Roberto
Arlt
(Buenos Aires, Argentina, 1900 – Buenos Aires, 1942)
Acuérdate de Azerbaijan
El criador de gorilas
(Santiago, Chile: Editorial Zig-Zag [Revista Aventura Nº 165], 1941, 112 págs.)
Los dos mahometanos se detuvieron
para dejar paso a la procesión budista. Con un paraguas abierto sobre su
cabeza delante de un palanquín dorado, marchaba un devoto.
Atrás, oscilante,
avanzaba el cortejo de elefantes superando con sus budas dorados cargados
en el lomo, la verde copa de las palmeras. El socio de Azerbaijan, el
prudente Mahomet, dijo, mirando a un gendarme tamil detenido frente a una
dama de Colombo, cuyo cochecito de bambú arrastraba un criado descalzo.
—Que el Profeta
confunda el entendimiento de estos infieles.
—Para ellos el
eterno pavimento de brasas del infierno —murmuró Azerbaijan con
disgusto, pues una multitud de túnicas amarillentas llenaba la calle de
tierra.
Esta multitud
mostraba la cabeza afeitada y casi todos se refrescaban moviendo grandes
abanicos de redondez dentada. Azerbaijan con ojos de entendido, observaba
los tipos humanos y descubría que en aquel rincón de Ceilán estaban
representadas muchas de las razas del sur de la India.
Se veían brahmanes
con turbantes chatos como la torta de una vaca; músicos con tamboriles
revestidos de pieles de serpiente y trompetas en forma de cuerno de
elefante; chicos descalzos, de vientre hidrópico y desnudo; sacerdotes
budistas con la cabeza afeitada; parias cubiertos de polvo como lagartos y
más desnudos que monos; jefes candianos, tripudos, con grandes fajas
recamadas en oro y sombreros descomunales como fuentones de plata.
Se reconocían los
pescadores de perlas por sus ojos teñidos de sangre y la descomunal
grandeza del pecho. Había también allí algunos ladrones chinos,
moviendo los ojos como ratones, y varios estafadores ingleses, que con las
manos en los bolsillos miraban irónicamente desfilar la procesión,
sacudiendo en el aire la ceniza de sus cigarrillos.
—Vámonos —dijo
Azerbaijan.
Y Mahomet,
encogiéndose de hombros, siguió a su cofrade.
— Tienes el
dinero? —preguntó Mahomet.
Azerbaijan asintió,
sonriendo. El dinero, en buenas rupias indostanas, estaba liado contra las
carnes de su pecho. Azerbaijan y Mahomet habían vendido el fumadero de
opio a un traficante chino. Azerbaijan y Mahomet eran nativos de Tánger,
pero el azar de los negocios los había arrastrado hasta Colombo, donde,
siguiendo el ejemplo de la comunidad musulmana, se dedicaron a combinar el
ejercicio de la usura con la explotación de campos de arroz y fumaderos
de opio.
Claro está que no
podían jurar sobre el Corán que el dinero con que iniciaron sus negocios
había sido honradamente adquirido. Hacía algunos años, los dos
compinches, entre las nieves del Himalaya, aturdieron a palos a un espía
prófugo de la policía inglesa. Inútil que, intentando defenderse, el
fugitivo tomara por la chilaba a Mahomet, al adivinar sus ladrones
propósitos. Más rápido, Azerbaijan le hundió, con un golpe de báculo,
el casco de corcho hasta las orejas; y después de aligerarle de sus
libras huyeron a monte traviesa. Y así vinieron a recalar a Ceilán.
Ahora Azerbaijan y
Mahomet tomaron por un polvoriento camino torcido entre palmeras. A lo
largo de cobertizos de bambú se veían hileras de viejas lavando
azafrán; más allá, junto a un muro gris de piedras y de adobes, tres
ancianos de turbante trabajaban frente a un telar. Una malaya hacía girar
su rueda. Los hombres levantaron la vista cuando los dos mahometanos
pasaron, y la mujer murmuró un conjuro para protegerse del mal de ojo.
Junto a la silla del
Buda me espera un pescador de perlas —dijo, de pronto, Mahomet.
—¿Qué te quiere?
—Es forastero.
Dice que tiene una perla..,
—Robada...
—Probablemente...
—Debíamos verla.
La silla del Buda,
un tronco quemado por un rayo tan caprichosamente, que en carbón había
quedado esculpida la figura del solitario como si estuviera sobre un copo,
estaba en una curva que describía el camino entrando al bosque.
Ahora los dos socios
caminaban a lo largo de una playa frente al océano centelleante, aplanado
por la caliente pesadez del sol. Algunas velas escarlatas se doblaban
sobre la llanura de agua; los peces voladores trazaban vertiginosas
curvas; la ciudad había quedado atrás; entraron en el camino que
conducía a los arrozales.
—¿Qué pedirá el
ladrón por la perla?
Mahomet, cuya cara
redonda y lustrosa reflejaba la paz, dijo, extendiendo el brazo:
—Allí está.
Azerbaijan volvió
la cabeza. No podía distinguir bajo qué árbol del bosque oscuro se
ocultaba el ladrón de la perla. De pronto, sintió un golpe tremendo bajo
el corazón; vio a Mahomet enorme como una estatua, que esgrimía un
cuchillo gigantesco, y comprendió que estaba muerto. Cayó cara al polvo.
Como en sueños, muy lejos, sintió que Mahomet, con mano impaciente, le
desgarraba la faja del pecho, y todo se hizo oscuridad en sus ojos cuando
el mercader se apoderó del bulto de rupias indostanas.
Lentamente, una
bandeja de sangre se fue formando en el polvo. Mahomet se alejó
internándose por el camino que conducía hacia la silla del Buda Este
hecho ocurrió a comienzos del año 1915.
A comienzos del año
1930, quince años después de la muerte de Azerbaijan, un joven
aproximadamente de dieciocho años de edad, instaló su puesto de
barberillo frente mismo al Bazar de los Sederos, que en Tánger es como la
Bolsa de la seda. Durante los primeros tiempos, el joven rapaba y afeitaba
junto a la fontana donde van todas las mujeres del bajo pueblo a buscar
agua y a murmurar de sus amas.
El Bazar de los
Sederos es un lugar importante, y la mejor forma de representarle es como
un patio de resquebrajadas baldosas rojas, en torno de cuyas aristas los
arcos festonean de arabescos unas recovas oscuras. Bajo estas recovas se
abren profundos nichos, donde relucen rollos de las más floreadas telas
que pueda codiciar la imaginación de una mujer negra.
La principal tienda
del Bazar de los Sederos pertenecía al asesino Mahomet. Naturalmente,
nadie sabía que Mahomet había asesinado, hacía quince años, a su socio
Azerbaijan en los alrededores de Colombo. Además, éste fue el primer y
último crimen que cometió Mahomet, porque desde aquel día el traficante
cumplía escrupulosamente con todos los deberes del creyente. No faltaba a
una sola oración en la mezquita, y nunca dejaba de llevar la mano a su
bolso para beneficiar con una caridad al ciego, al huérfano o al enfermo.
De este modo, la vida de Mahomet florecía como su misma barba, que,
cuando se olvidaba de afeitarla, relucía negra como el azabache en torno
de sus mejillas sonrosadas y pulidas. Para esparcimiento de sus sentidos,
mantenía un harén con eunuco y varias esclavas.
De manera que, como
dejo contado, fue frente a este bazar donde instaló su puesto de
barberillo el joven extranjero que apareció en Tánger. Aunque musulmán,
el barberillo no era nativo de África, sino de Ceilán; su pronunciación
lo delataba, y Mahomet no pudo menos que estremecerse cuando supo que el
barberillo venía del archipiélago; pero se tranquilizó cuando su criado
le dijo que el menestral era nativo de Puloli, la punta opuesta de
Colombo.
Durante algún
tiempo el jovencito cingalés rapó barbas en medio de la calle; luego,
mediante algunas monedas de plata, echó al conserje del Bazar de los
Sederos, y un día se le vio instalar su sillón frente mismo a la tienda
de Mahomet, y poner en hilera, sobre una mesita de cerezo, sus cortantes
navajas. Los comerciantes encontraban cómodo, en la hora de la siesta,
sentarse en el sillón y dejarse rapar por el hombre de la isla.
Cuando no tenía
nada que hacer, canturreaba.
Siempre la misma
canción: “El Rasd ad—Dill”.
Aquel “si” bemol
con que el barberillo arrancaba palabra “ja”, inicial de la canción
le crispaba los nervios al pulcro Mahomet. Y el menestral canturreaba:
Ja...si—hibu
l hemmi di in—nel
hemma...
A
veces el sedero se encontraba con la mirada del barberillo fija en él, y
entonces experimentaba una especie de ansiedad extraña, un género de
incomodidad, que le hacía mover la cabeza como si el cuello de su
abotonado chaleco bordado en oro le ajustara demasiado en torno del
pescuezo; pero Mahomet se vengaba de esta molestia no recurriendo jamás a
los servicios del barberillo.
A pesar de esto, el
hombre de la isla le saludaba respetuosamente, como si el sedero fuera su
padre o el protector de su hermana y su madre. Mahomet, orondo, gordo, con
las mejillas lustrosas, recibía el saludo del mozo de las navajas con
ostensible tiesura y dignidad. Pero el joven como si esa actitud no fuera
con él, arrancaba en el irritante “si” bemol:
Ja...si—hibu
l hemmi li in—nel
hemma...
Al
mismo tiempo de cantar la irritante cancioncilla, asentaba una de sus
navajas en una negra lonja de cuero.
Insensiblemente,
todos los comerciantes del patio se acostumbraron a utilizar los servicios
del cingalés, menos Mahomet, que soñando una noche que se estaba
haciendo afeitar por el barberillo de Puloli, se despertó sudoroso de
terror.
Sin embargo, aquello
era estúpido. Mahomet era un honesto comerciante. Nadie tenía que
reprocharle nada, salvo, naturalmente, el asesinato de Azerbaijan, aunque
no existía sobre la tierra una sola persona que en aquel momento se
acordara del hombre muerto cerca de la silla del Buda.
Un gendarme se
detuvo frente a Mahomet.
—Mi cadí quiere hablar contigo.
—¿El cadí?
—Parece que un
traficante, envidioso de tu prosperidad, te acusa de estar en tratos con
contrabandistas de seda.
—Vete, que ya iré
a ver a mi juez.
Quedó solo el
comerciante frente a sus rollos de seda, e involuntariamente sus dedos, en
horqueta, se tomaron la mejilla. Estaba barbudo, no podía presentarse
así ante el cadí; una falta de respeto semejante no lo inclinaría al
juez hacia la equidad ni a la benevolencia. Tampoco tenía tiempo de ir
hacia la finca del Marshan.
Y, precisamente
allí, de brazos cruzados frente a su sillón, estaba el mancebillo
cingalés canturreando como de costumbre, en el irritante “si” bemol:
Ja...sa—hibu
l hemmi li in—nel
hemma...
Hizo
una seña al barberillo, y éste se acercó al opulento mercader:
—Trae tu sillón.
Tendrás el alto honor de cortarme la barba.
Respetuoso, se
inclinó el hombre de Ceilán. Luego, diligentemente, entró su sillón a
la tienda del asesino de Azerbaijan. Mahomet se apoltronó, el barberillo
le puso una toalla en torno del cuello que le caía sobre el pecho como un
babero, y, después de humedecer la brocha, comenzó en enjabonar las
mejillas del sedero. La brocha, cargada de espuma, iba y venía por el
rostro del comerciante y se arremolinaba en torno de las extensiones de
barba dura.
Mahomet, con la nuca
apoyada en el respaldar de la silla, miraba por entre los párpados
cerrados al barberillo, al tiempo que hilvanaba las razones que expondría
ante el cadí.
El hombre de Ceilán
se inclinó y tomó una navaja. Una navaja pesada, de filo ancho, que
comenzaba a repasar pulcramente sobre una lonja de cuero...
—A ver si te
apuras —rezongó Mahomet.
El barberillo le dio
a la navaja dos últimos toques sobre la palma de su mano se inclinó
sobre Mahomet, suspendió la navaja sobre la garganta del sedero y le
susurró con voz sumamente dulce:
—¿Te acuerdas de
Azerbaijan?
Mahomet desencajó
los ojos en el espanto de su situación sin atreverse a moverse.
—Está escrito que
Alá pierde a los que quiere perder, hermano. Está escrito. ¿Te acuerdas
del noble Azerbaijan? Le dejaste por muerto junto a la silla del Buda,
pero vivió el tiempo suficiente para hacerle jurar a mi madre que yo, su
hijo, lo vengaría. Me ha sido fácil encontrarte. Mi madre sabia que tú
vendrías a Tánger a deslumbrar a los creyentes con tu fortuna
robada.
Gruesas gotas de
sudor crecían en la frente de Mahomet. Su boca entreabierta dejaba ver el
fondo de la garganta, y no se atrevía a moverse. Sabía que el barberillo
estaba allí trabajando en el Bazar de los Sederos hacía dos años con el
exclusivo fin de tomarse venganza cortándole el pescuezo.
—Puedes rezar “la
oración del miedo”— susurró el hombre de Ceilán—. Quizá el
Misericordioso te la tenga en cuenta.
A pocos pasos del
sedero sus camaradas, agrupados en torno de un vendedor de té, reían una
historia de mujeres negras. Y ellos no sospechaban que él estaba entre
las manos de un hombre que, dentro de algunos instantes, lo degollaría
como a un cordero, profundamente; y ya sentía el filo de la navaja
penetrar en su carne, y quería gritar y no podía. Grandes nubes rojas
circulaban frente a sus ojos; el hombre de Ceilán le parecía un gigante
inclinado sobre él entre bloques de montañas escarlatas. Dentro de su
cuerpo una tensión misteriosa le asfixiaba, retorciéndole fibra por
fibra; de su enemigo ahora solo distinguía la doble hilera brillante de
los blancos dientes; y, de pronto, al sentir el frío acero rozando su
piel un dolor atroz como si fuera un dolor de muelas en el corazón, le
paralizó la respiración. Y súbitamente, el corpachón encogido se
relajó sobre el respaldar del sillón, y la cabeza se deslizó hacia un
costado.
El mancebo
retrocedió. Un hilo de sangre escapaba de la boca del sedero. Y el
mancebo comprendió que Mahomet se había muerto de miedo.
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