Roberto Arlt
(Buenos Aires, Argentina, 1900 – Buenos Aires, 1942)


La aventura de Baba en Dimisch Esh Sham
El criador de gorilas
(Santiago, Chile: Editorial Zig-Zag [Revista Aventura Nº 165], 1941, 112 págs.)


         ¿Es de noche o es de día?... ¿Es de noche o es de día?..
         Dificulto que en todo el Magrehb pudiera encontrarse un desarrapado más hilachoso que éste. Tieso junto al pilar de ladrillo de la puerta de Bab el Estha vociferó nuevamente:
         —¿Es de noche o es de día?... ¿Es de noche o es de día?...
         La luz verdosa del farolón de bronce amarrado por una cadena a la clave del arco proyectaba del mendigo una desmesurada sombra, movediza en el triangular empedrado del zoco, sembrado de rosas podridas y cáscaras de melones. Había sido día de mercado.
         Un árabe descalzo, que montado en un asnillo pasaba por allí se detuvo frente al hablador:
         —Por Alá, hermano, ¿cómo puedes preguntar si es de noche o es de día?
         Pero el desarrapado, cuya chilaba negra parecía haberse arrastrado por todos los muladares del Islam, continuó a voz en cuello:
         —Respondedme, ecuánimes creyentes: ¿llueve o no llueve, llueve o no llueve?...
         Y sin esperar a que nadie le contestara, comenzó a batir con la yema de los dedos y los nudillos alternativamente, el fondo de un tambor que en forma de florero soportaba bajo el sobaco.
         Varios campesinos que se hartaban de pescado y cuzcuz en el puesto de un egipcio rodearon encurioseados al mendigo. Ya cerca de él, repararon que era un “jefe de conversación”. Sus ojos blancos de cataratas, semejantes a huevos de serpiente, revelaban al ciego. Baba, que tal se llamaba el desarrapado, volvió a batir durante unos instantes el fondo de su tambor y prosiguió:
         —En nombre del Clemente, del Misericordioso, escuchad la palabra del Corán a través de los labios de un ciego: “Nada hay tan loable como elevar la voz para convencer a los hombres y exclamar: “Yo soy un buen musulmán”. Os habla un árabe morigerado que jamás bebió vino ni mordió carne de puerco.
         Insensiblemente acudían los curiosos a escuchar al “jefe de conversación”. Eran artesanos de los contornos, negros batidores de cobre con las manos quemadas de azufre, tahoneros manchados de harina, tintoreros con los brazos teñidos de azul y amarillo. También se veían vendedores de agua, con bombachas hasta las rodillas y el odre de cuero, enjuto, a un costado; curtidores, esterilleros, tejedores de chilabas. Algunos con los ojos abiertos continuaban comiendo su pescado o royendo un hueso de carnero, y el aceite se les corría hasta el mentón.
         Miraban al ciego con la admiración que suscitan los poetas, y el ciego, sin verlos, comprendía el bulto de sus presencias, por los hedores distintos que emanaban sus cuerpos mal lavados.
         Baba tableteó nuevamente con los dedos y los nudillos en el fondo del tambor:
         —Escuchad al Ciego prudente... Tú, comerciante, que tienes los oídos tapados con cera, quítate la cera de los oídos. Abandona tu mostrador. No te muestres reacio como camello estúpido. Acércate a Baba el Ciego. Baba beneficiará tu entendimiento con una historia hermosa. Campesino del Borch, acércate a Baba. Baba te consolará mejor que tus podridas legumbres. (Risas entre los artesanos.)
         Escuchadlo a Baba, el enemigo de los perros judíos y de los perros cristianos. .. Escuchad al Ciego morigerado, hermanos. Detente, quesera... Ven aquí, carbonero. Poned el trasero sobre las piedras. No os pesará. Mi narración es más sabrosa que la pata de camello hervida en leche agria. Mercader timorato de tus monedas, escucha al Ciego... Cuando esta noche entres al harén, tu cuarta esposa te dirá: “­Oh, mi señor, cuéntame lo que has oído en el mercado!” Y tú, ¿con qué la divertirás si no conoces mi historia?... Quitaos la cera de los oídos, ecuánimes creyentes. No escupáis sobre la cabeza de vuestros vecinos. Que comienzo... que comienzo... que comienzo...
         Había anochecido en Dimisch esh Sham. La ciudadela amurallada y blanca parecía aplanarse a los pies del abultado monte. En su cresta, a mucha altura sobre el nivel de la arena, se arqueaba la desolación de las palmeras: Más próximos, recortando la acuidad verdosa del firmamento, se erguían los paralelepípedos de porcelana de los alminares de las mezquitas y las cúpulas de cobre en media naranja de los palacios señoriales. En los alminares, revestidos de mosaicos reproduciendo verticales tableros de ajedrez, la luna fijaba vértices de plata. Más allá, infinito, amarillento, oscureciéndose hacia el confín, se extendía el desierto.
         Y el horizonte, a pesar de la luna y de las estrellas, parecía una muralla de betún, separando la tierra de los hombres de la tierra de los djinns y de los targuis.
         Marbruk ben Hassan, a quien Baba el Ciego conocía bajo el nombre de “el hombre de la limosna” estaba ahora en la terraza de su casa. Bajo el entoldado circular, anaranjado, de cuyas aristas colgaban lámparas de colores, se le podía ver recostada sobre unos cojines desparramados en el alfombrado que cubría los ladrillos del suelo. A pesar de su barba renegrida y de la frente abultada en una vertical rayadura de arrugas, se comprendía que era joven. Fumaba despaciosamente una larga pipa turca de cazoleta de arcilla y boquilla de ámbar, mientras que frente a él, de pie, revestido de una pobre chilaba, trajinaba un vendedor de alfombras, de ancha barba de verdugo y nariz más corva que un alfanje. El vendedor de alfombras inclinándose sobre su mercadería, la arrollaba lentamente, mientras le decía a Marbruk ben Hassan:
         —Las ametralladoras llegarán desarmadas en el interior de los ejes de los carros que conduce Ahcmet. —Luego exclamó en voz alta: —Señor, piénsalo bien, esta alfombra es tan rica en diseños de oro que no encontrarás otra semejante ni en el mejor bazar de Estambul. —Bajó la voz: —Todos los meses una caravana de carros se detendrá en el corral de Hussein. Cambiarás los juegos de ruedas.
         —En voz alta: —¿No te interesan las tiendas de pelo de camello? Dejan pasar el aire, pero detienen el frío y el calor. —Bajó la voz: —Secuestra la moneda de plata que puedas y haz circular papel.
         Mete la plata en los ejes de los carros... Marbruk ben Hassan se incorporó en los cojines y, sin mirar al vendedor de alfombras, golpeó el gong... Apareció Aischa, su esclava.
         —Aischa —dijo “el hómbre de la limosna”—, no hagas entrar más a mi casa traficantes callejeros sin cerciorarte antes de que comercian con noble mercadería. Las alfombras de este hombre podrían adornar la carnicería de un armenio, no mi casa.
         Acompañado por Aischa, el vendedor de alfombras se retiró humillado.
         Marbruk ben Hassan se sumergió en sus proyectos. Pertenecía a una de las sociedades secretas que reactivan el movimiento nacionalista musulmán. En el Magrehb, él conspiraba contra el sultán de Fez y el mandatario de Francia. En el pozo seco de su finca de Msella del Pachá, en Fez, podían encontrarse cincuenta mil cartuchos de fusil. Estaba a cubierto de sospechas. Su hermana era una de las cuatro esposas del Sultán; su hermano, un fiel servidor de los franceses; su padre, el primer cadí o juez de la ciudad.
         Además Marbruk ben Hassan, en su momento oportuno, había asesinado, por intereses de Estado a Ismail, el líder de los jóvenes nacionalistas de la Universidad de Fez. Se le conceptuaba un renegado, y este juicio favorecía sus verdaderas actividades. En realidad, era uno de los miembros más enérgicos y peligrosos del comité secreto panislámico.
         “El hombre de la limosna”, como lo llamaba Baba el Ciego, miró la luna que ahora se ocultaba tras el alminar de la mezquita de Ez Zinaniye y se atusó la barba. Tenía que entrevistarse esa noche con Mahomet Bey, un bandido inexorable. Mahomet Bey en las ciudades levantinas vestía como el más pulcro europeo. Mahomet Bey era un asesino profesional de armenios cristianos. Sus crímenes resultaban numerosos y feroces. El menor de ellos consistía en introducir ancianos armenios, por la cabeza, dentro de los hornos de las tahonas de las aldeas donde sus bandas maniobraban.
         —Estallan como granadas —decía, sonriendo, Mahomet Bey.
         Aischa entró bruscamente a la terraza:
         —Señor, un anciano extranjero pregunta por ti.
         —¿Arabe o europeo?
         —Arabe.
         —¿No te ha dicho su nombre?
         El anciano que preguntaba por él ya avanzaba a su encuentro, en la terraza. La barba le llegaba hasta el estómago, y una capucha de su capa escarlata encuadraba un fino rostro arrugado, ligeramente achocolatado, de líneas muertas y mirada joven, falsa y cruel. Era su padre, el cadí de Fez.
         Marbruk ben Hassan corrió al encuentro de él, tomó humildemente la mano del anciano y la mantuvo apretada contra sus labios durante unos instantes. Aischa se retiró.
         —¿Tú aquí, padre?
         El anciano avanzó dignamente por la terraza, se sentó en cuclillas sobre una alfombra y Marbruk ben Hassan permaneció de pie sin atreverse a sentarse. Tampoco, por respeto tomó la palabra. Su padre miró en derredor con escrutadora mirada.
         Finalmente, dijo:
         —Puedes hablar.
         “El hombre de la limosna” reparó que su padre no le invitó a sentarse, y aunque estaba en su propia casa, continuó de pie, y dijo:
         —¿Cómo se encuentra nuestro señor el Sultán? ¿Y mi noble madre? ¿Y mi hermano? ¿Y mi hermana?
         El cadí, con voz cansada dio noticias:
         —Tu madre estuvo enferma, pero bebió leche hirviendo en la cual había bañado una hoja del Corán, y su salud se restableció. Tu hermano ha sido designado por nuestro señor el Sultán con una misión secreta en El Cairo; tu hermana ha dado a luz un hermoso niño. Y tú ¿cómo estás de salud?
         —Bien padre. Pero, ¿me permites preguntarte cómo te ha atrevido a afrontar las fatigas de tan largo viaje. ¿Por qué no te dignaste avisarme de tan alto honor? ¿O es que sucede algo?
         El cadí miró fríamente a su hijo; luego, recalcando palabra por palabra, dijo:
         —Sí. Prepárate a rezar “la oración del miedo”. Vengo a matarte...
         Marbruk ben Hassan levantó despacio los ojos del dibujo de la alfombra verde.
         —¿Has dicho que vienes a matarme?..
         —Sí. A menos que prefieras darte muerte con tus propias manos.
         —¿Por qué me dices eso, padre?
         El cadí, a pesar de su edad, de un salto se puso de pie. Su diestra se apoyaba ahora en el labrado mango de oro de un puñal que le cruzaba la cintura. Una luz sombría como las que destellan las gemas del salitre centelleaba en el fondo de sus pupilas. Sin embargo, su voz era suave, Dijo, bajando el tono:
         ­Perro! Traicionas a nuestro señor el Sultán. Traficas armas para sublevar las tribus. Ocultas dos carros de cartuchos en el fondo del pozo seco de tu finca de Msella. Secuestras monedas de plata. La clemencia de Alá ha impedido que la cólera de nuestro señor el Sultán cayera sobre mi cabeza y la de nuestra familia. ¿Con ese fin asesinaste a Ismail? ¿Para engañarnos a todos? Ililla tiene en sus manos todas las pruebas de tu traición. ­Por Alá que tengo que esforzarme para no clavarte el puñal en la garganta! ­Eres más falso que una ramera!
         “El hombre de la limosna” callaba. Bajo la muselina de su turbante la frente se cubría de gotitas de sudor.
         El cadí continuó:
         —Una buena acción nunca se pierde. Cuando yo era joven tuve un acto de consecuencias con Ililla. Ililla lo recordó. Hace un mes vino a mi casa, me mostró las pruebas de tus crímenes, y me dijo, bondadosamente: “Toma varios hombres de mi escolta, vete a Dimisch esh Sham y mata a ese imprudente. Nuestro señor el Sultán jamás sabrá de la traición de tu hijo. Alá le bendiga a él y a su familia”.
         Marbruk ben Hassan exclamó, mientras pensaba en otras cosas:
         —Alá se apiade de mí.
         El cadí apaciguado de haber exteriorizado su furor, continuó:
         —Es inútil que intentes eludir la sentencia. Tu casa y los jardines están rodeados por mis hombres. Escoge: ¿Te matas o mando yo que te maten?
         “El hombre de la limosna” reflexionaba rápidamente.
         —Padre: únicamente el Destino señala el camino de los hombres, y los hombres lo siguen humildemente. Yo he tomado mi camino, pero no quiero que mi familia cargue con la vergüenza de mi secreto. Es preferible que me dé muerte con mis propias manos. Solo quiero pedirte una gracia. Autorízame a repartir mis escasos bienes entre algunos creyentes, que no me olvidarán jamás en sus oraciones.
         —¿Quiénes son?
         —Aischa, mi esclava, el Baba el Ciego. Baba el Ciego acostumbra a dormir en el pórtico de la mezquita de Ez Zinaniye. ¿Me permites mandarle a llamar con mi esclava?
         El cadí pensó: “Evidentemente, el Ciego sería portador de algún mensaje que permitiría establecer quién era el vendedor de armas que las conducía a Fez. Haría detener al ciego a la salida de la casa de su hijo”. Respondió:
         —Llama a tu esclava.
         “El hombre de la limosna” golpeó el gong, y Aischa apareció.
         —Aischa, ve a la puerta de la mezquita de Ez Zinaniye y trae a Baba el Ciego.
         Salió Aischa, y el anciano cadí insistió:
         —¿Quieres rezar conmigo “la oración del miedo”?
         Marbruk ben Hassan compungió el rostro y dijo, finalmente:
         —Perdóname, padre. No soy digno de estar a la sombra de tu cuerpo. Pero ahora creo que la paz de Alá estará en mí. Que jamás mi madre, ni mi hermana, ni mi hermano sepan del benévolo castigo que has tenido a bien suministrarme. Dale también las gracias al piadoso Ililla. Te ruego ahora, padre, que me dejes solo.
         Por un instante la sombra de una emoción pareció temblar a través del semblante del anciano. Señaló con su mano amarillenta el cielo estrellado y tan bajo como el techo de la tienda de un beduino, y dijo:
         —Pronto nos encontraremos allá. La paz en ti...
         Y, grave, después de vacilar un instante, le alargó la mano. “El hombre de la limosna” besó piadosamente la diestra de su padre, y el anciano salió...
         Marbruk ben Hassan quedó solo. ¿Quién era el perro que le había traicionado? Muy tarde ya para imaginarlo. Tenía que intentar la fuga. Si alcanzaba a reunirse con Mahomet Bey se reiría de los asesinos mudos que traía su padre. Los haría acuchillar a todos... ¿Y si Mahomet Bey se negaba a mezclarse en la partida perdida? Podía refugiarse en el consulado alemán. Von Freser había varias veces intentado insinuársele. ¿Ofrecer su experiencia al servicio Secreto Alemán? El tiempo que restaba era precioso. Rápidamente se despojó de su túnica, de sus finos pantalones, de su chaqueta bordada de oro, de sus medias de seda blanca. Rápidamente bajó a la cocina; en el almirez de Aischa echó algunos ajos y los machacó, luego comenzó a friccionarse el cuerpo. No se podía estar a un paso de él, tan repugnante era el hedor que despedía. Luego se friccionó con carbón. Entró al cuarto de la esclava; allí había colores. Su oído percibió la puerta de calle que se abría y corrió al encuentro de Aischa.
         Gracias a Alá, la esclava volvía trayendo por una mano al ciego. Sin embargo, la esclava casi gritó al verle: no lo había reconocido... Violentamente, Marbruk ben Hassan se llevó un dedo a los labios, se acercó al ciego, y apoyándole el puñal sobre el corazón le dijo:
         —Como hables una palabra te mataré. —Y dirigiéndose a Aischa, ordenó: —Llévalo a la sala de abluciones.
         —La casa debía pertenecer a un hombre muy rico —continuó narrando el ciego al círculo de oyentes que a la luz del farol escuchaban su relato—, porque en el interior flotaban perfumes y el suelo estaba cubierto de finas alfombras. Sin embargo, cuando el hombre que apoyó el puñal en mi pecho me dijo: “Si hablas una palabra, te mataré”, le reconocí inmediatamente por la voz. Todos los días pasaba él junto a la puerta de la mezquita, y arrojándome una moneda en la mano, me decía: “La paz en ti”.
         “La esclava me tomó de un brazo y me condujo a la sala de abluciones. Sé oía allí el ruido del agua de una fuente. “El hombre de la limosna” le dijo a su esclava:
         —Aischa, desnúdalo rápidamente...
         “Yo estaba atemorizado. ¿Qué iría a ocurrirme? Pensaba que siempre había cumplido con mis deberes con el Profeta...”
         —Abrevia —gritó una voz—. No nos cuentes la historia de tus deberes religiosos, sino lo que te ocurrió dentro de la casa.
         El que interpelaba así al ciego era un tahonero impaciente por conocer el final de la aventura.
         Prosiguió el “jefe de conversación”:
         —Entonces comenzaron a desnudarme, y me despojaron de mi hermosa chilaba negra, porque yo en aquellos tiempos tenía una muy fina chilaba negra que me había...
         —Maldito hablador. Deja en paz tu chilaba. Cuéntanos lo que te pasó en el interior de la casa.
         Pacientemente continuó el ciego:
         —Los vuestros son paladares de asnos, no de gacelas. Bueno. Me despojaron de mi hermosa chilaba negra y de mi turbante, ­ay, mi turbante!... Un turbante que, arrollado en torno de mi cabeza, me daba el aspecto de un gran visir. La esclava que me desnudaba le decía de tanto en tanto al “hombre de la limosna”: “¿Qué pasa, mi señor; qué pasa?” Pero “el hombre de la limosna” terminó por contestarle:
         —Ten más alto el espejo...
         “Luego “el hombre de la limosna” dijo:
         “—¿Me parezco a él?
         “—Sí..., ponte más sangre en los párpados.
         “Yo escuchaba que dos personas se movían a mi lado, pero como Alá me ha quitado el don de la vista, solo puedo suponer que “el hombre de la limosna” se estaba pintando para tener mi aspecto.”
         —¿Qué hacías tú en tanto? —preguntó un fundidor de metales.
         —Sentado en cuclillas en una estera, rezaba mis oraciones. Aunque estaba desnudo, no sentía frío, porque era verano. Finalmente, “el hombre de la limosna” le dijo a Aischa:
         “—Dale una moneda de oro a ese hombre.
         “Y la esclava puso una moneda de oro entre mis manos. Luego “el hombre de la limosna” dijo:
         —Tómame de una mano, Aischa.
         “Y oí el ruido de unas pisadas, luego mi propia voz, porque el desconocido imitaba muy bien mi propia voz, oí mi propia voz que decía desde muy lejos:
         —Bendecida sea la clemencia de Alá y la caridad del señor de esta casa. Que sus esposas le den abundantes hijos. Que sus sementeras sean tan fecundas que los graneros le resulten pequeños. Que sus hijos sean nobles, valientes y generosos como es valiente, noble y generoso su poderosísimo padre...
         “Luego ya no oí más la voz del ahombre de la limosna” y quedé desnudo en medio de la sala de un palacio desconocido, con una moneda de oro en a mano. Y aunque la moneda de oro estaba muy apretada en mi mano, el miedo también estaba muy apretado en mi corazón, y comencé a orar para que el Profeta iluminara la noche de mi ceguera y me enviara alguna esclava piadosa que me hiciera salir de allí.
         “No había rezado tres oraciones, cuando de pronto oí unos ruidos, luego una voz grave y desconocida que decía, encolerizada:
         ­¡Perro!, ¿no habías prometido matarte? ¿Estos son tus juramentos?... Alí, prepara la soga. Ahora te ahorcaremos nosotros.
         “Un gran frío entró en mi corazón. “El hombre de la limosna, a pesar de su disfraz, había sido atrapado. Pero yo, sentado en medio de la sala, no me atrevía a moverme. De pronto el mismo hombre que tenía la voz grave y encolerizada apoyó su mano rugosa sobre mi espalda desnuda, y me dijo:
         “—Ciego, toma estas monedas, pero te juro sobre el Corán que como digas una sola palabra de lo que escuchaste aquí, te haré cortar la cabeza, aunque eres un ciego.
         “Luego, un hombre que no hablaba, y que debía ser mudo, me vistió con mi hermosa chilaba y me devolvió mi turbante, y tomándome de una mano me condujo hasta el pórtico de la mezquita de Ez Zinaniye... Siempre en silencio, porque era un asesino mudo.
         “Y al día siguiente, en el mercado, supe una noticia asombrosa:
         “El hijo del cadí de Fez se había ahorcado voluntariamente porque su esclava Aischa le había abandonado. Y aunque muchos buscaron a la esclava, nadie pudo nunca más encontrarla.”



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