Roberto
Arlt
(Buenos Aires, Argentina, 1900 – Buenos Aires, 1942)
Ejercicio de artillería
El criador de gorilas
(Santiago, Chile: Editorial Zig-Zag [Revista Aventura Nº 165], 1941, 112 págs.)
Esta historia debía llamarse no
“Ejercicio de artillería”, sino “Historia de Muza y los siete
tenientes españoles”, y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco
de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las
encaladas arcadas qúe ocupan los mercaderes de Garb; y contaba esta
historia un “zelje” que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez,
donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo,
dicho “zelje” era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos
de Larache.
Este “zelje”, es
decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de
guerras, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón le habrían
cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan
andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables
campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante
(vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil
diablos, porque cuando me vio aparecer con mis zapatos de suela de caucho
y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como
jamás la habría recibido el Alto Comisionado de España en el
protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en
las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le
miraban hablar:
—Gran señor:
ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y
te contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas
orejas de asnos.
Y con su brazo
mutilado señalaba las orejas sucias de los campesinos Yo esperaba que
todos los tomates podridos que allí fermentaban por el suelo se
estrellarían contra la cabeza del “zelje” de Ouazan; pero los
andrajosos, que formaban un círculo en torno de él, se limitaron a
reírse con gruesas carcajadas y a injuriarle alegremente en su lengua
nativa; y entonces yo, sentándome en el mismo ruedo que formaban los
hombres de la tribu de El—Tulat, le arrojé una moneda de plata, y el
manco insigne descalzo y hediondo a leche agria, comenzó su relato, que
yo pondré en asequible castellano.
En Larache, un
camino asfaltado separa el cementerio judío del cementerio musulmán. El
cementerio judío parece una cantera de tallados mármoles, y todos los
días de la semana podréis encontrar allí mujeres desesperadas y hombres
barbudos con la cabeza cubierta de ceniza, que lloran la cólera de
Jehová sobre sus muertos.
El cementerio
musulmán es alegre, en cambio, como un carmen; los naranjos crecen entre
sus tumbas, y mujeres embozadas hasta los ojos, escoltadas por gigantescas
negras, van a sentarse en un canto de la sepultura de sus muertos y mueven
las manos mientras, compungidas, lloran a moco tendido.
El teniente Herminio
Benegas venía a pasearse allí. Un inexperto observador hubiera supuesto
que el teniente Benegas, al mirar el cementerio de la izquierda, quería
conquistar a alguna bonita judía, o que, al mirar el cementerio de la
derecha, pretendía enamorar a alguna musulmana emboscada en el misterio
blanco de su manto. Pero no era así.
El teniente Herminio
Benegas no estaba para pensar en judías ni en musulmanas. El teniente
Benegas pensaba en Muza; en Muza, el usurero.
¡Pensaba en sus
deudas!
Muza, el usurero,
vivía en una finca que hay a la misma entrada de la puerta de Ksaba.
Muza, el usurero, para contrarrestar el maravilloso tufo a queso podrido y
a residuos que flotaba en el aire, tenía junto a la muralla dentada un
jardín extendido apretado de limones, con “parterres” tupidos de
claveles y rosales, que cinco esclavos del aduar de Mhas Has cuidaban
diligentemente, mientras Muza, plácido como un santón, se mesaba la
barba y miraba venir a sus clientes. Atendía a los desesperados entre
capullos de rosas. El no tenía escrúpulos en trabajar con corredores
judíos. Muza se había especializado con los oficiales de la guarnición
española. Cierto que a los oficiales les estaba terminantemente prohibido
contraer deudas con prestamistas musulmanes, pues podían complicarse las
cosas... Pero el teniente Herminio Benegas, una noche, contempló la
verdosa muralla, almenada y triste, las campesinas dormidas junto a sus
montones de leña seca, y, naturalmente, maldiciendo su destino, enfundado
en un chilaba para cubrir las apariencias, fue y levantó el pesado
aldabón de bronce que colgaba de la baja, sólida y claveteada puerta de
la finca de Muza.
Siempre era a esa
hora, cuando el cielo toma un matiz verdoso, que llegaban los clientes de
Muza.
Tan advertido estaba
su gigantesco portero —un eunuco tunecino negro y corpulento como un
elefante—, que sin hablar, inclinándose humildemente, hacía pasar a la
futura víctima de Muza hasta el jardín. El prestamista, bajo un arco
lobulado con muescas de oro y filetes de lapislázuli, se levantaba, y
besándose la punta de los dedos, acogía a su visitante con la más
exquisita de las atenciones musulmanas. Haciendo sentar a su visitante en
muelles cojines, le agasajaba, le acariciaba y le decía:
—Honras mi casa.
Que Alá te cubra de prosperidad a ti y a tu noble familia. Hoy es un gran
día para mí. ¿Cuánto necesitas? No te preocupes. Soy feliz al
servirte.
Cuando Herminio
Benegas respondió: “Cinco mil pesetas”, Muza se lanzó a reír.
—¿Y por ese
montoncito de leña seca te preocupas? Yo creía que era un incendio.
Nada más que cinco mil pesetas!... Tú, un oficial español!..
Juro, por las
barbas del Califa, que te llevarás diez mil pesetas de mi casa!... ¿No
sabes que el Profeta ha dicho que las manos de los impíos están cerradas
para la generosidad? Quiero que tu día de hoy sea hermoso y dulce.
¿Alí, Alí; tráele café a este hermoso oficial español!
Ciertamente que
Benegas se llevó diez mil pesetas..., y firmó un recibo por quince mil.
—Tú no te
preocupes —le había dicho Muza—. Seré contigo más bondadoso que tu
padre y que tu madre, a quienes no tengo el honor de conocer.
Benegas volvió una
vez, y luego otra y otra.
Un día, Muza se
levantó adusto de sus cojines. Era la primera vez que Benegas veía de
pie al prestamista. Muza era alto como una torre. Las barbas, que le
llegaban hasta el ombligo, le daban el aspecto de un Goliath. El
prestamista, tomándose con la mano un haz de estas barbas, dijo, al
tiempo que se las retorcía con colérica frialdad:
—¿Qué te has
creído? ¿Que yo asalto a los traficantes, como ese bandido de Raisuli?
Te he tratado bondadosamente, como si fuera tu padre y tu madre. Y tú,
¿qué me has dado? Papeles, papeles con tu firma!... Me pagas, o iré
a ver a tu coronel!...
Benegas pensó que
podía embutir todas las balas de su revólver en la barriga de aquel
monstruo, pero también pensó que podían fusilarlo. Y apretando los
dientes, vencido, pidió:
—Dame tres días
de plazo..., cuatro...
Muza se dejó caer
sobre los cojines y respondió:
—Hasta el domingo
estaré en mi finca de Guedina. El lunes, si no me has pagado, veré a tu
coronel.
Y no terminó de
pronunciar estas palabras, cuando frío, negro y exquisitamente homicida,
el teniente vio aparecer a su lado al eunuco tunecino, que le acompañó
hasta la puerta de calle, arqueando profundas zalemas.
El teniente Ruiz
estaba quitándose las botas cuando Benegas entró a su cuarto. Ruiz se
quedó con las manos olvidadas en los cordones de la bota al mirar el
contraído semblante de Benegas:
—¿Qué te ha
dicho Muza?
—El lunes verá al
coronel.
Ruiz comenzó a
quitarse las botas, y dijo:
—Mañana saldremos
para los bosques de Rahel
—¿Rahel?
—Sí; hay que
terminar los ejercicios de tiro en la parcela de Guedina.
Benegas se recostó
en su cama. Estaba perdido si el prestamista veía al coronel. Y Muza no
era hombre de andarse con bromas. Había metido en cintura a más de un
bravucón de Larache. Se decía que una de sus hijas estaba en el harén
del Califa.
¿Qué hacer?
Ruiz ya se había
dormido. Benegas apagó la luz.
Por la ventana
enrejada entraba una claridad festiva, reticulada. ¿Qué hacer? Benegas
se levantó y abrió despacio la puerta. Allá, en el fondo del patio, se
veía el escritorio del coronel, iluminado. Benegas se decidió. Cruzó el
patio y se detuvo frente al cuerpo de edificio que ocupaba el coronel. Un
centinela se cuadró frente a él. Benegas trepó unas escaleras y golpeó
con los nudillos en una puerta.
Una voz ronca
respondió:
—Adelante.
Benegas entró.
Recostado en un sofá, con la chaqueta desprendida, el coronel Oyarzún
parecía estudiar con la mirada las cotas de un mapa verde que estaba
allí frente a sus ojos. Era un hombre pequeño, canijo, rechupado. Lo
miró al teniente, y comprendió que el hombre iba en busca de auxilio:
Entonces se incorporó y, ya sentado en el sofá, dijo:
—Pase teniente —le
señaló una silla—, Siéntese.
Benegas obedeció.
Tomó una silla y se sentó frente al coronel. Pero el coronel no parecía
tener mucha voluntad de hablar. Callado, miraba tristemente el suelo. Y
sin saber por qué, Benegas sintió lástima por aquel hombre flaco y
canijo. ¿Sería verdad lo que se murmuraba: que el coronel se había
aficionado al haschich? Cierto es que allí el haschich andaba en muchas
manos...
—¿Qué le pasa?
Benegas comenzó a
contar al coronel la historia de su enredo financiero con Muza. Por un
instante pensó en contarle una mentira al coronel: que Muza le había
pedido los planos de las baterías que defendían el valle Lukus; pero,
rápidamente, comprendió que el coronel podía adivinar su mentira o
tratar de aprovecharla. Mejor era decir la absoluta verdad.
El coronel, sentado
en la orilla del sofá, le escuchaba, levantando de tanto en tanto sus
grandes ojos pardos. Cuando Benegas terminó su relato, el coronel se puso
de pie resueltamente. Tenía todo el aspecto de un mico triste. Benegas,
rígidamente cuadrado, esperó su sentencia. El coronel encendió un
cigarrillo, miró melancólicamente el mapa de las cotas, y dijo:
—Hay siete
tenientes en este cuerpo en la misma situación que usted. Esto es
intolerable! Mañana salimos a cumplir ejercicios de batería en los
bosques de Rahel. Guedina está atrás. No me causaría mucha gracia que
cayera algún proyectil, por equivocación, sobre la finca de Muza...,
aunque, en verdad, mucho no se perdería. Buenas noches, teniente.
Benegas, tieso,
saludó. Había comprendido.
La parcela de
Guedina se extendía por el valle, y allí, en su centro, se veía el
castillete con sus torrecillas de piedra, perteneciente a Muza, el
prestamista. Más allá se extendían las colinas pizarrosas, empenachadas
de borbotones de verdura rojiza y verde, y allá lejos, en una loma, el
lienzo de cielo estaba cortado por la línea azulenca de los bosques de
Rahel.
Muza, sentado en el
tondo de su parque, bajo las ramas de un naranjo con Aischa a su lado,
probaba unas cortezas de limón confitado, que Aischa, soportando en un
plato, le ofrecía, sonriendo, de rodillas.
Fue un silbo de
pirotecnia; Muza miró, sorprendido, en rededor, cuando un obús estalló
sobre la cresta del bosque.
Aischa, temblorosa,
apretó contra él su juventud; pero Muza, espantado, se puso de pie, y no
había terminado de hacerlo cuando un estampido más próximo levantó del
suelo una columna de fuego y de tierra; y Aischa, desmayada de terror,
cayó sobre el césped. Muza la miró un instante sin verla y echó a
correr hacia adentro del parque.
Su terror no
conocía límites porque era un hombre pacífico. Sabía que varias
baterías estaban haciendo ejercicio de tiro más allá de la cortina
azulenca del bosque de Rahel; pero de allí a...
Esta vez el impacto
fue decisivo. El obús alcanzó el vértice de la torre de piedra, y la
torre de piedra de su hermosa finca se levantó por los aires como si la
hubiera arrancado una tromba por los cimientos; luego se desmoronó en una
lluvia de cascotes, y un grupo de criadas, de mujeres sin velo, de
esclavos, salió del pórtico principal chillando y arrastrando las
criaturas consigo. Las mujeres entraron en el ala derecha del parque.
Otro estampido hizo
temblar el suelo. Los muros de piedra del antiguo castillo, que había
pertenecido al cheik de Rahel, se resquebrajaron; una teoría de
columnitas, aventada al espacio por la explosión, fue a derramar sus
tallos de mármol en un estanque; nuevamente una cortina de proyectiles
barrió el suelo y los pocos lienzos de muralla que quedaban en pie bajo
el sol de la tarde temblaron y cayeron.
Muza se dejó caer
al suelo y comenzó a llorar. Comprendía. Los siete tenientes del cuerpo
de artillería, los siete hombres que él había beneficiado con sus
préstamos, bombardeaban deliberadamente su hermosa finca. No vacilaron en
matarle a él, a sus nueve esposas, a sus diecisiete criados. Como en una
pesadilla lo veía al maldito teniente Benegas, rodeado de sus soldados,
incitándolos a concluir la obra destructora con un asalto a la bayoneta.
Las lágrimas
corrían por el barbudo semblante del gigantesco Muza. Pero el fuego de
las baterías parecía enconado rabiosamente sobre las ruinas; algunos
proyectiles habían roto los caños del estanque; a cada explosión las
piedras volaban entre espesas nubes de humo negro y polvo; por sobre el
césped se podían ver los muebles destrozados por la explosión, los
cojines despanzurrados. Cada proyectil arrancaba de la tierra surtidores
de cascajos.
Muza, escondido
ahora tras un árbol, miraba aterrorizado esta completa destrucción de
sus bienes.
Evidentemente, los
tenientes de artillería eran gente terrible.
Nuevamente le
pareció al prestamista ver al teniente Benegas rodeado de soldados
adustos, dispuestos a escarbarle en el vientre con la punta de sus
bayonetas. Y el terror creció tanto en él, que de pronto se puso a
gritar como un endemoniado, y ya no le bastó gritar, sino que con peligro
de su propia vida corrió hacia las ruinas de la finca. Las mujeres del
bosque le gritaban que se detuviera, que le iban a herir los cascos de los
proyectiles que otra vez podían caer; pero Muza, sordo, desesperado,
quería acogerse a sus bienes despedazados, y espoloneado por el furor que
hacía girar el paisaje ante sus ojos como una atorbellinada pesadilla de
piedra y de sol, dando grandes saltos se introdujo entre las ruinas; su
cuerpo chocó pesadamente contra una muralla, la muralla osciló y los
cuadrados bloques de granito se desmoronaron sobre su cabeza. Muza, el
prestamista, dejó para siempre de facilitar dinero a los cristianos.
Veinticuatro horas
después el coronel presentó un sumario al Alto Comisionado, y el Alto
Comisionado se excusó ante el Califa:
—Ocurrió que
durante la marcha el retículo de un telémetro se corrió en su visor a
consecuencia de un golpe, lo que determinó un error de cálculo en el “reglage”
del tiro. Era de felicitarse que la desgracia de Guedina no hubiera
provocado más muertes que la de Muza, víctima no de los proyectiles,
sino de su propia imprudencia.
El Califa,
infinitamente comprensivo, sonrió levemente. Luego dijo:
—Me alegro de que
el asunto no tenga mayor trascendencia, porque Muza no pertenecía a la
comunidad marroquí, sino argelina.
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