En cuanto al Palacio de los Espejos, éste me había devuelto tantas veces mi figura en yacencias y escorzos, invenciones y garabatos, que todas mis conjugaciones físicas quedaban recopiladas en mi memoria como en un álbum de fotografías familiares se repertorian los gestos, actitudes, desplantes y atuendos que marcaron las mejores jornadas de una existencia. Bien entendía yo por qué el Rey Eduardo VII había tenido, allí, bañadera propia, y hasta una butaca —hoy objeto histórico, guardado en estancia de honor— ejecutada por un hábil y discreto ebanista, que le permitiera entregarse a sutiles retozos para los cuales su abundoso abdomen resultaba un estorbo. Buena había sido la farra de anoche. Pero sin embargo me quedaba —bajadas las muchas copas— como un temor de que mi sacrílega diversión con la hermanita de San Vicente de Paul (otra vez, Paulette se me había ofrecido como colegiala inglesa, entre raquetas de tenis y fustas de equitación; otra vez, muy pintada, de buscona portuaria, con medias negras, ligas rojas y altas botas de cuero) me trajese mala suerte. (Además, aquella calavera que, pensándolo mejor, resultaba bastante siniestra, fuese de caucho o fuese de cera…) La Divina Pastora de Nueva Córdoba, Milagrosa Amparadora de mi patria, podía haber sabido de mis desvíos desde la montañosa atalaya donde, entre riscos y canteras, se alzaba su viejo santuario.
       Pero me tranquilizaba pensando que, en la falsa celda conventual de mi culpable antojo, no habían llevado el afán de autenticidad hasta poner un crucifijo. La verdad era que Madame Yvonne, vestida de negro, collar de perlas, exquisitos modales, idioma que, según los casos y la condición del cliente, pasaba del estilo Port-Royal al estilo Bruant —muy semejante, en esto, a mi francés mixto de Montesquieu y Ninipeau-de-chien— sabía entendérselas con la fantasía de cada cual, viendo siempre, sin embargo, dónde había de detenerse. No hubiese colocado un retrato de la Reina Victoria en el Cuarto del Internado Inglés, como no hubiese puesto un icono en el Cuarto del Gran Boyardo, ni un príapo harto ostentoso en el Cuarto de las Fantasías Pompeyanas. Cuando la visitaban ciertos clientes cuidaba, además, de que «ces dames» se pusieran en situación, como dicen los actores: que se concentraran en la interpretación de su papel —novia impaciente, monja luciferina, provinciana con curiosidades perversas, noble dama que oculta su identidad, gran señora venida a menos, extranjera-de-paso-ávida-de-sensaciones-nuevas, etc. , etc… —; en fin, que se portaran como comediantas de buena escuela, prohibiéndoles que se prestaran a agarrar monedas con los labios del sexo, en el ángulo de una mesa, como lo hacían otras, de distinto estilo, en el Salón de Presentaciones de abajo —«au choix, Mesdames…»—, cuando lucían por toda vestimenta un bolero de lentejuelas españolas, un collar tahitiano, o un asomo de kilt escocés con cola de zorro en la herradura del cinturón… Sylvestre, ahora, introduce al barbero. Mientras me afeita me da noticias de las últimas fechorías de los apaches, que ahora trabajan con automóviles y artefactos de armería mayor. En el momento del polvo en las mejillas, me enseña una reciente fotografía de su hijo, muy marcial —y se lo digo— con las plumas de casoario que adornan su chacó. Alabo la compostura y disciplina de un pueblo donde un joven de modesto origen puede, por sus virtudes y laboriosidad, alzarse al plano de los militares que, antes de disparar un cañón, saben, por cálculos y logaritmos, cuáles habrán de ser la trayectoria y alcance de un obús. (Mis artilleros, por lo general, determinan el alza y ángulo de una pieza por el método empírico —aunque milagrosamente eficaz en algunos casos, hay que reconocerlo— de «tres manos arriba y dos a la derecha, con dedo y medio de rectificación, hacia la casa aquella del techito punzó… “¡Fuego!»… Y lo mejor es que dan en el blanco…) Detrás del retrato del cadete de Saint Cyr, el barbero me muestra la reciente foto de una joven, envuelta en velos transparentes y que, según parece, tremendamente ilusionada por los intereses al 6,4% del nuevo Empréstito Ruso, estaría dispuesta a… —muy discretamente, desde luego— para adquirir acciones salvadoras de una fortuna que, antaño asentada en blasones de gules y armiños, se hallaba en trance de naufragar; esa joven —y puede verse que su «academia», como se dice, no es del todo despreciable—, en fin, esa joven… (Mandaré por delante a Peralta para que vea, palpe y me diga…) Tras de los cristales el estío se afirma, como nuevo, recién llegado, en el esplendoroso verdor de los castaños. El sastre, ahora, que me mide y remide, me cubre con pedazos de americanas, de chaquetas, de levitas, ajustando, apretando, ensamblando, dibujando, con la tiza plana, figuras de teorema en un fragmentado revestimiento de lanas obscuras. Doy vueltas sobre mí mismo, como maniquí, deteniéndome en ángulos favorables a una buena iluminación de mi persona. Y según la orientación impuesta a mis ojos, contemplo los cuadros, las esculturas, que me rodean y parecen renacer en torno mío ya que, de tanto haberlos visto, muy poco los miro ya.
       Ahí está, como siempre, la Santa Radegunda de Jean-Paul Laurens, merovingia y estática, recibiendo las reliquias traídas de Jerusalén por emisarios encapuchados que le ofrecen, en precioso cofre de marfil, un trozo de la Cruz del Señor. Allá, en brava escultura, unos gladiadores de Gerôme, con el reciario vencido, enredada en su propia red, retorciéndose bajo el pie victorioso de un machote de yelmo y máscara, que parece aguardar, con el estoque en espera, el veredicto del César. («Macte» —digo yo siempre, al mirar esa obra, bajando el pulgar de la mano derecha… —) Un cuarto de vuelta sobre mí mismo, y contemplo la fina marina de Elstir que abre sus inquietos azules, con yolas en primer plano, entre espumas y nubes confundidas, cerca del mármol rosa de un Pequeño fauno premiado con Medalla de Oro en el último Salón de Artistas Franceses—. «Un poco más a la derecha» —me dice el sastre. Y es el voluptuoso desnudo de una Ninfa dormida de Gervex—. «La manga, ahora» —dice el sastre. Y me veo ante El lobo de Gubbio de LucOlivier Merson, donde la fiera, amansada por la prédica inefable del Poverello, juega, santa y buena, con unos niños traviesos que le tiran de las orejas. Un cuarto de vuelta más, y es la Cena de cardenales de Dumont (¡y qué caras de gozadores tienen todos, y cuánta verdad en las expresiones, y aquél, de la izquierda, a quien se le ven hasta las venas de la frente!) junto al Pequeño deshollinador de ChocarneMoreau y la Recepción mundana de Béraud, donde el fondo rojo hace resaltar, de maravillas, los claros y escotados vestidos de las mujeres, revueltos en negruras de frac, verdores de palmeras y relumbre de cristalerías… Y ahora, casi de frente a la luz, descansan mis ojos en la Vista de Nueva Córdoba, obra de un pintor nuestro, evidentemente influenciado por algún panorama toledano de Ignacio Zuloaga —los mismos amarillos anaranjados, un parecido escalonamiento de casas, con Puente del Mapuche transfigurado en Puente de Alcántara… Y ahora, poniéndome de cara a la ventana, me habla el sastre de algunos clientes suyos cuyos apellidos realzan su prestigio profesional —como cuando, en Inglaterra, un fabricante de bizcochos o de mermeladas se jacta, en sus etiquetas, de ser «Proveedor del Rey». Así me entero de que Gabriel D’Annunzio, dispendioso y magnífico en sus antojos pero siempre olvidadizo y moroso en el pago, le ha encargado doce chalecos de fantasía y otras prendas más cuya enumeración apenas escucho, porque el solo nombre de Gabriel D’Annunzio viene a evocar repentinamente, para mí, aquel misterioso patio señorial y empedrado, oculto tras de la fachada de una mísera casa de la Rue Geoffroy L’Asnier, donde, al cabo de un pasadizo oliente a sopa de puerros, aparecía, como increíble decoración de ópera, el pabellón de mascarones y rejas en fachada clásica, en el cual había tenido yo el honor de cenar, más de una vez, compartiendo la intimidad del gran poeta. Aquel escondite, a la vez suntuoso y secreto, tenía leyenda y mitología: decíase que cuando Gabriel estaba a solas, era servido por hermosas camareras con nombres de hadas, y que mientras sus muchos acreedores eran tenidos a raya por una conserje aguerrida en tales menesteres, allá dentro, en la mansión llena de alabastros y mármoles antiguos, pergaminos y estolas medievales, entre humeantes incensarios sonaban las frescas voces de una escolanía infantil, alternadas en antífona de canto llano, tras de cortinas que ocultaban las desnudeces de mujeres, muchas mujeres —y de las grandes y de las famosas y de las nobles— rendidas al genio del Arcángel de la Anunciación. («No sé lo que le encuentran» —decía Peralta—: «Es feo, calvo y chaparrito, y, para colmo, se llama Raspañeta»… «Vete a saber» —decía yo, pensando que aquello, para quien pudiese hacerlo, era bastante más interesante que frecuentar el burdel de Chabanais, tan habitado aún, sin embargo, por la sombra de Eduardo VII.) Y ahora entraba Peralta, precisamente, cargando con un rimero de libros, coronado por un ejemplar amarillo de L’enfant de volupté —versión francesa de Il piacere— donde, por cierto, no había encontrado mi secretario, decepcionado, las droláticas enjundias prometidas por el título… —«Estaban en mi cuarto, a medio leer». Y los deja sobre la mesa de la biblioteca en tanto que el sastre se lleva sus telas, luego de desvestirme de costosas cáscaras, de galas informes, de pantalones aún mal calados de entrepiernas—. «Dame algo». El Doctor Peralta abre mi pequeño escritorio de Boule, y saca una botella de Ron Santa Inés, con su etiqueta de caracteres góticos en paisaje de cañaverales. —«Esto da la vida». —«Sobre todo, después de la noche de anoche». —«Al señor le dio por las religiosas». —«Y a ti por las negras». —«Usted sabe, mi compadre, que yo soy petrolero
       —«Petroleros somos todos allá» —dije, riendo, cuando arriba, sabiéndome despierto, empezó Ofelia a tocar el Für Elise… —«Cada día le sale mejor» —dijo mi secretario, dejando la copa en suspenso—: «Una suavidad, un sentimiento»… Hoy, este Für Elise que tan delicadamente sonaba en el apartamento de mi hija, aunque con su inevitable equivocación en el mismo compás, me recordaba el otro, el que siempre tocaba doña Hermenegilda, su abnegada madre —ella también con la misma equivocación en el mismo compás—, cuando allá, en los días del Surgidero de La Verónica —días de juventud, anhelos y tormentas, sturm und drang, jodederas y cabronadas—, luego de obsequiarme con algún vals de Juventino Rosas o de Lerdo de Tejada pasaba a su repertorio clásico del Gran Sordo (Für Elise y el comienzo, nunca pasaba del comienzo, de la Claro de luna), el Idilio de Theodore Lack y varias piezas de Godard y de Chaminade, incluidas en el álbum de Música del hogar… Suspiro al pensar que tres años antes le habíamos hecho funerales de reina, puesta su urna bajo palio, con cortejo de ministros, generales, embajadores y dignatarios, banda militar reforzada por tres más, traídas de provincia —ciento cuarenta ejecutantes en total—, para tocar la Marcha Fúnebre de la Sinfonía heroica, y la, inevitable, de Chopin. Nuestro máximo prelado había hablado en su oración fúnebre (bastante inspirada, por consejo mío, en la que hubiese pronunciado Bossuet a la memoria de Enriqueta de Francia: «Aquel que reina en los cielos»… etc. etc.) de los merecimientos de la finada, tan excepcionales y egregios que su canonización era cosa digna de contemplarse. Doña Hermenegilda había sido casada y con hijos, desde luego —Ofelia, Ariel, Marco Antonio y Radamés—, pero el Arzobispo recordaba a sus oyentes, en su discurso, las bienaventuradas virtudes conyugales de Santa Isabel, madre del Bautista, y de Mónica, madre de Agustín.
       Yo, por supuesto, dichas las palabras útiles, no creí urgente elevar solicitud alguna a la magna autoridad del Vaticano, puesto que mi mujer y yo habíamos vivido en concubinato durante años, antes de que los imprevisibles y tormentosos rejuegos de la política me condujeran a donde hoy me encuentro. Lo importante era que el retrato de mi Hermenegilda, impreso en Dresden, a todo color, por iniciativa de nuestro Ministro de Educación, era objeto de culto a todo lo largo y ancho del país. Decíase que las carnes de la difunta, desafiando la acción de los gusanos, le habían conservado en el rostro la serena y bondadosa sonrisa de los postreros instantes. Afirmaban las mujeres que su estampa era milagrosa para aliviar dolores de ijada y malandanzas de partos primerizos, y que las promesas que a ella hacían las doncellas para conseguir marido eran más eficientes que la práctica, muy corriente hasta ahora, de meter el busto de San Antonio en un pozo, con la cabeza para abajo… Acabo de ponerme una gardenia en el ojal, cuando Sylvestre me anuncia la visita del Ilustre Académico —académico de reciente elección, acogido no sé ni cómo bajo la Cúpula, pues, hace pocos años aún, había calificado los Cuarenta Inmortales de «verdes momias bicorneadas, anacrónicas parteras de un Diccionario aventajado de antemano, en cuanto al entendimiento de la evolución del idioma, por cualquier Pequeño Larousse de uso doméstico». (Una vez electo, sin embargo —j’ai accepté pour m’amuser—, había tenido el cuidado de hacer diseñar la empuñadura de su espada por su famoso amigo Maxence quien, pasando de la inspiración pictórica a la orfebrería, logró plasmar el espíritu de una obra adicta a climas bíblicos y medievos legendarios en un estilo que demasiado mezclaba, a mi entender, la estética del scenic-railway del Magic-City con las más sutiles esencias del prerrafaelismo. Escondió Peralta la botella de Santa Inés y saludamos al hombre ingenioso y fino que ahora se sienta donde un rayo de sol, lleno de polvillos en ascenso, destaca la roja presencia de su roseta de la Legión de Honor. Arriba, sigue Ofelia empeñada en limpiar de inoportunos bemoles el pasaje de Für Elise que siempre le sale chueco. —«Beethoven»— dice el Ilustre Académico, señalando a lo alto, como dándonos una gran noticia—. Y, con la indiscreta mano de quien siempre tiene abiertas las puertas de mi casa, revuelve los libros traídos, hace rato, por mi secretario. El ateísmo de Le Dantec. Bien. Sólida lectura. El discípulo de Bourget. No está mal, pero no imitemos a los emmerdeurs alemanes en su manía de mezclar la filosofía con la novela. Anatole France: talento indiscutible, pero harto sobrestimado fuera de Francia. Además su escepticismo sistemático no conduce a nada… Chantecler: rara cosa. Éxito y fracaso. Audacia a la vez genial y desafortunada, pero que quedará como intento único en la historia teatral. Y declama: O Soleil! toi sans qui les choses / Ne seraient pas ce qu’elles sont… (El Académico ignora que, de unos años a esta parte, diez mil taguaras y casas de putas, en América, llevan el nombre de Chantecler…) Gruñe, irónico, aunque aquiescente, al ver un panfleto anticlerical de Léo Taxil, pero hace una mueca de disgusto, de franca desaprobación, ante Monsieur de Phocas de Jean Lorrain, sin saber acaso que Ollendorf, su propio editor, ha invadido las librerías de nuestro continente con una versión española de esa novela, presentada como muestra incomparable del genio francés, bajo una portada en colores, cuya Astarté desnuda, de Géo Dupuy, hace soñar todavía a nuestros colegiales… Ahora ríe, pícaro, cómplice, al toparse con Les cent mille verges, The sexual life of Robinson Crusoe y Les fastes de Lesbos, de autores desconocidos (tres asteriscos) pero profusamente ilustrados, que compré ayer en una tienda especializada de la Rue de la Lune. —Ce sont des lectures de Monsieur Peralta —digo, cobarde. Pero de pronto, enseriándose, se da nuestro amigo a hablar de literatura en el modo intencionado y magistral que bien le conocemos, Peralta y yo, para demostrarnos que la verdadera, la mayor, la gran literatura de acá, es desconocida en nuestros países. Coincidimos todos en admirar a Baudelaire —tristemente enterrado bajo lápida triste en el Cementerio Montparnasse—, pero habría que leer también a Léon Dierx, Albert Samain, Henri de Régnier, Maurice Rollinat, Renée Vivien. Y hay que leer a Moréas, sobre todo a Moréas. (Me callo por no contarle cómo, habiendo sido presentado a Moréas, hace años, en el Café Vachette, me acusó de haber fusilado a Maximiliano, aunque yo tratara de demostrarle que, por una razón de edad, me hubiese sido imposible estar, aquel día, en el Cerro de las Campanas… «Vous êtes tous des sauvages!» —había respondido, entonces, el poeta, con ímpetus de ajenjo en la voz…) Lamenta nuestro amigo que Hugo, el viejo Hugo, siga gozando de una enorme popularidad en nuestros países. Sabe que, allá, los obreros de tabaquerías —que se costean lectores públicos para burlar la monotonía de su trabajo— tienen especial apego a Los miserables y Nuestra Señora de París, en tanto que la Oración por todos («naïve connerie», dice) es muy recitada todavía en veladas poéticas. Y es que, según él, por carecer de espíritu cartesiano (es cierto: no crecen plantas carnívoras, no vuelan tucanes ni caben ciclones, en El discurso del método…) somos harto aficionados a la elocuencia desbordada, al pathos, la pompa tribunicia con resonancia de fanfarria romántica… Ligeramente molesto —él no puede darse cuenta de ello— por una apreciación que hiere directamente mi concepto de lo que debe ser la oratoria (eficiente para nosotros cuanto más frondosa, sonora, encrespada, ciceroniana, ocurrente en la imagen, implacable en el epíteto, arrolladora en el crescendo…), echo mano, para cambiar de tema, a una rarísima edición de lujo de la Plegaria sobre el Acrópolis, de Renán, ilustrada por Cabanel. —«Quelle horreur!» —exclama el Ilustre Académico con gesto condenatorio. Le hago observar que ese trozo figura en muchos manuales de literatura destinados a los estudiantes franceses. «Abominación debida a la escuela laica», afirma el visitante, calificando aquella prosa de amphigourique —pretenciosa, vocativa, hinchada de erudición y pedantes helenismos—. No. Las gentes de nuestros países deberían buscar el genio de la lengua francesa en otros libros, en otros textos. Descubrirían, entonces, la elegancia de estilo, la prestancia, la soberana inteligencia con que el Maurice Barrés de L’ennemi des lois podía mostrarnos, en tres páginas claras, las falacias y errores del marxismo —centrado en el Culto del Vientre—, o darnos una maravillosa visión de los castillos de Luis de Baviera, en frases de verdadero artista, bien ajenas a la logomaquia profesoral de un Renán. O, si queríamos remontarnos al siglo pasado, leer y releer a Gobineau, ese aristócrata de la expresión, maestro de la frase construida y señera, que, en su obra, había exaltado al Hombre-Egregio, a los Hombres-Pléyades, príncipes del espíritu (eran, según él, unos tres mil en toda Europa), proclamando su incapacidad de interesarse por «la masa de eso que llaman hombres», vista como un pulular de despreciables insectos irresponsables y destructores, desprovistos de Alma… Ahí prefiero callar y no entrar en discusión, porque la cuestión requería un esclarecimiento que más vale eludir: durante las fiestas del Centenario de la Independencia de México, las autoridades se las arreglaron para que las gentes de huaraches y rebozo, los mariachis y los tullidos, no se acercaran a los lugares de grandes ceremonias, pues era mejor que los visitantes extranjeros e invitados del Gobierno no viesen a esos que nuestro amigo Yves Limantour llamaba «los cafres». Pero en mi país, donde son muchos —¡demasiados!— los indios, negros, zambos, cholos y mulatos, sería difícil ocultar a «los cafres». Y mal vería yo a nuestros cafres de la inteligentzia —tremendamente numerosos— complacidos con la lectura del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas del Conde de Gobineau… Sería oportuno cambiar de conversación. Por suerte, vuelve a sonar, arriba, el Für Elise. Y agarrándose de lo que suena, lamenta el Académico los desvaríos de la música moderna —o llamada «moderna»— que, haciéndose un arte cerebral, deshumanizado, álgebra de notas, ajeno a cuanto signifique sentimiento (oiga usted lo que compone el equipo de la Schola Cantorum de la Rue Saint-Jacques), traiciona los eternos principios del melos. Hay excepciones, sin embargo: Saint-Saëns, Fauré, Vinteuil, y, sobre todo, nuestro querido Reynaldo Hahn —nacido en un Puerto Cabello que mucho se parece al Surgidero de La Verónica—. Sé que mi «paisano» («paisano» me llama siempre, con su blando español acriollado, cuando nos encontramos en alguna parte), antes de haber escrito sus sublimes coros para la Esther de Racine, había estrenado, años atrás, una finísima ópera llena de nostalgias del Trópico natal, ya que su acción transcurría en paisajes escénicos que en todo evocaban la costa venezolana, conocida en la niñez, aunque se tratara, decían los programas, de un «idilio polinesio»: L’île du rêve, inspirada en Le mariage de Loti— y Loti, Loti, voici ton nom, cantaba Rarahú en esa historia de exóticos amores que, según ciertos críticos malvados, hábiles en demolerlo todo, se parecía demasiado a la de Lakmé. Pero, si así se miraban las cosas, podía decirse lo mismo de Madame Butterfly, obra bastante posterior a la de Reynaldo. Y como, en días pasados, se hubiesen escuchado sus Canciones grises en una de las habituales tenidas musicales del Quai Conti, nos vimos llevados a hablar de gente como el Conde de Argencourt, Encargado de Negocios de Bélgica, que se rodeaba de maricones, sin serlo, por no querer exponer una querida demasiado joven a las apetencias de hombres-hombres; de Legrandin, que se venía adornando, como brillante novedad, con el inexistente título nobiliario de «Conde de Mes Eglises» o algo así («si llega a nacer en Cholula podría haberse llamado Conde de las 365 iglesias» —apuntó Peralta) y empezaba a alardear de snob en un mundo donde el esnobismo se iba imponiendo como afirmación de un novelero y generalizado afán de «estar al día» en todo. París, según afirmaba ahora el Ilustre Académico, se iba pareciendo a la Roma de Heliogábalo, que abría sus puertas a cuanto fuese raro, dislocado, siriaco, bárbaro, primitivo. Los escultores modernos, en vez de inspirarse en los grandes estilos, se pasmaban ante lo miceniano, lo pre-helénico, lo escita, lo estepario. Había gente, en estos días, que coleccionaba horribles máscaras africanas, figuras erizadas de clavos votivos, ídolos zoomorfos —obras de caníbales—. De los Estados Unidos, nos venían músicas de negros. Un escandaloso poeta italiano había llegado a publicar un manifiesto donde se proclamaba la necesidad de acabar con Venecia e incendiar el Louvre. Por ese camino llegaríamos a la exaltación de Atila, Eróstrato, los Iconoclastas, el cake-walk, la cocina inglesa, los atentados anarquistas, bajo el reinado de las nuevas Magas Circe que ahora se llamaban Lyane de Pougy, Émilienne d’Alencon o Cléo de Mérode («por ésas me dejo transformar en chancho» —murmuró Peralta). Pero ahora, para aliviar el ánimo del visitante, decía yo que toda gran ciudad conocía fiebres pasajeras, entusiasmos tontos, modas, afectaciones y extravagancias de un día, que no hacían mella al genio de una raza. Juvenal se quejaba ya de las costumbres vestimentarias, perfumes, cultos, supersticiones, de una sociedad romana, fascinada por cuanto le viniera de fuera. El esnobismo no era cosa nueva. Si se miraba bien, las Preciosas de Molière no eran sino unas snobs «avant la lettre». O se tenía una gran capital o no se tenía una gran capital. Y, pese a tantas novelerías, París seguiría siendo el Santo Lugar del buen gusto, del sentido de la medida, del orden, de la proporción, dictando normas de urbanidad, elegancia y saber vivir, al mundo entero. Y, en cuanto al cosmopolitismo, que también había conocido Atenas, en nada dañaba el auténtico genio francés. «Ce qui n’est pas clair n’est pas f français» —digo, ufano de poder citar todavía un Rivarol que me hicieron leer, en mis días de colegial, los Hermanos Maristas del Surgidero de La Verónica. —«Ciertamente» —opinaba el Académico: pero la política, la abyecta política, con sus alborotos, sus pugnas de partidos, sus feroces batallas parlamentarias, estaba trayendo la confusión y el desorden en este país esencialmente razonable. Cosas como el escándalo de Panamá, el Affaire Dreyfus, hubiesen sido inconcebibles en tiempos de Luis XIV. Esto, por no hablar del «lodo socialista» que, como había dicho nuestro amigo Gabriel D’Annunzio, «lo invadía todo», ensuciando cuanto era bello y grato en nuestras viejas civilizaciones. El socialismo… (suspiró, mirando a la puntera de sus zapatos charolados). Cuarenta reyes habían hecho la grandeza de Francia. Mire Inglaterra. Mire los países escandinavos, ejemplos de orden y de progreso, donde los estibadores trabajan de chaleco y cualquier albañil tiene su reloj de leontina bajo la blusa. El Brasil fue grande cuando tuvo un Emperador, como Pedro II, amigo, comensal y devoto de ese Victor Hugo tan estimado por vosotros. México fue grande cuando tuvo a Porfirio Díaz en una siempre renovada presidencia. Y si mi país gozaba de paz y prosperidad era porque mi pueblo, más inteligente, acaso, que otros del Continente, me había reelecto tres, cuatro —¿cuántas veces?—, sabiendo que la continuidad del poder era garantía de bienestar material y equilibrio político. Gracias a mi Gobierno… Lo interrumpí con un gesto de defensa ante un previsto elogio que hubiese puesto nuestras tierras de volcanes, terremotos y huracanes, en quieta latitud de encajeras flamencas o de auroras boreales. —«Il me reste beaucoup à faire» —dije. Aunque me jactaba —eso sí— de que, para mi país, tras de un siglo de bochinches y cuartelazos, se había cerrado el ciclo de las revoluciones —revoluciones que no pasaban de ser, en América, unas crisis de adolescencia, escarlatinas y sarampiones de pueblos jóvenes, impetuosos, apasionados, de sangre caliente, a los que era preciso, a veces, imponer una cierta disciplina. Dura lex, sed lex… Había casos en que la severidad era necesaria —pensaba el Académico—. Además, bien lo había dicho Descartes: Los soberanos tienen el derecho de modificar en algo las costumbres… Terminado su larguísimo repaso de Für Elise —no nos habíamos dado cuenta de que el piano estaba mudo desde hacía rato— entró Ofelia en la biblioteca, deslumbradora, extraordinaria, envuelta en muselinas claras, llevando boa de plumas al cuello, sombrero empavesado de flores con un colibrí anidado entre rosas, mitones bordados y sombrilla cuyo mango era una fina pieza de marfil labrado —perfumada, rumorosa de ocultas lencerías, evanescente por el atuendo, encrespada por el peinado, alardosa de formas aventajadas por lazos y ceñidos, que nos venía con el brioso empaque, fragata al viento, de un modelo de Boldini—. «Es la Jornada de los Drags» —me dijo, recordándome que, en efecto, momentos antes, mientras hablaba con el Ilustre Académico, había yo visto pasar, camino de la Place de la Concorde, algunos de esos carricoches de vieja estampa inglesa —portezuelas dobles, imperial y alto pescante— tirados por cuatro caballos, que más tarde rodarían en gran alboroto de quitasoles, látigos restañados y cornetas a la postillona, hacia donde los esperaba, flanqueado de dos monteros de librea encarnada, el Presidente de la Sociedad del Steaple-Chase. — «Jamais je ne vous avait vu si belle» —dijo el Ilustre Académico, tejiendo luego un enrevesado cumplido donde mi hija venía a ser algo así como un hermoso Gauguin surgido de las ondas vaporosas de un alba estival—. «Tango tenemos» —murmuró Peralta. A mí se me enserió la cara: lo del Gauguin nos ponía un poco en plan de metecos… Pero Ofelia lo aceptaba con buen humor: «Oh! Tout au plus la Noa-Noa du XVIe Arrondissement!»… La verdad es que, con ese cutis mate de india adelantada, mi hija estaba bella. En nada había heredado la redondez de cara, el espesor de muslos, la anchura de caderas, de su santa madre —mucho más lugareña en pinta y estampa—. Era mujer de piernas largas, pechos menudos, delgado talle —nueva raza que nos estaba naciendo allá— y nada debía su pelo lacio, rizado por artificio y moda, a los ensortijamientos capilares que muchos compatriotas nuestros contrariaban con el uso de la famosa Loción Walker, invento de un farmacéutico de la Nueva Orleáns… Colmándome de ostentosos mimos, Ofelia me pidió permiso para irse de viaje aquella misma noche, después de la obligada merienda en el Polo de Bagatelle. Quería asistir a la temporada wagneriana de Bayreuth que, el martes próximo, se iniciaría con Tristán e Isolda. —«Oeuvre sublime!» —exclamó el Académico, dándose a tararear el tema del Preludio, con gestos de quien dirige una orquesta invisible. Habló luego de la sobrehumana voluptuosidad del segundo acto, del gran solo de corno inglés del tercero, de la progresión cromática, paroxística, casi cruel en la intensidad de su ascenso, del Liebestod, preguntando a mi hija si le sería grato ser recibida en la Villa Wahnfried. Gozándose de la teatral emoción de Ofelia, para quien la Insigne Mansión —decía— era algo tan impresionante y sagrado que jamás se atrevería a penetrar en ella, acercóse el Académico al pequeño escritorio Boule-Santa-Inés, tomando una hoja de papel. Que entregara estas líneas de presentación a su amigo Sigfrido, notable compositor, aunque sus obras se tocaban poco. Pero… ¿cómo podía componerse música, cuando se era hijo de Ricardo Wagner?… Y ya terminaba la pluma su recorrido caligráfico adornado de eses jónicas y empinadas elles:
       «Voici, Mademoiselle». Que saludara afectuosamente a Cósima de su parte. Le advertía que los asientos del Festspielhaus eran bastante incómodos. Pero la peregrinación a Bayreuth era algo que toda persona culta tenía el deber de realizar, aunque no fuese más que una vez en la existencia —como iban los mahometanos a la Meca o ascendían los japoneses al Fusiyama—. Después de tomar la carta embellecida por una rúbrica renacentista de muy estudiadas mayúsculas, Ofelia se retiró con nuevas muestras de cariño hacia un padre tan bueno, que en todo la complacía —aunque yo, a la verdad, en nada hubiese manifestado mi agrado ante la idea de un repentino viaje que venía a contrariar mi propósito de que oficiara de ama de casa en una próxima recepción dada, aquí, en honor del director de La Revue des Deux Mondes, muy interesado en publicar un largo artículo sobre la magnífica prosperidad y estabilidad política de mi país. Sus besos en mi frente habían sido de mera filfa y comedia propuestas a la admiración del visitante, pues ella, en realidad, jamás contaba con mi parecer o aquiescencia para hacer cuanto se le antojara. Conmigo usaba y abusaba del terror que me inspiraban sus terribles cóleras, de súbito desatadas cuando yo pretendía oponerme a sus voluntades —cóleras expresadas en frenéticos pataleos, gestos obscenos y un lenguaje tan desbocado y guarango que parecía sacado de quilombos, tumbaderos o casas de remolienda. En tales momentos, los coños y carajos de la Infanta —como la llamaba mi secretario— alcanzaban las mismas alegorías del Arco de Triunfo. Y, terminada la tempestad, habiendo logrado lo que deseaba, Ofelia volvía a un idioma tan fino y sutilmente matizado que a veces, después de oírla, tenía yo que acudir al diccionario para comprobar el peso cabal de un adjetivo o de un adverbio destinados, acaso, en el futuro, a realzar los vuelos de mi propia oratoria… Cuando quedamos solos, el Académico, repentinamente ensombrecido, evocó los años de penuria de Ricardo Wagner, y el menosprecio en que esta época aborrecible tenía a los artistas verdaderos. Ya no había Mecenas, ni magníficos Lorenzos, ni Borgias ilustrados, ni Luises Catorce o de Baviera. Si acaso, Luises de Tapete Verde… Él mismo, a pesar de una magnífica carrera literaria, no estaba a cubierto de necesidades —tanto, tanto, que, apremiado por mandatarios judiciales de bicornio, que mañana golpearían en la puerta de su morada con el marfil de sus bastones emblemáticos (¿hubiese sido esto concebible en el Grand Siècle?) se había resuelto, con dolor, a vender los manuscritos de dos dramas: el Robert Guiscard (fresco histórico, cuyos personajes principales eran el condottiero normando, su hermano Rogerio y la turbia Judith de Evreux, y que, a pesar de una magistral interpretación de Le Bargy, resultó un sonado fracaso), y L’absent (drama de la conciencia: David y Betsabé, cuyas noches de amor son envenenadas por el espectro de Urías, etc.) que había tenido más de doscientas representaciones en el Théâtre de la Porte Saint-Martin, para gran despecho del cochino judío de Bernstein, quien había pensado en escribir una pieza sobre el mismo tema… Pero las bibliotecas de aquí no disponían de fondos por ahora y los emplazamientos eran inaplazables: mañana, los hombres de bicornio y bastón con puño de marfil… Pero, acaso, la Biblioteca Nacional de mi país… No había que decir más.
       Pronto llené un cheque —cheque que recibió con distraído gesto de gran señor, sin mirar siquiera la suma que sobre él se estampaba, aunque mucho me sospecho que la conociera por haber observado el movimiento de mi mano al trazarla en números—. «Ils sont très beaux» —dijo: anchas hojas de papel de Holanda, puestas en estuches de cuero marcados por el hierro de su ex-libris—. «Vous verrez»… El paquete, dejado abajo, fue traído por Sylvestre. Desaté los cordeles, acaricié las cubiertas caligrafiadas en dos tintas, con dibujos alusivos al texto, pasé las páginas con deferente lentitud, y agradecí al ilustre amigo que hubiese pensado en la Biblioteca de mi país para salvaguardar esos invalorables escritos —Biblioteca que, aunque modesta, atesoraba algunos incunables de gran precio, mapas florentinos y varios códices de la Conquista. Y advirtiendo que sus gestos se concertaban en un ambiguo ceremonial de despedida, me puse de pie, como para mirar hacia el Arco de Triunfo, declamando: Toi dont la courbe, au loin / s’emplit d’azur, arche démesurée… Sintiéndose obligado a mostrarme algún agradecimiento, el Ilustre Académico tomó su sombrero de copa y sus guantes blancos, y dijo —sabiendo que ello me sería grato— que Hugo, en fin de cuentas, no era tan mal poeta, y resultaba comprensible que nosotros, generosos en cuanto mirara la cultura francesa, siguiéramos apreciando sus virtudes de gran lírico. Pero también había que conocer a Gobineau; había que leer a Gobineau… Descendí con él las escaleras alfombradas de rojo, acompañándolo hasta la entrada. E iba yo a proponer al Doctor Peralta que fuésemos a la Rue des Acacias, al Bois-Charbons de Monsieur Musard, cuando ante nosotros paró un taxi del que bajó, singularmente agitado, el Cholo Mendoza. Algo grave ocurría a mi embajador, pues estaba como sudoroso —siempre parecía sudoroso, pero no tanto—, con la raya del peinado sacada de línea, descuidada la corbata, mal abrochados los fieltros grises de sus borceguíes. Estuve por hacerle algún chiste sobre sus desapariciones de días —allá en Passy, en Auteuil, o quién sabe dónde— con alguna rubia de turno, cuando me alargó, con gesto descompuesto, la versión en claro de un cifrado de varias planillas: era del Coronel Walter Hoffmann, Presidente de mi Consejo de Ministros. —«Lea… Lea»… CUMPLO CON INFORMARLE GENERAL ATAÚLFO GALVÁN SE ALZÓ SAN FELIPE DEL PALMAR CON BATALLONES INFANTERÍA 4. 7. 9. 11. 13 (PRÓCERES DE LA PATRIA) MÁS TRES REGIMIENTOS CABALLERÍA INCLUYENDO ESCUADRÓN «INDEPENDENCIA O MUERTE» MÁS CINCO UNIDADES ARTILLERÍA AL GRITO DE «VIVA LA CONSTITUCIÓN, VIVA LA LEGALIDAD».
       —¡Coño de madre! ¡Hijo de puta! —aulló el Primer Magistrado, arrojando los cables al suelo. «Le sigo leyendo» —dijo el Cholo Mendoza, recogiendo papeles. El movimiento se había extendido a tres provincias del Norte, amenazando la banda del Pacífico. Pero las guarniciones y la oficialidad del Centro seguían fieles al Gobierno —aseguraba Hoffmann. Nueva Córdoba no se había movido. Las tropas patrullaban las calles de Puerto Araguato. Habíase decretado el toque de queda, suspendiéndose, por supuesto, las garantías constitucionales. El periódico Progreso estaba clausurado. La moral de las tropas gubernamentales era buena, pero el armamento resultaba insuficiente, sobre todo en lo que se refería a artillería ligera y ametralladoras Maxim. Su Excelencia sabía cuán adicta le era la capital. Se esperaban instrucciones—. «¡Coño de madre! ¡Hijo de puta!» —repetía el Primer Magistrado, como si a estas únicas palabras se hubiese limitado su vocabulario, al pensar en la felonía de quien había sacado de la mugre de un cuartel de provincia, chácharo de mierda, sorche de segunda, amparándolo, enriqueciéndolo, enseñándole a usar un tenedor, a halar la cadena del retrete, haciéndolo gente, dándole galones y charretera, nombrándolo finalmente Ministro de la Guerra, y que ahora se aprovechaba de su ausencia para… El hombre que, tantas veces, en las recepciones de Palacio, muy metido en copas, lo hubiese llamado benefactor, providencia, más que padre, compadre, padrino de mis hijos, carne de mi carne, se le alzaba así, a la boliviana, remozando los pinches alzamientos de una época ya rebasada, clamando por el respeto a una Constitución que ningún gobernante había observado nunca, desde las Guerras de Independencia, por aquello de que, como bien decimos allá, «la teoría siempre se jode ante la práctica», y «jefe con cojones no se guía por papelitos»… —«¡Coño de madre! ¡Hijo de puta!» —repetía el Primer Magistrado, ya vuelto al Gran Salón, echándose grandes lamparazos de Ron Santa Inés —un ron que no era ya el aliento de patrióticas nostalgias en el París del dejarse vivir, sino, de repente, caña peleona, de la caliente y recia, anunciadora de próximas, trabajosas, fregadas marchas y contramarchas, en olores de caballo, sobaquina de tropa y pólvora de balaceras—. Y, de pronto, ante la beata Radegunda de Jean-Paul Laurens, la marina de Elstir y los gladiadores de Gerôme, fue el Consejo de Guerra.
       Olvidado era el adolescente-héroe del Arco de Triunfo, en cuyos muros, por cierto, se estampaba el nombre de Miranda, precursor de independencias americanas, que se había negado a seguir al infame Dumouriez —especie de Ataúlfo Galván a su manera— en la traición; olvidado era el Bois-Charbons de Monsieur Musard, donde el Primer Magistrado y el Doctor Peralta eran tan aficionados a tomar el muscadet de la mañana y el aperitivo del mediodía y el Pernod de la tarde, porque la casa, con sus olores a carbón de leña, su modestia de mostrador puesto en línea paralela a una pared adornada con almanaques de otros años, el cuadro alegórico del Ascenso y el Descenso de las Edades, los anuncios de las Pastillas Géraudel y el Vino Mariani, les recordaba las botillerías, las taguaras, las tabernas, de allá, parecidas en cuanto al ambiente, la ornamentación publicitaria, y las campechanas ocurrencias de clientes achispados por el morapio, siempre listos a discutir sobre competencias de ciclismo, películas recientes, mujeres, política, boxeo, el paso de un cometa, la conquista del Polo Sur, o lo que se quisiera… Consejo de Guerra. Tres siluetas proyectadas en las paredes, en los cuadros, por la lámpara del escritorio: como en un cinema, la sombra giratoria, inquieta, del Cholo Mendoza; la persona menuda, atareada en papeles y tintas, del Doctor Peralta; la figura espesa, cargada de hombros, a la vez lenta y colérica, gesticulante aunque asentada en su butaca, del Primer Magistrado, dictando textos y disposiciones. A Peralta: cable a Ariel, su hijo, Embajador en Washington, disponiéndose la inmediata compra de armamentos, parque, material logístico y globos de observación como los que recientemente había adoptado el Ejército Francés (serían de un efecto formidable, allá, donde nunca se había visto eso…), procediéndose, para ello, puesto que toda guerra es cara y el Tesoro Nacional andaba muy maltrecho, a la cesión, a la United Fruit Co. , de la zona bananera del Pacífico —operación demorada desde hacía demasiado tiempo por los peros, alegatos y objeciones, de catedráticos e intelectuales que no sabían sino hablar de pendejadas, denunciando las apetencias —inevitables, por Dios, inevitables, fatales, querámoslo o no, por razones geográficas, por imperativos históricos— del imperialismo yanqui. Al Cholo Mendoza: Cable a Hoffmann, ordenándole defender a toda costa las vías de comunicación entre Puerto Araguato y la Capital. Fusilar a quien hubiese que fusilar. A Peralta, de nuevo: Cable-Mensaje-a-la-Nación, afirmando voluntad insobornable defender Libertad a ejemplo de los Forjadores de la Patria, que… (—«Bueno, tú sabes…»). Y ya había llamado el Cholo Mendoza a la Agencia Cook: un buque bastante rápido, el Yorktown, salía a media noche de Saint-Nazaire. Había que tomar el tren a las cinco. Otro cable a Ariel, anunciándole el viaje: que buscase el modo de que llegásemos allá cuanto antes: en carguero, en petrolero, en lo que fuese… —«A Sylvestre: que prepare mis maletas»… Tomó un trago largo, montado ya en el caballo de las grandes decisiones: «A Ofelia, que no se preocupe. Tenemos mucho real en Suiza. Que vaya a Bayreuth como si nada y goce mucho con sus Nibelungos… Lo mío es cuestión de unas semanas. A gente con más riñones que ese General de mierda los he tumbado yo»… Y cuando Sylvestre comenzó a bajar el equipaje, el Primer Magistrado pensó que probablemente lo de anoche, con la hermanita de San Vicente de Paul, le había traído mala suerte. La toca almidonada.
       Y el escapulario. Y aquella calavera de caucho comprada, seguramente, en la tienda de Farces et Attrapes del Boulevard de las Capuchinas —seguían las coincidencias de mal augurio— no podían haberle sido de buen amparo. Pero, una vez más, la Divina Pastora de Nueva Córdoba aceptaría su sincero arrepentimiento.
       Él añadiría unas esmeraldas a su corona; muchas platas a su manto. Y todo con ceremonias. Luces. Muchas luces. El Estandarte de su Divinidad, entre cirios y ambones. Los cadetes, arrodillados. La solemnidad de los espaldarazos. Se iluminaba la Basílica en el relumbre de nuevas condecoraciones… Afuera, la Marsellesa de Rude seguía en su clamor sacado —sonando sin sonar— de una honda boca de piedra que no era sino un hoyo más en la mole del monumento donde se inscribían los nombres de seiscientos cincuenta y dos Generales del Imperio, ungidos por la Gloria… —«¿Nada más que seiscientos cincuenta y dos Generales?» —murmuró el Mandatario, pasando su ejército en imaginaria revista: «El Baedecker debe estar equivocado».


Segundo capítulo

… tan empecinado está cada cual en su
criterio, que podríamos hallar tantos
reformadores como cabezas hubiese…

DESCARTES


2

       Dos horas después de llegar los viajeros a su suite del Waldorf Astoria, procedíase a la firma de los últimos papeles de la negociación con la United Fruit, prestamente llevadas por Ariel mientras su padre y el Doctor Peralta estaban en alta mar. Los documentos eran incontrovertibles, puesto que los firmaba quien era de hecho y derecho —y lo sería por mucho tiempo, según los vaticinios de especialistas en políticas de este Hemisferio— el Presidente Constitucional de la República. Además, la Compañía no corría riesgo alguno, pasara lo que pasara, puesto que el General Ataúlfo Galván, al alzarse, había tenido el inteligente cuidado de anunciar a las agencias de prensa que ahora como siempre, hoy como mañana, hic et nunc, tanto en las etapas de la lucha armada como después del «seguro triunfo» —¡qué riñones, mi hermano!— del movimiento por él encabezado, los bienes, propiedades, concesiones y monopolios, de las empresas norteamericanas, serían salvaguardados. Por el cable se sabía que los revolucionarios habían consolidado sus posiciones en la costa del Atlántico —hasta ahora tenían cuatro provincias sobre nueve, ésa era la dramática verdad—, pero una resistencia tenaz hacía fracasar sus presentes intentos de avanzar hacia Puerto Araguato y de cortar las comunicaciones entre la Capital y el Océano. Una unidad de la flota de guerra esperaba al Primer Magistrado en una pequeña isla del Caribe, en la cual haría escala un carguero holandés que mañana zarparía con destino a Recife. En cuanto a las armas, compradas a un agente de Sir Basil Zaharoff, éstas serían embarcadas en La Florida, a bordo de un buque de matrícula griega, mandado por un forbante acostumbrado a izar banderas panameñas o salvadoreñas apenas salía de las aguas jurisdiccionales de los Estados Unidos cuando andaba en sus habituales negocios —transporte de hombres, de armas, de braceros esclavos, de lo que quisieran… — con una América de abajo cuyas ensenadas, cayos y playones conocía tan bien como los más trajinados goleteros locales… Y como nada apremiante había de hacerse aquella noche, el Primer Magistrado, muy aficionado a la gran ópera, quiso escuchar un Peleas y Melisenda que se ofrecía en el Metropolitan Opera House, con la famosa Mary Garden en el papel principal. Mucho le había hablado el Académico Amigo de aquella partitura, que debía ser muy buena ya que, muy discutida al principio, tenía en París unos fanáticos admiradores a quienes el travieso maricón de Jean Lorrain había calificado de Peleastas… Se sentaron, pues, en primera fila, alzó su batuta el director, y una enorme orquesta que tenían ahí, a sus pies, empezó a no sonar. A no sonar, porque de ella se desprendía un murmullo, un estremecimiento, un cuchicheo de nota aquí, nota allá, que no llegaba a ser música. —«¿Y no hay Obertura?» —preguntaba el Primer Magistrado—. «Ya viene, ya viene» —decía Peralta, esperando que aquello empezara a crecer, a levantarse, a definirse, desembocando en un fortissimo: «También Fausto y Aída comienzan así, como quien no dice nada; así (creo que a eso llaman sordina) para preparar mejor lo que viene después». Pero ya se alzaba el telón y se estaba en lo mismo. Esos músicos —estaban ahí, atentos, numerosos, puestos los ojos en las particellas— no acababan de hacer nada. Probaban sus lengüetas, sacaban la saliva de las trompas dando una media vuelta al instrumento, hacían vibrar una cuerda, barrían el arpa con la punta de los dedos, sin llegar a concertarse en una segura melodía. Pequeño acento aquí, queja imperceptible allá, esbozo de temas, impulsos muertos al nacer, y arriba, en las tablas, dos personajes que, hablando-hablando, no se resolvían a cantar. Y ahora —cambio de decoración— una señora medieval con acentos de Kansas City, que lee una carta. Un viejo que escucha. Un cabezazo de quien ya no trataba de escuchar, de tan aburrido como estaba, y fue el intermedio… Ahora, el espectáculo de las galerías y corredores suscitó al Primer Magistrado algunas divertidas y punzantes observaciones sobre la artificialidad de la aristocracia newyorquina, en cuanto a comportamiento y atuendos, cuando se la comparaba con la de París. Por muy bien cortado que esté un frac, puesto sobre el lomo de un yanqui parece siempre un frac de prestidigitador. Cuando saluda, de gran pechera y lazo blanco, parece que un conejo o una paloma le van a salir de la chistera. Las matronas de los 400 llevaban demasiados armiños, demasiadas tiaras, demasiadas mercancías de Tiffany. Detrás de ello estaban las residencias suntuosas, con sus chimeneas góticas compradas en Flandes, columnas de monasterios clunicenses traídos en las calas de transatlánticos, cuadros de Rubens o de Rosa Bonheur, y algunas auténticas Tanagras que mal ritmaban sus movimientos danzarios con los compases del Alexander RagTime Band que les entraba por las ventanas de cristales renacentistas. Aunque ciertos apellidos de añeja ascendencia holandesa o británica se les remontara al siglo XVII, cobraban, al sonar en las inmediaciones de Central Park, un no sé qué de producto importado —a la vez postizo y exótico, como los imprecisos títulos de Marqueses de la Real Proclamación, del Mérito o del Premio Real, que nos gastábamos en América Latina. Aquella aristocracia era algo tan ficticio como el clima de la ópera que se representaba esta noche, con su fluctuante Medievo, sus ojivas de cualquier parte, sus muebles vagamente dinásticos, sus almenas sin fecha, sacados de una perpetua niebla, a gusto del decorador. Volvió a alzarse el telón, se sucedieron unas escenas y hubo otro intermedio; se alzó el telón otra vez y se sucedieron otras escenas, todo en brumas, evanescencias, medias tintas, grutas, sombras, nocturnos, coristas invisibles, palomas que no volaban, tres mendigos muertos, rebaños remotos, cosas vistas por otros y que nosotros no veíamos… Y cuando se llegó, por fin, al último intermedio, el Primer Magistrado estalló: “Aquí nadie acaba de cantar; nadie es barítono, tenor o bajo… No hay un aria… No hay un ballet… No hay una escena de conjunto… Y el carajillo ese, americana nalgona vestida de niño, que mira por una ventana lo que pasa en el cuarto donde, no hay que decirlo, el jovencito buen mozo y la rubia de pelo largo están en lo suyo…
       Y el cabrón de abajo que se desespera. Y el viejo ese, con cara de Carlos Darwin, que dice que si fuese Dios se apiadaría del corazón de los hombres… Mira: aunque nuestro amigo, el Académico, y el otro, el D’Annunzio, me digan que esto es una maravilla, me quedo con Manón, La Traviata y Carmen… Y ya que hablamos de putas, llévenme a una casa de putas”… Y se vieron, luego-luego, los tres, en un apartamento de la Calle 42 donde unas rubias, maquilladas y peinadas a la manera de las estrellas del cinematógrafo, les sirvieron mezclas de licores —era moda, ahora, esto de mezclar licores— que les hizo establecer divertidas escalas de comparaciones entre lo de acá y los minyules veracruzanos del Hotel Diligencias, los ponches rosados de las Antillas y los mojitos cubanos con sus frías hojas de hierbabuena, los rocíos de gallo, compuestos de angostura y ginebra, zamuritos de berro o de limón, chichas y pulques curados, de nuestras Tierras Calientes.
       Las hembras se asombraban de que el Primer Magistrado, con sus años evidentes, pudiese tragar tantísimas copas —siempre con gesto majestuoso y pausado— sin enredarse en cuentos de nunca acabar ni perder un señorial empaque. Hoy, excepcionalmente, lo veía beber así su hijo Ariel —«un día es un día», decía Peralta— porque el Mandatario, cuando se movía en el ámbito del Palacio, era, con sus famosos brindis al agua mineral, con sus alabanzas a los Manantiales del Peregrino —cuya planta de embotellaje había comprado— una estampa de la sobriedad. En las fiestas y conmemoraciones nunca pasaba de alzar una o dos copas de champagne, haciéndosele enfático el tono cuando, en conversaciones de ceño fruncido, abordaba el grave tema de la constante proliferación de taguaras y tabernas, uno de los grandes problemas sociales de la nación, lacra que debíamos a la naturaleza viciosa del indio y a los antiguos monopolios de aguardiente del coloniaje español. Pero ignoraban las gentes que, en un maletín siempre tenido a mano por el Doctor Peralta —y que encerraba, al parecer, papeles de una trascendental importancia—, se guardaban diez cantimploras, de las muy planas, curvadas a la comodidad del bolsillo, como las hacen en Inglaterra, y que, por estar forradas con piel de cerdo —compradas en Hermes— nunca sonaban al entrechocarse. Así, en el despacho presidencial, en la recámara de la Sala del Consejo, en el cuarto de dormir —estaba en el secreto, desde luego, la Mayorala Elmira—, en el tren, en los descansos de cualquier viaje por carretera, bastaba que el Primer Magistrado se llevara un pulgar a la oreja izquierda para que uno de los frascos surgiera, al punto, del burocrático maletín del secretario. Por lo demás, el siempre grave y cejudo bebedor —hombre de before the breakfast, a quien la buena Elmira preparaba muchas aguas de tamarindo, desde temprano, para mejor refresco de «sus hígados», como decía ella, en plural— se tomaba un cuidado extremo en ocultar una vieja afición al Ron Santa Inés que —era preciso reconocerlo— en nada alteraba el ritmo de su andar, ni la sensatez de sus decisiones ante un conflicto inesperado, ni su casi natural afloramiento de sudores: siempre hablaba a las gentes —algo ladeada la cara, midiendo el alcance del resuello— con una mesa de por medio, o guardando una calculada distancia que acrecía, si cabe, la respetabilidad de su figura patriarcal. A estas observancias unía un uso constante de aguas dentífricas, pastillas de menta, perlas de cachunde, asomos de regalez, tras del halo de agua de Colonia o esencias de lavanda siempre suspendido de sus ropas obscuras y tiesas camisas en todo dignas de la dignidad de un Jefe de Estado… Aquella noche, viendo beber a su padre, Ariel se asombró ante un poder de absorción que aventajaba al suyo. —«Es que tiene un organismo virgen» —dijo el Doctor Peralta—: «No es como nosotros, que llevamos la madre dentro; una madre que de nada se despierta»… Al día siguiente, luego de adquirir en Brentano’s una preciosísima edición del Facundo de Sarmiento —lo cual le hizo emitir amargos conceptos sobre el dramático destino de los pueblos latinoamericanos, siempre trabados en combate maniqueísta entre civilización y barbarie, entre el progreso y el caudillismo— el Primer Magistrado subió a bordo del carguero holandés que habría de hacer breve escala en La Habana… Y el mar se fue desengrisando, y se pintaron las anchas lunas amarillas del Caribe sobre una barroca reaparición de sargazos y peces voladores. —«El aire ya huele distinto» —decía el Primer Magistrado sorbiendo una brisa que le traía un inequívoco aliento de lejanos manglares… Y ya en La Habana, se supo, por el Cónsul, que el Coronel Hoffmann, a pesar de su presente penuria en armas ligeras, se mantenía en posiciones defensivas, sin que los revolucionarios hubiesen realizado mayores progresos. Todo estaba igual que cuando su cable fuese mandado a París. Como la noticia era buena y se estaba en carnavales, el Primer Magistrado asistió al paseo de máscaras y comparsas, al concurso de disfraces, arrojando serpentinas por todo lo alto. Y, luego de haber alquilado un dominó negro, fue al Baile de Tacón, donde una mulata, vestida a lo Marquesa entre Luis XV y XVI —miriñaque encarnado, peluca empolvada, lunas sobre arrebol, abanico rojiverde e impertinentes de carey— le enseñó los modos de bailar sin bailar, de bailar sin salirse del ámbito de una losa, de moverse a la vertical, casi sin moverse, en giraciones cada vez más apretadas, más lentas, llevadas a una mutua inmovilidad, en el perfume de un raso que de tanto haberse resudado resultaba más piel que la misma piel —todo esto en un gran estrépito de cornetín, clarinete y timbales, promovido por la orquesta de Valenzuela y Corbacho. Cuando comenzaron las máscaras a dispersarse, y se fueron apagando, de piso en piso, las luces del teatro, la mulata invitó al Primer Magistrado a dormir con ella en un cuarto que tenía allá, cerca del Arco de Belén, en una casa «modesta pero decente» —decía ella— con patio sembrado de granados, albahacas y culantrillos. Tomaron un coche de alquiler, tirado por un caballo flaco que el cochero impulsaba hacia adelante —estaba como dormido— con una espuela puesta en punta de vara, pasando entre enormes casas amodorradas, que olían a tasajo, a melaza, a humo de torrefacciones, arrojando aquí, allá, según entrara la brisa del puerto, vahos de azúcar prieta, horno caliente y café verde, en un vasto respiro de establos, talabarterías y moho de viejas murallas, aún frescas de rocíos nocturnos, salitres y musgos. —«Véleme el sueño, mi compadre» —me dijo el primer Magistrado—. «No se preocupe, mi compadre, que aquí tengo lo que hace falta» —dije, sacándome la Browning del bolsillo del corazón… Y mientras el Primer Magistrado y la mulata Luis no sé cuántos se ocultaban tras de una puerta azul, me instalé en un taburete de piel de vaca, con el arma puesta en los muslos. Nadie, por lo demás, sabía que mi Presidente estuviese en la ciudad. Había desembarcado con pasaporte falso, para evitar que el cable diese la noticia de su viaje a donde quería llegar con el seguro impacto de lo inesperado… Cantaron los gallos, se hizo el relevo de sombras, y, en minutos, cundieron los estrépitos de siempre: paso de carretones y carromatos, con su creciente y decreciente sinfonía de cencerros; cortinas corridas, restallar de persianas, trasiego de bateas y latones; Floreeeeeeero, flores; Escoooobero, escobillones; La lotería: el número bonito; entrada de los pregoneros de la torreja, el aguacate y el tamal cantados a garganta de chantre gregoriano; y el otro, que ofrecía cambios de botellas por pirulís, y fueron las noticias del día, voceadas por los vendedores de periódicos: un aviador cubano, Rosillo, había superado ayer, en el campo de la Bien Aparecida, los loop-the-loop del francés Pegoud; un suicidio por fuego; captura de cuatreros en Camagüey; ola de frío —más 13 grados, según el Observatorio— en los altos de Placetas; confusa situación en México —donde ahora había revolución de verdad: lo sabíamos por los tremebundos relatos de Don Porfirio—, y, en nuestro país, sí, en nuestro país, su nombre había sonado en boca del voceador, una victoria de Ataúlfo Galván (sí, «victoria», creo que dijo) en la zona de Nueva Córdoba… Movido por ello desperté al Primer Magistrado que dormía con un enorme y espeso muslo puesto sobre el también carnoso pero más largo muslo de la mulata, y ya, con él, muy compuesto y digno, vamos, a pie, hacia el Muelle de San Francisco, donde nos espera el carguero presto a zarpar… De un organillo empavesado de borlas y retratos de La Chalito y La Bella Camelia brota, repentinamente, el percutiente estrépito de un pasodoble torero. —«¡Ciudad más ruidosa!» —observa el Mandatario—: «Al lado de esto, nuestra Capital es un convento de monjas».
       Y henos aquí, ya en Puerto Araguato, donde nos esperaba el Coronel Hoffmann, muy tieso, luciendo el monóculo de los días solemnes, con la buena nueva de que todo sigue igual. El movimiento subversivo sólo tiene respaldo en las provincias del Norte, cuya población siempre ha sido hostil, por larga tradición, al Poder Central, creyéndose desatendida, minimizada, tenida en pariente pobre, a pesar de poseer las tierras más ricas y productivas del país. De los cincuenta y tres pronunciamientos dados en un siglo de historia, más de cuarenta habían sido promovidos por caudillos norteños. Nadie sabía aún —salvo los ministros y altos oficiales del Ejército… — que el Jefe de Estado llegaría hoy. Así sería mayor el efecto de sorpresa… (Había contemplado yo —más entristecido ahora que antes por la traición del hombre de mi mayor confianza— el panorama portuario, desde la cubierta del guardacostas que me trajo, enterneciéndome, de pronto, con cursi pero irrefrenable lagrimeo, ante una arquitectura de casitas, de ranchos, encaramados unos encima de otros, a flanco de cerro, como frágiles barajas de un castillo de barajas. Aflojado en mis iras por el reencuentro con lo mío, advertí, en el pálpito de una iluminación, que este aire era aire de mi aire; que un agua ofrecida a mi sed, tan agua como otras aguas, me traía, de repente, remembranzas de olvidados sabores, ligadas a rostros idos, a cosas recogidas por la mirada, archivadas en mi mente. Respirar a lo hondo. Beber despacio. Vuelta atrás. Paramnesia. Y ahora que el tren sube, sube, siempre en curvas y túneles, haciendo breves paradas, a veces, entre los riscos y breñales de las Tierras Calientes, ver, con los ojos del olfato, el dibujo de las hojas que crecen en oficio de tinieblas; representarme la arquitectura del árbol por la quejumbrosa flexión de una rama; saber del amaranto hongo de cortezas por la permanencia de su hálito recobrado… Cómo desnudo, inerme, ablandado, llevado a la indulgencia, el acomodo, la posible conciliación —cosas aún debidas a un allá que, de hora en hora, me iba quedando más lejos, al pie de su Arco de Triunfo—, a medida que ascendía hacia el Sillón Presidencial, recobrando una agresividad acaso debida al reencuentro con las vegetaciones cercanas, trabadas en una ininterrumpida lucha por reconquistar el claro de la carrilera por donde resoplaba nuestra locomotora, consideraba yo los acontecimientos con mayor encono y pasión. Cada doscientos metros escalados por la máquina me acrecía en mando y estatura, tonificado por un aire delgado, caído ya de las cimas. Había que ser duro, implacable: lo exigían las Fuerzas implacables, inmisericordes, que eran todavía la obscura y todopoderosa razón de ser —la pulsión visceral— de su mundo en gestación, aún problemático en cuanto a formas, voliciones, impulsos y límites. Porque allá —ahora allá de allá— seguía el puerto marítimo de Basilea en sus quehaceres renanos del Año Mil, en tanto que el Sena de los bateauxmouches seguía medido por los inmutables trancos del Pont-Neuf de los chamarileros y tabarines renacentistas, mientras que aquí, en la hora de ahora, se trepaban las selvas sobre las selvas, se trastocaban los estuarios, mudaban de curso los ríos abandonando sus cauces de la noche a la mañana, en tanto que veinte ciudades construidas en un día, llevadas del embostado al mármol, de la zahurda al alcázar, de la guitarra payadora a la voz de Enrico Caruso, caían en ruinas, de repente, andrajosas y abandonadas, apenas un salitre cualquiera hubiese dejado de interesar al mundo, apenas algún excremento de pájaros marinos —de esos que nievan los arrecifes de lechosas garúas— hubiese dejado de cotizarse en las Altas Bolsas, de muchas pizarras y gritos, pujas y sobrepujas, sustituido por algún invento en probeta de químicos alemanes… A medida que me henchía del aire de mi aire, me iba haciendo más Presidente…) Y presidente de verdad era, erguido en la plataforma del vagón de aparato, tiesa la figura, endurecido el semblante, fusta en mano, hosco el gesto, cuando fuimos llegando a la Capital, anunciada por las consabidas escenografías suburbanas: ahí la fábrica de jabón, el aserradero, la central eléctrica; a la derecha, el destartalado palacete de las cariátides y atlantes, con su ruinoso minarete de mosaicos; a la izquierda, el gran anuncio de la Emulsión de Scott y el otro, de la Loción Pompeya. El Linimento de Sloan, útil para todo; el Compuesto Vegetal de Lydia Pinkham —retratada con gola y camafeos— soberano en asuntos de trastornos menstruales. Y sobre todo —sobre todo— la Harina Aunt Jemima —hay que detenerse en la marca— que gozaba de gran favor en barriadas, conventillos y conucos, a causa de la figura de negra sureña, tocada con pañuelo a cuadros, como las abajeñas de aquí, que adornaba su etiqueta. («Es igualita que la abuela del prusiano Hoffmann» —decían los bromistas, recordando que la anciana, relegada a las remotas dependencias de la casa, nunca presente en las comidas y saraos del General, sólo era vista en las calles cuando iba a comulgar en misa de 6 o le daba por regatear, a gritos, el precio del orégano o la lechuga en puestos de madrugadores hortelanos, de los que arreaban borricos agobiados de alforjas desde las cercanas montañas, antes del cotidiano despertar en luz del Volcán Tutelar…) Rieles que se entrecruzan, discos de señales que nos vienen al encuentro, y a las dos de la madrugada entramos en la desierta estación del Gran Ferrocarril del Este, toda de hierro y empañados cristales —muchos rotos— construida antaño por el francés Baltard. El agregado militar de los Estados Unidos nos aguardaba en el andén, junto a los miembros del Gabinete. Y en varios automóviles se atravesó la ciudad, silenciosa y como deshabitada, a causa del toque de queda que, de ocho de la noche, se había adelantado a las seis, y, desde hoy, a las cuatro y media. Sobre altas aceras duermen, de puertas y ventanas cerradas, las casas grises, ocres, amarillas, con sus herrumbrosas gárgolas sacadas de los tejados. La estatua ecuestre del Fundador de la Nación lucía lúgubremente solitaria, a pesar de la presencia de los héroes de bronce que, más abajo y de pie, lo acompañaban en la Plaza Municipal. El Gran Teatro, con sus altas columnas clásicas, cobraba, en ausencia de toda silueta humana, un aspecto de cenotafio suntuario. Las luces todas del Palacio de Gobierno estaban prendidas, en espera del Consejo Extraordinario que habría de durar hasta la hora del desayuno. Y, a las diez, convocada por los periódicos de la mañana en una muy voceada edición especial, una enorme multitud se aglomeraba frente a la fachada de tezontle y azulejos, edificada en los días de la Conquista por un inspirado arquitecto judío, prófugo de la Santa Inquisición, a quien debíamos las más hermosas iglesias coloniales del país —señoreadas todas por el Santuario Nacional de la Divina Pastora, en Nueva Córdoba—. Cuando el Primer Magistrado apareció en el balcón de honor, fue saludado por aclamaciones que levantaron un gran revuelo de palomas sobre los tejados y azoteas que, en blanco y rojo, ajedrezaban el valle, entre sus treinta y dos campanarios de mayor o menor ambición… Acallados los vítores, el Presidente, arrancando en tiempo lento, marcando las pausas, como era su costumbre, empezó a pronunciar un discurso bien articulado, sonoro en su atenorado diapasón, preciso en sus intenciones, aunque se adornara demasiado —éste era el parecer de muchos— de expresiones tales como «trashumante», «mirobolante», «rocambolesco», «erístico», «apodáctico», antes de que, subido de tono en una relumbrante movilización de horcas caudinas, espadas de Damocles, pasos del Rubicón, trompetas de Jericó, Cyranos, Tartarines y Clavileños, revueltos con altivas palmeras, señeros cóndores y onicrótalos alcatraces, se diese a increpar a los «jenízaros del nepotismo», a los «miméticos demagogos», a los «condotieros de alfeñique» siempre dispuestos a mellar sus espadas en descabelladas empresas, generadores de discordia donde la laboriosidad, un concepto patriarcal de la vida, nos hacían, a todos, miembros de una gran familia —pero de una Gran Familia que, por lo sensata y unida, era siempre severa, inexorable, para los Hijos Pródigos que, en vez de arrepentirse de sus yerros, como en la parábola bíblica, pretendían incendiar y asolar la Casa Solariega donde, colmados de grados y honores, se habían hecho Hombres… Muchas burlas debía el Primer Magistrado a los rebuscados giros de su oratoria. Pero —y así lo entendía Peralta— no usaba de ellos por mero barroquismo verbal; sabía que con tales artificios de lenguaje había creado un estilo que ostentaba su cuño y que el empleo de palabras, adjetivos, epítetos inusitados, que mal entendían sus oyentes, lejos de perjudicarlo, halagaba, en ellos, un atávico culto a lo preciosista y floreado, cobrando, con esto, una fama de maestro del idioma cuyo tono contrastaba con el de las machaconas, cuartelarias y mal redactadas proclamas de su adversario… Terminado el discurso con un emocionado llamamiento a la ecuanimidad, concordia y unión de todos los ciudadanos de buena voluntad, dignos herederos de los Fundadores de la Nación y Padres de la Patria, cuyos venerados sepulcros se alineaban en las naves de un panteón cercano (… «vuelvan las cabezas y contemplen con los ojos del espíritu la enhiesta y babilónica torre que…» etc. etc.), el orador, oídas las últimas aclamaciones, se retiró al Salón del Consejo, donde varios mapas estaban desplegados sobre una larga mesa de caoba. Armado de banderitas —unas, nacionales; rojas las otras montadas en alfileres, el Coronel Walter Hoffmann, Presidente del Consejo, ahora Ministro de la Guerra p. s. r. , trazó un cuadro breve y escueto de la situación militar. En aquella línea, estaban los cabrones e hijos de puta; aquí, aquí y aquí, los defensores del honor nacional. Los cabrones e hijos de puta habían recibido el concurso de otros cabrones e hijos de puta durante las últimas semanas: eso era evidente. Pero, al haberse cedido la zona del Pacífico a la United Fruit, las posibilidades, para ellos, de hacer entrar pertrechos por Bahía del Negro quedaban anuladas. Los leales habían contenido el avance de los revolucionarios en el Noroeste: «Pero, si hubiésemos tenido más armas, hubiéramos hecho más». —«Dentro de una semana tendremos todo lo necesario»— dijo el Primer Magistrado detallando, a vista de facturas, el cargamento embarcado en La Florida. Por lo pronto, había que alentar la moral y la combatividad de las tropas constitucionales. Él, personalmente, partiría esta misma noche hacia la zona de operaciones. En sus aspectos generales la situación, aunque grave, debía considerarse con optimismo. —«¿Y Nueva Córdoba?» —preguntó sin embargo, pensando en esa extraña ciudad de ruinosos palacios, rica en minas, acaso demasiado india, siempre desconcertante en sus resabios, temible en sus imprevisibles sobresaltos, que había sido foco de arduas resistencias en revoluciones anteriores. —«Nada»— respondió Hoffmann—: «Ahí Ataúlfo no tiene popularidad. Por eso, la ha dejado atrás sin tocarla. Además, hizo la promesa de respetar los intereses ingleses y norteamericanos que son muchos allá, y quiere demostrar que cumple con su palabra, alejando la guerra de esa zona». El Primer Magistrado tenía sueño. Después de pedir a la Mayorala Elmira que le preparara su traje de campaña, dando betún a sus botas y gamuza a su casco de punta, movido por un repentino antojo, la agarró repentinamente, de a levantafaldas, acodada ella sobre el mármol de una cómoda, confundida en elogios sobre lo «en condiciones» que había llegado el señor de París —a pesar de que París, ese tremendo París, donde los hombres pierden hasta el alma… — antes de acunarse en su hamaca para dormir unas horas… Al cabo de su reposo, se encontró con el rostro —esta vez ceñudo y preocupado— del Doctor Peralta. Los estudiantes de la secular Universidad de San Lucas habían tenido la osadía de hacer circular un manifiesto insolente, inadmisible, que el Presidente leyó con creciente ira. Se recordaba, ahí, que había ascendido al poder por un golpe de estado; que había sido confirmado en su mando por unas elecciones fraudulentas; que sus poderes habían sido prorrogados mediante una arbitraria reforma de la Constitución; que sus reelecciones… —en fin, lo de siempre en tales prosas: Llegados eran los tiempos de acabar con una Autoridad sin rumbo ni doctrina, expresada en úcases y edictos, de un Presidente Procónsul guiado, en obra de gobierno, por los mensajes cifrados de su hijo Ariel. Pero lo grave ahora —por la novedad del caso— era que los estudiantes proclamaran que, en la actualidad, tanto montaba uniforme como levita y que tan poco interesante era la causa gubernamental como la de los llamados «revolucionarios». Cambiaban los jugadores en torno al mismo tablero, y se proseguía una inacabable partida empezada hacía más de cien años… Y, para regresarse a un orden constitucional y democrático, se postulaba la figura del Doctor Luis Leoncio Martínez, austero profesor de filosofía, traductor de Plotino, a quien mucho conocía Peralta, por haber sido condiscípulo suyo. Era hombre de frente alta, angosta, venosa y despoblada, palabra seca y breve, abstemio y madrugador, vegetariano militante, padre de nueve hijos, admirador de Proudhon, Bakunin y Kropotkin, que se había carteado antaño con Francisco Ferrer, el maestro anarquista de Barcelona, promoviendo una gran manifestación en la ciudad cuando se tuvieron noticias de su fusilamiento en Montjuich —manifestación permitida por el Primer Magistrado porque la protesta era universal, y, en fin, ya que Ferrer estaba tronado y no lo levantaría nadie, un desfile, abierto en el crepúsculo, terminado en el terral de las nueve (tres horas de gritos que no eran de oposición al Gobierno) vendría a demostrar nuestro respeto a las libertades, nuestra tolerancia con las ideas, etc. etc. El Doctor Luis Leoncio Martínez, además, concertaba sus convicciones libertarias con una suerte de teosofía, nutrida de los Upanishad, el Baghavad-Gita, Annie Besant, Madame Blavatzky, y también Camilo Flammarion —interesándose por los fenómenos metapsíquicos que, en muy íntimas ceremoniales de rotación de mesas, cadenas magnéticas, y concentraciones espirituales, promovían las presencias, en golpes y levitaciones, de Swedemborg, el Conde de San Germán, Katie King, o de la aún viviente pero remota Eusapia Paladino… Y ahora, ese soñador, ese pálido utopista, había aparecido sorpresivamente en Nueva Córdoba, soliviantando a los trabajadores de las minas de cobre y estaño, con ayuda de media docena de líderes estudiantiles. Grande le quedaba la empresa y más si se pensaba que era hombre de gabinete, admirado por unos pocos coterráneos, pero sin arrastre político en el resto del país. Vuelto a la calma por operación de una copa oportunamente servida, y analizando las cosas con criterio táctico, pensó el Presidente que, en realidad, la actividad de un enemigo común, en la retaguardia del General Ataúlfo Galván, venía a favorecerlo, limitando la acción del rebelde a dos provincias del Nordeste. Y si lo de Nueva Córdoba cobraba cuerpo, podría contarse, en última instancia, con la ayuda de los Estados Unidos, ya que la Casa Blanca estaba opuesta, ahora más que nunca, a toda germinación de movimientos anarquizantes, socializantes, en esta América de abajo, harto revoltosa y latina. Y ya iba el Primer Magistrado a considerar la situación con el Coronel Hoffmann, cuando una segunda hoja, escrita en tono satírico y jocoso, volvió a encenderle —y esta vez mucho más que antes— la ya caída ira. Ahí su oratoria era puesta en solfa con una criollísima prosa donde se le calificaba, en remedo y chunga, de «Tiberio de zarzuela», «Sátrapa de Tierras Calientes», «Moloch del Tesoro Público», «Monte-Cristo rastacuero» que, en sus paseos por Europa, andaba siempre con un millón en la cartera. Su ascensión al poder había sido «El 18 Brumario de Monipodio». Su Ministerio era «Goldenrush», «Corte de Milagros» y «Concilio de cúmbilas». Y ahí no se perdonaba a nadie: el Coronel Hoffmann era «un prusiano con abuela negra en el traspatio»; el General Ataúlfo Galván, «chácharo bochinchero, ostrogodo de sables y vainas», en tanto que numerosos funcionarios y jefes de la Seguridad eran puestos, según se les tuviera por trágicos o grotescos, en estampa de inquisición o de teatro bufo. Pero, lo peor, su hija Ofelia era proclamada «Infanta del Rey Midas», recordándose que mientras las mujeres descalzas de acá no tenían un hospital donde parir, la agraciada criolla, coleccionista de camafeos antiguos, muy preciosas cajitas de música y caballos de carrera, había dado millares de pesos nacionales (a 2. 27 el cambio contra dólar) a empresas y organizaciones tales como «La obra misionera en China», la «Liga para la protección del arte gótico» y la «Fundación de la Gota de Leche», presidida, esta última, por una Duquesa europea… Aquí la broma pasaba de broma y el Primer Magistrado no estaba para bromas. Y más ahora que el Coronel Hoffmann le venía con la noticia de que los estudiantes, encerrados en la Universidad, estaban dando un mitin contra el Gobierno. —«Metan la caballería en el edificio» —dijo el Presidente. —«Pero… ¿y el fuero centenario?, ¿la autonomía?» —«No estoy para pensar en semejantes pendejadas. Bastante que han jodido ya con esa autonomía. Estamos en estado de emergencia». —«¿Y si resisten, si tiran ladrillos desde las azoteas, si desjarretan a los caballos, como hicieron en 1908?» —«En ese caso… ¡plomo con ellos! Repito que estamos en estado de emergencia y no pueden tolerarse desórdenes»… Media hora después se armaba la balacera en los patios de la Universidad de San Lucas. —Y si tienen muertos” —dijo el Primer Magistrado, acabando de abrocharse la guerrera—, «nada de entierros solemnes, con ataúdes llevados en hombros y discursos en el cementerio, que no son sino manifestaciones amparadas por el luto. Se entrega el fiambre a la familia y que se le meta en el hoyo sin gritos ni mariqueras, porque de lo contrario la familia entera, con madre, abuelos y carajillos, va a la cárcel»… Afuera, seguía el tiroteo. Ocho muertos y veintitantos heridos. —«Para que aprendan» —dijo el Primer Magistrado, tomando asiento en la larga Renault negra que lo llevaría a la estación del ferrocarril: —«¿Ha caído algún soldado?» —«Dos, porque un estudiante y un bedel estaban armados»—. «Que les hagan exequias nacionales, con armón de artillería, marchas fúnebres y tendido en el Panteón de los Héroes, por haber caído en el cumplimiento del deber»… Y la bélica partida se preparó, en los andenes, con gran parada de cascos y correajes, barbuquejos y espuelas, prismáticos y fustas de aparato, en un ir y venir de sargentos semejantes a feldwebels alemanes, que cuidaban del amontonamiento de las tropas en los vagones, carros de ganado y furgones. Se empezó por los soldados de élite, cazadores y húsares, de botas relucientes y marcial apostura, que irían en el convoy presidencial. Luego, para los otros trenes, vinieron infantes menos lucidos, de guerreras marchitas y toscos botines, y, después, infantes de tercera, con machete, cananas, fusiles viejos y zapatos desemparejados. Y, metidas en todas partes, deslizándose entre los grupos y formaciones, colándose por las ventanillas, trepándose a los techos, las soldaderas, con sus hornillas y enseres de cocina cargados en petates y sacos. Sobre vagones-plataforma se habían subido dos cañones Krupp, montados en riel semicircular, con su complicada maquinaria de ruedas dentadas, palancas y manubrios. —«¿Y esto es para bonito?» —preguntó el Primer Magistrado. —«La experiencia ha demostrado» —dijo Hoffmann— «que pueden ser trasladados en carretas cañeras con cuatro yuntas de bueyes». —«Muy práctico para operaciones rápidas» —dijo el Presidente a quien el zafarrancho había puesto de buen humor… Por fin, con un retraso de tres horas, pasadas en intercalar vagones, mover vagones, interpolar vagones, extrapolar vagones, comprobar que éste no servía, que el otro sí servía, que el de más allá tenía bloqueados los frenos, que el vagón-cisterna estaba lleno de agua podre, que el volquete no respondía, después de dos horas más, ocupadas en sacar bogies de las vías muertas, romper filas de carros para formar otras, adelantar, retroceder, entre silbatos de locomotoras y cornetas de bandas militares, se puso en camino el ejército, acompañado de la canción de rigor:

Adiós, adiós.
Lucero de mi vida,
Dijo un soldado,
Al pie de una ventana.

       El Primer Magistrado se encerró temprano, con Peralta, en su cómodo compartimento del vagón presidencial, para beber de lo traído en el maletín-Hermes, fuera de las miradas de capitanes y coroneles que, en el salón-pullman, festejaban la partida hacia el frente en torno a sus botellas de buena etiqueta. Sentado en el borde de su cama, miraba melancólicamente las punteras de sus botas relucientes, el correaje de campaña colgado de una percha, la pistola en su funda —más pesada y de mayor calibre que su preferida, la liviana Browning de su uso personal. «General»… «Mi General»… «Señor General»… Y las junteras de los rieles que, al paso de las ruedas, decían, con regularidad obsesionante: «Génral… Gén-ral… Gén-ral… Gén-ral… Gén-ral…» Él era, acaso, el único General de este vasto mundo a quien no agradaba el título de General —aceptado, únicamente, cuando con militares andaba, o tenía que asumir, como ahora, el mando de alguna operación. Porque, en verdad, ese título se lo había otorgado él mismo, hacía muchísimos años, en uno de los tempranos avatares de su vida política, cuando, poniéndose a la cabeza de una partida armada, allá en el Surgidero de La Verónica, había llevado sesenta y tantos hombres al asalto de un fortín ocupado por unos revoltosos, unos alzados, enemigos del Gobierno al que entonces era fiel y al cual derrocaría más tarde —pero esa vez con ayuda de generales de verdad— para instalarse en el Palacio Presidencial. Ahora, por un tiempo —lo que duraran las operaciones—, volvería a ser «General», «Mi General», «Señor General». Y miraba nuevamente las punteras de sus botas, sus espuelas, su correaje. Y pensaba, burlándose de sí mismo, en el personaje de la comedia de Molière que era cocinero cuando usaba gorro y cochero cuando se ponía librea. —«Dame de beber» —dijo a Peralta—: «Y alcánzame el tomo aquel». Y, en espera del sueño, corrió las páginas, hasta dar con un Sexto Libro, cuya lectura le había quedado interrumpida semanas antes. Capítulo XI: «Ya que alcanzamos esta parte del relato, nos parece oportuno extendernos sobre las costumbres de la Galia y de la Germania y sobre las diferencias que distinguen dichas naciones. En Galia, no solamente en cada estado, sino también en cada pequeña comarca y fracción de comarca, y hasta en el seno de cada familia, hay partidos»… Hay partidos. —«Por eso es que los jodieron como los jodieron» —comentó el Primer Magistrado entre dos bostezos… Afuera, seguían los cantos:

La noche que la mataron,
Rosita estaba de suerte.
De seis tiros que le dieron,
No más uno era de muerte…


3

       Cuando el General Ataúlfo Galván, vencido en primer combate abierto, hubo cruzado el Río Verde a la zaga de tropas maltrechas y desbandadas, dejando en la orilla a sus dos hembras de campaña, la Misia Olalla y Jacinta la Negra —retrasadas, por empeñarse en cargar con fardos de blusas, ruanas y cintajos, robados en los almacenes de una población recién saqueada—, se pintó un rayo de los que parecen resquebrajar el cielo de arriba abajo, sonaron dos truenos de nunca acabar, y fue aquello la obertura de una lluvia de meses, apretada, inexorable, exasperante por lo seguida, tenida, sostenida, como sólo se veían en estas tierras madereras. Porque tierras madereras eran, en flancos de montes siempre neblinosos, difuminados por brumas que se aclaraban acá cuando se espesaban allá, dejando que el sol se les colara por un boquete de cielo —unos minutos acá, unos minutos allá— para iluminar la ignorada altivez de flores sin nombre, empinadas en las cumbres de árboles cerrados, o magnificar inútilmente, ya que nadie habría de verlo, un esplendoroso alumbramiento de orquídeas en el techo de la selva; tierras madereras eran éstas, donde, sobre caobos, júcaros, cedros y quebrachos, y especies tantas y tan raras que desconcertaban las clasificaciones tradicionales —ya habían desconcertado, incluso, las del propio Humboldt—, caían tales lluvias que los hombres, al saber de su proximidad por un olor venido de lejos, tenían la impresión de entrar en un año de siete meses que estuviese metido, con transcurso propio, en año de doce, ignorante de las cuatro estaciones para quedar en dos: la breve, mohosa, de apresurado trabajo, y la larga, mojada, del interminable aburrimiento. Cuando sonaba el último rayo de la temporada, se iniciaba una nueva vida —nueva etapa, nuevo tranco— en una vegetación tan húmeda y trabada en sus humedades, que parecía engendrada por las lagunas y ciénegas del suelo, siempre croantes de ranas, pellejudas de sapos, irisadas por las errantes burbujas de hundidas podredumbres… Varias tiendas de campaña habían sido armadas para los jefes del ejército. La del Primer Magistrado en medio, con sus cordeles que, atados a postes, sostenían el alto frontón de lona coronado por una bandera de la República. El vencedor de la jornada, luego de una cena de sardinas, corned-beef, plátanos asados, dulce de leche y vino del Rhin, pensando que sus oficiales estarían exhaustos después de la encarnizada batalla del día, los invitó a tomar un bien merecido reposo en espera del Consejo de Estado Mayor del día siguiente. Sólo quedaron el Coronel Hoffmann, el Doctor Peralta y el Primer Magistrado, jugando una desvaída partida de dominó a la luz de faroles de vía con amarillento claror de queroseno. Pero, en eso, cinco, diez, veinte rayos cayeron sobre las selvas, seguidos de truenos que de tan largamente retumbar se unían unos con otros, y fue la ventolera de tromba —la «gira-gira» como decían los lugareños— que se llevó, en el lapso de un apagar velas y luces, el campamento entero. Mientras los soldados se las arreglaban como podían, el Coronel Hoffmann y el Primer Magistrado, guiados por el Doctor Peralta, se arrimaron a un monte donde, por la mañana, habían divisado la obscura boca de una caverna. Y a ella llegaron, resbalando, tropezando, empapados, tiritantes, alumbrándose con linternas de pila. Hubo un asustado revuelo de murciélagos, pronto aquietado, y fue realidad el amparo de paredes húmedas, bajo una bóveda arcillosa, festoneada de estalactitas, donde la presencia de la lluvia sólo era ya como el rumor de una catarata lejana. Pero hacía frío; un frío de gredas en sombra sobre las que pequeñas hendeduras de la montaña goteaban quedamente. El Primer Magistrado, sentado sobre un poncho, tenía inaplazables deseos de beber. (Necesidad agarrada al vientre, a las entrañas, que hace sentirse el cuerpo como vacío, sin vísceras, contraído por una impaciente ansiedad que sube hacia la garganta, la boca, la memoria de los labios y el olfato…) Entendiendo lo que ocurría (reiterada señal del pulgar hacia la oreja) el Doctor Peralta tomó un aire socarrón y, agarrando el maletín-Hermes, declaró que él, por temor a resfríos posibles a lo largo de la campaña, había cargado con un aguardiente al cual —¿a qué negarlo?— era sumamente aficionado. —«Todo el mundo sabe que tú eres el Prior de Santa Inés» —dijo el Coronel Hoffmann, animado por una repentina alegría, desabotonándose el abrigo. Y, uniendo sus ruegos a los del secretario, convenció al Primer Magistrado de que probara algún licor para preservar su salud —más necesaria ahora que nunca— de los daños emanentes de las intemperies. —«Por una vez» —dijo el Primer Magistrado, alzando hacia su boca la primera cantimplora cuyo forro de piel de cerdo, espeso y poroso, le olió de pronto a la tienda de París donde Ofelia compraba sus sillas de montar, riendas, bocados y cabezadas de picadero—. «No se detenga, señor Presidente; le hace bien; un día es un día. Día que es, además, día de gloria». —«Glorioso día, en efecto» —coreó el Doctor Peralta. Afuera le respondió un trueno que venía a acrecer, aquí dentro, una grata sensación de resguardo. El recio licor bebido en caverna armonizaba sus aromas cañeros, todavía vegetales, con relentes de barro, de musgos, en lejana evocación de las clásicas bodegas vinateras donde duerme el mosto al amparo de bóvedas profundas. Aligerado su ánimo, recordó el Primer Magistrado un texto clásico, humorísticamente citado por él en Consejo de Ministros —donde mucho alardeaba de leído, recordando versos, sentencias oportunas, máximas venidas al caso— en ocasión de alguna pasada trifulca política, envuelta en revoltijos castrenses: «Soplad, vientos, y romped vuestras mejillas. Y vosotros, relámpagos activos como la idea, anunciadores del rayo que raja las encinas, venid a enrojecer mi nívea cabeza»… A lo que ahora respondía el Doctor Peralta, más zorrillesco que shakespeariano, con las centellas del «Puñal del Godo», tan a menudo lanzadas en nuestro Teatro Nacional por el trágico español Ricardo Calvo, cuya dicción harto castiza remedaba de cómica manera:

¡Qué tormenta nos amaga!
¡Qué noche, válgame el cielo!
¿Ciego es el terrible acento
y el fulgor que centellea
cuando sopla airado el viento
y el cénit relampaguea?…

       Abierta fue nuevamente la maleta de las cantimploras para celebrar el «terrible acento» del verso y de quien, con terrible acento, lo rugía. Y ya puestos en suficiente calor, con la guerrera algo desabrochada, pasó el Coronel Hoffmann a hacer un recuento de la campaña: hasta ayer, pequeños choques armados, escaramuzas, tiroteos de guerrillas, encontronazos de patrullas; por nuestra parte, lo más grave, el tren volado a la salida del Túnel del Roquero, con pérdida de caballos y parque, diez y siete muertos y cincuenta y dos hombres inutilizados por heridas más o menos graves. Pero el enemigo —y dirigía la luz de su linterna a un mapa puesto sobre el ondulado guano de murciélagos que cubría el suelo— había retrocedido siempre hacia el Río Verde, sin tomar iniciativas de combate. Hoy, en cambio, habíamos tenido un gran enfrentamiento: una batalla de verdad, como sólo se habían visto en las Guerras de Independencia. Claro estaba que una implacable preparación se había hecho necesaria. El enemigo había recibido demasiadas ayudas en partidarios, monturas, reses, sacos de maíz, informaciones pasadas de pueblo a pueblo, con increíble velocidad, por estos montañeses de mierda, eternos simpatizantes de asonadas y pronunciamientos. El conflicto no era de hoy. Hacía medio siglo que estos andinos venían jodiendo la paciencia con sus marchas sobre la capital y sus caudillos que, llegados al Palacio de la Presidencia, descubrían con asombro el funcionamiento de las cocinas de gas y los aparatos sanitarios, el grifo de agua caliente y el teléfono de cuarto a cuarto. Por esto había sido preciso realizar, antes de la batalla, una vasta operación de limpieza: incendio de casas y aldeas, fusilamiento sumario de todo sospechoso, tiroteo de bailecitos, guateques de cumpleaños y bautizos, que no eran sino pretextos para propaganda a media voz, trasiego de noticias y concertación de alzamientos —sin olvidar ciertos velorios donde, por extraño portento, no había muerto en la caja. —«Pero en Santo Tomás del Ancón se te fue la mano» —dijo el Primer Magistrado. Triste, muy triste, sin duda, pero la guerra no era cosa de guante blanco ni de contemplaciones. Era necesario observar siempre los dos principios incontrovertibles de Moltke: «El mayor bien que puede hacerse en una guerra es acabarla pronto… Para acabarla pronto son buenos todos los medios, sin exceptuar los más condenables». En un texto fundamental publicado por el Gran Estado Mayor Alemán en 1902, se decía: «Una guerra enérgicamente llevada no puede ser dirigida únicamente contra el enemigo combatiente, sino que propenderá igualmente a la destrucción de sus recursos materiales y morales. Las consideraciones humanitarias sólo pueden tomarse en cuenta si no afectan los fines de la guerra misma». Además, Von Schlieffen había dicho… —«No jodas tanto con tus clásicos alemanes» —dijo el Primer Magistrado. Von Schlieffen quería que las batallas se dirigieran sobre el tablero de ajedrez de los mapas, a distancia, con enlaces telefónicos, automóviles y motocicletas. Pero, en estos puñeteros países sin carreteras, con tantas selvas, pantanos y cordilleras, los enlaces tenían que hacerse a lomo de mula o de burro —pues los mismos caballos no servían para ciertos arcabucos— cuando no por medio de mensajeros que supieran correr y escurrirse como los chasquis de Atahualpa. Esas batallas ideales, llevadas a catalejo y gemelos, con cartas cuadriculadas y aparatos de precisión, hacían soñar, desde luego, a ciertos generales de bigotes kaiserianos y botella de coñac al alcance de la mano, poco amigos —aunque habían algunas excepciones— de arrimarse a la balacera y el arrancapescuezo… Las batallas nuestras, en cambio, había que llevarlas —como la de hoy— de a cojones, olvidando las teorías enseñadas en Academias Militares. Y más valían, aquí, los viejos artilleros de «tres manos para arriba y dos a la derecha, con dedo y medio de rectificación», capaces de calar una pieza con metates de soldaderas, que los nuevos tenientes, podridos de álgebras y jerigonzas balísticas que no entendían sus subalternos, necesitados de cuentas en libreta para largar un obús que, en fin de cuentas, golpeaba siempre más acá o más allá del blanco. —«En América Latina, con artillería, metralla, y todos los peroles modernos comprados a los yankis, la naturaleza nos tiene peleando aún como en tiempos de las Guerras Púnicas» —decía el Primer Magistrado—: «Si tuviésemos elefantes, les haríamos cruzar los Andes». —«Sin embargo, Von Schlieffen…» —«Tu Von Schlieffen basaba toda su estrategia guerrera en la batalla de Cannas, ganada por Aníbal». Y el Mandatario, que había dirigido las operaciones del día, sorprendió a los otros revelándoles —o acaso queriendo hacerles creer… — que se había guiado por los Comentarios de Julio César para conducir la acción. Tres líneas de infantería al centro; dos, a la ofensiva; la tercera, atrincherada, en reserva. Dos cuerpos de caballería: a la derecha, el de Hoffmann; a la izquierda, el suyo. Objetivo: romper las alas del enemigo, aglutinarlo en un punto, concentrarlo en forma tal que sus retaguardias resultaran ineficientes, y cortarle la retirada hacia el río. Al verse casi cercado, Ataúlfo Galván se había refugiado en la otra orilla, dejando de este lado a sus dos veladoras del sueño, Misia Olalla y Jacinta la Negra que, a estas horas, debían haber sido pasadas por las braguetas de medio batallón de Húsares de la Patria, desfilándoles por entre los muslos de a uno en fondo. La batalla había sido, en realidad, la de César contra Ariovisto, empezándose por fregar, con la infantería, a los inditos y negros, mal armados, que se habían sumado a los revolucionarios —para César eran vénetas, marcomanes, hérulos, triboques… ; para nosotros, guahibos, guachinangos, bochos y mandingas— hasta que el jefe, arrolladas sus gentes, pusiese el Río Verde por el medio. Ataúlfo Galván nos resultaba igual que Ariovisto, que se fugó abandonando en una orilla del Rhin a sus dos soldaderas: la de Suevia y la de Nórica. Y en cuanto a César, no olvidemos que también tuvo que pelear con unos andes que, no se por qué, se me parecen a nuestros jodidos andinos. —«¡Ah! ¡Qué, mi Presidente!» —exclamaba el Doctor Peralta, admirado ante aquel conocimiento de las guerras antiguas…—«Lo que sé es que hoy reventamos al Ariovisto Galván» —dijo Hoffmann, algo dolido por la escasa estimación en que el Primer Magistrado tenía a Moltke y Von Schlieffen… Volvieron a pasarse las cantimploras de boca en boca. El resplandor de un relámpago se colaba, a veces, por la boca de la cueva. El Presidente recordó la aburrida ópera vista en Nueva York donde, en una escena, veíase, así, una gruta misteriosa, perdida bajo tierra, con bóvedas verdecidas de fosforescencias. El Coronel Hoffmann, dotado de una fuerte voz que le hacía presumir de heldentenor, evocando los antros de Mime y Alberich, trató de cantar unos compases wagnerianos, enfatizando el texto en garraspeado alemán, aunque sin dar con las palabras que acompañaban realmente el leitmotiv de Sigfrido. Despechado por su fallo de memoria puesto a cuentas de lo bebido, agarró una gruesa piedra y la arrojó a los trasfondos de la cueva. Pero lo que sonó en respuesta no fue ruido de piedra con piedra, ni de piedra caída en lodo, caída en agua, sino el estallido de una tinaja de barro, alcanzada en el vientre, rota en pedazos. El militar alzó la linterna. Sobre fragmentos de arcilla se erguía, allí, una horrible arquitectura humana —ya apenas humana-hecha de huesos envueltos en tejidos rotos, de pieles secas, agujereadas, carcomidas, que sostenía un cráneo ceñido por una bandaleta bordada; cráneo con los huecos ojos dotados de tremebunda expresión, enfurecida la hueca nariz a pesar de su ausencia, y una enorme boca almenada de dientes amarillos, como inmovilizada por siempre en un inaudible aullido, sobre la miseria de falanges sueltas, de costillas en desorden, de tibias cruzadas de las cuales colgaban todavía unas alpargatas milenarias —y como nuevas, sin embargo, por la permanencia de sus hilos rojos, negros y amarillos. Era aquello como un feto gigantesco y descarnado que hubiese recorrido todos los tránsitos del crecimiento, la madurez, la decrepitud y la muerte —vuelto a la condición fetal por recurrencia de transcurso—, sentado allí, mucho más allá, mucho más acá de su propia muerte, cosa apenas cosa, ruina de anatomía que viese por dos hoyos, bajo una asquerosa cabellera obscura, caída en polvorientos mechones a ambos lados de mejillas secas. Y ese monarca, juez, sacerdote o jefe armado, miraba irritadamente, desde la edad de sus incontables siglos, a quienes habían roto su postrera envoltura de barro. Otras seis jarras se alzaban, a la derecha, a la izquierda, junto a las paredes brillosas de aguas filtradas por la montaña. Agarrando varios guijarros, Hoffmann las apedreó, una tras otra. Y fueron seis momias las que aparecieron, en cuclillas, de húmeros cruzados —más o menos despellejadas, más o menos arruinadas en fémures y falanges, más o menos acusadoras en las negruras de sus caras— constituidas en pavoroso cónclave violado, en Tribunal de Profanaciones. —«¡Lagarto, lagarto! ¡Zape! ¡Sola vaya!» —gritaron los tres, bajo un gran revuelo de murciélagos, disparados en redondo sobre sus cabezas. Y aún acosados por la visión de lo que atrás quedaba, salieron en la noche, bajo la lluvia, yendo hacia el campamento donde las lonas de sus tiendas derribadas flotaban en agua fangosa. Arrebujándose en ellas —a pesar de lo mojadas— se sentaron al pie de un árbol grueso para esperar las dianas del alba. Y como el frío arreciaba, se vaciaron las últimas cantimploras de la Maleta de Hermes. Volviendo a la sorprendente serenidad que hallaba después de mucho beber, el Primer Magistrado encargó a su secretario que redactara un informe dirigido a la Academia de Ciencias de la Nación, acerca del descubrimiento de las momias, con señalamiento de la orientación de la caverna, posición de su entrada con relación a la salida del sol, disposición exacta de las tinajas, etc. , como ahora hacían los arqueólogos. Además, la momia principal, la del centro, sería regalada al Museo del Trocadero de París, donde muy bien luciría en una vitrina, sobre zócalo de madera, con una placa de cobre: Civilisation Précolombienne. Culture de Río Verde, etc. etc. En cuanto a la antigüedad, ya verían los expertos de allá, más cautelosos en esto que los nuestros, harto llevados a querer demostrar, cada vez que encontraban el asa de un cántaro arcaico, un amuleto de barro, que éste era anterior, en técnicas de alfarería, a lo más antiguo del Egipto o de Súmer… Pero, de todos modos, mientras más fuesen los siglos señalados en la placa, mayor prestigio para el país, poseedor, así, de restos que podrían equipararse, en cuanto a vejez, con los hallados en México o el Perú, cuyas pirámides, templos y necrópolis, constituían algo así como la heráldica de nuestras civilizaciones, demostrándose que de mundo nuevo o Nuevo Mundo nada teníamos, puesto que nuestros emperadores lucían esplendorosas coronas de oro, pedrerías y plumas de quetzal, cuando los supuestos antepasados del Coronel Hoffmann andaban errantes por selvas negras, vestidos de osos, con cuernos de vacas en las cabezas, y los franceses, cuando ya era vieja la Puerta del Sol de Tihahuanacu, no habían pasado de parar unos menhires —seborucos sin arte ni gracia— en las costas de Bretaña.

4

Por cuerpo entiendo todo aquello que
puede llenar un espacio, de tal manera
que cualquier otro cuerpo quede excluido
de él.

Descartes


       Aunque después de la victoria el Primer Magistrado hubiese querido dar algún descanso a sus tropas, procediéndose, mientras tanto, a la evacuación de los numerosos heridos de bala, bayoneta, machete y cuchillo campero, se vio que era necesario cruzar hoy el Río Verde, pues las lluvias de la noche —y las que seguían cayendo— crecían su caudal de hora en hora. Para la caballería, era posible aprovechar todavía un vado cercano; para la infantería, se usaron barcazas, chalanas y botes, así como un transbordador mohoso, abandonado entre las junqueras y que, reparado de prisa, sirvió para el paso de la impedimenta, los cañones Krupp, seis piezas de artillería ligera, el parque, el material de herrería, las conservas y cajas de ginebra y de coñac destinadas a los oficiales, así como los sartenes, hornillas y anafres de las soldaderas —a todo lo cual, para gran regocijo del Primer Magistrado, designaba el General Hoffmann con el pomposo nombre de «logística», cuando aquello, según el Doctor Peralta, no merecía sino el título de burundanga, peroles y aguardiente… Pero ahora las operaciones progresaron rápidamente, al no haber enemigos que combatir, ya que las tropas infidentes se replegaban hacia el mar, con el evidente propósito de hacerse fuertes en las pequeñas alturas que rodeaban el Surgidero de La Verónica, base de la Flota del Atlántico, con sus dos pequeños cruceros de desusado espolón y cañones de limitado alcance, así como de varios guardacostas de tipo más moderno, detenidos ahora en rada de carena, tras del Arsenal de la Marina de Guerra. A pesar de que todos los pueblos y aldeas habían sido trillados en su retirada por los hombres de Ataúlfo Galván, los chácharos y soldaderas se las arreglaban siempre para encontrar cerdos, novillos y gallinas, ocultos en cavernas, sótanos y hasta en panteones de cementerios, hallando botellas de cachaza, frascos de charanda, tinajas de guarapo fuerte y ciruelón, enterrados en patios caseros, jardines de sacristía y hasta en el polvo de los camposantos. Y así había mitote, parranda y farra, en las noches del vivaque, con porfía de decimistas, músicas de cuatro, guitarra, maracas, furruco y tambor, mientras las mulatas y zambas, pardas y cholas, zapateaban a cual mejor, en compás de bamba, jarabe y marinera, antes de alejarse de las hogueras, metiéndose con sus hombres en alguna espesura para darle gusto al cuerpo… En abril se dieron los primeros asaltos a las avanzadas del Surgidero de La Verónica, obligando las tropas enemigas a atrincherarse en los suburbios de la ciudad. —«Ahora se hace realidad la sabia observación de Foch» —decía el Primer Magistrado, citando una autoridad francesa para picar a Hoffmann—: «Cuando de dos adversarios, uno renuncia a la ofensiva, cava trincheras y se hunde en la tierra». Y, desde la cima de una de las tres colinas que dominaban la población, contemplaba sus cúpulas y cimborrios, sus campanarios barrocos, sus viejas murallas coloniales, con emocionada ternura. Allí había nacido y allí le habían enseñado los Hermanos Maristas sus primeras letras (en aquel edificio de dos plantas y ojivas entre pilastras de cemento) con lindos libros ilustrados donde se hablaba de las crecientes del Nilo, la doma de Bucéfalo, el león de Androcles, la invención de la imprenta, y de cómo Fray Bartolomé de las Casas fue el abogado de los indios, y de cómo los esquimales, con hielo, construían un iglú, y de cómo el monje Alcuino, creador de los colegios carolingios, prefería los niños estudiosos, aunque fuesen de condición humilde, a los hijos de nobles, desaplicados y holgazanes. Luego había sido un inteligente estudio acoplado de la Historia y del Francés, con textos donde más lugar ocupaba —era natural— el Vaso de Soissons que la Batalla de Ayacucho, más importancia tenía la jaula del Cardenal de La Balue, evidentemente, que la Conquista del Perú, dándose mayor relieve, por fuerza, al San Luis de las Cruzadas que al Simón Bolívar de Carabobo —aunque se nos señalaba, como dato interesante, que su nombre había pasado a designar un sombrero de copa, muy usado en París por los elegantes de principios del siglo pasado… Pero crecía el niño de los manuales —el de las matemáticas mal sabidas y los clásicos algo recordados— y evocaba el Primer Magistrado sus correrías de adolescente por las calles portuarias, alborotadas de marinos, pescadores, buhoneros y putas, con sus alegres tabernas que se llamaban: «Los triunfos de la Venus de Milo», «Los hombres sabios sin estudio», «Los changos vaciladores», «El barco en tierra» o «Mi oficina» —con sus comercios de anzuelos, nasas y redes, sus cordelerías, sus carritos que paseaban ostras, calamares y jureles, a lo largo de aceras donde el olor de la brea, de la salmuera y la anchoa en batea, se mezclaba con los perfumes y esencias de jazmín y nardo de las mujeres del trato… Ahí estaba, a sus pies, la Villa de la Verónica, tan semejante aun al grabado en cobre que de ella hiciera un artista inglés cien años antes, con figuras de esclavos y de amos a caballo en primer plano; ahí estaba, con la mole de su Palacio del Santo Oficio, en cuyo altozano habían sido azotados, abucheados por la multitud, cubiertos de excrementos y basuras, algunos indios y negros acusados de hechicería, en tiempos muy pasados… Ahí estaba la Villa de la Verónica, con aquella casona de tres cuerpos y dos tejados —pararrayos, palomar azul cielo y chirriante veleta de gallo— donde le habían nacido sus hijos cuando, arrastrando la pobre vida del periodista provinciano, sólo podía ofrecer a los suyos, ciertos días, algún melado, alguna raspadura, algún papelón de azúcar, para endulzar un hervido de plátanos y mendrugos, en único plato antes del sueño. Ahí, en aquel patio caleado, habían empezado, los de su sangre, un salto de rayuela que, brinca que te brinca, en seguimiento de los temerarios rebrincos políticos del padre, los había llevado, de casilla en casilla, de número en número, en ascendente espiral de juego de la oca, del Surgidero a la Capital, de la Capital a las capitales de Capitales, subiendo siempre, de nuestro mínimo ámbito portuario al ilimitado mundo, mundo viejo, Nuevo Mundo para ellos, aunque esa epifanía de la fortuna se entristeciera con un drama caído entre gozos e iluminaciones. Ofelia era quien era —sum qui sum desde pequeña y no sería otra—, y, siendo como era seguiría igual, en genio y figura, a la niña arrebatada, empeñosa, a la vez tenaz e inestable, que había sido desde que descubriera el universo a escala de la gallina ciega, Antón Perulero, la rueda del Arroz con Leche, la chirinola de tacos parados, Mambrú se fue a la guerra y la Pájara Pinta del Verde Limón. De Ariel, no tenía quejas: parido para diplomático, engañaba a los curas desde pequeño, respondía a las preguntas con preguntas, mentía que era un gusto, bailando en la cuerda floja con peto de condecoraciones, recurriendo —cuando se le apremiaba en el esclarecimiento de un sucedido molesto— al inmediato manejo de un prontuario de ambigüedades, como hubiese hecho el Chateaubriand de las cancillerías en semejante apuro. Con Radamés, la desdicha, entre muchos éxitos, había sido tan dura como tajante, y de ello quedaba constancia fotográfica en todos los diarios del mundo: empeñado en medirse con Ralph de Palma en una carrera automovilista de Indianápolis, voló al cielo, sobre el asfalto caliente de la sexta milla, por haber añadido demasiado éter a la gasolina, para hacerla más liviana, explosiva y dinámica. (Suspendido en un examen de la Academia Militar de West-Point, había tratado de olvidar el revés en borrachera de velocidad…) Y allí, cojitranqueando en los cuadros de la rayuela, veía, de pantalones cortos, a Marco Antonio, su hijo menor, el evanescente, el invisible del clan, perdido como lo estaba en las ramazones de árboles que no eran de estas tierras, sino de una selva genealógica a donde había ido a parar —acaso por haber resultado el menos «adelantado» de la familia, el más exótico en estampa, por el perfil y los ojos. Bastante fantasioso —loco, decimos acá—, llevado por impulsos del momento, había sufrido una crisis mística, adolescente, al comprobar un día, ante el espejo de un armario de lunas, que el sexo se le atirabuzonaba en purgación de garabatillo. Absurdamente empeñado en ir a Roma para besar la sandalia del Sumo pontífice y curarse en permanganatos cardenalicios, no había pasado de las antesalas camerlengas, donde, por albur de encuentro con un hurgador de blasones, se había convencido de que era descendiente, por línea bastante torcida, colateral, indirecta y entreverada, de los Emperadores de Bizancio, cuyo último Paleólogo muriera en la isla Barbada, con descendientes pasados a nuestro país. Olvidada la aspiración mística y comprado en muchos pesos un título de Limítrofe (sic: véase el Código de Justiniano), Conde de Dalmacia para el caso, andaba paseando su flamante nobleza por Europa, Título entre Títulos, celoso de Títulos, experto en Títulos, acostándose con hembras de Título —que mucho sabían de una virilidad comentada de boca a oreja por quienes habían comprobado las virtudes, harto conocidas por nosotros, de un «bejuco garañón» muy usado por nuestros encendidos ancianos. Con tales méritos llevaba una vida que lo conducía de las dehesas andaluzas a los predios de Peñaranda, de los vetustos palacios venecianos a las cacerías de grouses escocesas, de las regias monterías de Kolodje a las regatas alfonsinas de San Sebastián, corriendo, rodando, sobre un mapa de noblezas bastante desdoradas y alicaídas, donde ya cobraban validez y prestigio los norteamericanos escudos de Armour y de Swift, las aristocracias ketchupianas de la Libby, asesorado en sus rumbos de grandezas por un Gotha (donde su nombre quedaba siempre para la próxima edición) estudiado, sabido y acotado, con aplicación de rabino interpretando el Talmud, de un Saint-Cyran traduciendo la Biblia por tres veces para mejor alcanzar las sutilezas de su vocabulario, los recovecos de su hermenéutica. Marco Antonio era, a la vez, genial e inutilizable, agitado, trepador como era su padre y extraño, sin embargo, a sus angustias, carne de una carne que le fuese ajena, proclamando que era un animal de lujo, heraldo de nuestra cultura, factor necesario para nuestro prestigio internacional, lunático, dandy, coleccionista de guantes y bastones, negado a ponerse camisas que no hubiesen sido planchadas en Londres, castigador de artistas famosas, buscador de herederas de la Cadena Woolworth (soñaba con la Anna Gould que había regalado un palacio de mármol rosada a Boni de Castellane), cinco veces divorciado, aviador a ratos, amigo de Santos-Dumont, campeón de polo, esquiador en Chamonix, juez de duelos con Athos de San-Malato y el cubano Laberdesque, lucido rejoneador en tientas, milagrero de ruleta y bacará, aunque harto distraído y hamlético, a veces, en lo de firmar cuantiosos cheques sin fondo que iban a parar, por oficio de justicia, a nuestras advertidas embajadas… Y ahí estaba, a los pies del Primer Magistrado, aquel Surgidero de la Verónica donde, en tarja puesta junto a una puerta, se inscribía la fecha de su nacimiento y donde Doña Hermenegilda hubiese largado las quejas de sus cuatro partos bajo los tules de un mosquitero azul como el palomar de afuera… Y ésa era la Villa que caería en manos de las tropas gubernamentales, intacta, sin herida de obús, por capitulación de casi todos los oficiales infidentes, un histórico 14 de abril… Encontrándose abandonado por sus hombres de mayor confianza, sin patrón de barco o goleta que quisiera cargar con él, el General Ataúlfo Galván se encerró en el viejo Castillo de San Lorenzo; construido por orden de Felipe II en un peñón de roca y dienteperro que angostaba la entrada del puerto. Y ahí desembarcó a media tarde, el día de la rendición, el Primer Magistrado, seguido del Coronel Hoffmann, el Doctor Peralta, y una docena de soldados. El vencido esperaba, silencioso, en medio del patio de honor. Sus labios se movían extrañamente, sin que los acompañara la voz, como queriendo emitir palabras que no sonaban. Con un pañuelo a cuadros trataba de secarse un sudor bajado del quepis —tan lloviznoso que se le pintaba en gotas obscuras sobre el paño de la guerrera. El Presidente se detuvo, mirándolo largamente, como midiéndole la estatura. Y, de pronto, seco, tajante: «¡Que lo truenen!» Ataúlfo Galván cayó de rodillas: —«No… No… Eso, no… Plomo, no… Por tu mamacita… No… Por la santa Doña Hermenegilda, que tanto me quería… Tú no puedes hacerme eso… Tú fuiste como mi padre… Más que un padre… Déjame hablar… Me entenderás… Fui engañado… Escúchame… Por tu mamacita»… —«¡Que lo truenen!» Fue arrastrado, gimiendo, llorando, implorando, hacia la muralla del fondo. Hoffmann formó el pelotón. Incapaz de tenerse en pie, el vencido se adosó a la pared; el lomo le resbaló lentamente sobre la piedra, quedando sentado, de botas adelante, bizcas las punteras, con las manos mal apoyadas en el piso. Los cañones de los fusiles siguieron su descenso, deteniéndose en la justa inclinación. —«¡Apunten!» La orden reafirmó la posición de tiro ya adoptada. —«No… No… Un sacerdote… La confesión… Soy cristiano»… —«¡Fuego!… Culatas al suelo. Tiro de gracia, porque era lo correcto. Alboroto de gaviotas. Brevísimo silencio. —“Arrójenlo al mar» —dijo el Primer Magistrado—: «Los tiburones harán el resto».
       Este asunto había terminado. Pero quedaba otro, acaso más grave: minimizado por nosotros en su potencial de arrastre y combatividad, dejado de lado por la emergencia de una apremiante acción militar, suelto y activo en Nueva Córdoba, desde cuyo Palacio Consistorial disparaba manifiesto tras manifiesto contra el Gobierno, el Doctor Luis Leoncio Martínez se había hecho fuerte, muy fuerte, en la ciudad donde se le habían juntado estudiantes, periodistas, políticos de ayer, abogados provincianos, espíritus socializantes, además de algunos jóvenes oficiales recién egresados de la Escuela de Caballería de Saumur, que constituían la inteligentzia del ejército —inteligentzia opuesta a los Walter Hoffmann, y quienes, como él, se habían formado con instructores alemanes y amaban el casco de punta. Allí, reunidos los revoltosos en sesión permanente, insomnes y despechugados, quemando cigarrillos por gruesas, ebrios de café negro y tagarninas remascadas, arguyendo, discutiendo, atacando, imprecando, con afanes de pureza dignos de un Comité de Salud Pública, se redactaba un Plan de Reformas cada vez más radical a medida que pasaban las horas y que, pasando por la apertura de juicios por peculado e investigación de enriquecimientos ilícitos, alcanzaba el riesgoso proyecto de una reducción de latifundios con repartimiento de ejidos. Por correos recibidos esa misma mañana se había enterado el Primer Magistrado de la índole real de acontecimientos que, en un comienzo, contemplara con cierta ironía: «Cosas de utopista vegetariano» —había dicho. Pero ahora, en Nueva Córdoba —entre mítines, reuniones, proclamas y bandos—, se procedía a una intensísima instrucción militar de estudiantes y obreros, bajo el mando de un obscuro Capitán Becerra —entomólogo a ratos perdidos— nombrado Jefe Militar de la plaza. Y, viendo que el movimiento cobraba envergadura, con asomos de un sindicalismo inspirado en doctrinas foráneas, antipatrióticas, inadmisibles en nuestros países, el Embajador de los Estados Unidos ofrecía una rápida intervención de tropas norteamericanas para salvaguardar las instituciones democráticas. Precisamente, unos acorazados estaban de maniobras por el Caribe. —«Sería humillante para nuestra soberanía» —observó el Primer Magistrado—: «Esta operación no va a ser difícil. Y hay que mostrar a esos gringos de mierda que nos bastamos para resolver nuestros problemas. Porque ellos, además, son de los que vienen por tres semanas y se quedan dos años, haciendo los grandes negocios. Llegan vestidos de kaki y salen forrados de oro. Mira lo que hizo el General Wood, en Cuba»… Tres días pasaron en inspección y reparación de las líneas del Ferrocarril del Este, y, después de una gran misa de campaña en que se rogó a la Divina Pastora por el triunfo de las armas nacionales, varios convoyes emprendieron la ruta hacia el nuevo frente, con gran estrépito de vítores y risas bajo las banderas y faniones de los regimientos. Era media noche casi cuando salió el último tren, entre silbidos y escapes de válvulas. Sobre el techo de los vagones y tercerolas cantaban hombres de ruana y mujeres de rebozo, concertados en himnos y canciones, mientras las botellas de ron blanco corrían, a la luz de linternas y faroles, de los carbones del ténder a los ojos encendidos del furgón de cola: Que si Adelita se fuese con otro, la seguiría por tierra y por mar; si por mar en un buque de guerra; si por tierra, en un tren militar… Y, detrás, la noche de los sapos en las marismas negras del Surgidero, devuelto a la paz de sus lentos quehaceres provincianos, con tertulias en las barberías, corros de viejas en los portales, y, para los jóvenes, juegos de lotería y juegos de prendas, después del rosario rezado, en familia, con la mente puesta en los quince misterios de la Virgen María.


5

Los soberanos tienen el derecho de
modificar en algo las costumbres.

Descartes


       Fundada en 1544 por el Adelantado Sancho de Almeyda, la ciudad de Nueva Córdoba se pintaba sobre los desiertos circundantes —arenales azafranados, anémicas motas de hierba, cactos, espinos, cujíes que olían a sudor de enfermo… — con enceguecedoras blancuras de caserío marroquí, al borde de un río, seco diez meses al año, que se cavaba, en curso sinuoso, entre pedregales erizados de osamentas, cornamentas, cascos y uñas de animales muertos de sed. Bajo un cielo sin nubes volaban, de apresurados amaneceres a encarnados crepúsculos, buitres, auras y zamuros, por sobre ondulados montes de minería, seccionados, apeldañados, tallados a pico, cincel y mandarria, cuyas redondeces originales habían sido transformadas en geometrías por los hombres que, desde hacía dos siglos, extraían las larvarias escorias ocultas en sus entrañas. Como asientos, reclinatorios, sillares de gigantes, eran las entalladuras hechas a la roca por manos callosas, renegridas, juanetudas, de los peones de la Du Pont Mining Co. que, a los euclidianos volúmenes creados por el trabajo, habían opuesto un informe panorama de taludes, lomas, colinas de desechos, escombros minerales, gravas y granzones, que añadían su desolación a la esterilidad de la paramera. Y allí, en la más árida comarca del país, se erguía, con faldas de nopales y chumberas, esta Nueva Córdoba, rebelde, adoctrinada, combativa, que ahora desafiaba las tropas —victoriosas en el Este— del Primer Magistrado. Rodeando un seco catedrático universitario, millares de enemigos del régimen se habían constituido en Legión Sagrada. Y, para defender las inmediaciones de la ciudad, las tropas del ya General Becerra habían tenido sobrado tiempo para organizar una fuerte línea defensiva, con toda una red de trincheras y blockhauses rodeados de cercas y caballos de frisa hechos con los polines destinados a una línea de ferrocarril. Contemplando esas obras militares a través de sus prismáticos, el Primer Magistrado había murmurado, en broma que mal ocultaba su contrariedad: «Lo que he dicho siempre. En estos países sólo valen dos estrategias: las de Julio César o las de Buffalo-Bill». Y en Gran Consejo de Estado Mayor, se resolvió que lo más adecuado a la situación inmediata era proceder a un asedio clásico, cortándose a los rebeldes todas las rutas de comunicación con las pequeñas poblaciones norteñas —también soliviantadas— que les suministraban alimentos y pertrechos: «¡Hasta el agua potable la tienen que traer de otras partes! Aquí el clima trabaja para nosotros…» Y, montadas las tiendas a una razonable distancia de las líneas defensivas, de donde salían pocos disparos ya que el enemigo no podía gastar municiones en tiroteos inútiles, comenzó la espera. Transcurrieron los días entre partidas de naipes, de dominó, de ajedrez; algunos jugaban a los bolos con botellas vacías; otros hacían concursos de pedradas al blanco de un cráneo de buey clavado en una estaca. A falta de otras lecturas, el Primer Magistrado se había puesto a hojear los libros clásicos, de táctica militar, que el Coronel Hoffmann cargaba siempre en su equipaje. Y, para zaherir al «prusiano con abuela negra en el traspatio» —como decían los graciosos de la oposición—, citaba, con intencionadas carcajadas, las tonterías más relumbrantes que le salían al paso: —«Oye, oye» —decía. Y, engolando la voz: «La victoria resulta del hecho de haber ganado la batalla» (Scharnhorst). «Entre dos tropas frescas de valor igual ganará la que sea mayor en número» (Scharnhorst). «Quien está en la defensiva, puede pasar a la ofensiva» (Lassau). «Sólo la batalla puede dar un resultado» (Lassau). «Es necesario que la cabeza tenga el mando, porque es ella la que conduce el razonamiento» (Clausewitz). «El jefe debe conocer la guerra y sus azares» (Moltke). «Es menester que el jefe sepa lo que quiere y tenga una resuelta voluntad de vencer» (Von Schlieffen). «Un teatro general de operaciones sólo presenta tres zonas: una, a la derecha; una, a la izquierda; una, al centro» (Jomini). —«Donde no hay centro, no hay izquierda ni derecha» —comentaba el Primer Magistrado entre risas—: «¿Y ésas son las pendejadas que les enseñan a ustedes en la Escuela Militar?»… Pasaban los días en una inactividad que el calor y las moscas hacían exasperante, hasta que, una mañana, trayendo un atuendo de casco-explorador con badana de corcho, cubre-nuca de gasa, pantalones cortos —vestido a la manera de Stanley en busca de Livingstone—, apareció en el campamento el Señor Embajador de los Estados Unidos. Las noticias eran graves. Unas partidas armadas, dirigidas por agentes del que llamaban ya El Caudillo de Nueva Córdoba, habían violado la zona bananera del Pacífico, apoderándose de doscientos mil dólares guardados en una de las oficinas de la United Fruit. Los trabajos de la Dupont Mining Co. estaban paralizados, con ruinosa inmovilización de buques en Puerto Negro. Además, era necesario acabar con las místicas socializantes del Doctor Luis Leoncio Martínez. No íbamos a tolerar el encumbramiento de un segundo Madero en esta América de más abajo. Si el país no volvía prontamente a un régimen de calma y respeto a las propiedades extranjeras, la intervención norteamericana sería inevitable. Ante tal apremio, el Primer Magistrado aseguró que las operaciones decisivas se emprenderían antes de cuarenta y ocho horas. Y, al día siguiente, ofreciéndose todas las garantías deseables por vía de parlamento militar, se invitó al joven General Becerra al campamento, donde, sin estrépito ni gesto que pudiese herir su honor, se le disparó un cañonazo de cien mil pesos con algo también —ñapa de varios ceros— para los dos tenientes que lo acompañaban. Y, al crepúsculo, las banderas blancas fueron izadas sobre las trincheras y blockhauses, anunciándose a los habitantes de Nueva Córdoba, mediante proclama, que la capitulación —considerándose el superior armamento de las fuerzas gubernamentales— había sido aceptada con el humanitario fin de evitar inútiles derramamientos de sangre… Pero fue entonces cuando se irguió repentinamente, agigantada, tremebunda, vociferante, la persona de Miguel Estatua, a quien así llamaban por forzudo, impasible en el trabajo y el andar, de descomunal alzada humana, con sus anchos hombros, abiertos en ángulos sobre el vértice de una cintura tan delgada que siempre tenía que abrir agujeros adicionales a sus cinturones de cuero para que la hebilla de plata, ornada de iniciales —único lujo suyo— se le cerrara en firme a medio vientre. Maestro barrenero, buen conocedor de la dinamita cuyos cartuchos llevaba casi siempre en la boca cuando iba a volar algún trozo de cantera, el negro se había hecho famoso en todo el país, de meses a esta parte, por su descubrimiento de que podían sacarse animales de las piedras. Sí. Así había sido. El sabía, desde luego, que los árboles del monte son seres vivos, a los que puede hablarse, y que, cuando se les dice las palabras adecuadas, contestan con el crujido y el movimiento de sus ramas. Pero un día, allá arriba, en la loma aquella, se había encontrado con una piedra gorda, que tenía como dos ojos y un asomo de narices con esbozo de boca. —«Sácame de aquí» —parecía decirle. Y Miguel, tomando su barrena y su martillo, había comenzado a rebajar ahí, a desbastar allá, liberando patas delanteras, patas traseras, un lomo con ligero acunado al medio, hallándose ante una enorme rana, a sus manos debida, que parecía darle las gracias. La cargó en hombros, llevándola a su casa, acabó de desbastarla con una barrena más fina, la pulió con papel de esmeril, la montó en un cajón de madera, miró la rana, y vio que la rana era buena. Entusiasmado con su descubrimiento, Miguel empezó a ver las rocas sueltas, los esquistos, las materias duras que lo rodeaban, con ojos nuevos. Aquello, que estaba echado allí, encerraba un murciélago, pues le asomaban las puntas de las alas. Allá, había un pelícano, con el pico tristemente replegado sobre el buche. De aquel pedregal quería huir un gamo, desde siempre echado, en espera de liberación. —«La montaña es una cárcel que encierra a los animales» —decía Miguel—: «Los animales están dentro: lo que pasa es que no pueden salir hasta que alguien no les abra la puerta». Y a la luz empezó a sacar Miguel con sus muchas barrenas —las había de pincho, de paleta, de rosca, de filo en punta— palomas enormes, buhos, jabalíes, chivas preñadas, y hasta una danta, que se le paró delante en justa dimensión. Y Miguel miró todo aquello, la paloma, el buho, el jabalí, la chiva, la danta, y vio que todo era bueno, y como estaba cansado de tanto trabajar descansó un séptimo día… Tenía todas sus piezas alineadas en un abandonado galpón de la Nueva Córdoba Railroad Co. , inservible ya para la reparación de vagones y bateas, a donde venía la gente, los domingos, a ver la galería de animales. Se extendía su fama. Un periódico de la capital había publicado un reportaje sobre su persona, calificándolo de «genio espontáneo». Pero, cuando le vinieron los de la Cámara de Comercio Española con la proposición de que hiciese una estatua del Primer Magistrado, había contestado Miguel: «No me inspira. Yo no saco retratos de parecido». Desde entonces se le tenía —aunque sin mayores fundamentos— por desafecto al régimen. Pero otros —los del Ateneo— lo defendían: «Es que no se atreve con la figura humana. No es por idea política, es por temor al fracaso». Y se encargó a los sacerdotes que se le acercaran, para pedirle las figuras de los Cuatro Evangelistas, destinados a encuadrar el ensanchamiento del jardín de canónigos de la Divina Pastora. —«Yo no puedo sacar hombres de la piedra» —había contestado Miguel. Pero, al saber que Marcos andaba con un león (había visto uno, recientemente, en el circo que daba funciones en pueblos cercanos), que Lucas se las entendía con un toro (toro era toro en todas partes), y Juan con un águila (aquí no hay águilas, pero todo el mundo sabe cómo es un águila), aceptó el trabajo, comenzando por la talla de los animales simbólicos que a los Vivientes del Apocalipsis se atribuían, dejando para luego un Mateo, cuya «cara de joven» no acababa de vislumbrar. Pero trabajaba, trabajaba, trabajaba, sacando de la piedra, por vez primera, unos rostros humanos coronados de nimbos que afinaba —no ya con barrena, sino con cinceles traídos de la capital— la delgadez de cuchillos… Y en tales quehaceres estaba, cuando supo lo de la capitulación inmunda. Al punto soltó las herramientas y se echó a la calle. De pronto, el soñador, el reinventor de animales y gentes, el abstraído, el raro, alzó la voz en las encrucijadas, se levantó en su propia estatura, y se hizo tribuno, se hizo jefe, y se hizo caudillo popular. Tal era su autoridad, que se le escuchaba y obedecía. Mandó arriar las banderas blancas, y fueron arriadas las banderas blancas, y vio Miguel Estatua que era bueno arriar las banderas blancas, y bueno, también, reanudar el combate. Con un cartucho de dinamita en cada mano, puesta una yesca encendida sobre el hombro, proclamó la necesidad de resistir hasta que en lucha se consiguiera que el pan de hoy fuese Pan de Hoy, hoy ganado y hoy comido, sin deberlo a los almacenes de las compañías yankis, nacionales o «asociadas», que regían las minas, pagando los jornales en vales contra mercancías. Organizó en el momento, llamando a quienes lo escuchaban, una compañía de dinamiteros y otra de zapadores. Y, levantados por una palabra que sonaba en términos de verdad aunque fuese tosca y malhablada —elocuencia de entrañas, clamante y ruda, más convincente que cualquier arenga de gran estilo—, los estudiantes, los de la inteligentzia, los de la mandarria y los de la alcuza, los de la alpargata y los del huarache —que no confiaban ya en un Luis Leoncio Martínez apendejado, que seguía dirigiendo proclamas al país, pidiendo auxilio a gente casi ignorante de su existencia, declarando que contaba con el apoyo de provincias que no se habían movido— afirmaron su decisión de pelear hasta donde alcanzaran sus fuerzas… No bastaba, sin embargo, con que se movilizaran los adolescentes, mujeres jóvenes, niños corajudos, mientras las viejas sacaban hilas para venda y los ancianos, en las forjas, transformaban cabillas en lanzas: se estaba en una ciudad abierta, sin murallas antiguas —como las había en otras partes—, ni edificios que pudiesen servir de bastiones, con calles cuyas últimas casas de adobe se dispersaban en las areniscas de la paramada. Y, a pesar de caminos minados, donde, en el fragor de una explosión, volaban cuerpos rotos, destrozados, largando brazos y piernas; a pesar de una lucha encarnizada de patio a patio, de azotea a azotea, llevada por los defensores con viejos Winchesters, escopetas de caza, trabucos descolgados de panoplias, revólveres Colt, fusiles de baqueta, y tres o cuatro ametralladoras Maxim que, por falta de agua, había que enfriar con orina, las tropas gubernamentales se hicieron dueñas de la plaza, cercando la catedral donde se había encerrado un centenar de desesperados, con el resto del parque, disparando por ventanales, troneras y rastrillos. Los más peligrosos eran los tiradores del campanario que tenían bajo puntería a todo el que avanzara por las calles que desembocaban a la Plaza Mayor. Pasaban las horas y se estaba ahí, entre un taco comido aquí y un charandazo conseguido allá, sin poder ocupar del todo los ya abandonados edificios municipales, de fachadas y galerías puestas en mira por ese puñado de jodidos que aún debían tener balas y alimentos para rato. Hoffmann tenía listos sus cañones Krupp, traídos en carretas de bueyes hasta donde pudiesen apuntar a la torre. Varias bestias, por lo vistoso de sus pintas y la lentitud del arrastre, habían sido heridas desde arriba; pero, aun así, ensangrentadas y todo, caída la segunda de la tercera yunta, vomitando baba la primera de la segunda, habían traído su carga a donde había de llevarse. Pero el Primer Magistrado, por una vez, se mostraba vacilante: aquél era el Santuario Nacional de la Divina Pastora, patrona del país y del ejército. Objeto de devoción, meta de peregrinaciones, joya de la arquitectura colonial… —«¡Qué carajo!» —decía el Coronel Hoffmann, que era luterano—: «La guerra no se hace con estampitas». Al fin y al cabo todo edificio podía restaurarse. Y toda restauración implicaba mejoras en cuanto a la solidez y permanencia para el futuro. —«¿Y si resulta dañada la Divina Imagen?» —preguntaba el Primer Magistrado. —«En el barrio de San Sulpicio, en París, venden unas, muy bonitas» —recordaba el Doctor Peralta. —«¿Qué esperan para acabar con esos son of a bitch?» —preguntaba el attaché militar norteamericano—: «Nuestros marines hubiesen liquidado ya el asunto. Ellos no son sentimentales como ustedes…» —«Veo que no hay más remedio» —dijo, por fin, el Primer Magistrado—: «Si Pilato se lavó las manos, yo me tapo los oídos». —«Imperativo de orden estratégico» —dijo Hoffmann. Se calaron los cañones Krupp en ángulo de tiro. Apuntó el Artillero Viejo de «tres manos arriba, dos a la derecha, y dedo y medio de rectificación», etc. , y fue el primer disparo. Rota en su centro, la torre largó las campanas sobre el techo del santuario, en un trueno de piedras y esculturas caídas. Disparó la segunda pieza —ésta por cálculos y logaritmos— que se coló por la puerta principal, atravesando el altar mayor sin tocar la estatua de la Divina Pastora que quedó ahí, intacta, indiferente, parada en su zócalo, sin tambalearse siquiera —portento que se recordó, desde entonces, como «El Milagro de Nueva Córdoba». —«¡La Virgen estaba con nosotros!» —gritaron los vencedores. —«La Virgen» —dijo el Primer Magistrado, aliviado— «no podía estar con un ateo, creyente en mesas que hablan y dioses de seis brazos»… Y entonces, fue la ralea: las tropas sueltas, desbandadas, incontenibles, se dieron a la caza de hombres y de mujeres, a bayoneta, a machete, a cuchillo, sacando los cadáveres traspasados, abiertos, descabezados, mutilados, al medio de las calles, para mejor escarmiento. Y los últimos combatientes —unos treinta o cuarenta— fueron llevados al Matadero Municipal donde, entre cueros de reses, vísceras, tripas y hieles de animales, sobre charcos de sangre coagulada, se les colgó de los garfios y garabatos, por las axilas, por las corvas, por los costillares o el mentón, después de magullarlos a patadas y a culatazos. —«¿Quién quiere carne al pincho? ¿Quién quiere carne al pincho?» —gritaban los ejecutores, en remedo de pregoneros, dando otro bayonetazo a un agonizante, antes de posar ante la cámara de un fotógrafo francés, Monsieur Garcin, que vivía en la ciudad desde hacía mucho tiempo (las malas lenguas decían que era evadido de Cayena) haciendo retratos de familia, bodas, bautizos, primeras comuniones, y «angelitos» tendidos en sus pequeños ataúdes blancos. —«¡Pongan caras de contento!» —decía a los soldados, luego de cambiar una placa, al apretar la pera de caucho: «Dos pesos cincuenta la media docena, tamaño postal, con una ampliación, coloreada a mano, para recuerdo… No se muevan… Ya está… Otra, ahora… Con los cuatro ensartados de allá… Otra, con los colgados esos… A la mujer, bájenle la falda para que no se le vea la conejera… Otra, con aquel del tridente en la tripa… Hay rebaja para el que quiera una docena»… Ya los zamuros, buitres y auras volaban bajo sobre los patios del Matadero Municipal. De los postes del telégrafo, de los álamos del parque, de los balcones del Ayuntamiento, colgaban racimos de ahorcados. Algunos fugitivos, enlazados como novillos en rodeo, eran arrastrados por la caballería sobre los suelos de adoquines y chinas pelonas. Unos cincuenta mineros, puestos con los brazos en alto, fueron pasados por las armas en el estadio de baseball inaugurado, pocos meses antes, por la Du Pont Mining Co. Al pie de la Divina Pastora erguida sobre su chamuscado altar, en las ruinas de su santa morada, había un revuelto montón de formas humanas, del que emergían, como cosas desgajadas, fuera de contexto, una pierna, una mano, una cabeza inmovilizada en su última mueca. Todavía sonaban descargas de fusilería en el barrio de los mineros, donde los soldados, llevando cubos de petróleo, prendían fuego a las casas aún llenas de gritos e imploraciones… Y, a media noche, hubo una enorme explosión, en el olvidado hangar de la Nueva Córdoba Railroad Co. Miguel Estatua acababa de volarse a la dinamita, con todas sus criaturas de piedra. Algunos pedazos de Evangelistas volaron por sobre la tropa, matando tres soldados a tajo de nimbos afilados como hachas por los cinceles del barrenero inspirado.
       Roto el máximo foco de resistencia, el Primer Magistrado regresó a la Capital, encomendando a Hoffmann, elevado al grado de General por servicios prestados, el ya fácil castigo de los pueblos cercanos que en algo hubiesen ayudado a los rebeldes. El Doctor Luis Leoncio Martínez había huido hacia la frontera del norte por el camino de una quebrada seca que se perdía en las inhóspitas sierras de Yatitlán. En algún lugar se proclamaría Jefe de un Gobierno en el Exilio, Jefe del Partido Legalista Nacional, etc, etc. , estructurando un ineficiente núcleo de desterrados políticos, pronto quebrado —bien conocía el Presidente esas historias— por rivalidades, defecciones, escisiones, acusaciones mutuas, cismas y pleitos, alimentados por periódicos de trescientos ejemplares, libelos y hojas de cincuenta lectores. Y el Apóstol de Nueva Córdoba, metido en sus teorías y musarañas, acabaría, como tantos otros, olvidado en algún boarding-house de Los Ángeles, en algún hotelucho del Caribe, escribiendo cartas y panfletos que perderían todo interés para quienes de sobra sabían que, en política, lo que cuenta es el éxito… Al volver a la sede del Gobierno, el Primer Magistrado fue recibido con banderolas, arcos de triunfo, fuegos artificiales, y la marcha de Sambre-et-Meuse que tanto le agradaba. Pero, en su primera conferencia de prensa, ceñudo y como entristecido, manifestó que una gran amargura embargaba su ánimo, al pensar que —acaso lo demostraban los acontecimientos recientes— el pueblo todo no confiaba en su honestidad, desinterés y patriotismo. Por lo tanto, estaba resuelto a abandonar el poder, a confiar sus responsabilidades al Presidente del Senado, en espera de que se celebraran elecciones por las cuales algún varón ejemplar, cualquier ciudadano virtuoso, más capacitado que él para regir los destinos de la Nación, pudiese ser elevado a la presidencia, a menos —a menos, digo— que un plebiscito determinara lo contrario. Y el plebiscito fue organizado prestamente, mientras el Primer Magistrado seguía despachando los asuntos corrientes con la noble y serena melancolía —por no decir dolor padecido con dignidad— de quien ya no cree en nada ni en nadie, herido a lo hondo, después de tanto haberse desvelado por el bien de los demás. ¡Miserias del poder! ¡Clásico drama de la corona y de la púrpura! ¡Amarga vejez del Príncipe!… Como un cuarenta por ciento de la población no sabía leer ni escribir, se confeccionaron tarjetas en color —blanca, para «sí»; negra, para «no»— con el fin de simplificar el mecanismo de las votaciones. Y voces misteriosas, voces solapadas, voces insidiosas, empezaron a cuchichear, en las ciudades y los campos, en las montañas y los llanos, de norte a sur, de este a oeste, que cualquier voto, aunque secreto, sería conocido por las autoridades campesinas o municipales. Hoy existían técnicas nuevas para lograrlo. Cámaras fotográficas, ocultas en los cortinajes de los cubículos, que funcionaban automáticamente cada vez que el ciudadano acercaba una mano a las urnas. Donde no existían tales dispositivos, habría hombres escondidos tras de los mismos cortinajes. También se procedería —seguramente— al examen de las improntas digitales dejadas en las tarjetas, sin olvidar que en los pueblos pequeños cada cual conocía las opiniones políticas del vecino y veinte votos negativos, allí, responderían a veinte individuos identificados sin error posible. Un creciente terror se fue apoderando de los empleados públicos —que eran muchos. Las voces misteriosas, por otra parte, insinuaban ahora, con tono más alzado, en tabernas, pulperías y taguaras, que las grandes empresas mineras, bananeras, manufactureras, etc. , licenciarían a quienes se mostraran adversos a la permanencia del Primer Magistrado en el poder. Los campesinos desafectos tendrían que vérselas con el plan de machete de la guardia rural. Los maestros serían arrojados de sus aulas. Se revisarían severamente las declaraciones fiscales de ciertos comerciantes —nos entendemos— que siempre burlaban de algún modo los organismos recaudadores. Se recordaba a tiempo que todo extranjero de reciente nacionalización podría ser privado de su carta de ciudadanía y devuelto al país de origen, si caía en fea categoría de indeseable, anarquista o ácrata… Por todo ello, el plebiscito arrojó un enorme y multitudinario «sí», tan enorme y multitudinario que el Primer Magistrado se sintió obligado a aceptar 4 781 votos negativos —cifra conseguida a tiro de dados por el Doctor Peralta— para mostrar la total imparcialidad con que habían trabajado las comisiones escrutadoras… Otra vez hubo discursos, marchas triunfales, pirotecnias y luces de Bengala. Pero el Presidente estaba cansado. Además, su brazo derecho se iba inutilizando, de día en día, a causa de una rara y dolorosa torpeza, pesadez, desobediencia de músculos, con hincadas en el hombro, que no aliviaban masajes ni medicamentos, ni siquiera los cocimientos de hierbas preparados por la Mayorala Elmira que, como hija de santero, mucho sabía de plantas y raíces, más eficientes, casi siempre, que ciertos potingues de alta farmacia, anunciados en la prensa con hermosas alegorías de Convalescencia y Salud Recobrada. Un médico norteamericano, venido especialmente de Boston, diagnosticó un mal de artritis —o algo parecido, con nombre nuevo, de esos que proliferan en las revistas de caduceo en la portada, para mayor pánico y confusión de enfermos— señalando que en el país no existían ciertos modernos aparatos eléctricos, únicos capaces de curar la dolencia. El Gobierno, en pleno, rogó al Primer Magistrado que viajara a los Estados Unidos para recuperar su muy necesaria salud. En su ausencia, el Presidente del Consejo de Ministros asumiría la responsabilidad del gobierno, con la inmediata colaboración del General Hoffmann, encargado de la Defensa Nacional, y el Presidente del Senado… Así, el Primer Magistrado emprendió el viaje en un lujoso buque de la Cunard Line. Pero, ya en Nueva York, sintió una cobardía repentina, irrazonada, casi infantil —estaba fatigado, acaso; afectado en sus nervios por los recientes acontecimientos— ante los médicos yankis, ajenos en idioma, fríos en el trato, llevados a demasiado usar el bisturí, a cortar sin mayor necesidad, afectos a métodos brutales y noveleros de mal comprobadas consecuencias, muy diferentes de las suaves, llevaderas e inteligentes terapéuticas de los especialistas franceses o suizos que eran en realidad —pensaba en Doyen, en Roux, en Vincent… — los maestros de la gente de acá. A los consultorios asépticos, blancos, impersonales, con pinzas, sondas, tijeras dentadas y crueles enseres, mostrados en vitrinas, de los médicos estos, prefería el Presidente los despachos adornados con cuadros de Harpignies, de Carolus-Durand —alfombras persas, muebles antiguos, libros con encuadernaciones del XVIII, casi imperceptible olor a éter o yodo— de los médicos de perilla, levita y Legión de Honor, que oficiaban, paternales y cultos, en la Avenue Victor Hugo o el Boulevard Malherbe. —«Bien» —decía Peralta—: «Pero… ¿cree usted que sea prudente alejarse tanto? ¿Y si le diesen otro cuartelazo, mi Presidente?» —Ay, hijo… Todo es posible en nuestras tierras. Pero no lo creo probable. Sólo estaremos ausentes unas pocas semanas. Y mi salud es lo primero. No nací para manco. Y andar de manco sin haber estado siquiera en Lepanto es cosa de pendejo. Además, sin mano derecha no puedo contar con quien más me quiere. Porque, cuando estoy en la patria, donde me quiere tanta gente, sólo me siento tranquilo, firme, dueño de mí, en audiencias y visitas, cuando sé que conmigo está. Y con el mentón señalaba el lugar de la Browning, ahí, bajo la axila izquierda, haciendo el elogio de la ligereza de su Gatillo y del garbo de su Culata, con el tierno acento que pone el hombre en alabar las glorias de la mujer amada: era fiel, dócil, segura, hermosa en formas, perfecta en proporciones, grata al tacto, esbelta y fina hasta la boca, bien calada aunque oculta, con adorno del Escudo Nacional grabado en el dorso de la cacha —siempre cuidada, con maternal cariño, por la Mayorala Elmira que la limpiaba cada día, cuando él se desprendía del arma para tomar un largo baño, devolviéndosela recargada y lista a servir, en el momento de secarle el cuerpo con una gran toalla de felpa de las que Ofelia compraba, para uso de su padre, en La Maison de Blanc… Y así, dejando atrás las electricidades, progresos, inventos y mesas de tortura de las clínicas norteamericanas, semejantes, según él, a enormes edificios penitenciarios, el Primer Magistrado embarcó una mañana a bordo de La France para acogerse, después de tantos trastornos y tribulaciones, a las gracias del verano de París —tan soleado y cálido aquel año, decían los periódicos, que no se había visto otro igual desde mediados del siglo pasado.

Tercer capítulo

Todas las verdades pueden ser percibidas claramente,
pero no por todos,
a causa de los prejuicios.

DESCARTES


6

       Los viajeros fueron recibidos en la Gare du Nord por el Cholo Mendoza —guantes amarillos, gardenia en el ojal, y polainas grises, como siempre, aunque se estuviese en verano— quien, avisado de la llegada por aerograma puesto en alta mar, había regresado presurosamente de Vichy, donde armonizaba diurnas curas de agua con nocturnas curas de bar que, en inteligente alternancia de manantial y bourbon, le habían devuelto una cara de veinte años. Los demás funcionarios de la Embajada estaban de vacaciones, con sus niños, en Trouville o Arcachon. Y Ofelia, en Salzburgo, donde hoy se iniciaba el festival mozartiano con Cosí fan tutte. El diplomático tuvo alarmados gestos al ver que el Primer Magistrado traía el brazo derecho inerte, doblado en un chal de Cachemira, colgante del cuello. Dolencia molesta, pero sin gravedad mayor —aclaró Peralta. Los médicos de acá, con su avanzada ciencia, vencerían el mal. Además, el ambiente, este movimiento, esta alegría, esta civilización… Con sólo respirar el aire aquí —así: inhalación, exhalación, hincharse el pecho… — se sentía uno mejor. Y bien sabido era que lo moral influía en lo físico, puesto que el dolor es tanto mayor si centramos nuestra mente en una idea de dolor, porque, en fin, los psicólogos modernos, lo mismo que Epicuro, habían dicho, etc. , etc. ; pero no se puede hablar con tanto ruido de trenes, silbidos, trajín de maleteros, y mejor que vayas tú por delante con los equipajes, Cholo, mientras Peralta y yo andamos un poco, que tenemos las piernas entumecidas de tanto estar sentados… Y el Primer Magistrado, seguido de su secretario, entró en el conocido bistrot de flamenco ambiente, con juego de flechuelas y estatuilla del Mannekenpis, donde podía tomarse la agria cerveza Hoegaarde, la otra, color de sangre de cereza, o la fuerte Lambic —«herrada» por un clavo al rojo hundido en su espuma—, buenas todas para abrir un día que estaría colmado de recuperados sabores. Todo era grato, hoy, con esas gentes sentadas en las terrazas de los cafés, los pantalones rojos de los militares, la chechia de los zuavos, el emblema —encendida zanahoria— de Le Brazza, los autobuses que pregonaban óperas, Repúblicas, Bastillas, planicies de Monceau y rumbos de glorias napoleónicas. Volvían, los recién llegados, al ritmo de tantos y tantos despreocupados paseos que, según fuese el antojo, podían llevarlos de la Chope du Panthéon a los bulbos de tulipanes del Quai de la Mégis-serie; de la librería ocultista y rosacruz de Chacornac (naipes adivinatorios, tratados iniciacos, escritos de Estanislao de Guaite…) a un gimnasio donde aún se practicaba el noble boxeo de zapatilla con patada en la cara; de la tienda azul celeste de «Objetos de Piedad» de Notre-Dame-des-Victoires, al 25 de la Rue Sainte-Apolline —Aux glaces— donde por las mañanas estaba de guardia, a menudo, una rubia ampulosa, particularmente hábil en manejárselas à la Duc d’Aumale —lo cual confería algo así como droláticos cuarteles de nobleza al cabalgado yacente. Todo hablaba en lenguaje de olores y sabores sobre y detrás del cinc de los bares: las brioches, en sus pequeñas canastas; las magdalenas, estriadas como veneras de Compostela, en cuadrados pomos de cristal; el gato del Dubonnet, la estética bersagliere de las botellas de Cinzano, el reluciente barro de los frascos de ginebra holandesa, las escalerillas de madera encerradas en canecas de aguardiente de orujo; el perfume, entre cáscara de naranja y alquitrán, del Amer Picón. —«Aquí se está mejor que en la Caverna de las Momias» —murmuró el Primer Magistrado. Y, tomando por fin un auto de capota abierta, se hizo conducir a la Rue de Tilsitt. —«París siempre será París» —sentenció el Secretario cuando, entre los Caballos de Marly, se pintó, a lo lejos, inútil y grandiosa, la mole del Arco de Triunfo… Y ahora, instalándose —hundiéndose— en su butaca de cuero, el Primer Magistrado sintió como una orgánica necesidad de restablecer sus relaciones con la ciudad. Llamó por teléfono al Quai Conti de los gratos conciertos: la señora no estaba en casa. Llamó al violinista Morel, que lo felicitó por su regreso con el tono presuroso y evasivo de quien desea dar rápido término a una conversación. Llamó a Louisa de Mornand, cuya ama de llaves, luego de hacerle esperar más de lo correcto, le hizo saber que la hermosa dama estaría ausente por varios días. Llamó a Brichot, el profesor de la Sorbona: «Estoy casi ciego» —le dijo—:«pero me leen los periódicos». Y colgó. —«Cascarrabias, como siempre» —pensó el Primer Magistrado, algo sorprendido por la extraña respuesta, buscando otro número en su agenda. Y llamó, llamó, llamó, a éste, a aquél, topándose —menos cuando se trató de su sastre, de su peluquero— con voces que parecían haber mudado de registro y estilo. Pensó entonces en D’Annunzio, que tal vez estaría en París. Y después de que una camarera le dijese que su amo acababa de marchar a Italia, sonó la voz del poeta, desmintiendo lo dicho, para largar tremebundas invectivas contra los acreedores que lo tenían literalmente sitiado en su casa. Sí. Sitiado, era la palabra: como una manada de erinias, de euménides, de furias; como canes de Hécate, estaban ahí, a todas horas, apostados en el bistrot de enfrente, en el tabac de la esquina, en las panaderías cercanas, vigilando, mirando hacia su puerta, esperando que él saliera, para arrojarse sobre él, y destrozarlo, lacerarlo, con sus feroces exigencias de dinero. «¡Ah, lo que no haría por tener los poderes de un tirano de América Latina y limpiar la Rue Geoffroy L’Asnier de malandrines y sacripantes como, en Nueva Córdoba, había hecho el generoso amigo que ahora le hablaba!». Viendo llegar el sablazo —no sería el primero— el Primer Magistrado golpeó la bocina con su estilográfica, diciendo: «Ne coupez-pas, Mademoiselle… Ne coupez-pas»… , colgando luego, en medio de una frase del otro, para hacerle creer que la comunicación había sido interrumpida. Pero estaba inquieto y desconcertado. No sabía cómo tomar lo de «tirano», ya que el poeta solía usar un lenguaje «imaginífico» y ambiguo; pero, en cuanto a Nueva Córdoba, ignoraba que D’Annunzio conociese, siquiera, el nombre de esa ciudad. Algo ocurría. Acaso sería oportuno llamar a Reynaldo Hahn, su amable y ameno «paisano» de Puerto Cabello. El compositor acudió al teléfono, hablándole en su grato español de acento venezolano, singularizado —era hábito que él mismo no acertaba a explicarse— por unos giros de marcada inflexión rioplatense. Después de los saludos usuales, Reynaldo, en el tono blando, lento y como perezoso, que era el suyo, y como quien habla de otra cosa, le informó que Le Matin había publicado, sobre los acontecimientos de «ajyá’, una serie de reportajes feroces, donde su “paisano» era calificado de «Carnicero de Nueva Córdoba». Todas las fotografías de Monsieur Garcin habían salido a tres, cuatro columnas, mostrando los cadáveres tirados en las calles, los cadáveres mutilados, los cadáveres arrastrados, los cadáveres colgados de los garfios del Matadero Municipal, por las axilas, por las barbas, por los costillares, hincados de picas, tridentes, hierros y facas. Y las mujeres combatientes, obligadas a correr desnudas, a bayonetazos en el lomo, por las calles de la ciudad. Y las otras, violadas en amparo de templo. Y las otras, tumbadas en corrales. Y los mineros ametrallados en masa, frente al muro del cementerio, con música de bandas militares y alegrías de cornetas. Todo esto, acompañado de retratos del Primer Magistrado, en traje de campaña, de perfil, de medio perfil, a veces de espalda, pero siempre identificable por la corpulenta estampa, ordenando un tiro de artillería contra el Santuario Nacional de la Divina Pastora («no fui yo sino Hoffmann», protestaba el Mandatario), maravilla de arquitectura barroca — la Notre-Dame du Nouveau Monde, decía el periódico. Y lo más duro de todo, acaso, era que su hijo Marco Antonio, interrogado por un periodista, dos días antes, en la playa del Lido, donde ahora se hallaba en compañía de una Arsinoe de la Comédie Française, en vez de tomar la defensa de su padre, había declarado: «Je n’ai que faire de ces embrouillements sudamericains»… Ahora entendía el anonadado oyente la razón de muchas excusas y ancilares falsetes; ya se explicaba la fingida ausencia de Louisa de Mornand, la extraña respuesta de Brichot. —«Yo sé, paisano, que en todo esto hay mucha exageración… Hoy se hacen portentos en materia de trucajes fotográficos… Usted sería incapaz… Todo falso, seguramente»… Pero no podía cenar con él, esta noche, en Larue. Ni mañana, pues estaba comprometido con Gabriel Fauré. Además, mucho trabajo: un proyecto de ópera sobre El sí de las niñas de Moratín, un concierto para piano y orquesta. Lo sentía muchísimo… Abrumado, el primer Magistrado cayó en su hamaca, diagonalmente colgada de las argollas que, meses antes, había mandado a fijar en dos esquinas de su habitación. No estaba irritado, siquiera, con el Cholo Mendoza, que bien podía haberle dicho. Pero harto sabía que, en cuanto a la prensa francesa, sus diplomáticos sólo leían Le Rire, Fantasio y La Vie Parisienne, y eran los últimos, siempre, en enterarse de lo que de acerca de su país se escribía. Miraba el cielorraso de molduras yesosas con una amargura acaso jamás conocida. Poco le hubiera importado ser tratado de «carnicero», de bárbaro, de cafre, de lo que fuera, en sitios que nunca le habían sido gratos y que, por lo mismo, dotaba, en su conversación, de atributos peyorativos. En su boca, Berlín era ciudad que no había usurpado su nombre primitivo de «lugar de osos», con la pesadez arquitectónica de su Puerta de Brandemburgo, semejante a una locomotora de granito, su templo de Pérgamo entre paredes, unter-den-linden; Viena, pese a una fama de elegancia y voluptuosidad debida a la opereta y a los valses, era, en realidad, terriblemente provinciana, con sus oficialillos sacados de tintorería, sus diez o doce restaurantes ansiosos de parecerse a los de acá, tras de un Danubio café-con-leche que sólo se azulaba algún día 29 de año bisiesto; Berna, burgo tedioso, con sus estatuas de heraldos hélvetas en medio de calles que eran un vasto muestrario de relojes y barómetros; en Roma, cada plaza, cada bocacalle, era un escenario de ópera, con transeúntes que, vestidos como lo estuvieran, hablaran de lo que hablasen, estaban siempre en tónica de coristas de La forza del destino o Un ballo in maschera, en tanto que Madrid era cosa de género chico, con sus puestos de agua, azucarillos y aguardiente, sus serenos, de llavero en la cintura, y sus tertulias de café donde los amaneceres se pintaban sobre un aldeano panorama de chocolates trasnochados y picatostes de ayer, yendo a dormir los unos, mientras otros iniciaban sus jornadas en madrugada de churros, cazalla y tabaco de a quince… París, en cambio, era Tierra de Jauja y Tierra de Promisión, Santo Lugar de la Inteligencia, Metrópoli del Saber Vivir, Fuente de Toda Cultura, que, año tras año, en diarios, periódicos, revistas, libros, alababan —luego de colmar una suprema ambición de vivir aquí— los Rubén Darío, Gómez Carrillo, Amado Nervo, y tantos otros latinoamericanos que de la Ciudad Mayor habían hecho, cada cual a su manera, una suerte de Ciudad de Dios… Lentamente, venciendo reticencias, observando estrictas normas de urbanidad y atuendo según las horas, días y estaciones, haciendo regalos valiosos aunque nunca excesivos, mandando flores en número impar, mostrándose generoso en ventas de caridad y tómbolas benéficas, amigo de artistas y literatos ajenos a toda bohemia estrafalaria, presente en grandes conciertos, conferencias de público mundano y estrenos teatrales y líricos —demostrándose con todo ello que en nuestras naciones también se sabía vivir— se había abierto a un camino que, sin auparlo hasta las cumbres del Gotha, lo había conducido sin embargo, por tres veces, a las veladas musicales de Madame Verdurin —lo cual no era un mal comienzo. Cuando estuviese cansado de las agitaciones y turbamultas de allá, se retiraría, para esperar la muerte, en esta casa que cada viaje le hacía más grata. Pero todo se le venía abajo. Por siempre se le cerrarían las puertas de las mansiones con las cuales había soñado, desde sus días de periodista provinciano, cuando, andando por las calles empinadas del Surgidero de La Verónica, se recitaba los poemas en que Rubén Darío cantaba «los tiempos del Rey Luis de Francia, sol con corte de astros en campos de azur, cuando los alcázares llenó de fragancia, la regia y pomposa Rosa Pompadour»; o cuando, sentado en alguna taberna portuaria, entre humos de gambas a la plancha y fritanga de majúas, metidas las narices en revistas de allá, se topaba con las magnificencias que habían fijado los más famosos pintores del mundo, mostrándole los oros y encarnados del foyer de la Ópera, la blancura de sílfides y de wallis, el empaque señorial de las amazonas en concurso hípico, los grises de catedrales llovidas— «il pleure dans mon coeur / comme il pleut sur la ville»…—, y el tornasol de mujeres que eran, en sus retratos, aves del paraíso, sinfonías de joyas, seres apenas imaginables, al aparecerse, así, de repente, en páginas de L’lllustration —aquí, entre la sirena del carguero danés y el chirrido de la grúa que largaba torrentes de carbón sobre la suciedad de un muelle cercano… Ahora creía leer el desprecio, la muda acusación, en los ojos de cuantos lo miraban: su camarero Sylvestre, algo esquivo; la cocinera, cuyo gesto de limpiarse las manos en el delantal, al verlo, podía ser interpretado de distintas maneras; la conserje, reservada y fría, nada interesada, al parecer —o no creía discreto hacer alusión a ello— por su brazo en cabestrillo; el mismo Bois-Charbons a donde tuvo la medrosa curiosidad de ir aquella tarde, con el Doctor Peralta, para beber una botella de Beaujolais. Monsieur Musard estaba como de mal talante. Su mujer no salió a saludarlos. Y, a juzgar por las miradas, aquellos dos, de gorra, que se hallaban en el otro extremo del bar, hablaban de él. En todos los cafés tenían los mozos una rara expresión. Al fin, necesitado de alivio en su zozobra, el Primer Magistrado, luego de consultarlo con Peralta, se presentó inesperadamente en la casa del Ilustre Académico, que tantos favores le debía. Allí, en el umbroso apartamento con vista al Sena, rodeado de libros antiguos, pinceladas de Hokusai, retratos de Sainte-Beuve, Verlaine, Leconte-de-l’Isle, Léon Dierx, encontró el Presidente una afectuosa acogida, una comprensión, una lucidez, que lo conmovieron. El Poder entrañaba tremebundas obligaciones —afirmaba el amigo. «Cuando los reyes cumplen sus promesas, es terrible; y cuando no las cumplen, es terrible también» —decía, citando acaso a Oscar Wilde. Ningún conductor de pueblos, ningún gran monarca, ningún Gran Capitán, había tenido mano blanda… En dramáticas y reconfortantes imágenes desfilaban, ante los ojos del Presidente, cuadros de la destrucción de Cartago, del asedio de Numancia, de la caída de Bizancio. De repente se hicieron presentes —revueltos, barajados al azar de la memoria— Felipe y el Duque de Alba, Saladino o Pedro el Grande, obligado, por razón de estado, a exterminar a los Narishkines en un patio del Kremlin… Además… ¿quién había podido contener nunca las furias, los excesos, las crueldades —lamentables, pero siempre repetidas a lo largo de la Historia— de una soldadesca desatada, ebria de triunfo? Y, peor aún, cuando se trataba de sofocar una revuelta de indios y de negros. Porque, en fin, si hablamos con franqueza… aquello había sido —estaba claro— una asonada de indios y de negros… Vuelto a su entereza, puesto en combativo ánimo por lo escuchado, se desencarriló de pronto el Primer Magistrado de su francés harto medido, harto cuidado de la pronunciación y de la justeza del vocablo, para lanzarse, impetuoso, por el disparadero de un alud de improperios criollos que el otro veía llegar, atónito, como una invasión verbal de ideogramas ajenos a su entendimiento. Indios, negros, sí; zambos, cholos, pelados, atorrantes, rotos, guajiros, léperos, jijos de la chingada, chusma y morralla (y trataba de traducir el Doctor Peralta, con su idioma perfeccionado en el Bois-Charbons de Monsieur Musard: des propres-à-rien, des pignoufs, des galvaudeux, des jean-foutres, des salopards, des poivrots, des caves, des voyous, des escarpes, de la racaille, de la pègre, de la merde…) y sobre todo —ahora había vuelto el Presidente a su francés— socialistas, socialistas afiliados a la Segunda Internacional, anarquistas, gentes que predicaban una imposible nivelación de clases, que fomentaban el odio en las masas analfabetas, que explotaban, en su provecho, el engreimiento de un pueblo inculto, negado a la instrucción pública que se le ofrecía, pueblo fanatizado por prácticas de brujería, inimaginables supersticiones, con devoción a santos que se parecían a nuestros santos pero no eran los santos nuestros, pues, para esa gente sin letras, hostil a todo abecedario, el Bello Dios de Amiens se hubiese llamado Eleguá, Obatalá el Crucificado de Velázquez, Ochum la Pietá de Miguel Ángel… Esa era lo que no se entendía acá… «Más de lo que ustedes creen» —opinaba el Ilustre Académico, cada vez más indulgente y convencido. Todo se explicaba —y volvía a Felipe II, al Duque de Alba, pasando ahora a la América de Cortés y Pizarro— por la sangre española, la herencia del temperamento español, la inquisición española, las corridas de toros, las banderillas, la capa y el estoque, los caballos destripados entre lentejuelas y pasodobles. — «L’Afrique commence aux Pyrénées». Nosotros habíamos recibido esa sangre en las venas; era una fatalidad. La gente de allá no era como la de acá, aunque, desde luego, no carecía de algunas cualidades, porque, en fin, Cervantes, El Greco… —que, por cierto, había sido revelado al mundo por el genio de Théophile Gautier… En ese momento, el ex profesor de liceo que era Peralta se levantó de su asiento, iracundo, en el impulso de un brinco: «Je vous emmerde avec le sang espagnol» —gritó. Y, con exaltada irreverencia, hizo desfilar ante los ojos asombrados del Ilustre Académico, como en cristales de linterna mágica, los crímenes de Simón de Montfort y la Cruzada contra los Albigenses; el Robert Guiscard, héroe del drama suyo, cuyo manuscrito, comprado por nuestra Biblioteca Nacional, narraba cómo el condottiero normando había pasado medio Roma a cuchillo; la noche de San Bartolomé, universal sinónimo de horror; el acoso a los camisardos, las massacres de Lyon, los pontones de Nantes, el Terror Blanco después de Thermidor, y, sobre todo, sobre todo, por un hábil manejo de analogías, los días finales de la Comuna. Allí, los hombres más inteligentes y más civilizados del mundo no habían vacilado, vencida la resistencia revolucionaria, en exterminar a más de diez y siete mil hombres. La ambulancia del Seminario de San Sulpicio —«Oh! fuyez, douce image!»— se hizo degolladero en manos de los versalleses. Y Monsieur Thiers, después de su primer paseo por el París de los escarmientos, había dicho así, como quien no dice nada: «Las calles están llenas de cadáveres; ese horroroso espectáculo servirá de lección». Los periódicos de la época —los de Versailles, desde luego— predicaban la santa cruzada burguesa de la matanza y el exterminio. Y recientemente… ¿qué me dice usted de las víctimas de la huelga de Fourmies? ¿Y más recientemente aún? ¿Tuvo contemplaciones el gran Clemenceau con los huelguistas de Draveil, de Villeneuve-St-Georges?… ¿Eh?… El Académico, atacado de frente, desvió el rostro hacia el Primer Magistrado: «Tout cela est vrai. Tristement vrai. Mais il y a une nuance, Messieurs»… Y luego, después de una pausa algo solemne y preparatoria, alzando la sonoridad de cada nombre, recordó que Francia había dado al mundo un Montaigne, un Descartes, un Luis XIV, un Molière, un Rousseau, un Pasteur. Estuvo el Presidente por replicar que, a pesar de una historia más corta, su Continente había producido ya próceres y santos, héroes y mártires, pensadores y hasta poetas que habían transformado, por vía de regreso, el idioma literario de España, pero pensó que los nombres citados caerían en el vacío de una cultura que los ignoraba. Entretanto, Peralta encerraba al Académico en un ruedo de molestas consideraciones: por lo mismo que aquí sonaban los alejandrinos de Racine y tanto se sabía del Discurso del Método, ciertas barbaries resultaban inadmisibles. Grave era que Monsieur Thiers, primer Presidente de la Tercera República, preclaro historiador de la Revolución, el Consulado y el Imperio, hubiese ordenado las massacres de la Comuna, los fusilamientos del Pére Lachaise, las deportaciones de Nueva Caledonia; menos grave era que un Walter Hoffmann, nieto de zamba y de emigrante hamburgués, prusiano de pega y tenor de salones castrenses, hubiese llevado a cabo —pues él tenía la culpa de todo— la acción represiva de Nueva Córdoba… — «La culture oblige, autant que la nobles-se, Monsieur l’Académicien.» Viendo que el ceño de su ilustre amigo se estaba frunciendo sombríamente, el Presidente, con gesto cansado, requirió silencio a su secretario, cayendo en inercia de mudo desconsuelo, hundido entre los brazos de la butaca. Miraba las cosas sin verlas —los retratos, los libros antiguos, un grabado de Granville. El Académico, en cambio, como ignorante de la presencia de Peralta, atropellándolo al paso —«Pardon»—, pisándole un pie —«Je ne vous ai pas fait mal?»—, andaba a lo largo de la habitación con la cara de quien reflexiona intensamente: «On peut essayer! Peutêtre…» Llamó por teléfono al Jefe de Redacción de Le Matin. Las fotos de Monsieur Garcin —el maldito francés de Nueva Córdoba— habían sido llevadas por unos estudiantes, prófugos de allá, que ahora se encontraban en París, hablando y agitando en los cafés del Barrio Latino —discípulos todos del Doctor Luis Leoncio Martínez. El periódico no podía echarse atrás ni anular las publicaciones de próximos artículos ya anunciados. Las gentes dirían que el periódico se había vendido a quien poseía —como era sabido— una enorme fortuna. Lo más que podía hacerse era suprimir de la edición de mañana una foto en que aparecía el Primer Magistrado junto a un cadáver puesto en mostrador de bodega, bajo un almanaque de la Phosphatine Fallière donde leíase claramente la fecha de la matanza. —«Por ese lado nos jodimos» —dijo el agobiado. Y si al menos hubiese —¡no sé!— algo que distrajese la atención del público: un gran naufragio, como el del Titanic, el paso de algún cometa Halley, con anuncio del Fin del Mundo, una nueva erupción del Mont-Pelé, un terremoto en San Francisco, un hermoso asesinato, como el de Gaston Calmette por Madame Caillaux… Pero, nada. En este cabrón verano no pasaba nada. Y todo el mundo le volvía las espaldas en el único sitio del Universo donde la opinión ajena tuviese aún, para él, algún valor. Viéndolo desplomado, en un estado de desconsuelo que le abovedaba el lomo y le vaciaba la mirada, el Ilustre Académico le ofreció, en largo estrechón de la mano izquierda, el calor de su amistad, y, como quien hace confidencias a media voz, le habló de una posible contraofensiva. La prensa francesa —triste le resultaba confesarlo— era de una tremenda venalidad. No se refería, desde luego, a Le Temps, harto vinculado con el Quai d’Orsay, y cuyo director, Adrien Hébrard, no era hombre llevado a hacer ciertos negocios. Tampoco podía pensarse en L’Écho de Paris, donde colaboraba su amigo Maurice Barrés, ni en Le Gaulois del atrabiliario Arthur Meyer. Pero, detrás de esos periódicos punteros, había otros que, a condición de disponerse de fondos para ello (el Primer Magistrado asintió), podrían, en fin, usted me comprende… Todo estaba en hacer las cosas con alguna habilidad. Y así, tres días después, Le Journal iniciaba la publicación de una serie de artículos, bajo el título general de L’Amerique Latine, cette inconnue, donde, pasándose de lo universal a lo local, de lo general a lo particular, de Cristóbal Colón a Porfirio Díaz (mostrándose, de paso, cómo, por no haberse refrenado a tiempo una revolución, un gran país como México había caído en la anarquía más atroz…), se desembocaba en nuestra patria, con grandes elogios de sus cataratas y volcanes, de sus quenas y guitarras, de sus huipiles, bohíos y liquiliquis, de sus tamales, ajiacos y fejoadas, con evocación de los grandes momentos de su Historia —historia que conducía, por fuerza, a la era de progreso, desarrollo agrícola, obras públicas, fomento de la educación, buenas relaciones con Francia, etc. , etc. , debida a la avisada gestión del Primer Magistrado. Mientras otras naciones jóvenes del Continente naufragaban en el desorden, aquel pequeño país se erigía en ejemplo, etc. , etc. , no olvidándose que, frente a poblaciones a menudo incultas y revoltosas, pronto seducidas por ideologías disolventes y subversivas (aquí, oportuno recuerdo de Ravachol, de Caserio, matador del Presidente Carnot, de Czolgosz, asesino de McKinley, de Mateo Moral y su bomba arrojada sobre la carroza nupcial de Victoria de Battemberg y Alfonso XIII); frente a una infiltración de ideas libertarias, anarquistas, un gobierno enérgico sólo podía tomar determinaciones enérgicas, sin poder impedir que, a veces, una soldadesca provocada, hostilizada, exasperada, se entregara a deplorables excesos, pero, sin embargo, no obstante, desde luego que… —«¡Ah! ¡Qué mi Presidente!» —exclamaba el Doctor Peralta, leyendo y releyendo los artículos: «Ahora sí que fregamos a esos estudiantes de mierda que andan alborotando por el Barrio Latino con sus mítines de cuatro gatos y sus hojillas volantes que nadie lee». En eso, un cable anunció al Primer Magistrado el envío de una caja, caja prodigiosa, caja mágica, caja providencial, embarcada poco antes en Puerto Araguato: caja donde venía, con sus adornos, tejidos y huesos, la momia —la Momia de aquella noche— destinada al Museo del Trocadero. Hábilmente consolidada con pegamentos y alambres invisibles, sentada en nueva jarra funeraria abierta por el frente —lo suficiente para que se viese el esqueleto en su integridad—, imperceptiblemente restaurada por un taxidermista suizo, especializado más bien en embalsamar reptiles y aves pero que, en este caso, había resultado un maestro, la Momia estaba en camino, cruzaba el Océano, llegaba, llegaba a tiempo para ofrecer materiales de trabajo a una cierta prensa que, a la verdad —el Presidente se asombraba ante los trasfondos de avidez, de ausencia de escrúpulos que, de día en día, se le revelaban— resultaba insaciable. Porque, ahora, la casa de la Rue de Tilsitt era objeto de una verdadera invasión, desde temprano hasta después de anochecido.
       Eran periodistas, gacetilleros, publicistas, columnistas, directores de periódicos que jamás se veían en puestos ni quioscos, reporteros, «échotiers», gente de levita, gente de trajes raídos, gente de sombrero hongo, gente de gorra, hombres de estoque en bastón, monóculo manchado de yema de huevo —supuestos especialistas en política extranjera que, de América, sólo conocían el cóndor de los Hijos del Capitán Grant, el último mohicano, La Perichole, y El Choclo, tango argentino que era el furor del día…—, quienes venían, a todas horas, «en busca de informaciones»… vagamente amenazantes, afirmando que se seguían recibiendo tremendas noticias de allá, que se sabía de una persecución desatada contra estudiantes y periodistas, de la amenaza que pesaba sobre muchos intereses europeos, y, sobre todo, sobre todo, del raro, rarísimo suicidio de Monsieur Garcin —antiguo cayenero, de acuerdo, pero francés al fin— cuyo cuerpo había sido hallado, hacía poco, colgado de una excavadora inservible, a unos kilómetros de Nueva Córdoba. Detrás de Le Petit Journal, cuya venta sufría una gran merma en esos días, se presentaba L’Excelsior, recordando insidiosamente que en sus páginas los documentos gráficos aparecían con excepcional claridad; detrás de Le Cri de Paris aparecía La Libre Parole, y, de mayores a menores, de diarios de chantaje a revistas de escándalo, llegábase a las hojas de provincia —Bajos Pirineos, Alpes Marítimos, ecos del Norte, faros de Armórica, libelos marselleses… — en un cotidiano desfile de pérfidos sablistas, a quienes había que acallar en lenguaje de guarismos, con magnífica asistencia de la Momia. Ahí la tenían, fotografiada en todos sus ángulos; ahí tenían al Abuelo de América que, según fuese la fantasía del redactor, cargaba con una edad de dos mil, tres mil, cuatro mil años —la pieza más antigua del Continente, cuya presencia hacía retroceder vertiginosamente los comienzos de su Historia. Elogios de nuestras instituciones científicas; elogios del Primer Magistrado, autor del sensacional hallazgo; agradecimiento por haber hecho tan valioso obsequio a un museo de París. Pero la Momia no llegaba. Embarcada en un carguero sueco para ser bajada en Cherburgo, había ido a dar, por error, al puerto de Gotemburgo, a donde iba a buscarla, ahora, el Cholo Mendoza… Y, mientras tanto, siempre insaciados, siempre amenazantes, los reporteros seguían acudiendo a la Rue de Tilsitt «en busca de noticias». —«No puedo más; no puedo más» —había gritado el Primer Magistrado, después de recibir la visita de una redactora de Lisezmoi Bleu—: «¡Estos cabrones me van a dejar sin una locha, sin un fierro, sin una puya! ¡Que digan lo que quieran, pero no les doy un céntimo más!» Pero seguía dando y dando, aunque la Momia, de tanto haber sido mostrada en foto, descrita, comparada con otras momias —las del Louvre, las del British Museum… — no daba ya materia para nuevos artículos. Buscando nuevos temas, estudiaba Peralta los casos de apariciones de la Virgen en el mundo, para relacionarlos con nuestro culto a la Divina Pastora —tema este que podía interesar a los lectores de publicaciones católicas… Y en ese desconcierto se estaba cuando sonó el pistoletazo de Sarajevo, seguido de los disparos que, en el Café du Croissant, mataron a Jaurès. —«¡Gracias a Dios que por fin ocurre algo en este puñetero continente!» —dijo el Primer Magistrado. El 2 de agosto era la movilización general, y el 4, la Guerra… —«Que no entre un periodista más en esta casa» —dijo el Presidente a Sylvestre. —«Ahora podremos descansar» —dijo el Doctor Peralta… Y aquella noche volvió el Primer Magistrado a sus recorridos de antes. Fue, con su secretario, al BoisCharbons de Monsieur Musard, al 25 de la Rue SainteApolline —Aux glaces—, a la casa de las colegialas inglesas y las hermanitas de San Vicente de Paul. En todas partes se hablaba de lo mismo. Unos decían que la guerra sería breve y que pronto llegarían los ejércitos franceses a Berlín. Otros decían que sería una guerra larga, dolorosa, tremenda. —«¡Macanas!» —decía el Presidente—: «La última guerra, por haber sido la última guerra clásica, fue la Franco-Prusiana del 70.» Un eminente economista inglés había demostrado recientemente («y pueden conseguir su libro en la Edición Nelson …») que ninguna nación civilizada estaba en condiciones de soportar los costos de una contienda prolongada. Las armas modernas eran demasiado caras; no había país que pudiese hacer frente a los gastos de mantenimiento de ejércitos que ahora sumarían millones de hombres. Además, lo decía el Estado Mayor Francés: «Tres meses, tres batallas, tres victorias»… En eso llegó Ofelia de Salzburgo, vía Suiza, embarazada del Papageno de La flauta mágica. La habían clavado así, tontamente, una noche en que, por mucho beber, se había olvidado de usar el diafragma que siempre llevaba en la cartera para casos imprevistos —así, tontamente, estúpidamente, agarrada a la centauresa, en una casita rodeada de pinos del Kapuzinnersberg. Venía furiosa; furiosa por tener que ir a largar eso a otra parte, ya que los estúpidos médicos de acá, por más que se les pagara, se negaban a hacer ese tipo de intervención; furiosa por lo de Le Matin, que había tenido resonancia en periódicos de Alemania y de Austria, con una caricatura en el Simplississimus de Munich, donde el Primer Magistrado había sido representado, con ancho sombrero a la mexicana, canana terciada, panza de millonario y habano en el colmillo, disparando sobre una campesina arrodillada: Ultima Ratio Regum, rezaba la leyenda… «¡Como siempre, te measte fuera del perol!» —gritaba la Infanta—: «¡Levita de macaco no oculta el rabo! ¡Si mataste a tantos, también pudiste tronar al fotógrafo!» —«¡Ya se lo cargaron!» —«¡Valiente cosa! ¡Cuando la cosa no tenía remedio! ¡Menos mal que balacearon al Archiduque ese! ¡Tal vez con lo de ahora se olvidarán de tus imbecilidades! Porque todo el mundo nos vuelve las espaldas. Estamos hundidos. Metidos en la mierda hasta aquí» (esto, llevándose un dedo a la frente)… El Primer Magistrado sacó su brazo derecho del cabestrillo de seda. Le volvía el movimiento; ya la articulación del codo no lo hacía sufrir. Casi podía palpar nuevamente la culata de su pistola… Dejando a Ofelia en sus gritos y pataleos (debía haberse tomado unos wiskies de más en el coche-comedor del tren), salió a comer con el Doctor Peralta a un sótano próximo a la Gare Saint-Lazare donde, en tabla acompañada de jarros de vino, podían probarse ochenta variedades de quesos —entre ellos uno, de cabra, veteado de yerbas aromáticas, cuyo recio sabor le recordaba el de las cuajadas de páramos andinos.


7

… cuando mucho nos estimamos,
mayores nos parecen las injurias.

Descartes


      Transcurría el más hermoso y soleado estío que recordarían los anales meteorológicos de Europa. Los monjes de todos los higroscopios alemanes vivieron con la capucha caída sobre la nuca; el campesino con paraguas de los higroscopios suizos permaneció oculto en su rústico chalet alpestre, dejando salir a la moza del delantal encarnado, personificación del buen tiempo. Alegres estaban los castaños y mucho piaban los pájaros entre las estatuas de las Tullerías y del Luxemburgo, a pesar del perpetuo zafarrancho de combate en que vivía la capital, bastante desconcertada, en realidad, por una sucesión de acontecimientos que, a pesar de signos dramáticamente anunciadores, tomaban por sorpresa a muchas gentes evocando, de modo inquietante para quienes lo hubiesen conocido, el épico desbarajuste del 70. El Primer Magistrado, desde luego, dio por terminada la costosísima campaña que en elogio a su país y a su gobierno llevaban periódicos en cuyas páginas sólo buscaba el público aquello que se refería a las furias que se habían desatado sobre Europa. Campaña que había resultado doblemente inútil, por lo que ahora ocurría y porque no le había valido, para decir la verdad, el restablecimiento de su prestigio donde más ansioso estaba de recuperarlo. O, al menos, no tenía muestras de ello. Nadie lo había llamado por teléfono para comentar favorablemente alguna publicación —salvo su sastre, su barbero, desde luego. Las gentes que le interesaban estaban de vacaciones —vacaciones juiciosamente prolongadas en expectación de los acontecimientos. De Reynaldo Hahn, a quien se había atrevido a preguntar, sólo tuvo una respuesta inconsistente, cortés, escurridiza: «Ya vi… Ya vi… Muy bueno todo… Lo felicito, paisano»… Era evidente que a fin de año, cuando estuviera nuevamente allá, no recibiría esas tarjetas con campanas y muérdagos, esas cartas en hermoso papel filigranado donde, desde París, en autógrafos más gratos a su espíritu que los cotidianos elogios que le prodigaba la prensa local, respondían manos altamente consideradas y admiradas a sus muy cuidadas felicitaciones pascuales —acompañadas siempre de algún lindo objeto de artesanía nuestra. Había que renunciar, pues, a cultivar las Personas con cuyo trato o amistad contaba para los tiempos en que, habiendo renunciado a su Investidura —por hastío, por cansancio, o vaya usted a saber… — viniese a pasar los últimos días de su vida en esta siempre grata y consoladora mansión de la Rue de Tilsitt. No tenía intenciones de alejarse de París por ahora —y, a la verdad, no era mucho el peligro que aquí se corría—, puesto que próximo estaba a terminarse el tratamiento de su brazo enfermo, ya casi curado por la ciencia del Doctor Fournier, «médecin des hôpitaux», obligado, por sus funciones, a permanecer en la ciudad. Acompañado de su secretario daba el Presidente largas caminatas sin rumbo preciso, esperando las ediciones vespertinas de los diarios, llegando a veces, cuando de vegetales frescores se antojaba, hasta el Bois de Boulogne, cuyo Sentier de la Vertu había quedado desierto, mientras los cisnes del lago alargaban el cuello, en interrogante signo, esperando inútilmente los trozos de bizcochos que, aún pocos días antes, les arrojaban paseantes y niños. Se sentaban ambos en la terraza del Pré-Catelan, añorando las gracias y frivolidades de otros tiempos, aunque el Primer Magistrado, pasando del monólogo íntimo a la confesión a medias, se diese a considerar repentinamente esta guerra, ante la creciente sorpresa de Peralta, con óptica de moralista un tanto amargo y admonitorio. Las naciones entregadas al lujo y la indolencia —decía— se ablandaban y perdían sus virtudes fundamentales. Bueno era el esteticismo, pero el hombre, para recobrar unos músculos anemizados por la excesiva contemplación de lo Bello necesitaba —al cabo de largas ensoñaciones— de la lucha, del cuerpo a cuerpo, del agon. Hermosa era la figura de Luis de Baviera, cantado por nuestro Rubén Darío y hasta por Verlaine, pero, para la unificación y grandeza de una Alemania parcelada y adormecida, más útil había sido el sólido y rudo Bismarck, parado en sus estribos bélicos, que el príncipe músico, edificador de castillos tan poéticos como ajenos a toda realidad. Esta contienda no sería larga («tres meses, tres batallas, tres victorias», afirmaban sus mismos generales) ni resultaría tan cruenta como la del 70, ya que las gentes, instruidas por una experiencia harto recordada, no la dejarían prolongarse en una abominable Comuna. Y a Francia le vendría bien un sacudimiento, una terapéutica de emergencia, un shock, para sacarla de un autosuficiente letargo. Harto engreída, necesitaba una lección. Demasiado rectora del mundo se creía aún, cuando, en realidad, agotadas sus grandes energías, había entrado en una fase de evidente decadencia. Había terminado el Reino de los Gigantes: Hugo, Balzac, Renán, Michelet, Zola. Ya no se producían, aquí, espíritus dotados de tal universalidad, y por ello empezaba Francia a pagar el grave pecado que era, en este siglo multiforme, una orgullosa sobrestimación de lo situado más allá de sus fronteras. Nada que fuese extraño a su país interesaba al francés, convencido de que existía para hacer las delicias de la humanidad. Pero ante él se erguía, ahora, un hombre nuevo, terrible por la fragorosa afirmación de sus voluntades, que acaso habría de adueñarse de la época: el hombre nietszcheano, habitado por una implacable Voluntad de Poder, trágico y agresivo protagonista de un Eterno Retorno, hoy reiterado en hechos que conmovían el mundo… Peralta, conocedor de los modestos niveles cogitantes de su compadre, estaba seguro de que el Primer Magistrado nunca había leído a Nietszche y si ahora lo citaba con tal autoridad era porque, en algún artículo leído ayer, se hubiese topado con pensamientos suyos, debidamente entrecomillados. Además, acostumbrado a seguirlo en los altibajos de su carácter, harto se daba cuenta de que, tras de consideraciones intemporales, ocultaba el Presidente un resquemante despecho ante las gentes que lo habían humillado y ofendido, cerrándole las caminos de sus moradas. Cuando pronunciaba los nombres de Bismarck o de Nietszche, enfilaba sus rencorosas baterías mentales contra el sorbonagro Brichot, los insolentes Courvoisier, los Forcheville y el Conde de Argencourt —otro que, encontrándolo casualmente en una librería donde ambos compraban libros pornográficos disfrazados de Breviario del erotismo hindú o Los autores licenciosos del siglo XVIII, cuyas páginas eran ilustradas con fotografías muy actuales, el diplomático fracasado lo había ignorado con altanero desdén, dejándole un saludo en suspenso. Y Peralta, observándolo maliciosamente, atizaba el fuego de esa creciente agresividad, buscando argumentos de peso, en sus azarosas y desordenadas lecturas de días anteriores, acerca de las milagrosas apariciones de la Virgen en el mundo para alimentar artículos, vinculados con «El milagro de Nueva Córdoba», que ya no habrían de publicarse —ni de pagarse. Una mañana regocijó enormemente al Primer Magistrado mostrándole un texto donde un célebre escritor católico, famoso por su iracundia, sus clamores e imprecaciones de mendigo ingrato (de «mendigo ingrato» se definía él mismo), afirmaba que, después del Pueblo Electo de Israel, Francia era el pueblo que Dios más amaba. Sin Francia «Dios no sería enteramente Dios» —decía. Además, todo lo demostraba: el considerate lilia agri de las Escrituras era el anuncio de la Flor de Lis de la Realeza Francesa; el Gallo, mentado en el Banquete Eucarístico de la Cena, era clara alusión al Coq Gaulois. Francia del Lirio, Francia del Gallo, Francia del Buen Pan y del Buen Vino de la Comunión, cuya condición de Pueblo Predilecto había sido confirmada en lo moderno —añadía el autor— por tres apariciones de la Virgen en treinta y tres años: Pontmain, Lourdes y La Salette… Nunca rio con mejores ganas quien se enteraba de tales portentos: «¿Así que Francia es la tierra del Paracleto? ¿Y dónde me deja ese señor una España que impuso la religión católica en una porción del planeta que se extiende del Río Grande mexicano a los hielos del Polo Sur?… ¡Y en cuanto a Vírgenes!»… La de Guadalupe, resplandeciente, en su sagrada roca del Tepeyac; la del Cobre, en Cuba, cuya imagen apareció flotando milagrosamente, vestida de sargazos, junto a la barca que tripulaban Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo; la de Regla, universal patrona de marineros y pescadores, alzada, con su manto constelado de estrellas, sobre la Bola del Mundo; la del Valle, en Costa Rica; la Divina Pastora, de nuestro país; la de Chiquinquirá, de altivo porte y hermosos pechos, muy hembra y muy señora, con su corona de almenas; la de los Coromotos, que había dejado su retrato —después de inefable presencia— en una choza de indios; y las Grandes Guerreras de la Fe, acorazadas de fuego bajo la Adorable Túnica que las envolvía: la Virgen del Quinche, Generala del Ejército Ecuatoriano, y la Virgen de las Mercedes, Patrona de las Armas y Mariscala del Perú, acompañadas todas por San Pedro Claver, patrón de los esclavos, el negro San Benito —«negro como los clavos de Cristo»—, y Santa Rosa de Lima, deslumbrante Reina del Continente, que poseía las máximas selvas, la más larga cordillera, el Río Mayor del Orbe. Avanzaban, esas Vírgenes, en portentoso Escuadrón de Esplendores, renegrida la de Regla, de ojos almendrados la de los Coromotos, fuertes y misericordiosas, garridas y leves, cargando con los Siete Dolores de sus Siete Espadas, dispensando portentos, alivios, venturas y milagros, siempre listas a acudir a donde las llamaran, cien veces vistas, cien veces oídas, diligentes y magníficas, omnipresentes y ubicuas, capaces de manifestarse —como Dios a Santa Teresa— en el fondo de las ollas tanto como en cimas de Ebúrnea Torre —y madres, ante todo, Madres del prodigioso Cachorro, herido en el flanco, que un día, sentado a la diestra del Señor, repartiendo castigos y dulzuras con inapelable equidad, habrá de juzgarnos a todos… —«¡Y que me venga el mendigo ingrato ese, o como quiera llamarse, a hablarme de sus tres Vírgenes francesas, con una de ella, la de La Salette, controvertida por el mismo Vaticano!» Vírgenes teníamos nosotros, Vírgenes de verdad, y era tiempo que se les quitaran las ínfulas a estas gentes de acá, sumidas en una ignorancia suicida de cuanto no fuese lo propio. Ahora sabríase aquí lo que era un pueblo fuerte, metódico, disciplinado, ascendente. Y Alemania, donde muy poco había estado, se le acrecía de repente en una iluminada imaginería de Selvas Negras, Maestros Cantores, Reyes Soldados, catedrales que a toque de doce soltaban apóstoles y trompeteros por las ojivas, cerca del Rhin, el gran Rhin de los castillos increíbles —cantados y dibujados por Victor Hugo—, y las ondinas que prendían mozos adolescentes en las redes de sus cabelleras, y las fiestas de la cerveza, llevadas por gentes alegres, de sólidas pantorrillas, que al yoddle y al acordeón unían el espíritu filosófico —las yedras de Heidelberg—, el genio de las matemáticas, el culto a la Obediencia, el amor a los desfiles de a diez en fondo —en suma: todo aquello de que carecían estos latinos mierderos de la Segunda Decadencia. Pero ahora verían lo que era bueno, cuando, bajo el Arco de Triunfo (él asistiría al espectáculo desde su ventana, firme y rígido, aunque acaso emocionado por lo que pudiese hacer sufrir a otros, pero resuelto, por cartesiana costumbre, a tener por cierto todo aquello cuya verdad le fuese evidente), desfilaran los generales Moltke, Kluck, Bülow y Falkenhayn, montados en majestuosos alazanes, escoltando al Kronsprinz, a la cabeza de una imponente parada de dormanes negros, alamares brandemburgueses y cascos de punta, a compás de la gran marcha de Tannhäuser llevada, para marcar el paso militar, en ritmo más apretado que el acostumbrado en teatros de ópera. Ese día desempeñaría Alemania, por fin, el papel de «fermento regenerador» que Fichte le asignara proféticamente en un histórico manifiesto —manifiesto que tampoco había leído el Primer Magistrado, pensaba Peralta, aunque había de reconocerle un olfato insuperable en eso de informarse por segunda mano.
       Angustiados por las amenazas que sobre París se cernían (aunque en las calles las gentes siguieran gritando: «À Berlin! À Berlin! À Berlin!»…), preguntándose si no sería bueno trasladar sus oficinas a Burdeos, Marsella o Lyon, los cónsules y altos funcionarios de embajadas latinoamericanas se reunían, a las horas del aperitivo de la mañana, del aperitivo de la tarde, y de las copas nocturnas que eran muchas, en un café de los Champs-Elysées, para comentar los acontecimientos del día. Siempre atento a los decires de esa peña, recogiendo el parecer de cada cual, traía el Cholo Mendoza informes que correspondían a las intuiciones del Primer Magistrado. (Éste había recibido de su compadre Juan Vicente Gómez, General de generales adictos al bigote kaiseriano y al monóculo calado por vía confidencial-verbal, pues el dictador venezolano temía que se mofaran de su ortografía— el sabio consejo de mantenerse al margen de todo, pues «chiquito que se mete en zaperoco de grandes siempre sale fregado»). Aunque casi todos simpatizaban con Francia por razones culturales o sentimentales —unos amaban su literatura, otros amaban sus mujeres, desempeñando cargos de poco trabajo que equivalían a largas y gozosas vacaciones, a duración de gobierno, en el lugar donde más grato era pasarlas—, muchos coincidían en creer que la guerra, de este lado, estaba perdida. No había más que observar el desorden, la inoperante agitación, la pagaille, en que se vivía, aunque ello no se reflejara en los periódicos —que sólo decían verdades a medias o daban noticias disfrazadas, afirmaba el mismo Doctor Fournier, en las cotidianas sesiones de masajes y rayos a que sometía el brazo, cada vez más suelto y ágil, del Primer Magistrado. En las calles sonaban voces muy distintas de las que henchían los artículos de Barrés, de Déroulede, y otros Tirteos de la energía nacional: se hablaba de regimientos perdidos, sin mando ni oficiales, que, llevados a sectores donde nada ocurría, no sabían si quedarse ahí, avanzar o retroceder. Había unidades donde sólo una mitad de los combatientes estaba correctamente uniformada, alternándose el quepis con el «bonnet de police», supliéndose la «bande molletière» con vendas de farmacia o envolturas de papel encerado. Y luego, los dramas del fusil sin balas, del obús sin cañones, de las ambulancias extraviadas, del hospital de sangre sin instrumental quirúrgico. Y luego los rumores que, por fantasiosos y alarmistas, eran los más generalmente aceptados en cafetines, porterías y corros de estrategas esquineros: esos dos ulanes vistos a pocos kilómetros de París; el proyecto alemán, tenido muy en secreto, de penetrar en la ciudad por los túneles del Metro; el trabajo de los espías, que estaban en todas partes, mirando, oyendo, transmitiendo mensajes por un sistema de cortinas corridas y descorridas, de noche, en las habitaciones de mansarda, de acuerdo con una clave luminosa inventada por un criptógrafo prusiano… Ya llegaban de nuestros países los primeros diarios que se referían a la «Guerra Europea» —tema nuevo, tema bueno, tema brillante, tras de tiempos monótonos— con sensacionalismo y pasión. Volvían a conocerse los grandes titulares y «cables de última hora», parados en caracteres de doce puntos, de las épocas interesantes —con el «flash» de importancia, puesto en marco de plecas. Muchos ánimos, habituados a contenerse ante el hecho local por miedo a represiones, se soltaban, se exaltaban, se aliviaban en catarsis, ante el magno acontecimiento lejano traído al primer plano de la actualidad. Por fin podíase discutir, polemizar, conjeturar, objetar (insultar a Von Tirpitz, criticar la neutralidad italiana, burlarse de los turcos…), de acuerdo con tendencias que eran semejantes en todos los países del continente. Allá era germanófilo el clero, por aquello de que la impía Francia era promotora de la educación laica y había separado la Iglesia del Estado, en tanto que la banca española, los muchos descendientes de emigrantes alemanes y los parientes y allegados del pequeño clan de oficiales que por broma llamaban los «Segundos Federiquitos», aplaudían de antemano la segura victoria del Kaiser. Y eran «Aliados» (eso de la Entente no lo entendía nadie) todos los de la inteligentzia, escritores, universitarios, lectores de Rubén Darío o de Gómez Carrillo, gente que aquí hubiese estado o soñara con venir algún día, maestrescuelas, librepensadores, médicos formados en París, y buena parte de la burguesía —sobre todo aquella que, en sus reuniones mundanas, dialogaba a ratos en un francés tan afectado y cojo como el de los personajes de La guerra y la paz —y, en general, el pueblo todo, porque el francés de nuestras tierras, más comerciante que otra cosa, nunca había sido hombre de competencia molesta para el nativo, tratándose afablemente con todo el mundo, ayuntándose a menudo con zambas o cholas, muy distinto, en eso, a quienes se encerraban entre los lampadarios muniquenses de sus «Clubs Alemanes», de sus «Cafés Alemanes» para gente de tez comprobadamente blanca, donde la aparición de un negro o de un indio hubiese sido recibida con los colmillos de Fafner… Y ya se entraba en el mes de septiembre, entre dudas y cavilaciones, aunque el Primer Magistrado contemplara el panorama de los días con casi divertida expectación. A juzgar por la rapidez de sus operaciones, los ejércitos de Moltke alcanzarían muy pronto el Arco de Triunfo sin haber desplegado mayores esfuerzos, pues no tenía hoy Francia generales a la altura de aquellos cuyos nombres se inscribían en la mole del monumento napoleónico. Y esta orgullosa y pervertida metrópoli conocería una purificación por el fuego que más de un escritor católico de aquí hubiese presentido, comparándola con Sodoma y Gomorra —y hasta con Babilonia la meretriz, desde la erección (tal palabra no debía usarse sino cuando de estatuas u obras arquitectónicas se tratara, según Flaubert) de su Tour Eiffel, Torre de Babel, moderno ziggurat, faro de cosmopolitismos, símbolo de Confusión de Lenguas, felizmente equilibrada, en cumbres, por las cúpulas blancas —aunque de oro las hubiese soñado su arquitecto— del Sacré-Coeur. Pero el Primer Magistrado, dispensador de indulgencias cuando los actos ajenos no lo obligaban a ser Repartidor de Castigos, no pensaba en un fuego de incendios y cielos desplomados, sino en un fuego psicológico, escarmentador en lo moral, que obligara los Altaneros, los Suficientes, a rebajarse los humos en rogativas de paz. Ese fuego no habría de dañar, desde luego, los frescos del Panteón, las rosadas piedras de la Place des Vosges, los vitrales de Notre-Dame, ni tampoco los cinturones de castidad de la Abadía de Cluny, las figuras y espejismos del Museo Grevin, o los frondosos castaños de la avenida donde vivía la Condesa de Noailles (a pesar de que también ésa le había vuelto las espaldas), y, menos aún, el Trocadero, donde pronto, puesta en vitrina, podría verse la Momia nuestra que el Cholo Mendoza iría a buscar a Gotemburgo, apenas se acabara la guerra. Y faltaban pocos días, en verdad, para que se acabara la Guerra: el Doctor Fournier, dando de alta a su paciente —cuya mano iba ya a buscar la pistola con liviana presteza, sin que se le engarrotara el índice sobre el gatillo— se deshacía en lamentaciones sobre la falta de preparación del Alto Mando, la imprevisión, la incuria, la gabegie —c’est encore la debâcle— que nos conducía a una derrota irremediable: Vous faites bien de repartir chez-vous, cher Monsieur. Au moins, là-bas, c’est le soleil, c’est le rhum, c’est les mulâtresses… Pero el 5 de septiembre, en la tarde, se entabló la Batalla del Marne. («Una guerra no se gana con chóferes de taxi» —había observado, irónico, el Primer Magistrado). Pronto se vio que, contrariándose con ello el principio táctico y estratégico de Jomini, los franceses tenían que vérselas con un frente de combate desprovisto de centro, puesto que allí sólo había una débil línea de caballería. El día 8, parecía que los de acá hubiesen perdido la partida. Pero, el 9 en la tarde, fue la victoria. Aquella noche, los diplomáticos latinoamericanos reunidos en su café de los Champs-Elysées, festejaron el triunfo invitando a beber a todas las putas que pasaban, mientras el Primer Magistrado —que, por una vez, había ido a la peña—, majestuoso en su levita, depositario de una patriarcal sabiduría que todos le reconocían, mascullaba: «Claro… Claro… Pero esto, aún, no resuelve nada». Al día siguiente se levantó muy de mañana, con el ánimo amargado, poniéndose a contemplar el Arco de Triunfo, cuya mole se le acrecía o achicaba, según quedaran de satisfechos o frustrados sus anhelos derrotistas. Curado ya, habría que pensar en el regreso allá —esta permanencia no tenía ya por qué prolongarse— y más habiéndose renunciado, por ahora, al esperado desfile triunfal, con sus bandas militares, a la vez atronadoras y cómicas por el automatismo del paso y los hinchados carrillos —trombones y tubas— de músicos dirigidos por un enorme Tambor Mayor. Y ya iba a llamar a Peralta para proponerle un paseo hasta el Bois-Charbons de Monsieur Musard, cuando entró el secretario, con descompuesto semblante, trayéndole un largo mensaje en papel azul: —«Lea… Lea…». El cable era de Roque García, Presidente del Senado: CUMPLO CON INFORMARLE GENERAL WALTER HOFFMANN SE ALZÓ EN CIUDAD MORENO CON BATALLONES INFANTERÍA 3. 8. 9. 11. MÁS CUATRO REGIMIENTOS CABALLERÍA INCLUYENDO HÚSARES REPÚBLICA MÁS CUATRO UNIDADES ARTILLERÍA AL GRITO DE VIVA LA CONSTITUCIÓN, VIVA LA LIBERTAD… —«¡Coño de madre! ¡Hijo de puta!», aulló el Primer Magistrado. Pero eso no era todo: tres de los «Segundos Federiquitos» —Breker, el catire buen mozo, tan favorecido siempre por notas e instrucciones venidas de arriba; González, que había sido agregado militar en Alemania; Martorell, artillero catalán hecho criollo por su odio a la monarquía española—, esos tres militarcitos, halagados, distinguidos, rápidamente aupados en jerarquía, también estaban en el golpe. —«¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!»… Y, puesto repentinamente en paroxismos de ira, gritaba, clamaba, se atremolinaba, el Primer Magistrado, cayendo luego a los abismos del desconsuelo, gimiente, herido, escupido en las entrañas, buscando, en lenguaje de tartamudo, los infamantes adjetivos que mejor calificaran la traición, la felonía, el olvido de bondades, la máscara y el engaño. Su monólogo alcanzaba las cimas de la exasperación, para volver al lamento, próximo al sollozo, que no encuentra ya vocablos a la medida del desengaño, para recobrarse de pronto, acalorarse, ascender, reventar nuevamente en imprecaciones y tremebundas amenazas. («Tengo entendido que Mounet-Sully es un gran trágico» —pensaba Peralta—: «pero como mi Presidente no hay dos…») Y el Primer Magistrado voceaba, asolador y terrible, derribando muebles, arrojando libros al suelo, apuntando a los gladiadores de Gerôme con su pistola belga, en tal escándalo y furor, que Sylvestre, alarmado, acudió de la despensa: «Monsieur est malade?… Un médecin, peut-être?…» Súbitamente aplacado —o fingiendo que lo estaba— el iracundo se volvió hacia su sirviente: «Ce n’est rien, Sylvestre… Rien… Un mou-vement d’humeur… Merci…» Y zafándose la corbata, aún congestionado, sudoroso, lleno de latigazos que le restallaban en los oídos, el Mandatario, andando de pared a pared, empezó a dar órdenes, instrucciones, al Doctor Peralta. Ir a la agencia de viajes más cercana —aún debía quedar alguna abierta cerca de la Ópera— y hacer lo necesario para llegar cuanto antes allá. Pedir precisiones a Roque García en cuanto a la firmeza de las guarniciones adictas al Gobierno. Cable a Ariel; cables a los periódicos nuestros, con una proclama destinada a primera plana («una vez más, la ciega ambición de un hombre indigno del grado que ostenta, etc. , etc… Bueno: ya tú sabes…»); cable a éste, cable al otro, cables y más cables… En eso, los vendedores de diarios vocearon una edición de mediodía, con las últimas noticias de la Guerra: «¡Como si eso me importara un carajo!» Y de pura rabia pateó un cuadro traído horas antes por un discípulo de Jean-Paul Laurens, protegido de Ofelia, que aún estaba sin colgar, puesto en el suelo, frente a él: El suplicio de Ganelón. —«¡Coño de madre! ¡Hijo de puta!» —repetía el Primer Magistrado, taconeando la tela como si en la figura del más mentado traidor de la épica medieval se ocultara algo del alma renegada, infame, hedionda, del General Walter Hoffmann.


8

Mejor es modificar nuestros deseos que
la ordenación del mundo…

Descartes


       Así, pues, mañana el tren a Saint-Nazaire, de donde salía un buque para Nueva York, repleto de norteamericanos que, por haber visto a los alemanes demasiado cerca del Sena y sabiendo que ahora habría guerra para rato, con engorros y racionamientos, preferían volver a la otra orilla del Océano. Después de la travesía, varios días de espera forzosa —como la otra vez, en el Waldorf Astoria. Acaso la posibilidad de asistir a alguna representación de la Madame Sans Gêne de Umberto Giordano, cantada por Geraldine Farrar, cuyo estreno mundial anunciaba el Metropolitan Opera House (y aunque su hija lo tuviera por ignaro en materia de música porque, cierta vez, desconcertado y aburrido por los telúricos enredos del Oro del Rhin, con tanto lío de enanos, gigantes y ondinas, se había dormido en su palco, el Presidente era muy sensible a la coloratura de María Barrientos, a la magnífica energía lírica de Titta Rufo, a la pureza de timbre de los largos, sostenidos, increíbles calderones agudos de Caruso, voz de mágico prodigioso en cuerpo de tabernero napolitano…). Ofelia, después de haberse sacado eso en algún lugar de Suiza, había partido para Londres, huyendo del fastidio de una guerra cuyos daños se hacían sentir ya, según ella, en la falta de ballets rusos, orquestas de tango y fiestas de mucho vestir. En Inglaterra, en cambio, donde el reclutamiento era voluntario, se seguía llevando una vida bastante normal: iría, pues, a Stradford-on-Avon, con el propósito de completar su cultura shakespeariana. —«A ver si ahora me la preña algún Fortimbras o algún Rosenkrantz» —había pensado el padre, sabiendo que nada de lo que pudiese ocurrir allá, en la patria, importaba a su hija, resuelta ya, desde hacía tiempo, a vivir por siempre en Europa, lejos —decía ella— de «ese país de mugre y grajo», sin más diversiones que las retretas municipales, las fiestas familiares donde todavía se bailaban la polca, la mazurca y la redowa, y los saraos de Palacio donde las mujeres de ministros y generales se agrupaban en corro, lejos de los hombres trabados en cuentos verdes, para hablar de partos y malpartos, niños, enfermedades, fullerías de mucamas y muertes de abuelitas, intercambiando recetas para hacer flanes, yemas dobles, capuchinos, mazapanes y pan de gloria… Aquella noche, el Primer Magistrado y el Doctor Peralta se despidieron del Bois-Charbons de Monsieur Musard, bebiendo enormemente. Luego, con dos muchachas halladas de paso, fueron a holgarse en una lujosa casa de citas de la Rue Sainte Beuve cuyo vestíbulo de entrada, adornado con cerámicas fabricadas por el padre de Léon-Paul Fargue, conducía a un ascensor de émbolo, folklórico y renqueante, que era algo así como un rincón de comedor normando puesto en translación vertical. Tarde ya se regresó a la Rue de Tilsitt donde las maletas y baúles cerrados por Sylvestre se amontonaban en pasillos y salones. El Doctor Peralta mostró las fotografías pornográficas para estereoscopio perfeccionado —el Verascope Richard —que había comprado la víspera y que, con sus imágenes dobles, daban un sorprendente efecto de relieve: «Mire… Mire ésta… Parece que el hombre estuviese vivo… Y a las dos mujeres no les falta un pelo… ¿Y qué me dice de esta combinación de cinco en fila?»… Pero, a pesar del mucho licor bebido, el Primer Magistrado tenía una borrachera lúcida y triste. Un enorme cansancio lo invadía ante el género de esfuerzo que había tenido que desplegar cuatro veces desde los inicios de su gobierno. Ahora, la recepción en Puerto Araguato. El tren de vagones viejos subiendo hacia la capital en medio de selvas donde las hojas de los árboles se confundían —no se sabía lo que aún pertenecía a los troncos y lo que de ellos se había desprendido a machete— con las hojas que techaban las chozas de aldehuelas tan tristes y obscurecidas por la universal vegetación que, en ellas, una risa hubiese desentonado como un indecente estallido de animalidad. Después, el discurso de rigor, pronunciado desde el balcón de Palacio. El traje de campaña, acaso oliente a alcanfor, vuelto a ser planchado por la Mayorala Elmira, insustituible ama de llaves, hembra de buen juicio, y, cuando antojo había, dócil y complaciente quitapesares; el viaje al frente de guerra, esta vez hacia el sur del mapa —hace meses, había sido hacia el norte; otras, hacia el este, el oeste. Ahora hacia el territorio de Las Tembladeras, con sus lagunas violáceas en perpetuo burbujeo y borborigmo de animales y reptiles ocultos bajo la engañosa quietud de las victoriarregias. Las marchas por caminos anegados, con las caras untadas de nauseabundas pomadas repelentes que sólo por una hora —apenas— defendían de las picadas de cien especies de cínifes. Aquél era un mundo de hibiscos sudorosos, falsos claveles —trampas de insectos—, espumas que de sol a sol enredaban y desenredaban sus volutas, hongos olientes a vinagre, floraciones grasientas sobre troncos podridos, harinas y limallas verdes, comejeneras en ruinas, céspedes arteros que roían el cuero de las botas. Y habría que perseguir por tales tierras al General Hoffmann, cercarlo, sitiarlo, acorralarlo, y, al fin, ponerlo de espaldas a una pared de convento, iglesia o cementerio, y tronarlo. «¡Fuego!» No había más remedio. Era la regla del juego. Recurso del Método.
       Pero algo desasosegaba, esta vez, al Primer Magistrado. Y era un problema de palabras. Ahora, al regresar allá, antes de lucir nuevamente un uniforme de General que le sabía a gala postiza —ésa era la verdad— ya que él mismo se lo había echado encima, así, con galones y todo, un día de alboroto juvenil, conservándolo luego por aquello de que, en su país, general más, general menos… ; ahora, antes de acrecerse en ecuestre estatura, antes de ceñirse las sonantes espuelas de jaripeo que en campaña usaba, habría que hablar, que pronunciar palabras. Y esas palabras no le venían a la mente, porque las clásicas, las fluyentes, las socorridas, las que siempre había usado en casos anteriores, parecidos a éste, de tanto haber sido remachadas en distintos registros, con las correspondientes mímicas gestuales, resultarían gastadas, viejas, ineficientes, en la actual contingencia. Cien veces contrariadas por sus actos, esas palabras habían pasado del ágora al diccionario, de la encendida catilinaria al repertorio de las retóricas, de la elocuencia oportuna al desván de los trastos —vaciadas de sentido, secas, yermas, inutilizables. Pilares de sus grandes discursos políticos habían sido, durante años, los términos de Libertad, Lealtad, Independencia, Soberanía, Honor Nacional, Sagrados Principios, Legítimos Derechos, Conciencia Cívica, Fidelidad a nuestras tradiciones, Misión Histórica, Deberes-para-con-la-Patria, etc. , etc. Pero ahora, esos términos (solía ser severo crítico de sí mismo) habían cobrado un tal sonido de moneda falsa, plomo con baño de oro, piastra sin rebrinco, que, cansado de las vueltas y revueltas de sus ruletazos verbales, se preguntaba con qué iría a llenar los espacios sonoros, los espacios escritos, de proclamas y admoniciones inevitables al emprenderse una acción militar —punitiva— como la que habría de iniciarse en breve. Aceptado antaño por una mayoría de compatriotas como el hombre de mano enérgica que, en un momento de crisis, de desórdenes, pudo enderezar los destinos del país, había visto su prestigio menguado, con alarmante deterioro de autoridad, tras de cada trácala, por él inventada, para permanecer en el poder. Se sabía odiado, aborrecido por los más, y la conciencia de ello le acrecía, por reacción contra lo exterior, las satisfacciones y gozos que hallaba en el servilismo, la solicitud, las adulancias, de quienes dependían de él, consustanciando sus intereses, su prosperidad, con el mayor alargamiento posible de un mandato olvidado de cuanto fuese legalidad y Constitución. Pero no podía ignorar que sus enemigos usaban de válidos argumentos cuando le echaban en cara sus crecientes concesiones a los gringos, puesto que los gringos, tonto hubiese sido negarlo, eran universalmente detestados en el Continente. Sabíamos todos que nos llamaban «latinos» y que, para ellos, decir «latinos» era decir chusma, morralla, mulatería y merienda ñáñiga. (Hasta habían inventado el eufemismo de «latin colour» para justificar, en los hoteles de Nueva York o de Washington, la forzosa admisión de altos personajes cuya tez fuese de matiz un tanto exótico)… Y seguía el Primer Magistrado pensando en su obligado discurso, sin que la imaginación se le mostrara propicia. Palabras, palabras, palabras. Siempre las mismas palabras. Y, sobre todo, nada de Libertad —con las cárceles llenas de presos políticos. Nada de Honor Nacional ni de Deberes-para-con-la-Patria —pues tales conceptos eran los que usaban siempre los militares alzados. Nada de Misión Histórica ni de Cenizas de Héroes, por la misma razón. Nada de Independencia que, en su caso, rimaba con dependencia. Nada de Virtudes —cuando se le sabía dueño de las mejores empresas del país. Nada de Legítimos Derechos —puesto que los ignoraba cuando chocaban con su personal jurisprudencia. El vocabulario, decididamente, se le angostaba. Y tenía un temible adversario delante, un tercio del Ejército soliviantado, y habría que hablar, y notaba el exasperado orador que estaba afónico, sin idioma —que ya no disponía de palabras útiles, dinámicas, estimulantes, porque las había malbaratado, les había mellado el filo, las había puteado, en despreciables escaramuzas, indignas de tal despilfarro. Como diría un campesino nuestro: «había quemado pólvora en zamuros». —«Me voy poniendo viejo» —pensó. Y sin embargo había que inventar algo. Algo… Vació a sorbos cortos pero seguidos una de las cantimploras forradas de cuero, y, para aliviar la espera de lo que de adentro no le venía, tomó uno de los diarios de la mañana —Le Figaro— que estaba doblado sobre el escritorio. Ahí, en primera columna de primera plana, aparecía un artículo del Ilustre Académico, bien destacado y en especial recuadro. Sacando conclusiones de la Batalla del Marne, nuestro amigo afirmaba que aquel milagro militar, más que victoria de las armas, victoria de la inteligencia, significaba, por encima de todo, el triunfo de la Latinidad sobre el espíritu germánico. Herederos de la Gran Cultura Mediterránea, nietos de Platón y de Virgilio, de Montaigne, Racine y los sublimes descamisados de Valmy —en este caso útiles aunque su memoria fuese detestada por todo el Faubourg St-Germain— habíase opuesto el Genio de la Raza, hecho de equilibrio, sensatez y medida, a la patológica agresividad teutona. El Gallo Galo contra dragones, herreros cavernarios y Nibelungos. El nervioso, ligero y fino corcel de la ya casi santa Doncella de Orleáns —próxima a ser canonizada— contra el salvaje caballo de Brunilda. El Olimpo contra el Walhalla. Apolo contra Hagen. Versailles contra Potsdam. La esencial sabiduría de Pascal contra el gigantismo filosófico de Hegel —expresado en aquella obscura jerga de Heidelberg que, por instinto, rechazaban nuestras mentes adictas a la claridad y la transparencia en el discurso. La batalla de los pantanos de Saint-Gond, más que victoria del cañón de 75, había sido la victoria de Descartes. Y terminaba el escritor haciendo un contundente, implacable, inapelable proceso de la cultura alemana —kultur, la llamaba—, de la música de Wagner, del mal gusto berlinés, del pedante cientificismo de Haeckel, de las ideas de gnomos petulantes que, por creerse superhombres y haberse disfrazado de Zaratustras con espada al cinto y calavera en el chacó, habían desencadenado —nuevos aprendices de brujos— la catástrofe actual. Era guerra, más que guerra, era Santa Cruzada contra la Neo-barbarie prusiana… Terminado de leer el artículo, el Primer Magistrado empezó a andar a lo largo del salón. De repente entendió que estaba en un error: su germanofilia de meteco resentido —y recordaba que los griegos no usaban el calificativo de «meteco» en sentido denigrante— no le era útil ni provechosa. De nada le servirían, en estos momentos, críticos para su propia trayectoria política, los ulanes de Von Kluck ni los submarinos de Von Tip-pitz. La causa walkiriosa era hoy, para él, una mala causa —causa que «no pagaba». Había que admitir que en América Latina las gentes estaban con Francia— valga decir: con París. Y allá, para ceñir el problema a nuestra patria, eran germanófilos los jesuitas, gente de escogida feligresía, confesores de damas adineradas, poco amigos de los modestos maristas franceses que lo habían educado; eran germanófilos los ricos gachupines, caballeros del Import-Export —cuando no abarroteros y empeñistas— con buenas cuentas en bancos catalanes y bilbaínos, antipáticos al criollo por tradición y costumbre; y lo eran también —pero éste era un caso particular— los pobladores de la Colonia Olmedo, nietos de labriegos bávaros o pomeranios, que ningún peso tenían en la vida pública. Además —¡carajo, ahora me doy cuenta!— las Vírgenes todas, de nuestras tierras, eran latinas. Porque la Madre de Dios era latina, doblemente latina, ya que los luteranos de mierda —como Hoffmann y los «Segundos Federiquitos» que con él andaban— la habían arrojado de sus templos. La Divina Pastora de Nueva Córdoba, las de Chiquinquirá, de los Coromotos, de Guadalupe, de la Caridad del Cobre, y todas las que formaban en la Inefable Legión de Intercesoras, eran ubicuas Presencias de quien, una y eterna, fuese entronizada por Luis XIII en las naves de Notre-Dame, en consagración de su reino al culto marial. Había, pues, que poner las Vírgenes del lado nuestro —conmigo en el combate, con imagen alzada en lábaro— ya que el Príncipe, ante una fuerza adversa, tenía el deber de echar mano a cuanto pudiese ser favorable a su causa. Flexible y nunca empecinado debía ser el Conductor de Pueblos, el Guía de Hombres, aunque para conservar el poder tuviese que renunciar, en un momento dado, a muy personales anhelos. Clara se le mostraba, por lo tanto, la base ideológica —táctica— de su inmediata lucha contra el traidor Hoffmann. No había más que considerar su apellido; recordar su formación alemana; su afán de alardear de ario puro, aunque tuviese a su abuela, bastante negra, relegada a las habitaciones últimas de su vasta morada colonial. De repente Aunt Jemima —como la llamaban allá los majaderos— habría de erigirse en símbolo de la Latinidad. (El Mandatario agobiado, caído, de momentos antes, se animaba, se engallaba, daba manotazos a las mesas, recobraba un empaque de tribuno…) Al fin y al cabo, «latinidad» no significaba «pureza de sangre» ni «limpieza de sangre» —como solía decirse en desusados términos de Santo Oficio. Todas las razas del mundo antiguo se habían malaxado en la prodigiosa cuenca mediterránea, madre de nuestra cultura. Tremenda cama redonda había sido aquélla, de romano con egipcia, de troyano con cartaginesa, de helena famosa con gente de color quebrado. Varias tetas había tenido la Loba de Rómulo y Remo —y sabíase que Italia arremetería, un día de estos, contra las Potencias Centrales— para cuanto cholo o zamba se colgara de ellas. Decir Latinidad era decir mestizaje, y todos éramos mestizos en América Latina; todos teníamos de negro o de indio, de fenicio o de moro, de gaditano o de celtíbero —con alguna Loción Walker, para alisarnos el pelo, puesta en el secreto de arcones familiares. ¡Mestizos éramos y a mucha honra!… Y ahora sí que le venían ideas de adentro, le renacían palabras, al Primer Magistrado, repentinamente dueño de un vocabulario nuevo. Palabras flamantes, sonoras, gratas para el oído, que habrían de ser bien recibidas, allá, por los muchos tibios, indecisos, posibles enemigos, que, más o menos vinculados con una inteligentzia aliadófila, se habían vuelto estrategas de los que empujaban banderitas tricolores sobre mapas puestos en mesas de café, llevándolas, en cumplimiento de íntimos deseos, más allá de donde un avance militar era detenido por el mismo Estado Mayor de los Ejércitos. Había pasión en las gentes, y era inteligente capitalizar esa pasión en provecho propio. Alea jacta est. Resuelto estaba: él también, nuevo Templario, se sumaba a la Santa Cruzada de la Latinidad. Una victoria de Walter Hoffmann y de su camarilla significaba una germanización de nuestra cultura. Fácil sería, además, ridiculizarlo ante la opinión. Por su personalidad, sus lecturas; los retratos de Federico II, de Bismarck, de Moltke, que adornaban su despacho; su ocultamiento de la pobre anciana —verdadera encarnación de nuestro pueblo, carne de nuestra mejor carne— a la que tenía viviendo, como antecesora poco decorativa, allá, bajo los tamarindos, junto al corral donde se estaba cebando el chancho de Nochebuena, el rebelde era vivo espejo de la barbarie prusiana que, no solamente se había desatado sobre Europa, sino que pronto amenazaría estas Tierras del Futuro, ya que los alemanes se creían predestinados a la dominación del orbe en virtud de una mística de raza superior claramente expresada, recientemente, en un «Manifiesto de intelectuales», altanero y xenófobo, ya visto en nuestra prensa. Había, pues, que alzar la Corona de Santa Rosa de Lima contra el Escudo de la Walkiria. Cuauhtémoc, contra Alarico. La Cruz del Redentor, contra la lanza de Wotán. La Espada de los Libertadores, todos, del Continente, contra los Vándalos Tecnificados del Siglo XX… — «Ven acá, Peralta…». Y durante dos horas, hallando siempre el percutiente adjetivo, la imagen relumbrante —aunque esta vez no floreara demasiado el estilo—, dictó artículos destinados a los periódicos de su país, dando los grandes lineamientos de la campaña que habría de desarrollarse, en lo ideológico, antes de su llegada. —«Anda, y vete corriendo con todo esto a la Western Union»… Y ahora, hecho el esfuerzo, contemplaba aquel salón, los muebles amigos, los cuadros, las esculturas, que lo rodeaban —acaso fatigado de tanto dictar—, con emperezada tristeza. Dentro de pocas horas tendría que abandonar esta calma de regazo materno, este descanso entre sedas, rasos y terciopelos, para hundir las patas de su caballo, durante días, semanas, meses tal vez, en los fangos de las tórridas tierras sureñas —lianas, manglares de aguas muertas, sombras arteras, hebras que llagaban el rostro… — lejos de todo lo que realmente lo hacía feliz. Pensaba en lo de allá y, de antemano, sentía el tedio que significaba el regreso a cualquier punto de partida para quien mucho anduvo adelante con el transcurso de los años. Pronto se abriría noviembre —el noviembre nuestro— con la Fiesta de los Muertos, y los cementerios se transformarían en ferias y verbenas, con faroleros adornos de tumba a tumba, organillos a los cuatro vientos, guitarras sobre la tapa del dijunto, maracas, clarinetes y changangos junto a la capilla del tendido, con cholas desfloradas entre las coronas marchitas de un reciente sepelio. Muerto de azúcar candi, muertos de crocante rosado, muertos —calaveras— de caramelo, de mazapán, de pasta de ajonjolí, entre palas de cavadores y correas de sepultureros, entre ataúdes, urnas, bronces de buen alarde y retratos de abuelos, de militares, de niños endomingados, tras de cristales ovalados, empañados por rocíos y lluvias. Y llegarían también los que vendían esqueletitos bailadores, coronados, enmitrados, enchisterados, enquepisados, paseando su Danza Macabra de cenotafios a cruces, al grito de: «Muertecito pa’ su niño», que, en tal día, era llamado al regocijo, el aguardiente y el sobado. Y los diálogos que se entablaban, y las chanzas que volaban, y las porfías, de cruz a cruz, de ángel a ángel, de epitafio a epitafio. —«¡Ah, mi compadre! ¡Qué feliz con su muertito!» —«¡Ah, mi compadre, y qué vagabundo y qué cabrón era el suyo!»— «¡Eso se llama, mi compadre! ¡Tampoco el suyo fue tan santo!» —«¡Por eso, mi compadre, es que se tiró a su abuela!» — «¡Vaya a saber, mi compadre, quién se tiro a quién!»… Regresando a esto, el Primer Magistrado se veía como quien ha sido encerrado en un círculo mágico trazado por la espada de un Príncipe de las Tinieblas. La Historia, que era la suya puesto que en ella desempeñaba un papel, era historia que se repetía, se mordía la cola, se tragaba a sí misma, se inmovilizaba cada vez —poco importaba que las hojas de los calendarios ostentaran un 185(?), 189(?), 190(?), 190(¿6?)…—: era un mismo desfile de uniformes y de levitas, de altas chisteras a la inglesa alternando con cascos emplumados a la boliviana, como ocurre en los teatros de poca figuración donde se hacen cortejos triunfales con treinta hombres que pasan y vuelven a pasar frente al mismo telón, corriendo, cuando están detrás de él, para volver a entrar a tiempo en el escenario gritando, por quinta vez: «¡Victoria! ¡Victoria! ¡Viva el Orden! ¡Viva la Libertad!»… El cuchillo clásico al que cambian el mango cuando está gastado, y cambian la hoja cuando a su vez se gasta, resultando que, al cabo de años, el cuchillo es el mismo —inmovilizado en el tiempo— aunque haya cambiado de mango y hoja tantas veces que ya resultan incontables sus mutaciones. Tiempo detenido en un cuartelazo, toque de queda, suspensión de garantías constitucionales, restablecimiento de la normalidad, y palabras, palabras, palabras, un ser o no ser, subir o no subir, sostenerse o no sostenerse, caer o no caer, que son, cada vez, como el regreso de un reloj a su posición de ayer cuando ayer marcaban las horas de hoy… Miraba las sedas, los rasos, los terciopelos, el reciario derribado, la ninfa dormida, el lobo de Gubbio, la Santa Radegunda. Quería quedarse, salir del círculo mágico, y, como encerrado en el círculo, no lo podía. Las raíces del instinto, de lo concebido y aprendido al abrir los ojos sobre el mundo, tiraban de su voluntad. Sabía que muchos, allá, lo aborrecían; sabía que muchos, muchísimos, demasiados muchos, soñaban con que alguien, alguna vez, tuviese el valor de asesinarlo (si para causar su muerte hubiese bastado con que se apretara el mítico botón de la Leyenda del Mandarín, millares de hombres y de mujeres apretarían ese botón). Por lo mismo, volvería. Para demostrar que, aun situado en los umbrales de la vejez, aun menguado en su arquitectura de carne, seguía duro, fuerte y bragado, lleno de macheza, macho y remacho. Seguiría jodiendo a sus enemigos mientras le quedaran energías. No quería tener el triste fin del tirano Rosas, fenecido obscuramente en Swathling, olvidado por todos —hasta por su hija Manuelita. No quería parecerse a Porfirio Díaz, el de México, muerto en vida, que paseaba su propio cadáver, levitado, enguantado, de solemne sombrero, por las avenidas del Bois, entre los hules negros, casi luctuosos, de un hondo faetón tirado por caballos cuya ambladura anunciaba ya el paso, acompasado y lento, de próximos funerales… Y recordaba ahora aquella Semana Santa, en que las gentes de su villa habían organizado una representación colectiva, multitudinaria, del Gran Misterio de la Pasión cuyo texto manuscrito, del siglo XVII, se conservaba en los archivos de la Parroquial Mayor. Durante meses y meses, las mujeres, los niños, habían guardado los papeles plateados de bombones y caramelos, para revestir con ellos los cascos y escudos de los centuriones, coleccionando crines de caballos, mulos y burros, para confeccionar las cimeras. Una cortina de terciopelo violado había servido para coser la túnica del Redentor; su cíngulo era una cuerda de henequén remojado en cocimiento de flores de aromo; la corona de espinas, un ramito del arbusto llamado «pinchaculebra», que crecía en un monte cercano. El Juicio había tenido lugar en el patio de la Alcaldía, donde el Primer Magistrado, entonces Jefe Civil, hubiese accedido, sentado en la butaca roja de la Sala Capitular, a oficiar de Pilato. Había entregado el Hijo de Dios a los fariseos y se había lavado las manos con una jofaina japonesa, prestada por la locería de los Hermanos Suárez. Y había empezado la ascensión hacia el Calvario, entre llantos y plantos de la multitud… Una joven mendiga, simple de espíritu, que creía asistir a la verdadera historia vista por ella en veinte retablos de iglesias aldeanas, se había acercado al zapatero Miguel, que hacía de hijo de Dios, pretendiendo trasladar a su hombro el pesado madero con brazos que el otro, sudoroso, ya agónico, cargaba dando traspiés, vacilando, cayendo, levantándose, con desgarradores gemidos, en estupendo martirio de teatro, yendo hacia la colina donde habría de hacerse el simulacro de enclavamiento. Rechazando a la intrusa que iba a echar a perder su magnífica actuación, Cristo había alzado hacia ella su mano izquierda, y le había dicho: —«¿Y si me quitaras esto, quién sería yo, qué me quedaría?» Y había seguido su camino, cuesta arriba, por la Calle de las Amarguras, mientras la multitud, coreando una vieja melodía venida de no se sabía dónde, cantaba, con lentas inflexiones de canto llano:

Y si he de morir mañana
que me maten de una vez.

       Y ahora Peralta, que volvía de las oficinas de la Western Union, y, viéndome levantado aún, acaso meditabundo, me preguntaba: «¿Por qué no manda todo eso al cuerno, y se queda aquí, disfrutando de lo que tiene? Plata no le falta. ¡Cuántas botellas por bebernos! ¡Cuántas mujeres por tirarnos!» —«Y si me quitaras aquello, ¿qué sería yo, qué me quedaría?» —dije, sí, recuerdo que dije, pensando en las gentes que, por lo de Nueva Córdoba, de aquí me arrojaban —resultando mi persona, además, demasiado mínima y de poco socorro para inscribirse en el Apocalipsis que aquí se vivía. Por realzar mi estampa, Cruzado de la Latinidad me proclamaba: Y si a la Inefable Intercesora de mis ruegos pluguiese darme la victoria en las semanas próximas, hacía la promesa, sí, prometía, luego del triunfo, agachar la cabeza e ir en peregrinación a su Santuario de Divina Pastora, mezclado con la gente del pueblo (aunque bien rodeado de gente del pueblo vestida como «gente del pueblo») en acción de gracia y jubilación por los favores recibidos y misericordia para los muchos pecados cometidos. Con los que arrastraban piernas llagadas, con los que sollozaban en la noche de sus ojos blancos, con los de narices roídas y muñones juntados en imposible gesto de plegaria; con las mujeres de cerradas matrices y pechos de arena; con los que, ya más que adolescentes, sólo conocían el vagido y el paso oblicuo, el brazo seco y la mano torcida; con los de la palabra por siempre muerta en las gargantas larvadas; con los purulentos y tullidos, cruzaría yo el ancho embaldosado, de rodillas, y, rechazando la alfombra roja puesta por los párrocos, me arrastraría sobre la piedra hasta las plantas de la Madre de Dios, para manifestarle mi gratitud en prosa de liturgia, no recuerdo si aprendida de Renán o de los Hermanos Maristas: Rosa Mística, Ebúrnea Torre, Áurea Mansión, Estrella Matutina, Ave Maris Stella… Miro el reloj. Ahora hay que descansar un poco. Habrá que salir temprano mañana. Por broma, ya puesto el ropón de dormir, me calo la gorra inglesa de dos viseras, me echo encima el macfarlán a cuadros que he comprado para el viaje. —«Me parezco a Sherlock Holmes» —digo, al mirarme en el espejo Imperio, montado en esfinges doradas. — «Falta la lupa» —dice Peralta, deslizándome en el bolsillo uno de los frascos de aguardiente revestidos de piel de cerdo.
       … y ya el timbre. Diez y cuarto. No puede ser. Nueve y cuarto. Más cerca. Ocho y cuarto. Este despertador será un portento de relojería suiza, pero sus agujas son tan finas que apenas si se ven. Siete y cuarto. Los espejuelos. Seis y cuarto. Eso sí. El día empieza a pintarse en claro sobre el amarillo de la cortina. No encuentra mi pie la otra pantufla que siempre se me extravía en los colores de la alfombra persa. Y aparece Sylvestre con su chaleco rayado, alzando la bandeja de plata —plata de mis minas—: «Le café de Monsieur. Bien fort comme il l’aime. Monsieur a bien dormi?» —«Mal, tres mal» —le respondo—: «J’ai bien des soucis, mon bon Sylvestre». —«Les revers attristent / les grands de ce monde» —suspira el otro, con un alejandrino que, por su clásica escansión, pone resonancias de Comédie Française en esta casa donde, ya en atmósfera de bochinche, lejos del escenario de mi destino, se abre, en temprana hora de hoy, un nuevo capítulo de mi Historia.

Cuarto capítulo

… ¿qué veo desde esta ventana sino
sombreros y gabanes que pueden vestir espectros
o bien fingidos hombres que
sólo se mueven por medio de resortes?…

DESCARTES


9

       No había sido necesario tronar a Walter Hoffmann. Como todo conflicto suele encontrar su desenlace en sucesos ajenos a los previstos, el general felón había tenido un fin que, si se miraba bien, no carecía de una cierta fuerza wagneriana: agonía de Fafner en selva bastante más peligrosa que la selva de Sigfrido, casi municipal, tiergarten y unter-den-linden, si se la comparaba con la tremendísima que cubría el territorio de Las Tembladeras. Habíamos acosado al rebelde en una región de arenas movedizas a la que tuvo que replegarse, cada vez más abandonado por tropas en tal agobio de derrotas que se iban desatendiendo de discursos y admoniciones, proclamas y repartos de aguardiente, para admitir —y la angustia de saberlo aumentaba de día en día— que se habían jugado una carta jodida, y que quienes tenían el flux de baraja mayor éramos nosotros. De nada sirvió que el General Hoffmann, habiendo descubierto los vestigios de una pirámide india en lo más intrincado de la maleza, hubiese gritado a sus hombres: «Soldados… De lo alto de esta pirámide cincuenta siglos os contemplan» (añadiendo diez, por orgullo patriótico, a los cuarenta de la arenga napoleónica…) —«Por mí, que sean setenta y cinco» —habían pensado los soldados, cuyas «viejas» —las que seguían a los alzados— afirmaban que tales piedras, amontonadas y llenas de huecos, para nada servían como no fuera para criadero de las serpientes más dañinas del mundo, de ciempiés, tarántulas, arañas monas, y alacranes que eran «de un tanto así de largo» (dispensando el modo de señalar…). Y, después de una repentina desaparición de los «Segundos Federiquitos», en fuga hacia la frontera del sur, habían empezado las deserciones y las fraternizaciones en masa, al desperdigado grito de «nos engañaron; nos hicieron creer, fuimos mandados…», hasta que el General, rodeado de los pocos fieles que le quedaban, se resolvió a cruzar unas llanuras malditas —única salida hacia el mar— que, por su abundancia de tembladeras, habían dado su nombre a la región. Allí, a medida que la marcha se hacía más difícil y riesgosa y se le iban yendo los hombres, de a dos artilleros con un teniente, quince soldados rasos y un cabo, sesenta y tantos números con un capitán, hallóse casi solo el rebelde, seguido de sus últimos partidarios —y vayan ustedes a saber lo que éstos traían en las cabezas— a la orilla de un yermo amarillento, surcado de vegetaciones rastreras, donde se abrían como pequeñas charcas —grandes baches, más bien— de una pasta viscosa, arcillosa acaso, que parecía un lodo dormido en delgada capa sobre la tierra firme. A uno de esos hoyos fue a dar el General Hoffmann, por haber espoleado su caballo a destiempo luego de un brusco tirón de riendas debido a la urgencia de esquivar una rama espinosa que se le atravesaba en el camino. Y, de pronto, el caballo, sintiendo que las patas se le hundían más y más en la greda engañosa, como halado por una implacable aspiración salida de abajo, por una succión venida de las entrañas del suelo, se dio a relinchar a la desesperada, pidiendo auxilio a los hombres, agotándose en inútiles encabritamientos, sin que sus desesperados intentos de braceos y corcobios lo libraran de un lento y seguro descenso. Con el terrible lodo subido hasta las rodillas, tratando de sacar las botas que iban cobrando pesadez de plomo, tirando y volviendo a tirar de riendas sin respuesta, viendo que los forcejeos de su montura sólo servían para apresurar el inexorable hundimiento, gritaba el General: «Una soga… Una reata… Una correa… Sáquenme de aquí… Pronto… Una soga… Una reata… Una cabuya»… Pero los hombres que rodeaban la charca, silenciosos, cejudos, contemplaban el muy demorado, harto demorado, naufragio de su jefe, con expectante calma. —«¡Muérete, cabrón!» —dijo, casi en voz baja, un cabo a quien Hoffmann, años antes, había abofeteado en castigo de una respuesta irrespetuosa. —«¡Muérete, cabrón!» —dijo, alzando el tono, un sargento a quien Hoffmann había negado un ascenso, algún tiempo atrás. —«¡Muérete, cabrón!» —dijo, en fortíssimo, un teniente que mucho había solicitado, sin éxito, una difícil Estrella de Plata. —«¡No, carajo, no! ¡No me dejen morir así!» —aullaba ahora el jefe, agarrándose de las orejas del caballo que aún sacaba los dientes por encima de las arenas movedizas. —«¡Muérete, cabrón!» —le respondía el coro griego. Y las arenas habían subido al cuello, al mentón, a la boca del General, que aún profería gritos confusos, de garganta ya enlodada —estertores en burbujas, clamores inaudibles; empuje postrero de agónicos vagidos… Cuando sólo quedó flotando el quepis, uno de los espectadores arrojó sobre él un pequeño crucifijo, pronto tragado por la tembladera, vuelta ahora a su glauca quietud.
       Librado del adversario, regresó el Primer Magistrado a la capital, para recibir, entre arcos de triunfo de un día, banderolas y guirnaldas de papel, los títulos de «Pacificador» y «Benemérito de la Patria», otorgados por las dos Cámaras, las Fuerzas Vivas de la Industria y del Comercio, el Obispo Metropolitano en su púlpito, los Auxiliares en otros, menos empinados, y la Prensa, en sus páginas donde se estudiaban los pormenores de una campaña militar llevada de mano maestra con presentación de mapas cubiertos de flechas negras cuyas puntas encontradas mostraban las fases ofensivas y defensivas, penetraciones, envolvimientos y ruptura de líneas enemigas, de la decisiva Batalla de Cuatro Caminos —sostenida, sangrienta, difícil, con sentido táctico enfrente, alguna improvisación acá, pero ganada finalmente por las fuerzas gubernamentales— de acuerdo con una técnica de grafismos que había popularizado L’Illustration de París, para explicar los mecanismos de la Batalla del Marne… En discurso de muy elevados conceptos, afirmó el Presidente, modesto, que no merecía los elogios que tan generosamente le prodigaban sus compatriotas, ya que Dios mismo, grande en la misericordia pero terrible en la ira, se había encargado de castigar al infidente. Si se miraba bien, el fin de Hoffmann había sido como una ordalía donde el vencedor, por voluntad superior cuyos designios sobrepasaban nuestro entendimiento, no hubiese tenido el dolor de derramar la sangre de un viejo compañero de armas, cegado por una ambición insensata: «Ahí no se oyó el shakespeariano grito de Mi reino por un caballo, ya que el culpable, agobiado acaso por sus propios remordimientos, perseguido por las Furias de nuestras armas, entró, juntamente con su otrora piafante corcel, en el Reino de las Sombras»… Pero lo importante no era que el Enemigo del Orden se hubiese abismado en las arenas de Las Tembladeras. Lo importante era que, con ello, se afianzara, ante el conflicto que empavorecía al mundo, nuestra Conciencia de Latinidad, porque nosotros éramos latinos, profundamente latinos, entrañablemente latinas, depositarios de la gran tradición que, a través de las Pandectas romanas, fundamento de nuestro Derecho, de Virgilio, Dante, El Quijote, Miguel Ángel, Copérnico, etc. , etc. (largo párrafo, rematado por larguísimas ovaciones). Aunt Jemima que, para la ocasión, había trocado su acostumbrado madrás a cuadros por un pañuelo de luto, subió penosamente a la tribuna para entregar al Primer Magistrado un mensaje de desagravio de la familia Hoffmann, recordándole de paso, al oído, que la esposa del General, deplorando los extravíos de su marido, solicitaba el favor de percibir la renta que acaso le correspondiera, por ser viuda de militar con más de veinte años de servicio, a tenor de la Ley de 18 de junio de 1901… Muy fatigado por una guerra que lo había llevado a las regiones más selváticas e insalubres del país, el Mandatario fue a pasar unas vacaciones a su casa de Marbella. Había allí una playa larga y hermosa, aunque sus arenas negras fuesen invadidas, harto a menudo, por una vejigosa arribazón de medusas, muertas entre las manchas de breas y petróleos debidas a la proximidad de un puerto. Los tiburones y mantas eran tenidos a raya —valga el término— por una cuádruple alambrada de púas, festoneada de algas andrajosas. Y si bien quedaban algunas morenas en las oquedades de un pequeño promontorio rocoso, hacía muchos años que, en el balneario, ningún hombre hubiese sido emasculado por una barracuda. Cuando soplaban los vientos del Norte —«yelitos», los llamaban— el mar se obscurecía en azules profundos, trayendo olas mansas, de un ritmo pausado, majestuoso, que llevaban sus espumas hasta el pie de los cocoteros y guanábanos. Pero también había mañanas —eran las del verano— en que el agua se mostraba de una lisura y transparencia singular, sin los leves alborotos que le eran habituales; arrojábase a ella el bañista y tenía, de pronto, la rara sensación de haber caído en un lago de gelatina. Y con sorpresa descubría entonces que no nadaba, sino que se deslizaba en una masa de moluscos transparentes, casi invisibles, con tamaño y redondez de monedas, que a esta orilla habían llegado durante la noche, al término de una larga y misteriosa migración. Para mayor atractivo del balneario, el Municipio había hecho construir, al final de un espigón de cemento, un casino montado en pilotes, copiado, en todo, del de Niza —armazón metálica, cerámicas anaranjadas, cúpula de hierro, verdecida por el salitre. Había, allí, juegos de ruleta, de bacará, de «chemin de fer», donde unos «croupiers» de smoking, contando en luises y centenes —desusados dineros de jugador— habían sustituido el «Arrímense sin miedo» y el «Ni un fierro más» de los coimes criollos, por estudiadas aunque siempre raras articulaciones de «Faites vos jeux» y «Rien ne va plus»… La Residencia «Hermenegilda» del Primer Magistrado dominaba la playa: de lo alto de una colina cercana. Era una casa de estilo entre balcánico y Rue de la Faisanderie, con cariátides 1900, vestidas a lo Sarah Bernhardt, que por mágica resistencia de sus sombreros emplumados, Ievantaban —mejor que cualquier atlante de palacio berlinés— un ancho balcón-terraza, cerrado por balaustres en forma de hipocampos. Una torre-mirador-faro señoreaba las azoteas con el perpetuo relumbre de sus mayólicas jaspeadas. Las estancias, vastas, frescas, de muy alto puntal, estaban amuebladas con sillones mecedores de factura neocordobesa, chinchorros siempre colgados de sus argollas, y unas sillas rojas, de laca, obsequio de la vieja Emperatriz de la China, agradecida por el envío de juguetes —ferrocarril de cuerda, varios caleidoscopios, trompos que silbaban al girar, los osos de Berna en caja de música, y un acorazado a escala de nenúfares para el estanque del Palacio de Invierno— que le hubiese hecho años antes, conocedor de sus aficiones, el Primer Magistrado. En el comedor podía verse una copia —en tamaño menor, desde luego— de La balsa de La Medusa, frente a dos lindas marinas de Elstir que la composición de Géricault, para decir la verdad, aplastaba con su dramático peso. Rodeaba la casa un vasto jardín, cuidado por hortelanos japoneses, donde, entre bojes se alzaba una Venus de mármol blanco, afeada por un herpes de hongos verdosos que le bajaba del vientre. Un poco más lejos, bajo los pinos, podía verse la capilla, consagrada a la Divina Pastora por la devoción de Doña Hermenegilda —capilla cuya contemplación causaba ahora un creciente remordimiento al Presidente, recordándole que incumplida quedaba la promesa que en París le hiciera, en muy angustiosos momentos, de subir de rodillas las escaleras de su basílica, con un cirio en cada mano. (Pero pensaba, a la vez, que la Virgen, inteligente en política como en todo; la Virgen que con clarines de victoria acababa de darle elocuentes muestras de su Divino Amparo, entendería que, en estos momentos, el cumplimiento de la promesa, así, a la vista de todos, en ostentosa prueba de fervor católico, le echaría encima —a él, que tantos enemigos tenía ya— un mundo de masones, rosacruces, espiritistas, teósofos, y gentes de gritería anticlerical, fieles lectores de La Trácala y L’Esquella de la Torratxa de Barcelona, sin hablar de los muchos ateos y librepensadores —blasfemante legión de comecuras— todos adictos a una Francia donde los eclesiásticos no podían enseñar en las escuelas, estaban sujetos los seminaristas al servicio militar, y donde había germinado y crecía, según ellos, la única religión posible en este portentoso siglo XX, siglo del Progreso: La Religión de la Ciencia…) Detrás de la casa, un bosquecillo de granados sombreaba el discreto sendero por donde, al anochecer, conducía el Doctor Peralta alguna mujer embozada a la alcoba del Primer Magistrado. (—«No vaya usted a morir como murió el presidente Félix Faure» —decía, invariablemente, el Secretario, al dejar su encargo en manos del amo. —«Atila y Félix: Faure fueron los dos hombres que con más gusto murieron», respondía también, invariablemente, el primer Magistrado…) Temprano silbaba la locomotora del Trencito de los Alemanes. Y el Presidente se asomaba al balcón, con taza de café en la mano, para verlo pasar. Como de charol bruñido lucía, en las mañanas verdes, la pequeña locomotora de relucientes bielas y remaches de cobre que por vía estrecha ascendía a la montaña, con alegres resoplidos de funicular, arrastrando sus vagoncillos rojos, entoldados, hacia la Colonia Olmedo —semejante, en todo, al ferrocarril de cuerda que el Primer Magistrado hubiese mandado a la vieja Emperatriz de la China, para enriquecer su colección de autómatas y artefactos mecánicos. Apenas salía el pequeño convoy de Puerto Araguato, parecía que todo se enanizara a su paso —las estacioncillas intermedias, los puentes sobre torrentes, los pasos a nivel, las barreras, los discos de señales—, aunque su estrépito fuese grande cuando entraba en la minúscula Terminal de arriba, trayendo diez viajeros, unos pocos fardos, varios toneletes, el correo, los periódicos, y algún becerro que sacaba la cabeza por la ventana del único carro ganadero. Como salido de una juguetería de Nuremberg, siempre reluciente, repintado, barnizado, descansaba el trencito, al final de su jornada, en un mundo singular y exótico, ajeno al de abajo, con sus casas de la Selva Negra construidas entre palmeras y cafetos, su cervecería al emblema del Rey Ciervo, sus mujeres vestidas a la tirolesa, sus hombres con calzones de cuero, tirantes y sombreros con plumilla en la cinta. A pesar de ser excelentes ciudadanos de la República desde hacía más de un siglo, apenas si hablaban el español. Desde que al país los hubiese traído un Conde de Olmedo, ricohombre de blasones acriollados, terrateniente preocupado por la idea de «blanquear la raza», mucho se habían cuidado los inmigrantes de no mezclarse con las mujeres de acá, todas sospechosas de zambas, cholas o cuarteronas —una, porque tenía muy rizado el cabello; la otra, porque tenía los ojos más negros de la cuenta; la otra, porque se le añataban un poco las narices, así fuese de clara su tez. Y de tal modo, de padres a hijos, pidiendo hembras, por carta, a Baviera o Pomerania, habían crecido, generación tras generación, cantando el Coral de Lutero, tocando el acordeón, cultivando el ruibarbo, haciendo sopas de cerveza y bailando el landler de otros tiempos, en tanto que, en los torrentes de la montaña, se bañaban rollizas pastoras, de ario pubis, que a lo mejor llevaban los muy criollos nombres de Voglinde, Velgunde o Flosilde. Poco se había preocupado el Primer Magistrado por la existencia de esas gentes apacibles, respetuosas de las leyes, que nunca se metían en política y, en hora de elecciones, siempre votaban por los candidatos del Gobierno, con tal de no ser molestados en sus costumbres. Pero ahora, la cotidiana lectura de los periódicos franceses le hacía mirar a esos pobladores con alguna irritación. Si bien sus casas se adornaban, por tradición, de cromos que evocaban paisajes nevados, orillas del Elba, el certamen del Wartburgo o la doncella mítica, de casco alado, que en caballo volante llevaba al cielo el cuerpo de un joven atleta muerto en combate, había, al lado de esto, uno que otro retrato de Guillermo II. Y Guillermo II, a través de la prensa leída, venía a materializar la figura del Anticristo. Sus huestes, sus hordas, sus montoneras tecnificadas, habían penetrado en la mansa Bélgica, en la Flandes de las picas velazqueñas —abuelas de nuestras lanzas llaneras— arrasando con todo. Habían avanzado, a paso de conquistadores, entre ruinas de catedrales, dispersión de piedras augustas, marchando sacrílegamente, después del incendio de la Biblioteca de Lovaina, sobre un pavimento de incunables arrojados a la calle. Ein… Zwein… Ein… Zwein… Y a paso de bárbaros, pateando encuadernaciones impares, manuscritos invalorables, pergaminos de suntuosas capitulares y alzados gavilanes, habían proseguido su marcha, atacando, no ya a los hombres, sino a los actores egregios de los Testamentos, presentes, desde hacía siglos, como en hojas de libros abiertos, sobre los tímpanos, pórticos y atrios de catedrales. Ein… Zwein… Ein… Zwein… Había tronado los cañones germanos contra Isaías y Jeremías, Ezequiel y Esdrás, contra Salomón y la Sulamita, y David que, con Betsabé —tema del drama cuyo manuscrito habíamos comprado al Ilustre Académico amigo— tramara la perdición del viejo general cornudo (que general en campaña suele ser cornudo, pensaba el Presidente, y más si es viejo…) antes de encarnizarse con la figura del Bello Dios de Amiens a el semblante inefable —ahora roto, nebulizado, hecho vapor de piedra en crepúsculo irreversible— del más bello de los Ángeles Sonrientes. Pero esto resultaba de poco horror, acaso, ante la indignante crónica de las violaciones. L’Illustration de París incluía en sus páginas unos cuadernillos grises, de lectura prohibida a los niños, en los cuales se narraba cómo los soldados alemanes, dueños de una aldea, de un pueblo, arrastraban inocentes muchachas, colegialas, adolescentes, a la trastienda de una zapatería, de una farmacia, de una funeraria, para violarlas —eran nueve, eran diez, eran once, decía L’lllustration; serían quince, diría Louis Dumur, novelista de tales atrocidades— con abyecta disciplina germánica, mientras los feldwebels, ordenadores de la acción, decían: «Ahora le toca a usted… Y váyase preparando el siguiente…» Pero todo esto, la destrucción de las catedrales, la ruina de las hagiografías, los retablos astillados, las sibilas decapitadas, el incendio, la dinamita, el estupro, el crimen, eran poca cosa ante la nunca vista tragedia de los niños sin manos. Así, los había sorprendido el soldado alemán, vagando entre escombros, buscando a la madre extraviada o muerta, y al oír sus llantos se les había acercado, como ofreciendo ayuda, y así, de un tajo inesperado del sable (¿llevaban sables los hombres de infantería?, se preguntaba Peralta) echaban a volar dos tiernas manos: «Para que nunca puedas empuñar las armas contra nosotros». En una portada del suplemento de L’lllustration se ostentaba el dibujoretrato de una de las víctimas de la atroz ablación, alzando los muñones sobre el fondo apocalíptico de las ruinas de Ypres… El Primer Magistrado se nutría diariamente de aquella literatura, marcando con lápiz rojo lo que le parecía más interesante reproducir en la prensa nacional, para confusión y vergüenza de ciertos oficiales, ex contertulios de Hoffmann, «Segundos Federiquitos» en potencia, a quienes sabía disgustados —aunque no lo manifestaran abiertamente— por la reciente supresión del casco de punta en los uniformes de luces del Ejército Nacional. A tales lectores, necesitados de desgermanización, se destinaban muy especialmente los artículos que trataban de saqueos de castillos famosos, robos de relojes —esto, de los relojes había empezado ya en el 70—, fundición de campanas seis veces centenarias, basílicas transformadas en letrinas, profanación de hostias y concursos de tiro llevados por capitanes borrachos contra pinturas de Memling o de Rembrandt… Miraba el Primer Magistrado hacia los altos aneblados de la Colonia Olmedo —rocas negras entre moreras, uno que otro abeto aclimatado, delgados cierzos en las mañanas— pensando que aquellos cabrones de arriba, a pesar de los ¡Biiiiiba la pââââââââtria! de sus muchachas de trenzas rubias, disfrazadas de camperas nacionales, que con ramos de violetas lo recibían cuando iba de visita a su poblado mayor, estaba, en el fondo del alma, con quienes cortaban manos de niños, allá, en un Artois o una Champaña, cuyos paisajes de cataclismo —roídos, desfoliados, mutilados por los obuses— se nos mostraban en las pinturas de Georges Scott y Lucien Simon, ofrecidas sobre passes-partout para ser puestos en marcos, donde la elección de colores fangosos acentuaba de modo magistral la trágica desolación de las plazas, los ayuntamientos caídos, las casas medievales reducidas al hueso de sus vigas, y también, como acusación mantenida por la Tierra misma, la encina venerable, ya sin hojas ni ramas, presente en la permanencia heroica de su tronco desnudo, que parecía hablar, en medio de la desolación, por las cien bocas de su corteza lacerada… Desprendíase el Primer Magistrado de sus dolorosas lecturas al contemplar, cada mañana, desde su ventana, el Trencito de los Alemanes, cuando éste iniciaba su ascensión hacia la montaña, deteniéndose, con rabiosos silbidos, para ahuyentar una cabra empeñada en triscar yerbas tiernas en medio de la vía. Y, después de su acostumbrado desayuno de tortillas de maíz, cuajada paramera y carnes enchiladas, se instalaba frente a la pianola Welte-Mignon que acababa de regalarle la Colonia Española de Nueva Córdoba. Pedaleando a fondo y manejando los reguladores del instrumento para sacar del rollo perforados los compases de Für Elise y el comienzo —nunca pasaba del comienzo— de la Claro de Luna, pensaba que el manejo de aquel artefacto musical debía parecerse un poco al trabajo del fogonero que ahora conducía el Trenecito de los Alemanes hacia los bosques donde retozaban unas ardillas importadas y que, según la opinión de un periodista buscador de cabronadas —solapado opositor—, amenazaban con traer epidemias de psitacosis al ganado nacional —ya bien decadente y atribulado, por cierto, desde que la práctica hubiese demostrado que las vacas de aquí, débiles de patas, estrechas de ancas, no soportaban el peso de los sementales de Charolais, traídos para mejorar la especie, en la trasera embestida de la remonta. —«¡Ah, qué guerra esta, mi Presidente!» —gemía, cada mañana, el Doctor Peralta, entre el café renegro y el primer cigarro del día. —«Terrible, terrible» —respondía el Primer Magistrado, pensando en el Trencito de los Alemanes—: «Y como que va para largo»… Pero en eso se supo que, en la capital, los estrategas de aguardiente y churrasco se habían corrido la mejor juerga del año al enterarse, por noticia cablegráfica, que Le Matin acababa de publicar, a ocho columnas, un titular realmente sensacional: «Los cosacos a cinco etapas de Berlín:» —«Ahora resulta que los cosacos son los nuevos defensores de la Latinidad, junto con los cipayos y senegaleses, que ya están en eso» —observó Peralta con insidiosa chunga. «¡Ojalá demoren por el camino!» —murmuró el otro, pensando que, gracias a las expectaciones y entusiasmos promovidos por esta tremenda contienda, la atención de muchos se había desviado hacia sucesos anchos y ajenos. Sosiego y reposo hallaba, por fin, el Primer Magistrado, a la sombra de los cañones en flor.


10

… muchas cosas que, aunque pudiesen
parecernos sumamente extravagantes
y ridículas, no dejaban de ser generalmente
recibidas y aprobadas por otros grandes pueblos.

Descartes


       De semana en semana prolongaba el Primer Magistrado su estancia en Marbella, despachando los asuntos del gobierno desde una pérgola un tanto pompeyana metida en un laberinto de naranjos, al fondo del jardín. Temprano daba un paseo, a lo largo del litoral, montado en su caballo Holofernes, fuerte alazán de relumbrante pinta, desbocado y cerrero con todos, pero hipócritamente sometido a un amo que, cada tarde, le llevaba a las cuadras un cubo de cerveza inglesa —Guinness, de la mejor— recibido siempre con jubilosos relinchos. El Presidente tenía motivos para estar contento, en aquellos meses, ya que nunca había conocido la Nación una época tan próspera ni tan feliz. Con esta Guerra Europea —que, a la verdad, y mejor no decirlo, estaba resultando una bendición de Dios— el azúcar, el banano, el café, el balatá, alcanzaban cotizaciones nunca vistas, hinchando las cuentas bancarias, levantando fortunas, trayendo lujos y refinamientos que, hasta ayer, parecían cosas de novela mundana o de películas centradas en las casi mitológicas figuras de Gabrielle Robinne, Pina Menichelli, Francesca Bertini o Lydia Borelli. Rodeada de selvas milenarias, la capital se había vuelto una moderna selva de andamios, de maderos apuntados al cielo, de grúas en acción, de palas mecánicas, en un perpetuo rechinar de poleas, martillazos en hierro y acero, coladas de cemento, remaches y percusiones, entre gritos de peones encaramados y de peones en tierra, silbatos, sirenas, acarreo de arenas y resoplidos de motores. Las tiendas se ampliaban en una noche, amaneciendo con vitrinas nunca vistas, donde unos maniquíes de cera —otra novedad— celebraban primeras comuniones, presentaban trajes de novia, atuendos de alta costura, y hasta uniformes de gabardina inglesa, bien cortados y acabados, para los militares de categoría. Unas máquinas hacedoras de melcochas, instaladas en los portales de la vieja Alhóndiga Real, asombraban a los transeúntes por el movimiento concertado de brazos metálicos que malaxaban, estiraban, compactaban, unas masas blancas, estriadas de rojo, que olían a vainilla y malvavisco. Proliferaban los bufetes; bancos, compañías de seguros, razones sociales, negocios de inversiones. El teodolito y la lienza transformaban terrenos anegadizos, eriales, potreros de cabras, en extensiones divididas, cuadriculadas, deslindadas, que, de pronto, luego de haber sido desde tiempos remotos «El conuco del lazarino», «Finca guachinanga» o «El Hato de Misia Petra», pasaban a llamarse «Bagatelle», «West Side» o «Armenonville», fraccionándose en parcelas que, escogidas sobre el plano, casi nunca edificadas, aumentaban de precio al ser compradas y revendidas, varias veces al día, en oficinas de muchas Underwood, ventiladores dorados, mapas en relieve, preciosas maquetas, coñac y ginebra en la caja fuerte, donde se regateaba y discutía entre copas y habanos, y llamadas de mujeres —era gran novedad— que ofrecían sus atenciones por teléfono, con acento extranjero prometedor de refinamientos a que se negaban —y era peor para ellas— las harto recatadas putas nuestras para quienes «el asunto» había de llevarse a la manera clásica, sin barroquismos, descoyuntamientos, ni fantasías, de ésas que se usaban en otras tierras. Las pianolas habían invadido la capital, desenrollando y enrollando los rallos de La Madelon, Rose of Picardy, I’ts a long way to Tipperary, del alba a la medianoche. En las botillerías de brisca y dominó, en los bares donde el ron Santa Inés era dejado por el White Horse, sólo se hablaba de ganancias que, debidas a la guerra, habían hecho olvidar la guerra misma, aunque las gentes todas —blancos, cholos, zambos, prietos, indios, «tostados»… — se hubiesen vuelto galicistas, tricolores, revanchistas, cucarderos, juanadearqueanos, barresianos, afirmando que pronto nos desquitaríamos del desastre de Sedán y volverían las cigüeñas de Hansí a los campanarios de Alsacia y la Lorena. Con ello había nacido el primer rascacielos —cinco pisos con ático—, empezándose, de inmediato, la construcción del Edificio Titán, que tendría ocho. Y la vieja ciudad, con sus casas de dos plantas, se fue transformando muy pronto en una Ciudad Invisible. Invisible, porque pasando de ser horizontal a vertical, no había ojos ya que la vieran y conocieran. Cada arquitecto, empeñado en la tarea de hacer edificios más altos que los anteriores, sólo pensaba en la estética particular de su fachada, como si hubiese de ser contemplada con cien metros de perspectiva, cuando las calles, previstas para el paso de un solo coche de frente —de una recua, de un tren de mulas, de un carretón— sólo tenían seis o siete varas de ancho. Así, adosado a una columna infinita, trataba en vano el transeúnte de contemplar los primores de ornamentaciones perdidos en cielo de buitres y de auras. Se sabía que, allá arriba, había guirnaldas, cornucopias, caduceos, o bien un templo griego encaramado sobre el piso 5.°, con caballos de Fidias y todo, pero sólo se sabía, porque esos alcázares, esos cimborrios, esos entablamentos, reinaban —ciudad sobre ciudad— en un reino vedado a las miradas. Y, más arriba aún, eran las estatuas, solitarias, desconocidas, desterradas, de un Mercurio —el de la Cámara de Comercio—, de una Minerva cuya lanza atraía las centellas de agosto, de aurigas, genios alados, santos cristianos, que señoreaban, aislados unos de otros, ignorados por los hombres, un intrincado escalonamiento de azoteas, tejados de pizarra, tanques de agua, chimeneas, pararrayos, y casetas para mecanismos de ascensor. Sin darse cuenta de ello, las gentes vivían en Nínives insospechadas, en Westmínsteres vertiginosos, en Trianones volantes, con gárgolas y personajes de bronce que llegarían a viejos sin haberse tratado con la gente de abajo, atareada ésta entre pórticos, arcadas, soportales, que cargaban con un enorme peso de construcciones inalcanzables para la vista. Y como todo el mundo estaba ansioso de novedad, quienes llevaban dos siglos viviendo en mansiones coloniales, las dejaban prestamente para instalarse en casas nuevas, modernas, de estilo romano, Chambord o Stanford White. Así resultó que los vastos palacios de la ciudad antigua, con sus portadas platerescas y blasones tallados en la piedra, pasaron a ser habitados por el andrajo, la piojería y la sarna —el fingido ciego con lazarillo alquilado, el borracho de mañaneros temblores, el acordeonista de la pata de palo, el pobre tullido que pide limosna por el amor de Dios. Las hermosas galerías interiores se llenaron de mujeres desgreñadas, de niños en cueros, de rameras y vagabundos, entre humos de anafe y ropas tendidas, en tanto que los patios servían de teatros para espectáculos de Bataclán, boxeo, peleas de gallo y prestidigitador con carterista asociado. Centenares de automóviles Ford —los mismos que aparecían en las películas de Mac Sennet— corrían por las calles mal empedradas, sorteando baches, trepando a las aceras, derribando cestas de frutas, rompiendo escaparates, en un afán de velocidad jamás conocido en estas latitudes. Todo era apuro, apresuramiento, carrera, impaciencia. En unos pocos meses de guerra, se había pasado del velón a la bombilla, de la totuma al bidet, de la garapiña a la coca-cola, del juego de loto a la ruleta, de Rocambole a Pearl White, del burro de los recados a la bicicleta del telegrafista, del cochecillo mulero —borlas y cascabeles— al Renault de gran estilo que, para doblar las esquinas angostas de la urbe, tenía que realizar diez a doce maniobras de avance y retroceso, antes de enfilar por un callejón recién llamado «Boulevard», promoviendo una tumultuosa huida de cabras que todavía abundaban en algunos barrios, pues era buena la yerba que crecía entre los adoquines. Inauguraron las monjas Ursulinas una Gruta de Lourdes con portentos de luz eléctrica, se abrió un primer dancing con jazz-band venido de la Nueva Orleáns, se trajeron caballos y jockeys de Tijuana para correr en un empavesado hipódromo nacido de pantanos, y, una mañana, la añeja Villa calificada de «Muy Fiel y Muy Ilustre» en sus Actas de Fundación (1553) amaneció con la plena conciencia de haberse vuelto toda una señora Capital del siglo XX. Huyeron las últimas serpientes —crótalos, mapanares, corales, cuatronarices… — de las urbanizaciones, callaron los jilgueros y abrieron las bocas los fonógrafos. Y hubo torneos de bridge, desfiles de modas, baños turcos, bolsa de valores y burdel de categoría, donde era vedada la entrada a quien tuviese la piel más obscura que el Ministro de Obras Públicas —tomado como paradigma de apreciación, ya que, si no era la oveja negra del Gabinete, era, indudablemente, su oveja más «tostada». Los policías trocaron el zapato remendado por botines reglamentarios y a señales de guante blanco obedeció un tránsito cuyo estrépito se enriquecía de claxons con varias peras de caucho, que permitían tocar el vals de «La viuda alegre» o los primeros compases del Himno Nacional… Contemplando aquella urbe que le crecía y le crecía, el Primer Magistrado se angustiaba a veces ante la modificación del paisaje visto desde las ventanas del Palacio. Metido él mismo en negocios inmobiliarios manejados por el Doctor Peralta, construía edificios destructores de un panorama tan largamente unido a su destino, que una alteración de su conjunto, repentinamente señalado por la Mayorala Elmira —«mire aquello»… «mire aquello»… — lo sobresaltaba como un mal presagio. Las chimeneas de fábricas, por él levantadas, le fraccionaban, le quebraban, una naturaleza ignorante, poco tiempo atrás, de las feas crucetas del tendido telegráfico. El Volcán, el Volcán-Abuelo, el Volcán Tutelar, morada de Antiguos Dioses, símbolo y emblema, cuyo cono figuraba en el Escudo Nacional, era menos volcán —menos morada de Antiguos Dioses— cuando se insinuaba su majestad, en las mañanas anebladas, con pudores de rey humillado, de monarca sin corte, sobre los humos inmediatos y espesos, despedidos por cuatro altas bocas, de la gran Central Eléctrica, recién inaugurada. Al verticalizarse, al geometrizarse, seccionando faldas de montañas, cerros, visiones de valles lejanos, fondos de verdores, la ciudad se iba cerrando sobre su Príncipe. Y como la población aumentaba con una creciente afluencia de campesinos, braceros, jornaleros, artesanos de provincia, atraídos por la prosperidad de la Metrópoli, y había, con ello, una mayor carga de abuelos bilharzianos, de organismos dañados por viejos paludismos, de niños escrofulosos, comidos de amebas —mayores presas para las cíclicas epidemias de gripes malignas, venidas de no se sabía dónde—, se multiplicaban las funerarias, apretando su cerco de lutos y ataúdes en torna al Palacio Presidencial. —«¡Ahí viene La Lechuza!» —exclamaba la Mayorala Elmira, cuando veía aparecer, en la Plaza Mayor, alguna carroza mortuaria, camino del cementerio. —«¡Sola vaya!» —respondía el Primer Magistrado, uniendo el índice y el meñique de ambas manos en signo conjuratorio de Malas Sombras. —«A usted no lo tumba ni Napolión» —concluía la Mayorala, dando presencia actual a un personaje cuyo nombre era, para ella, expresión del máximo poder otorgado por Dios a un ser humano, puesto que, salido de la nada, nacido en pesebre como quien dice, había llegado a dominar el Mundo —sin dejar, por ello, de ser buen hijo, buen hermano, amigo de sus amigos (¡hasta de su lavandera se acordó cuando fue grande!) y siempre macho de hembras retebuenas, como ésa, del Caribe, que lo tenía agarrado por donde yo sé, porque la mulata y la chola nacen con el Demonio entre las piernas, y quien pruebe eso… (Había hombres que lo dejaban todo, que desaparecían, se huían de sus casas, al llamado de la Oración al Ánima Sola, manejada por las Mujeres del Gran Poder que, con lámparas encendidas tras de la puerta, repetían, tantas veces como cuentas tiene un rosario: “Que como perro rabioso corra detrás de mí. Amén…)
       Después de mucho meditarlo, el Primer Magistrado se entregó, con remozada energía —energía que para otras cosas le iban mellando los años— a lo que habría de ser su gran obra de edificador, materialización, en piedra, de su obra de gobierno: dotar el país de un Capitolio Nacional… Tomada la determinación se pensó en promover un gran concurso internacional, abierto a todos los arquitectos, para poder comparar ideas, proyectos y planos. Pero, apenas se difundió la noticia, protestaron los arquitectos nacionales, recientemente constituidos en colegio, afirmando que, para tal obra, ellos se bastaban. Y se inició, entonces, un trabajoso proceso de críticas, transformaciones, discusiones, que imponían al futuro edificio una sucesión de metamorfosis en cuanto al aspecto, estilo y proporciones. Primero hubo Templo Griego, con columnas dóricas, sin basas, de treinta metros de fuste —remedo de Paestum en dimensión vaticana. Pero el Primer Magistrado creyó recordar que el Kaiser Guillermo, encarnación de la barbarie prusiana, era muy aficionado a tales helenismos, al extremo de poseer un Aquileón, bastante partenónico, en la isla de Corfú. Además, los griegos desconocían la Cúpula, y Capitolio sin cúpula no es Capitolio. Mejor mirar hacia la Roma eterna, madre de nuestra cultura. Por ello, el dórico, sin pasar por el jónico, fue llevado prestamente a corintio, por los arquitectos nuestros, con cúpula algo parecida a la del Palacio de Justicia de Bruselas. Los dos hemiciclos —Cámara y Senado— evocaban demasiado, sin embargo, los teatros de Delfos y Epidauro, con lo cual resultaban harto severos, fríos y falsos en cuanto al aditamento de tribunas públicas, cuya presencia en tal lugar respondía a un insoslayable requisito democrático. Un nuevo arquitecto nacional que sucedía a dos arquitectos nacionales ya desacreditados, caídos en desgracia, a causa de las intrigas de otros muchos arquitectos nacionales, inspirándose en una ilustración inglesa del Julio César de Shakespeare, dibujó un plano de hemiciclo a la romana, con columnata en lo alto, que obtuvo, por un tiempo, la aprobación del Consejo de Ministros. Pero se recordó entonces que el país era gran productor de caobas y que la caoba nuestra, de un rojo cálido y profundo, debía ser utilizada profusamente en una obra de tal magnitud, para fabricación de los revestimientos, artesonados, tribunas, escaños, bancos, puertas de acceso, sede presidencial, etc. , de los dos hemiciclos. Y como los romanos nunca habían usado la madera con tales fines, surgió un quinto proyecto de Capitolio, inspirado en el estilo neogótico del Parlamento de Budapest. Pero, como el imperio Austro-Húngaro estaba en guerra con la Latinidad, se desecharon esos planos, pensándose en el genio de Herrera y la imponente mole del Escorial. —«Ni pensarlo’’ —opinó el Primer Magistrado—: “Quien dice Escorial, dice Felipe II. Y quien aquí dice Felipe II, dice: indios quemados, negros con cadenas, suplicio de caciques heroicos, príncipes en parrillas, tribunales de inquisición»… El Proyecto N° 15 fue rechazado porque, en su afán de usar unos mármoles nacionales recién descubiertos en la región de Nueva Córdoba, el arquitecto había concebido algo demasiado evocador de la Catedral de Milán, y esa reminiscencia eclesiástica hubiera disgustado a los masones y librepensadores y otras gentes cuyos criterios pesaban en la opinión. El Proyecto N° 17 era, en verdad, un calco bastante indecente de la ópera de París. —«Un Congreso no es un teatro» —dijo el Primer Magistrado, tirando los planos sobre la mesa del Consejo. —«A veces…» —musitó, a sus espaldas, el Doctor Peralta… Por fin, después de muchas cavilaciones, discusiones, consideraciones y reconsideraciones, quedó aceptado el Proyecto N° 31 que ofrecía la solución más sencilla: una réplica del Capitolio de Washington, con uso interior de maderas nacionales y mármoles nacionales —que, en caso de no ser tan buenos como se creía, serían sustituidos por mármoles comprados en Carrara, aunque, para el público, seguirían siendo mármoles nacionales… Y se dio comienzo a las obras, el día del Centenario de la Independencia, con la colocación de la Primera Piedra y los discursos de rigor donde se usaron, en fortíssimo, de todas las retóricas oportunas. Pero subsistía un problema: bajo la cúpula debía alzarse una monumental estatua de la República. Todos los escultores de la nación se ofrecieron a hacerla. Pero el Primer Magistrado sabía que ninguno de ellos era capaz de medirse con semejante tarea. —«¡Lástima que Gerôme haya muerto!» —dijo, pensando en sus gladiadores y reciarios—: «Ése era el hombre». —«Rodin está vivo» —observó el Doctor Peralta. —«No. Rodin, no… Gran escultor —¡quién lo duda!— cuando se ciñe a la realidad… Pero nos dispara un segundo Balzac y salimos jodidos por los cuatro costados… Si lo rechazamos, quedamos en ridículo, allá; y si lo aceptamos, sería cosa de irse del país»… —«Con prohibir cualquier comentario en la prensa». —«Sería contrario a mis principios. Tú lo sabes. Plomo y machete para los cabrones. Pero total libertad de crítica, polémica, discusión y controversia, cuando se trata de arte, literatura, escuelas poéticas, filosofía clásica, los enigmas del Universo, el secreto de las pirámides, el origen del Hombre Americano, el concepto de Belleza, o lo que por ahí se ande… Eso es cultura…» —«En Guatemala, nuestro amigo Estrada Cabrera instituyó un culto a Minerva, con templo y todo…» —«Hermosa iniciativa de un gran gobernante…» —«que lleva ya diez y ocho años en el Poder…» —«… por lo mismo. Pero parece que su estatua de Palas Atenea no es nada del otro mundo»… Perplejo, el Primer Magistrado escribió a Ofelia que había vuelto a París, luego de andar varios meses por dehesas andaluzas, puesta repentinamente en fiebre de toros, capeas y cante jondo, como había estado otras veces en fiebres de Bayreuth o Stradford-on-Avon. Poco aficionada al comercio epistolar, harto revelador, en ella, de una ortografía fantasiosa, la Infanta respondió con un simple cable: ANTOINE BOURDELLE. —«No lo conozco» —dijo el Doctor Peralta. —«Yo tampoco» —dijo el Primer Magistrado—: «Debe ser algún bohemio, amigo suyo». Y, por las dudas, se dirigió al Ilustre Académico, en demanda de mayores informes. Y, a vuelta de correo, se recibieron unas fotos de relieves ejecutados por el artista para ornamento del Théâtre des Champs-Elysées, en 1913. Uno, que era una alegoría de la música, desagradó francamente a Peralta por lo falso, lo revuelto, lo distorsionado, de dos figuras como metidas a la fuerza, a empujones, en un espacio rectangular: ninfa doblada sobre un violín en el imposible intento de usar el arco con un brazo que le pasaba por encima de la cabeza; un sátiro, bestial, retorcido, más entomológico que heleno, tocando un caramillo enorme, nada sugeridor de agrestes melodías, sino parecido, más bien, a un pedazo de canana de ametralladora 30/30. Y las fotos venían acompañadas de un número de la Gazette-des-Beaux-Arts donde, en artículo de párrafos subrayados a lápiz rojo, decía el famoso crítico Paul Jamot que el escultor no trataba sus figuras a la manera arcaica, sino con rudeza evocadora del gusto germánico [sic]. —«¡Germánico! ¡Germánico! ¡Y esto es lo que nos recomienda Ofelia en estos momentos! Parece que de tanto andar con toreros se nos está volviendo idiota. No tiene el menor sentido político»… Y, considerando de pronto un aspecto fonético del problema: —«Además, imposible aquí, a causa del apellido. Bourdelle. Piensa en cómo suena eso en castellano». —«¡Cierto!» —dijo Peralta—: «Primero lo llamarán Booouurrdeye. Hasta que se enteren de la pronunciación correcta.» —«… Y entonces, los chistes de quienes bien me quieren. La palabra les viene en bandeja de plata: que si el Capitolio es un… ; que si la República es un… ; que si mi gobierno es un… ¡Ni pensarlo!» —«Lo mejor es encomendarnos a Pellino» —opinó Peralta. Y el marmolista italiano, gran proveedor de ángeles, cruces y panteones para cementerios, a quien varias ciudades nuestras debían muy satisfactorias estatuas epónimas, tanto en lo heroico como en lo religioso, recomendó cálidamente a un artista milanés, con obras premiadas en Florencia y en Roma, notablemente especializado en la concepción de monumentos, fuentes municipales, santuarios cívicos, figuras ecuestres, y, en general, de cuanto fuese arte oficial, serio, solemne, con uniformes históricamente exactos si la requería el asunto, desnudos tratados con dignidad si el desnudo correspondía al carácter de una alegoría, en expresión inteligible a todos, de una estética nada anticuada, ni tampoco demasiado moderna —que eso del modernismo en la plástica era cosa harto discutida en estos tiempos. Aldo Nardini —así se llamaba el escultor— envió un boceto que fue aprobado, de inmediato, por el Consejo de Ministros: la República era representada, en él, por una inmensa mujer, de robusto cuerpo vestida a la griega, apoyada en una lanza —símbolo de vigilancia—, de cara noble y severa, como nacida de la famosa Juno vaticana, con dos enormes pechos, uno velado, el otro desnudo —símbolos de fecundidad y abundancia. —«Nada genial, pero todo el mundo quedará contento» —concluyó el Primer Magistrado—: «Ejecútese»… Varios meses transcurrieron en la realización y fundición de la estatua, con informaciones en la prensa acerca de la marcha del trabajo, hasta que, una mañana, entró en la bahía de Puerto Araguato un buque venido de Génova, trayendo la Inmensa Mujer. Una expectante multitud se aglomeró en los muelles para asistir a su aparición. Pero hubo algún desencanto cuando se supo que la escultura no iba a salir así, completa, de pie, ya erguida, como habría de vérsela en el Capitolio, sino que era traída en trozos, para ser armada en el lugar de su erección. Sin embargo, el espectáculo valía la pena. Alzaron sus garfios las grúas, descendieron los cables a las calas, y, de pronto, en medio de aclamaciones, apareció la Cabeza, sacada de las sombras, transportada por el aire, seguida de distintos pedazos de su anatomía. Pie Izquierdo —con su correspondiente fragmento de Pierna y Drapeado—, Brazo Derecho, con algo del asta de lanza en la mano, Vientre Ubérrimo con el eje vital bien ahondado en el bronce; Pecho Velado, seguido del Pie Derecho y del Brazo Izquierdo, antes de la subida del gigantesco Gorro Frigio que habría de coronar la República. Pero en eso sonaron las sirenas de las doce, pararon su trabajo las grúas, y los de la estiba fueron a comer sin que el pueblo se dispersara. Y era que, sin duda, algo grande quedaba todavía en las profundidades del barco. A las 2 volvieron los hombres al trabajo, y, entre aplausos y exclamaciones, la Teta Desnuda de la Magna Figura salió de las calas, descendiendo a tierra con solemne lentitud. Luego, en camiones fueron llevadas las piezas a un tren de carga sobre cuyas planchas y bateas fue acostada la Gigante, a trozo por vagón, en desconcertante visión de una Forma que, correspondiendo a la de un cuerpo humano, mostraba sus elementos puestos en una sucesión horizontal que no acababa de constituirse cabalmente en totalidad significativa. Primer vagón: Gorro Frigio; 2.°: Hombro y Pecho Velado; 3.°: Cabeza; 4.°: Hombro y Teta Desnuda; 5.°: Vientre Ubérrimo… Y ahora, en anárquica fila, los muslos, los brazos, los pies calzados de sandalias entre helénicas y criollas, la lanza en tres pedazos, con locomotora delante y locomotora detrás, pues el peso era mucho, y los mecánicos estaban temerosos de que la enorme carga de bronce fuese a detenerse en la subida a Las Cumbres, allí donde, a causa de lluvias recientes, se habían producido ya algunos deslizamientos de tierras sobre la vía… Pero la República llegó por fin a su capital, y así fue cómo la Nación, en vez de tener un monumento de Bourdelle, vio erigirse una estatua del milanés Nardini, cuyo rostro sereno y grave se perdió por siempre para el público, porque el tamaño excesivo de la figura extraviaba su cabeza en las alturas de una cúpula cuya columnata circular sólo era visitada dos veces al año por los obreros encargados de limpiarla —acróbatas de andamios, harto atentos a los equilibrios exigidos por su vertiginosa tarea para poderse detener en apreciar los méritos de una obra de arte.


11

       El Capitolio crecía. Su mole blanca, aún informe, enjaulada en andamios, se iba elevando sobre los techos de la ciudad, alzando columnas, ensanchando las alas, aunque su construcción fuese detenida, repentinamente, por contingencias de nómina y dineros. Esto no se debía, desde luego, a la economía del país, que jamás había conocido tiempos mejores, sino al hecho de que el costo de materiales aumentaba de mes en mes, subían los precios de herramientas y maquinarias, de los fletes y transportes, con lo cual siempre se rompían los marcos de un siempre rebasado presupuesto inicial —harto gravado en la sombra, además, por las muchas tajadas prometidas a ministros y altos funcionarios de la Comisión de Fomento y Ornato Público, sin mencionarse los dos cheques, uno muy apreciable, más modesto el otro, que a menudo eran entregados al Doctor Peralta, de trasmano, por la Dirección de Obras Públicas. De repente se paraban los trabajos, quedaba una arcada sin arcos, una portada sin frontón, callaban los cinceles de los talladores de acantos y astrágalos, y era necesaria una nueva asignación de créditos, una aprobación de impuestos sobre cerillas suecas, sobre licores extranjeros o ganancias habidas en carreras de caballos, para reanudar las obras. Y ocurría entonces que en los períodos de inactividad, la zona más céntrica de la capital se transformara en una suerte de foro romano, explanada de Baalbek, terraza de Persépolis, bajo una luna que iluminaba aquel raro paisaje de mármoles revueltos, metopas a medio labrar, pilares truncos, bloques de piedra entre cementos y arenas —ruinas ya, restos, muerte, de lo que aún no hubiese sido. Y como —aunque sin techo todavía— ya se pintaban, con gradas, los dos hemiciclos de la Cámara y el Senado en aquel ámbito de edificaciones en espera, sus espacios fueron aprovechados, en las pausas de labor, por la Facultad de Humanidades de la Universidad y por el empresario de un Skating-Ring. Así, ciertas noches, oyéronse los lamentos de Ájax, los clamores de Edipo, incestuoso y parricida, en el Hemiciclo-Norte, usado por los estudiantes como Teatro Antiguo, en tanto que, a compás del más famoso vals de Waldteufel, sobre una retumbante pista de madera instalada en el Hemiciclo-Sur, giraban mujeres que, por no renunciar a la moda en favor del deporte, habían encontrado el modo de montar sus tacones Luis XV en patines de ruedas. En algunos lugares intermedios instalábase, a veces, un ambulante Museo Dupuytren, el Gran Panóptico del Descubrimiento de América y Suplicio de los Indios, una exhibición de animales, el mástil de un ayunador, mientras, en lo alto, sobre alambres tensos entre columnas sin cornisas, varios funámbulos de mallas rosadas y balancines con focos eléctricos viajaban de capitel a capitel pasando, insensibles al espectáculo de abajo, sobre rondas de patinadores y tragedias de Sófocles —en espera de ser expulsados por el ejército de obreros que regresaba periódicamente a sus abandonadas faenas para proseguir la casi litúrgica elevación del Templo Cívico hacia el tope de su linterna cimera… En esas alternativas de construcción y paro se estaba, cuando el Doctor Peralta, una mañana, entró a paso de júbilo en las habitaciones privadas del Primer Magistrado, donde todavía andaba de enaguas la Mayorala Elmira: —«¡La maravilla, mi señor! ¡La maravilla! ¡Los submarinos alemanes acaban de hundir el Vigilentia, un buque norteamericano! ¡Todos los gringos de la tripulación se fueron a la mierda! ¡No queda uno!» (Reía). «¡No queda uno, mi presidente! ¡Ni uno! ¡Los jodieron a todos!… Y aunque la noticia aún no es oficial, se sabe que los Estados Unidos entran en la guerra. Sí, señor: entran en la guerra»… Y tal fue el contento de ambos que, sin esperar más, echaron mano al maletín de Hermes, dándose largos lamparazos de Santa Inés. (—«¿Y yo soy un perro, acaso?» —dijo la Mayorala, trayendo prestamente el vaso de dientes…) Hacía tiempo que el Primer Magistrado no conocía una alegría semejante, pues la Guerra Europea, estacionada en guerra de trincheras, de posiciones, de tenaces y lentas luchas por conquistar una cota, un bosquecillo, las ruinas de un fuerte ya diez veces arruinado, guerra de mínimos adelantos y retrocesos, con tantos muertos que ya se estaba fuera de cuentas, se había vuelto monótona, por no decir: aburrida. Para quienes la miraban desde aquí, carecía ya de interés como espectáculo. Habían terminado los tiempos en que las gentes movían banderitas sobre geografías lejanas para marcar victorias o derrotas, puesto que no se sabía ya de victorias ni derrotas emocionantes, y cuando se entablaba una batalla de verdad todo ocurría siempre en los mismos ámbitos de Argona o de Verdún, entre localidades de nombres desconocidos —un centímetro apenas en los mapas al 1/1000 que aún se exhibían, polvorientos y sin público, en las redacciones de periódicos. El país conocía una prosperidad asombrosa, ciertamente. Pero el creciente costo de la vida tenía al pobre de siempre en la miseria de siempre —desayuno de plátano asado, batata a mediodía, mendrugo y mandioca al fin de la jornada, con alguna cecina de chivo soleado o tasajo de vaca aftosa para domingos y cumpleaños— a pesar de la aparente bonanza de sueldos. De ahí que los estudiantes, los intelectuales, los agitadores profesionales —esa inteligentzia de mierda que siempre le amolaba a uno la paciencia— se hubiesen compactado poco a poco en un sordo movimiento de oposición. Y cuando más en calma y sosiega se creía, era sorprendido el Primer Magistrado por una proliferación de fuerzas adversas que se le colaban en la ciudad, se manifestaban aquí, allá, donde menos se esperaba, para conturbarle el ánimo y malograrle el sueño. Cuando la daba por ya olvidada, reaparecía la mano del Doctor Luis Leoncio Martínez en alguna proclama mandada bajo sobre, de distintos lugares, con diferentes estampillas, donde se denunciaban hechos —y esto era lo grave— que sólo conocían algunas personas muy íntimamente ligadas a las intimidades del Palacio Presidencial. Demasiado tarde se había sabido (¡y no haberse enterado ese cretino de Jefe de la Policía Judicial que nos gastábamos!) que, en la Universidad, un catedrático de Historia Moderna había dado conferencias sobre la Revolución Mexicana, hablando de fuerzas proletarias, ligas campesinas, el Sindicato de Inquilinos de Veracruz, el agrarismo, el gobierno socialista de Carrillo Puerto en Yucatán, y los artículos del aventurero gringo John Reed —de todas esas cosas que habían arruinado, hundido, empiojado, las esplendorosas tierras de Don Porfirio, humanista y civilizador que, en vez de descansar en un inmenso panteón nacional, estaba enterrado ahora, cansado de ingratitudes, en un triste rincón del Cementerio Montparnasse. Y, para colmo, unos anarquistas, venidos de Barcelona seguramente, y que nuestros Servicios Secretos no acababan de agarrar, salían como inasibles espectros, por las noches, para pintar en las paredes, con tiza, unas letras (R. A. S.) que parecían sigla de Revolución Anarco Sindicalista, acompañadas a veces de frases tales como: La propiedad es el robo y otras fórmulas gastadas que ya sólo eran tomadas en serio en esta América imitadora y retrasada… Ahora, con este magnífico hundimiento del Vigilentia entrarían en la guerra los Estados Unidos, entraríamos en la guerra nosotros, se galvanizaría el sentimiento patriótico, y como el estado de guerra implica, de hecho, un permanente estado de emergencia, organizaríamos, a compás del Himno Nacional, La Marsellesa, God Save the King, Dios salve al Zar y el Star and spangled banner, la más formidable redada de oposicionistas, conspiradores, ideólogos sospechosos —germanófilos todos, en este caso— que se hubiese visto nunca en el país… Por lo pronto, bebido el ron de los días fastos, convocó el Primer Magistrado al Embajador de los Estados Unidos para hacerle saber que la República estaría al lado de su Gran Hermana del Norte en estos días de prueba, y, luego de un rápido Consejo de Ministros, compareció el Mandatario ante las dos Cámaras, urgentemente reunidas, donde, por aclamación, se aprobó el texto de una Declaración de Guerra a las Potencias Centrales, aplaudiéndose, de paso, cada uno de los «considerando» y «por cuanto» que venían a justificarla… Y aquel mismo día se inició la guerra, con una operación tan excelente por lo ganado, como rápida en su ejecución: a las cinco en punto de la tarde subieron los jefes militares de Puerto Araguato a bordo de cuatro buques alemanes —el Lubeck, el Grane, el Schwert y el Cuxhaven, que estaban arrimados a los muelles, en espera de órdenes de su gobierno— para proceder a su embargo y apresar las tripulaciones. Los marinos, felices al ver que, para ellos, la guerra había terminado, acogieron con vítores a las autoridades portuarias, y salieron, en alegre formación, hacia el lugar de su internamiento, saludando alborotosamente a los transeúntes. A un oficial nietzscheano que gritó: «¡Primero morir que entregar el barco!», lo tiraron por sobre la borda después de largarle un insulto que, en idioma teutón, debía significar algo así como «La puta que te parió». Y fueron llevados los presos a una finca con gran terreno cercado, donde colgaron sus hamacas de los árboles empezando, de inmediato, a arrancar yerbajos y plantas parásitas. A la mañana siguiente, con unas maderas que se les dio por orden superior, empezaron a construir unos lindos chalets de estilo renano, en tanto que otros sembraban gladiolos y apisonaban la tierra para hacer dos campos de tenis. Tres semanas después, la finca estaba hecha una granja modelo. Había biblioteca, con poemas de Enrique Heine y hasta del socializante Dehmel. Aquello carecía de mujeres, desde luego, pero muchos no las necesitaban porque eran bastante homosexuales, y, en cuanto a los irreductibles, éstos tenían permiso, cada viernes, para visitar el burdel de la Ramona, bajo escolta militar. Y, como eran muy músicos, reuniendo los instrumentos que habían traído a bordo de los buques, empezaron a tocar pequeñas obras de Haydn, de Mendelssohn y de Raff —la «Cavatina», sobre todo. A veces una culebra cascabel, coral o mapanare, se colaba en el concierto: pero siempre, vista a tiempo por el cellista que, de todos los músicos, es el que más mira al suelo, la serpiente era muerta de un golpecito dado certeramente en su lomo con el dorso del arco— col legno, como se dice en lenguaje técnico… Y a menudo, muy bien acompañado por el conjunto, cantaba el sobrecargo del Lubeck, con su linda voz de tenor:

Winterstürme wichen
dem Wonnemond
in milden lichte
leuchtet der Lenz…

       La segunda acción de aquella guerra tuvo por objetivo la incautación del Trencito de los Alemanes —operación esta que el Primer Magistrado dirigió personalmente, al frente de los zapadores del 2.° Regimiento Táctico. Al amanecer del día H fueron ocupadas las dos estaciones terminales —la de arriba y la de abajo— así como los paraderos intermedios, casetas de señales, controles de desvíos, etc. Y como los viajes quedaron suspendidos hasta nueva orden, pudo entregarse el Presidente a la realización de un viejo sueño: la de jugar con el ferrocarrilito a su antojo, metiendo a Peralta, de cara ennegrecida, en el tándem carbonero. Conocido su mecanismo, empezó la locomotora a adelantar, a retroceder, a entrar y salir de la nave de reparaciones, a dar vueltas y más vueltas sobre las placas giratorias; silbaba, arrojaba el vapor por todas las válvulas y chumaceras, despidiendo más humo que nunca, yendo, viniendo, deteniéndose, para cargar cualquier cosa: mazos de caña, barriles, una cesta de calamares, arecas en tiesto, jaulas vacías, un contrabajo, gallinas, varios negros tamboreros que tocaban la cumbia. Y cuando el Primer Magistrado hubo dominado todas las técnicas de alimentación de la caldera, conducción, aceleración, mantenimiento de las velocidades, uso de los frenos para detener el convoy con cabal coincidencia de vagones y andenes, el Gabinete en pleno fue invitado a realizar un primer viaje a la Colonia Olmedo, con servicio de empanadas y tamales en los carros, y champagne suficiente como para brindar a la salud del Primer Mecánico de la Nación. Y tan divertido estaba el Presidente con su artefacto que llegó a olvidarse por varios días de la Guerra Europea, dejando de leer la prensa extranjera que regularmente le traía el Doctor Peralta —prensa enriquecida por una picaresca revista francesa, Regiment, con muchos desnudos entre uniformes… Entretanto, sucediendo al éxito de La Madelon y Rose of Picardy, la música de Over There estaba invadiendo el país con pasmosa rapidez. Entrando por las pianolas de Puerto Araguato había ascendido, de gramófono en gramófono, a lo largo de la línea del Gran Ferrocarril del Este, apoderándose de los pianos de conservatorios, pianos de salones burgueses, pianos de cine, pianos de cafés, pianos de monjas, pianos de putas, antes de hallar su máxima expresión sonora en las grandes retretas dominicales del Parque Central. Over There, Over There, Over There… Enormes carteles donde un soldado norteamericano cargaba a la bayoneta contra un invisible enemigo —acompañado de un enérgico Come-on! — invitaron a la compra de bonos de un empréstito de guerra tan bien acogido en el país que, poco después, pudo el Embajador Ariel hacer entrega solemne al Presidente Woodrow Wilson de la suma de un millón de dólares recaudada en menos de veinticinco días. Los cines exhibían documentales a la gloria del General Pershing —el mismo que había mandado una muy sonada «expedición punitiva» a México, poco tiempo atrás. Over There, Over There, Over There. Y ahora, además de Over There, las estrepitosas marchas de Sousa, con bajos de tuba y floreos de flautín. Un joven oficial, cálidamente apoyado por el Gobierno (—«Es en la guerra donde se magnifican las energías viriles» —decía el Primer Magistrado—: «La guerra es al hombre lo que es el parto a la mujer»), se daba a la tarea de crear una Legión de Voluntarios Nacionales para ir a pelear a Francia —bajo su mando, desde luego. La lucha armada entrañaba peligros, ciertamente, pero se acompañaban de muchas alegrías. Y, para prueba de ello, bastaba con que se leyera un artículo de Maurice Barrés, muy reproducido por la prensa local: «Reina el buen humor en las trincheras. Claro que allí, en las noches lluviosas, no se está como en un restaurante de lujo… Pero conozco un lugar donde, en un laberinto de ocho kilómetros de trincheras muy cuidadas, los caminos se designan por los nombres de Champs-Elysées o la Rue Monsieur-le-Prince. Sé de un abrigo subterráneo donde un oficial posee una butaca de terciopelo carmesí, una mesa con ramos de rosas y platos de vieja porcelana de Estrasburgo. Las trincheras se adornan con muebles hallados en las ruinas de los pueblos bombardeados. Reina la alegría en las trincheras» [sic]. Tales prosas, sincronizadas con imágenes de lanceros bengaleses, de garridos bersaglieres, de cosacos —republicanos desde hacía poco tiempo— que ahora se arrojarían con energías nuevas sobre una Alemania cuyo pueblo, hambriento, sólo se alimentaba ya con pan de paja y serrín; todo esto, útilmente reforzado por un retrato de Ofelia que, vestida de enfermera de la Cruz Roja, lucía rechula y más criolla que nunca vendando la frente de un herido inglés, levantó una fuerza de doscientos cincuenta jóvenes, ansiosos de conocer la Torre Eiffel, el Moulin Rouge y el Restaurante Maxim’s. —«Ahora se verá, allá, lo que son los cojones nuestros» —decía Peralta. Pero hubo una cierta decepción en el público cuando se supo, semanas más tarde, que los combatientes del país, al llegar allá, habían sido dispersados en distintas unidades francesas y que el joven oficial, privado del mando de sus hombres, regresaba despechado y furioso, afirmando —y él había visto las cosas de cerca— que los aliados perderían esta guerra, con ayuda norteamericana y todo, porque aquello era el desbarajuste y el caos. Pero, lo que en realidad interesaba a las gentes no era que los aliados ganaran o perdieran la guerra, sino que la guerra durara lo más posible. Con tres, cuatro, cinco años más de guerra, nos volveríamos una gran nación. De misa de seis a rosarios vespertinos, de campanas del alba a toque de ángelus, cada cual rezaba por la Paz, desde luego, pero con la generalizada costumbre, difícil de ser explicada a un extranjero, de que el creyente orara con el dedo medio montado en el índice. Al fin y al cabo, aquello que pasaba en Europa no lo habíamos armado nosotros. De nada teníamos la culpa. El Viejo Continente había fallado en lo de ofrecerse como un ejemplo de cordura. Y si ahora conocía el país una era de progreso y abundancia jamás sospechados, era prueba de que el Todopoderoso —así lo había dicho el Arzobispo en elocuente sermón— sabía distinguir a quienes, ajenos a vanas filosofías que sólo dejaban cenizas en el alma, ajenos a ciertas doctrinas sociales tan impías como disolventes y ajenas a nuestra idiosincrasia, habían sabido salvaguardar las tradiciones religiosas y patriarcales de la Nación —esto dicho por el prelado con gesto que, descendiendo de la paloma del Espíritu Santo que sobre su cabeza se mecía, había apuntado al Primer Magistrado, presente en la Catedral aquella mañana.
       Las obras del Capitolio estaban próximas a terminarse. Encerrada ya entre las paredes de un palacio demasiado angosto —pese a su monumentalidad— para servirle de morada, la Gigante, la Titana, la Inmensa Mujer —a la vez Juno, Pomona, Minerva y República— se había puesto a crecer, de día en día, dentro del ceñimiento progresivo de su ámbito. Cada mañana parecía mayor —como esas plantas selváticas que se alargan pasmosamente durante la noche, ascendiendo hacia un amanecer que les robaban las florestas de arriba. Como oprimida, comprimida, por la piedra circundante, lucía dos veces más espesa, más corpulenta y más alta —siempre más alta— que cuando hubiese sido erigida, trozo a trozo, en espacio destechado. La cúpula se había cerrado ya sobre su cabeza, alzando la majestuosa linterna —imitada de Los Inválidos de París— que, ya iluminada, faro y emblema, señoreaba las noches de la ciudad, minimizando cruelmente las torres de la Catedral, ahora tan menguadas en proporciones que roto para siempre era ya el diálogo entablado por ellas —según verso de un gran poeta nuestro del siglo pasado— con la cumbre lejana del Volcán Tutelar… Próximas a terminarse estaban las obras, pero no tanto como para que el edificio pudiese inaugurarse, como se había previsto, para la fecha conmemorativa del Centenario de la Independencia, que ya se nos echaba encima. El día en que fue abordado el problema en borrascosa reunión del Gabinete, el Primer Magistrado, repentinamente enfurecido, destituyó violentamente al Ministro de Obras Públicas, amenazando a los demás con exilios y prisiones si el Capitolio no quedaba concluido, pintado, reluciente, bruñido, con jardines y todo, para la inaplazable fecha… Y se inició entonces un trabajo de egipcios. Con ayuda de centenares de campesinos traídos a plan de machete, uncidos a rastras y carretas, alojados en barracones de donde eran sacados a toque de corneta para alternados turnos de trabajo, empezaron a pararse las columnas que aún estaban por pararse, se irguieron obeliscos, subieron dioses y guerreros, danzantes, musas y caciques, adelantados de morrión y coraza, jinetes y hoplitas, a los más altos frisos —se pulió lo que había de pulirse, se doró lo que había de dorarse, se pintó lo que había de pintarse. Se trabajaba de noche, a la luz de focos y reflectores. Eran tantos los martillazos que, durante semanas, se vivió en estrépito de fragua, entre yunques y taladros, mientras acababan de embaldosarse los peldaños de la escalinata de honor. Y, una tarde, las Palmas Reales entraron horizontalmente en la ciudad, acostadas sobre camiones y carromatos, con los penachos barriendo las aceras, levantando el polvo de las calzadas, para ser enraizadas en hoyos profundos, rellenos de tierra negra, granzón y abono. Detrás —selva de Macbeth— aparecieron los pinos pequeños, los bojes tallados, las arecas, traídos de todas partes, listos para la transplantación a donde centenares de hombres los esperaban, regaderas en mano, enderezándolos a estaca y puntal —sin estar seguros, a la verdad, de que las hojas estarían muy verdes para el Gran Día. —«Las hojas que se marchiten se pintarán la noche anterior. Bien aguantarán, por unas horas, una mano de pintura Lefranc» —dijo el Primer Magistrado. Entretanto, con los ojos puestos en calendarios y relojes, impacientes, insomnes, llevando las obras con gritos de caudillos y alma de mayorales negreros, apresuraban los arquitectos y capataces el trabajo, hasta que se dio por concluida la construcción del edificio, no faltándole el suntuario toque final de un grueso diamante de Tiffany encajado al pie de la estatua de Aldo Nardini para marcar, en el corazón de una estrella de mármoles rojiverdes, el Punto Cero de todas las carreteras de la República —el lugar de convergencia ideal de los caminos proyectados por el Gobierno para comunicar la Capital con los más alejados confines del país… Y, por fin, aquel martes, amaneció la capital en Centenario de Independencia, relumbrante, charolada, vestida de banderas, estandartes, faniones, escudos y enseñas, con alegorías callejeras, caballos de cartón evocadores de batallas famosas, cien cañonazos en alborada, cohetes y voladores sobre los techos, salvas en todos los barrios, gran parada militar, y bandas, muchas bandas, de los regimientos de acá y de provincia, que, terminado el desfile oficial, siguieron tocando, durante todo el día, en parques municipales y quioscos esquineros, circulándose, por mano de mensajero, las partituras —había pocas en varios ejemplares— que, dándose preferencia a los aires nacionales y marchas patrióticas, incluían algunos trozos de resistencia —«de ejecución», como se dice— cuidadosamente elegidos por el Primer Magistrado con asistencia del Director del Conservatorio Nacional. Nada de música alemana, desde luego, y menos de Wagner, desterrado por siempre, al parecer, de los conciertos sinfónicos de París, luego de que el compositor hubiese sido definido por Saint-Saëns, en implacables artículos, como nefasta y abominable encarnación del espíritu germánico. A Beethoven, por ahora, era preferible ignorarlo —aunque algunos hiciesen notar que la Alemania de su tiempo, en fin, no era todavía la de Von Hindemburg. Y por ello, andando de plazas a quioscos, de parques a glorietas, se iba de la obertura de Zampa a la de Guillermo Tell, de las Escenas alsacianas de Massenet a la Patria de Paladilhe, del Toreador y andaluza de Rubinstein —hacía falta un autor ruso en el repertorio— a la Serenata de Victorin Joncière —serenata que había dejado de ser «húngara», puesto que estábamos en guerra con las Potencias Centrales, y, por lo mismo, la Marcha húngara de Berlioz se escuchaba, con sus tremendos cañonazos de bombo, bajo la simple denominación de Marcha… Día de alboroto, día de aguardiente en jarro y terneras en parrilla, elote gratuito, toneles de cerveza, juguetes para los niños pobres, cintas y moñas, coros en el Panteón Nacional, salves en todas las iglesias, bailes en casas y merenderos, en callejones y quilombos, con todas las pianolas, los pianos, los gramófonos, las charangas ambulantes, los maraqueros, desatado en universal concierto aleatorio, en espera del acto inaugural del Capitolio, que reuniría, en su Gran Hemiciclo, al Gobierno en pleno, Jefes de Fuerzas Armadas, Cuerpo Diplomático, y un elegante público, rigurosamente filtrado, encuadrado, observado, por una legión de agentes de nuestros Servicios de Inteligencia, que, para la ocasión, estrenaban smokings demasiado semejantes unos a otros para no parecer uniformes. Y tuvo lugar la velada solemne con gran ostentación de atuendos de gala, charreteras, entorchados y condecoraciones —Orden de Isabel la Católica, de Carlos III, Orden Soberana de Malta, Legiones de Honor, Honni-soit-qui-mal-y-pense, jarreteras y cruces, ocurrencias de Gustavo Adolfo, y hasta exóticas insignias del Dragón de Annam, del Nenúfar y la Arquería, recién otorgadas a altos funcionarios nuestros. Escuchado el Himno Nacional, pasó el Primer Magistrado a la tribuna —sorprendentemente sólido y dueño de sí mismo parecía, por cierto, aquella noche— luciendo todos los distintivos de su Alta Investidura. Inició su discurso en tono pausado, como solía hacerlo, usando, en sus gestos, de la teatralidad de buena ley que siempre ha de unirse al buen oficio del abogado y del orador, trazando un esquema, sobrio y preciso; de nuestra historia, desde la Conquista a la Independencia. Y quienes esperaban, con oculta ironía, sus habituales floreos verbales, sus rebuscados epítetos, sus relumbrantes vocativos, quedaron admirados de verlo pasar, de la epopeya sobriamente evocada, al árido mundo de los números, contemplado ahora con precisión de economista, para presentar un cuadro claro y convincente de la prosperidad nacional, aunque ésta coincidiera —y ahí empezó a emocionársele el tono— con el máximo intento de destrucción de la gran Cultura Greco-Latina que se hubiese urdido en época alguna del devenir humano. Pero esa gran cultura sería salvada. Una victoria próxima de nuestros Progenitores Espirituales aseguraría la perdurabilidad de valores que, amenazados allá, resurgían, más esplendorosos que nunca, de este lado del Océano. Y contemplando e invitando a contemplar este magno edificio donde ahora nos hallábamos, cristalización en piedra, en mármol, en bronce, de los órdenes clásicos de la arquitectura —Vitruvio, Viñola, Bramante… —grecolatina, aceleró su ritmo el Primer Magistrado, en diapasón subido y gesticulación abierta, recobrando repentinamente el estilo profuso, ornamental y recargado, que tantas burlas le habían valido de parte de sus adversarios. Y, cerrando una invocación a Aquella que, por ser Guía de toda Razón, de toda Inteligencia, habría de señorear, por encima de la República misma, este Templo Cívico recién construido, clamó la voz inspirada: «¡Oh, Arcajeta, ideal que el hombre genial encarna en sus obras maestras, prefiero ser el último en tu mansión que el primero en otras partes! Sí: me desprenderé del estilóbato de tu templo, olvidaré toda disciplina que no sea la tuya, estilita seré sobre tus columnas y estará mi célula sobre tu arquitrabe. Y —¡difícil cosa!— para ti me tornaré, si es que lo puedo, intolerante y parcial. (Hubo gran expectación en el público). Seré injusto, tal vez, para cuanto no te incumba, pero me haré el siervo del último de tus hijos. Los actuales habitantes de la tierra que diste a Erecteo, los exaltaré, los halagaré. Trataré de amarlos, hasta en sus defectos, y me convenceré —¡oh, Hipias!— que son descendientes de los jinetes que celebran allá arriba [gesto] su fiesta imperecedera en el mármol de tus frisos»… Parecía haber terminado su discurso el Primer Magistrado. Hubo enorme ovación con público en pie. Pero Peralta, sentado en puesto de secretario, de frente a la audiencia para observar mejor el Cuerpo Diplomático, había visto el codazo dado por el Embajador de Francia al brazo del Embajador de Inglaterra, cuando sonara aquello del Arcajeta. Al aparecer el estilóbato, el codazo al Embajador de Inglaterra había repercutido en el costado del Embajador de Italia; del estilita al arquitrabe, del Erecteo al Hipias, los codazos habían corrido, en serie, de embajador a encargado de negocios, de ministro consejero a agregado cultural, hasta el descarnado costillar del Agente Comercial Japonés, que, medio dormido pues no entendía el idioma, estuvo a punto de ser despedido por el empellón, como la bola última del aparato de física que es lanzada al aire cuando la acción de una primera bola, del mismo peso, comunica su energía percusiva a seis bolas intermedias, idénticas entre sí. Alguna risa oculta había tras de los muchos pañuelos que secaban sudores inexistentes —pues no había calor aquella noche en que soplaban vientos norteños refrescados por las nieves del Volcán Tutelar. Y fue ése el momento en que el Primer Magistrado, obteniendo el silencio con un sencillo gesto, dijo que «agradecía muy particularmente estos aplausos, puesto que se dirigían al insigne Ernesto Renán, cuya Plegaria sobre el Acrópolis encerraba el hermoso párrafo que acababa de citar textualmente por corresponder en todo a los profundos anhelos de su espíritu en la solemnidad de esta noche»… Hubo nuevos aplausos, más prolongados y fornidos que los anteriores —como de gente que se quiere hacer perdonar algo— durante los cuales abandonó Peralta su asiento para acercarse al Embajador de Francia y largarle, son sorna arrabalera: —«II vous a bien eu, hein? Pas si con que ça, le vieux!» —«Pas si con que ça, en effet» —respondió el otro, tomado de sorpresa, y muy preocupado de pronto, al pensar que su inconsiderada respuesta podría ser llevada a un Quai d’Orsay que, en estos días, no estaba para bromas, y había enviado al brillante improvisado de Alexis Leger a China, en tanto que Paul Claudel era nombrado Ministro en Río de Janeiro, para levantar el lamentable nivel intelectual de las representaciones francesas en Asia y América Latina… Pero en eso fue la desbandada, con desaforado abandono de escaños, descenso de escaleras, baraúnda hacia las puertas, para llegar cuanto antes, en asalto, alud, empuje codo a codo, a un gigantesco buffet cuyas mesas presentaban, en enormes bandejas de plata, cuanta exquisitez de importación —Nueva York y París— hubiese podido alternar con las golosinas nacionales: faisanes vestidos de sus plumas, cordornices trufadas, cochinillos rellenos de galantina al pistacho, tamales picantes y pavo con cramberry-sauce, Saint-Honoré-à-la-crème y majarete en copa, el marrón glacé y la pasta de tamarindo, antojitos nacionales al pie de los caviares negros y rojos montados sobre elefantes esculpidos en hielo, todo dominado, en centros y cabeceras, por arquitectónicos pasteles de merengue y crocante que representaban el Capitolio, sin una columna de menos, con estatuas y obeliscos de mazapán —todo admirado y saboreado entre vinos y licores, piscos y tequilas, mientras sacábanse nuevas botellas de champaña puestas a enfriar en sorbeteras llenas de granizado tinto de rosa para mejor lucimiento de los golletes dorados… Y brindaron todos, en torno a la gigantesca República, mientras una orquesta, izada en los altos de la cúpula, largaba danzones y bambas criollas, alternadas con el vals de Beutiful Ohio o las síncopas —inaudibles para tanta gente de hablar mascando— de Pretty Baby. Y luego se alzaron los fuegos artificiales que, después de encender el cielo, cayeron en torrentes, cataratas, de estrellas y luminarias, sobre los techos y azoteas de la ciudad… Y a las dos de la madrugada —según el Jefe de Protocolo una velada oficial no podía prolongarse más allá de esa hora— regresaron Peralta y el Primer Magistrado al Palacio, rendidos pero felices, con tremendas ganas de quitarse los fraques y de beber algo más recio y habitual que lo ofrecido en la fiesta. En las habitaciones presidenciales los esperaba la Mayorala Elmira, de enaguas, aunque con el pecho arrebozado a causa del aire frío que bajaba de la sierra y se colaba por las persianas. Y como el Secretario había cumplido su promesa de traerle un poco de cuanto se hubiese servido en el buffet de la noche, la zamba curiosa, aunque poco segura de hallar cosas de su agrado, las iba sacando del capacho, una tras otra, con la desconfiada cautela del pirotécnico que examina el sospechoso contenido de una valija de anarquista. Para todo hallaba una despectiva definición: los caracoles de Borgoña, eran «babosas»; el caviar, «perdigones en aceite»; las trufas, «lascas de carbón de leña»; el halvá, «un turrón que quiere parecerse al de Jijona»… Ya muy bebido y pidiendo más, el Presidente no acababa de tener sueño, en tanto que Peralta no se cansaba de alabar la genial utilización del texto de Ernesto Renán… —«¿No dicen que mi oratoria es rebuscada y ridícula?» —observaba el Presidente—: «Lo que siento es que no hubiese estado allí nuestro amigo, el Académico. Porque él también habría caído en la trampa». —«Es que esa prosa parecía escrita expresamente para la inauguración de nuestro Capitolio» —decía Peralta—: «Y con oportunas amenazas para los cabrones de la oposición»… El Primer Magistrado miraba, por la ventana, un confuso panorama de andamios, de construcciones, que pronto se poblaría de obreros. El Volcán Tutelar, allá lejos, apenas si acababa de despojarse de su falda de neblinas en un amanecer tardío. La Mayorala, luego de beberse, gollete en boca, un sexto botellón de cerveza, había atravesado su catre de campaña en la puerta, echándose a dormir —ésa era su costumbre— con un fusil de cañón recortado al alcance de la mano. Peralta, algo borracho, se amodorraba en el sofá de cuero, de ancho espaldar y hundidos cojines, vuelto hacia la chimenea un tanto renacentista —puercoespín Luis XII esculpido en lo alto— donde, a falta de un fuego que nunca se encendía, parpadeaban bombillas rojas entre falsos tizones. —«El acto fue un éxito, un éxito de verdad» —decía y volvía a decir el Primer Magistrado, oyendo la muy discreta llamada a maitines de la Catedral —asordinada porque los vecinos de ahora, que ya no se levantaban a la hora de antes, habían pedido que la campana de ahora no sonara tan alto como antes sonaba. Y seguía su paseo en redondo, de butaca a butaca, tomando una última copa que siempre quedaba en penúltima. Hombre de cortas noches y largas siestas, cuyas espartanas audiencias de madrugada eran el tormento de sus colaboradores, no se resolvía, esta noche, a descansar unas horas en su hamaca —largo chinchorro tejido, como el de París— en espera del baño que, como siempre, le prepararía la Mayorala Elmira, perfumando con sales inglesas un agua entibiada a la temperatura del cuerpo. Lo del Capitolio lo hacía feliz. Ahora se mandarían fotografías del edificio a nuestras embajadas para que las publicaran los periódicos de Europa y del Continente —pagándose el espacio por columnas y tarifa de centímetros, como siempre se hacía cuando se deseaba tener un control sobre la redacción del pie de grabado. Así sabría el mundo cómo se había agigantado esta población que, en los principios del siglo, no pasaba de ser una aldea grande, rodeada de eriales culebreros, cerros pelados, matorrales de mala espina, agua de aljibe y anofeles en masa, con paso de ganado, arreado a grito y silbido, por las calles principales… En tales pensamientos se contentaba, cuando, más que nacido el día, sonaron dianas remotas y aparecieron los primeros tranvías llevando gente de cesta, alforja y jaba, hacia los mercados donde ya alborotaban los pájaros enjaulados y rumiaban lechugas los morrocoyes en caja. Miró su agenda el Primer Magistrado. Hoy, día libre de consejo, audiencias y engorros. Invertiría, pues, sus costumbres: primero, el baño; luego, dormiría hasta la media mañana. Pero, emperezado en una butaca, comiendo chocolates rellenos de licor, no acababa de resolverse a nada. —«Lo que quiera Su Merced» —murmuró la Mayorala, como hablando en sueños. —«Orita te digo, m’hijita. No te apures». Y, sintiéndose como consustanciado con el Volcán que, librado de molestas nubes, acaba de mostrarse, soberano y recio, en el coloreado fragor de sus aristas de cuarzo y azules a gama entera, repetíase a sí mismo: «Un éxito… Un éxito… Por lo demás…» Una tremenda explosión conmovió el Palacio. Todos los cristales de la fachada reventaron a la vez; varios lampadarios se desprendieron de los techos; cayeron botellas, vasos, cerámicas y platos de adorno —y también algunos cuadros, arrancados a las paredes. Una bomba de gran potencia acababa de estallar en el baño del Primer Magistrado, despidiendo pesados humos olientes a almendra amarga. Con una ceniza palidez estirada por el esfuerzo de parecer sereno, el Presidente miró su reloj: «Las seis y media… Hora de mi baño… Felicitaciones, señores; pero hoy no ha sido»… Y mientras en tumulto y atropellada carrera acudían los guardias, criados y fámulas, e iba la Mayorala clamando por más gente, añadió, señalando hacia la ciudad: —«Esto me pasa por tener la mano demasiada blonda».


12

… hay algo como un muy poderoso
y astuto engañador que usa de todas sus
mañas para tenerme constantemente engañado…

Descartes


       Los ministros fueron sacados de sus camas por llamadas telefónicas del Doctor Peralta —trasnochados como lo estaban por la cena oficial que, en sus casas, se había prolongado con digestivos en buena copa, amarillos de izarras, verdes benedictinos y amarantos de sherry-brandy— para acudir a un Consejo de urgencia, a las 8 y 30 de la mañana, cuyas bandejas de café serían lo bastante numerosas como para sacar a los soñolientos de la resubida de sus licores. A medida que llegaban mascando mentas, sudando aspirinas, aclarados los ojos por oportunos colirios— eran llevados por la Mayorala Elmira al baño del Presidente, para indignarse ante el espectáculo de porcelanas rotas, espejos estrellados, escombros de pomos y jaboneras en charcos de Colonia, y un bidet con llaves sacadas de rosca que arrojaba sus aguas, en irrefrenable chorro de surtidor, hasta un cielorraso descalabrado por la explosión… —«Horrible… Espantoso… Inconcebible… Y pensar que por poco…» —«No he querido entrar ahí» —declaró el Primer Magistrado, con algún dramatismo en la voz, cuando todos estuvieron sentados— «porque tengo miedo a mi propia ira». Hubo una larga pausa cargada de amenazantes posibilidades. Y luego, en serenado tono: «Trabajemos, señores». El Secretario abrió la sesión informando acerca del suceso, hora exacta, circunstancias, etc. El Capitán Valverde, Jefe de la Policía Judicial, había abierto ya las investigaciones. Ayer, con motivo de la inauguración del Capitolio, por haberse trasladado la guardia presidencial al Gran Hemiciclo, la custodia de Palacio, en verdad, había sido insuficiente, cubriéndose las postas de rigor con soldados inexpertos en tal menester. Pero nadie, sin embargo, que fuese ajeno a la servidumbre y personal de confianza había penetrado en el edificio después del relevo de la guardia. —«Aparte de eso» —apuntó el Presidente— «la bomba que aquí estalló no es de las que pueden traerse en un bolsillo. Hacía muchas horas que eso se encontraba tras de la bañadera, con su mecanismo puesto en tiempo. No se trata de un trabajo de aficionado a base de nitrobencina, pólvora verde o ácido pícrico, sino de un perol hecho por gente que sabe lo que hace. El experto dice que el olor este, a almendra amarga, que todavía se siente, responde a toda una técnica “… Ahora, las hipótesis: el RAS (Revolución-Anarco-Sindicalista) que, de meses acá, por manos invisibles trazaba su sigla en las paredes de la ciudad; acaso, partidarios del Doctor Luis Leoncio Martínez, más activo de lo que creíamos, cuya gente se estaba moviendo mucho últimamente —y con habilidad, había que reconocerlo— ganando adeptos en la capital y en provincia; estudiantes, tal vez, pues los estudiantes siempre andaban en bochinches y jodederas (¿y por qué no se clausuraba, hoy mismo, la Universidad de San Lucas?…); nihilistas rusos (“pendejadas», murmuró el Presidente); gente de la American Federation of Labor de Samuel Gompers («no, no se rían…») que habían tenido actividades revolucionarias, recientemente, en las regiones norteñas de México. —«Y luego, la Literatura Roja» —dijo el Ministro de Educación. —«Eso: la Literatura Roja» —corearon los demás. Pero el de la Judicial no veía relación alguna entre el suceso de la mañana y la circulación de libros, como aquel, de la Biblioteca Barbadillo, titulado Las delicias de los Césares, que le habían mostrado recientemente y donde, en reproducciones de camafeos romanos, se veía al Emperador Octavio metiendo mano —¡y de qué manera!— a su hija Julia, en tanto que Nerón, en otro, aparecía haciendo cosas que no podían detallarse aquí por respeto a las personas presentes. —«No se trata de eso, ni de cuentos colorados que, al fin y al cabo, no dañan a nadie» —dijo el de Educación— «sino de libros que tratan de anarquismos, socialismos, comunismos, internacionales obreras, revoluciones… Libros rojos: así se llaman en todas partes». —«No divaguemos, señores; no divaguemos» —dijo el de la Judicial, algo amoscado. El problema era más simple. Circulaban por ahí —lo sabían todos— unas hojas impresas, llenas de insultos al gobierno, que estaban escritas en inconfundible estilo criollo —calumnias, desde luego, pero calumnias que eran de uso habitual en los sectores de la oposición. Nada de nihilistas, ni de anarcosindicalistas, ni de gente de la… ¿qué?… «lo que dijo el señor, pero yo no sé inglés». Los enemigos eran, sencillamente, políticos embozados que trataban por todos los medios de «armarse con el pandero», tumbando al Gobierno. Nos observaban, nos rodeaban; y ahora, con lo de anoche, había empezado la guerra abierta. Y ya que guerra había, a la guerra se respondería con guerra, dijo, poniendo su pistola sobre la mesa. —«Pero, para que haya guerra, es preciso saber dónde están los enemigos» —observó el Presidente. —«Déjelo por mi cuenta. Sé por dónde empezar. Ya tengo algunos nombres en mi lista. Si quiere se la leo…» —«Mejor no, Capitán. Sería capaz de ablandarme ante algunos. Pongo mi confianza en usted. Proceda. Pronto y fuerte. Nos entendemos». —«Un error, sin embargo, sería lamentable» —insinuó Peralta. — «Errare humanum est» —concluyó el Primer Magistrado en latín del Pequeño Larousse. Y para reavivar los rostros de sus ministros, estirados por la inquietud y el trasnocho, pidió unas botellas de cognac: —«Por una vez» —dijo, llenándose una copa. —«No es para menos» —corearon los demás… Ya llegaban los albañiles y fontaneros encargados de reparar el demolido baño, trayendo mosaicos, sopletes y herramientas.
       —«De todos modos, mira a ver eso de la Literatura Roja» —dijo el Primer Magistrado al de la Judicial, aunque con tono de quien no concede gran importancia al asunto. —«Descuide, señor. Tengo gente entendida para eso» —dijo el otro, despidiéndose con la encomiable prisa de quien está impaciente por pasar a la acción.
       —«Hoy tendremos gran redada de germanófilos» —dijo Peralta.
       Un raro e inesperado estreno se ofreció aquel día —serían las dos de la tarde— al pueblo de la capital. Como era la hora del regreso de empleados a sus oficinas, hora también de sobremesa en los restaurantes, hora del café en las terrazas bajo toldo —el Tortoni, La Granja, La Marquise de Sevigné… — que se habían instalado como gran novedad, a imitación de lo que podía verse en París, las calles estaban llenas de gente. Y en esas calles llenas de gente aparecieron, de pronto, precedidas por autos pequeños —de marca Ford, seguramente— que aullaban con agudas sirenas, unas jaulas negras, montadas en ruedas, que eran como grandes cajas enrejilladas, en cuya escalerilla trasera venían parados, fusil en mano, unos guardias de muy mala cara. Pronto se supo que aquellos vehículos siniestros, recientemente adquiridos por el Gobierno, habían venido a sustituir los primitivos coches celulares, de mulitas —«pajareras» las llamaban— que hasta ahora se hubiesen empleado en recogidas de borrachos, rateros y maricones. Junto con ello, se observaba un excesivo movimiento de policías en la ciudad. Motocicletas que iban y venían. Repentinas apariciones, aquí, allá, de detectives pronto detectados por un harto visible empeño de «no llamar la atención» —vestidos en un estilo mixto de representante comercial y Nick Carter, que no dejaba lugar a dudas. Y, con todo ello, esas sirenas, estridentes, inquietantes, respondiéndose, de barrio a barrio, por encima de tejados y azoteas —promoviendo un pánico de palomas entre los edificios modernos. —«Algo pasa» —decían las gentes, sorprendidas—: «Algo pasa». Y muchas cosas pasaban, muchas cosas pasaron, en efecto, aquel día que, de hora en hora, se fue engrisando de lloviznas tibias. A las dos y media de la tarde estaba el Vice-Rector de la Universidad explicando, en cátedra, el nominalismo y voluntarismo de Guillermo de Occam, cuando la policía irrumpió en su clase, haciéndolo preso y cargando, de una vez, con todos sus alumnos, por haber protestado. Prosiguiéndose el allanamiento de la Facultad de Humanidades, ocho catedráticos más fueron llevados, a patadas y empellones, hacia los nuevos carros-prisión. Cansado de oírlo clamar por fueros centenarios y autonomías, el Capitán Valverde tiró el Rector, de un manotazo, en la fuente del patio central, con birrete, ínfulas y toga —atributos con los cuales había pretendido imponer respeto a los invasores… A las tres, ocuparon las autoridades —al mando del Teniente Calvo, experto designado— distintas librerías que ofrecían al público, en ediciones económicas, libros tales como La semana roja en Barcelona (opúsculo sobre la muerte del anarquista Ferrer), El caballero de la Casa Roja, El lirio rojo, La aurora roja (Pío Baroja), La virgen roja (biografía de Louise Michel), El rojo y el negro, La letra roja de Nathaniel Haw-thorne —exponentes todos, según el experto, de una literatura roja, de propaganda revolucionaria, culpable, en mucho, de hechos como el que anoche había sucedido en Palacio. Los tomos, arrojados a carretones, tomaron el camino del Incinerador de Basuras construido, poco antes, en las afueras de la ciudad. —«Llévense, de una vez, La caperucita roja» —había gritado, fuera de sí, uno de los comerciantes. —«Va preso, por gracioso» —dijo el Teniente Calvo, entregándolo a un agente… Y luego —serían las cinco— empezó el allanamiento de las casas: policías llovidos del cielo corrían sobre los techos, caían en los patios, entraban en las cocinas, rompían puertas, reptaban bajo las camas, registraban los armarios, volteaban gavetas, abrían baúles, entre llantos de mujeres, gritería de niños, maldiciones de abuelas —y furia del patriarca, clamante en su sillón de ruedas, y el tísico apaleado a muerte, por decir que el Primer Magistrado era un hijo de la chingada y que su difunta Doña Hermenegilda, tan postulada para santa, se había cansado de manosearle la reata a un joven oficial de húsares, famoso por las excepcionales proporciones de su natura… Cayó la noche, entre confusos rumores de arrestos, detenciones, desapariciones de «elementos subversivos», agentes de Alemania, socialistas germanófilos, sin que la ciudad, empero, pareciera alterada en el pulso de sus actividades habituales. Se encendieron los anuncios lumínicos del Vino Mariani, de la Gyraldose y del Urodonal, y sonaron los timbres de los cines, mientras, en cafés y bares, hojeaban las gentes en vano las ediciones de periódicos vespertinos que hablaban de todo, menos de lo que se esperaba. Hubo como un descanso en el rodar de las Jaulas Negras. La Banda de Bomberos, por ser jueves, tocó la marcha Sambre-et-Meuse, el ballet de Sansón y Dalila y varios pasodobles toreros, en la glorieta del Parque Central. Las calles calientes —San Isidro, La Chayota, el Mangue, Economía, San Juan de Letrán… — se llenaron de parroquianos. Pero, a golpe de once se inició, repentina y brutal, la invasión de burdeles, garitos, tabernas y bailes de violinillo y requinto. Quienes no pudiesen probar su condición de empleados públicos o de miembros del ejército, eran amontonados —algunos sin vestir— en camionetas militares, para ser llevados a la vieja Prisión Central, cuyas celdas, galeras y patios, estaban ya atestados de gente… Y cuando amaneció, el Terror reinaba en la ciudad. Seguían los arrestos. Corrían las Jaulas Negras. Y sin embargo, con Terror y todo, al limpiar, aquella tarde, la pequeña biblioteca de la Sala del Consejo, la Mayorala Elmira encontró, tras de la Historia universal de César Cantú, una sospechosa lata de animal-crack, que resultó ser una tosca bomba de fabricación casera, a tiempo desarmada por un guardia del Palacio, aprendiz de artificiero. —«Habrá que apretar más» —comentó Peralta.
       Con la edad y el endurecimiento de las arterias, los ojos del Primer Magistrado —nunca quiso ponerse gafas, puesto que no las necesitaba para leer— habían cobrado la extraña desvirtud de eliminar terceras dimensiones. Veía las cosas, de cerca o de lejos, como imágenes planas, sin relieves, semejantes a las que se pintan en los vitrales góticos. Y así, como figuras de vitral gótico, miraba cada mañana a los Hombres del Color Reglamentario —éste, de azul y negro, el otro, en blanco y oro, el tercero, de guerrera amarillo-arena— que le hablaban de sus Trabajos del día anterior, de la noche transcurrida en comisarías y calabozos, cuarteles y mazmorras, para arrancar palabras, nombres, direcciones, informes, a quienes no querían hablar. Y era, en recuento de inmersiones y tortores, cuelgas y violencias, con catálogo de tenazas, garrotes, braseros y hasta mazorcas de maíz —esto, para las mujeres—, visiones de hagiografía, caída de malditos, ilustración de tormentos, trasladados a la transparencia del gran vitral abierto sobre el lejano esplendor del Volcán Tutelar. Con un «Muchas gracias, señores», rompíase el vitral primero, se eliminaban los azules, blancos y amarillos de la imagen inicial, y entraban, por otra puerta, para insertarse en el vitral segundo, los hombres del Escuchar y del Mirar, los Asomados, los Oidores, los Difusos, los Esparcidos, los Comediantes, maestros de mayéutica, virtuosos de la heurística, que no sólo informaban de lo sacado por mañas, de lo agarrado al vuelo, de lo entendido a medias, de la culpable frase recogida en recepción diplomática, a la orilla de un bar, en las tibiezas de una alcoba —estaban en todas partes, penetraban sin ser vistos, Convidados de Vidrio un día, Convidados de Piedra, si era preferible, colados, fisgones, a menudo simpáticos… — sino que eran Vigilantes de Vigilantes, Observadores de Astutos, memoria-listas de cuanto inventaban, urdían, tramaban, los mismos colaboradores, familiares y contertulios del Primer Magistrado, al favor de su Alta Sombra. Así, oyendo a sus gentes de ojo en cerradura y olfato alerta, a veces con enojo, a veces con risas, se enteraba de los muy diversos y pintorescos negocios que a sus espaldas se manejaban: el negocio del puente construido sobre un río ignorado por los mapas; el negocio de la Biblioteca Municipal sin libros; el negocio de los sementales normandos que nunca cruzaron el Océano; el negocio de los juguetes y abecedarios para kindergartens que no existían; el negocio de las Maternidades Campesinas, a las que nunca iban las campesinas, desde luego, puesto que, por hábito secular, parían sobre un taburete desfondado, tirando de una soga pendiente del techo, con el sombrero del marido en la cabeza para que les viniese un varón; el negocio de los cipos kilométricos en piedra, que quedaron en tablillas pintadas; el negocio de las películas pornográficas vendidas en latas de Quaker-Oat; el negocio de la Charada China («jeux des trente-six bêtes», lo había llamado el Barón de Drumond, introductor en América de la lotería cantonesa de los bichos numerados) que manejaba la Brigada de Represión de Juegos Ilícitos de la Policía Nacional; los negocios del Erectyl, del licor coreano con raíz de mandrágora en el frasco, el bejuco-garañón de Santo Domingo, los polvos de carey y extractos de cantárida; el negocio de los traga-monedas —tres campanas, o tres ciruelas, o tres cerezas, igual: jackpot— llevado por el Jefe de la Secreta; el negocio de las partidas de nacimiento ad perpetuam memoriam para los «interdits de séjour» y cayeneros franceses, deseosos de ser compatriotas nuestros; el negocio de los consultorios astrológicos, videncias, quiromancias, cartomancias, horóscopos por correspondencia, místicos hindúes —todos prohibidos por la Ley— con los cuales, se entendía el Ministro del Interior; el negocio de los «Verascopios Galantes», tolerados en ferias y parques de diversiones, que eran del Capitán Valverde; el negocio de las postales catalanas —menos finas que las francesas, decían los entendidos—, asunto del Capitán Calvo; el negocio de las «Sábanas benditas para Recién Casados» («Draps benis pour jeunes mariés» [sic], cuya manufactura estaba en París, en el barrio del Marais, y se destinaban al ajuar de toda novia cristiana… Entre divertido y enojado —pero más divertido que enojado— contemplaba cada mañana, el Primer Magistrado, aquel panorama de fullerías y combinas, pensando que lo menos que podía hacer era premiar la fidelidad y el celo de los suyos con graciosa moneda de folklore. Porque él no era —ni había sido nunca— hombre de negocios pequeños. Amo de empresas manejadas por trasmano, era Señor de Panes y Peces, Patriarca de Mieses y Rebaños, Señor de Hielos y Señor de Manantiales, Señor del Fluido y Señor de la Rueda, bajo una múltiple identidad de siglas, consorcios, razones comerciales, sociedades siempre anónimas, ignorantes de quiebras ni descalabros. Contemplaba, pues, sus vitrales mañaneros el Primer Magistrado, pero notando que, a pesar del Terror desatado desde el estallido de la primera bomba puesta en Palacio, había algo, algo que sus gentes no lograban apresar, algo que se les iba de las manos, que no cesaba con las prisiones, ni las torturas, ni el estado de sitio: algo que se movía en el subsuelo, en el infrasuelo, que surgía de ignoradas catacumbas urbanas; algo nuevo en el país, imprevisible en sus manifestaciones, arcano en sus mecanismos, que el Mandatario no acertaba a explicarse. El ambiente estaba como cambiado por un polen impalpable, un fermento soterrado, una fuerza huidiza, escurridiza, oculta y sin embargo manifiesta, silenciosa aunque con vivo pálpito de sistema sanguíneo, en una cotidiana fabricación de hojillas clandestinas, manifiestos, proclamas, panfletos de tamaño bolsillo, largados por imprentas fantasmas (—«… ¿y no son ustedes capaces de dar con algo tan difícil de esconder, tan ruidoso, como una imprenta?» —gritaba el Primer Magistrado en sus mañanas de cólera encendida…) donde no se le insultaba ya a la criolla, en jerga de solar y conventillo, con retruécanos y chistes de fácil invención, como antes se hacía, sino que, definiéndosele como Dictador (más le hería esa palabra que cualquier epíteto soez, cualquier intraducible remoquete, porque era moneda de enojoso curso en el extranjero —y, sobre todo, en Francia) se revelaban al público, con lenguaje escueto y tajante, muchas cosas —actos, negocios, decisiones, eliminaciones… —que jamás hubiesen debido llegar al conocimiento de las gentes… —«Pero… ¿quién, quién, quién publica estas hojas, estos libelos, estas infames calumnias?» —gritaba, cada mañana, el Primer Magistrado, ante sus acostumbrados vitrales de caras sudorosas, crispadas, angustiadas por la incapacidad de responder. Algo balbuceaban, en azul, blanco y amarillo, los del Color Reglamentario; algo apuntaban, tras de ellos, contradictorios, desnortados, los pálidos Cofrades de la Mayéutica, aunque procediendo por eliminación. Apretaban su cerco en torno a los textos, buscando culpables entre las líneas. No eran los anarquistas: estaban todos presos; no eran los partidarios de Luis Leoncio Martínez, ya encerrados en distintas cárceles del país; no eran los medrosos oposicionistas de otras facciones, más que fichados y vigilados, que no contaban con los medios técnicos necesarios para tener una imprenta clandestina en continuo y exasperante funcionamiento… Y así fue como, a fuerza de conjeturas, de hipótesis lanzadas al tapete del cálculo de probabilidades, juntándose letras sueltas como piezas de un puzzle inglés, se llegó a la palabra C-O-M-U-N-I-S-M-O, última en proponerse a las mentes… Pero, en fin —y ahora reflexionaba el Primer Magistrado acerca de ello, a solas con Peralta—, éramos gente tremendamente novelera, como eran todos los latinoamericanos. Bastaba que una cosa se echara a rodar por el mundo —una moda cualquiera, un producto, una doctrina, una idea, una manera de pintar, de escribir versos, de decir pendejadas— para que la acogiéramos con entusiasmo. Esto era tan cierto para el Futurismo Italiano, como para la Juvencia del Abate Soury; tan cierto para la teosofía, como para los maratones de baile; tan cierto para el Krausismo como para las mesas giratorias. Y ahora ese comunismo ruso, exótico, imposible, condenado por todos los espíritus honestos desde el infame Tratado de Brest-Litovsk, estaba largando antenas hacia América. No eran muchos, por suerte, los partidarios de esa doctrina sin porvenir, ajena a nuestras costumbres —en todo caso, sus actividades no habían sido muy visibles hasta ahora—, pero ya que se la consideraba, de pronto, como un motor posible, surgía ante los presentes la desdeñada figura de un joven de apellido Álvarez, o Álvaro, o Alvarado —Peralta no se acordaba muy bien—, más conocido por El Estudiante desde que, en un discurso particularmente agresivo, hubiese dicho: «No vean en mí sino un estudiante más, cualquier estudiante, El Estudiante» —que algo se había destacado en pasadas agitaciones universitarias. Un informador lo había oído hablar recientemente, en términos elogiosos, del Lenin ese, que había derribado a Kerensky en Rusia, instaurando, allá, el reparto de las riquezas, las tierras, el ganado, las vajillas de plata, las mujeres… —«Pues, hay que buscarlo» —dijo el Presidente—: «A lo mejor, por ahí encontramos algo». Pero el acostumbrado vitral de cada mañana se transformó pronto en un cuadro de consternación. No había modo de apresar al Estudiante. Y como nunca se le había vigilado mucho, por inofensivo —parecía más interesado por la poesía que por la política— no acababan de ponerse de acuerdo los Expertos de la Seguridad sobre su aspecto físico, estatura, fisonomía, corpulencia. Decían unos que tenía los ojos verdes; decían otros que los tenía castaños; decían éstos que era atlético; decían aquéllos que era hombre debilucho y enfermizo: 23 años, según los registros de inmatriculación universitaria; huérfano de madre; hijo de un maestrescuela caído en la matanza de Nueva Córdoba. Estaba en la ciudad, sin embargo; pero cuando la policía irrumpía en sus escondrijos, sólo encontraban los agentes una cama desarreglada, con indicios de reciente presencia, una botella de cerveza a medio beber, papeles quemados, colillas de cigarros, un libro dejado en el piso: cierta vez, el Tomo I de El capital de Karl Marx, comprado —como podía verse por el cuño comercial— en la librería «Atenea» de Valentín Jiménez, ahora preso por vender libros rojos. —«¡Eso!» —gritó el Primer Magistrado al saberlo—: «Los cretinos estos recogen El rojo y el negro y El caballero de la Casa Roja, pero dejan los libros más peligrosos en los mostradores». Y como el Ilustre Académico le hubiese hablado alguna vez, allá en París, de un «peligro marxista», de una «literatura marxista», ordenó a Peralta («más inteligente que estos detectives de mierda, sin desmejorar lo presente»…) que le trajera cuanta literatura de ese tipo pudiese hallar en la ciudad… Dos horas después, varios tomos se alineaban en la mesa del despacho presidencial: Marx: La lucha de clases en Francia (1848-I850), El 18 Brumario de Luis Bonaparte, La guerra civil en Francia (1871). —«¡Bah!… Todo eso es prehistoria» —dijo el Primer Magistrado, apartando los volúmenes con mano desdeñosa. Marx-Engels: Crítica de los programas de Gotha y de Erfurt… —«Esto me huele a panfleto contra la nobleza europea… Porque el Gotha, como tú sabes, es algo así como el anuario telefónico de príncipes, duques, condes y marqueses»… Engels: Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. —«No creo que esto sea capaz de pervertir a nuestros conductores de tranvías»… Marx: Salario, precio y provecho. Y leyó el Presidente: La determinación de los valores de las mercancías mediante cantidades relativas de trabajo que les son incorporados es algo totalmente distinto del método tautológico de la determinación de los valores de las mercancías por el valor del trabajo o por los salarios. —«¿Entendiste algo? Yo, tampoco». Marx: Contribución a la crítica de la economía política. Hojeó el tomo hasta un Apéndice que promovió su hilaridad: «Con versos en inglés, versos en latín, versos en griego… A ver si con eso adoctrinan a la Mayorala Elmira». («Me tienen por más bruta de lo que soy» —dijo la otra, picada…) Y aún se reía, cuando agarró otro tomo: —“¡Ah! ¡Aquí tenemos al famoso Capital…! A ver:

La primera metaformosis de una mercancía,
su transformación de forma de
mercancía en dinero envuelve siempre
al mismo tiempo, la segunda metaforfosis
antagónica de otra mercancía, o sea, su
reversión de la forma de dinero en mercancía.
D-M o sea, la compra, es a la par venta, M-D;
por tanto, la metamorfosis final de una mercancía
representa al mismo tiempo la metamorfosis final de otra. Para nuestro tejedor, representa el tránsito de su mercancía a la Biblia, en la que se han vuelto a convertir las dos libras
esterlinas convertidas en el lienzo. Pero,
a su vez, el vendedor de la Biblia invierte
las dos libras esterlinas entregadas por el
tejedor en aguardiente. D-M, fase final del
proceso D-M-D (lienzo-dinero-Biblia), es a la
par M-D, o sea, la primera fase del proceso
M-D-A (Biblia-Dinero-Aguardiente)…

       —«Para mí, lo único aquí que está claro es el aguardiente» —dijo, de muy buen humor, el Primer Magistrado—: «¿Y cuánto vale el mamotreto alemán ese?» —«Veintidós pesos, señor». —«Pues, que lo vendan, que lo vendan; que lo sigan vendiendo… No hay veintidós personas, en todo el país, que paguen veintidós pesos por ese tomo que pesa más que la pata de un muerto… M-D-M, D-M-D… A mí no se me tumba con ecuaciones… —“Pero vea esto, sin embargo» —dijo Peralta, sacándose un delgado folleto del bolsillo: Cría de las gallinas Rhode-Island Red. —«¿Qué tiene esto que ver con lo otro?» —dijo el Presidente—: «Aquí nunca hemos podido aclimatar las gallinas americanas. Ni las Nat-Pinkerton, de plumas en las patas; ni las Leghorn que allá en el Norte ponen más huevos que días tiene el año, pero a las cuales, aquí, no sé por qué, se les cierra el culo, y no largan sino cuatro por semana; y a las gordas Rhode-Island Red las devora el piojillo en cuanto llegan». —«Abra el librito, Presidente. Y fíjese bien»… Marx-Engels: Manifiesto del Partido Comunista… —«¡Ah, carajo, esto es otra cosa!» Y, ceñudo, desconfiado, leyó: Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las potencias de la Santa Alianza se han aliado para acosar a ese fantasma: el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales de Francia y los policías de Alemania. Hubo un silencio. Y luego: —«Como siempre: jeroglíficos o prehistoria. La Santa Alianza (¿no fue después de la caída de Napoleón?), el Papa, que no molesta a nadie, Metternich y Guizot (¿quiénes se acuerdan, aquí, que existieron unos señores llamados Metternich y Guizot?), el Zar de Rusia (¿cuál de ellos? Ni yo sabría decirlo…)… Prehistoria… Prehistoria pura…» Sin embargo, al llegar, saltando páginas, a las líneas finales del folleto disfrazado de tratado avícola, se detuvo, como meditabundo, ante una frase: En suma, los comunistas apoyan, en todo país, cualquier movimiento revolucionario dirigido contra el orden social y político existente… Hubo una larga pausa. Y, al fin: «El anarquismo de siempre; bombas en París, bombas en Madrid; atentados a reyes y reinas; el anarcosindicalismo, el comunismo, el R. S. A. el M-D-M, el D-M-D, el P. O. S. D. R. y el Y. M. C. A. El desorden del alfabeto, la proliferación de las siglas, indicio de la decadencia de los tiempos. Sin embargo, eso de la cría de Rhode-Island Red… Es ingenioso… Rojo-Red… Mándalo a recoger y que metan en la cárcel a quien encuentren trajinando con esa literatura avícola… Además… Además… Pero…, ¿qué pasa?»… Serían las tres de la tarde. Comenzó a martillar, solemne, acompasado, el badajo de la Catedral. Y como si, sobre la obra primera de un enorme broncero litúrgico sonara un martillo gigantesco, genitor de campanas-hijas, hijas-campanas, respondieron las esquilas vírgenes, agudas, jamás rajadas, de la Ermita de la Paloma, allá arriba, en las fronteras nevadas del Volcán Tutelar, recogidas sus voces por el soprano de San Vicente de Río Frío, el barítono de las Hermanitas de Tarbes, la coloratura del carillón de los Jesuitas, el contralto de San Dionisio, el bajo profundo de San Juan de Letrán, el argentado solfeo de la Divina Pastora, encendiendo una fiesta de choques y repiques, llamadas y tintineos, júbilos y gozos, de cuyas cuerdas maestras se guindaban, subiendo, bajando, escarranchados, bailando en el aire, sonadores y monaguillos, seminaristas y capuchinos, de ágiles mañas, que del suelo volvían a alzarse de un taconazo para ascender en vaivén, a compás del escándalo de arriba, por el gran pozo resonante de las torres. Y se armó el concierto de Norte a Sur, el concertante de Este a Oeste, envolviendo la ciudad en prodigiosa polifonía de balances, pálpitos y percusiones, en tanto que las sirenas de fábricas, las cornetas de automóviles, los sartenes golpeados con cuchara, las cazuelas, las latas, todo lo que sonara, resonara, ensordeciera, se levantaba sobre la angostura de las calles viejas y la asfaltada anchura de las calles nuevas. Ahora silbaban las locomotoras, ululaban los carros de bomberos, tremolaban, en cobre, los timbres de tranvías. —«¡Se acabó la guerra!» —gritó, entrando sin ser anunciado, el Ministro de Relaciones Exteriores, echando mano a la botella de Santa Inés que, dejada sobre la mesa de los libros, acababan de descorchar, seguros de no ser observados, el Primer Magistrado y su secretario—: «Se acabó la guerra. Ha triunfado la Civilización sobre la Barbarie, la Latinidad sobre el Germanismo. ¡Una victoria que es nuestra victoria!»… —«Nos jodimos» —dijo el Presidente a media voz—: «Ahora sí que nos jodimos»… Los colegiales, libres de clases, salían, gritando y cantando, de sus escuelas. Las alegres muchachas de la Calle de La Chayota, de Economía, de San Isidro, se echaron a las calles luciendo cofias de Lorena o negros lazos alsacianos posados en el moño. «Se acabó la guerra… Se acabó la guerra»… Los artesanos, los albañiles, los afinadores de piano, los empeñistas, los garroteros, los pregoneros del mango y del tamarindo, las moledoras del maíz tierno, los deportistas de camisetas historiadas, los heladeros, los organilleros con mono vestido a la italiana, los del aseo urbano, los profesores con pecheras almidonadas, los químicos azucareros, los naturistas, los teósofos, los bookmakers del hipódromo, los investigadores, los espiritistas, los hombres de laboratorio, los maricones de clavel en la boca, los folkloristas, los hombres de libros, los hombres de la timba, los hombres de la toga y del birrete, desfilaban al compás del mismo clamor: «Se acabó la guerra… Se acabó la guerra». Aparecieron los voceadores de ediciones especiales, con títulos en caracteres de 64 puntos: «Se acabó la guerra… Se acabó la guerra»… Los estudiantes, sabiendo que la policía tendría el buen juicio de no molestarlos en tal celebración, se echaron a las calles, en denso cortejo, sacando en hombros, de la Universidad de San Lucas, una plataforma de madera donde un mulo automático, con casco de punta y bandera alemana en el lomo, daba de coces en el vacío, castigado, cada vez, por el sable de un maniquí que figuraba, en tricolor realzado de oros, la persona del Mariscal de Francia. Y cantaban los del séquito:

El Kaiser corcovea
Y Yoffre lo menea.

      Dio varias vueltas al Parque Central la animada alegoría, con su Joffre de pantalones rojos. Se detuvo frente al Palacio Presidencial. Tomó el Boulevard de la República, hacia la ciudad alta, en tanto que los curas de la Divina Pastora sacaban otra plataforma donde veíase la Virgen, con gran manto de luces, victoriosamente parada sobre un dragón verde, agónico y retorcido —sacado del altar de San Jorge—, de cuya endemoniada cabeza colgaba un letrero de cartón donde se ostentaba la palabra GUERRA en espesos trazos de tinta china. Y eran mujeres, ahora, las que cantaban la vieja canción aldeana:

Santa María
Líbranos de todo mal
Ampáranos, Señora,
De este tremendo animal.

      Y volvían los otros, por la Calle del Comercio, con su mula y su Mariscal movidos por alambres, sonando maracas y disparando cohetes.

El Kaiser corcovea
Y Yoffre lo menea.

       Y entraban las siervas de la Divina Pastora en la Calle de los Plateros, para desembocar, subiendo por las Gradillas, al Boulevard Auguste Comte:

La Virgen cogió un machete
Para poderlo matal
Y el Demonio en cuatro patas
Se metió en un matorral.

       —«¡Nos jodimos!» —dijo el Primer Magistrado, que contemplaba todo aquello con ceño de pocas alegrías. —«Pero, Presidente, el triunfo de la Razón, el triunfo de Descartes»… —«Mira, Peralta: con esto, pronto se nos vienen abajo el azúcar, el banano, el café, el chicle y el balatá. Se acabaron las Vacas Gordas… Y se dirá que nada tuvo que ver mi gobierno con la prosperidad del país».

El Kaiser corcovea
Y Yoffre lo menea.

       —«Manda a organizar un gran banquete oficial para celebrar la victoria de Santa Genoveva sobre los Hunos, de Juana de Arco contra Clausewifz, de la Divina Pastora contra el Comunismo Internacional. Ahora volverán las cigüeñas de Hansí a los techos de Colmar y sonará, glorioso, el clarín de Déroulède… Descartes ganó la guerra, pero nosotros nos fregamos…».

Santa María
Líbranos de todo mal…

       … «y sin embargo hay modo de sacarle una última tajada a la contienda. Ahora que la gente todavía tiene real, abriremos una enorme colecta para la Reconstrucción de las Regiones Devastadas de Francia… Ponle un cable a Ofelia. Dile que venga cuanto antes. Todavía podremos aprovechar su traje de enfermera de la Cruz Roja». Y, poco interesado ya por lo que ocurría en la calle, ajeno a la baraúnda universal, nostálgico e invadido por secretas congojas, dio cuerda, el Primer Magistrado, al gramófono de bocina que dormía en un rincón de su despacho, para escuchar un disco de Fortugé:

Lorsque la nuit tombe sur Paris
La belle église de Notre-Dâââââme
Semble monter au Paradis
Pour lui conter son état d’ââââme.


13

      La Campaña de Recaudación de Fondos para la Reconstrucción de Regiones Devastadas por la Guerra fue un magnífico logro que, además de procurar beneficios marginales tan cuantiosos como incontrolables, acabó de restablecer el prestigio del país y de su inteligente Gobierno en una Europa harto absorbida por sus problemas de paz para recordar sucesos nimios, locales, exóticos, situados en las ya borrosas lejanías de una época anterior a cierto histórico mes de agosto que había trastornado el mundo. Ofelia, llevando traje de enfermera, paseó de ciudad en ciudad, de ateneo en ateneo, una exposición de grabados, dibujos, carteles y elocuentes fotografías, que mostraban campos de desolación, aldeas muertas, cráteres de minas, catedrales malheridas y horizontes de cruces. «Te piden escuelas para sus hijos» —leíase sobre el desolado panorama de un cementerio militar. «Devuélveme mis moradas» —leíase, al pie de un Cristo traspasado de balas… Mientras tanto, una ya inflada prosperidad, llevada por su desaforado impulso, seguía en ascenso de especulaciones y despilfarros, sin que los favorecidos y aupados hiciesen caso de los sombríos vaticinios de ciertos economistas —puritanos aguafiestas cuyas voces de sibilas calculadoras desentonaban en el confiado coro de quienes cantaban los gozos de una ficción cada día renovada. Porque en ficción se vivía. Sin percatarse de ello, las gentes se integraban en una enorme feria de birlibirloque, donde todo era trastrueque de valores, inversión de nociones, mutación de apariencias, desvío de caminos, disfraz y metamorfosis —espejismo perpetuo, transformaciones sorpresivas, cosas puestas patas arriba, por vertiginosa operación de un Dinero que cambiaba de cara, peso y valor, de la noche a la mañana, sin salir del bolsillo —valga decir: de la caja de caudales— de su dueño. Todo estaba al revés. Los miserables vivían en Palacios de Fundación, contemporáneos de Orellana y Pizarro —ahora entregados a la mugre y las ratas— mientras los amos moraban en casas ajenas a cualquier tradición indígena, barroca o jesuítica —verdaderas decoraciones de teatro en tonalidades de Medioevos, Renacimientos o Andalucías hollywoodianas, que jamás habían tenido relación con la historia del país, cuando no se remedaban, en edificios grandes, los Segundos Imperios del Boulevard Haussmann. El nuevo Correo Central tenía un magnífico Big-Ben. La nueva Primera Estación de Policía era Templo de Luxor, de color verde Nilo. La residencia campestre del Ministro de Hacienda, era preciosa miniatura del Palacio de Schönbrunn. El Presidente de la Cámara alojaba su querida en una pequeña Abadía de Cluny, revestida de yedras importadas. Se jugaban fortunas, cada noche, en frontones de pelota vasca y canódromos de lebreles ingleses. Se cenaba en la Villa d’Este o La Troika (cabaret recientemente abierto por los primeros rusos blancos llegados acá, vía Constantinopla), mientras era solamente en fondas chinas donde servíanse todavía los platos tradicionales del país, ahora menospreciados como cosa de alpargata o romance de ciegos —erigiéndose con ello, los marmitones cantoneses, en Conservadores de las Artes Culinarias Nacionales. Los éxitos musicales del día eran Caravan, Egyptland, Japanese Sandman, Chinatown, my Chinatown, y, sobre todo, Hindustan, presente en el atril de todos los pianos, bajo cubierta donde un elefante y un cornac se silueteaban en negro sobre un sol encarnado. Las mujeres favorecidas por el boom no sabían ya dónde lucir sus diademas, pendientes y collares, sus modas de Worth, Doucet y las Hermanas Callot. Y, por lo mismo, atendiendo a un viejo anhelo, hoy realizable, pensó el Primer Magistrado en la posibilidad de instalar la Ópera dentro de la Ciudad-Ópera, Capital de la Ficción, ofreciendo a sus compatriotas un espectáculo semejante a los que se presentaban en Buenos Aires y Río de Janeiro —urbes de ojos siempre puestos en artes y refinamiento del Viejo Mundo. Adolfo Bracale, empresario de giras americanas, animado por una tal pasión de drama lírico que había llevado Simón Boccanegra, Manón y Lucía de Lamermoor a salitreras de Chile, haciendas bananeras, puertos australes y caucherías de Manaos, tramontando páramos, remontando ríos, visitando Antillas grandes y menores, con sus gentes, vestuario y decorado —hombre capaz de tomar la batuta cuando un maestro concertador se le enfermaba de paludismo o de hacer sonar una Madame Butterfly con orquesta de piano, siete violines, flauta, saxofón, bombardino, dos cellos y un contrabajo, si no hallaba mejores elementos en plaza— fue el encargado de poner en el escenario del Teatro Nacional «lo mejor que hubiese en el mundo»… Y así, una buena mañana, el ferrocarril de Puerto Araguato hizo su entrada en la capital trayendo templos antiguos, retortas de alquimista, un cementerio escocés, varias casas japonesas, el Castillo de Elsinor, la terraza de San Ángelo, monasterios, grutas y mazmorras, todo doblado, enrollado, en piezas por armar, selvas desplegables, claustros entelados, en tantas cajas que dos trenes seguidos apena s si bastaron para cargar con todo ello. Y, por fin, al atardecer, un tercer convoy —el del coche-comedor ultramoderno, con menú en francés— entró en la Estación Terminal, relumbrante de celebridades que fueron saliendo a los andenes entre fogonazos de magnesio y turbamulta de flores, cumplidos de funcionarios oficiales, aplausos a nivel de fama y mandolinatas de la Colonia Italiana: el gran Enrico Caruso, ante todo, de chaleco cruzado y diamante en corbata, Borsalino gris claro y mancuernas de platino, amable, verboso y campechano, y que, aturdido por tantas solicitudes y halagos, equivocándose de lugar, saludaba como general a un cabo segundo, trataba de excelencia al jefe maletero, descuidaba al Ministro verdadero para abrazar al melómano con cara de ministro, repartiendo autógrafos por docena, besando a los niños, feliz en aquel ambiente que le recordaba el de alguna plazuela napolitana en día de holgorio; apareció luego Titta Rufo, de ceño dramático, robusta figura y rugiente tórax, vestido de ligera tela Palm-Beach, pareciendo imposible que tan atlética estampa se aviniese con la atormentada delgadez del Hamlet, puesto en cartelera, cuyo personaje habría de animar pocos días después; y de los vagones bajaron Lucrecia Bori, toda dientes y coloratura, ya metida en el papel de Rosina, con madroño y basquiña española; Gabriella Bezanzoni, contralto de navaja en la liga, cuya apostura de ricahembra contrastaba brutalmente con la endeblez de las pálidas bailarinas norteamericanas que, cargando con sus zapatillas en maletines de hule, descendieron, tras de ella, del carro presidencial; Ricardo Stracciari, de guantes de cabritilla y levita de deudo en gran entierro, respondiendo a los periodistas con impostada voz; el flaco Mansueto, largo como dómine de picaresca, que había tenido la humorada de desembarcar con la teja de Don Basilio bajo el brazo; Nicoletti-Korman, que ya veríamos de pecho desnudo, chaliapinesco y blasfematorio, en el Mefistófeles de Boito… Día y noche trabajaron los sastres de la capital, a tijeras forzadas, en paños de frac y chalecos de piqué, mientras las costureras corrían de prueba en prueba para terminar o retocar esto o aquello, alargar faldas, rebajar escotes, reajustar el vestido de la esmirriada por alguna pasión de ánimo, estirar las costuras de la obesa, anchar el talle de la empreñada, actualizando, modernizando —adaptando lo pasado de moda a la línea de los últimos figurines. Con miembros de estudiantinas y orfeón se constituyeron los coros; trabajaron los músicos mejores del país, al fin reunidos en orquesta, bajo la dirección de un boloñés de genio atroz que, sin detener por ello la ejecución de un pasaje, daba, a gritos, indicaciones del tipo de: «Fa sostenido, cabrón»… «Negra con puntillo, miserable»… «Dolce ma non pederasta» (esto, para el preludio de La Traviata), «Allegro con coglioni» (esto, para la obertura de Carmen), afirmando a todas horas —y con ello remedaba a su maestro Toscanini— que más valía vivir entre chulos y putas que andar con músicos, aunque con ellos anduviera, en fin de cuentas, cuando, terminado el ensayo, envuelto el cuello en toallas de felpa, iba al botiquín Roma, de movido ambiente popular, a beberse varias copas de ron Santa Inés aligerado con Fernet Branca… En espera del comienzo de la temporada había fiesta, cada noche, en honor de las gentes de la Scala y del Metropolitan que, afirmando siempre «que no estaban en voz», acababan por cantar alguna romanza del repertorio de Piedrigrotta o el Vorrei morire de Tosti. Y, mientras tanto, entre martillazos, regaños, imprecaciones, accidentes, decoraciones rotas, escotillones que no funcionaban, lanzas perdidas, accesorios dañados, una rueca dejada en Italia, reflectores inadecuados, humos diabólicos que nunca salían a tiempo, una invasión de ratas en los camerinos, disenterías, cólicos de mayo, flores que daban alergia a la soprano, una pelea por faldas mulatas entre Mansueto y Nicoletti, contratos rotos y vueltos a firmar, una bofetada del violín concertino al segundo fagote, infinitas quejas, varias afonías, dos forúnculos debidos al clima, los mosquitos, trajes manchados, lluvias tropicales, una hernia, nuevas afonías, ronchas y sarpullidos, se fue construyendo un Fausto en tal grado impresionante y memorable que sus portentos pasaron, de inmediato, a las trovas de decimistas y payadores, para asombro de quienes no se hubiesen enterado. Vino luego una magnífica Carmen de Bezanzoni-Caruso, aunque en el acto de los contrabandistas, a falta de trabucos, extraviados durante el viaje, los coristas estaban armados con carabinas Winchester —pero de esto sólo se percataron los expertos. Hubo después un Barbero de Sevilla, donde Mansueto hizo un Don Basilio tan truculento y burlesco que su actuación sobrepasó a la de Fígaro Titta Rufo, en cuanto a bravura y silueta. La Traviata de María Barrientos llevó al público al colmo del gozo: el «Brindis» tuvo que ser cantado tres veces ante aplausos que no dejaban seguir la partitura adelante; la gran escena del viejo Germont y Violeta promovió los discretos llantos del caso, y, al final, fueron tantas las flores arrojadas al escenario que los intérpretes, al saludar, hollaban un suelo de rosas, nardos y claveles… Y la temporada prosiguió triunfalmente con La Favorita, Martha de Flotow (uno de los grandes éxitos de Caruso), Hamlet de Ambrosio Thomas, Rigoletto y La Sonámbula… El Primer Magistrado estaba feliz. La ópera había transfigurado la capital. Después de las funciones, los cafés elegantes se llenaban de un público que lucía lo más caro y centelleante que pudiese verse en alhajas y atuendos —público que era contemplado desde la calle por un pueblo asombrado de tener ahí, al alcance de la mano, como quien dice, un mundo de lujos que sólo había imaginado hasta ahora a través de las novelas rosa, películas de ambiente millonario o las portadas del Vanity Fair vistas en quioscos de periódicos, con tantas mujeres nuestras pasadas, repentinamente, en estilo y galas, al ámbito de John Singer Sargent o de Jean-Gabriel Domergue. —«Nos vamos haciendo gente, Peralta; nos vamos haciendo gente» —decía el Presidente, mirando hacia la suntuosa platea donde, en los entreactos, sólo se hablaba en términos de racconto, portamenti, fiato, tessitura y arioso… Y todo anduvo bien hasta el estreno de Tosca, donde ocurrió algo insólito: al final del segundo acto, cuando Floria hunde su cuchillo en el pecho de Scarpia, de las localidades altas cayó una ovación enorme, persistente, interminable, que obligó la orquesta a parar. Como nada se hubiese cantado, en aquel momento de la acción, que motivara semejante entusiasmo, no sabía qué hacer Maria Jeritza —y era su debut, aquella noche— moviendo y volviendo a mover los candelabros a derecha e izquierda del cadáver de un Titta Ruffo tan estupefacto como ella. Al fin, un grito de: «¡Mueran los esbirros! ¡Abajo Valverde!», salido de arriba, vino a dar un sentido a aquellos aplausos atronadores, haciendo que la Tosca abandonara el escenario, mientras rápidamente descendía el telón ante una orquesta confundida y muda, en tanto que la policía irrumpía en las localidades de paraíso para arrestar a todo el que no hubiese tenido el tiempo de escurrirse por las escaleras. Al día siguiente, el Andrea Chénier de Giordano se dio en un teatro rodeado de tropas, militarmente ocupado por una oficialidad de gran uniforme, estratégicamente repartida en butacas y galerías. Y aun así pudo oírse, en el acto del Tribunal Revolucionario, un grito de «¡Viva Robespierre!», salido de no se sabía dónde… Toda ópera, ahora, promovía ovaciones, murmullos, siseos, exclamaciones, que tenían motivaciones muy ajenas a la calidad de la música o al acierto de una interpretación. Siempre eran aplaudidos los proscritos, los conspiradores, los regicidas, los trovadores rebeldes, los Hernani; siempre eran silbados los delatores, los alguaciles, los uscocos, los chivatos, los Spoletta. El Primer Magistrado creyó oportuno anular una anunciada representación de la Siberia de Giordano, esperando ahora, irritado, impaciente, que la temporada lírica se cerrara con Aída. Para esa función se movilizaron medios escénicos nunca vistos. A la casa Leady de Nueva York se habían encargado las trompetas rectas del desfile triunfal. Los camellos y elefantes de un circo recién llegado figurarían en el cortejo, seguidos de cincuenta jinetes del 3er. Batallón de Húsares, vestidos a la egipcia y maquillados con propiedad, cuando no fuesen de un aspecto suficientemente nubio o etíope en virtud del color natural. Y nunca representación alguna comenzó con tal brillantez en el movimiento escénico, la acción de los coros, el relumbre de una orquesta que, llevada con mano enérgica y segura, había mejorado enormemente durante las últimas semanas. Fueron alabados los trajes y las decoraciones, fue bisado —como era de esperarse— el Ritorna vincitor, y empezó a transcurrir el segundo acto en una atmósfera de tensión, de anticipado entusiasmo, de gozo colectivo, que iba ascendiendo hacia el escenario, los cantantes, la figuración, a medida que el drama se aproximaba al paroxismo concertante del regreso de Radamés. El célebre tema de la marcha fue tarareado por la sala entera. Y llegábase ya a la gran escena final, con doscientas personas entre columnas y palmeras, Horus y Anubis, con el Nilo por fondo —un Nilo sembrado de bombillas eléctricas— cuando un terrible estampido sonó en la fosa de la orquesta, bajo el aparato de la batería, echando a volar los platillos, cajas, panderos y timbales, en una repentina expansión de humos blancos. Una segunda bomba estalló tras de los contrabajos, promoviendo la fuga de los músicos que subían al escenario, trataban de huir por la platea, se metían en los palcos, acreciendo el pánico de un público que se atropellaba hacia las salidas, saltando por sobre las butacas, empujando, gritando, embistiendo, pateando a quien cayera, mientras, arriba, entre bambalinas que les caían sobre las cabezas, corrían, luchaban, peleando por llegar a las puertas de la calle, los guardias del Faraón, los sacerdotes, arqueros, cautivos encadenados, soldados del 3er. Batallón de Húsares, entre obeliscos caídos, esfinges y trastos rotos. —«¡El Himno! ¡El Himno!» —aullaba el Primer Magistrado al maestro boloñés que, pálido y vociferante, había permanecido en el podio, tratando de contener a sus músicos desbandados. Pero, como apenas quedaban siete u ocho en la fosa, sólo le sonó, en respuesta a sus gritos de: «¡Himno! ¡Presto! ¡Himno!», el casi inaudible vagido de cuatro violines, clarinete, oboe y cello… Mientras el público, aglomerado en la plaza, iba recobrando los ánimos, en tanto que los magullados y pisoteados —pues, en realidad, no había heridos— eran sacados de la sala en brazos de la policía, pudo darse cuenta el Primer Magistrado que no eran bombas las que habían estallado, sino grandes petardos de ruido y humo. —«Hay que reanudar la función» —ordenó a Adolfo Bracale que lo había acompañado valientemente en su inspección, seguido de los electricistas. Pero era imposible: el olor a pólvora llenaba la sala, arruinadas estaban las decoraciones, reventados los parches de timbales, astillados los contrabajos; el telón de boca no descendía, varios coristas se habían lastimado en el tumulto, pateaban y mordían los caballos del desfile triunfal y Amonastro había quedado sin voz. Víctima de una crisis nerviosa, Amneris, encerrada en su camerino, gritaba que esto le ocurría por venir a cantar en un país de cafres. En cuanto a Caruso-Radamés, éste había desaparecido. Como alguien recordaba haberlo visto salir por una puerta trasera, se le buscó inútilmente en todos los alrededores del edificio, en los cafés y bares cercanos. Tampoco había vuelto a su hotel. Podía estar herido, golpeado —desmayado, acaso, en algún lugar obscuro. Y en su busca se afanaba el empresario, cuando un corto circuito dejó el teatro sin luz… El Primer Magistrado, seguido de sus ministros y jefes militares, volvió al Palacio. Su silencio, en aquellos momentos, era expresión de una ira situada mucho más allá de la ira. Ira adentrada, cerrada sobre sí misma, crispación extrema que se le leía en la mirada fija, terrible, ignorante de caras presentes, mirada de apocalipsis, apuntada hacia visionarias lejanías pobladas de tempestades, gritos y escarmientos. En aquel clima se estaba —clima de intolerable tensión— cuando sonó el teléfono en la sala del Consejo. Llamaba Su Excelencia, el Señor Ministro de Italia. Avisaba que Enrico Caruso, arrestado en la calle por un guardia, estaba detenido en la VI Estación de Policía, por llevar disfraz fuera de carnavales; y disfrazado de mujer, y maquillado de ocre, con boca y ojos pintados —detallaba el Acta— lo cual le hacía caer bajo el peso de la Ley de Represión de Escándalos y Defensa de la Moral Ciudadana, cuyo artículo 132 preveía una pena de treinta días de prisión por atentado a las buenas costumbres y comportamiento indecoroso en la vía pública, con agravación del castigo si ello se acompañaba de una manifestación evidente de homosexualidad en el atuendo y aspecto personal, que, en este caso, estaba ilustrado por un tocado a rayas horizontales puesto sobre la frente, aros labrados en las orejas, pulseras de fantasía, y unos collares colgados del cuello, con adorno de escarabajos, amuletos, dijes y piedras de colores que —según el informe policial— eran seguro indicio de mariconería… —«¡Esto, en una nación civilizada!» —gritó el Primer Magistrado, pasando su ira del dramático silencio al estallido verbal, mientras sus manos arrojaban libros, pisapapeles, tinteros, sobre la alfombra. Y se hizo lo necesario. Y fue el Doctor Peralta a romper el encierro de Enrico Caruso, y vino éste, muy divertido, todavía vestido de Radamés, para decir que aquello no era nada y que, con su Embajador, se traía al policía que lo había arrestado —«buen chico, excelente muchacho, cumplió con su deber…»— para recomendarlo a la indulgencia del Presidente («no hizo sino aplicar la ley; nunca había visto un egipcio antiguo en las calles de la capital…») y todo terminó, en las luces del alba, con copas y habanos —habanos al emblema del rubio Fonseca, gruesos y largos, con ojos claros en la capa, como gustaban al cantante… Salió el Volcán Tutelar de sus nieblas frías, trajo emparedados y jugos la Mayorala Elmira, y, antes de despedirse, anunció Adolfo Bracale que la temporada de ópera se cerraría definitivamente esta noche con Un baile de máscaras de Verdi —ya que no podía pensarse en Aída por el desastre ocurrido. —«Baile de máscaras es el que les voy a dar a esos que andan poniendo petardos» —dijo el Primer Magistrado al Doctor Peralta antes de irse a dormir.
       Y, de repente, empezó a crecer sobre la ciudad el edificio circular —circular como plaza de toros, circular como coliseo romano, circular como circo de contorsionistas y domadores— de la Prisión Modelo, ajustado a los más modernos conceptos de la construcción penitenciaria, de la que eran maestros los arquitectos norteamericanos. Acostumbrado a las lentas obras de cantería —aserraderos de la piedra, lección estereotomía, teoremas demostrados a martillo y cincel— que necesitaban de muy largo tiempo para cobrar cuerpo y fisonomía, había descubierto el Primer Magistrado la magia de las concreteras, la rotación de granzones y arenas en enormes cocktaileras de hierro gris, el portento de la placa de cemento que se endurece y entesa sobre una osamenta de cabillas; el prodigio del edificio que empieza por ser líquido, caldo de gravas, de guijarros, antes de erguirse con pasmosa verticalidad, poniendo paredes sobre paredes, pisos sobre pisos, cornisas sobre cornisas, hasta parar en el cielo —cosa de días— un asta de banderas o una dorada estatua con alas en los tobillos. Y como el Primer Magistrado estaba enamorado de la rapidez del concreto, de la fidelidad del concreto, de la docilidad del concreto, al concreto había confiado la tarea de cerrar el gigantesco anillo de la Prisión Modelo —allá en el Cerro de la Cruz, más arriba de la cúpula del Capitolio, más arriba de la flecha del Sagrado Corazón— antes de iniciar una acción policial de envergadura. Día y noche, a la luz de reflectores cuando la obscuridad o las brumas lo exigían, se trabajaba en aquella obra ejemplar, cuyas murallas concéntricas tenían la euclidiana belleza de un juego de órbitas cuyo ámbito se estaba estrechando, encajonadas unas en otras, hasta el eje de un patio central desde donde podían vigilarse todas las celdas y corredores. Cuando la labor estuvo terminada y sólo faltaban por traerse las bañaderas de aluminio y butacas de hebilla y correas destinados a varias salas subterráneas (que figuraban en los planos como «dependencias técnicas») se mandaron fotografías del hermoso edificio a varias revistas internacionales de arquitectura que hicieron grandes elogios de su funcionalidad así como de la difícil armonía lograda entre algo que, por fuerza, había de tener severo aspecto, y la belleza del paisaje circundante. Había allí un evidente y acaso ejemplar propósito de humanizar —el fin de la arquitectura está en ayudar al hombre a vivir— la visión conceptual y orgánica del establecimiento penitenciario, haciéndolo tolerable al delincuente que, en fin de cuentas —y así lo habían demostrado los psicólogos modernos—, es un enfermo, un ente insociable, por lo general, producto del medio, víctima de la heredad, torcido en su comportamiento por unas cosas que ahora empezaban a llamarse «complejos», «inhibiciones», etc. , etc. Habían terminado los tiempos de las mazmorras venecianas, de los calabozos inquisitoriales, de los presidios de Ceuta o de Cádiz —tan semejantes a los de La Guayra, La Habana, San Juan de Ulúa…—, de los reclusorios tan mentados por Bruant en canciones que se iban haciendo clásicas. En materia de Cárcel, nos habíamos adelantado a Europa —lo cual era lógico, puesto que, estando en el Continente-del-Porvenir, por algo teníamos que empezar… Pero, a medida que se llegaba al tope de la Prisión Modelo, el país se iba enfermando de una crisis que desafiaba —para desengaño de muchos— la feracidad de un suelo generoso como ninguno, con fabulosas promesas —vírgenes aún— de fecundidad bajo el arado, de humus milenarios, de maderas infinitas (selvas del tamaño de toda Bélgica…), de minerales subyacentes en ubérrimas e invalorables vetas. Lo teníamos todo: espacio, tierra, frutas, níckel, hierro. Éramos un país privilegiado en Mundo del Futuro. Ahí estaban los informes del Ministerio de Agricultura y Fomento. Para contemplar el esplendor de nuestra realidad telúrica, bastaba con seguir un convincente camino de cuadros estadísticos, organigramas, cifras puestas en columnas, balances por semestres, glosas de peritos, ecuaciones futurológicas realzadas por la elocuente presencia de una letra del alfabeto griego puesta en buen lugar. Pero, a pesar de tantas memorias y folios empastados como se le presentaban cada día, el Primer Magistrado, terminada la maldita temporada de ópera y considerándola retrospectivamente en función de un calendario financiero, se dio cuenta de que, entre preludios de orquesta y calderones de tenores, el azúcar de la República había sufrido una pavorosa merma en los hules y pizarras de las Bolsas mundiales. A 23 centavos-libra se pagaba nuestro azúcar cuando Nicoletti-Korman, magnífico demonio, elevaba sus loas al Becerro de Oro. Con el himno norteamericano que suena en el primer acto de Madame Butterfly, descendía a 17. 20. Se cotizaba a 11. 35 con Thais —«Alejandría, terrible ciudad», cantaba Titta Rufo. Puesto en nefasto día de Rigoletto —y dicen que los jorobados traen buena suerte— cayó a 8. 40. Las barajas trucadas del cuarto acto de Manón apresuraron el despeño que, con el desastre de Aída, nos dejó en 5. 22. Y cuando llegaron los carnavales, el azúcar —protagonista egregio de toda una bucólica latinoamericana— estaba desplomado, con almacenes llenos de sacos invendidos, en 2. 15 centavos-libra… Y una mañana, de repente, así como quien no dice nada, el Banco Internacional, de reciente creación, anunció que suspendía sus pagos hasta nuevo aviso. El Banco Español, el Banco Miramón, el Banco Comercial y Agrícola, el Banco de la Construcción, cerraron sus ventanillas con ruido seco, en tanto que el Banco Nacional y el Clearing House llenaban los periódicos de comunicados y avisos, de promesas, de llamados a la ecuanimidad y la confianza, para atajar un pánico que, partiendo de las pequeñas libretas de ahorros, de las mínimas cuentas familiares, había ascendido al mundo de las altas finanzas. Se consideraba la situación —«accidental y pasajera», decían los periódicos— en Consejo de Ministros. Calma, serenidad y patriotismo, pedía el Gobierno. Nada de colas ni desórdenes. Una Moratoria —palabra desconocida por el público y que tenía sin embargo, para algunos, como un desagradable parentesco sonoro con cosas de muerte y acta testamentaria—, presentada como medio seguro para enderezar lo torcido en unas pocas semanas, trajo sosiego a los ánimos y, como en Carnavales se estaba, en algarabía de comparsas, gayumbas, trompetas chinas y tambores negros, empezó la Fiesta de las Máscaras, con concursos de disfraces y carrozas de mucho ingenio, como aquella del «Bucentauro Veneciano» que obtuvo especial galardón, aunque hubiese sido tremendamente difícil llevarla hasta la tribuna del Jurado, pues mal avanzaba bajo los alambres del tendido telefónico por la altura de su proa habitada por dogaresas cubiertas de lentejuelas. Oportunamente había llegado el holgorio, pues era, desde siempre, algo tan importante en la vida del país que, entregadas a una catarsis multitudinaria, olvidaban las gentes cualquier adversidad o contingencia. En esos días, quedaban los velorios sin plañideras, los teléfonos sin operadoras, sin harina las panaderías, sin teta los niños de pecho. Se bailaba, se cantaba, se desfilaba, entregándose cada cual, olvidado de disciplinas y horarios, de compromisos o promesas, a calmar apetencias durante meses reprimidas. Desnudas andaban muchas mujeres bajo el paño del dominó. Soltábanse todos los antojos al amparo de la capucha, el antifaz o la careta de baratillo. Se cantaba, se bailaba, en los parques, en las azoteas de emparrado, en los cafés tomados por asalto; se fornicaba en los altos del Observatorio Nacional, bajo el arco de los puentes, en los zaguanes ornados de imágenes santas, en las malezas de los suburbios —y hasta en los atrios de iglesias se instalaban puestos de guarapo fuerte, charanda cocuy y aguardiente. Eran días de anochecer para amanecer y de amanecer para anochecer, en que las cofradías tradicionales remozaban, con rafias y plumas de garza, collares de hechiceros, trajes de diablos, tiburones de cartón, serpientes de resorte, hombres-gavilanes, hombres-caballos, hombres-tarascas, de mamarrachos atuendos, viejos juegos heredados del África o de tan antiguos rituales que sus intenciones primeras se perdían en las milenarias noches de lo aborigen. Hubo, en medio de danzas, serpentinas, certámenes, reinas de belleza, coronas de cartón dorado, gigantes y cabezudos, turbantes y zancos, una larga semana de gozo, remeneos, ritmos, regustos y borracheras. Pero, de pronto, en medio de la jocosa turbamulta, unos arlequines, de caras ocultas por medias negras, dispararon sobre la policía; unos gitanos, figurantes de Carmen, que no habían devuelto los Winchesters prestados para salir en el acto de los contrabandistas, se apoderaron de los fusiles y revólveres del Cuartel de Santa Bárbara, cargándolos en ambulancias de la Cruz Roja; los de la «Comparsa Pompadour», vestidos de color salmón, con las pelucas bajadas sobre los ojos, arrojaron una bomba en la Comisaría del V° Distrito, liberando a más de cuarenta presos políticos. En la del II° Distrito, unos indios nuestros, henequeneros al parecer, pero disfrazados de pieles-rojas norteamericanos porque habían visto películas de la Vitagraph, vaciaron un secreto arsenal de granadas de mano, desapareciendo luego en la multitud; tres líderes anarquistas fueron sacados de sus calabozos por falsos agentes de la Seguridad; nevaron proclamas y manifiestos, llamando a levantamiento revolucionario, de la flecha del Sagrado Corazón y de la cúpula del Capitolio. Pero ahora, al estampido de los cohetes y triquitraques del consabido «Cortejo de Momo», se mezclaron estampidos de más seco y repercutiente sonido. A las amables ampolletas de cloruro de etilo destinadas a poner como un dedo de hielo en el escote de las mujeres, sucedieron las bombas lacrimógenas, pasmoso invento, ahora estrenado por las fuerzas policiales; la caballería cargó, al azar, contra farándulas y alegorías; el chillido de los matasuegras y cornetas de cartón se transformó en gritos de atropellados y sableados, y, en pánico trastrueque de formas y de colores, fueron sustituidos los disfraces por uniformes militares. Un tornasol de pintas se neutralizó en doble gama de añil y arena. Por fulminante disposición presidencial quedaron suspendidos los carnavales y la Prisión Modelo se llenó de máscaras. Y hubo aullidos y estertores, y garrotes apretados, y fresas de dentista girando en muelas sanas, y palos y latigazos, y sexos taconeados, y hombres colgados por tobillos y muñecas, y gentes paradas durante días sobre ruedas de carretas, y mujeres desnudas, corridas a cintarazos por los corredores, despatarradas, violadas, de pechos quemados, de carnes penetradas con hierros al rojo; y hubo fusilamientos fingidos y fusilamientos de verdad, salpicaduras de sangre y plomo de máuseres en las paredes de reciente construcción, aún olientes a mezclas de albañil; y hubo defenestraciones, estrapadas, enclavamientos, y gente trasladada al Gran Estadio Olímpico donde había mejor espacio para ametrallar en masa —evitándose, así, la pérdida de tiempo que significaba la formación de pelotones y piquetes de ejecución; y hubo también aquellos que, metidos en grandes cajas rectangulares, fueron recubiertos de cemento, en tal forma que los bloques acabaron por alinearse al aire libre, a un costado de la cárcel, tan numerosos que pensaron los vecinos que se trataba de materiales de cantería destinados a futuras ampliaciones del edificio… (Y transcurrieron muchos años antes de que se llegase a saber que cada uno de esos bloques encerraba un cuerpo disfrazado y enmascarado, moldeado por la dura materia que lo envolvía —perfecta inscripción de una estructura humana dentro de un sólido).

Quinto capítulo

… soy, existo, esto es cierto. Pero…
¿por cuánto tiempo?…

DESCARTES


14

       Ei… Bi… Ci… Di… Ei… Raro, muy raro sonaba el Abecedario, ahora, en las aulas de los Colegios Metodistas, en los Liceos Agustinos norteamericanos, que se habían abierto en nuestras principales ciudades, suscitando serias dudas acerca de la eficiencia y modernidad —modernidad, sobre todo— de la enseñanza impartida a los niños por los padres Salesianos y Maristas franceses, las madres Dominicas, Ursulinas o monjitas de Tarbes. This is a pencil, this is a dog, this is a girl, oíase ahora donde antaño habían florecido las Rosa-Rosae-Rosa-Rosam de las declinaciones clásicas, en tanto que se olvidaban los inevitables chistes que, a expensas de Aunt Jemima, se hacían todavía, poco tiempo atrás, cuando se pasaba a los adjetivos de primera categoría con Nigra-Nigrae-Nigra-Nigram. El Cid Campeador, Rolando, San Luis, la Reina Católica, Enrique IV emigraban de los libros de historia, con tizona, olifante, encina centenaria, joyas empeñadas, gallinas en puchero y todo, siendo ventajosamente reemplazados por Benjamín Franklyn, con pararrayos y Almanaque del Pobre Ricardo; Washington en Mount-Vernon, rodeado de buenos negros a quienes trataba como si fuesen de la familia; Jefferson y el Independence-Hall de Filadelfia; Lincoln y el Gettysburg-Address; la Marcha al Oeste y la épica muerte del General Custer, derribado en la Batalla de Little Bay Horn por las hordas bárbaras de Sitting-Bull. Al soltar la teta de sus nanas de huipil que cantaban el Mambrú y enseñaban, como Pitágoras, que era malo atizar el fuego con un cuchillo, se encaminaban los niños hacia donde el pequeño Mozart era situado junto a Daniel Webster, en el Panteón de los Infantes Prodigiosos, por aquella temprana defensa suya de un roedor maligno que, siendo obra de Dios, tenía derecho a la vida —como derecho a la vida tenían, asimismo, los esclavos de La cabaña del Tío Tom. Desplazando rápidamente L’lllustration y Lectures pour tous, el Collier’s y el Saturday Evening Post —éste, con graciosas portadas de Norman Korwin— empezaban a decir verdades (amargas verdades, acaso, pero ya podía hablarse sin ambages, y la Historia era la Historia) sobre la reciente guerra. Sin el Over There y el General Pershing, Francia estaba perdida. Inglaterra había peleado blandamente y sin convicción: los tommies eran cosa de folklore, Marble Arch, y té servido en las trincheras, entre turbantes cipayos y gaitas escocesas. Italia, con plumas de gallo en cabezas de malos soldados, era país de una sola batalla: Caporetto. Y en cuanto a Rusia: el monje Rasputín, el Tsarevitch, la hemofilia, Madame Virúbova, orgías místicas, idiotas inspirados, Resurrección, Yasnaia-Poliana, el alma eslava, inestable y torturada, siempre oscilante entre el angelismo y las simas infernales, que habían desembocado en un iluso reformador —hombre del Kremlin como lo fuera Iván el Terrible—, efímero Paracleto marxista, cuyo tiempo era ya contado, pesado, dividido, ante la arremetida de las fuerzas de Denikin, Wrangel, Koltchak, y los ejércitos franco-británicos del Báltico, que pronto acabarían de consumar la ruina de un sistema condenado al desastre ya que (como ya lo habían dicho los Evangelios en versículo tan remachado como difícil de localizar en tantas páginas impresas a dos columnas en el papel-Biblia de la Biblia) siempre habría ricos y pobres en el mundo —y en cuanto al camello y el ojo de la aguja, ya sabíamos que en Jerusalén había existido una «Puerta de la Aguja», algo baja y angosta, ciertamente, pero por la que siempre pasaron los camellos inteligentes, a condición de doblar un poco las rodillas. Los europeos —estaba demostrado— eran incapaces de vivir en paz, y había tenido el Presidente Wilson que atravesar el Atlántico para ir a poner orden en sus asuntos. Pero esta vez había sido la última. Nunca más nos molestaríamos en aportar nuestras jóvenes energías a la defensa de una cultura cuyo eje de gravitación —era tiempo ya de proclamarlo— se había desplazado hacia América —del Norte, desde luego, en espera de que nosotros, los de más abajo, acabáramos de librarnos de la maldita tradición que nos tenía viviendo en pretérito. El mundo había entrado en la Era de la Técnica y España nos había legado un idioma incapaz de seguir la evolución del vocabulario técnico. El futuro no pertenecía ya a los Humanistas sino a los Inventores. Y nada habían inventado los españoles en el transcurso de los siglos. El motor de explosión, el teléfono, la luz eléctrica, el fonógrafo, en cambio… Sí, por caprichosa voluntad del Todopoderoso, las carabelas de Colón se hubiesen cruzado con el Mayflower, yendo a parar a la isla de Manhattan, en tanto que los puritanos ingleses hubiesen ido a dar al Paraguay, Nueva York sería hoy algo así como Illescas o Castilleja de la Cuesta, en tanto que Asunción asombraría el universo con sus rascacielos, Times-Square, Puente de Brooklyn, y todo lo demás. Europa era el mundo del pasado. Mundo bueno para pasear en góndola, soñar entre escombros romanos, contemplar vitrales, recorrer museos, pasar vacaciones agradables e instructivas —pero mundo cuya decadencia era acelerada por una creciente amoralidad que se manifestaba en cuanto se refería al sexo, a las mujeres que se acostaban con cualquiera, con aquellas horrid french customs, traídas de allá por jóvenes soldados norteamericanos, a las cuales hacían alusión a veces, en voz baja y con espanto (pero una madre de familia debe saberlo todo) las castas Daughters of the Revolution. Triunfo de la Latinidad —como seguían diciendo los periódicos de América Latina—, la Guerra Europea había tenido pésimas consecuencias para la Latinidad en nuestras tierras de América Latina, instaurando —con múltiple acción venida de Arriba— una nueva Querella de las Investiduras. Las librerías que antes ofrecían obras de Anatole France y Romain Rolland —sin olvidar El fuego de Barbusse, éxito casi legendario— presentaban ahora El prisionero de Zenda, Scaramouche, Ben-Hur, Monsieur Beaucaire, y las novelas de Elinor Glynn, bajo vistosas portadas a todo color que, por lo sugerentes, atraían lectores deseosos de «ponerse al día» en materia de literatura. Y, frente a un pobre cine europeo, sin estrellas válidas —parecía que todas hubiesen caído en algún bombardeo— se afirmaba, magnífico, el arte del taumaturgo David Griffith, portentoso movedor de multitudes, explorador del Tiempo, capaz de mostrarnos en imágenes nunca vistas —más impresionantes que cualquier evocación erudita— el Nacimiento de una Nación, la Tragedia del Gólgota, la Noche de San Bartolomé, y hasta el mundo de Babilonia —aunque el Doctor Peralta, aferrado a sus manualillos de Mallet, al Apolo de Reinach, afirmara que los enormes Dioses-Elefantes que allí aparecían nunca se habían visto en los reinos de Caldea, calificándolos irreverentemente de «visiones de gringo en hang-over»… Francia, apercibida de que iba perdiendo terreno en estas tierras, nos mandó de repente, en breve gira oficial —tres días de fría concurrencia, mientras el Primer Magistrado, escamado por su aventura operática, descansaba en Bellamar—, una Sarah Bernhardt que, enyesada y repintada, gravitando sobre el eje de su única pierna, empelucada como payasa de Lautrec, conmovedora aún por su desesperada voluntad de alzarse sobre los escombros de sí misma, declamaba todavía, con voz testamentaria y vacilante —siempre llevada en brazos, apoyada en algo, entronizada, yacente, o traída en las angarillas del Rey Titurel—, los más patéticos alejandrinos de Fedra o las tiradas agónicas de un casi octogenario Aguilucho. Luego nos llegó de Italia —ante la amable indiferencia de un público demasiado fascinado ahora por las jóvenes y relumbrantes actrices de Hollywood— una Eleanora Duse, extrañamente vestida de dormanes alamarados, tocada de altos morriones negros, fantasmal como los granaderos de Heine, cargando con las ruinas y columnas rotas de La cità morta de D’Annunzio, autor a quien los jóvenes habían abandonado bruscamente, después de entusiasmarse durante años con La hija de Iorio. Todo eso era cosa del pasado y, como cosa del pasado, les olía a flor de sepultura. Y acaso por ello aumentó la venta de las revistas norteamericanas o de periódicos que, como el New-York Times, ofrecían, en magazines dominicales, noticias de músicas nuevas, pinturas raras, singulares movimientos literarios, que se estaban produciendo en París (parece que por ahí, pese a lo que se decía, había un pequeño renacimiento en marcha) aunque L’lllustration y Lectures pour tous parecieran ignorar esas cosas, o, cuando hacían alusión a ellas, era para demolerlas en nombre del «sentido del orden, la proporción y la medida», dándose el caso de que para enterarse de ciertas innovaciones sorprendentes —la poesía de un tal Apollinaire, por ejemplo, muerto el día mismo del Armisticio— hubiese que acudir a las publicaciones newyorquinas. —«La gente joven siempre es novelera» —decía el primer Magistrado. Pero ignoraba que, tras del verso sin rima ni puntuación, tras de la sonata disonante, llegaban —interesante descubrimiento— unos comentarios bastante tremendos sobre la situación de nuestro país. Una mañana, la noticia corrió de boca a oídos: en largo editorial, el especialista de asuntos latinoamericanos del New-York Times hacía un implacable análisis de nuestra bancarrota, hablaba de represiones policiales y de torturas, aclaraba el misterio de ciertas desapariciones, denunciaba asesinatos que aún se desconocían aquí, recordando que el Primer Magistrado, puesto en la categoría de los Rosas, del Doctor Francia —quien fuera Dictador Vitalicio del Paraguay—, Porfirio Díaz, Estrada Cabrera, de Guatemala, y Juan Vicente Gómez, de Venezuela —como quien hubiese hablado de Luises de Francia o Catalinas de Rusia— llevaba cerca de veinte años en el Poder… Se dieron órdenes para la inmediata recogida de la edición —totalmente agotada en los quioscos y tenderetes, hasta que el Doctor Peralta pudo dar con tres ejemplares en un puesto de legumbres, cuyo dueño compraba regularmente el periódico de ciento veinte páginas para envolver sus coles chinas, verduras y batatas. —«Habría que prohibir la entrada del periódico en el país» —dijo el secretario, observando el enojo que la lectura del escrito pintaba en el semblante del Primer Magistrado. —«Periódico yanqui. Escándalo mayor. Se nos echaría encima la cadena entera de Randolph Hearst». Hubo una pausa. —«Además, la letra impresa se cuela en todas partes. Puedes encarcelar a un enemigo político. Pero no puedes impedir la difusión de un periódico extranjero donde te mientan la madre. Con un ejemplar basta. Viene volando por el aire, se esconde en bolsillos de viajeros, en valijas diplomáticas, en refajos de señoras, pasa de mano en mano por encima de fronteras, ríos, y cordilleras»… Hubo una nueva pausa, un poco más larga que la primera. —«En mala hora firmé el Decreto instituyendo el estudio del inglés en los colegios. Ahora todo el mundo, aquí, sabe decir: Son of a bitch.» Hubo una tercera pausa, más larga aún que la segunda, rota por la voz de Peralta que acababa de releer el editorial: «Aquí se alude al Artículo 39 de la Constitución de 1910.»Y, citando de carretilla, como santa epístola en esponsales: Se procederá a elecciones presidenciales en un tiempo no menor de tres meses antes de la expiración del sexenio en curso. Hubo una cuarta pausa, más larga que la tercera. —«Pero… ¿quién coño les ha dicho, a ésos, que aquí habrá elecciones de ninguna clase?» —gritó, de repente, el Primer Magistrado. —«Bueno, pero… La Constitución de 1910, en su Artículo 39, dice…» —«… dice lo que tú dices, pero también dice que esas elecciones no se celebrarán en caso de que la nación se halle en estado de conflicto armado o guerra declarada con alguna potencia extranjera». —«Exacto. Pero… ¿con quiénes estamos peleando nosotros, fuera de los cabrones del interior?» El Primer Magistrado miró al otro con socarrona solemnidad: «Aún estamos en guerra con Hungría.» —«¡Cierto!» “No he firmado la paz con Hungría, ni pienso firmarla por ahora, pues ahí reina el caos. El Embajador, que no cobra sueldo desde hace meses, ha tenido que empeñar las prendas de su mujer. Si sigue su país como está, pronto lo veremos tocando violín en algún cabaret gitano… Y, coño… ¡se acabó! Estamos en guerra con Hungría. Y cuando hay guerra no hay elecciones. Celebrar elecciones ahora sería violar la Constitución. Sencillamente.” —«¡Ah, mi Presidente! ¡Como usted no hay dos!» —dijo el Doctor Peralta, trayendo el maletín de Hermes para celebrar este imprevisible alargamiento del conflicto mundial. Esto, de la guerra con Hungría, le sabía a maravilloso cocktail de cumbia y czardas, bamba y friska, serenata criolla y Rapsodia de Liszt, todo dominado por la onírica voz de la soprano que habitaba los espejos del Castillo de los Cárpatos de Julio Veme —como habitaba ahora la Mayorala Elmira, activa en buscar copas, los espejos de este Salón de Audiencias.
       Tres artículos más publicó el New-York Times sobre la situación económica y política del país —artículos que se difundieron enormemente, pese a que Peralta, vigilante, hiciese comprar todos los números del periódico apenas llegaban a las librerías y American Book Shops que lo recibían. Pero el hecho era que una oficina tan clandestina como activa —animada seguramente por los partidarios del Doctor Luis Leoncio Martínez— se encargaba, en la sombra, de traducir los textos, hacer centenares de copias a máquina, y difundirlas por correo bajo sobres de diversificados tamaños y que, en muchos casos, ostentando fraudulentamente las marcas, firmas y emblemas de conocidas empresas industriales y comerciales, circulaban como material de inocente publicidad. Mientras tanto, la prensa de acá, sometida a censura, impedida de abordar los muchos asuntos que se querían tener en silencio, se entregaba, con creciente maestría —muy inspirada en los antiguos suplementos de Le Petit Journal y los tabloides newyorquinos— a explotar el sensacionalismo de la crónica roja, el hecho de sangre, el acontecimiento insólito. De repente, el Crimen de la Calle Hermosilla o El Proceso de las Hermanas Parricidas llenaban planas enteras, con titulares a seis columnas, durante varias semanas. Y eran, en escalofriante y teratológico desfile —con magnífico manejo del adjetivo, sutiles eufemismos en lo escabroso, maliciosas metáforas para lo sexual, nomenclaturas osteológicas, términos de antropometría legal, idioma de necrocomio y salas de disección— los casos del Enterrado Vivo de Bayarta, del Niño Nacido con Cabeza de Tepezcuintle, Un Pueblo Troglodita en Pleno Siglo XX, Absuelto el Médico de su Honra, las Séxtuples de Puerto Negro, Mató a su Mamacita sin Causa Justificada, Urge Reprimir el Sadismo en Tabernas Portuarias, Feroz Balacera en Fiesta de Cumpleaños, Anciano Devorado por las Hormigas, Descubierto un Antro de Sodoma, Recrudescencia de la Trata de Blancas, la Descuartizada de los Cuatro Caminos, todo eso revuelto con los asuntos de un interés permanente, por su valor histórico y contenido humano, del Collar de la Reina, la muerte de Napoleón IV en manos de los zulúes, La Atlántida, continente abismado, o lo de Abelardo y Eloísa, tratado con los necesarios eufemismos en cuanto se refería a la acción del canónigo Fulbert, que algunos cabrones se apresuraron a identificar —no perdían una— con el Jefe de la Policía Judicial… Entre homicidios, dramas pasionales y sucesos inauditos se estaba, cuando llegaron las Navidades, y fueron aquéllas, en verdad, unas Navidades extrañas, donde las Navidades se transformaron en Christmas. La linda tradición de los Nacimientos caseros fue repentinamente olvidada: no se hicieron Establos de Belén, de papel de estraza encolado, con su pesebre, la Virgen, San José, el Asno y el Buey, y el cortejo de Pastores que —con más gente cuanto más rica fuese la mansión— venían a adorar al Niño mofletudo como querubín, puesto en lecho de hojas de guayabo que se le cambiaban cada día para mayor fragancia de su ámbito. No trabajaron las familias en repintar y barnizar los santones del año pasado, en repegar las figurillas rotas, en colgar el Ángel de la Anunciación de su hilo dorado, bajo la Estrella de Plata clavada en el cielorraso. Aquel año extraño, una selva en marcha, semejante a la que avanzó sobre Dunsinane, ascendió hacia la capital, viniendo de los puertos Atlánticos: eran millares de abetos del Canadá y de los Estados Unidos, que traían olores exóticos a la urbe para erguirse en los barrios ricos, con un festivo adorno de bolas de vidrio, guirnaldas de flecos dorados, cierzos artificiales, velillas atirabuzonadas, campanas de papel, bajo nevadas de algodón. Aparecieron unos venados raros, con enrevesadas cornamentas, nunca vistos en el país, que llamaban renos, tirando de trineos atestados de paquetes. Y en las puertas de las jugueterías hubo ancianos barbudos, vestidos de rojo, a quienes llamaban Santa Claus —o Santicloses, como decían las gentes. Las Navidades tradicionales, las de la Colonia, las de ayer, las de siempre, fueron desalojadas en un día por las Navidades Nórdicas. Aquel año no salieron a las calles las bullangueras parrandas de pandero y villancico, para visitar al vecindario al compás de un «Tún-tún… ¿Quién es?… Gente de paz», cuyos cantores iban culebreando por las calles de tanto aguardiente pascual, charanda y zamurillo como habían bebido en premio a su venturoso anuncio de que Emmanuel se había hecho carne, una vez más, y habitaba entre nosotros. Por ello, las canturías de otros tiempos fueron sustituidas, en las casas decentes, por cajitas de música que tocaban las melodías de Silent night, holy night o Twinkle, twinkle, little star… Alarmados por esta repentina transfiguración de las Navidades, los sacerdotes, en sus mal escuchados sermones de Misa de Gallo, denunciaron a Santa Claus como un engendro hereje, implantación de costumbres sajonas que, con el adorno de un Pino, no hacían sino remozar paganismos de pueblos germánicos —herencia de épocas en que, cuando nosotros escuchábamos ya las divinas voces del Canto Ambrosiano en el esplendor de las Pompas Eucarísticas, ellos andaban por sus selvas, hirsutos y bárbaros, tales como los hubiese conocido Julio César, con cascos mal encornados, bebiendo hidromiel y adorando el Acebo y el Muérdago. Además, ningún santoral cristiano estaba enterado de la existencia de ese Santicló que venía a traer juguetes a los niños trece días antes de que los Reyes Magos —como siempre había ocurrido aquí— se afanaran en tal menester. Los tenderos españoles, cuyas muñecas largarteranas, valencianas y gallegas, cocinillas con orzas de barro y caballitos de balancín no habían sido descargados todavía en Puerto Araguato, protestaron contra una competencia desleal que, desde el 20 de diciembre, había llenado las vitrinas de artefactos mecánicos, plumas comanches, tablas de ouija para jugar al espiritismo —¡dígame usted!— y panoplias vaqueras —sombrero tejano, estrella de sheriff, cinturón claveteado y dos pistolas en funda de flecos… Decían algunos que Santicló era San Nicolás. Pero los entendidos en hagiografías afirmaban que nunca San Nicolás de Mira, patrón de Rusia, ni San Nicolás el Grande, primer pontífice de ese nombre, habían tenido nada que ver con negocios de juguetería. Y alguien acabó por preguntar irónicamente, en artículo inadvertido por la censura, si ese Santicló de gorro vagamente frigio, a pesar de la frontolera blanca, todo vestido de rojo, no sería un Rojo en el más peligroso sentido del término. Pero mal le fue al periodista con su intencionado chiste, pues, cuando se entró en Semana Santa, estaba todavía encerrado, con proxenetas y maricones, en la Galera 13 de la Prisión Modelo. Y si raras habían sido las Navidades últimas, más rara fue, aquella vez, la Semana Mayor, pues en ella, en vez de evocarse la Invención de la Santa Cruz, se asistió, a lo largo y ancho del territorio nacional, a la Invención de la Huelga.
       Todo empezó el Miércoles de Ceniza, como quien no dice nada, por el paro insólito de unos braceros en el Ingenio América, que se negaron a aceptar unos vales canjeables por mercancías en pago de sus jornales. Pronto, el movimiento se extendió a todos los centrales azucareros. Los guardias rurales, los guardias montados, las guarniciones provincianas, fueron movilizadas; pero nada podían contra hombres que ni manifestaban ni alborotaban, que «no alteraban el orden público», sino que permanecían quietamente en los portales de sus viviendas, negados a trabajar, cantando, con acompañamiento de bandurrias, cuatro o guitarra:

Yo no tumbo caña
que la tumbe el viento,
o que la tumben las mujeres
con su movimiento.

       Aquella huelga fue ganada. Pero el Sábado de Gloria habían empezado la suya los mineros de Nueva Córdoba, en protesta contra licenciamientos arbitrarios, pronto seguidos por los estibadores de Puerto Araguato y los cargadores de Puerto Negro… Como esas enfermedades tropicales cuyas ronchas ambulatorias enrojecen, alternativamente, de modo imprevisible, este hombro antes de pasar al muslo derecho, la cadera izquierda en vísperas de subirse al pecho, paseando sus erupciones por aquellas regiones del cuerpo humano donde en el Adán Kadmon de los cabalistas se situaban los asientos del Esplendor, el Triunfo, el Amor, la Justicia y la Fundación, en el mapa de la República los brotes de rojez aparecían de repente, sin previo anuncio, aquí, allá, en el Norte, en el Sur, donde se hincharan las pomas del cacao, humearan los túmulos carboneros, crecieran los bananos, se foliara el tabaco o con dinamita se promoviera la Partición de las Rocas. Nada podía detener esta epidemia; de nada servían las amenazas de las autoridades, los edictos conminatorios, los bandos, el machete de las tropas, la ostentación de bayonetas: las gentes habían cobrado conciencia de la tremenda fuerza de la inercia, de los brazos cruzados, de la resistencia silenciosa, y cuando a culatazos las llevaban a sus campos y fábricas, iban allá con la resuelta voluntad de trabajar mal, de rendir poco, usando de todas las tretas encaminadas a provocar el accidente mecánico, paralizar las grúas, limar los eslabones de la cadena, cuando no arrojaban puñados de arena a los ejes de una rueda maestra o en el cañón de un émbolo. Se decía que El Estudiante —ese «estudiante» que estaba empezando a sonar más de la cuenta—, siempre activo aunque invisible, volante y ubicuo, soterrado y sin embargo manifiesto, trasladándose del Llano a la Montaña, de los puertos pesqueros a los aserraderos de Tierras Calientes, era el instigador, el organizador de todo aquello. Y resultaba evidente, ahora, que no andaba solo en tan múltiples y concertadas actividades; eran muchos, muchos más que los que quizá creíase, los que adoptaban sus tácticas, valiéndose de las mismas mañas, aplicando los mismos sistemas. —«Trabajan por células» —decía el Doctor Peralta, pretendiendo explicarlo todo mediante un término que el Primer Magistrado no acababa de entender: «Para células, las de la Prisión Modelo» —contestaba—: «Y ya no bastan para meter a tanta gente.» (Trataba de reír). —«Me he vuelto el primer hotelero de la República». Y hojeaba, impaciente, los tomos del Anti-Dühring, La sagrada familia, Crítica de los programas de Gotha y Erfurt, que aún se alineaban, revueltos, sobre su mesa: «Aquí no se dice nada de células». Tampoco en el Manifiesto. Lo único que está bien claro es lo que se dice, ahí, en la penúltima página: «Los comunistas apoyan todo movimiento revolucionario dirigido contra el orden social y político existentes»… En esos días trajo el Doctor Peralta al Presidente una extraña publicación que había llegado en la correspondencia habitual: se trataba de un periódico. Pero un periódico singular como jamás se hubiese visto otro en el país: impreso en papel-cebolla, con ocho páginas, formato in-16, tamaño libro, ligero, sin mayor volumen que una carta normal. Un simple título: Liberación. Primorosamente presentado, por lo demás, con cuatro columnas por plana, tan perfectamente legible como un diccionario. Abríase aquel Año I. Número 1, con un editorial contra el régimen, severo, sin epítetos inútiles, seco como trallazo, escrito en prosa clara y expedita. —«Esto es algo nuevo» —murmuró el Primer Magistrado, oyéndose decir cosas mucho más molestas que los insultos en superlativo, desaforadamente criollos, dirigidos habitualmente a su persona por los partidarios de Luis Leoncio Martínez. Después aparecía una pormenorizada información acerca de los más recientes atropellos cometidos por la policía, con nombres de víctimas y nombres de agentes. Venía luego un sólido análisis de las últimas huelgas, sacándose conclusiones prácticas de sus éxitos y de sus errores. Y, en páginas centrales, esto era lo peor, una enumeración —tan exacta en sus detalles, fechas y cifras, que se debía, sin duda, al conocimiento de documentos tenidos en el mayor secreto— de los más ocultos negocios realizados por el Presidente, sus ministros, generales y allegados, en los últimos meses. —«Hay un Judas entre nosotros» —gritó el Primer Magistrado, con indignados aspavientos—: «Alguien les ha suministrado estos datos». —«Pero… ¿quiénes publican esto?» —preguntó el Doctor Peralta, perplejo. —«No hay que preguntarlo. Lee la frase que sirve de colofón al número: ¡Proletarios de todos los países, uníos!» —«¡Carajo! ¡Así mismo se cierra el Manifiesto!» —«Lo que quiere decir que este periódico sin firmas está firmado»… Antes de las diez, se supo que millares de personas habían recibido el periódico clandestino en el correo de la mañana. Los expertos tipógrafos, convocados al Consejo de Ministros para examinar el caso, opinaron que el trabajo sólo podía haberse realizado fuera del país, a juzgar por los caracteres usados, el estilo de la composición, la procedencia —alemana, al parecer— del papel-Biblia, que actualmente no se conseguía en plaza. Acaso la imprenta se hallaba en alguna ciudad fronteriza. Por ello, se impuso la censura a toda correspondencia de países vecinos. Pero el martes siguiente, a poco de despertarse, tenía el Primer Magistrado su Número 2 de Liberación en la bandeja del desayuno, traído por la Mayorala Elmira. Se impuso entonces la censura interna en las oficinas de repartición. Lo cual no impidió la aparición del N° 3 que, ignorando los caminos del correo, apareció —fajado aunque sin estampillas— en los buzones de ministerios, oficinas públicas, empresas comerciales y residencias particulares, sin hablarse de los ejemplares que ahora circulaban de bolsillo a bolsillo, pasaban de gaveta a gaveta, o eran deslizados bajo las puertas, tirados a balcones o dejados en zaguanes y alféizares, por misteriosas manos. Todas las imprentas de la República fueron puestas bajo vigilancia militar. Hubo un detective tras de cada rotativa, de cada máquina plana, linotipia o rodillo sacador de pruebas. Pero nada pudo impedir que aparecieran los números 4, 5, 6, 7 de Liberación. La imprenta clandestina, imprenta fantasma, invisible, silenciosa, seguía trabajando con exasperante eficiencia. Era como un Laboratorio Central, una fragua de gnomos, que estaba aquí, acaso en este barrio, acaso en el de más allá, para confeccionar, sin ruido ni ajetreo, las malditas paginillas in-16 que, cada semana, daban noches de insomnio al Primer Magistrado… Fue entonces cuando, en reunión del Consejo, pronunció el Ministro del Interior una frase nueva que sonaba a ensalmo y amenaza: «El Oro de Moscú». —«¡Qué Oro de Moscú, ni qué Oro de Moscú!» —rugió el Presidente—: «No tienen los bolcheviques dónde caerse muertos, y van a tener oro para…» (Fue por un reciente número de L’Illustration de París). —«Miren… Miren estas fotos… Cadáveres a montones, en las orillas del Dnieper y del Volga… Niños que han quedado en huesos y ojos… Hambrunas del Año 1000… El cólera… El tifus… Grandes Duquesas que piden limosna en las calles… Una miseria sin término ni esperanza». El Ministro insistía: Todo muy cierto. Pero esos bolcheviques estaban vendiendo el tesoro de Potemkin y la Gran Catalina, las coronas del Kremlin, las joyas confiscadas a príncipes y boyardos, los cuadros del Ermitage, para costear una subversión internacional, única capaz de salvar el comunismo de un desastre. —«Lean, lean los artículos que publica Kerensky en la prensa norteamericana». El Oro de Moscú no era una ficción. Sólo el Oro de Moscú podía explicar la existencia, en el país, de algo como Liberación (acababa de llegarle el Número 8), con su papel caro, sus máquinas ocultas en alguna caverna, en alguna de las ignoradas galerías que —según afirmaban algunos historiadores —habían construido los Conquistadores españoles en el subsuelo de lo que era hoy capital de la República para comunicar entre sí tres fortalezas, hoy en ruinas… Y cuando, pocas noches después, estalló un nuevo petardo en el Palacio —aunque sin causar mayores daños, pues había sido puesto en un guardamuebles lleno de trastos inservibles— la realidad del Oro de Moscú se impuso en la mente del Primer Magistrado. No eran vanas fantasías de humoristas las caricaturas de Le Rire que mostraban un Oso lanzando bombas de mecha encendida sobre el mapa de Europa, ni la imagen del Pulpo Rojo que, desde las cúpulas de San Basilio, alargaba los tentáculos hacia todos los extremos del globo. Uno de esos tentáculos se había colado en nuestro país. —«Hay que tomar medidas de urgencia» —murmuraba Peralta. —«¿Y qué nos queda ya por hacer?» —respondía el Mandatario, como repentinamente cansado, echando de menos un Arco de Triunfo que, de alzarse aquí, en vez de un Volcán inútil, lo hubiese conducido, bajo su alta bóveda, a la deleitosa paz, oliente a vino y a leña, del Bois-Charbons de Monsieur Musard… En días de agitación y desasosiego, añoraba el País de Inteligencia donde, en el mismo metro, podía leerse un alejandrino digno de Racine:

Le train ne peut partir que les portes fermées…

a lo que —como lo observara alguna vez el Ilustre Académico, ahora tan distante— hubiese podido responder un Azarías de Athalie, reencarnado en la persona del jefe de la Estación Pigalle, que en un lieu souterrain par nos pères creusé (Quinto Acto), diese salida al convoy con rumbo a l’Étoile:

J’en ai fait devant moi fermer toutes les portes.

15

No considero que el Miedo o el Espanto
puedan ser loables o útiles…

Descartes


       Corrió la noticia, una mañana, de que había aparecido un caballo muerto, putrefacto, de vientre reventado, en el colector principal de agua potable de la ciudad, y que, por lo tanto, cuantos hubiesen bebido de los grifos dependientes del Acueducto Municipal —y ya eran las once— estaban amenazados de tifus. Pero cuando el Ministro de Salubridad, en persona, fue a investigar el caso, se encontró con que en la famosa Taza del Almendro, orgullo de la ingeniería hidráulica nacional, sólo flotaba un caballo de madera —negro, con los cascos plateados: muestra famosa de la talabartería «El Potro Andaluz»— que unos siniestros bromistas habían arrojado allí durante la noche. En tranquilizar los ánimos se estaba, cuando se declaró un tremendo incendio de llamas rojas —demasiado rojas— en un almacén de tabaco, situado en los suburbios. Y tras de una ululante movilización de carros extinguidores, los bomberos se hallaron ante un vasto Fuego de Bengala, prendido allí de modo inexplicable, que cerraba su fiesta en un alegre estrépito de cohetes. Al día siguiente, sorprendidos en su buena fe, varios periódicos publicaron las esquelas funerarias, con sus correspondientes requiescat in pace, de funcionarios oficiales que disfrutaban de excelente salud. Entonces se abrió una época de mixtificaciones, bromas odiosas, difusión de rumores, hecha para crear un clima de desconcierto, inquietud, desconfianza y malestar, en todo el país. Se recibían calaveras por correo; llegaban coronas mortuorias a donde nadie hubiese muerto; sonaba un teléfono, a media noche, para avisar que el dueño de la casa, ausente, había muerto de infarto en un burdel. Y eran cartas anónimas, misivas confeccionadas con letras recortadas de periódicos, que llevaban amenazas de secuestros y atentados, señalamientos —casi siempre veraces— de homosexualidad o adulterio, falsas noticias de alzamientos en provincias, disidencias en el Alto Mando Militar, quiebras inminentes, cierre de compañías de seguros, y próximos racionamientos de alimentos indispensables. Y eran, en tono menor, para promover aglomeraciones, colas, protestas, altercados con la policía, avisos de trueques ventajosos —cazuelas usadas por máquinas de coser, herramientas por relojes suizos, carretillas por bicicletas— en tiendas de clientela pudiente o un American Grocery recién abierto. Se solicitaban trabajadores con magníficos jornales en fábricas de mucho tiempo cerradas. «No consuma carne de reses aftosas» —advertía un volante repartido a mediodía. «Suspende operaciones el Banco Nacional» —anunciaba otro, dado al crepúsculo a fin de que mañana se atropellaran las gentes frente a las ventanillas. Y se vivía en una ciudad revuelta, de nociones falseadas, de direcciones trastocadas, de alambres cruzados, donde el teléfono de la morgue se conectaba, inexplicablemente, con la oficina del Primer Ministro y el número de la casa de putas despertaba, de madrugada, al Nuncio de Su Santidad. Quien encargaba un piano Steinway a Nueva York hallaba un asno decapitado dentro de la caja; quien compraba un disco de Tito Schipa, tenor muy admirado porque cantaba en castellano, oía una retahila de injurias al Gobierno apenas arrimaba la aguja del diafragma a la placa que, sin embargo, ostentaba el emblema de «La Voz de su Amo». Con todas éstas, pasándose a acciones mayores, había activistas, cada vez más audaces, que con estallidos de magnesio promovían pánicos en los cines, levantaban rieles de tranvías, cortaban los tendidos eléctricos —dejando media ciudad sin luz para apedrear mejor las vitrinas de ciertos comercios… Era todo un ejército embozado, móvil, inteligente, lleno de ocurrencias y de perfidia, el que ahora actuaba en todas partes, para desorganizar lo organizado, desarticular los mecanismos administrativos, tener las autoridades en perenne sobresalto, y, sobre todo, mantener un creciente clima de alarma. Nadie creía ya en nadie. Y la policía, impotente a pesar de su continuo aumento de agentes, detectives, delatores, soplones, informadores, observadores secretos, golpeaba siempre en falso, sin dar jamás con los verdaderos autores de esto o de aquello. Dos bombas más habían estallado en Palacio, aunque, en las entradas del edificio, los visitantes eran sometidos a registro y se examinara cualquier paquete traído de fuera. Y como a alguien había de culparse donde nadie quería confesar su desconcierto, se buscaban razones válidas para asegurar que el promotor de todo, maestro de obras infernales, dueño de los mecanismos arcanos, era El Estudiante. Pero los editoriales —nunca firmados, desde luego— de Liberación afirmaban que los extraños sucesos que inquietaban a la ciudadanía no se debían a acciones de comunistas: «Nosotros no usamos de bromas ni mixtificaciones para llevar adelante nuestra lucha». Y, acriollando el tono: «Los verdaderos revolucionarios no son hombres de guachafitas, bochinches ni mariqueras». Y, junto a ello, la siempre severa antología de conceptos marxistas, puestos en recuadro: La humanidad no se plantea nunca sino problemas que puede resolver porque, si bien se mira, se verá siempre que el problema sólo surge allí donde ya existen las condiciones materiales para resolverlo (Contribución a la crítica de la economía política). —«Estoy empezando a creer» —decía el Presidente, desconcertado— «que el cabroncillo ese dice la verdad. Persigue otros fines. Es un iluso. Pero sincero. No perdería el tiempo en usar el teléfono para decir que anoche he muerto como Félix Faure». —«Pero las bombas» —decía Peralta. —«Sí, las bombas» —decía el Primer Magistrado, nuevamente indeciso—: «Los comunistas, como los anarquistas, ponen bombas donde pueden. No hay más que ver los dibujos que ilustran la prensa internacional. Y sin embargo…» —«Lo malo es que el pueblo atribuye al Estudiante cuanto ocurre aquí» —observaba el secretario—: «Y, por lo mismo, se nos está volviendo un mito: algo así como un Robin Hood que poseyera el anillo de Giges. Y a nuestras gentes de alpargata les encantan esas historias»… Y estaba en lo cierto, pues mucho, muchísimo, habían andado las novelas de Ponson du Terrail —y también Los miserables— por los caminos del país, con sus personajes que mudan de apellido, edad y figura, engañando siempre a sus perseguidores. Gaston Leroux había mostrado los poderes miméticos de un malhechor en su muy traducido y leído Misterio del cuarto amarillo. Y, con un trasfondo de clásicos rebeldes, de históricos outlaws, inasibles y justicieros, la estampa del Estudiante era invocada en los corrillos de cuarterías, en las veladas de conventillos, en las coplas que a media voz nacían de trastiendas aldeanas —aunque ahí, para decir verdad, mal se entendía aún lo que podía ser eso del comunismo— como una suerte de reformador combatiente, defensor de pobres, enemigo de ricos, azote de corrompidos, recuperador de una nacionalidad alienada por el capitalismo, con antecesores en varios caudillos populares de nuestras guerras de independencia que, por sus actos generosos y justicieros, seguían viviendo en las memorias de las gentes. La fama de su ubicuidad, sobre todo, iba creciendo de día en día: era el genio de los itinerarios imprevisibles que, burlando cordones de vigilancia, alcabalas y centinelas en carretera, saltaba de las minas del Norte a los astilleros de La Verónica, de tierras de leñadores a las parameras del frailejón. Y se enriquecía la leyenda del Estudiante de laudatorias ocurrencias, noticieros y romances que corrían de boca en boca: se deslizaba por ventanillos tan estrechos que su paso por ahí era cosa de portento; corría por los tejados, saltaba de azotea en azotea, se disfrazaba de pastor protestante, de capuchino franciscano, ciego fingido un día, falso policía al otro —labriego, minero, arreador de recuas, médico con maletín, turista inglés, arpista ambulante, cargador de huacales— y mientras todos los cuerpos de Seguridad del Estado lo buscaban con gran estruendo de motocicletas y asedio de barrios enteros, estaba acaso el buscado, el emplazado, descansando en un banco del Parque Central, con peluca de anciano, barbas blancas y gafas negras, metida la cara en el periódico del día, en tanto que unos partidarios suyos —no se sabía realmente si eran partidarios suyos— empezaban a cantar, allá lejos, en las comarcas del maguey y la tuna, en clima de algas y redes, de trigales en cumbres y eras entre nieves, una copla que mucho se había cantado en el México de años atrás:

Dicen que los agraristas somos
una tanda de ladrones
porque no queremos ser
los bueyes de los patrones.


       —«No quiero mitos» —decía el Primer Magistrado, ante la realidad creciente del Estudiante, cuyo supuesto —desconocido— perfil se le atravesaba, cada mañana, entre el ventanal de su despacho y la telúrica presencia del Volcán Tutelar—: «No quiero mitos. Nada camina tanto en este continente como un mito». —«Cierto, muy cierto» —opinaba el profesor liceísta que a menudo emergía en Peralta—: «Moctezuma fue derribado por el mito mesiánico-azteca de Un-Hombre-de-Tez-Clara-que-habría-devenir-del-Oriente. Los Andes conocieron el mito del Paracleto Inca, encarnado en Tupac Amaru, que buena guerra dio a los españoles. Tuvimos el mito de la Resurrección-de-los-Antiguos-Dioses que nos valió una Ciudad Fantasma en las selvas de Yucatán, cuando París celebraba el advenimiento del Siglo de la Ciencia y rendía culto al Hada Electricidad. Mito de un Auguste Comte a la brasileña, con mística boda de la Batucada y el Positivismo. Mito de los gauchos invulnerables a las balas. Mito del haitiano ese —Mackandal, creo que se llamaba— capaz de transformarse en mariposa, iguana, caballo o paloma. Mito de Emiliano Zapata, subiendo al cielo, después de muerto, en un caballo negro con aliento de fuego». —«Y en México» —observaba el Mandatario— «también tumbaron a nuestro amigo Porfirio Díaz con el mito de ‘Sufragio efectivo, no reelección’ y el despertar del Águila y la Serpiente, que bien dormidos estaban, para suerte del país, desde hacía bastante más de treinta años. Y ahora, están creando, aquí, el Mito del Estudiante, regenerador y puro, espartaquiano y omnipresente. Hay que desinflar el Mito del Estudiante… Y esa policía nuestra, coño, entrenada en los Estados Unidos, y que no sirve para un carajo, como no sea para pegar a hombres amarrados, dar tortol y ahogar gente en bañaderas»… Y estaba ya Peralta abriendo el maletín-Hermes para atemperar los ánimos del amo, cuando llegó la sorpresiva, inesperada, estupenda noticia de que El Estudiante, hallado donde menos podía estar, había caído preso, tontamente, sin resistencia ni gloria, en una alcabala del Sur donde dos guardias ingenuos —pero no tan ingenuos— se habían extrañado de que en una carreta de caña viajara un machetero sin callos en las manos. La foto del individuo, tomada ahora, coincidía con la de cierto expediente de ingreso universitario muy estudiada por la policía. Y estaba el sujeto, desde hacía dos horas, negando desde luego que él era Él, en una célula —¿no quería células?— de la Prisión Modelo. —«¡Por Dios, que no le hagan daño!» —exclamó el Primer Magistrado—: «Buen desayuno, con arepas, mantequilla, queso de mano, caraotas negras, huevos fritos, y hasta un trago largo —al modo campero— si lo quiere. Y después, que lo traigan a mi despacho. Hablaremos de hombre a hombre. Y le das mi palabra de que no pienso usar de mis poderes contra él. Así la resistencia será menor». El Primer Magistrado había preparado cuidadosamente su escenografía. Vestido de severa levita ribeteada de seda —corbata gris-rosa, condecoración en el ojal—, estaba sentado de espaldas al gran ventanal de cristales blancos que daba al patio central del Palacio, tras de su mesa de trabajo, de modo que la luz diese de frente a la cara del visitante. En el centro de la mesa, el clásico secante gris enmarcado en cordobán repujado; el tintero del águila napoleónica sobre base de mármol verde; el obligado cilindro de cuero, lleno de lápices bien afilados; un pisapapel recuerdo de Waterloo; el abrecartas de oro, con el escudo de la República grabado en el mango; y legajos, muchos legajos, aparatosamente desordenados, con papeles revueltos, aquí, allá, como cuando se está entregado a un laborioso examen de documentos. Y ahí, a la derecha del secante, como quien no dice nada, un ejemplar, con cubierta amarilla, del manual para la cría de gallinas Rhode-Island Red… El Doctor Peralta introdujo al Estudiante, con extremada cortesía, sin que el Primer Magistrado interrumpiera un aparente cotejo de cifras, punteadas alternativamente con una pluma fuente. Alzando la atareada mano señaló una butaca al visitante. Y, luego de juntar unas hojas, las entregó al secretario: «En el presupuesto del viaducto había un error de trescientos veinte pesos. Es inadmisible. Que se enteren esos señores que ahora pueden encargarse a los Estados Unidos unos aparatos que se llaman ‘máquinas de sumar’»… Salió Peralta y hubo un largo silencio. Corpulento, cargado de hombros, acrecido en estatura por las majestuosas proporciones de la butaca presidencial, contemplaba el Primer Magistrado al adversario con alguna sorpresa. Donde creía encontrar un mozo atlético, de músculos endurecidos por el hand-ball universitario, con rostro crispado y desafiante, como listo al combate, veía ahora un joven delgado, endeble, a medio camino entre la adolescencia y la madurez, algo despeinado, de rostro pálido, que lo miraba de frente, eso sí, casi sin parpadear, con ojos muy claros, acaso verdegrises, acaso verdeazules, que, a pesar de una casi femenina sensibilidad, expresaban la fuerza del carácter y la determinación de quien podía actuar, si lo creía necesario, con la dureza de los creyentes y los convencidos… Y se contemplaban ambos, el Amo, el Investido, el Inamovible, y el Débil, el Soterrado, el Utopista, por sobre el foso de dos generaciones, viéndose las carnes por primera vez. Lamentables se resultaban ambos, en su mutua contemplación. Era el de Arriba, para el de Abajo, un arquetipo, un ejemplar de histórica muestra, figura hecha para centrar algunos de esos carteles, producto de un folklore de muy reciente creación, que había fijado, para la tríada fundida en cuerpo único, del Poderoso, del Capitalista, del Patrón, una estampa tan invariable y metida en las retinas como lo fueran, siglos atrás, las del Doctor Boloñés, el Turlupino o el Matamoros de la comedia del arte italiana. Ahora, el Protagonista de las alegorías revolucionarias —y pensaba El Estudiante en unos dibujos del alemán Georg Grosz, en unos bojes de Masreel— era este individuo que tenía delante, con levita y pantalón rayado, perla en corbata y costosos perfumes, faltándole tan sólo la emblemática chistera de reflejos y el habano plantado entre colmillos feroces, para simbolizar —sentado sobre sacos de dólares que en realidad existían, aunque en las bóvedas de un banco suizo— el Espíritu de la Burguesía… Y era el de Abajo, para el de Arriba, otro personaje folklórico, a quien medía, pesaba, dividía, sorprendido por la necesidad de prestar alguna atención a personaje de tan poca monta. Ése, que tenía delante, era algo así —en versión nuestra— como el clásico estudiante de novela rusa, soñador y doctrinario, más nihilista que político, proletario por deber, habitante de buhardillas, mal comido, mal vestido, durmiendo entre libros, de rencores atizados por las frustraciones de una existencia mediocre. Ambos habían salido de lo mismo. Pero el de Arriba, pragmático a su manera y buen entendedor del medio, había tomado, con prisa de impaciente, la ascendente vía que ahora se jalonaba de bustos y estatuas suyas; el de Abajo, había caído en las trampas de un mesianismo de nuevo género que, en todo el continente, por fatal proceso, llevaban el iluso a las Siberias del Trópico, a la poca gloria del Bertillón, o al desenlace —tema para artículos de muy futuros periodistas— de la desaparición-que-no-deja-huellas, teniendo las familias del diluido, del esfumado, que ir a depositar flores, en supuestas fechas aniversarias, sobre tumbas sin objeto, con nombre y apellido inscritos en la tristeza, peor aún que la de un ataúd, de una fosa vacía… Y en un silencio apenas roto por el silbo de algún ave que retozara entre las arecas del patio, se entabló un contrapunto de voces que no salían de labios para afuera. Se miraban ambos: No sabe hasta qué punto está en su papel / más parece poeta provinciano que otra cosa / absolutamente «en situación» / de esos que premian en Juegos Florales / hermosa indumentaria de relumbrón / trajecito de «The Quality Shop» / cara de nalga / mejillas de niña / luce más blanco en las fotos: con los años vuelve a sus orígenes / despeinado, corbata ladeada, para darse estilo / huele a puta, con tanta Colonia / le falta dimensión, fuerza, para ser algo / hay algo repelente en su expresión / se toma por un Masaniello / yo lo creía más viejo / me pregunto si me mira con odio o con miedo / las manos le tiemblan: el alcohol / tiene manos de pianista, pero debería limpiarse las uñas / el Tirano clásico / el Arcángel que fuimos todos / hombre de vicios y porquerías: lo lleva en el semblante / cara de muchacho que no se ha tumbado a muchas hembras: intelectual pajizo / ni monstruo siquiera: un cacique subido de tono / estos débiles son los peores / todo aquí es teatro: el modo de recibirme, la luz en la cara, ese libro en la mesa / capaz de cualquier cosa: no tiene nada que perder / no me mires así, que yo no bajaré la mirada / a pesar de que es valiente, no resistiría la tortura / me pregunto si soportaría la tortura: hay quien no puede / me imagino que tiene miedo /… la tortura… / si lo apretaran un poco / tratarán de sacarme nombres / ¿para qué esperar tanto? un buen susto para empezar / acerca la mano al timbre: va a llamar / no: he dado mi palabra / no sé si podría resistir / hablarle primero / es horrible pensar en eso, en eso, en eso… / no hay que hacer mártires, no hay que hacer mártires en estas gentes: o evitarlo en lo posible / me ha dado su palabra; pero su palabra no vale un carajo / todo el mundo sabe, a estas horas, que Él está aquí, y que he dado mi palabra / va a llamar: ya me veo esposado / otros, más duros que éste, se han dejado convencer / ¿cuándo se resolverá a hablar? / soltarlo y que lo sigan: a alguna parte tiene que ir / ¿por qué no me habla, coño? ¿por qué no acaba de abrir la boca? / Está sudando / Este sudor que me sale ahora y no tengo pañuelo, no tengo pañuelo; tampoco en este bolsillo… / tiene miedo / sonríe / algo quiere proponerme: alguna porquería / le voy a ofrecer un trago / seguro que me va a ofrecer un trago / no lo aceptará, para presumir de puro / ojalá me ofreciera un trago: me sentiría mejor / no quiero exponerme a que me diga que no / anda, venga, eso, atrévete; será una botella del maletín ese; todo el mundo sabe lo que hay dentro / sin embargo, sí; le digo… Se lo vuelvo a decir… Pero no parece haberme entendido: ese camión / creo que me dijo algo de beber algo; pero no oí bien: ese camión / el tranvía, ahora / el tranvía / no entiendo el gesto / creo que no ha entendido mi gesto / ya nos hemos mirado bastante; el libro ahora, para que vea que… El Primer Magistrado tomó el libro para la cría de gallinas Rhode-Island Red. Lo abrió y, calándose las gafas, empezó a leer con marcada sorna: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del Comunismo.» Y enlazó el otro, con sorna aún más marcada: «Todas las potencias de la vieja Europa se han unido en una Santa Alianza para acosar ese espectro: el Papa y Wilson, Clemenceau y Lloyd George.» — «… Metternich y Guizot» —rectificó el otro. —«Veo que conoce usted a los clásicos» —dijo El Estudiante. —«Más bien la cría de gallinas. No te olvides que soy hijo de la tierra… Acaso por ello…» Y calló, perplejo ante el estilo que habría de adoptar en aquel diálogo: no valerse del estilo frondoso, de Plegaria en el Acrópolis, que un joven de nueva generación hallaría ridículo, sin caer —extremo opuesto— en el vocabulario guarango y barriotero que lo encanallaba, aunque con cierto garbo, en sus íntimos coloquios con el Doctor Peralta y la Mayorala Elmira. Optó, pues, por el tono humanístico y pausado, ignorante del tuteo habitual entre nosotros, que creaba, por su exotismo en este mundo de jaranas y confianzas, un inmediato distanciamiento, mayor que el de la mesa que los separaba. En actor muy dueño de sus gestos, hablando entre dientes —a lo Lucien Guitry— preguntó al mozo que delante de él estaba, como personaje de tragedia a quien abruman los indescifrables designios del Hado: —«¿Por qué me aborrece usted tanto?»… El Estudiante, harto enterado ya por el usted de la estrategia verbal del otro / me viene con el estilo de Voltaire, cuando nos cuenta que «tuvo el honor de departir» con una india de taparrabos… / respondió con la voz más mansa y apacible que le vino a la intimidada garganta: —«Yo no lo aborrezco a usted, Señor». —«Pero ‘obras son amores’» —dijo el Poderoso, sin alzar el diapasón—: «Las bombas no se tiran aquí contra los camareros del Palacio. Luego, hay odio, furia, en usted». —«Nada contra usted, Señor». —«Pero… ¿y esas bombas?» —«No las puse yo, Señor. Yo nada entiendo de explosivos». —«Bueno, tú no [rectificó], usted, no. Pero las colocan sus partidarios, sus amigos, sus cómplices / le pareció, de repente, que la palabra “cómplice» era vulgar y respondía a lenguaje de informe policial… /, sus correligionarios, sus adjutores, sus adláteres / cuidado: he vuelto a caer en el idioma floreado /. —«Nosotros no ponemos bombas, Señor». El Primer Magistrado empezaba a impacientarse. Se estaba escenificando aquí la fábula del Lobo y del Cordero: —«¿Pero… quiénes las ponen, entonces?, ¿quiénes? ¿Me lo quiere usted decir?» —«Otros, que no somos nosotros. Demasiado hemos visto que los atentados anarquistas nada cambian en el mundo. Tan absurdos son Ravachol y Caserio con sus inmolaciones voluntarias, como Bakunin y Kropotkin con sus doctrinas». —«No me venga usted con bizantinismos, con argucias de Concilio de Nicea / ¡y se me fue otra de las mías! /, que para el caso es lo mismo… Aun suponiendo que no sean ustedes, cuando estalla un petardo en mi baño, ustedes aplauden». —«Todo lo contrario, Señor. Lo peor que podría ocurrirnos a nosotros, ahora, es que lo mataran a usted. Tengo un compañero de lucha, católico y practicante —no tiene remedio— que reza y hace promesas a la Divina Pastora para que nos conserve su preciosa existencia». El Primer Magistrado se puso de pie, entre atónito y enojado: —«¿Mi preciosa existencia? ¡Tú sí que tienes riñones! Y eso de riñones, es eufemismo»… / ahora empieza a tutearme /. —«A usted, lo necesitamos, Señor». El otro, el Poderoso, el Enorme, reventó en risa: —«Esto sí que es grande: ahora resulta que soy marxista, comunista, menchevique, revolucionario, y la madre que los parió, que todo es lo mismo y todos buscan lo mismo: instalarse en el Kremlin, instalarse en el Elysée, instalarse en Buckingham Palace, o sentarse en esta silla [y golpeaba el espaldar de la silla presidencial] para joder a los demás, gozar de la vida y llenarse los bolsillos de dinero. El Embajador del Zar, que se nos ha quedado aquí, en espera de que aquello se venga abajo, me contó que la mujer de Lenin usaba las joyas, los collares, las coronas de la Emperatriz Alejandra»… —«Es magnífico que usted piense así y crea tales historias, Señor. Mejor es que no nos entiendan a que nos entiendan a medias. Quienes nos entienden a medias nos combaten mejor que quienes nos tienen por ilusos». —«Pero, en fin: si yo muriera mañana…» —«Sería lamentable para nosotros, Señor… Porque una Junta Militar tomaría el poder, y todo seguiría igual o peor bajo el gobierno de cualquier Walter Hoffmann, que Dios tenga en su santa paz». —«Pero… ¿qué quieren ustedes, entonces?» El otro, con voz un poco subida, pero sin apresurar el tempo: —«Que sea usted derribado por-un-le-van-ta-miento-po-pu-lar». —«¿Y después? ¿Tú vendrías a ocupar mi puesto, no es cierto?» —«Jamás he deseado semejante cosa». —«¿Tienen un candidato, entonces?» —«La palabra candidato no forma parte de nuestro vocabulario, Señor». El Primer Magistrado se encogió de hombros: —«¡Macanas! Porque, en fin, alguien, alguien, tiene que asumir el poder. Hace falta un Hombre, siempre un Hombre, a la cabeza de un gobierno. Mira Lenin, en Rusia… ¡Ah! ¡Ya veo!… Luis Leoncio Martínez, tu profesor en la Universidad…» —«Es un cretino. Puede irse a la mierda, con sus Puranas, Camilo Flammarion y León Tolstoi [y ahora reía]. ¡El Regreso a la Tierra! ¿A la tierra de quién? ¿De la United Fruit?» El Primer Magistrado empezaba a fastidiarse con el giro de un coloquio que se atravesaba en su impaciencia por llevar las palabras a otro terreno: —«¿Entonces, ustedes pretenden implantar el socialismo acá?» —«Buscamos la manera». —«¿Manera rusa?» —«Acaso no sea la misma. Aquí estamos en distinta latitud. Es a la vez más fácil y más difícil». El Presidente paseaba ahora por el despacho, como hablándose a sí mismo: —«¡Ay, niños, niños, niños! Si implantaran el socialismo acá, a las cuarenta y ocho horas tendrían ustedes a los marines norteamericanos en Puerto Araguato». —«Es lo más probable, Señor». —«¿Entonces? [tono protector y ameno]. Te envidio. A tu edad yo también pensaba en cosas parecidas. Pero… ¿ahora?… Mira: a Juana de Arco la quemaron de diez y nueve años, porque si llega a tener treinta se hubiese acostado con el Rey de Francia, y habría conseguido lo mismo que consiguió, negociando con los ingleses, sin morir en la hoguera… Tú tienes tus ídolos. Bien. Los respeto. Pero no te olvides de que los gringos son los romanos de América. Y contra Roma no se puede. Y menos, con gente de alpargata… [tono íntimo, ahora]… Puedes hablarme con toda confianza, como a un hermano mayor. Yo tengo una experiencia política que ustedes no tienen. Podría explicarte por qué unas cosas son posibles y otras no. Todo lo que quiero es entender… Que nos entendamos… Confíate a mí… Dime…» —«¡Ni loco!» —respondió el otro, en repentina risa, empezando a andar por el despacho en sentido inverso al de su interlocutor, de tal suerte que cuando uno estaba adosado a la chimenea de los falsos leños, el otro lo estaba a la ménsula cuyo espejo, puesto entre dos puertas, acrecía las dimensiones de la estancia. De pronto, el Mandatario tuvo un gesto de desaliento, en estilo de buen actor: —«No se acaban de recibir lecciones en esta vida. Hoy, oyéndote hablar, me di cuenta, de repente, de que soy el Primer Preso de la Nación. Sí. No te sonrías. Vivo aquí rodeado de ministros, funcionarios, generales y doctores, todos doblados en zalamerías y curbetas, que no hacen sino ocultarme la verdad. Sólo me muestran un mundo de apariencias. Vivo en la caverna de Platón… ¿Tú conoces eso, de la caverna de Platón? ¡Desde luego! ¡Tonto habértelo preguntado!… Y de pronto me llegas tú, lleno de fe, de ímpetu, de sangre fresca, y se me hace carne la frase del poeta francés: ‘Más aprendo con un joven amigo que con un viejo maestro’. ¡Ah, si yo contara con la sinceridad de hombres como tú! ¡Menos errores cometería! Más aún: me ves dispuesto a entablar el diálogo en un clima nuevo. Por ejemplo, mira: comprendo que hemos sido demasiado —digamos: rigurosos—, en lo que se refiere al problema universitario. ¿Quieres que lo consideremos ya, de frente, y que salgas de aquí, dentro de una hora, con una solución que pueda satisfacer a tu gente? Depende de ti: habla»… El otro, yendo de chimenea a espejo: —«Commediante»… El Mandatario, en irritados trancos, fue del espejo a la chimenea, perdiendo la compostura de antes: —«¡Oye! Si tú has leído a Alfred de Vigny, yo también lo he leído. No me vengas desempeñando el papel de Pío VII ante Napoleón. Porque, antes de que hayas dicho ‘Tragediante’, sabrás cómo suena esto». Y sacó la Browning del bolsillo interior izquierdo de su levita, poniéndola en la mesa con el cañón apuntando hacia el interlocutor: —«¿Así que sigue la guerra?» —«Seguirá, conmigo… o sin mí». —«¿Persistes en tus utopías, tus socialismos, que han fracasado en todas partes?» —«Es asunto mío… Y de muchos más». —«La Revolución Mexicana fue un fracaso». —«Por eso nos enseñó tanto». —«Lo de Rusia ha fracasado ya». —«Todavía no está demostrado». Ahora el Primer Magistrado jugaba con la pistola, metiendo y sacando, aparatosamente, el peine de cinco balas. —«Máteme de una vez» —dijo el Estudiante. —«No» —dijo el Presidente, volviendo a guardar el arma—: «Aquí en Palacio, no. Se ensuciaría la alfombra». Hay un silencio. Vuelven a silbar los tomeguines en el patio. Dos miradas que, por evitarse, se evaden a las paredes. (¿Hasta cuándo va a durar esto?… Habría que enderezar el cuadro aquel… Situación sin salida…) Al fin, como haciendo un esfuerzo, habló el Presidente: —«Bien. Ya que no quieres entenderte conmigo; te doy tres días para abandonar el país. Pide a Peralta lo que te haga falta. Te puedes marchar a donde quieras. París, por ejemplo. Yo daría instrucciones para que te pasaran una mesada más que decente, con toda discreción. No tendrías que presentarte a nuestra Embajada. Tus amigos no se sorprenderían de verte marchar, sabiendo que, aquí, estás quemado como revolucionario… ¡No! ¡Espera! ¡No hagas gestos melodramáticos! No trato de comprarte: te propongo un sencillo dilema»… Hubo un cambio de tono: «No te ofrezco el París de las hembras y del Restaurant Maxim’s, como haría con cualquier rastacuero nuestro. Te propongo el París de la Sorbona, de Bergson, de Paul Rivet, que según parece sabe mucho de nuestras cosas y publicó, hace poco, por cierto, un magnífico estudio sobre una momia que regalé, hace años, al Museo del Trocadero. Lo demás es asunto tuyo. En Saint-Étienne-du-Mont saludarás, de parte mía, a Racine; en el Panthéon, a Voltaire y Rousseau, O, si quieres hacer tu Plegaria sobre el Acrópolis al estilo bolchevique, tienes, en el Père Lachaise, el Muro de los Federados. Hay para todos los gustos… Tú escoges.» (Y repitió varias veces el «tú escoges» con entonación que, cada vez, se hacía más ambigua). —«Yo nada tengo que hacer en París» —dijo el Estudiante, tras de una marcada pausa. —«Lo dejo a tu gusto. Quédate. Pero, a partir del martes —pasado mañana— habrá orden de matarte, sin contemplaciones, dondequiera que se te encuentre». —«Mi muerte sería de una pésima publicidad para usted». —«Hijo: la Ley de Fuga es mentira universalmente aceptada. Como la del suicidio del fugitivo, o el del que se ahorcó en su celda porque se olvidaron de quitarle los cordones de sus zapatos. Y esto ocurre en los países más civilizados, aunque tengan magníficas Ligas de Derechos del Hombre y otras instituciones igualmente respetables para salvaguardar la Libertad y la Dignidad del Individuo… ¡Ah! Y te advierto que contigo caerían quienes te hubiesen dado albergue, con familia y todo. ¿Estamos?» —«¿Puedo marcharme?» —«¡Vete al carajo! Y prepara tu epitafio: Aquí yace quien murió por pendejo». El Estudiante se levantó. El Primer Magistrado hizo un gesto de despedida, no queriendo arriesgarse a tenderle la mano por temor a un desaire: —«No sabes cuánto lo siento. Un joven tan valioso como tú. Lo peor es que te envidio: si yo tuviese tu edad, estaría con los tuyos. Pero tú no sabes lo que es gobernar estos países. No sabes lo que es arar con un material humano que…» La imagen del Primer Magistrado desapareció en un alud de cristales rotos. El espejo que la reflejaba, las estanterías, los cuadros, la chimenea, se habían desplomado en una turbamulta de cales, listones rotos, maderas doradas, astillas, papeles, tras de un estruendo de los que, poniendo a gemir los oídos, parecen resonar luego en el pecho y en el vientre. El Presidente, muy pálido, manoteando el polvo de yeso que le emblanquecía la levita como camisa de panadero, miraba el destrozo. El Estudiante había caído al suelo. Ahora se palpaba, para ver si sus manos se le manchaban de sangre. La cara, sobre todo, pues mucho le importaban las mujeres. —«Nada… Hoy hemos nacido» —dijo el Presidente. —«¿Y creerá usted ahora que soy lo bastante idiota como para tirarme bombas a mí mismo?» —dijo el otro, levantándose. —«Ahora sí te creo. Pero esto no cambia nada. Lo que te dije y nada más». La estancia se llenaba de gente: sirvientes, funcionarios, guardias, la Mayorala Elmira, las secretarias. —«Sal por aquí» —dijo el Primer Magistrado, llevando el Estudiante a un saloncillo contiguo, todo rosa, adornado de grabados finamente licenciosos, con ancho sofá de muchos cojines, de donde descendía, a la calle, una angosta escalera de caracol de la que mucho se hablaba en la ciudad: —«¿Por aquí es por donde le entran las niñas?» —«A mi edad, los tengo todavía muy bien colgados. Acabas de darte cuenta de ello». Y, poniéndole una mano en el hombro: —«Para ti, debo ser algo así como un Calígul… ¿no?» —«Más bien el caballo de Calígula» —respondió el otro, puesto en increíble insolencia, antes de bajar los peldaños con presteza de ardilla… Tan estupefacto estaba el Primer Magistrado que, cuando apareció el Doctor Peralta, sólo acertó a decirle: —«Ábrele abajo… Y que lo dejen en libertad». —«Ahí traen el botiquín de primeros auxilios, señor». —«No creo que haga falta… No tengo nada… Nada… Nada». Y se tentaba el cuerpo, de pechos a rodillas, sin hallar dolor ni humedad bajo sus dedos.

16

… hay mayor honra y seguridad en la
resistencia que en la fuga.

Descartes


       En marzo de aquel año fue necesario prorrogar la Moratoria, ya que, de no haberse prorrogado por decisión oficial, la moratoria habría sido prorrogada, alargada, estirada, llevada a los límites del calendario, por todos aquellos que se habían acostumbrado a su manejo. La traquimaña, la mala fe, la trampa, la fullería aliada a la insolvencia, se amparaban en la mágica, ensalmadora —y algo sepulcral— palabra Moratoria. Nadie pagaba nada. Los vecinos de cuarterías y conventillos recibían los cobradores de alquileres a pedradas y estacazos, soltando los perros para mayor información. Los mercaderes canarios, los buhoneros sirios, negociantes al crédito, eran acusados de anarquistas por las amas de casa seguras de que hubiese un policía por los alrededores, cuando demasiado insistían en presentar una muy atrasada cuenta por venta de encajes o lencería. Se compraba cosas a plazos para pignorarlas el mismo día, sacando de aquí para tapar allá, recurriéndose al garrotero y al prestamista, en un perpetuo rejuego de papeles, de firmas, de estafas atajadas al filo de la denuncia, viviéndose de expedientes y de milagros, de rifas y de usuras, con tal circulación de cheques sin fondos que aun los que todavía tuvieran fama de ricos tenían que pagarlo todo al contado. Con todas éstas, ocurría que la ciudad nueva descrecía —ésa era la palabra: descrecía— tan rápidamente como hubiese crecido. Lo grande se achicaba, se achataba, se encogía, como regresando al légamo de fundación. Resudando una repentina miseria, los ambiciosos rascacielos de la ciudad —ahora más rascanieblas que rascacielos—, parecían más pequeños al deshabitárseles los pisos cimeros, abandonados por compañías en quiebras —pisos opacados, deslucidos por manchas de humedad, tristeza de cristales sucios, soledad de estatuas a las que, en semanas, habían salido lepras. Despintados, descuidados, los edificios se integraban en una suerte de grisalla urbana que degradaba, descalabraba, envejecía lo que fuera moderno un día para envolverlo en la vejez de lo que ya era viejo a comienzos del siglo. Los portales de la Bolsa, adormecida y casi desierta, se habían vuelto un mercado de pájaros cantores, papagayos y morrocoyes, con puestos de ensaladillas y elotes, oficinas de zapateros remendones, afiladores de cuchillos, vendedores de plegarias y amuletos, y consulta de curanderos por yerbas del monte. (— «A usté, para el azúcar en la sangre, cocimiento de albahaca morada; a usté, para el asma, cigarros de campana doble; a usté, para el humor que le sale del miembro, agua de coco con ginebra holandesa; a usté, comadre, para la luna retrasada, un té de cundiamor, con dos hojas de almácigo, ahí, dispensando el modo de señalar, donde se le abre la tatagua…».) —«Los Mercaderes del Templo» —suspiraba, bíblico, el Primer Magistrado. —«A pesar del Tratado de Versailles, Europa anda mal» —decía el Doctor Peralta, a modo de consuelo, soñando con otra guerra, larga, buena, sabrosa, acaso más próxima de lo que se creía—: «Wilson, con sus Catorce Puntos, ha fregado a todo el mundo». Mil avisos de saldos y liquidaciones cantaban el Réquiem de los comercios. Abandonadas por sus contratistas, unas edificaciones que no habían pasado de asomar los dientes de leche —incipientes paredes que no alcanzaban una estatura de hombre— eran ya, en todas partes, ruinas de lo nonato, presencia de lo que no llegó a ser, recurrencia de lo empezado —salones sin techo, escaleras sin remate, columnas involuntariamente pompeyanas— en tanto que las vastas urbanizaciones, repartos, parcelamientos de las afueras, eran reconquistadas por las hierbas bajadas de la montaña: Hierbas que volvían a la Capital con su escolta de campánulas y festivos penachos; y, tras de las Hierbas, las Matas, y tras de las Matas los Palos, los Helechos Arborescentes, las criaturas vegetales del Pronto Andar y del Pronto Crecer, sombreando las menudas rocallas a donde ya regresaban las Culebras Exiladas para desovar al fresco. Entre tanto, los cerrillos que rodeaban la ciudad se habían llenado de tabucos de hojalata, tela alquitranada, tablas de embalaje, periódicos acartonados con cola y engrudo, todo sostenido por puntales y horcones, a flanco de loma, en imposibles equilibrios que rompían, con desplomes de pisos y caídas de familias enteras a los barrancos, las anticipadas lluvias de primavera. Eran aquellas aglomeraciones las Villamiseria, las Hambresola, las Favelas, desde cuyas alturas contemplábase, cada noche, a vista de espectador en silla de paraíso, el panorama de la ciudad iluminada —las casas de la platería y del cristal tallado, de la gran filatelia y de las bodegas con botellas fechadas, donde había todavía quien pensara en organizar tómbolas para la Preservación de las Iglesias Coloniales o en hacer elegir alguna Reina de Belleza para representarnos (criolla, aunque no demasiado «tostada», sin embargo) en el Certamen Internacional de Coral Gable, de donde nos venía el vals On Miami Shore, tocado en todas partes… Aquel año los ingenios azucareros habían suspendido las moliendas antes de tiempo. Dejados a su destino, los árboles caucheros cerraban sus heridas en las marañas de las selvas sureñas. Hubo nuevas huelgas en el Norte, motines en los aserraderos de Ciudad Urrutia, choques sangrientos entre mineros y ejército en Nueva Córdoba. Varias partidas armadas, llevadas por cabecillas de nombres ayer desconocidos, andaban por las sierras del Sur, quemando haciendas, saqueando almacenes, asaltando cuarteles —dueñas, por dos días, por tres días, de pueblos donde hacían bailar al alcalde, los comerciantes y notables, disparando tiros al piso para mayor animación del zapateado. Nada podían ya las autoridades de ciertas provincias contra gentes soliviantadas que —caso observado varias veces en la historia del país— despertaban de una mansedumbre, una modorra, una resignación de treinta años, para pasar repentinamente, cuando menos se esperaba, a una violencia que los sociólogos de acá tenían por ajena a la bondad congénita, característica del temperamento nacional. Campesinos palúdicos y bilharzianos, calzados de huaraches, de ojos hundidos por la enfermedad, cargaban ahora —montados en jamelgos mosqueados y garrapatudos, miserias de mataduras y esparavanes— contra los relucientes, suntuosos, caballos de Kentucky de la Guardia Rural. Eran combates de trabuco contra máuser, de cuchillos y aguijadas labriegas contra los afilados machetes reglamentarios. En las poblaciones mayores, la teja, el ladrillo, la piedra, y a veces la dinamita, peleaban contra el plomo… Todo esto iba confinando el Primer Magistrado en una isla, isla con atalayas, miradores, muchas rejas y simétrico adorno de palmas, que era el Palacio Presidencial —a donde llegaban tantas noticias revueltas, contradictorias, falsas o ciertas, optimistas o teñidas de negro, que ya era imposible hacer un recuento claro, general, cronológico, de lo que realmente ocurría. Quien quería minimizar una derrota sufrida, restaba importancia al suceso, hablando de encuentros con forajidos y cuatreros donde se había topado con una verdadera fuerza popular; quien quería justificar su impotencia, agigantaba el caudal de las energías adversas; quien quería disimular sus carencias de información, soslayaba la realidad. —«Ustedes me hacen pensar» —decía el Primer Magistrado, iracundo— «en esos generales europeos que, cuando pierden una batalla, hablan de repliegues estratégicos y rectificación de líneas, maneras elegantes de admitir que les dieron una tremenda paliza». Y caían gobernadores, y caían jefes de guarniciones, y caían mandatarios de uniforme o de sombrero Panamá, en un continuo juego y rejuego de destituciones, reposiciones, sustituciones, cargos quitados y devueltos, ingratas misiones confiadas a quien quería quedarse en casa, renuncias exigidas por telegrama, llamadas a viejos colaboradores caídos en desgracia, discursos patrióticos, exhortaciones a la concordia nacional. Y la isla del Palacio se hacía más isla, de día en día, con su compactación cada vez mayor de servidores del Gobierno que, entre las paredes de buena cantería colonial, se sentían como resguardados, defendidos contra las fuerzas contrarias que, tal un oleaje impulsado por huracanes lejanos, de trayectoria todavía imprevisible, batía sus garitas, troneras y parapetos, donde a todas horas relucía el azulado metal de las armas largas. Ya había sacos de arena —la precaución nunca está de más— en las azoteas del edificio. Había olor a atentados en el aire. Una puerta, repentinamente golpeada por el viento, la brutal arrancada de una motocicleta, un rayo caído en seco, sin aviso de lluvia —como tan a menudo ocurría en estos meses— promovían sobresaltos tales que los «¡no sean pendejos!» de la Mayorala Elmira resonaban en la vastedad de las galerías fuertemente custodiadas con la reiteración de un leitmotiv en ópera wagneriana. —«Apriete, Presidente, apriete. Hay que apretar más» —decía Peralta cuando una contingencia desagradable venía a ensombrecer el decurso de un nuevo día. Pero lo grave ahora era que no podía apretarse donde acaso fuese más previsivo hacerlo, porque, junto a la isla del Palacio, otra isla —sumamente cercana y sin embargo intocable— había nacido en la ciudad: isla amarilla, demasiado recargada de molduras y labrados —un plateresco pasado por California— que le crecía y le crecía en la manzana donde, casi lado a lado, se abrían las frescas penumbras del Hotel Cleveland, del Grocery oliente a jarabes de arce, del adormecido Clearing House, del Sloppy-Joe’s Bar, y de varias tiendas de Curios y de Souvenirs que, a falta de artesanías típicas —muy músico, nuestro pueblo tenía un escaso sentido plástico—, se vendían sarapes de Oaxaca, maracas habaneras, cabezas reducidas a la manera jívara, pulgas vestidas —bodas y entierros— en medias cáscaras de nueces, botonaduras charras y otras cosas que nunca se habían producido en el país, junto a arqueologías de engañosa manufactura. Y esa isla se centraba en el American Club donde —y esto se sabía por informadores seguros— entre partidas de poker, reuniones de Hijas de la Revolución, tenidas de masones tocados con fez turco, celebraciones del Independence Day, del Thanksgiving, del 4 de julio y del Halloween —banderillas estrelladas y niños con máscaras de calabaza—, se consideraba severamente la crisis del país, el desorden, la bancarrota, llegándose a la estupefaciente, a la increíble conclusión de que, en estos momentos, a falta de algo mejor, el Hombre-Providencial —el clavo ardiendo, diríamos— podría ser Luis Leoncio Martínez, el vencido de Nueva Córdoba, bien visto, repentinamente, asombrosamente, por el Departamento de Estado Norteamericano. —«Aunque la cosa se ha tenido en gran secreto, Ariel sabe que estuvo varios días en Washington» —apuntaba Peralta—: «Lo cual demuestra una vez más que en política no hay enemigo muerto». El Primer Magistrado reflexionaba en voz alta: —«Ésos, ésos, cuyos intereses he defendido como nadie; ésos, que han conseguido de mí todo lo que querían, me atribuyen ahora todo lo malo que ocurre en el país. Y no quieren admitir que la crisis no es cosa nuestra: es general, es universal. Que miren hacia Europa, donde no han hecho sino armar el mierdero padre, trastornando el mapa, arruinando monedas, creando nacionalidades artificiales; un caos, lo digo yo, un caos. Y ahora pretenden arreglar lo de aquí valiéndose del catedrático idiota». —«Creen que con un cambio —el eterno Mito del Cambio— se va a enderezar lo torcido… Piensan tal vez que nos estamos apolillando, que estamos resultando un poco ‘vieux-jeu’» —gemía Peralta, mientras el Mandatario volvía a una idea fija que, desde hacía días, le desasosegaba el ánimo: —«Imbécil que fui en no tumbar al Estudiante, ahí, cuando lo tuve delante, como te veo ahora. Y con la Browning sobre la mesa. Un gesto. Y, para el público: Quiso atentar contra mí y me defendí. Un tiro disparado por la Mayorala Elmira a la hombrera derecha de mi levita colgada de una percha, para ponérmela después. Y una buena foto del otro, caído en la alfombra, víctima desdichada de mi legítimo instinto de conservación. Todo evidente. Todo probado. Y los primeros aplausos habrían sonado en el American Club». —«Nada se habría remediado con eso». —«Pero El Estudiante sigue ahí: no se ha ido. Nuestra policía, hoy como ayer, es incapaz de agarrarlo. Y sigue publicando su libelito en papel-Biblia». —«Periódico leído, sobre todo, por los socios del American Club. Porque el público a que se destina apenas si sabe leer. Sus ideas son demasiado complicadas para nuestras gentes de huarache y overol». —«No entenderán muy bien las ideas del hombrecito, pero tienen fe en él». —«¡Bah! De modo abstracto. Es Alguien-que-viene-a-remediar-algo. ¡Otra vez el Mito del Cambio! Pero le falta carne, le falta imagen, le falta palpabilidad. Mas presencia tiene, para nuestros campesinos, ese San Expedito, ignorado por el santoral, a cuyo poder acuden cuando de inmediato quieren algo, rezando ante un grabado —impreso en París, por cierto— donde se ve al Milagrero, desconocido por la Iglesia, blandiendo una espada con la palabra Hodie —hoy, pero las gentes dicen: Jode— escrita en el acero». —«¿Y tú crees que el Leoncio tiene más arrastre popular que El Estudiante?» —«Ninguno. Pero precisamente porque los gringos tienen miedo al Estudiante —y, más que nada, a las ideas que representa— apoyan al hombre de Nueva Córdoba. El individuo les importa poco. Pero viene a personificar un tipo de Democracia que ellos invocan cada vez que quieren cambiar algo en América Latina». —«Cosa de vocabulario». —«Cada cual tiene el suyo: ellos habían de Defender la Democracia; nosotros, de Defender el Orden Establecido»… El Primer Magistrado volvía a reflexionar en voz alta: —«Acaso podríamos hacer vibrar la cuerda del honor nacional: inadmisible intromisión de los yankis en los asuntos interiores del país… Nuestro pueblo aborrece a los gringos». —«Nuestro pueblo, sí; pero nuestra burguesía siempre se acomoda con ellos. Para nuestra gente de plata, el Gringo es sinónimo de Orden, Técnica, Progreso. Los hijos de familia que no estudian con los jesuitas de Belén, están en Cornell, en Troy, cuando no en West-Point. Somos invadidos —y usted lo sabe— por los Metodistas, los Bautistas, los Testigos de Jeovah, y la Christian Science. Las Biblias norteamericanas forman parte del mobiliario de nuestras casas ricas, como el retrato de Mary Pickford en marco de plata, con su consabido Sincerely yours estampado al gomígrafo». —«Estamos perdiendo todo carácter: demasiado nos hemos alejado de la Madre España». —«Nada vamos a sacar con deplorarlo. A usted no le faltan cojones y a peores temporales ha capeado. Más peligrosos eran sus generales Ataúlfo Galván y Walter Hoffmann, que tenían parte del Ejército consigo. Al menos, nosotros no tenemos cuartelazo a la vista». —«Eso sí es cierto: cuento con el Ejército. Indudablemente». —«Y eso lo saben los yankis, Presidente; eso lo saben los yankis»… En eso comenzó a sonar una música de cuerdas, lenta, suave, pero bien ligada por los arcos, tras de los flamboyanes del Parque Central. —«¡Ya empezaron ésos!» —gritó el Primer Magistrado—: «Elmirita dice que traen la jetta… Cierra esa ventana, Peralta»… Y cerró la ventana el secretario, puesto repentinamente en la cotidianidad de los Negocios de la Muerte, únicos negocios florecientes manejados, en estos tiempos de crisis, por hombres hábiles, buenos conocedores de una siempre segura clientela, movida por ancestrales angustias escatológicas ante la idea del Sueño-sin-Despertar. En el país entero, por un proceso sincrético de tradiciones donde lo extremeño —nuestro primer Conquistador era oriundo de Cáceres, como Pizarro— se había mezclado con lo indio, los ritos mortuorios eran complejos, aparatosos y prolongados. Cuando había difunto en un pueblo, invadía la casa el vecindario, transformando el velorio en un acto colectivo de gran resonancia, con asamblea de hombres en portales, patio y aceras, fondo dramático de llantos y plantos y sollozos y desmayos de mujeres, sin que faltaran, durante toda la noche, servicios de café negro, chocolate en jícara, vinos peleones y recios aguardientes, en gran teatro de emocionados abrazos, oraciones y lamentos en torno al ataúd —y aparatosas reconciliaciones de familias ayer enemigas, que volvían a encontrarse, tras de años sin verse, en tan solemne ocasión. Luego, eran lutos, medios lutos, cuartos de lutos, lutos de nunca acabar que, cuando se trataba de una viuda de buen ver, se observaban hasta nuevo matrimonio. Y esto subsistía en la importante capital de hoy, aunque transformándose en cuanto a la escenografía. Ya los muertos no se tendían y velaban en las viviendas, sino en establecimientos funerarios, cada vez más numerosos —a población creciente, mayor número de finados— que competían en ofrecer mayores lujos e innovaciones a sus favorecedores. Y, poco a poco, esas funerarias se habían multiplicado en el centro de la urbe, apretando un cerco de mala sombra en torno al Palacio Presidencial —con cajas en perpetuo ir y venir, trasiego de flores, movimientos de ángeles y cruces, caballos de gualdrapa negra, vehículos con carrocería de cristal, llegadas nocturnas de yertas anatomías envueltas en sábanas verdes… Pero la más extraordinaria de todas acababa de inaugurarse muy cerca, al lado del Ministerio de Gobernación, con tintorería anexa, imitación de un Deuil en vingt-quatre heures que se encontraba en París, tras de la Madeleine, en el ángulo de la Rue Tronchet. Lo notable, en La Eternidad, era que las familias podían escoger, para recibir pésames y condolencias al pie del ataúd, un estilo de moblaje, decoración y ambiente. Ahí había Sala Colonial, Sala Imperio, Sala Renacimiento Español, Sala Luis XV, Sala Escorial, Sala Gótica, Sala Bizantina, Sala Egipcia, Sala Rústica, Sala Masónica, Sala Espiritualista, Sala Rosa-Cruz, con sillas, emblemas, ornamentos, símbolos, ajustados al carácter de la capilla ardiente. Y, si tal era la voluntad de los usuarios, como gran innovación traída de los Estados Unidos, el velorio se acompañaba de músicas de noble y sereno estilo, sin contrastes de intensidad ni tempo —aunque nunca fúnebres del todo— ejecutados por cuartetos o pequeños conjuntos de cuerda con harmonio, sahumados por el incienso, ocultos tras de un enrejado de siemprevivas o el seto de las coronas montadas en caballetes, cuyo repertorio se centraba en la Meditación de Thais, El cisne de Saint-Saëns, la Elegía de Massenet, el Ave María de Schubert, y el otro, de Gounod, tocados y vueltos a tocar, sin descanso, desde la llegada de la urna hasta su salida hacia el cementerio. Cuando esas melodías se le colaban en Palacio en horas de la madrugada, el Primer Magistrado, exasperado de oír lo mismo y lo mismo, cien veces repetido —más fuerte cuando aún no había tránsito de automóviles en el Parque Central— mandaba a cerrar todas las ventanas, aunque perseguido, interiormente, por los temas que le seguían sonando dentro del cráneo. Y sólo lograba volver al sueño recurriendo al Santa Inés del maletín-Hermes, siempre puesto en velador a la cabecera de su hamaca… y, por lo mismo que eso estaba ahí desde hacía semanas y semanas, una mañana se sintió ensordecido, pero ensordecido de silencio —de insólito silencio. Las ventanas habían sido abiertas, de madrugada, por la Mayorala Elmira, pero la brisa entraba en su cuarto, ligera, todavía oliente a verdores de amanecer, sin cargar con la Elegía, El cisne, la Meditación, ni los avemarías. —«Algo raro ocurre» —se dijo. Y algo raro, muy raro, ocurría en efecto: lo nunca visto, lo nunca recordado —aun por los ancianos que más recordaban. La capital empezaba su día —aquel día— en silencio, un silencio que no era solamente el de la funeraria, silencio de otras épocas, silencio de albas remotas, silencio de cuando pastaban las cabras en las calles principales de la ciudad; silencio roto, tan sólo, por un rebuzno lejano, la tos de una tosferina, el llanto de un niño. No pasaban autobuses. No tintinabulaban los tranvías. No rodaban los carros lecheros. Y, lo que era más raro aún, las panaderías y cafés, negocios tempraneros, no habían abierto sus puertas, en tanto que las tiendas permanecían con las cortinas metálicas corridas. Una total ausencia de pregones —ni churros calentitos, ni tamarindos para el hígado, ni ostras frescas de Chichiriviche, ni tamales de buena masa, ni la corneta del vendedor de torrejas… — se hacía anuncio de acontecimientos de una extremada gravedad, con aquel encogimiento de las cosas, aquella expectación medrosa, latente, indefinida, que suele observarse —aunque es advertencia nunca entendida— en vísperas de grandes terremotos o de erupciones volcánicas. (Los árboles de la región del Paricutín tuvieron miedo, se engrisaron en sus terrores silenciosos, muchas semanas antes de que hacia ellos avanzara, lenta, inexorable, una lava que ya les bullía sordamente bajo las raíces…) —«Pero… ¿qué pasa? ¿Qué es esto?» —preguntó el Primer Magistrado al ver entrar en su cuarto al Doctor Peralta, seguido de Ministros y Militares que, violando abruptamente su intimidad, atropellaban el protocolo: —«¡Huelga general, señor Presidente!» —«¿Huelga general? ¿Huelga general?» —preguntaba (se preguntaba) como atontado, sin entender a los demás, sin entenderse a sí mismo. —«Huelga general. O, si lo prefiere: paro general. Todo está cerrado. Nadie ha ida al trabajo». —«¿Y los empleados públicos?» —«No hay autobuses, tranvías, ni trenes»… —«Y no hay un alma en las calles» —dijo la Mayorala Elmira, abriéndose paso entre alpacas y guerreras. El Primer Magistrado se asomó al balcón. Los perros del Palacio, llevados por un cabo de la guardia, meaban en torno a la fuente del Parque. Pero los perros no tienen alma. No eran almas. Y aquella Funeraria, sin música… Se volvió hacia los presentes con la peor de las caras: —«¿Huelga general, no? ¿Y ustedes no sabían nada?» Los demás empezaron a hablar atropelladamente, en un entrecruzado intríngulis de explicaciones, aclaraciones, eximencias —«recuerde que yo dije», «recuerde que yo advertí», «recuerde que, en el último Consejo, yo»… — que no acababan de constituirse en una convincente argumentación. Hasta ahora, sólo en el interior de la República —en Nueva Córdoba, en los puertos… — se habían visto huelgas verdaderas; aquí las llamadas al paro nunca habían tenido consecuencias mayores; en estos días, ciertamente, se habían repartido papelitos, volantes, hojas clandestinas; además, las huelgas de peones, changadores, camioneros, etc. , eran cosas predicadas por El Estudiante, y todos sabíamos que jamás los comerciantes, empleados de tiendas, gentes de clase media, habían prestado atención alguna a los llamados y consignas del Estudiante; los hombres de orden y trabajo no se sentían aludidos por aquello de Proletarios del mundo entero porque en nada se sentían proletarios; y yo estaba ausente de la capital, y yo tuve que llevar la familia a Bellamar, y yo no podía imaginarme, y sin embargo me contó mi hija… (no nos importa un coño lo que te contó tu hija…); además, nunca, nunca, nunca, en la historia del Continente, se había visto una huelga de personas de cuello y corbata; esos bochinches eran cosas de maleantes, y no íbamos a hacer caso de todos los rumores; mi hija me contó que las monjas de Tarbes… (no jodas más con tu hija…); yo dije siempre que aquella Campaña de Rumores, las falsas epidemias, el caballo de madera en el acueducto, las amenazas de muerte, las calaveras enviadas por correo, en fin, yo siempre dije que… —«Y ya que se habla de muertos» —dijo Peralta, rompiendo el estrépito de voces subidas unas encima de las otras—… «lo más inesperado, lo más insólito, es lo que me cuenta La Mayorala: todo el personal de las funerarias se ha sumado al movimiento. Y no sólo los músicos esos, de ‘La Eternidad’, sino también los del tendido, los cocheros y chóferes de Pompas Fúnebres, los enterradores, los sepultureros, los zacatecas… Las familias tienen que velar en casa a los que murieron anoche, porque no hay quien venga a cargar con ellos». —«Al menos, los que murieron anoche no se sumaron a la huelga» —dijo el Primer Magistrado, de súbito aplacado—: «Por lo mismo, para que no se aburran en el Más Allá, les vamos a dar alguna compañía. Se merecen una recompensa». Hubo un expectante silencio: —«Vamos a hablar corto y bueno… A Elmira, que traiga café».
       Serían las diez de la mañana cuando a las calles salieron automóviles de rápida circulación, carros-enlace de los cuarteles de bomberos, motocicletas con sidecar, llevando policías que, aullando en megáfonos de cuero y bocinas de aluminio, de los que se usaban en las competencias deportivas, hicieron saber a los comerciantes con oídos para oír que quienes no abrieran sus tiendas antes de dos horas, con empleados o sin ellos, serían privados de sus patentes y castigados con multas y prisiones; a los extranjeros de origen —aun nacionalizados desde hacía mucho tiempo— se les expulsaría del país. Los avisos conminatorios se repitieron y volvieron a repetir hasta que en la Catedral sonaron doce campanadas. —«Al menos, el campanero no está en huelga» —observó el Presidente. —«Es que ahí han instalado un mecanismo eléctrico» —explicó Peralta, pronto arrepentido de haber dicho lo que hubiese podido ser interpretado como un chiste. —«Esperemos». Ahora La Mayorala traía botellas de coñac y ginebra holandesa en frascos de barro, con habanos Romeo y Julieta y brevas de Henry Clay… El Primer Magistrado, a menos de cada media hora sacaba el reloj para ver si ya había transcurrido una hora. La una. Las dos. De «La Eternidad» salió un ataúd, llevado en hombros de gente enlutada —de la familia, seguramente— que, a pie, tomó el camino del camposanto. Y, a las tres, reinaba el mismo silencio en toda la capital. Sólo algunos comerciantes cantoneses habían abierto sus tiendas de abanicos, biombos y marfiles, por temor a ser devueltos a una China que era, ahora, la del Kuo-Ming-Tang y los Señores de la Guerra… De pronto, el Presidente, rompiendo la larga espera, se dirigió, resuelto y tajante, al Jefe del Ejército: —«Ametrallen las tiendas cerradas». Mano a la visera y taconazo… Y, quince minutos después, sonaron las primeras andanadas, disparadas sobre cortinas metálicas, hierros ondulados, enseñas, escaparates y vitrinas. Nunca se había llevado una guerra tan liviana. Nunca se habían divertido tanto, los de la infantería, como en este itinerante campo de tiro donde, siempre sin apuntar, disparando por banda, se daba en algún blanco —magnífica batalla sin riesgo de respuesta en voz de plomo. Y era una masacre de gente de cera —novias de cera con azahares de cera; caballeros vestidos de frac con bisoñé puesto sobre cráneos de cera; amazonas, jugadores de golf y tenistas, de cera muy clara; la camarera, de cera menos clara, vestida a la francesa; el lacayo, parecido a nuestro Sylvestre de París, pero de cera más obscura que el de la mucama; un monaguillo, un pertiguero, un jockey, para figuración, todos en matiz de cera ajustado al oficio…—, sin olvidar las Vírgenes y Santos que, traídos del barrio de Saint-Sulpice, se ofrecían, con mantos de yeso policromado, nimbos y atributos, en los comercios de misales y artículos piadosos. Además de las 30/30 disparaban los máusers de la tropa y hasta algún viejo fusil Lebel, sacado de los trasfondos del Arsenal. Y, en esta gran Batalla-contra-las-cosas, se desmoronaban las cristalerías, volaban las vajillas encargadas para regalo de boda, estallaban los frascos de perfume, los jarrones, las porcelanas, cuanto fuese de Sajonia o de Murano, las ollas de barro, los pomos y botijos, y hasta los vinos espumosos que, reventando con liberada energía, rompían botellas vecinas. Varias horas duró el asalto a las jugueterías, el tiro a biberones, el fusilamiento de Buster Brown y Mutt and Jeff, la defenestración de los títeres, la matanza de cuclillos suizos, la Profanación de la Ostra, la segunda decapitación de un San Dionisio que, llevando ya su cabeza en la mano, la vio caer al suelo, al ser alcanzada, a media mejilla, por una bala de grueso calibre… Pero a pesar de tantos quehaceres y afanes cayó sobre la ciudad una noche sin alumbrado público, sin focos en los parques, sin bombillas de publicidad, sin mecheros encendidos —todavía quedaban algunos mecheros de gas, de los de sereno y chuzo, en los barrios pobres—, sin luna siquiera, pues se estaba en cuarto menguante y con tiempo nublado. Y fue aquélla una larga, una interminable noche, una lóbrega noche, acostada sobre una ciudad inerte, callada, como desertada, abandonada, bajo una metralla —aún sonaban ráfagas intermitentes, aquí, allá— que le fuese ajena. Se advirtió, en esas horas de expectación, del no-saber-lo-que-traerá-el-día-próximo, que ciertos silencios, silencios anteriores al surgimiento de toda voz, de toda letra, pueden ser más angustiosos que el clamor de un profeta, que el delirio agorero de un inspirado… (Y sin embargo, en muchas casas, casas mudas, de cortinas corridas, de persianas apretadas, casas de ministros, de generales, casas de Gente del Poder, en sótanos, en desvanes, en habitaciones del traspatio, procedíase, bajo luces de linterna, de quinqués antiguos, de velas llevadas en alto, a esconder cosas, a sacar joyas de baúles, a cerrar cajas, a desempolvar maletas, a coser billetes de banco —dólares, sobre todo— en los forros, solapas, faldones, de trajes, abrigos y capas, en previsión de alguna fuga necesaria… Mañana, los niños serían enviados a las playas del Atlántico [estaban anémicos; prescripción médica]; muchas familias serían dispersadas en provincias y ciudades del interior [abuelita enferma; abuelito cumple noventa y siete años], devueltas a la casa solariega, a las casas de origen [mi hermana tuvo un parto malo; la otra anda mal de la cabeza], en espera de lo que pudiese ocurrir. Entretanto, en las cocinas, sin más claridad que la de cigarros que, a cada chupada, dibujaban una cara, los hombres, más fumadores cuanto más comprometidos, reunidos en torno a botellas de ron, de wisky, que se buscaban a tientas para llenar copas a tientas halladas, discutían de la situación. Un pánico sordo, contagioso, ascendente, rumiado de mil maneras, llenaba las penumbras, poniendo sudores de miedo en las sienes y en las nucas…). Borráronse las Osas y constelaciones en un alba gris, y la capital seguía en silencio. El país entero seguía en silencio. La metralla había sido inútil. El sol metíase lentamente en las calles, sacaba menudos brillos de los cristales rotos que cubrían las aceras. Y ahora, para colmo, el Jefe de la Policía comprobaba que sus hombres estaban aterrorizados. No se hubiesen mostrado tan encogidos, tan malencarados, tras de una lucha de calles, un asalto a barricadas, una trabazón de infantes y jinetes, un ataque, hombro con hombro, contra una multitud armada de palos, de cabillas, de tubos de hierro, y hasta de algún arma de fuego —pistolas viejas, generalmente; fusiles de caza, escopetas de otros tiempos—; estaban aterrorizados ante el silencio, la soledad en que se hallaban, la vaciedad de calles que desembocaban a las laderas de los montes circundantes, sin que en ellas, hasta donde alcanzara la vista, se viese transeúnte alguno. Menos hubiesen temido una carga de gentes enardecidas que el tiro solo, aislado; ese tiro suelto, único, bien pensado, tras de mucho centrar la imagen en la mira, que podía salir de un tejado, una azotea, dejando un hombre tendido en el asfalto con la sien, el entrecejo, tan limpiamente, tan certeramente agujereados como si en ellos se hubiese encajado una lezna de talabartero. Acuarteladas estaban las tropas; vivaqueaban los de la infantería en sus patios, fumaban los centinelas en sus garitas. Y nada. El silencio. Un silencio que rompía a veces —muy de tarde en tarde— el estruendo de una motocicleta acelerada por el miedo de quien, a horcajadas sobre ella —eran todas de marca Indian—, llevaba algún desagradable, lacónico y confidencial mensaje al Palacio. Allí, rendidos los unos en butacas y divanes, manteniéndose despiertos a fuerza de tabaco y café los que tenían las entrañas demasiado estragadas por el licor, estaban, de caras cerosas, cuellos sucios, chaquetas quitadas, tirantes de fuera, los Altos Jefes y Dignatarios de la Nación. Tieso, inmóvil, digno y ceñudo en medio del desplome de los demás, el Primer Magistrado esperaba: esperaba a La Mayorala Elmira que, embozada en un chal de bolillo, había salido a buscar noticias vivas, de andar por calles, de arrimar la oreja a las puertas, de meter el ojo en ventana entornada, de hacer hablar a un improbable transeúnte —comadrita borracha, saqueador de menudencias, tembloroso apremiado de aguardiente— hallados por el camino. Pero ahora le volvía, tras de mucho andar, sin haber recogido nada interesante. O, mejor dicho, sí: una sola cosa. En todas las paredes, los muros, las vallas, de la ciudad, miles de manos misteriosas habían escrito con tizas claras —blancas, azules, rosadas— una sola frase, siempre la misma: «¡Que se vaya! ¡Que se vaya!»… El Mandatario, tras de una breve pausa, sacudió una campanilla, como en sesión parlamentaria. Los demás se levantaron de donde yacían, tratando, con ajustes de corbatas, cierre de botonaduras, y manos llevadas al pelo, de recobrar alguna compostura. —«La bragueta, y perdone» —dijo Elmira al Ministro de Comunicaciones, advirtiendo que la tenía abierta. —«Señores» —dijo el Primer Magistrado… Y fue un discurso bueno, dramático aunque sin toques de emoción o elocuencia, simple glosa a lo narrado por La Mayorala. Si sus compatriotas tenían su renuncia por necesaria; si sus colaboradores más fieles (y les rogaba que le respondieran llanamente, con franqueza, con ecuanimidad…) compartían ese criterio, estaba resuelto a entregar el poder, inmediatamente, a quien se creyera mejor capacitado para asumirlo. —«Espero vuestra respuesta, Señores». Pero los señores no respondían. Y, después de unos minutos de estupor, de agónico recuento de realidades, fue el Miedo, el Gran Miedo —el Miedo Azul, irrebasable, de la conseja popular. Pensaban todos, de pronto, mirándose unos a otros, que la permanencia, la presencia, la dureza, y, sobre todo, la Plena Aceptación de Responsabilidades, la Plena Aceptación de Culpas, de Quien ahora esperaba el sonido de una voz con creciente impaciencia, era lo único que podía salvarlos de lo que ya les estaba rondando las casas. Si la ira popular se desataba, si las masas se tiraban a las calles, buscarían un absceso de fijación, un objeto donde descargar sus martillazos, un chivo emisario, una Cabeza Máxima para alzarla en la punta de una pica, mientras ellos, acaso, tomando distintos rumbos de fuga, lograrían escapar por algún medio. De lo contrario, el furor los alcanzaría a todos por igual, y sus cuerpos, a falta del Cuerpo que tenían delante, irían a parar, arrastrados, descuartizados, sin semblantes identificables, a las cloacas de la ciudad —cuando no los hubiesen colgado de un poste telegráfico con infamante letrero en el pecho… El Presidente del Senado, por fin, tomó la palabra, diciendo lo que todos querían que dijese: Que después de tantos sacrificios hechos por el bien del país (aquí, enumeración de algunos…), en momentos en que nuestra nacionalidad era amenazada por fuerzas disolventes (aquí, imprecatoria contra socialistas, comunistas, beduinos internacionales [?], El Estudiante y su periódico, el catedrático de Nueva Córdoba y su partido creado ayer, como quien dice, con el pedante título de Alfa-Omega —«ése es el que más jode», comentó Peralta, al punto acallado por un disgustado gesto del escuchante), en estas horas críticas, se pedía al Primer Magistrado una suprema muestra de abnegación, etc. , etc. , porque si en tan grave trance nos abandonaba privándonos de los auxilios de su lucidez y sagacidad política (aquí, mención de otras cualidades y virtudes), la Patria, desamparada, sólo podría gemir, como Nuestro Señor en la Cruz: «Eloi, Eloi, lama sabachtani»… El Presidente, que había escuchado con la cabeza gacha, caído el mentón sobre la pechera, abrió los brazos en un enérgico enderezo de todo el cuerpo: —«Señores, trabajemos… Queda abierto el Consejo». Hubo largos aplausos y cada cual ocupó su puesto en la larga mesa que centraba el salón contiguo, adornado de auténticos Gobelinos.
       Y aquel día, a eso de las 3 de la tarde, empezaron a sonar muchos teléfonos. Unos, al principio, intermitentes y desperdigados. Luego, más numerosos, más subidos de tono, más impacientes en largar gritos. Una multitud de teléfonos. Un vasto coro de teléfonos. Un mundo de teléfonos. Y llamadas de patio a patio, voces que corrían sobre los tejados y azoteas, pasaban de cerca a cerca, volaban de esquina a esquina. Y ventanas que empiezan a abrirse. Y puertas que empiezan a abrirse. Y uno que se asoma, gesticulando. Y diez que se asoman, gesticulando. Y las gentes que se tiran a las calles; y los que se abrazan, y los que ríen, y los que corren, se juntan, se aglomeran, hinchan su presencia, forman cortejo, y otro cortejo, y otros cortejos más que aparecen en las bocacalles, bajan de los cerros, suben de las hondonadas del valle, se funden en masa, en enorme masa, y claman: «¡Viva la Libertad!»… Ya lo saben todos y lo repiten todos: el Primer Magistrado acaba de morir. De un infarto cardiaco, dicen unos. Pero, no; ya se sabe que fue asesinado por unos conjurados. Tampoco: el que disparó fue un sargento afiliado al Alfa-Omega. Pero no, tampoco fue así: uno que sabe, sabe que fue derribado por El Estudiante, así, con la misma pistola belga que el Hombre tenía siempre sobre la mesa, vaciándole todo el peine —unos dicen que esos peines son de seis balas, otros que de ocho— en el cuerpo. Un camarero de Palacio, que lo vio todo, dice… Pero ha muerto. Ha muerto. Esto es lo grande, lo hermoso, el júbilo, la enorme fiesta. Y parece que están arrastrando el Cadáver —el enorme Cadáver— por las calles. Lo vieron los del barrio de San José —tirado de un camión, rebotándole el cráneo sobre el adoquinado. Ahora, ir hacia el centro cantando el Himno Patrio, el Himno de los Libertadores, La Marsellesa, y algo de La Internacional que surge de pronto, inesperadamente, a la luz del día, entonada en coro… Pero en eso aparecen los carros blindados de la 4.ª Motorizada, abriendo fuego sobre la multitud. Dispara, de golpe, la guarnición de Palacio, resguardados los hombres por los anchos balaustres de la terraza superior y los sacos de arena traídos días atrás. Caen granadas de la torre de la Telefónica, abriendo aullantes boquetes en la muchedumbre que, abajo, se aglomeraba en un mitin. Asoman sus bocas, en las esquinas, docenas de ametralladoras. Cerrando las avenidas avanzan ahora, lentamente, pausadamente, policías y soldados en filas apretadas, largando una descarga de fusil a cada tres pasos. Y ahora corren, huyen, las gentes despavoridas, dejando cuerpos y más cuerpos y otros cuerpos más en el pavimento, arrojando banderolas y pancartas, tratando de meterse en los zaguanes, de forzar las puertas cerradas, de saltar a los patios interiores, de levantar las tapas de las cloacas. Y las tropas avanzan, despacio, muy despacio, disparando siempre, pisando a los heridos que yacen en el piso, o rematando, a culata o bayoneta, al que se les agarra de las polainas y botas. Y, al fin, luego del descrescendo y dispersión de la turbamulta, quedan las calles desiertas otra vez. Salen los carros bomberos para apagar algunos incendios. Suenan, aquí, allá, desgarradas, largas, en roja insistencia, las sirenas de ambulancias. Al caer la noche, todas las calles son patrulladas por el ejército. Y tienen todos —todos aquellos que tanto hubiesen cantado los himnos y dado vivas a esto y aquello— que darse cuenta de una realidad atroz. El Primer Magistrado se asesinó a sí mismo, hizo difundir la noticia de su muerte, para que las masas se echaran a las calles y fuesen ametralladas en soberano alcance de tiro… Y ahora, sentado en la silla presidencial, rodeado de sus gentes, celebraba la victoria: —«Ya verán cómo mañana se abren todas las tiendas, y se acaban las cabronadas y mariqueras». Afuera, seguía el coro de las sirenas. —«Trae champaña, Elmira. Del bueno; del que está en el mueble que tú sabes»… De tarde en tarde sonaba un disparo de rifle, aislado, lejano, de sonido más débil que el de las armas reglamentarias. —«Todavía queda, por ahí, algún pendejo» —decía el Mandatario—:
       «Señores: una vez más, la hemos ganado»… Y tantas cosas habían ocurrido durante el día, tan abandonados estaban los edificios públicos, que nadie advirtió un hecho raro: la repentina desaparición —el robo, desde luego— del Diamante del Capitolio; sí, de aquel enorme diamante de Tiffany engastado en el corazón de una estrella y que, al pie de la gigantesca estatua de la República, marcaba el Punto Cero —convergencia y partida— de todas las grandes carreteras del país.

Sexto capítulo

… si la partida es harto desigual más vale
optar por una honrosa retirada o abandonar
el juego antes que exponerse
a una muerte segura.

DESCARTES


17

       Cuando recuerdo aquel día, me parece haber vivido, en horas más llenas, más pobladas que años largos, un carnaval inverosímil —confusión de imágenes, descenso al infierno, turbamulta, vocerío sin rumbo, giración de formas, disfraces, metamorfosis, mutaciones, estrépitos, sustitución de apariencias, lo de arriba abajo, el buho en mediodía, tinieblas de sol, aparición de harpías, dentelladas de borregos, rugidos del manso, furores del débil; fragores donde ayer sólo se rumiaba el cuchicheo; y esas caras que dejan de mirar, y esas espaldas que se alejan, y esas decoraciones cambiadas, de repente, por los tramoyistas de tragedias secretamente germinadas, crecidas en la sombra, nacidas en torno mío, sin que, ensordecido por otros coros, hubiese oído el sonido de los coros verdaderos —coros de pocos coristas, pero que eran quienes, en realidad, llevaban las Grandes Voces Cantantes… Así, pues, se te había abierto la tripa —como dicen acá— con el triunfante vino de aquella noche; al alba, cuando se marchó la gente, te añadiste una botella de Armagnac, así, a solas, viendo cómo se azulaban, en el amanecer, las cumbres del Volcán Tutelar; habría que hacer, allá arriba, una especie de Chamonix, con pista para patinar sobre el hielo —el sky es un maravilloso ejercicio— y, para subir, un teleférico como los de Suiza; dos mecidas del chinchorro, y fueron las tres de la tarde; así, adolescente, así, habías abierto los ojos en la sala de operaciones, librado de un apéndice lleno de semillas —decíase, entonces, que la apendicitis se producía por haber comido guayabas, cuyas pepitas se amontonaban en el órgano inútil, resto de los tiempos prehistóricos en que los hombres, vetus de peaux de bêtes, como los que pintaba Cormon, se nutrían de raíces y huesos de frutas; así habías vuelto del sueño del cloroformo, con este enfermero de gorro blanco y estetoscopio en el cuello, que se inclina sobre ti; ¿ya me sacaron eso?; pero el enfermero es Peralta, vestido de enfermero —¿por qué? —; detrás de él —sobresalto mío— Mr. Enoch Crowder, con sus gafas de aro, su cara de puritano viejo, pero ahora sin levita —viene de tenista, ¿aquí, a Palacio?, con pantalón de franela rayada, letras rojas (YALE) en el sweater, raqueta en mano; el Embajador de los Estados Unidos, así, en tu cuarto, sin haber pedido audiencia, sin chistera, sin cuello de puntas almidonadas; no jodan, coño, miren que todavía tengo el aguardiente subido; media vuelta, una mecida del chinchorro, y déjenme dormir; pero ahora, unas palabras que, como traídas de lejos, se hinchan, se agrandan al acercarse, me hablan de un buque de guerra; el Minnesota está en Puerto Araguato; el buque ese, grandote, ése, con su torre de trenzado metálico, con sus cañones que giran y apuntan por electricidad, que andaba navegando —rara casualidad— a seis millas de nuestras costas, desde hacía varias semanas; me dicen (entiendo más y más) que van a desembarcar los marines, que ya están desembarcando; ¡café, carajo, café! ¿dónde está La Mayorala?; los marines, aquí: como hicieron en Veracruz, entonces; como en Haití, cazando negros; como en Nicaragua, como en otras muchas partes, a buena bayoneta con zambos y latinos; intervención, acaso, como en Cuba, con ese General Wood, más ladrón que la madre que lo parió; desembarco, intervención, la «punitiva» del General Pershing, el hombre de Over There, del Star and Spangled Banner en la Europa cansada del año 17, pero burlado, chingado, allá en Sonora, por unos cuantos guerrilleros de canana en pecho; me río, pero no es broma, no; Mr. Enoch Crowder ha venido así, de tenista, con raqueta y todo, porque lleva dos días sin salir del Country Club, conferenciando, deliberando, con las fuerzas vivas de la Banca, del Comercio, de la Industria; y son esos hijos de puta quienes pidieron que el Minnesota viniera, con sus marines de mierda; pero el Ejército, nuestro Ejército, no permitirá semejante afrenta al honor nacional; pero resulta ahora que el Ejército se ha revirado; los soldados han desertado de las postas, las garitas, los nidos de ametralladoras, diciendo que no tenían culpa en lo de ayer; que si dispararon, fue mandado por los sargentos y tenientes; los sargentos y tenientes se han alzado contra sus capitanes y generales, que están atrincherados, ahora, en el altísimo Hotel Waldorf, yendo del bar a la azotea, de la azotea al bar, esperando que acaben de llegar los marines para romper el asedio de la multitud, de la enorme multitud que grita en torno al edificio, pidiendo sus cabezas; la guarnición del Palacio se ha esfumado; tampoco queda un ujier, un sirviente, un camarero; no preguntes por tus ministros; no se sabe dónde están tus ministros; el teléfono: no funcionan los teléfonos; no pidas café: tómate, mejor, un trago de aguardiente —dice Peralta (pero… ¿por qué, carajo, se ha disfrazado de enfermero, con ese estetoscopio, con ese termómetro en el bolsillo de la blusa?); no pidas café, La Mayorala está en otros asuntos; pero, ahora sí, pensándolo mejor, estoy de acuerdo con los capitanes y generales; que desembarquen los marines, que desembarquen: eso, lo arreglaremos luego —negociaremos, hablaremos—, pero, por lo pronto, el orden, el orden… «Te jodiste» —dice el enfermero—: «lo que quieren esos, los de la Banca y del Comercio, y también el Señor aquí presente, es que te vayas al carajo; que ya basta; que ya son más de veinte años jodiendo la paciencia; ya no te quieren; no te quiere nadie; y si todavía estás vivo, es porque creen todos que estás con los otros en el Waldorf; no pueden imaginarse que puedas estar aquí, solo, como un pendejo, sin escoltas ni guardias; a nadie se le ha ocurrido; pero cuando se sepa… ¡no quiero pensarlo!… Así que nos largamos… Pero… ¡ya!» Empiezo a entender. Me enderezo. Busco las pantuflas: —«Pero, carajo, yo no he renunciado. ¡Soy el Presidente!» —«¡Qué te crees tú eso!» —dice el enfermero—: «Luis Leoncio está ya en Nueva Córdoba. Ha salido una caravana de automóviles a buscarlo». —«¿A ese cretino, con su Alfa-Omega?» —«Es el único que puede resolver esta situación» —dice el tenista. — «Pero…» —«Por lo pronto tiene nuestro respaldo». —«¿Así que a mí me dejan caer?» —«Nuestro Departamento de Estado sabrá por qué lo hace». —«¿Cómo pueden tomar en serio el profesor ese, que…?» El tenista daba muestras de impaciencia: —«No he venido aquí a discutir, sino a ponerlo frente a una realidad. El Doctor Luis Leoncio cuenta con el apoyo de las fuerzas vivas del país. Lo siguen muchos jóvenes de ideas generosas y democráticas». —«Ya veo: el Colegio de Belén, las escuelas metodistas y la Estatua de la Libertad»… —«No pierdas más tiempo, carajo: ¡acaba de vestirte!» —«El Doctor Luis Leoncio tiene ideas, un plan» —dice el tenista. —«También lo tiene El Estudiante» —digo yo. —«Pero ahí la cosa es muy distinta» —dice el tenista, pasándose la raqueta de mano a mano. —«Tienes que saber que, en realidad, fue El Estudiante quien te tumbó» —dice el enfermero—: «Las bombitas, las bromas macabras, los falsos rumores, eran cosas del Alfa-Omega. Pero la huelga general fue obra del Estudiante. Magnífico trabajo, por cierto. Yo no lo creía capaz de eso». —«¿Y me vas a decir que los comerciantes que no abrieron sus tiendas eran todos bolcheviques?» —«No abrieron sus tiendas por miedo a los bolcheviques, precisamente. Sumándose al paro, defendían sus mercancías. Y ahora las pondrán a los pies del Caudillo de Nueva Córdoba, defensor del arden y la prosperidad, que tratará de amansar al Estudiante —¡no sé! ¡digo yo!—, dando alguna legalidad a su partido. Porque ahora habrá partidos políticos en el país». —«Los comerciantes se manejaron con inteligencia» —dijo el tenista—: «Wise men»… Vuelto a mis luces, clamo, de repente, que aún es tiempo de hacer algo: firmar la paz con Hungría —que ahora tiene un gobierno estable—, restablecer las garantías constitucionales, crear un Ministerio del Trabajo, levantar la censura de prensa, constituir un gabinete de coalición, en espera de próximas elecciones, puestas bajo el control, si se estimara conveniente, de una comisión mixta… — «No hables más pendejadas» —dice el enfermero—: «Aquí se acabó el machete. Si no nos largamos pronto, vendrá la morralla, y podrás imaginarte. ¡Con las ganas que te tienen!»… En aquel momento una rara figura se dibujó en la galería que daba al patio: Aunt Jemima, la abuela de Walter Hoffmann, se dirigía tranquilamente hacia la gran escalera de honor, llevando en la cabeza, como quien carga con un ataúd, el alto reloj Westminster del comedor: —«Hace años que estoy enamorada de él», dijo, al pasar. Detrás, varios pillos —tataranietos suyos, seguramente— se llevaban bandejas de plata, garrafas, adornos de mesa, sacados de los aparadores. Aquello fue, para mí, como un aviso decisivo: —«Me acojo al amparo de la Embajada de los Estados Unidos». —«¡Ni pensarlo!» —dice el tenista—: «Habría motines frente al edificio. Manifestaciones. Desórdenes. Una situación insostenible. Lo único que puedo hacer es darle asilo en nuestro consulado de Puerto Araguato. Allí estará usted bajo la protección de nuestros marines. Mi gobierno está de acuerdo». —«Me llevará usted en su auto…» —«Lo siento: pero no puedo exponerme a que nos echen plomo por el camino. Los leñadores de Morejón no entienden de placas diplomáticas. Y dicen que, en el Bajío, hay partidas armadas». —«Es que no hay trenes… La huelga…» —digo, con voz que empieza a quebrárseme en espasmos de saliva mal tragada. —«Eso no es culpa mía» —dice el tenista. Peralta me muestra su traje, su gorro, su estetoscopio: —«Tengo una ambulancia abajo. En el camino de la Colonia Olmedo no hay alcabalas. Y a los alemanes esos se les importa un coño nuestra política». —«Good, luck, Señor Presidente» —dice el tenista. —«Son of a bitch» —digo, apenas audible. Pero el otro entendió, y me dice, entre gracioso y clergyman: —«Rahab, la de Jericó, era bitch. Y hay la contamos entre las abuelas del Señor. Vaya leyendo la Biblia por el camino, señor. Es libro de mucho consuelo y grandes enseñanzas. Ahí se habla de muchos tronos derribados»… Y toma su raqueta, de esas —lo recuerdo— que vienen encuadradas por un marco de madera, trapezoidal, con cuatro clavijas, para resguardar el aro, y se larga así, sin más ni más (— «So long», creo que me dijo), con el liviano paso de quien regresa a su American Club, de hondas butacas, Bourbon-on-the-rock, noticias telegráficas y calor de enemigos míos. — «Son of a bitch» —digo, digo y redigo, por no hallar insultos de mayor peso en mi limitado vocabulario inglés. Miro ahora hacia la cima reluciente del Volcán Tutelar, no ya blanca sino levemente anaranjada por un crepúsculo cercano. Y la mirada se me entristece, a pesar mío, con una melancólica ternura de despedida. Pero ahora llega La Mayorala, extrañamente vestida de Pagadora de Promesas del Nazareno: túnica violada, cíngulo amarillo, sandalias, rebozo del color de la túnica —trayendo un hato de ropas. —«Se va con nosotros» —dice Peralta. Y ella se explica, para hablar poco y ganar tiempo, con su peculiar concertación de mímica y onomatopeyas: —«Todos saben que cuando yo era… (gesto de levantarse los pechos, de redondearse las caderas)… tú me… (leve silbido, con un índice puesto en cruz sobre el otro)… y aunque ya yo no soy aquella de… (manos que remoldean un rostro ahora un poco espeso)… seguimos tú y yo… (ahora junta los índices y los frota, uno contra otro)… Y con la rabia que me tienen los de aquí, si me cogen… (silbido acompañado de palmada en la sien, con caída de la cabeza boquiabierta sobre el hombro izquierdo). Así es que yo… (fuerte silbido, con brazos que remedan los movimientos de quien corre). —“Además, lo del traje nazareno es una magnífica idea» —dice Peralta. Y, de repente, puesto en situación, recuerdo lo más importante: —«¡El dinero, carajo! ¡El dinero!» La Mayorala me muestra un hato de ropas: —«Los Guasintones van ahí». Abro, para cerciorarme. Sí. Entre enaguas y blusas están los doscientos mil dólares de mi reserva personal, en cuatro fajos de cincuenta billetes que, desde luego, ostentan un retrato de Washington… Y es, ahora, como si todo se apresurara. Corre Peralta; corre La Mayorala. Aparece una maleta. Sin pensar claramente en lo que hago, empiezo a meter cosas. Demasiadas cosas. El papel secante del escritorio, varias medallas y condecoraciones, el tomo de nuestras once Constituciones, un retrato de Ofelia con Gabriel D’Annunzio, aquel juguete —lagarto de cuerda— que me regaló mi madre, aquella preciosa edición de Les femmes savantes, con los versos que, en este apremio, me vienen absurdamente a la memoria despabilada por una copa de ron: «Guenille si l’on veut, ma guenille m’est chère» —«¡No metas más mierdas en la maleta!» —grita La Mayorala. —«Dos camisas, un pantalón, y basta» —grita Peralta. —«Dos corbatas y tres franelas» —grita La Mayorala. —«Y ahora te echas esta capa de hule por encima. Como los enfermos pobres que llevan al hospital» —dice Peralta. —«¡Pero pronto, coño, pronto!» —aúlla La Mayorala, con ecos acrecidos por la vastedad del Palacio Desertado. Y me envuelven la cabeza en unas vendas Velpo y tiras de esparadrapo. Un poco de Ketchup para que parezca que he sangrado. Y bajo las escaleras. Primera vez, en más de veinte años, que no se oyen voces de «¡Firme!», que no te presentan armas. Palomo, el perro del portero, te viene a lamer las manos sudorosas. Quieres llevarlo contigo. — «Ni pensarlo. Nadie ha visto nunca un perro en una ambulancia». Y te acuestas en la camilla de las urgencias, bajo el olor del impermeable, disfrazado de herido —sigue el carnaval, el tremendo carnaval, el apocalíptico trastrueque de apariencias— y vives, por las peripecias del rodar, las aventuras del camino recorrido. Salida por la puerta trasera del Palacio —antaño entrada de los coches de caballo—. Doblar a la derecha. Rodar sobre asfalto. Calle Beltrán: breve tramo de adoquines. Izquierda: lisura de asfalto. Calle de los Plateros. Peralta en el timón, falso enfermero-chofer del Servicio de Emergencias, pone a sonar la sirena. Me aterro, pensando que estamos llamando la atención: pero, no; precisamente, no. Nadie mira la cara de quien conduce una ambulancia ululante. Se mira hacia la sirena; más: todo el que puede ayudar en algo trata de despejarle el camino. Derecha: sigue el asfalto: el Boulevard del Brasil, con sus cafés —el París, el Tortoni, el Delmónico… — cerrados, seguramente, por la huelga. Luego, rodar y rodar más: parece que no hay tránsito en las vías. Peralta no se detiene en los cruces. Y es un enorme bache: ese, de la esquina del Gallo, para cuyo relleno, con arreglo de la alcantarilla —que no se hizo nunca— se tragó sesenta mil pesos el Ministro de Obras Públicas. Sé donde estamos, y, de pronto, por lo mismo, miedo, terrible miedo. Mi carne se me aprieta sobre los huesos; me tiemblan los muslos; se me desacompasa el resuello. Porque vamos aminorando la velocidad. Yo sé por qué. Y ahora frena el enfermero del estetoscopio y cristales ahumados —bien encajado el gorro blanco hasta las cejas. Hay un silencio que me abre la vejiga —no puedo remediarla. —«Permiso: llevo un herido de gravedad». Otro silencio, peor que el primero. Y la voz de La Mayorala: «Permisito, jefe. Por su mamacita, no nos demore… Mi hermano… Un balazo. Frente al Palacio…» La voz del soldado: —«¿Ya tronaron al coño de madre?» —«Lo tiraron… (silbido)… ¡cataplún!… Por el balcón… Ahora… (silbido largo, aspirado hacia abajo, escalofriante)… lo están arrastrando… Y va dejando pedazos de seso… (palmada fuerte… en cada esquina». Soldado: —«¡Gracias a Dios, carajo!» Peralta: —«¿Hay permisito, jefe?» —«¡Sigue!»… Y ahora, las calles con suelo de tierra apisonada. Siento, en mi cuerpo, cómo las ruedas de la ambulancia se escoran, caen, suben, renquean, entre hoyos llenos de agua cuyo hedor a podredumbres me alcanza en mi celda rodante, a pesar de los alientos de quirófano que en ella reinan. «Debí pensar en esto.» A dos pasos de las villas italianas, de las cúpulas de nácar, de las cornucopias, bojes y emparrados —jardincillos de Aranjuez, miniatura de Chantilly—, los barrios de los Cerros, las Yaguas, las Favelas; los pueblos del cartón, de la bosta, del bidón recortado, las paredes de papel, las latas mohosas, abiertas a tijera, para cubrir los techos —viviendas, si es que pueden llamarse así, que cada año arruinan, arrastran, derriten, las lluvias, poniendo los niños a chapalear como cerdos en charcas y lodazales. «Debí pensar en esto. Un plan de construcciones para familias pobres. Aún habría tiempo…» Voz de La Mayorala: — «Camino libre». Y empieza a subir la ambulancia, rechinando, golpeando, saltando, doblando, girando, subiendo siempre. Conozco los recodos del camino. Sé que ya llegamos al Conuco del Rengo, por el olor a esparto quemado de la roza al fuego, cosa que está prohibida por ley; ahora estamos llegando a los Castillitos Españoles, pues hubo, abajo, sonido a puente de tablaje. Comienza la zona de pinares. En las orillas de la carretera hay moreras de esas cuya sombra tanto atrae a las serpientes malas… Tanto fue el miedo que, cansado de luchar con él, me duermo… Y abro los ojos. Hemos pasado frente a la Iglesia Luterana de los alemanes. Me quito las vendas y esparadrapos. Se abren las puertas de la ambulancia y desciendo a la plaza con aire digno y sereno. Pero, aunque hay alguna gente, nadie me mira. Las Woglinde, Welgunde, Flosshilde, siguen ocupadas en sus ordeños. Demasiadas cortinas se corren en las ventanas. Espero sonrisas de hombres y sólo encuentro tirantes tensos sobre las espaldas, culos de anchas nalgas bajo calzones de cuero. Peralta habla con el Pastor… —«Los mecánicos están en huelga. Así que hagan lo que quieran. Nosotros no nos metemos en nada». Seguidos por La Mayorala que con su cíngulo acaba de atar mi mal cerrada valija, vamos a la estacioncilla de ladrillos con su gallo en veleta y su falso nido de cigüeña cuyo pájaro de marmolina alza una pata de rojo langosta. El Trencito está guardado en su pequeño hangar. Queda suficiente carbón en el ténder. Y pronto empieza a echar humo la locomotora bruñida, reluciente, charolada, como sacada de una zapatería de lujo. Y me la siento, viva, impaciente, vibrante, en las palancas que me laten en las manos. Todas las casas de la Colonia Olmedo se han cerrado en un anochecer que quiere ignorarme. Doy entrada al vapor; comienzan a bracear las bielas. Y se adentra el Trencito de los Alemanes en sus curvas y recurvas talladas a flanco de montaña. Pasados los pinos —atrás quedó su olor— bajamos a las riscosas escaleras de cacto y maguey, donde los asfodelos alzan sus mazos de flores como blandas colmenas estremecidas por una brisa que ya les sube del mar; luego, de pequeñas a grandes, de briznas a penachos, son las cañabravas, los bambúes, sombreando el plátano jívaro, de fruta roja y sabor a penurias; y, luego, las erosiones ocres —no las veo, pero las adivino por mucho conocer sus enormes arrugas— antes de llegar a las llanuras arenosas, donde corremos en línea recta, a la máxima velocidad posible, así, sin señales, sin semáforos ni luces, ni guardabarreras, hasta parar en la mínima terminal de Puerto Araguato, con tremendo topetazo de la máquina tardíamente frenada… Varios marines —polainas blancas, camisas resudadas, ojos de bastante ron— están apostados en los dos andenes. Me entero de que ya ocupan la planta eléctrica, los centros vitales, bares y, burdeles de la ciudad, después de haberse meado, de paso, sobre el Monumento a los Héroes de la Independencia. Acude hacia mí el Cónsul Norteamericano, de pantalones arrugados y cow-boy shirt, de ésas que tienen pequeños respiraderos en las axilas. —«Pronto: afuera tengo el auto». Y, en una Path-finder que cruje por todos los hierros, nos lleva al edificio de su representación diplomática: casa de madera, con columnas y frontón de un estilo restringidamente jeffersoniano, en cuyo balcón se ostenta un águila norteamericana de escudo en pecho. —«Buena vaina me han echado» —dice el cónsul, llevándonos a la cocina—: «Tengo instrucciones de sacarlos por un carguero nuestro que llega mañana y los llevará a Nassau… Si tienen hambre, hay unos paquetes de corn-flakes, sopas Campbell y latas de pork-and-beans. Hay wisky en el escaparate aquel. Despáchese a gusto, Míster President, pues sabemos que si a usted le quitan el trago, así, de repente, es cosa de delírium». —«Un poco de respeto, por favor» —digo, con tono severo. —«Aquí todo el mundo se conoce» —dice el otro, yéndose a su despacho lleno de facturas y papeles. —«El maletín, Peralta: prefiero lo nuestro». Las paredes de la cocina estaban adornadas con recortes de Shadowland y Motion Pictures: Theda Bara en Cleopatra; Nazimova, en Salomé; Dempsey, derribando a Georges Carpentier; una escena de Male and female con Thomas Meigham y Gloria Swanson; Babe Ruth cerrando un home-rum bajo el gesto acogedor —casi presbiteriano— del árbitro vestido de azul obscuro… Hemos comido algo, y ahora estamos reunidos en el recibidor-salón-de-espera-living-room de la casa, Peralta, La Mayorala y yo. Luego de la tensión de los últimos días, de los paroxismos de ansiedad de las últimas horas, me siento casi sereno. Se me aflojan los músculos. Empiezo a abanicarme con un abanico de guano, meciéndome en un sillón mecedor, de esos que los gringos llaman «rocking-chair», y nosotros, no sé por qué, «de Viena» —nunca tuve noticias de que en Viena hubiese muebles de ese tipo. Miro a mi secretario: —«Por lo pronto, salvamos la pelleja. Guenille si l’on veut, ma guenille m’est chère… Ahora, el mar. Las Bermudas. Y, después, París. Por fin descansaremos un poco». —«Sí» —responde Peralta. —Nuestros paseos matinales. El Bois-Charbons de Monsieur Musard. Aux-Glaces, la Rue Sainte-Apolline, el Chabanais.” —«Sí» —responde Peralta. —«Veo que reina la alegría» —digo. —«Sí» —responde Peralta, con gesto displicente y aburrido. —«Cuando se está de malas hasta los perros lo mean a uno» —dice La Mayorala, con su habitual filosofía de adagios y refranes. Y se echa a dormir en una otomana de rafia. Junto a la bocina de un gramófono, sobre una rinconera antigua, yacía una Biblia vieja —muy usada por el Agente Consular cuando, después de haber perdido los papeles en una borrachera, un marino sólo podía asegurar válidamente, por juramento con mano puesta en las Escrituras, que había nacido en Baltimore o en Charleston. Conociendo la práctica a que tanto se daban los miembros de ciertas sectas norteamericanas con momentos difíciles, cerré los ojos, abrí el tomo al azar, y después de hacer girar tres veces el índice de la mano derecha, lo dejé caer sobre una página: «Sácame del lodazal; que en él no me hunda; que me salve de la persecución de mis adversarios, del abismo de las aguas. Que no me sumerja el flujo de las aguas; que la sima no me devore; que no me trague la boca del abismo» (Salmo 69). Repetí la prueba: «No me rechaces cuando llego a la vejez; no me abandones, ahora que mi vigor declina, pues mis enemigos hablan de mí, y se conciertan aquellos que acechan mi alma» (Salmo 71). Tercera vez (Jeremías 12): «He abandonado mi casa; perdida es mi herencia». —«¡Jodido librito!» —exclamé, cerrándolo con tal brusquedad que de las pastas salieron alientos de polvo. Y me arrellané en el sillón «de Viena», adornado por una cinta azul pasada en los calados del mimbre, cayendo en una modorra vecina del sueño. Ruidos confusos. Una realidad que se desdibuja y transforma en imágenes incoherentes. Me duermo… Pero no debí descansar mucho tiempo porque muy pronto —creo— una mano movió bruscamente la mecedora para despertarme. —«Peralta» —dije—: «Peralta». —«No lo llame» —me dijo el Agente Consular—: «Acaba de marcharse». —«Como lo oyes» —dijo La Mayorala. Y supe, tan atónito que no acababa de entender del todo lo que se me explicaba, que en la ciudad circulaban docenas de automóviles ostentando los faniones blanco-verdes del Alfa-Omega, y que uno de ellos —parece que era un Chevrolet gris— había venido a buscar a mi secretario. —«¡Lo van a matar!» —grité. —«No me parece». —«Pero… ¡esto es insensato! ¿No trató de resistir? ¡Estaba armado!» El Agente Consular me miró con sorna: —«Eran unos jóvenes muy simpáticos con brazales blanco-verdes y un distintivo —Alfa de metal plateado— en la solapa. Abrazaron al Doctor Peralta, que parecía muy contento, y, con risas y bromas, enfilaron hacia la capital». —«¿Y Peralta no explicó nada? ¿No me dejó algún recado?» —«Sí: que le dijera que lo sentía, pero que la Patria era lo primero». —«¡Como lo oyes!» —gritó ahora La Mayorala ante mi cara de estupor, como si le fuese necesario gritar para que yo acabara de entender. —«Tu quoque, fili mi…» —«¡Qué Tu quoque, ni qué puñetas!» —dijo el gringo—: «Le estaba jugando sucio y nada más. No hacen falta latines para verlo claro. Son cosas de la política, que ocurren en todas partes». —«Ya me sospechaba yo que el cabroncito ese era un traidor» —rezongaba La Mayorala—: «Mi tía Candelaria, que sabe mucho, lo vio en los caracoles y el soplido en plato de harina. Y ahora estoy empezando a creer que esas bombitas que reventaban en Palacio las traía él, en el maletín francés de las cantimploras. Era lo único que no se registraba en la entrada»… Y ahí estaba el maletín-Hermes, abierto, con diez golletes alineados en dos filas de a cinco. Sacamos los frascos forrados en piel de cerdo. Aquello olía —me parece, no estoy seguro— a almendras amargas: el mismo olor que dejaban las explosiones aquellas. —«Tal vez sí, tal vez no» —dijo el Agente Consular—: «Es más o menos el olor de un cuero viejo sobre el que se ha derramado mucho ron». —«Los caracoles no dicen mentiras» —murmuraba La Mayorala. — «Maybe yes, or maybe not» —repetía el yanki… Agobiado por una tristeza enorme, de padre escupido, de cornudo apaleado, de Rey Lear arrojado por sus hijas, me abracé a Elmirita: —«Tú eres lo único que me queda». —«Mejor, mire a la calle» —dijo el Agente Consular—: «pero cuide de que no lo vean».

18

… puede ocurrir que, habiendo escuchado
un discurso cuyo sentido haya sido
perfectamente entendido por nosotros,
no podamos decir en qué idioma
fue pronunciado.

Descartes, Tratado de la luz


       Afuera, tras de la guardia que montaban ocho marines con los fusiles atravesados de cadera a hombro, era un lento y callado desfile de gente que pasaba y volvía a pasar, mirando siempre hacia la casa. Sabían que yo estaba aquí, y andaban, andaban en redondo, como oyentes de retreta dominical, en espera de que me asomara a una ventana, entreabierta una puerta, me mostrara de alguna manera. —«En la capital, están saqueando las casas de sus ministros, cazando a los policías y delatores, arrastrando a los chivatos, quemando los archivos de la Secreta. El pueblo ha abierto las prisiones, liberando a todos los presos políticos». —«El fin del mundo» —dijo La Mayorala con pánicos aspavientos. —«¿Y a mí, cuándo me toca?» —dije, forzando la sonrisa. —«No creo que salten por sobre la cerca» —dijo el yanki—: «Y no lo harán porque El Estudiante —ese que armó la huelga— ha dirigido un inteligente manifiesto al pueblo. Lea»… Pero demasiado me temblaban las manos y estaban sucios los espejuelos: —«Dígame, mejor». —«En resumen: dice que no se debe provocar a nuestros soldados (nada de tirarles piedras, ni botellas, ni insultarlos siquiera…); no se deben atacar nuestras representaciones diplomáticas, ni agredir a nuestros compatriotas; en fin: nada que venga a justificar una mayor acción militar por parte nuestra. Hasta ahora, no hay intervención, sino simple desembarco. Cuestión de matiz —de nuances, diría un francés. Y El Estudiante tiene el sentido de los matices. Afirma que el placer de colgarlo a usted de un poste telegráfico no vale el riesgo de una intervención, que bien podría transformarse en una ocupación». —«Como, en Haití» —dije. —«Exacto. Eso es lo que no quiere El Estudiante. ¡Inteligente, el muchacho!» Y pensaba yo en el vertiginoso trastrueque de papeles que, en pocas horas, se había operado sobre el escenario de los tumultos. Ahora era El Estudiante quien se había transformado, repentinamente, en el custodio de mi amenazada existencia. Y oculto siempre —sin responder a las llamadas de los del Alfa-Omega, que le ofrecían garantías, lo invitaban a colaborar en el gobierno de Coalición Nacional que en Palacio estaba constituyendo Luis Leoncio Martínez, asesorado por Enoch Crowder, con asistencia de jefes militares no implicados en las ametralladas de antier y uno que otro sargento ascendido a coronel—, entregado a su soterrado trabajo de Hombre Invisible, seguía usando de una palabra capaz de contener a esos que, aglomerados ante el Águila-de-Escudo-en-Pecho, empezaban —tras de uno, de dos, de tres…— a concertar sus voces en un coro de insultos. —«Mientras no pasen de los gritos» —dice el Agente Consular. Pero empiezo a temer que, precisamente, pasen de los gritos. Y, de pronto, me veo en el espejo cagado de moscas que, puesto en ménsula coja, cubre uno de los testeros del despacho: estoy lamentable; sucia la bata que llevaba al salir de Palacio; sucia la camisa londinense de Hal-borow, agotada por tantos trajines, con el almidón de su cuello derretido por malos sudores; sucia la corbata gris-perla, muy de Primer Magistrado, manchada por las babas que de mi boca cayeron durante el reciente sueño. Y, de repente, el pantalón rayado, desprendiéndose de mi vientre deshinchado en horas, se me baja hasta las caderas, dándome un aire de excéntrico en music-hall inglés. Y esas gentes, allá afuera, a las que —sin ser vista por quienes gritan, desde luego— responde La Mayorala con gestos tremendamente obscenos, ilustración de un largo repertorio de imprecaciones interiores. Y, de súbito, es el terror: —«¿Por qué no me traslada usted a bordo del Minnesota?» —imploro. —«Serían palabras mayores» —me dice el yanki, adoptando un sorprendente tono de chunga, bastante impropio, a la verdad, de un funcionario diplomático—: «Aquí soy un simple Agente Consular que, creyendo actuar correctamente, le ha dado amparo. Si mañana conviene a mi gente decir que me he equivocado, aceptaré que me he equivocado, declararé a la prensa que me he equivocado, diré que lamento haberme equivocado, me mandarán a otra parte, y todo quedará en familia. A bordo del Minnesota, en cambio, sería usted el protegido oficial de nuestra Gran Democracia Americana [hizo un chusco saludo militar], que no puede aparecer, en estos momentos, como madrina de un ‘Carnicero de Nueva Córdoba’ que ha vuelto a salir, con fotos de Monsieur Garcin y todo, coast to coast, en la cadena de los periódicos de Randolph Hearst y bastante que le jodió a usted eso, cuando se lo sacaron en París. Además, no sabemos cuánto tiempo permanecerá el Minnesota en estas aguas. Acaso ocho días; acaso un mes; acaso años: mire Haití donde, pasándose del desembarco a la intervención y de la intervención a la ocupación —des nuances, des nuances, des nuances, toujours…— aquello sigue, sigue, y sigue. No se ponga nervioso. Cálmese. Mañana lo pongo en salvo. Además, no puedo proceder de otro modo: cumplo instrucciones». En aquel momento me siento como engañado, burlado, timado: —«Yo que siempre me llevé tan bien con ustedes… ¡Con tantos favores como me deben!» El otro sonríe, tras de sus lentes montados en carey: —«Y, sin eso… ¿cómo se hubiese usted mantenido tanto tiempo en el poder? ¿Favores? Ahora los recibiremos del catedrático teósofo»… —«¿Y por qué no del Estudiante, ya que estamos en ésas?» —dije, por zaherirlo. —«A ése sería difícil conseguirlo. Es hombre de nueva raza dentro de su raza. De ésos están naciendo muchos en el continente, aunque vuestros generales y doctores se empeñen en ignorarlos». —«Es gente que les aborrece a ustedes». —«No puede ser de otro modo: hay una irremediable incompatibilidad entre nuestras Biblias y su Kapital»… Afuera, los clamores arreciaban. Multiplicaba La Mayorala sus mímicas gestuales en respuesta a los que me insultaban. Fácil les sería forzar la guardia de los marines; fácil les sería saltar por sobre la cerca… —«De todos modos, estaría más a gusto a bordo del Minnesota» —insistí. —«No lo creo» —dijo el yanki. Y, hablando con pequeños hipos de risa contenida—: «Se ha olvidado usted de la Décimo Octava Enmienda de la Constitución Norteamericana. Desde el año 1919 —cito de memoria— ‘quedan prohibidos la fabricación y el consumo (he dicho: el consumo) de toda bebida alcoholizada en todo el territorio de los Estados Unidos’. El Minnesota es parte integrante, jurídica y militar, del territorio de los Estados Unidos. Así que si es usted hombre de ginger-ale y de coca-cola. Y si con tales bebidas no le tiemblan las manos al despertar…» —«¿Pero, aquí también no estamos en territorio de los Estados Unidos?»— dije, señalando el maletín dejado por Peralta, al pie, precisamente, de un mapa orográfico e hidrográfico del país. —«Yo no puedo impedir que un enfermo traiga sus medicinas. Y como yo, en todo esto, soy un equivocado, puedo creer también que eso es jarabe pectoral, Emulsión Scott o Mático de Grimaud. En el Minnesota le echarían eso al agua, en estricta observancia de la Décimo Octava Enmienda de nuestra Constitución —aunque el comandante, a solas, fuese más borracho que la madre que lo parió». — «Parece que se van» —dijo La Mayorala, de narices pegadas a las persianas. Miré hacia afuera: las gentes, como movidas por algún suceso, se largaban, por grupos, hacia el edificio de la Aduana, donde se advertía un movimiento de camiones y bateas de carga. —«Ha terminado la huelga» —declaré, engolando la voz, sin percatarme de ello—: «Normalizada la situación». —«Reina el orden en el país» —dijo el otro, remedándome de cómica manera. Y, volviendo a su buen humor—: «Venga al Camarote del Capitán Nemo. Ahí se está mejor». Y, sacándome de la casa por una galería trasera, me llevó a un largo cobertizo con puertas colgadas del dintel, cerrado sobre el agua de la bahía que nos viene, bajo techo, hasta la extremidad de un piso de tablas que huele a verdores de bigarro, almejas en sombra, medusas encalladas, algas mohosas: ese olor penetrante, de fermentos y agraces, sexo y musgo, escama yerta, ámbar y madera embebida, que es el del mar en sus propias destrucciones —olor tan semejante al del lagar dormido tras de la pisa de uvas, en los resabios nocturnos del mosto quedado. Era aquél el hangar donde, no hacía mucho tiempo todavía, guardaban sus canoas, finas, ligeras, espigadas, los remeros de un Yacht Club venido a menos por el desplome de mi moneda. Ya habían desaparecido las barcas de aquel cobertizo y lo que había allí, en efecto —las palabras del Agente Consular me lo habían advertido—, era algo que me recordaba, por un no sé qué de estilo a la vez victoriano y grabado en cobre, cine Lumière y tienda de antiguallas, las ilustraciones de Veinte mil leguas de viaje submarino de la edición Hetzel, con título dorado en pasta frambuesa. Butacas viejas, pero ceremoniosas en las tapicerías de sus espaldares; muebles a lo Picwick esq. con trompas de caza adornando las paredes; aguafuertes tan invadidos por los hongos y el salitre que, en ellos, el asunto, desaparecido bajo el hongo y el salitre, era ya mero asunto de hongo y salitre. Y, mirando las cosas insólitas que llenan aquel lugar —algo afirmado en mí mismo, sosegado por el inesperado alejamiento de las gentes que, momentos antes, me injuriaban; aliviadas mis piernas de temblores por varias copas bebidas—, me sorprendo ante el valor cobrado, de repente, por ciertos elementos de lo circundante, el nuevo sentido que cobran los objetos, el alargamiento, la dilatación, que al tiempo impone un inmediato peligro de muerte. De pronto, una hora viene a durar doce horas; cada gesto se jerarquiza en movimientos sucesivos, como en ejercicio militar; el sol se mueve más despacio o más pronto; se abre un espacio enorme entre las diez y las once; la noche se hace tan lejana que acaso su llegada demore inmensamente; cobra enorme importancia el paso de un insecto sobre la cubierta del libro aquel; los tejidos de la araña se ensanchan en obra de Capilla Sixtina; indecente me parece la despreocupación de las gaviotas, entregadas a sus pescas de siempre, en un día como hoy; irrespetuosa me resulta la campana que ha vuelto a sonar en la ermita de la montaña; ensordecedor es el goteo de un grifo, que me impone una obsesión de never-more, never-more, never-more. Y, a la vez, esa prodigiosa capacidad de prestar una atención sostenida, acuciosa, excesiva, a cosas que aparecen, que se descubren, que se agrandan sin mudar de forma, como si su contemplación equivaliera a agarrarse de algo, a decir: «Veo, luego soy». Y puesto que veo existiré más cuanto más vea, afincándome en permanencia, dentro y fuera de mí mismo… Ahora me enseña el Agente Consular una rara colección de raíces-esculturas, de esculturas-raíces, de raíces-formas, de raíces-objetos —raíces barrocas o severas en su lisura; enrevesadas, intrincadas, o noblemente geométricas; a veces danzantes, a veces estáticas, o totémicas, o sexuales, entre animal y teorema, juego de nudos, juego de asimetrías, ora vivas, ora fósiles— que dice el yanki haber recogido a lo largo de sus muchas andanzas por las costas del Continente. Raíces arrancadas de sus suelos remotos, arrastradas, subidas, trajinadas, por los ríos en creciente; raíces trabajadas por el agua, volcadas, revolcadas, bruñidas, patinadas, plateadas, desplateadas, que de tanto viajar, dando tumbos, chocando con las rocas, peleando con otros maderos acarreados, acababan por perder su morfología vegetal, desprendidas del árbol-madre, árbol genealógico, para cobrar redondeces de tetas, aristas de poliedro, cabezas de jabalíes o caras de ídolos, dentaduras, garfios, tentáculos, falos y coronas, o amaridarse en obscenas imbricaciones, antes de encallar, al término de un viaje de siglos, en alguna playa olvidada por los mapas. A esta enorme mandrágora, de hostiles púas, la había recogido el Agente Consular en las bocas del Bío-Bío, junto a la áspera roca de Con-Con, dormida en un mecimiento de aguas negras. A esta otra mándragora, contorsionada y cirquera, con sombrero-hongo y ojillos saltones, semejante a la «raíz de vida» que ciertos pueblos asiáticos encierran en frascos de aguardiente, la había hallado cerca de Tucupita, en el estuario del Orinoco. Otras venían de la isla de Nervis, de Aruba, de los roqueros, semejantes a menhires de basalto, que se yerguen, cerca de Valparaíso, en un trueno de desfiladeros marinos. Y bastábale citar el nombre de un puerto, al coleccionista, para que, de la raíz mostrada, pasara su verbo a la invocación, la evocación, la presentación de imágenes que las sílabas sumadas en nombre de lugar creaban, por una proliferante operación de las letras —decía— que había sido prevista por la Kábala hebraica. Y eran —con sólo pronunciar la palabra Valparaíso— las mesas de jureles puestas sobre algas, las frutas mostradas en atrio de iglesia, las vitrinas de fondas que exhibían, llenando todo el ámbito mostrador, los apocalípticos centollos de la Tierra de Fuego; y eran las cervecerías alemanas de la calle larga, cuyos salchichones rojinegros miraban por sus diez ojos de tocino, junto al tibio strudel espolvoreado de azúcar; y eran los enormes ascensores públicos, paralelos, incansables, con orquestas de ciegos tocando polcas en los túneles de acceso; y eran las casas de empeño, con el cinturón de ancha hebilla, el relicario de conchas, el bisturí mellado, el negro monigote de la Isla de Pascuas, y las pantuflas con el bordado de Recu (pantufla izquierda) y Erdo (pantufla derecha) que, puestas de puntas hacia el transeúnte, venían a ilustrar, con deslumbradora elocuencia, la Paradoja del Espejo de Emmanuel Kant… Con esta otra raíz —se llama Hop-Frog— que parece un cinocéfalo en despavorida fuga, pues corre, sin moverse, de la más pánica manera, es Río de Janeiro: el barrio de Itamaraty, donde, entre edificios municipales poblados de estatuas acromegálicas (pues vienen a ser siempre de tamaño y medio o dos tamaños y tres cuartos en relación con la estampa real del héroe o prócer que pretenden inmortalizar) hay tiendas donde se exhiben animales embalsamados: boas que miran por cristal de canicas, tatúes, onzas, garzas, monos, y hasta caballos que, polvorientos y ensillados, parecen esperar, parados en pedestales de madera verde, a un jinete que nunca acaba de llegar —muerto acaso, y yacente, desde hace mucho tiempo, bajo un panteón de estilo flamboyant-portugués. Esta otra raíz, semejante a un gnomo de panza-cabeza bamboleada en patas flacas —Humpty-Dumpty, se llama— es de Port-au-Prince, allí donde, en el barrio de La Frontière, entre las tabernas de tasseau y añejo del Don-Don, las negras desnudas, acostadas en hamacas tejidas, esperan al visitante con soberana altivez, como ensimismadas y ajenas, remedando sin saberlo, por la mano blandamente abierta sobre el vellón ensortijado y duro, el gesto de la Olympia de Manet. Y el Agente Consular me presenta ahora a Erasmo de Rotterdam, raíz veracruzana de estilo Holbein, que parece, en efecto, un meditabundo humanista; Pichro-chole y Merdaille, raíces de bambú que son agresivos lansquenetes erizados de clavos; Coquecigrue, la del pico largo y la cresta almenada; Kikimora, desgreñada y espueluda, y aquellos tres retoños de un mismo tronco que son los Pieds-Nicklés (a quienes bien conozco —y que no se sepa—, pues durante años estuve suscrito a L’Épatant de París), con, un poco más atrás, un engendro románico de manglar cubano, que es El Hereje Prisciliano, junto a la bailadora liana Anna Pawlova, y el Cíclope, quien, con su piedra roja encajada en la frente, parece custodiar un revuelto mundo, montado en ménsulas, donde figuran Cornegidouille, la Hidra de Lerna, la Bruja de Rackam, montada en la escoba de sí misma, y La Grande Taciturne, como tallada en un basalto vegetal y que, sin alusión directa a formas de mujer, erige, con altura de seis palmos, en yorubas texturas, una arquitectura de curvas y turgencias, de redondeces superpuestas, de flexiones y oquedades, que ponen inequívocas remembranzas en las manos llevadas a palparlas… La verdad era que el Agente Consular, con las rarezas de su cultura, su manejo de idiomas —insólito para un norteamericano— se iba inscribiendo como un elemento onírico en la pesadilla diurna, real, de ojos más que abiertos, en presente vivida —bajándome las cuestas del terror a fuerza de alcohol ya que, apenas salía de los vapores de unas copas, me subían sudores de angustia a la nuca, a la frente, a las canas, sobre un martilleo de pálpitos blandos, venidos de adentro, tan fuertes que percutían, creo, en las butacas donde me sentaba. Y ahora el yanki se sienta ante un harmonio arrinconado, tira de tres registros, hunde los pedales y empieza a tocar algo emparentado con la música que viene invadiendo mi país desde hace muchos años, aunque es cosa más angulosa, más contrastada, más acentuada, desde luego, que los Whispering, los Three o’clock in the morning, harto oídos, recientemente, en la capital. Y, sin aquietar los dedos, marcando el compás con la cabeza, largando notas con despreocupado automatismo de músico popular: —«Soy sureño. Nueva Orleáns. Lo bastante blanco para pasar por blanco, a pesar de que el pelo, bueno, el pelo, si no fuera por las pomadas que hay para eso, me rizaría demasiado (¡si bemol, coño!). He ‘pasado la línea’, como decimos allá, aunque en materia sentimental —diremos— sólo me las entiendo bien con lo obscuro. En eso me parezco a mi tío-abuelo Gottschalk, uno —usted no lo conoce, seguramente— que, preferido a Chopin por Théophile Gautier, adorado por las mismas ninfas lamartinianas y filarmónicas que se acostaban con Franz Liszt, glorioso en Europa, protegido de monarcas, amigo de la Reina de España, diez veces condecorado, lo dejó todo un día —público, palacios, coches, lacayos— para responder a un imperioso, inaplazable, llamado de negras y mulatas que en el Trópico lo esperaban, para recuperar lo que les pertenecía por derechos de temprana conquista. Y, tras de ellas anduvo, por Cuba, Puerto Rico, las Antillas todas, rejuvenecido, aventurero, librado de protocolos y honores, devuelto a los arrullos primeros, a sus apetitos adolescentes, para ir a morir al Brasil donde también abundaban —¡y cómo!— los Santos Lugares de su peregrinación —? et les servantes de ta mère, grandes filles luisantes, remuaient leurs jambes chaudes près de toi qui tremblait… sa bouche avait le goût des pommes-roses, dans la rivière, avant midi’…» (Ignoro de quién pueda ser esto que acaba de recitar, pero, por lo demás recuerdo, sí, recuerdo que cuando mi hija Ofelia estudiaba el piano tocaba lindas danzas criollas de ese Moreau Gottschalk que, según me contaron, desencadenó cierta vez, en La Habana, un trueno de tambores africanos en una sinfonía suya). Y el otro enlaza: —«Fui amigo, muy amigo, del prodigioso Christopher Andy, autor de este Memphis Blues que les estoy tocando». Y pasa ahora a un Saint-Louis Blues, del mismo Andy, que tiene el poder de alborotar a La Mayorala, poniéndola a bailar —y acaso muy bien, puesto que sus pasos y contoneos se ajustan magníficamente a los ritmos de una música para ella desconocida. —«Es que lo llevan en la sangre» —dice el sureño. Miro sus manos movidas sobre el teclado: es una suerte de diálogo —lucha a veces—, oposición y concierto, de una mano hembra —la derecha— y una mano macho —la izquierda—, que se combinan, se completan, se responden, pero en una sincronía situada, a la vez, dentro y fuera del ritmo. La Mayorala, como ensalmada por una novedad que se le mete por los oídos de la piel, se sienta de pronto en la banqueta del harmonio, puteando los hombros, envolvente y relamida, con una nalga en suspenso, pues no le caben las dos en el espacio dejado por el Agente Consular. Éste olvida sus teclas y arrima la cara al cuello de Elmirita, que lo acepta con risas de cosquillas, dejándose husmear por quien lo hace con deleite de cristiano que penetra en ámbito de incensarios. Y el otro que le larga el… «Guidé par ton odeur vers de charmants climats / Je vois un port rempli de voilures et de mâts»… —«¡No me jodas con Baudelaire!» —grito, celoso de esta incursión en una tierra mía, que roturé y aré por vez primera hace más de veinte años y que, siempre doblegada a mis voluntades, me resulta, ahora que lo he perdido todo, el único resto, la última parcela por mí regida, de un país, mío ayer, mío de Norte a Sur, de Océano a Océano, y que se reducía ahora a un miserable galpón de maderas podridas, poblado por raíces muertas, espigón de mendigo, donde tendré que esperar la lancha de mañana —¡cuán lejano, remoto, casi inalcanzable mañana!— destinada a sacarme de aquí como mercancía de contrabando, como ataúd de muerto en hospital de ricos, de donde había sido el amo de hombres, destinos y haciendas. Halándola de un brazo, levanto a La Mayorala de donde está puteando más de lo admisible, largándola, de un empellón, a una butaca esquinera. —«Mejor así» —dice el gringo, riendo—, «porque esto es lo que me ha hundido en la carrera». (Esto de la carrera —diplomática, se entiende— en la boca del otro, visto quién es y dónde está, se me asocia al calificativo de «gran disparate» dado por Don Quijote a un romance de caballería mal presentado en retablo de títeres. Para todo latinoamericano de mi generación, la carrera es prebenda de poco trabajo y mucho gozo, en embajadas con escenografía de gran ópera, entre mármoles italianos y luces de Versailles, violines en estrado, valses de alamares y escotes, solemnes ujieres, chambelanes de calzón corto, intrigas, saraos, amoríos, alcobazos, novela, cumplidos a lo Marqués de Bradomín y frases a lo Talleyrand, prodigios de tacto y «savoir vivre», harto ajenos, en muchos casos, a las nociones de nuestras gentes que no acababan nunca de asimilar las normas del protocolo y que, por no preguntar, por no asesorarse, cometían errores tales —había ocurrido en mi Palacio— como hacer tocar el Rondó alla turca en la presentación de credenciales del Embajador de Abdul-Amid, o el Himno de Riego, en la de un Ministro de Alfonso XIII)… —«Todo me fue bien» —prosigue el sureño— «hasta que se dieron cuenta, en París, de que demasiado frecuentaba un baile martiniqueño de la Rue Blomet. Desde entonces, sólo he desempeñado brillantísimos cargos en la diplomacia norteamericana. Cónsul en Aracajú, en Antigua, en Guanta, en Mollendo, en Jacmel, y hasta en Manta, ante cuyas playas aparecen los tiburones a las doce de cada día con puntualidad únicamente comparable a la de los Apóstoles de la Catedral de Estrasburgo. Y ahora estoy aquí, que es como decir en casa del carajo. Y es que saben que yo… [miraba a La Mayorala]… bueno, tú y yo nos entendemos». Marcó un arpegio: —Si donde nací me mostrara tal cual soy, acabaría linchado por los encogullados del Ku-Klux-Klan, blancos, ésos, en alma y atuendo, con esa blancura peculiar, muy nuestra, que era la de Benjamin Franklyn, según quien era el negro ‘el animal que más comía y menos producía’; blancura de Mount-Vernon, donde un amo de esclavos filosofaba acerca de la igualdad de los hombres ante Dios; blancura de nuestro Capitolio, templo donde se canta el himno del Gettysburg Address —«gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo»— con coro de negros barrenderos, limpiabotas, vacía-ceniceros, y custodios de retretes; blancura de nuestra muy ilustre Casa Blanca, donde se organiza la rotación del carrusel de uniformes, levitas y chisteras de estreno, que gira y gira, en esta América Latina, trayendo sus ladrones e hijos de puta —y esto ‘sin desmejorar lo presente’, como dicen los españoles— en cada vuelta de manubrio… Hice notar al Agente Consular que el calificativo de Hijo de Puta resultaba algo subido de tono para quien, hace apenas cuarenta y ocho horas, era el Primer Magistrado de una nación libre y soberana, que, por sus antecedentes heroicos, sus grandes hombres, su historia, etc. , etc… —«Se me fue la lengua por culpa del Santa Inés» —dijo el Agente Consular llenándome la copa—: «Fue sin ánimo de ofender. Además…» —«Miren… Miren» —dijo La Mayorala, en tono de mal augurio, invitándonos, con gestos, a que nos acercáramos a un ventanillo de cristales rotos que daba sobre la bahía. —«Sí» —dijo el gringo—: «Allá en el wharf está sucediendo algo». Abrió las compuertas de salida de las —ahora inexistentes— canoas de regatas. Allá, ciertamente, en la punta del muelle de los cargueros de azúcar, ocurría algo raro. Una multitud rodeaba varios camiones —esos de hace un rato— que traían enormes cosas, erguidas a caídas, un bazar de formas atravesadas, revueltas, que… —«Tome los prismáticos» —me dijo el Agente Consular. Miré. Las gentes, cantando, bailando, achispadas por la charanda, seguramente, bajaban de los camiones y arrojaban al mar, entre carcajadas y gritos, bustos y cabezas, estatuas mías, de las que, hacía años, por disposición oficial, señoreaban en colegios, liceos, alcaldías, oficinas públicas, plazas de pueblos, de aldeas, de villorrios, donde se avecindaban a menudo con alguna Gruta de Lourdes, alguna hornacina rústica, llena de velas y cirios siempre encendidos, morada de nuestra Divina Pastora. Y eran figuras de mármol, obra de escultores locales o de alumnos de la Escuela de Bellas Artes; y eran bustos de bronce, fundidos en Italia, en las mismas fundiciones donde había nacido la gigantesca República de Aldo Nardini; estatuas en pie —cuerpo entero—, de frac con cruces y banda en relieve, de General de los Ejércitos (con tan aparatoso quepis que, según mis enemigos, tenía «visera de avance y visera de retroceso»), de Doctor-Honoris-Causa de la Universidad de San Lucas (había sido en 1909) con toga y birrete de borla caída sobre el hombro izquierdo, de patricio romano, de tribuno-con-el-brazo-señalando-algo (algo inspirada en el Gambetta de París), de pater-familias meditabundo, de severo Mentor, de Cincinato coronado de laureles —ahora horizontales, llevadas en andas, en carretas, en carretillas, tiradas por bueyes, cargadas, arrastradas para ser echadas al agua, unas tras otras, a palancazos, a ritmados empujones de hombres y de mujeres: «A la una… A las dos… A las treeeeees…» Al fin apareció mi estatua ecuestre —la que yo contemplaba, cada día, desde los balcones de Palacio— acostada sobre una batea de ferrocarril, pero ya sin jinete, pues el jinete le había sido arrancado la noche de mi fuga, y reducida al caballo de bronce. Y el Caballo, enderezado por una grúa, se levantó todavía, durante un momento, en último encabritamiento heroico, privado de Quien, desde encima, tirara de su fuerte bocado, antes de zambullirse en un haz de espumas. — «Memento homo…» —dije, sin añadir lo demás, pues la frase clásica me era desplazada, repentinamente, por el recuerdo de un chiste cruel que, cierta vez, me hiciera El Estudiante. —«No se cante tangos con letra de Réquiem» —dijo el Agente Consular—: «Ahora, esas estatuas suyas descansarán en el fondo del mar; serán verdecidas por el salitre, abrazadas por los corales, recubiertas por la arena. Y allá por el año 2500 o 3000 las encontrará la pala de una draga, devolviéndolas a la luz. Y preguntarán las gentes, en tono de Soneto de Arvers: ‘¿Y quién fue ese hombre?’Y acaso no habrá quien pueda responderles. Pasará lo mismo que con las esculturas romanas de mala época que pueden verse en muchos museos: sólo se sabe de ellas que son imágenes de Un Gladiador, Un Patricio, Un Centurión. Los nombres se perdieron. En el caso suyo se dirá: ‘Busto, estatua, de Un Dictador. Fueron tantos y serán tantos todavía, en este hemisferio, que el nombre será lo de menos’.» (Tomó un libro que descansaba sobre una mesa) — «¿Figura usted en el Pequeño Larousse? ¿No?… Pues entonces está jodido»… Y aquella tarde lloré. Lloré sobre un diccionario —«Je sême à tout vent»— que me ignoraba.

Séptimo capítulo

Y resolviéndome a no buscar más ciencia
que la que pudiese hallarse en mí mismo…

DESCARTES


19

      Señorial y armoniosa, sólidamente inscrita en el ruedo de bloques arquitectónicos que deslindaban la plaza triunfal —como acorazada ante cualquier afrenta exterior por una espesa pátina que se le iba ensombreciendo de año en año, con difumino de molduras y relieves—, la casa de la Rue de Tilsitt lo acogió en el regazo de su atrio defendido por altas rejas negras, como acoge el albergue montañés al alpinista extraviado que a su puerta llama tras de un alucinado andar entre aludes y precipicios. Eran las cinco de la madrugada. Usando de su llave personal para no despertar a Sylvestre, el Primer Magistrado entró en el vestíbulo y prendió la luz. Detrás de él, La Mayorala, que venía tiritando y tosiendo desde la Gare Saint-Lazare, a pesar del apolillado abrigo forrado de guatina que había comprado en Bermudas, se quejaba de pasmos, cerrazón de pecho y dolor de huesos, pidiendo ron, cama y Jarabe de Tolú. —«Dale del Santa Inés que me queda y llévatela, por la escalera de servicio, a uno de los cuartos de la mansarda» —dijo el Ex (ahora se llamaba a sí mismo El Ex, con crispada ironía) al Cholo Mendoza, que venía cargando con las maletas. Solo ya, miró en torno suyo, notando que había cambios en el adorno y el mobiliario. Donde creyó encontrar nuevamente la mesa de caoba con jarrones chinos, la flor de marfil que en su cáliz recogía las tarjetas de visita, la ondina, envuelta en su cabellera, desde siempre erguida junto al terciopelo carmesí de una panoplia de dagas y espadas, se halló ante la desnudez de paredes pintadas de claro, sin más ornamento que el de unos arabescos yesosos que, pensándolo bien, podían verse como un muy estilizado encrespamiento de olas. En cuanto a muebles, una larga banqueta con cojines de encendido color que era, acaso, el llamado «color tango», y, sobre estrechos pedestales, unas esferas, prismas, rombos, de cristal, que encerraban bombillas eléctricas. —«No está feo; pero lo de antes resultaba más distinguido; más a tono con la vivienda» —pensó El Ex… Subió al primer piso, husmeando deleitosamente el olor a nogal barnizado de los peldaños que, por su permanencia, venía a abolir un largo, larguísimo, tiempo transcurrido. Las luces del amanecer se pintaban ya, en amarillo pálido, tras de las cortinas del salón. Fue el Mandatario a una ventana, apartando el brocado para mirar a la plaza. Ahí, magnífico y majestuoso, plantado sobre su abolengo impar, estaba el Arco de Triunfo, con su Marsellesa boquiabierta, su clamante Tirteo en armas, y el viejo guerrero del casco, seguidos por el niño-héroe de los cojoncillos al aire. Ahí estaba representado, en perdurabilidad, el genio de una Francia cartesiana, única capaz de haber engendrado el anticartesiano mundo imaginado, animado, levantado y roto, por un corso inverosímil, meteco portentoso, de bragueta ensalmada por una mulata martiniqueña, que había ido a perder el bicornio en un incendio moscovita, después de que sus tropas, tintas de polaco y mameluco, fuesen apaleadas por los guerrilleros del Cura Merino y de Juan Martín «El Empecinado». Pero, detrás de quien contemplaba el monumento, estaban unos cuadros que acaso representaban, con más cabalidad, el espíritu de la Francia cartesiana. Se volvió hacia ellos, prendiendo la electricidad. Y lo que le vino al encuentro fue tan inesperado, tan absurdo, tan inconcebible, que cayó en una silla, estupefacto, tratando de entender… En lugar de la Santa Radegunda merovingia de Jean-Paul Laurens, con sus peregrinos de Jerusalén, se erguían tres personajes, apenas personajes, sin relieve, de anatomías desintegradas en planos geométricos, cuyas caras —se suponía que fuesen caras— estaban cubiertas por antifaces. El uno, encapuchado como monje, con un papel de música en la mano; el del centro, con gorro de payaso, soplando en algo como un clarinete; el tercero, ajedrezado como arlequín, con una mandolina o guitarra o laúd o vaya usted a saber qué, terciado a medio cuerpo. Y los tres personajes —si es que eran personajes— estaban ahí, inmóviles, grotescos, como criaturas de pesadilla, mirando —si es que miraban— con aire de gente a quien molesta la presencia de un intruso. —«¿Qué hace usted aquí?» —parecían decirle—: «¿Qué hace usted aquí?»… Pero eso no era todo: en otro testero, en vez de la delicada marina de Elstir, había algo indefinible: entrecruzamiento de rayas horizontales, verticales, diagonales, en colores de tierra y de arena, sobre el cual aparecía, pegado, un trozo de papel de periódico —Le Matin— que El Ex trató de desprender con la uña del pulgar, pero sin lograrlo, pues se le resistía el barniz. Enfrente, donde se hubiese colgado, antaño, la Cena de los Cardenales de Dumont, había algo ahora, totalmente desprovisto de sentido y que debía ser, tal vez, un muestrario de los colores Ripolin, pues se trataba de una presentación de rectángulos y círculos, blancos, rojos, verdes, delimitados por espesas líneas negras. Al lado, en lugar del Pequeño deshollinador de Chocarne-Mareau, se insinuaba una especie de Torre Eiffel jorobada, gacha, chueca, patuleca, como rota en su estructura central por una titánica mandarria caída del cielo. Allá, entre las dos puertas, unas mujeres —¿mujeres?— cuyas piernas y brazos estaban hechas como con pedazos de tubos de calefacción. Donde yo había colocado la Recepción mundana de Bérard, con sus maravillas de encajes, escotes y contraluces, se me presentaba un galimatías incalificable que, para colmo, ostentaba, en buenas y rotundas letras, el título de: Ojo cacodilato. Y allá, sobre el pedestal giratorio de mármol verde, se paraba una forma de mármol, forma informe, sin significado ni intención discernibles, con unas bolas —dos— en la parte inferior, y una cosa alargada arriba —y perdóneseme la mala idea— que sólo podía resultar una figuración poco realista y muy exagerada en sus proporciones —indecente, desde luego— de lo que todo varón bragado tiene donde tiene que tenerlo. —«Pero… ¿qué coño es todo esto?» —«Es el arte moderno, Señor Presidente» —murmuró quedamente el Cholo Mendoza, que acababa de dejar a La Mayorala, arriba, envuelta en mantas, rendida bajo un edredón de plumas… Y ahora corría El Ex de habitación en habitación, hallando en todas partes las mismas transmutaciones gráficas, los mismos desastres: cuadros locos, absurdos, herméticos, sin evocaciones históricas o legendarias, sin asunto, sin mensaje, fruteros que no eran fruteros, casas que parecían poliedros, caras con un cartabón por nariz, mujeres con las tetas fuera de sitio —una arriba, otra abajo— o con una pupila en la sien, y, más allá, tan revueltas que parecía que estuviesen fornicando, dos anatomías quebradas, enredadas en sus propias líneas, acaso cochinas —aunque para pintar a dos personas en eso (y él tenía su buena colección de estampas pornográficas bajo llave) hacía falta un dominio del dibujo, un manejo de los escorzos, una gracia en el embricamiento de los miembros, que no tenían, ni con mucho, esos artistas fracasados que se llamaban «modernos» porque eran incapaces de dibujar cabalmente un desnudo, de plantar un joven espartano en el escenario de las Termópilas, de hacer correr un caballo que fuese un caballo, de decorar —digámoslo de una vez— los plafones de la Ópera de París o de llevar una visión de batalla con el épico brío de un Detaille. —«¡Voy a mandar a descolgar todas estas mierdas!» —gritó el amo de la casa, vuelto a ser el Amo de la Casa, agarrando el cuadro del Ojo cacodilato. —«¡Qué te crees tú eso!» —dijo, detrás de él, Ofelia, que acababa de entrar, vestida de sastre azul noche, algo despeinada, corrido el rimmel, con todo el aire de quien trae impulso de copas. —«¡Hija!» —dijo el Primer Magistrado, apretándola contra sí con tan repentino enternecimiento que la voz se le quebró en un sollozo—: «¡Hija! ¡Carne de mi carne!» —«¡Papacito lindo!» —decía ella, llorando también. —«¡Tan rechula y tan guapa!» —«¡Y tú, tan recio y tan entero!» —«Ven: siéntate a mi lado… Tengo tanto que hablarte… Tengo tanto que contarte…» —«Es que…» Y, por sobre el hombro de Ofelia, donde acababa de marchitarse una orquídea oliente a tabaco, vio aparecer El Ex, como en mamarrachada de carnaval de Flandes, unas caras desmelenadas, pintarrajeadas, trasnochadas —borrachas, seguramente. —«Amigos míos… Cerraron el dancing donde cenamos… Vinimos a seguir la fiesta». Gente, más gente; gente desabrochada, desgarbada, desgalichada; gente descortés, desatenta, desfachatada; gente que estaba como en casa —más que en casa: en un quilombo— sentándose en el suelo, trayendo botellas de la despensa, enrollando la alfombra para poder bailar sobre la madera encerada del piso, sin hacer caso de él. Mujeres con las faldas por las rodillas, con el peinado de cerquillo que era, allá, el distintivo de las putas; jóvenes amariconados, con camisas a cuadros que parecían hechas con delantales de cocineras. Y el gramófono, ahora: «Yes, we have no bananas» (ese horror, padecido en el barco, durante toda la travesía del Atlántico) «we have no bananas today». Ofelia reía con sus amigos, iba, volvía, sacaba discos de un librero, venía con más licores, llenaba copas, reanimaba la cuerda del gramófono, y era, con El Ex resignadamente sentado en un diván, un diálogo de frases truncas, deshilvanadas, sin respuestas, noticias que no acababan de precisarse, entre vueltas y vueltas por el salón: no fue a la Gare Saint-Lazare porque el aerograma avisando llegada había llegado ayer tarde, cuando estaba en un vernissage; de ahí habían ido a festejar y sólo ahora acababa de dárselo la conserje, recién levantada: «ahora sí que vamos a ser felices; no tendrás que volver a ese país de salvajes» (empezaba a sonar el Saint Louis Blues de los malos recuerdos: el mismo que había tocado el Agente Consular, la tarde aquella…) —«Oye: me traje a La Mayorala» / «¿y dónde está?» / «dormida, allá arriba» / «yo, francamente, no la hubiese traído» / «ella es la única persona que, allá, no me haya traicionado… porque… ¡hasta Peralta!» / —«Siempre me dio el corazón que era un jijo de la chingada» / «peor que eso: un Maquiavelo de bolsillo» / «ni eso: si acaso, el bolsillo de Maquiavelo» / (otra vez: «Yes, we have no bananas»…) / «yo no me hubiese traído a La Mayorala; no me la imagino en París; es una carga más que nos hemos echado encima» / «tenemos que hablar de eso, tenemos mucho que hablar» / «mañana, mañana, mañana…» / «pero, si ya es mañana; ya es de día» / (otra vez el Saint Louis Blues) / —«Oye… ¿y vas a dejar todas esas mierdas en las paredes?» / «Ay, no seas atrasado, viejo querido: ése es el arte de hoy; ya te irás acostumbrando» / «¿y mis Jean-Paul Laurens, mi Lobo de Gubbio, mis marinas?» / «Las vendí en el Hotel Drouot: por cierto, que me dieron una basura por todo el lote: ya eso no interesa a la gente» / «¡carajo! ¡podías haberme consultado!» / «¿cómo te iba a consultar si los periódicos, en esos días, decían que te habían tronado? Me agarró la noticia en la Feria de Sevilla» / (Otra vez: «Yes, we have no bananas»…) / —«¿Y cuando te dieron la noticia lloraste mucho?» / «Mucho, mucho, mucho»… / «Te pondrías mantilla negra, seguramente» / «Espera, que voy a dar cuerda al gramófono»… (sube el tono de «Yes, we have no…» que había descendido al registro grave) / —«Oye… ¿y esta gente se va a quedar aquí mucho rato?» / «Si quieren quedarse, no los voy a botar» / «Es que, tenemos mucho que hablar» / —«Mañana, mañana, mañana…» / —«Pero: si ya es mañana…» / «Si estás cansado, vete a dormir»… / (nuevo disco: «Je cherche après Titine, Titine, oh! ma Titine»: otra obsesión a bordo del buque). Ahora Ofelia, dejándolo solo en el diván, se daba a bailar, como desaforada, con un inglés de pelo ensortijado que me presentó, al pasar, sin desprenderse de él, como un Lord… no sé qué, a quien había conocido en Capri y que —según me decía el Cholo Mendoza, ahora sentado a mi lado— había tenido líos con la policía francesa por usar colegiales del Liceo Jeanson-de-Sailly en artísticas escenificaciones de una «Bucólica» de Virgilio: sí, aquella del pastorcillo Alexis; la conozco, la conozco… El Ex miraba a su hija, a todos los demás, con creciente irritación: esas dos, que bailaban, hembra con hembra, de caras pegadas. Y aquellos dos, macho con macho, agarrados por la cintura. Y aquella otra, del pelo corto, besándose con la rubia flaca del chal amarillo. Y esas pinturas estúpidas, incomprensibles, en las paredes y aquella estatua blanca, obscena, falo de mármol, entre botellas de wisky en cuya etiqueta un caballo, blanco también, venía a ser, al menos, una figura de buena ley. De pronto se le enrojeció la cara en arrebato de cólera —Mendoza le conocía el síntoma—, cruzó el salón, levantó el diafragma del gramófono, tiró varios discos al suelo, acabando de romperlos a taconazos. —«¡Bótame a toda esta crápula de aquí!» —gritó. Replegada sobre los demás, que esperaban, estupefactos, Ofelia —tal un jefe de tribu que mide las fuerzas del adversario antes de acometer— era quien miraba ahora a su padre con creciente ira. El «papacito lindo» le crecía de pronto ante los ojos; crecía, se hinchaba, se agigantaba, rompiendo las paredes con las manos, levantando el techo con los hombros. Si se le devolvía la autoridad de otros días, si se le dejaba entronizarse, mandar, resolver, en una casa donde muy gratamente se había prescindido de su presencia durante varios años; si no se le cortaban las ínfulas, si no se le atajaban los impulsos, acabaría de tirano acá, como lo había sido allá —acostumbrado a ser tirano siempre. —«Si no te gustan mis amigos» —dijo ella, adoptando aquel tono suyo, seco y frío, que el otro hubiese temido alguna vez—: «si no te gustan mis amigos, coges tus maletas y te vas al Crillón o al Ritz. Ahí hay buenos apartamentos. Room service y ambiente distinguido». —«¡Sodoma y Gomorra!» —aulló el Primer Magistrado. —«Por eso te tumbaron: por estar hablando babosadas» —dijo Ofelia. —«¿Y quién es éste?» —preguntaban todos, ahora. — «Mon père, le President» —dijo Ofelia, con repentina solemnidad, como para suavizar un tanto la brutalidad de lo dicho antes. — «Vive le President! Vive le President!» —gritaban todos ahora, mientras uno, remedando clarinadas de clown, entonaba La Marsellesa. —«Vete a dormir, papá»… Soleadas lucían las cortinas del salón a pesar de las luces de dentro. Bien comenzada era ya la mañana para toda la ciudad. —«Vamos al Bois-Charbons» —dijo El Ex al Cholo Mendoza. — «Bye-Bye» —dijo Ofelia. Y mientras los señores bajaban la gran escalera de honor, los otros, arriba, asomados sobre el barandal con caras de caretas, coreaban en música del Mambrú:

L’vieux con s’en va-t’en guerre
Mironton, mironton, mirontaine.
L’vieux con s’en va-t’en guerre,
Et n´en reviendra pas!…


      —«Alors… on a eu des malheurs, mon bon Monsieur?» —dijo Musard, cada día más parecido al caudillo mostachudo del Arco de Triunfo, al verlos aparecer. (Era evidente que se había topado con mi retrato, recientemente, en algún periódico). — «Oh! Vous savez… Les revolutions…» —dije. — «Les revolutions, ça tourne toujours mal» —dijo el hombre de los vinos, sacando una botella—: «Voyez ce qui s’est passé en France avec Louis XVI:» (Evoqué la portada de La Convention de Michelet, de la edición Nelson, donde aparecía el Ciudadano Capeto en el cadalso, muy digno, suelto el cuello de la camisa, como en consulta de otolaringólogo.) — «Ce sera pour la prochaine fois» —dije, llevándome la mano al pescuezo. Advirtiendo acaso, aunque tardíamente, que su evocación de Luis XVI había sido un tanto inoportuna, Monsieur Musard trataba, ahora, de arreglar las cosas: «Les revolutions, vous savez… Il paraît que sous l’Ancien régime on était bien mieux… Ce sont nos quarante Rois qui ont fait la grandeur de la France». —!Éste ha leído La Acción Francesa —dijo el Cholo Mendoza. —«Nos está saliendo barresiano» —dije. — «Le Beaujolais nouveau est arrivé» —dijo Monsieur Musard llenando tres copas—: «C’est la maison qui régale»… Bebí mi vino con deleite. Del fondo del cafetucho nos llegaba un grato olor a leña resinosa, de esa que aquí vendían, en pequeños haces alambrados, para prender los fuegos de carbón. Allí estaban, en sus estantes, como si el tiempo no hubiese transcurrido, inmutables en formas y etiquetas, las botellas de la Suze, el Picon, el Raphaël, el Dubonnet. —«¿De qué vas a vivir ahora?» —pregunté al Cholo—: «Ya no eres embajador». —«Hombre precavido vale por dos. Tengo dinero de sobra». —«¿De dónde lo sacaste?» —«Gracias a mí la población de nuestro país cuenta con treinta mil ciudadanos nuevos, que no figuran en los censos, ni conocen nuestro mapa. Les he fabricado pasaportes y cartas de ciudadanía… Pobres gentes que quedaron sin patria. Víctimas de la guerra. Rusos blancos. Apátridas. Heimatlos. Obra buena que se hace… Además, los negocios que se consiguen con la valija diplomática… No habré sido yo el único. Yo no soy un santo. Otros la usan para cosas peores» [hizo el gesto de quien, por la nariz, aspira el rapé]. «Y eso que la tentación es fuerte, porque eso, ahora, rinde mucho. Pero, hay peligro… Con los pasaportes, en cambio… Tengo un duplicado de los cuños y sellos de la Embajada. Así que la tienda sigue abierta… Con discreción, desde luego»… —«Muy bien hecho: nuestros compatriotas no merecen otra cosa» [suspiro]. «¡Ay, hermano!… ¡Qué difícil es servir a la patria!»… Regresamos a la Rue de Tilsitt. Me salió al paso un portero nuevo, mutilado de guerra, sin duda, pues llevaba la bocamanga izquierda prendida, con alfiler imperdible, del hombro de la chaqueta azul, y lucía una insignia en la solapa. Fue necesario explicarle que yo era el dueño de la casa para que, con excusas teatrales y confundidas, me dejara pasar. Seguían corridas las cortinas del salón. En el diván, en las butacas, en cojines regados sobre la alfombra, dormían varios de los juerguistas de anoche. Pasando por sobre los cuerpos —algunos enredados, enracimados— llegué, por fin, a mi habitación. Saqué mi chinchorro del armario, colgándolo de las dos argollas que para eso estaban. En el Arco de Triunfo cantaba, como ayer, como siempre, la Marsellesa de Rude.
       Pero si la Marsellesa seguía allí, con su caudillo vociferante y el niño-héroe metido entre sables y corazas, París, para mí, se había despoblado. Me di cuenta de ello, aquella tarde, cuando, tras de largo sueño, traté de hacer un recuento de lo que, en esta ciudad, podía recuperar. Reynaldo Hahn no me salía al teléfono. Acaso vivía en las afueras. «Abonné absent» —me decía la voz femenina de la Central. El Ilustre Académico, tan comprensivo siempre, a quien quería confiar mis tristezas y decepciones, pidiéndole consejos para escribir —acaso— unas «Memorias», había muerto, meses antes, en su apartamento del Quai Voltaire, víctima de una irreversible enfermedad, luego de una crisis mística, muy comentada en los círculos católicos, que lo llevaba a pasar días enteros entregado a la oración, en la fría iglesia de Saint-Roch, asociada, para mí, al recuerdo de una novela de Balzac que yo había leído, adolescente, en el Surgidero de La Verónica. (No sé por qué las iglesias bossuetianas, fenelonianas —me refiero al estilo—, como Saint-Roch, Saint-Sulpice, o la capilla de Versailles, no me incitan al fervor. Para sentir una iglesia cristiana, la necesito umbrosa, envolvente, llena de reliquias y portentos, imágenes de santos decapitados, sangre, llagas, lágrimas y sudores, heridas al vivo, selvas de cirios, piernas de plata y vísceras de oro en el altar de los ex-votos…) Supe que Gabriel D’Annunzio, después de meterse en el enredo de Fiume, estaba retirado —decían—, hecho príncipe —decían—, en su residencia italiana donde, adosada a una pared de roca, podía verse la proa de un acorazado, llevada hasta ahí en recuerdo de no sé qué hazaña. Me enteré —en eso Ofelia había dicho la verdad— que la pintura de Elstir había descendido mucho en la estimación del público: sus deliciosas marinas convivían ya, revueltas, en galerías de menor cuantía, con cualquier arte que, para los nuevo-ricos nacidos de la Guerra, tratara de olas, yolas, arenas y espumas. Amargado por el descenso de sus valores, se había retirado rabiosamente en su estudio de Bal-bec, tratando de alcanzar una «modernidad» que, por deformar su estilo personal sin añadirle nada, se traducía en desconcertadas búsquedas tan poco gustadas por sus admiradores de ayer como por quienes, ahora, seguían las nuevas corrientes. En música ocurría algo parecido: nadie tocaba ya las obras de Vinteuil —y menos su Sonata—, fuera de las jovencitas, alumnas de conservatorios, que, vueltas de sus clases de piano, las dejaban dormir en alguna gaveta para entregarse a las rarezas de La cathédrale engloutie o la Pavane pour une infante défunte, cuando no se encanallaban con el Kitten-on-the-keys de Zez Confrey. Y los jóvenes, los «entendidos» —¿de qué?—, los snobs, maravillados por unas músicas rusas traídas por Diaghilev, trataban al noble maestro Juan Cristóbal de «vieille barbe», renegando de él, como renegaban del Oro del Rhin. Y se habían visto cosas peores, inconcebibles: Anatole France, que bien podía haberse quedado en el mundo de Thais y Jerónimo Coignard, se había salido por peteneras socialistas, a última hora, proclamando la necesidad de una «revolución universal» que incluyera la América —¡nada menos!— dando fuertes sumas de dinero al abominable periódico L’Humanité. Otras gentes andaban muy mal: el Conde de Argencourt, aquel Encargado de Negocios de Bélgica, otrora tan ceremonioso, estirado, diplomático de gran estilo, había sido visto por el Cholo Mendoza, pocos días antes, frente al guiñol de los Campos Elíseos, hecho una ruina, idiotizado, con cara y facha de mendigo sonriente —como presto a alargar la mano para recibir limosnas… En tales días no me atrevía a llamar por teléfono a Madame Verdurin —ahora princesa por matrimonio. Temía que una princesa —o con humos de tal— hiciese un desdén a quien no era, en suma, sino un presidente latinoamericano arrojado de su palacio. Y pensaba yo, amargamente, en el lamentable fin de Estrada Cabrera; en los muchos mandatarios arrastrados por las calles de sus capitales; en los expulsados y humillados, como Porfirio Díaz; en los encallados en este país, tras de un largo poder, como Guzmán Blanco; en el mismo Rosas, de Argentina, cuya hija, cansada de representar papeles de virgen abnegada, de magnánima intercesora frente a los encarnizamientos del Terrible, revelándose, de repente, en su verdad profunda, había abandonado el duro patriarca al llegarle el ocaso, dejándolo morir de tristeza y soledad, en las grisuras de Southampton —él, que había sido dueño de pampas infinitas, ríos de la plata, lunas como sólo se ven allá, soles alzados y puestos cada día sobre los horizontes que a bragas señoreaba, viendo pasar las cabezas de sus enemigos, pregonadas como «sandías buenas y baratas», en las alegres carretas de los mazorqueros. Pasaban los días, y apenas veía yo a Ofelia, siempre metida en juegos y bretes. La Mayorala, ovillada, encogida bajo su edredón de plumas, negada a ser atendida por un médico francés, vivía las altas fiebres de una pleuritis, sin aceptar más remedios que el Ron Santa Inés y el Jarabe de Tolú —puesto que aquí no había yerbas de esas que allá, en cocimiento, hacían milagros. Y remozaba yo mis itinerarios parisienses con el Cholo Mendoza, yendo de Notre-Dame de Lorette a la Chope Danton, de una Avenida del Bosque que no era ya la de antes al Bois-Charbons de Monsieur Musard, aunque sin encontrar ya un pálpito urbano, un aire, una atmósfera, que en vano reclamaban mi olfato y mi memoria: El aliento de gasolina había sustituido el olor agreste —antaño universal y sin fronteras, tan de capital como de aldea— del cagajón de caballo. Ya no sonaban, en tempranas horas, los pregones del ropavejero, de la vendedora de berros y alpistes, ni el caramillo bucólico del amolador de tijeras. Ya no aparecían, en el ámbito de la Place des Ternes, tras de larguísimo andar, los alcarraceros de Badajoz con sus borricos emborlados a la extremeña. Sólo hallaba algo permanente, invariado, en el «Aux glaces», del 25 de la Rue Saint-Apolline, donde, entre escagliolas y mesas de mosaico, cristales pintados, calcomanías de flores sobre el largo espaldar de las banquetas de cuero, un piano mecánico de percutiente bulla, dos mozos de delantal blanco y botellas en andas de bandejas —como los de la etiqueta del Raphaël—, me esperaban mujeres que, a pesar de los años transcurridos, el relevo de generaciones, los renuevos del personal, las modificaciones de peinados, llevadas casi todas a una cierta delgadez preferida ahora a las opulencias fini-seculares, me devolvían a los capítulos iniciales de mi propia historia, a sus gozos primeros, a mil recuerdos remozados, a las ya lejanas crónicas de donde —como en otros países del continente— todo hubiese sido trastocado, desquiciado, maleado, por una repentina aceleración de los modos de vivir. Y había sido la confusión de las lenguas, la degradación de los valores, el irrespeto de los adolescentes, el insulto a los patriarcas, la profanación de los palacios, la Expulsión de los Justos… Aquí —«Aux glaces»— me encontraba con lo único permanente que, desde siempre —pechos más, pechos menos— era, aquí como allá, presencia y unicidad, dialéctica de formas irremplazables, común idioma de universal entendimiento. En el irreversible tiempo de la carne, podía pasarse, según las épocas, del estilo Bouguereau al estilo Eva-medieval, del escote Boldini al escote Tintoretto, o, inversamente, de las turbamultas de nalgas y vientres de Rubens a la frágil y ambigua estampa de una ninfa de Puvis de Chavannes; pasaban las modas estéticas, las variantes, las fluctuaciones del gusto que, espigando siluetas, jugando con las proporciones, alargando o ensanchando, no acababan nunca —mientras los estilos, en otras cosas, padecían perennes transformaciones— de alterar la fundamental verdad de un desnudo. Aquí, mirando lo que miro, me encuentro en el gran Detenimiento de las Horas, fuera de época, acaso en días del reloj de sol o del reloj de arena, y, por ello, librado de cuanto me ata a las fechas de mi propia historia, me sientio menos derribado de mis caballos de bronce, menos bajado de mis zócalos, menos monarca desterrado, menos actor en descenso, más identificado con mi yo profundo, con ojos aún hechos para mirar, con pálpitos que me vienen de los trasfondos de una vitalidad todavía puesta en deleitosa alerta ante algo que merezca ser mirado —riqueza bastante preferible (siento, luego soy) a la de un fingido vivir en la tonta ubicuidad de cien estatuas paradas en parques municipales y patios de ayuntamientos… Cuando tales cavilaciones venían a enseriarme donde no se venía para eso, al darme cuenta del desajuste entre pensamiento y lugar, me echaba a reír, largando una frase que siempre regocijaba al Cholo Mendoza: —«Todo menos to be or not to be en casa de putas». — «That is the question» —respondía el otro, que también se las daba de leído, haciendo señas a una Leda abundosa que, sabiéndose escogida de antemano, esperando su momento sin prisa, bebía algún aperitivo anisado en mesa próxima —a cuentas, ya, de quien aún no le hubiese dicho nada, pero que valía la pena esperar, porque los metecos eran clientes generosos que sabían apreciar la conciencia profesional en todo trabajo.


20

       La Mayorala, repentinamente curada de fiebres y punzadas, había surgido de bajo el edredón de plumas, clamando por una iglesia donde cumplir una promesa de rezos y cirios hecha a la Virgen.—«Iglesia, iglesia» —había gritado a la portera, estupefacta ante quien le venía con tres faldas, una puesta encima de la otra, por temor a los relentes que se estaba llevando un anticipado sol de verano. —«Iglesia, iglesia» —repetía, persignándose, juntando las manos en gesto de adoración, mostrando un rosario de cuentas plateadas. La otra, entendiendo acaso, le había señalado que hacia allá, doblando a la izquierda, doblando a la derecha, caminando un poco más… Y La Mayorala, con sus fuertes pantorrillas devueltas a la vida, había caminado, caminado, caminado, hasta encontrarse con un enorme templo —templo había de ser, aunque no lo rematara una cruz, ya que tenía unas esculturas, como religiosas, como hechas por Pedro Estatua, en lo alto de la fachada con muchas columnas— donde le sonaron músicas de órgano, murmullos de oraciones, pronunciaba un cura palabras que no se entendían, y, en fin, se veían cosas que ella conocía, porque un altar es un altar en todas partes, las imágenes santas tienen un aire de familia, y el humo del incienso no deja lugar a dudas… Cumplidas sus devociones, comprados los cirios con unos dineros franceses que el Primer Magistrado le había dado al llegar a Cherburgo («por si te pierdes, cuando vayas a mear»…), bajó una escalinata y se detuvo en un mercado de flores, muy bonito —aunque aquí los claveles no tenían el perfume de los de allá—, parándose luego, asombrada, ante una tienda donde un mango, sacado a la vitrina, era ofrecido, solitario y magnífico, sobre un lecho de algodones finos. Allá, los mangos eran vendidos en carretas adornadas de palmas, pregonados «a cinco por medio», y aquí se presentaban en estuche, como las alhajas que en su país exhibían las joyerías francesas. La Mayorala se aventuró a entrar en aquel comercio. De mesa en mesa, de muestrario en muestrario, paseaba su alborozada sorpresa: como llamándola se alargaban hacia ella los pardos brazos de la yuca; ante sus ojos reverdecían los verdores del plátano verde, redondeábanse las pieles rugosas de las malangas, pintábanse manchas claras en el rubor —más de coral que de fruto soterrado— de la batata. Y, más allá, era la negrura profunda de la caraota negra, y la blancura litúrgica de la guanábana, y la carne pomarrosa de la guayaba. Y, con su lenguaje de gestos y onomatopeyas, señalando, usando de sus dedos, exclamando, gruñendo asentimientos o negaciones, había conseguido cinco de éstos, tres de aquéllos, diez de ésos, ocho del saco aquel, quince de la caja, metiéndolo todo en una de las anchas cestas que ahí vendían —cesta que se montó en la cabeza, a la hora de pagar, para gran pasmo de la cajera: — «Vous voulez un taxi, Mademoiselle?» Ella nada entendía. Salió de la tienda y se orientó. Cuando venía hacia acá, tenía el sol en la cara. El sol no había llegado arriba todavía, y aún no tenía hambre: luego, serían las diez o las diez y media. Había que andar, pues, con la sombra por delante, para desandar lo andado. Lo malo era que estas puñeteras calles se ladeaban, se torcían, cambiaban de rumbo, y la sombra —cada vez más pequeña— le pasaba de derecha a izquierda, y no acababa de ponerse en la posición deseada. Y luego, tantas cosas raras como venían a distraerla: aquel café, con muchos americanos —se les veía por encima de la ropa— en la terraza; la juguetería del enano azul; esa enorme columna con un hombrecito arriba —un Libertador, seguramente—; aquel parque, lleno de estatuas, con una reja. Allí, con los árboles a la izquierda, la sombra volvió a colocarse donde debía. Anduvo, anduvo, hasta una vastísima plaza, donde había una piedra parada, como las que adornaban algunos cementerios de allá, pero mucho mayor —¿y cómo habrían podido enderezar eso? Ahora, una avenida, con unas chivas que tiraban de carretas. Habían puestos de dulces y caramelos. Y ya empezaba la cesta a pesarle más de la cuenta cuando, de repente —cuando ya el sol iba a darle de plano en la cabeza— se le mostró, en lo alto de la vía, lejos, el enorme, pesado, móndrigo y salvador monumento, ése, que llamaban el Arco del Triunfo o No-sé-qué. Apresuró el paso. Ya estábamos en casa. Tenía deseos de ponerse a cocinar enseguida, pero al punto le vino una fría y dura hincada en el lomo. Como que le volvían las calenturas. Dejó la cesta en un rincón del cuarto, tomó un vaso de ron batido con jarabe de Tolú, y se volvió a meter debajo del edredón, renegando de estos países de frío, cuyo clima era capaz de joder al pinto de la paloma.
       Y serían como las once y media, al día siguiente, cuando Ofelia fue despertada por un insólito ruido de voces. Entró la camarera, alterada en gesto y tono: — «Mademoiselle, pardonnez-moi, mais…» La cocinera quería verla; verla en el acto; insistía. Estaba ahí. Furiosa. Y ya entraba, despeinada —como furiosa, en efecto— para decir a quien, medio dormida aún, trataba de entender, que aquello era imposible, que era intolerable, que no seguiría un día más en la casa, que devolvía su delantal. Y, en efecto, se quitaba el delantal, y lo entregaba, con gesto airado, como de venerable maestro masón que, por inmenso enojo, renegara del mandil. Era intolerable: de la mansarda le había descendido, ratos antes, una mujer con tres faldas, gesticulante, de piel obscura —«une peau de boudin, Mademoiselle»— y se había apoderado de su mundo de ollas y sartenes, dándose a cocinar cosas extrañas —«des mangeailles de sauvage, Mademoiselle»—, ensuciándolo todo, derramando aceites, tirando mazorcas de maíz en los rincones, desprestigiando las cazuelas con mezclas de pimientos y cacao, usando un cepillo de carpintería para cortar lascas de bananos verdes, aplastando frituras, a puñetazos, en papeles de estraza. Y, después de haber preparado aquellas bazofias incalificables, dejando la cocina envenenada de humos lardosos y hedores de fritanga, se había llevado bandejas y soperas al pequeño apartamento que había sido de Sylvestre, y que, por respeto a su memoria, había quedado tal cual lo dejara aquel servidor ejemplar, antes de caer gloriosamente en la Meseta de Craonne, con cruz de guerra al pecho y un retrato publicado en L’llustration, por su comportamiento heroico ante el enemigo… Entendiendo mejor lo que ocurría, Ofelia devolvió su delantal a la cocinera, y, envolviéndose en una bata, subió al desván… El Primer Magistrado y el Cholo Mendoza, despechugados, hirsutos, sin rasurar —y muy bien bebidos, por lo visto— estaban sentados junto a una larga mesa que no era, en realidad, sino una puerta levantada de sus charnelas y puesta sobre dos sillas. Varias bandejas y platos presentaban ahí, como dispuestos en suntuoso bodegón tropical, los verdores del guacamole, los rojos del ají, los ocres achocolatados de salsas de donde emergían pechugas y encuentros de pavo, escarchados de cebolla rallada.
       Alineadas sobre una tabla de trinchar, había chalupitas y enchiladas, junto al amarillo de los tamales envueltos en hojas calientes y húmedas, que despedían vapores de regocijo aldeano. Había cambures fritos, de los maduros, de los pintones —esos que habían aplastado a puñetazos—, de los menudeados en finas lascas, gracias al cepillo de carpintería. Y las frituras de batata, y las barquillas de coco doradas al horno, y aquella ponchera donde, en mezcla de tequila y sidra española, de la que allá se tomaba en bodas campesinas, flotaban cáscaras de piña, limones verdes, hojas de menta y flores de azahar. —«¿Gusta de sentarse con nosotros?» —preguntó el Cholo Mendoza. —«¿Y quién armó todo esto?» —preguntó Ofelia, aún atolondrada por el brusco despertar y los gritos de la cocinera. —«Elmirita, para servir a Dios y a usted» —respondió la parda, haciendo reverencia de pantorrillas cruzadas, como las hacían las jóvenes educadas en colegios de dominicas francesas. Ofelia estuvo por patear la improvisada mesa y acabar violentamente con el holgorio. Pero, ahora, un tamal de maíz, alzado en tenedor, se acercaba a sus ojos, descendiendo hacia su boca. Cuando lo tuvo frente a la nariz, una emoción repentina, venida de adentro, de muy lejos, de un pálpito de entrañas, le ablandó las corvas, sentándola en una silla. Mordió aquello y, de súbito, su cuerpo se le aligeró de treinta años. Estaba, de calcetines blancos, recogidos los moños con papelillos de China, en el patio de los metates y del tamarindo. Y bajaban hacia ella las pardas pulpas del árbol, metidas en sus crujientes estuches de pergamino canelo, trayéndole un agraz agridulce que le ponía, bajo la lengua, olvidadas salivas. Y aquel devuelto olor de guayabas fermentadas —equívoco mosto de pera y frambuesa— tras de la cerca donde el cochino Jongolojongo, de largas cerdas y larga trompa, paseaba sus gruñidos, removiendo tejas rotas y haciendo rodar viejas latas enmohecidas. Y los vapores que salían de la cocina llena de vasijas, orzas, jarras de barro, cerámicas negras, donde sonaba el ruido a mascada, a paso acompasado de bota en tierra mojada, del pilón caído, con ritmo de péndulo relojero, sobre la masa lechosa, fragante, espumosa, del jojoto. Y la vaca Flor de Mayo, recién parida, que llamaba a su ternero para que le aligerara las ubres, y el pregonero de las melcochas, allá, en la calle; y la campana de la ermita, metida entre nísperos y capulíes; y este maíz, aquí —tengo siete años, y, cada mañana, me miro ya en el espejo para ver si, durante la noche, me han salido tetas—, entrándome por los poros. Tengo siete años:

Santa María,
líbranos de todo mal;
ampáranos, señora,
d’este tremendo animal.


       Y cantaban todos ahora:

La Virgen cogió un machete
para poderlo matal
y el Demonio en cuatro patas
se metió en un matorral.


      —«Des mangeailles de sauvages» —exclamaba la cocinera, ahora, de brazos en jarras, desde la puerta. —«¡Al carajo Brillat-Savarin!» —gritaba Ofelia, de mejillas encendidas por la sidra entequilada, la garapiña, la ñuza, probando de esto y de aquello, hundiendo la cuchara en el guacamole, metiendo un muslo de pavo en la salsa de chile. Y, de pronto, llevada por un inesperado impulso de cariño, se sentó en las rodillas de su padre, besándole unas mejillas donde volvía a hallar un olor a tabaco, aguardiente, loción francesa, con algo de menta, regaliz y polvos «Mimí Pinson» —todo menos viejo, más viril, casi joven— en maravillado reencuentro con el tiempo ido. Sonaba, por vez primera desde los días de la Meseta de Craonne, el gramófono que había permanecido mudo después de la heroica muerte de Sylvestre. Oíanse ahora en él, con voces que bajaban de tono y agonizaban cuando la cuerda perdía fuerza, las melodías de unos discos conseguidos por el Cholo Mendoza: El faisán de Lerdo de Tejada, Alma campera, El tamborito, Flores negras, Las perlas de tu boca, y Milonguita, flor de lujo y de placer, los hombres te hicieron mal, y hoy darías cualquier cosa por vestirte de percal; y oye la historia que contóme un día, el viejo enterrador de la comarca: era un amante que por suerte impía, su dulce bien le arrebató la parca; y adiós, muchachos, compañeros de mi vida; y por las noches iba al cementerio, a ver el esqueleto de su amada, y adornando su cráneo de azahares, la horrible boca cubría de besos; y adiós, muchachos, compañeros de mi vida, farra querida, de aquellos tiempos; y el día que me quieras, tendrá más luz que junio, con notas de Beethoven, cantando en cada flor; y otra vez y otra vez y otra vez la farra querida de aquellos tiempos, y adiós y adiós, lucero de mis noches, cantaba el soldado, al pie de una ventana… Ahora, Elmirita y Ofelia, abrazadas, cantaban a dúo —prima y segunda— con primorosa observancia de intervalos de tercera y sexta, sobre unos guitarreos vocales que en onomatopeyas oportunas producía el Cholo rasgueando un instrumento imaginario… Y cuando cayó la noche, entre tragos, cantos, y antojitos de mole y jitomate, resolvió el Primer Magistrado que se instalaría definitivamente en el apartamento de Sylvestre, entrando y saliendo por la escalera de servicio: —«Así estaré más independiente». Que Ofelia, abajo, armara sus fiestas de gente joven y conviviera con los horrorosos cuadros que le fregaban la paciencia —además de que no los entendía ni los entendería nunca. Y La Mayorala se quedaría a vivir aquí, en el cuarto contiguo, para acompañarlo y atenderlo. La Infanta estaba de acuerdo: Elmirita era una magnífica muchacha, abnegada y buena —«mucho más decente y más honrada que muchas de las amigas de la Madama esa, de las tenidas musicales, que ya no quiere verte desde que se ha metido a princesa». Pero a la zamba había que vestirla de otra manera. Y corriendo fue Ofelia a sus escaparates para traerle unas ropas que ya no usaba. La Mayorala, aunque alabando la calidad de los géneros, lo miraba todo con cierta desconfianza: aquí, el escote le resultaba descarado; allá, el rajado de la saya le parecía indecoroso. Ante las solapas de un tailleur de Redfern: «Yo no me pongo cosas de macho». Ante un negro ensemble de Paquin: «Si acaso, para un velorio». Al fin aceptó, de pronto contenta, un modelo de Paul Poiret, algo inspirado en los diseños de Léon Bakst para Sheherezade, que le recordaba las faldas y blusas floreadas de su pueblo. Y aquella noche, como en acto consagratorio de la nueva vivienda, se fijaron dos argollas en las paredes, se anudaron las cabuyeras, y quedó colgado el chinchorro de estambre del Primer Magistrado —«perdón: El Ex», rectificó el Patriarca, entregándose al gozo de una primera mecida. Pronto se orientó La Mayorala en un vasto ámbito que tenía el Arco de Triunfo por centro y el río por frontera extrema —río que nunca cruzaba, porque las personas que mucho aplanchan y mucho cocinan corren el peligro de pasmarse si atraviesan un puente. Había encontrado una iglesia en la plaza donde un caballero de bronce, poeta de mucho mérito que había sido amigo del Emperador Pedro del Brasil —según le había explicado el Cholo Mendoza—, parecía meditar interminablemente, y, detrás de la iglesia de un San Honorato de no sé cuántos, una estupenda pescadería donde vendían calamares, gambas, chirlas, bastante parecidos a los de allá, y unas almejas idénticas a las que, en las playas de La Verónica, salían de las arenas, como atraídas por imán, cuando advertían que sobre ellas se había sentado una mujer deseosa de hombre. En una tienda, cerca, vendían ollas y cazuelas de barro, y, robándose ladrillos de una obra en construcción —llevados de dos en dos, cada día, en el saco de hule donde cargaba con limones, ajos y perejiles—, había transformado la estufa de la mansarda en fogón criollo, alimentándolo con leña traída, en pequeños haces alambrados, del Bois-Charbons de Monsieur Musard, al que iba muy a menudo, ahora, pues se estaba aficionando grandemente al Muscadet y al Gaillac dulce —vinos que, según decía, «le entonaban el cuerpo»… Y empezó a vivirse, allí, bajo techo de pizarra, en latitud y horas que eran de otra parte y de otra época… La mañanita se llenaba de un olor a café recio, colado en media de lana, endulzado por un melado de caña que la zamba conseguía a un costado de La Madeleine, a donde sabía ir ya sin perderse, pues había comprobado que, pasándose bajo el Arco de Triunfo, en el mero centro, divisaba a lo lejos la Piedra Parada, hacia donde andaba, doblando luego a la izquierda para encontrar el edificio de muchas columnas ante cuyos altares había cumplido novena por su curación. Luego era una espera achinchorrada, con trago de aguardiente y habano de Romeo y Julieta, hasta que, a la voz de «¡Arrímense!», apareciera, sobre dos anchas tablas de nogal montadas en burros de carpintería, el desayuno ranchero de huevos en salsa de mucha guindilla, frijoles refritos, tortillas de maíz, chicharrones de cerdo y queso blanco, trabajado con mano de almirez y presentado en hojas de lo que fuese —con tal de que fuese verde— a falta de hojas de plátano. Venía luego la siesta mañanera, interrumpida a media modorra, a eso de las once, por el Cholo Mendoza, que traía la prensa del día. Pero esa prensa no era la que nacía en los amaneceres de las rotativas parisienses. Era prensa de ultramar, muy viajada y ajetreada, ajena a los acontecimientos inmediatos y a las fechas presentes. Le Figaro, Le Journal, Le Petit Parisien, no subían ya a aquel piso, habiendo sido sustituidos, poco a poco, por El Mercurio, El Mundo, Últimas Noticias, de allá, cuando no por El Faro de Nueva Córdoba o El Centinela de Puerto Araguato. El Primer Magistrado iba olvidando los apellidos de los hombres políticos de acá, importándole poco lo que en Europa ocurriera —aunque el reciente asesinato de Matteotti hubiese remozado su admiración por el fascismo italiano, y ese gran Mussolini que acabaría con el comunismo internacional—, atento, tan sólo, a lo que podía ocurrir allá… (Saludado como Restaurador y Custodio de la Libertad, luego de una entrada triunfal, montado en un caballo negro —aunque sin haberse puesto botas y llevando el traje de dril blanco que siempre había usado en cátedra universitaria— Luis Leoncio había subido las escaleras del Palacio Presidencial, calificado por él de «Establo de Augias» en manifiesto reciente, con paso y majestad de Arconte, severo el ceño, parco en gestos, mirando fríamente —con algo vagamente amenazador en las retinas— a quienes se excedían en felicitarlo por su triunfo. Mucho se había esperado de Quien —después de poner al día la nómina de empleados públicos, gracias a un pronto empréstito norteamericano— se hubiese entregado, cenobítico y frugal, a un inmenso trabajo de examen de los problemas nacionales. Durante semanas y semanas se enclaustró en su despacho, taciturno y distante, dándose al estudio de presupuestos, estadísticas, documentos políticos, prefiriendo la ayuda de libros técnicos, enciclopedias, informes y memorias, a la consulta de especialistas, harto llevados a particularizar las cuestiones —a dividir cartesianamente el conjunto en partes cuya multiplicidad nos hacía perder la visión del conjunto. Con unción, con emocionada impaciencia, se esperaban los resultados de su labor. Las gentes andaban por el Parque Central, cada noche, con pasos afelpados, hablando en voz baja señalando la ventana de luces encendidas hasta la madrugada, tras de la cual se estaba elaborando Algo Grande. Todos esperaban que hablara el Sabio de Nueva Córdoba. Pronto hablaría. Y por fin habló, ante una inmensa multitud reunida en el Estadio Olímpico. Y fue su discurso la torrencial arremetida —sin descansos ni respiros— de un diccionario desencuadernado, desencadenado, de hojas revueltas, rebelión de vocablos, tumulto de conceptos e ideas, acelerada percusión de cifras, imágenes, abstracciones, en un vertiginoso correr de palabras largadas a los cuatro vientos, que iban del Banco Morgan a la República de Platón, del Logos a la Fiebre Aftosa, de la General Motors a Ramakrishna, llegándose a la conclusión —al menos, así lo entendieron algunos— que de las Bodas Místicas del Águila y del Cóndor, de la fecundación de nuestro Inagotable Suelo por la Inversión Extranjera, en esta América, transfigurada por la pujante Técnica que del Norte nos vendría [y estábamos en los umbrales de un siglo que sería Siglo de la Técnica para un Continente Joven], a la luz de una innata espiritualidad que era la nuestra, se realizaría una síntesis del Vedanta y del Popol-Vuh con las parábolas de Cristo-primer-socialista, único socialista verdadero, ajeno al Oro de Moscú y la Amenaza Roja, ante una Europa agonizante, agotada, ya sin savia ni genio —y bueno sería que acabáramos de librarnos de su ya inútil magisterio—, cuya decadencia irremediable había proclamado, no hacía mucho, el filósofo alemán Oswaldo Spengler. En el inicio de una nueva Era, en que las tesis-antítesis Norte-Sur, complementándose en lo telúrico y lo científico, desembocarían en la construcción de una Nueva Humanidad, el Alfa-Omega, partido de la Esperanza, había respondido al sturm-und-drang, a la pulsión política, de las generaciones nuevas, marcando el ocaso de las Dictaduras en este continente, estableciendo una Democracia auténtica y verdadera, donde habría libertad de acción sindical, siempre que ésta no rompiera con una necesaria armonía entre el Capital y el Trabajo; se reconocía la necesidad de una oposición, siempre que fuese una oposición cooperativa [crítica sí, pero siempre constructiva]; se aceptaba el derecho de huelga, siempre que las huelgas no paralizaran las empresas privadas ni los servicios públicos; y, en fin, se legalizaría el Partido Comunista, puesto que, de hecho, existía en nuestro país, siempre que no entorpeciera el funcionamiento de las instituciones y no alentara la lucha de clases… Y cuando el orador remató su discurso en «¡Viva la Patria!», habían sido tantos los «peros», «sin embargo», «no obstante», «a pesar de lo dicho», «siempre y cuando», pronunciados antes, que los oyentes quedaron con la impresión de haber vivido en un tiempo totalmente detenido, ajeno al quehacer de los relojes, suspensión del Transcurso, ya que el Austero Doctor, al bajar de la tribuna, dejaba tras de sí un total vacío mental —cerebro en blanco, éxtasis agnóstico— en quienes lo habían escuchado… Y en los meses que siguieron, todo fue desconcierto y confusión. El Presidente Provisional —ya no tan provisional— no acababa nunca de tomar una decisión. Toda iniciativa propuesta por sus colaboradores, toda medida de aplicación inmediata, le parecía «prematura», «inoportuna», «festinada» —pues «no estábamos preparados», «aún no era tiempo», «nuestras masas no estaban maduras», etcétera. Y fue, al cabo de pocos meses, el escepticismo y el encogerse de hombros, y el gozar al día, y la décima, y la guitarra, y las maracas, de quienes demasiado habían esperado, en tanto que ya se hablaba de Descontento en el Ejército: —«Golpe Militar en puertas» —vaticinaba el Primer Magistrado—: «No sería novedad. Como dice un refrán nuestro: ‘Poco pinta una raya más en la piel de un tigre’.» —«Pero, ahora dicen que se trata de jóvenes oficiales» —observaba el Cholo. —«En vez de machete, metralleta» —decía el Poderoso de otros tiempos—: «Para el caso es lo mismo»… Pero había algo nuevo en el ambiente: Liberación, ahora periódico legal, aparecía cada mañana sobre ocho páginas —a pesar de que, de cuando en cuando, inesperadamente, su imprenta fuese allanada por unas milicias oficiosas del Alfa-Omega, que volcaban las cajas, dispersaban las galeradas, apaleaban a los linotipistas. Gente de insospechable filiación comunista colaboraba ahora en sus planas, con firma al pie del artículo. La casa Francis Salabert, de París, editora de música, había recibido un pedido de mil ejemplares de La Internacional que ya se cantaba, allá, con la letra traducida al español, recién publicada en México por una revista —El Machete— que publicaba Diego Rivera…) Y transcurrían los meses, leyéndose la prensa de febrero en abril y la de octubre en diciembre, con acrecidas evocaciones de sucesos pasados, revivencias de personajes desaparecidos: presencia de un ayer, harto ayer, metido en hoy, hecho carne en una carne que habitaba entre nosotros pero se iba descarnando, porque era evidente que la fornida y altanera estampa del Ex empezaba a deteriorarse con el correr de un tiempo que, progresivamente apresurado para quien lo vivía, menguaba, apretaba, el espacio comprendido entre una Navidad y otra Navidad, entre un desfile militar de 14 de Julio y el próximo desfile militar de 14 de Julio —con enorme bandera, tremolante bajo el Arco de Triunfo, que parecía haber quedado ahí desde la vez pasada. Florecían los castaños, desflorecían los castaños, reflorecían los castaños, arrojando fechas al cesto de papeles, y tenía el sastre de Monsieur le President que regresar y regresar a la Rue de Tilsitt para remodelar sus paños sobre una anatomía desgastada que se esmirriaba de día en día. La cadena del reloj le retrocedía visiblemente sobre un chaleco menos abultado, en tanto que los hombros, antaño empinados en inflexible tiesura, se replegaban ahora sobre clavículas ya liberadas de las grasas del tórax —como observaba La Mayorala que, en hora del baño, daba esponja y guante de crin al pecho de su Primer Magistrado. Y, por lo mismo que la alarmaba esa progresiva delgadez y no creía en medicinas de pomo, de las que aquí vendían, por carta dictada —balbuceada, más bien— al Cholo Mendoza, logró que una comadre Balbina, del Palmar de Siquire, donde no había oficina de correos, le mandara un paquete de yerbas curanderas —el mismo que, viajado por burro, mula, bicicleta, autobús, varios trenes, dos barcos y un ferrocarril, iba a recoger hoy Elmira al Despacho de Bultos Postales de la Rue Étienne Marcel. La acompañaban su Ex-Presidente y su Ex-Embajador, pues era preciso llenar muchas papeletas, poner muchas firmas, y eso era para gente que supiera leer y escribir —y en francés, que era lo peor… Ya envuelto el envío en un rebozo, muy abrigados los tres porque hacía frío aunque el día fuese iluminado por un claro sol de cielo sin nubes, divisó Elmira, por vez primera, las torres de Notre-Dame. Al saber que era la Catedral de París, se empeñó en ir hasta allá para prender un cirio a la Virgen. Se detuvo, atónita, frente al edificio: —«Lo que yo digo: éstas son las cosas que debieran hacerse en nuestros países para atraer al turista». Las figuras del tímpano, de los linteles, la recordaron las esculturas de Pedro Estatua, su paisano de Nueva Córdoba. —«No es tonta la zamba» —observó El Ex, quien no había reparado, hasta ahora, en que hubiese algún parentesco estilístico entre esto y aquello, sobre todo en las caras de diablos, el potro encabritado, los mengues cornudos, las zoologías infernales, del Juicio Final. Y fue, luego, una asombrada Penetración en la Nave —nave que rebrillaba por toda la gama de sus cristalerías, aunque dejando en siluetas obscuras, por juegos del contraluz, la persona de los visitantes, escasos en esta media tarde de ficticia primavera. Por descansar, se sentaron entre los dos rosetones del crucero. En la otra punta de la hilera de sillas, un joven, de largo abrigo y bufanda friolenta, lo contemplaba todo con profunda y detenida atención. —«Un calambuco» —dijo la Mayorala. —«Un esteta» —dijo el Cholo Mendoza. —«Un alumno de Bellas Artes» —dijo el Primer Magistrado. Y en voz baja, para entretener a la zamba, empezó a narrarle, como abuelo a nieta, las verídicas historias que aquí se habían visto: la del archidiácono enamorado de una gitana que, a compás de pandero, hacía bailar una cabra blanca (Elmira, de niña, había visto unos gitanos de esos, pero lo que hacían bailar era un oso…); la de un poeta vagabundo que amotinó a unos mendigos para que asaltaran la iglesia («cuando hay bochinches, siempre se perjudican las iglesias», dijo Elmira, recordando un caso que mejor hubiese sido no recordar…); la de un campanero jorobado, también enamorado de la gitana («los gíbosos son muy enamorados, y las mujeres como que les hacen caso, pero es mero mero para tocarles la joroba, porque trae buena suerte…»); y la de dos esqueletos que aparecieron abrazados y que acaso fuesen los de Esmeralda y el campanero («se han visto casos, como el que se cuenta en la canción del viejo enterrador de la comarca, que tenemos en disco…»). Pero en eso bramaron los órganos en tremenda arremetida sonora. No se oían unos a otros. —«Vámonos de aquí» —dijo El Ex pensando en el excelente vino de Alsacia que servían en el café de la esquina, donde, por cierto, habría más calor que aquí… Y en su silla de cabecera permanecía el «calambuco» —como lo había llamado Elmira— entregado a su deslumbrada contemplación. Era éste su primer encuentro con el gótico. Y el gótico se le había alzado, a ambos lados, en arquerías y vitrales, con una revelación insospechada: al lado de esto, toda arquitectura le parecía elemental, pegada a la tierra, enraizada, harto ctónica, aun en sus expresiones más sometidas a Códigos de Proporciones y Reglas de Oro. Esta edificación lanzada hacia arriba, exaltación de la verticalidad, locura de verticalidad, le minimizaba los frontones del Partenón que no eran, en suma, sino una versión trascendida, sublimada, del techo de dos aguas de la choza arcaica, con la columna acanalada que era transfiguración, en forma regida por módulos, del horcón —cuatro troncos, seis troncos, ocho troncos— que sostenían los dinteles, vigas de cedro, de los rústicos portales campesinos. En lo griego, en lo romano, perduraba el parentesco genésico de lo telúrico y vegetal. De la cabaña del porquerizo Eumeo al templo de Fidias, el camino estaba claro y despejado, en su proceso de estilizaciones sucesivas. Aquí, en cambio, la arquitectura se hacía invención, ocurrencia, creación pura, en un nunca visto aligeramiento de materiales —ingravidez de la piedra—, con nervaduras que nada debían a las estructuras del Árbol —con los soles propios de sus rosetones prodigiosos: Sol del Norte, Sol del Sur. Entre dos soles se hallaba el contemplador del crucero, preso entre los rojos de un encendido poniente y la grave y mística sinfonía azul de los vidrios boreales. Al Norte, la Madre, centrando una corte temporal —como de Intercesora, al fin— de Profetas, Reyes, Jueces y Patriarcas. Al Sur —en sangre de suplicio— el Hijo, soberano de una corte intemporal de Apóstoles, Confesores, Mártires, Vírgenes Cuerdas y Vírgenes Locas. Todo el misterio del nacer, del morir, del eterno renacer de la vida, del paso de las estaciones, se encontraba en la línea recta, imaginaria, invisible, tendida entre los dos círculos centrales de las inmensas luminarias, abiertas en un magníficat de estructuras desprendidas del suelo, como colgadas, sin peso, de sus campanas y gárgolas. Una tubería de órgano, en sombras, alzó de pronto sus triunfales fanfarrias… Ateo porque sus íntimas interrogaciones no buscaban respuestas en terreno religioso; descreído, porque ser descreído era propio de su generación, preparada a ello por el espíritu cientificista de la anterior; adversario de las políticas y componendas que demasiado a menudo, en su mundo, trasladaban las Iglesias al campo de sus adversarios, manteniendo, en nombre de la fe, un falso orden que se devoraba a sí mismo, el contemplador de los Soles de Cristal era sensible, sin embargo, a la dinámica de los Evangelios, reconociendo que sus textos habían tenido, en su tiempo, el mérito de promover una estruendosa devaluación de tótems y genios inexorables, presencias obscuras, amenazas zodiacales, cayados de augures, sometimientos a idus de marzo e inapelables designios.
       Pero si una nueva toma de conciencia de sí mismo —el drama de la existencia puesto dentro y no fuera de sí mismo— había llevado el hombre a analizarse en función de valores que lo sustraían a los terrores primordiales, seguía, gigante extraviado, tiranizado por quienes, semejantes a él, infieles a sus promesas primeras, habían creado nuevos tótems, nuevos hados, templos sin altares, cultos sin sacralidad, que era necesario echar abajo. Próximos estaban acaso los días en que habrían de sonar las trompetas de un Apocalipsis, pero esta vez tocadas por los comparecientes y no por los ángeles del Juicio Final. Tiempo era ya de fijar los protocolos del futuro y de ir instalando el Tribunal de Reparticiones… El joven miró su reloj. Las cuatro. El tren. Se sumió nuevamente en la belleza total de lo circundante, aunque ya era hora de andar hacia lo suyo. —«Me siento de más donde todo está hecho» —pensó, saliendo de Notre-Dame por el pórtico central —el de la Resurrección de los Muertos. Todavía tenía tiempo de probar un vino de Alsacia, excelente, que se servía en el café donde había dejado su maleta al cuidado de un camarero. Cruzó la calle y entró en el bistrot sin notar que tres personas —una mujer, dos hombres—, sentados en una banqueta del fondo, lo miraban con asombro. Pagada su copa, El Estudiante volvió a la calle y detuvo un taxi. —«A la garra del Norte, please»… La cita era en el buffet, donde ya estaban reunidos varios delegados a la «Primera Conferencia Mundial contra la Política Colonial Imperialista» que mañana, 10 de febrero, se abriría en Bruselas, bajo la presidencia de Barbusse. Ya estaba ahí el cubano Julio Antonio Mella, a quien había conocido horas antes, en compañía de Jawaharlal Nehru, delegado por el Congreso Nacional Hindú. —«Ya entró el tren en carrilera» —dijo alguien, señalando la Vía 8. Los tres agarraron sus magras valijas y subieron a un compartimiento de segunda. El hindú, arrinconado junto a una ventanilla, se entregó al examen de unos papeles, mientras Mella se interesaba por la situación política de nuestro país. —«Tumbamos a un dictador» —dijo El Estudiante—: «Pero sigue el mismo combate, puesto que los enemigos son los mismos. Bajó el telón sobre un primer acto que fue larguísimo. Ahora estamos en el segundo que, con otras decoraciones y otras luces, se está pareciendo ya al primero». —«Nosotros, ahora, estamos entrando en lo que ustedes pasaron» —dijo Mella. Y le habló del nuevo Dictador de Turno, el de Cuba, a quien —lo sabíamos— había doblegado en batalla librada desde la cárcel, por tenaz, prolongada y lúcida huelga de hambre, obligando su adversario a devolverle la libertad, marchando luego a México, donde proseguía su lucha… Bastante parecido resultaba Gerardo Machado al que había sido Primer Magistrado nuestro, en el físico, el comportamiento político y los métodos, pero era distinto por cuanto, siendo muy inculto, no erigía templos a Minerva como su casi contemporáneo Estrada Cabrera, ni era afrancesado, como habían sido otros muchos dictadores y «tiranos ilustrados» del Continente. Para él, la Suprema Sabiduría estaba en el Norte: —«Soy imperialista» —declaraba, mirando fervorosamente hacia Washington—: «No soy un intelectual, pero soy un patriota». Sin embargo, tuvo el involuntario humorismo de hacer saber al público, un día, por sus periódicos, que estaba «estudiando las tragedias de Esquilo» [sic]. —«Es buen candidato para ingresar en el clan de los Atridas» —dijo El Estudiante. —«Por lo que se está viendo, ya forma parte de la familia» —dijo Mella. —«Pronto ordenará una recogida de libros rojos» —dijo El Estudiante. —«Ya está hecha» —dijo el cubano. —«Cae uno aquí, se levanta otro allá» —dijo El Estudiante. —«Y hace cien años que se repite el espectáculo». —«Hasta que el público se canse de ver lo mismo». —«Hay que esperarlo»… Abriendo sus carteras de cuero —mexicanas las dos, con calendario azteca repujado en la tapa— intercambiaron los textos de sus informes y ponencias para leerlos por el camino. Nehru, en su rincón, con algunos papeles en las rodillas, estaba como sumido en su mundo interior, oculto tras de sus ojos muy abiertos. Hubo un largo silencio. El tren se acercaba a la frontera en la noche —doble noche— de los corones carboneros. — «Cool, cool» —dijo Nehru, sin que los otros acertaran a saber si se refería al carbón o al frío —por una explicable confusión entre coal y cool— pues hacía frío, en este vagón de segunda, un frío casi excesivo para ellos, hombres de países cálidos. Y volvió el hindú a dormirse sin dormir, hasta que el tren llegó a Bruselas.


21

… esos insensatos se empeñan en hacer
creer que son reyes, siendo unos pobres,
y que, estando desnudos, se visten de
oro y de púrpura.

Descartes


       —«Desterrado»… —«Expulsado»… —«Extrañado»… —«O huido»… —«Escapado»… —«En fuga»… —«Yo, lo que sé es que estaba en una iglesia» —observaba La Mayorala—: «Y los comunistas no visitan iglesias ni en siendo Semana Santa». Y volvían las conjeturas: «Desterrado»… «Extrañado»… «Escapado»… —«Acaso arrepentido»… —«Converso»… —«Crisis mística»… —«Peleado con su gente»… Y durante días y días no se habló de otra cosa en la Rue de Tilsitt, en espera de que los periódicos de allá —los de febrero en abril— llegaran por sus lentos y especiales barcos de carga, en rollos de siete números apretados, con vista del Volcán Tutelar en las estampillas. Porque los diarios de aquí, desde luego, nada dijeron de El Estudiante, personaje sin interés para ellos. Y se supo por fin, gracias a El Faro de Nueva Córdoba, entrándose en mayo, lo de la Conferencia Mundial de Bruselas, en la que habían estado representadas la «Liga Campesina Nacional de México» y la «Liga Anti-imperialista de las Américas», que ya tenía una filial en nuestro país. —«Se explica todo» —dijo el Cholo Mendoza. —«Pendejadas» —murmuró El Ex—: «El imperialismo está más fuerte que nunca. Por eso el hombre de la hora presente, en Europa, es Benito Mussolini»… Y florecieron los castaños otra vez y volvieron las conversaciones, en la mansarda, a sus acostumbrados temas. Se hablaba enormemente, bajo las pizarras del techo, de «aquellos tiempos». Los hechos más nimios iban cobrando, puestos en perspectiva y distancia, en contemplación actual, mayores relieves significantes, mayores valores de gracia, singularidad o trascendencia. El «¿te acuerdas? ¿te acuerdas?», era fórmula sacramental —ya cotidiana— para la evocación de muertos y cosas muertas que explicaban los mecanismos, a menudo secretos, de un pretérito remozado, sacado de contextos lejanos, para ser traído a estas latitudes. De repente, refrescándosele la muy poblada memoria, revelaba el patriarca los trasfondos, hasta ahora ocultos, de ciertos acontecimientos raros o de sucesos pequeños, que daban las claves de lo que antaño pudiese haber sido motivo de desconciertos, interrogaciones —aliento de misterios. Como fakir o ilusionista que, llegado a viejo, retirado de los escenarios, revela divertidamente las técnicas de sus escamoteos y milagros, recordaba El Ex lo de la emisión de moneda sin respaldo, para levantar las finanzas nacionales; lo de las casas de juego, creadas por el Gobierno, donde se usaban cartas trucadas (hay una empresa norteamericana que las fabrica con dorsos tan sutilmente marcados que sólo los expertos se las entienden con ellas) y tenían que hacerse las puestas en dólares, en libras esterlinas, o bien, para sacar dineros escondidos en las casas, en viejas onzas de oro o en pesos de plata mexicana. Y lo del Diamante del Capitolio, aquel diamante octogonal, de aguas incomparables, comprado por encargo oficial para que, solemnemente encajado en el piso, al pie de la estatua de la República, marcara el Punto Cero de todas las carreteras de la Nación —gema robada una noche, por manos tan expertas que, según dijeron los diarios, sólo podían atribuirse a un gang internacional, a menos de que se tratara de anarquistas o de comunistas, muy hábiles en tales faenas. Y Elmira se reía, oyendo la historia: —«Me mandó acá [señalaba hacia el Patriarca]; puse mi comadre, la Juliana, a entretener al sereno, y yo [gesto] con un cincel de los que venden en la ferretería de Monserrate, y un martillo que me había escondido entre las tetas, levanté el brillante, y, en la boca, lo llevé al Palacio. ¡Mi palabra! ¡No podía ni respirar! Y después, fue el zaperoco. Pero… ¡cómo nos reímos! ¡cómo nos reímos!» Y ahora su risa hallaba ecos en la risa del Primer Magistrado, que señalaba hacia una gaveta del armario: —«Lo tengo ahí. Me trae buena suerte. Además, eso es recuperación, como dicen los anarquistas. Yo también tengo el derecho a ciertas recuperaciones». —«¡Ah, qué mi Presidente!» —«Mi Ex, hijo; mi Ex»…
       Pasaban los meses en desalojos de castañas por fresas y fresas por castañas, árboles vestidos y árboles desnudos, verdes y herrumbres, y el Patriarca, cada vez menos interesado por las contingencias exteriores, iba reduciendo, limitando, cerrando, el ámbito de su existencia. Aquel año se celebraron las Pascuas, en la mansarda, con villancicos nuestros, de furruco y pandero, recién grabados por la Victor. Navidades de lechón, ensaladillas de lechuga y rábano, vino tinto, hallacas y turrones de España —a la usanza de allá.
       Y viendo la mesa puesta, con todo en el mantel, hablaba el Primer Magistrado de Napoleón, que de año en año se acrecía en su estima, pero no, esta noche, en recuerdo de Jena, Austerlitz o Wagram, sino porque estaba contento de haber sabido, por un libro, que Bonaparte y Josefina comían en La Malmaison —él, corso; ella, martiniqueña: metecos los dos— a la manera nuestra, de acuerdo con los protocolos de Elmirita: todos los platos a la vista, de una vez, presentes, revueltos, enfriados los unos, aún calientes los otros, al alcance del tenedor y la cuchara de cada cual, sin tanto pase y repase de platos, como se haría seguramente en casas de nuevos ricos, imitadores de princesas por braguetazo —¡y yo me entiendo!—, con esperas y dilaciones y desfiles de servicios que te cortan el apetito y te estragan el estómago, por tanta ceremonia inútil. Aquí podías echar mano a la botella y llenarte el vaso, sin que te cantaran una fecha en la oreja —como si eso de la fecha tuviese tanta importancia, cuando lo que se busca ante todo en el vino es una alegría que no es cosa de años más o años menos… Y cuando en esa alegría estaba, el Primer Magistrado miraba, a veces, hacia el Arco de Triunfo, declamando, con engolado acento, la famosa tirada de Flambeau en L’Aiglon: «Nous qui marchions fourbus, blessés, crottés, malades», alcanzando con brío el verso final —bastante nauseabundo, por cierto— donde se nos ofrece un sorbete de sangre de caballo muerto. Pero observaba el Cholo Mendoza que, a medida que pasaba el tiempo, se producían crecientes lagunas en la recitación del Ex: algunos alejandrinos quedaban en ocho sílabas; España y Austria se borraban del lírico mapa; se olvidaban sables, yesqueros, chacós, canciones guerreras, cuervos asados, banderas y cornetas, en las orillas del camino evocado por el «grognard», quedando reducido todo aquel fárrago rimado, en la memoria del recitante, al farmacéutico pareado de: «Nous qui pour notre toux n’ayant pas de jujube, / Prenions des bains de pied d’un jour dans le Danube.» Y el Cholo Mendoza acababa por creer que si esto último quedaba vivo en la memoria del Primer Magistrado, era porque el «jujube» pectoral era primo-hermano de las pastillas de regaliz a que era tan aficionado. Y se hacía necesario, tal vez, el elemento mnemotécnico, porque era evidente que los mecanismos mentales de quien tanto había urdido, calculado, combinado, a lo largo de una muy prolongada carrera, empezaban a desorganizarse. En días de lluvia, por ejemplo, después de declarar que por nada saldría de la casa, era movido por la absurda necesidad de ir a una librería lejana para conseguir una obra de Fustel de Coulanges o los veinte tomos de la Historia del Consulado y del Imperio de Thiers —que ni siquiera hojeaba, al regresar, catarroso y mojado, de su inútil expedición. Siempre aficionado al teatro lírico, le daba por vestirse de frac e ir a escuchar alguna Manón en la Opéra Comique, extrañándose de no ver a Mefistófeles en el acto de San Sulpicio. La acción de Carmen se le enredaba con la del Barbero, porque ambas ocurrían en Sevilla; confundía el final de Traviata con el de La Bohème, porque, en fin, esa mujer muriendo, ahí, en brazos de su amante… En su charla cometía frecuentes errores, como el de afirmar que Plutarco era un historiador latino o que el virus de la influenza española se llamaba el Peloponeso. De pronto comenzaba a dictar un editorial sobre la situación política de nuestro país, deteniéndose, atónito, en lo mejor de su discurso, al darse cuenta de que no tendría dónde publicarlo. Hablando por hablar, ponía y quitaba ministros, condecoraba en imaginación, trazaba planes de Obras Públicas, acabando por reírse de sí mismo cuando regresaba a la realidad, frente a una botella del Beaujolais Nouveau de Monsieur Musard. Tenía sorpresivos antojos de museos. Iba al Carnavalet para contemplar las guillotinas de juguete. En el Louvre, ante el gran cuadro de la Coronación de David, establecía desconcertantes paralelos entre Madame Leticia y la Aunt Jemima del Coronel Hoffman. Visitaba el Museo Grevin, para ver si acaso, tal vez, nunca se sabe, se encontraba a sí mismo, hecho figura de cera, en alguna de las salas. Y el Cholo empezó a alarmarse con los desvaríos del Patriarca, un día 5 de mayo, en que despertó con la idea fija —borrada a mediodía, afortunadamente, por noticias llegadas de la patria— de mandar un enorme ramo de flores a los Inválidos, por ser el aniversario de la muerte de Napoleón en Santa Elena. Y, sin embargo, una cierta majestad, una cierta fuerza, daban empaque y estilo a la persona del viejo dictador. Empaque y estilo de los déspotas venidos a menos; de los que, durante años y años, impusieron su voluntad, hicieron la ley, en algún lugar del mundo. Bastaba que se acostara en su chinchorro, para que ese chinchorro se volviera Trono. Cuando se mecía en sus estambres, con las piernas de fuera —de aquí, allá, tirando de un cordón que para eso tenía—, se agigantaba, era inmenso, en su horizontalidad de inmortal ignorado por el Pequeño Larousse. Y hablaba entonces de sus ejércitos, de sus generales, de sus campañas, como aquella —¿recuerdas?, contra el traidor de Ataúlfo Galván—, con la noche aquella —¿recuerdas?… pero no; no eras tú… — bajo tormenta, en la Caverna de las Momias… Y una mañana en que había amanecido hablando de ello, tuvo un repentino deseo de visitar el Museo del Trocadero. Y fue con el Cholo a aquel pesado palacio triste, entre zaragozano, arábigo y Barón de Haussmann, de arcadas desvaídas y falsos alminares, donde, frente a una enorme cabezota de la Isla de Pascua, dormitaba un custodio de chaqueta desabrochada. (No debía andar muy bien la mente del Patriarca, aquella mañana, puesto que preguntó por el nombre del escultor de aquello…) Y echaron a andar por las galerías, cada vez más largas, cada vez más llenas de canoas en tierra, pájaros totémicos, ídolos erizados de clavos, dioses muertos de religiones muertas, esquimales polvorientos, trompas tibetanas, tambores amontonados en los rincones —arruinados tambores, de ataduras sueltas, de parches apolillados, mudos ya para siempre, después de haber sido maestros de holgorios, llamadores de lluvias y mensajeros de sublevaciones… Y así, yendo del hueso-de-foca-aguja-de-coser a las máscaras rituales de Nuevas Hébridas, del grigrís al pectoral de oro, de la sonajera del chamán al hacha lítica, llegó el Primer Magistrado a lo que buscaba: la vitrina, allí, en medio de la sala, rectangular, montada en zócalo de madera, donde estaba sentada, para siempre, la momia aquella —«de la que tanto te hablé»— encontrada, en la caverna, una noche de tormenta… Ruinosa arquitectura humana, hecha de huesos envueltos en tejidos rotos, de pieles secas, agujereadas, carcomidas, que sostenía un cráneo ceñido por una bandeleta bordada; cráneo con los huecos ojos dotados de tremebunda expresión, enfurecida la hueca nariz a pesar de su ausencia, y una enorme boca almenada de dientes amarillos, como inmovilizada para siempre en un inaudible aullido, sobre la miseria de tibias cruzadas de las cuales colgaban todavía unas alpargatas milenarias —y como nuevas, sin embargo, por la permanencia de sus hilos rojos, negros y amarillos. Y aquí seguía sentada —como allá— la cosa esa, a dos pasos de La Marsellesa de Rude, como feto gigantesco y descarnado que hubiese recorrido todos los tránsitos del crecimiento, de la madurez, la decrepitud y la muerte, cosa apenas cosa, ruina de anatomía que viese por dos hoyos, bajo una asquerosa cabellera obscura, caída en andrajosos mechones a ambos lados de mejillas secas. Y ese exhumado monarca, juez, sacerdote o jefe armado, volvía a mirar irritadamente, desde sus incontables siglos, a quienes hubiesen violado su sepultura… Y parecía mirarme a mí, a mí solamente, como en diálogo entablado, cuando le dije aquello de: «No te quejes, cabrón, que te saqué de tu fanguero para hacerte gente… Para hacerte gen…» Malestar, vértigo, caída. Voces. Gente que llega… Y me hallo en mi chinchorro, donde me acostaron el Cholo y La Mayorala. Pero las piernas no me obedecen. Están ahí, donde deben estar, son mías, y sin embargo ajenas a mí, puesto que permanecen inertes, negadas a moverse. El médico: el Doctor Fournier, muy envejecido. Su Legión de Honor. La recuerdo. Me llevo los índices a las orejas para que sepa que oigo y entiendo. —«No será nada» —dice, escogiendo en su maletín una aguja hipodérmica. Y los rostros de Ofelia y Elmirita que giran y giran, en torno a la hamaca, se asoman, se conciertan, hablan, y me duermo y me despierto. Otra vez —¿o es que permaneció aquí?— el Doctor Fournier, con su aguja hipodérmica. Y me despierto. Y me siento muy bien. Pienso en el Bois-Charbons de Monsieur Musard. Pero me dicen que no. Que todavía no. Que muy pronto. Pero no debo estar tan bien —aunque me siento bastante bien, así, cuando me mecen en el chinchorro— porque Ofelia y Elmirita han llenado mi habitación de estampas de Vírgenes. Están, ahí, alineadas en las paredes, rodeándome, velándome el sueño, presentes apenas abro los ojos, la Virgen de Guadalupe, la Virgen del Cobre, la Virgen de Chiquinquirá, la Virgen de Regla, la Virgen de los Coromotos, la Virgen del Valle, la Virgen de Altagracia, la paraguaya Virgen de Caacupé, y, en tres, en cuatro imágenes distintas, la Divina Pastora de mi país, y las Vírgenes Capitanas, Vírgenes Mariscalas, Vírgenes del Blanco Semblante, Vírgenes Indias, Vírgenes Negras, vírgenes nuestras todas, Inefables Intercesoras, Señoras del Socorro en toda tribulación, cataclismo, plaga, desamparo o maligna andancia, aquí, conmigo, en relumbre de oro, plata y lentejuelas, bajo vuelos de palomas, claridades de Vía Láctea y Armonía de Esferas. —«Dios conmigo, y yo con Él…» —murmuro, recordando una campesina oración aprendida en la niñez… Convalescencia. Elmirita me trae alguna comida nuestra —taco, tamal, vaporcito, yemas dobles, natillas con su polvo de canela—, lo único que a algo me sabe. Empiezo a andar bastante bien —aunque ahora necesito de un bastón. Me dice el médico que pronto, mañana tal vez, me permitirá un corto paseo. Sentarme, acaso, en un banco de la Avenida del Bois, junto a los canteros de gladiolos. Ver cómo retozan en el césped los perros de grandes casas, vigilados por camareros de grandes casas. Luego, en taxi —el cuerpo me lo pide— iré al Bois-Charbons. Y pienso, de pronto, que hace ya tiempo, mucho tiempo, que no hago el amor. La última vez —¿cuándo?— fue con Elmirita. Ahora, todo lo que le pido es que se alce un poco las faldas —cosa que hace con sencilla inocencia. Me hace bien contemplar, a ratos, esas carnes firmes y bien sombreadas, hondas y generosas: hay, en ellas, una bondad que se trasciende a sí misma. Poco ha cambiado esto desde los días de mi triunfante madurez y hallo, al mirarlo, renuevos de ánimo para proseguir esta cabrona vida. Porque no estoy vencido, no. Ya doy mi diario paseo. Un poco más lejos de casa, cada vez. Y un día, no sé por qué, pienso en el Cementerio Montparnasse, donde está enterrado mi cuate Porfirio Díaz. (Desde aquí, por la ventana, veo la casa donde vivía su ministro Limantour). Vamos, pues, al Cimetière —donde también yace Maupassant, el de los cuentos tan leídos e imitados en nuestros países— el Cholo, Elmira y yo. Compramos unas flores junto a la Marmolería Joffin. Y nos guía el portero, vestido de azul marino como el custodio del Trocadero: — «Cette tombe est très demandée» [sic]. Pasamos frente a Baudelaire a quien han tenido el siniestro humor de enterrar junto al General Aupick. Y ya estamos donde Don Porfirio. Sobre sus restos se alza algo así como una capillita gótica —iglesia enana o perrera gigante, gris-ojival— donde, en altar puesto bajo la advocación de la Inefable Aparecida del Tepeyac, hay un poco de tierra mexicana guardada en arca de mármol. Y sobre este mausoleo medieval 1915, la presencia secular y mítica del Águila y la Serpiente del Anáhuac… Pienso en la muerte. En Baudelaire, tan próximo, aunque sin poder recordar aquellos versos suyos —mucho me falla la memoria— que hablan de huesos viejos y fosa profunda para un cuerpo más que muerto, muerto entre los muertos. Me agradaría que, cuando me llegase la hora, me enterraran aquí. Traté de hacer algún chiste macabro, ajustado al escenario, para demostrar a los demás que poco temía a la Pelona. Pero nada se me ocurría. Volvimos silenciosamente a la Rue de Tilsitt. Y, aquella tarde, nueva inercia de las piernas. Y ese brazo izquierdo acalambrado. Y esos sudores fríos, repentinos, en la nuca, en la frente. Y esa barra dolorosa que se me atraviesa en el pecho, por momentos, pero más bien sobre mi carne —fuera— que bajo mi carne. El Doctor Fournier quiere que me lleven a una cama. Dice que el chinchorro no es cama; que es folklore, cosa de indios, novela de Fenimore Cooper. El puñetero engreimiento de estas gentes. Querrían meterme en alcoba Luis XIII, para que me ahogue bajo un baldaquín, o en camas como las de la Malmaison, donde me pregunto cómo, por estrechas y cortas, podían abrazarse Napoleón y Josefina. Al fin me dejan en el acunado de la hamaca, que se amolda a la pesadez de mi cuerpo —cuerpo que tengo como lleno de perdigones. Me duermo. Cuando despierto, me dice el Cholo que Ofelia y Elmirita han ido a cumplir una promesa al Sacré-Coeur por mi pronto —«y seguro», añade— restablecimiento. De madrugada se vistieron de penitentes —de «promesas», como dicen allá—, hábito violado, sandalias, sin sombrero ni rebozo a pesar de la lluvia, con el cordón anaranjado ceñido a la cintura, y subieron la colina de Montmartre prosternadas sobre los asientos del funicular, antes de ir, arrodilladas, con un cirio en la mano, de la escalinata al altar mayor de la basílica. Vuelvo a dormirme. (Allá en Montmartre, al salir del santuario, La Mayorala se empeña en poner unas flores al pie de un santo que está a la derecha, solo y sin amparo, y debe ser muy misericordioso, ya que lo tienen en lugar separado, bien visible, encadenado a un poste, viviendo su martirio. Se arrodilla sobre la acera mojada. Reza. Pero Ofelia la hace levantar brutalmente, arrancándola a sus devociones, al leer una inscripción que figura al pie del santo: «Al Caballero de La Barre, supliciado a la edad de 19 años, el 1.° de Julio de 1766, por no haber saludado una procesión.» Elmirita no entiende cómo hay gente que, al lado de una iglesia, haya podido alzar un monumento a un hereje… Ofelia renuncia, por anticipado cansancio, a entrar en explicaciones que la zamba, de todos modos, no entendería, por aquello de que «librepensador» le suena a secta anarquista, ñáñiga, cosa de ácratas, o algo por el estilo…) Despierto. Y sobre mí se asoma Ofelia, con su traje de promesa, y Elmirita, vestida igual, aunque enderezándose los pechos con gesto maquinal, muy suyo, olvidada del traje que la cubre. Y aparece la figura nueva de una hermanita de San Vicente de Paul —pero ésta lo es de verdad— que me hinca con una aguja en el brazo derecho. La toca almidonada, el cuello almidonado, la pecherilla almidonada; el azul del hábito, azul de añil lavado, que me hace pensar en el azul del «mono azul» —el overol norteamericano que llevan ya todos los obreros de mi país— y que también llaman allá «de paquete de velas». Velas, las que han encendido ante las Vírgenes de mi cuarto; velas, acabadas de prender, que empiezan a sudar la cera; velillas rojas, luminarias, de las que flotan en un pocillo de aceite. Velas, las que pronto me van a poner a mí. Lo veo en esas caras amarillentas por la lumbre de tantas velas, que se inclinan sobre mi hamaca, mirándome con sonrisas forzadas, en un olor a farmacia que todo lo invade. Duermo. Me despierto. Hay veces, al despertar, que no sé si es de día, si es de noche. Un esfuerzo. A la derecha suena el tic-tac. Saber la hora. Seis y cuarto. Tal vez no. Acaso las siete y cuarto. Más cerca. Ocho y cuarto. Este despertador será un portento de relojería suiza, pero sus agujas son tan finas que apenas si se ven. Nueve y cuarto Tampoco. Los espejuelos. Diez y cuarto. Eso, sí. Creo que sí, porque —me percato de ello ahora— el día se pinta en claro sobre las telas de retazo que La Mayorala ha puesto para asordinar la luz que cae aquí, en esta mansarda, desde la claraboya de arriba. Pienso en la muerte, como siempre que me despierto. Pero ya no tengo miedo a la muerte. La recibiré a pie firme, aunque me doy cuenta, desde hace tiempo, que la muerte no es combate ni agón —mera literatura— sino entrega de armas, vencimiento aceptado, ansias de sueño para burlar un dolor siempre posible, siempre amenazante, con su acompañamiento de agujas hipodérmicas, su martirio de Sebastián —cuerpo hincado y rehincado—, las resubidas de drogas al olfato, una saliva de arena y la siniestra llegada de los balones de oxígeno, tan anunciadores del fin como los óleos de la extremaunción. Todo lo que pido es dormirme sin padecimientos físicos —aunque me jode pensar en la tanda de cabrones que allá se alegrarán al recibir la noticia de mi muerte. De todos modos, para que quede en la Historia, debo pronunciar una frase a la hora en que me lleve la chingada. Una frase. La leí en las páginas rosadas del Pequeño Larousse: «Acta est fabula
       —«¿Qué dijo?» —preguntó el Cholo Mendoza. —«Habló de una fábula» —dijo Ofelia. —«¿Esopo, La Fontaine, Samaniego?» —«También habló de un acta». —«Ya se entiende» —dijo La Mayorala—: «Que no lo vayan a enterrar sin acta de defunción. La catalepsia…» (Era cierto: el miedo mayor de todos los campesinos de allá.) —«En mi pueblo hubo uno que enterraron como muerto y como no estaba muerto despertó en la caja, llegó a romper la tapa, pero sólo pudo sacar una mano fuera de la tierra… Y hubo otro caso, en La Verónica…» Era domingo. Ofelia cerró los ojos de su padre y lo cubrió con una sábana que caía, como mantel de banquete, hasta el suelo, a ambos lados del chinchorro. Luego, abrió la gaveta donde se hallaba el Diamante del Capitolio: «Lo guardaré yo, para mayor seguridad. Cuando se restablezca el orden en nuestra dolorosa Patria y no puedan cogerse esta joya los bochincheros y comunistas, iré yo misma a colocarla solemnemente en su legítimo lugar, al pie de la estatua de la República». Y, en espera de aquel acontecimiento, el diamante cayó en la cartera de la Infanta, marcando por lo pronto, entre polveras y creyones de labios, el Punto Cero de todas las carreteras de la nación lejana. Pero ahora, Ofelia mostraba alguna prisa: —«Al Cholo, que se ocupe de la cuestión del Acta. Yo no entiendo de eso. Y que no se anuncie la muerte hasta mañana. Hoy es la Jornada de los Drags. Todavía me tengo que vestir»… Y pronto hubo un insólito estrépito de herraduras y de ruedas frente a la reja de honor de la casa. Elmirita miró por una ventana: había, allí, como un carricoche con imperial, ventanillas, tiro de cuatro animales, y gente encaramada encima, muy semejante al autobús de mulas que, en días de su infancia, hacía la ruta —por falta de trenes— de Nueva Córdoba al Palmar de Siquire. —«Qué atrasada es esta gente» —pensó la zamba. Y vio salir a Ofelia que, vestida de claro, subió al carruaje después de abrir una sombrilla blanca. Restallaron los látigos y salieron trotando los alazanes en un gran alboroto de risas y regocijos. Una vela, puesta en candelero de plata, ardía a cada lado del chinchorro donde descansaba el cuerpo del Primer Magistrado. La hermanita de San Vicente de Paul rezaba el rosario. Afuera, el niño-héroe de los cojoncillos al aire, se los doraba al sol. —«¡Qué indecencia!» —dijo Elmirita, cerrando la ventana para proceder al vestido del difunto, que sería tendido, abajo, en el Gran Salón. Sobre el espaldar de una silla esperaba el último frac que se hubiera mandado a hacer en vísperas de su enfermedad, ya demasiado ancho para su cuerpo enflaquecido. Pero esto facilitaría la tarea de ponérselo —con la ancha banda encarnada que, por tan largos años, hubiese sido el emblema de su Investidura y Poder.


La enredadera no llega más arriba que los
árboles que la sostienen.

Descartes, (Discurso del Método)


1972

… arretez-vous encore un peu à
considérer ce chaos…

Descartes



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       Engrisado por las muchas lluvias, no pocas nevadas y el descuido en que se le tiene desde hace años, el pequeño panteón de dos columnas dóricas se alza siempre en el Cementerio Montparnasse, no lejos de la tumba de Porfirio Díaz, cerca de la de Baudelaire y el General Aupick. Quienes contemplan su interior a través de la reja negra que resguarda una puerta de cristales montados en metal dorado, pueden ver un sencillo altar sobre el cual se asienta la imagen de la Divina Pastora —copia de la imagen que se venera en su Santuario Mayor de Nueva Córdoba. A sus pies, debajo de una mística guirnalda de rosas y querubines, se halla un arca de mármol, sostenida por cuatro jaguares, donde se guarda un poco de la Tierra del Sagrado Suelo Patrio.
       Lo que acaso ignoran algunos es que Ofelia, pensando que la Tierra es una y que la tierra de la Tierra es tierra de la Tierra en todas partes —memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris— había recogido la sagrada tierra, perennemente custodiada por los cuatro emblemáticos jaguares, en una platabanda del Jardín de Luxemburgo.


La Habana - París - 1971-1973



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