Roberto Arlt
(Buenos Aires, Argentina, 1900 – Buenos Aires, 1942)


Ester Primavera
Originalmente publicado en el periódico La Nación
[Buenos Aires] (9 de septiembre de 1928);

El jorobadito
(Buenos Aires: Librerías Anaconda, 1933, 209 págs.)


      Me domina una emoción invencible al pensar en Ester Primavera.
       Es como si de pronto una ráfaga de viento caliente me golpeara el rostro. Y sin embargo, la cresta de las sierras está nevada. Carámbanos blancos aterciopelan las horquetas de un nogal que está al pie de la buhardilla que ocupo en el tercer piso del Pabellón Pasteur en el Sanatorio de Tuberculosos de Santa Mónica.
       ¡Ester Primavera!

       Su nombre amontona pasado en mis ojos. Mis sobresaltos rojos palidecen en sucesivas bellezas de recuerdo. Nombrarla es recibir de pronto el golpe de una ráfaga de viento caliente en mis mejillas frías.
       Estirado en la reposera, cubierto hasta el mentón con una manta oscura, pienso de continuo en ella. Hace setecientos días que pienso a toda hora en Ester Primavera, la única criatura que he ofendido atrozmente. No, ésa no es la palabra. No la he ofendido, hice algo peor aún, arranqué de cuajo en ella toda esperanza de la bondad terrestre. No podrá tener nunca más una ilusión, tan groseramente le he retorcido el alma. Y esa infamia dilata en mi carne una tristeza deliciosa. Ahora sé que podré morir. Nunca creí que el remordimiento adquiriera profundidades tan sabrosas. Y que un pecado se convirtiera en una almohada espantosamente muelle, donde para siempre reposaremos con la angustia que fermentamos.
       Y sé que ella nunca me podrá olvidar, y la mirada fija de la alta criatura, que camina moviendo ligeramente los hombros, es la única belleza que me atornilla al mundo de los vivos que dejé por este infierno.
       Aún la veo. El semblante fino y largo, delineado en expresión de tormento, como si siempre al venir hacia mí terminara de desprenderse de un enorme bloque de vida dura. Y este esfuerzo mantenía intacta su agilidad, pues al caminar el faralá de su vestido negro se le atorbellinaba en torno de las rodillas, y un bucle de cabello corrido sobre su sien hasta descubrir el lóbulo de la oreja parecía acompañar ese ímpetu de lanzamiento a lo desconocido, que era su modo de caminar. A veces le envolvía la garganta una piel y mirándola pasar se creía que era una forastera que regresaba de lejanas ciudades. Así venía hacia mí. Sus veintitrés años que habían resbalado a través de todos los planos de vida perpendicular, sus veintitrés años envasados en un cuerpo gentil, se encaminaban hacia mí, como si yo en ese presente constituyera la definitiva razón de ser de todo su pasado... Sí, eso, había vivido veintitrés años, para eso, para avanzar en la ancha vereda hacia mí, con rostro de tormento.
       Sanatorio de Santa Mónica.
       Qué hien han hecho en ponerle este nombre de mansedumbre al infierno rojo, en el que todos los semblantes los ha barnizado de amarillo la muerte, y donde entre los cuatro pabellones, dos de hombres, dos de mujeres, sumamos cerca de mil tuberculosos.
       ¡Ay!, y hay momentos en que uno lloraría para siempre... Y el círculo de montañas, allá, el círculo que superan otras crestas de montes más distantes, el círculo donde se pierde el riel brillante de una curva, y donde los trenes que se deslizan parecen convoyes de juguetes. Y el río que, cuando hay sol, destella chapas de luz entre lo verde. Y los peñascos violetas en el crepúsculo y rojos como tizones al amanecer. Y más arriba Ucul, y más abajo Cerro del Diablo, y entre la pendiente tortuosa, horizontal, el triángulo de azul de metileno del embalse del dique, que siempre avanza. Y de noche, de día, mujeres que tosen, hombres que se incorporan en las camas, envarados por las alucinaciones de la fiebre, o el gusto de la sangre que desde muy adentro les sube al paladar. Y Dios que impera sobre todas nuestras almas taciturnas de pecados.

       A la derecha de mi reposera está el pardo Leiva. Perfil rampante y un pincelazo de melena negra sobre la frente de avellana.
       A mi izquierda reposa un muchacho rojo, judío, siempre callado, para que la tisis se retarde en devorarle la laringe. Más allá, en una larga fila que ocupa el patio cubierto, reposeras, y descansando en ellas, niños, hombres, adolescentes, todos envueltos en la reglamentaria manta oscura. Casi todos tienen la piel amarilla pegada a los huesos planos del semblante, las orejas transparentes, los ojos encendidos o vítreos, las fosas nasales palpitantes en la lenta aspiración del aire glacial que viene de la montaña.
       Entre todas las pestañas de esos párpados entreabiertos, languidece la percepción de un recuerdo. Hay ojos que aún están anclados en una visión reciente, y entonces, a escondidas, se cubren de lágrimas. Estamos así todos, siempre recordando algo en este “sanatorio tipo montaña”. Y yo pienso en ella, hace setecientos días que pienso en Ester Primavera. Cuando pronuncio su nombre, me golpea las mejillas una ráfaga de viento caliente. Y sin embargo la nieve gris cubre la cresta de los montes. Y abajo es todo negro en los socavones.
       El pardo Leiva enciende un cigarrillo.
       —¿Quiere pitar, siete? —me dice.
       —Bueno.
       Fumamos cautelosamente, porque nos está prohibido. Echamos el humo bajo la manta, y súbitamente la nicotina nos crespa el estómago en vahídos. Del interior de la sala parten toses continuas. Es el de la cama tres. Se cruzan palabras sintéticas:
       —¿Durmió anoche?
       —Poco.
       —¿Le sigue la temperatura?
       —Sí.
       O si no:
       —¿Cuándo le dan el neumotórax?
       —Mañana.
       —¿Se “anima”?
       —Y... para seguir así...
       Un negro permanece extático en la reposera. Su cabeza de carbón gris se aplana en un cansancio infinito en la tela. Leiva lo mira y dice:
       —Ese no pasa el invierno.
       Del interior de la sala vienen ruidos de toses. Es el nueve ahora, el nueve que no se termina de morir, el nueve que le apostó al médico del pabellón un cajón de botellas de cerveza “a que no se muere este invierno”. Y no morirá. No morirá porque su voluntad lo ha de sostener hasta la primavera. Y el médico, que es un experto, está enfurruñado ante este “caso”. Le dice, porque el enfermo es casi amigo y lo sabe todo:
       —Pero si no podés vivir. ¿No te das cuenta que no te queda ni un pedazo así de pulmón? —y le enseña la uña de su dedo meñique.
       El nueve, arrinconado en blanco ángulo recto de la sala, se ríe con estertor subterráneo, envuelto en la acre neblina de su descomposición:
       —Hasta la primavera no hay caso, doctor. Sáquese las ilusiones.
       Y el médico se retira de la cabecera fastidiado, intrigado ante este “caso” que en los “rayos” es la negación de sus conocimientos. Pero antes de apartarse le dice riéndose:
       —¿Por qué no te morís? Haceme el gusto. ¿Qué te cuesta?
       —No, el gusto me lo va a hacer usted, pagándome el cajón de cervera.
       El médico también está tuberculoso. “Un vértice del izquierdo, nada más.” El practicante también, “casi nada, el derecho reblandecido”, y así, todos los que nos movemos como espectros en este infierno que lleva un santo nombre, todos sabemos que estamos condenados a muerte. Hoy, mañana, el año que viene... pero un día...
       ¡Ester Primavera!
       El nombre de la fina doncella me golpea las mejillas como una ráfaga de viento caliente. Leiva tose, el muchacho judío sueña con la peletería de su padre, donde ahora, Mordecai y Levi, reirán juntos al samovar, y la campana de la capilla toca a muerto. Un tren que parece de juguete se pierde en la brillante curva del riel que horada los socavones negros. Y Buenos Aires que está tan lejos... tan lejos...
       Dan ganas de matarse, pero de ir a matarse allá, a Buenos Aires... en el umbral de su puerta.
       Comprendí que la quería para siempre cuando en el tranvía que nos llevaba a Palermo contesté a la pregunta de Ester Primavera con estas palabras:
       —No, pierda toda esperanza. Yo no me casaré nunca, y menos con usted.
       —No importa. Seremos amigos entonces. Y cuando tenga un novio, pasaré con él frente a usted para que usted lo conozca, aunque, naturalmente, yo no lo saludaré —y con los párpados bajos me soslayaba como si acabara de cometer una mala acción.
       —¿Entonces ya está acostumbrada a ese juego cínico?
       —Sí, tenía un amigo muy parecido a usted... —Yo me eché a reír y le dije:
       —¡Qué raro!... Las mujeres que cambian frecuentemente de amigos, siempre encuentran otro que era parecido al anterior.
       —¡Qué divertido que es usted!... Bueno, como le contaba, cuando la situación se hacía peligrosa, me retiraba para volver cuando me sentía más fuerte.
       —¿Sabe que usted es una deliciosa desvergonzada? Voy a creer que me está sondando.
       —¿Qué, no está tranquilo a mi lado?
       —Míreme a los ojos.
       Un bucle de cabello le descubría la sien, y a pesar de su sonrisa maliciosa, persistía en ella una expresión de fatiga que desgarraba como un sufrimiento su carita pálida.
       —¿Y su novio, qué opinaba de ese juego cínico?
       —No lo conocía.
       De pronto me miró gravemente.
       —Usted es una perversa.
       —Sí, estoy aburrida de tanta estupidez. ¿Sabe usted qué es lo que es ser mujer?
       —No, pero me lo imagino.
       —Y entonces, ¿por qué se me queda mirando con esa cara? ¿No se va a enojar si le digo que usted parece un poco idiota? Pero, ¿en qué piensa?
       —Nada..., ya se imaginará en lo que estoy pensando. Pero, acuérdese de esto. En cuanto me haga una trastada se acordará de mí para toda la vida.
       La insolencia le agradó. Sonriendo malignamente me preguntó:
       —Dígame... es una curiosidad..., ¿no se va a enojar? ¿Usted no pertenece a ese tipo de hombre que al cabo de una semana de conocerla a una, le dicen con ojos de carnero degollado: “quiere darme una prueba de cariño, señorita” y piden un beso?
       La observé hosco:
       —Posiblemente a usted nunca le pida ni le dé nada.
       —¿Por qué?
       —Porque no me interesa como mujer que da.
       —¿Y cómo le intereso, entonces?
       —Como entretenimiento... nada más. Cuando esté aburrido de aguantar sus insolencias la abandonaré.
       —¿Entonces le parece linda mi alma?
       —Sí, pero no la van a entender a usted.
       —¿Por qué?
       —Es preferible que no hablemos de eso.
       Ahora paseábamos entre el verde silencio de los árboles. Con voz aniñada me contaba de otros climas y de los brotes del sufrimiento. Había entrado en Roma a un hospital de mutilados de la guerra. Vio rostros que parecían haber pasado por los cilindros de una laminadora, y cráneos truncos en obtusas, como si los hubiera trepanado una fresa. Conoció las tierras del hielo y de los cetáceos. Había querido a un hombre que se jugó una noche, en el tapete de una horrible taberna de Comodoro, entre buscadores de oro y asesinos, toda su fortuna. Y la dejó con su ajuar de novia, para ir a continuar viviendo su frenética existencia entre los tahúres de Arroyo Pescado.
       Conversamos toda la mañana. La punta de su sombrilla se detenía en las manchas del sol que cubrían la grava roja de los senderos. Y yo pensaba en el singular contraste que existía entre la substancia de las cosas que ella me narraba y el tono delicado de su voz, de modo que el encanto se doblaba por la superposición de personas que en ella descubría, ya que por la confianza de su intimidad era una criatura y por los hechos una mujer.
       Y no nos tratábamos como desconocidos, sino como personas que se conocen harto tiempo ya y para los cuales el secreto no existe, porque la desnudez del alma ha hecho visible toda posibilidad.
       Y, a medida que ella entraba en los hechos que no decía que eran penosos, haciéndose cortesía de lo que pudiera no interesarme, su voz se tornaba más fina y cálida, de modo que, involuntariamente, se comprendía estar en presencia de una señorita. Y esta palabra adquiría, refiriéndose a ella, un contenido de perfección, como sería perfecto y visible el brote de un nardo de plata en una vara de hierro.
       Y nos despedirnos, tristemente. Pero antes de desaparecer, ella volvió sobre sus pasos y me dijo:
       —Le doy las gracias por haberme mirado con ojos tan limpios de deseo. Con usted podré hablar siempre de todo. Y no piense mal de mí.
       Luego, moviendo ligeramente los hombros, atorbellinada la pollera en torno de sus ágiles piernas, desapareció.

       De los cinco que nos reunimos a la noche en la pieza, ¿cuál es el más canalla?
       Sí, siempre después de cenar, dos horas después, nos reunimos a tornar mate. El primero que llega es Sacco, cabeza de cebolla y tórax de pugilista, más pálido que un cirio, y que en Buenos Aires fue “lancero”. Tiene un prontuario más largo que una tesis. Después llega el jorobadito Pebre, que se roba los frascos de morfina en la “guardia”; luego Paya, morrudo, estevado, el rostro lechoso siempre afeitado, con una chispa de luz agria en el fondo de sus ojos color de avellana y magnífico empaque de explotador del físico.
       Entran a “nuestra” pieza, cuando el muchacho judío está durmiendo. Leiva del Chambón prepara mate, mientras Sacco templa las cuerdas de la guitarra, cubriendo la caja con su enorme pecho.
       Tomamos mate de la misma bombilla, porque ya no tememos al contagio y bacilo más o menos por “campo” importa poco. Las conversaciones languidecen a poco de iniciadas y generalmente guardamos silencio.
       ¡Ah!, sí, a Leiva lo llamarnos el Chambón. Pero a él no le agrada conversar de las “chambonadas” que ha hecho. A los homicidios cometidos los llama chambonadas. Sólo cuando se embriaga en el boliche que hay en la parada de Ucul, a la entrada del Sanatorio, se acuerda de ellos. Ocurre esto los domingos, cuando se organizan riñas de gallos y viene hasta el jefe político del Departamento y el último zarrapastroso de Ucul, que tiene un peso que jugarse. Leiva, acodado en la mesa, mirando sombríamente el rectángulo de lejanía pastosa que recuadra la puerta, evoca a medias palabras sus buenos tiempos.
       Fue resero en Las Varillas. “Por el lado de San Rafael” hizo su primera “chambonada”. Bajo el ángulo obtuso del techo de la buhardilla, las cuerdas que va templando Sacco dejan suspendidas, en el aire blanqueado de humo, diapasones que se amortiguan lentamente. El jorobadito apoya sus alpargatas en la orilla del brasero, y con su cara de mono tití, balanceando la cabeza, acompaña el compás de las dulces estridencias.
       Paya, envuelto el cuello en un pañuelo de seda, se refugia en un silencio hosco, ocupando el ángulo de la pieza, donde el techo es más bajo.
       Piensa, se acuerda del departamento amueblado que tuvo en Corrientes y Talcahuano, se acuerda...
       ¿Cuál es el mas canalla de entre nosotros cinco?
       Hemos realizado todos una vida frenética o trágica.
       A mí me sorprendió el terrible dolor pulmonar una mañana de verano, a Paya le subió la sangre en surtidor a los labios una noche en un “escolaso” en que se jugaba dos mil pesos en un “full” de poker, a Leiva lo derribó la gripe, a Sacco la tos, una tos tan continua que un acceso le denunció al pasajero de un ómnibus, en circunstancias en que le vaciaba el bolsillo.
       Aburridos y taciturnos lo rodeamos a Leiva, que ahora ha tomado la guitarra. Las frentes permanecen inclinadas, los semblantes dibujan una expresión varonil que es afirmación de querer vivir más cruelmente aún. El laringítico duerme cara al muro, y su cabello rojo deja una mancha de cobre en la almohada. Paya deja humear la colilla del cigarrillo entre los labios. Se acuerda de la “vida”, de los “manyamientos”, de las noches pasadas en la “berlina”. Se acuerda de las luminosas tardes del hipódromo, las tribunas negras de una multitud porteña y en la encorvada pista resbalando vertiginosamente las blusas multicolores de los jockeys, las blusas verdes, rojas, amarillas, infladas por el viento, mientras la “merza” chupaba docenas de naranjas, gritando desaforadamente al paso de los favoritos.
       Leiva desangra un tango en las cuerdas lloronas. La fiereza de los semblantes se desmorona en un convulsivo temblor de nervios faciales. Como las fieras el bosque, nosotros olfateamos a Buenos Aires, a Buenos Aires que está tan lejos, y entre las montañas nevadas el nombre de Ester Primavera choca en mis mejillas como una ráfaga de viento perfumado, y el perfil de Leiva, retobado de vientos y soles, se inclina sobre la vihuela. También sus ojos se afirman en un recuerdo de distancia, la pampa verde y violácea, el ganado movedizo en la neblina de las montañas, la copa de caña bebida en el mostrador, con una mano en el cinto y el vaso “haciendo salud”.
       Sacco, a la orilla de mi cama, se limpia las uñas con la punta de una cuchilla. Él también se acuerda. Es el “cuadro tercero”, los ladrones esperando, en la mañana, la visita de la mujer que les traerá la ropa y noticias de la “defensa”, el atardecer, con la “tumba” horrible humeando en el tacho y luego las partidas de naipes interminables, la emoción de los encuentros, los paseos en el carro celular al “juzgado”, las historias de estafas, el prolegómeno de la cárcel de encausados, la carta que se escribe para engatusar a un “gil” con el cuento de la quiebra fraudulenta... la alegría de la libertad... la profunda alegría de aquel grito que daba el guardia cárcel:
       —Sacco... con todo, a la guardia.
       Como una ráfaga de viento caliente choca en mis mejillas el nombre de Ester Primavera.
       El tango orillea la tierra de la angustia, donde las mujeres calzan zapatos violetas y los hombres tienen la cara hecha un mapa de chirlos y navajazos.
       Y de pronto Sacco dice, irguiéndose dolorosamente:
       —Me duele el fuelle. Hace tres días que me duele.
       Un esguince le contrae el labio fino sobre los torcidos dientes.
       —¿Te duele?
       —Sí, mucho...
       —Ponete cortadas.
       —Estoy harto, tengo el lomo hecho un fiambre...

       La vi al otro día de nuestra entrevista. ¿Qué mal espíritu me sugirió el malvado experimento? No sé. Más tarde he pensado muchas veces que en esa época se estaba ya iniciando en mí la enfermedad, y esa malignidad que revelaba en todos mis actos debía de ser la consecuencia de un desequlibrio nervioso, ocasionado por las toxinas que segregaban los bacilos, ya que más tarde descubriría que eran numerosos los tísicos perversos, y enconados en actitudes que tenían que hacer padecer a sus semejantes.
       Lo malvado, estacionado en todo hombre, al envenenarse la sangre, se enriquece de impulsos oscuros, en un como odio retenido y del cual es consciente el enfermo, lo que no le impide dejarlo ramificar en su relación con los otros. El acto va acompañado de un placer agrio, una especie de desesperación mórbida.
       ¡Ah!, bueno, la vi la otra noche en la puerta del jardín de su casa. No hacía nada más que mirarme, tenía el presentimiento de que algo iba a ocurrir. Yo no hablaba, contenida la palabra por la angustia de la mentira que le iba a decir. Era la prueba de un loco. Y le dije:
       —Estoy casado.
       Como si hubiera recibido un “cross” en el mentón, la cabeza se le dobló hacia la nuca. El contorno facial quedó relajado en una crispación de quemadura blanca. La piel sobre los maxilares y los labios se le encrespó en un temblor. Una arruga fina le cortó la frente, durante un instante los párpados temblaron sobre sus ojos por los que parecía se le quería escapar el alma; luego, un momento, su mirada quedó inmóvil entre las rígidas pestañas que filtraban una chispa moribunda.
       Al fin se recobró en su frenesí.
       —No, no es posible... Diga que no.
       Y, en vez de apiadarme por su angustia, una expectativa sombría me mantuvo firme. Si la Muerte hubiera estado a su lado y de una palabra mía dependiera su vida yo no pronunciara esa palabra. ¿No era, acaso, aquél el más hermoso momento de nuestra existencia? ¿Podíamos envasar más angustia que entonces para el futuro? Allí éramos auténticamente yo un hombre que me jugaba una mujer ante sus ojos... todo el resto era mentira... lo auténtico era aquello, el dolor de la muchacha olvidada de lo que se debía a sí misma por una serie de convencionalismos, olvidada de las apariencias y convirtiéndose por ello en la criatura eterna, a la que en ese exclusivo minuto yo no era digno de besar el polvo en que pisara.
       De pronto se apartó. Dijo:
       —No, no es posible esto. Mañana tenemos que vernos.

       Y no nos vimos una vez, sino muchas veces. Ella escarbaba en mi mentira que era la verdad de otro, y en el relato yo no podía contradecirme.
       Paseaba por los jardines con la deliciosa criatura. Con su sombrilla gris, abría surcos en la arena y bajo el liviano tejido de su sombrero de paja, sonreía como una convaleciente. Olvidado de todo, hablábamos de las montañas que yo no había visto nunca, y de los acantilados que están a la orilla del mar (porque yo no lo sabía), y donde el hedor de las algas hace, a la atmósfera fría de hielos, penetrante como debe de ser al otro lado del planeta.
       Conocía las lejanas tierras del Sur, la soledad de los faros, la tristeza de los crepúsculos violetas, el tedio horrible de la arena que en las dunas levanta siempre el viento. Y, mientras escuchaba a Ester Primavera, mi breve felicidad se hacía más intensa que un sufrimiento, ya que aquél era un amor sin esperanza. Y Ester Primavera comprendía lo que en mí ocurría, y para que no me olvidara nunca de ella, y para que recordara siempre esos transitorios momentos, los adornaba de una delicadeza de palabra e infantilidad infinitas, de manera que parecía inconcebible tanta voluntad de terminar bajo una apariencia tan frágil y dulce.
       Un día nos despedimos definitivamente. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

       Bronca suena la guitarra entre las manos del pardo Leiva. Sacco ceba mate. La montaña negra exhala un hálito salvaje de monstruo que respira lentamente. Más allá están las ventanas iluminadas de todos los pabellones. A la luz de un foco, por el sendero enarenado, pasa un enfermero, con el delantal blanco inflado por el viento. Lleva en la mano una bolsa de oxigeno.
       Paya, sentado a la orilla de la cama de Leiva, fuma lentamente. Ninguno habla, sino que escucha el tango, un tango que orillea el callejón de la muerte en el cuerpo de una mujer que vuelve de la calle.
       De pronto el muchacho judío se despierta despavorido. Desgreñado, apoyada la espalda en el respaldar, tose continuamente.
       —Hay mucho humo —dice Leiva.
       —Si, mucho.
       Paya abre la ventana y una ráfaga de aire helado atorbellina un instante la neblinosa atmósfera. El muchacho judío tose continuamente, con el pañuelo apretado contra los labios. Después mira el pañuelo y sonríe con alegría. El pañuelo está blanco aún.
       —¿No hay sangre?
       El pelirrojo hace que no con la cabeza.
       Esa es la obsesión nuestra. Y siempre nos consultamos.
       No hay uno de nosotros que no sepa dónde está localizada su lesión y la del compañero. Nos auscultamos mutuamente. Hay algunos que tienen un “oído espantoso”. Descubren antes que el médico esa especie de sibilante escape de viento que en un punto de la espalda o del pecho indica la grieta de la muerte.
       Y hablamos de las evoluciones de la enfermedad con una erudición enfermiza. Hasta hacemos apuestas, sí, apuestas sobre los que están moribundos en las salas. Se juegan paquetes de cigarrillos para ver quién acierta la hora en que morirá uno que agoniza. Juego complicado y terrible, ya que a veces el moribundo no se muere, sino que “reacciona”, entra en la convalescencia, se cura de la enfermedad y a su vez comienza a burlarse de los jugadores, y a entusiasmarse hasta el punto de buscar irónicamente otro “candidato” sobre quien apostar.
       Y la vida y la muerte hay momentos en que nos parece que valen menos que la colilla del cigarrillo que fumamos tristemente.
       Tan es así, que me digo que si no fuera por el recuerdo de Ester Primavera ya me hubiera matado. En medio de esta miseria, su nombre ate golpea mejillas como una ráfaga de viento caliente.
       Ha dejado de ser la mujer que un día envejecerá y tendrá cabellos blancos, y la sonrisa cascada y triste de las viejas. Ligada a mí por el ultraje, desde hace setecientos días, vive en mi remordimiento como un hierro espléndido y perpetuo, y mi alegría es saber que cuando esté moribundo, y los enfermeros pasen a mi lado sin mirarme, la imagen desgarrada de la delicada criatura vendrá a acompañarme hasta que muera. Pero ¿de qué modo pedirle perdón? Y sin embargo, hace setecientos días que pienso a toda hora en ella.
       Envuelto en el sobretodo salgo a la galería, con una manta a cuestas. Cierto es que “eso” esta prohibido, pero en un rincón de tinieblas me tiendo en una reposera. Tan oscuro está que el acre olor de los espinillos parece la voz de la tierra. Una masa oscura se levanta paralela a mi semblante: es la montaña. Muy lejos, inciertas como estrellas, un cordón de luces amarillas reticula la distancia en un plano hipótetico. Son las calles de Ucul.
       La carne se me endurece sobre los huesos, ¡tanto frío hace! Descienden copos de nieve. Parecen plumas que giraran sobre sí mismas. Y yo pienso:
       —¿Por qué fui tan canalla con esa criatura? —Y nuevamente recaigo en el grosero recuerdo.
       Un mes después que todo había terminado entre nosotros, la encontré por la calle, en compañía de un individuo. El cual era chiquitín, tenía facha de jefe de oficina, bigotes de gato y cara amulatada. Ella me dirigió una mirada irónica como diciéndome: “¿Qué le parece el tipo?”, y yo permanecí durante un cuarto de hora en la esquina, abriendo la boca... Pero ¿tenía derecho a indignarme? ¿No me había dicho ya: “Me casaré con el primero que venga y demuestre quererme un poco?”
       ¿Y esa mirada irónica había brotado de sus ojos que antes miraron llorosos? ¿Era posible eso? Un rencor “frío”, una de esas rabias ensordecidas por la ferocidad latente en todo hombre y que sólo se componen de acción inmediata, me llevó hasta un café. Pensaba que tenía que borrarla de mi vida, terminar por crearle una situación que hiciera imposible una nueva amistad entre nosotros. Que ella me tuviera tal aborrecimiento que en el futuro, aunque me arrodillara a su paso, fuera inútil en mí toda humillación. Yo sería el único hombre a quien odiaría con paciencia de etdadidad.
       Entonces pedí recado de escribir y redacta la carta más infame que nunca haya salido de entre mis manos. Mi ferocidad y mi desesperación acumulaban ultraje sobre ultraje, tergiversaba hechos que ella me había narrado, exaltaba detalles de su vida que sugerirían a un tercero que no conociera nuestras relaciotas la idea de una intimidad que nunca había existido, y limaba los insultos para hacerlos más atroces e inolvidables, no con palabras groseras, sino escarneciendo su nobleza, retorciendo sus ideas ideas, abochornándola de tal forma por su generosidad que de pronto pensé que si ella pudiera leer esa carta se arrodillaría ante mí para suplicarme que no la enviara. Y, sin embarga, era inocente.
       Y como sabía que en ese momento no se encontraba en su casa y sí en la calle conversando con otro, se la envié en la certeza de que la recibiría la madre o el hermano, que no podrían dudar de lo que estaba allí escrito, pues las citas se referían a sucesos que sólo por ella yo podía conocer.
       Llamé a un chico lustrabotas y le ofrecí un peso para que llevara la carta, le advertí que golpeara ruidosamente las manos, para que la sirvienta no secuestrara la carta, ya que en la casa no dejarían de preguntar quién era el que tal escándalo hacía en la puerta, y el muchacho, después de abandonar el cajón al pie de la mesa, desapareció en la calle sombreada de acacias, dando grandes saltos.
       —Ya está hecho —me dije.
       Sin embargo, no sabía lo que ocurría en mí. Un reposo nuevo aplomaba mis nervios. Volvió el lutrabotas, y por la filiación que me dio del que había recibido la carta, reconocí en el hombre al hermano. Le di el peso y se fue.
       Yo tomé por una calle. Caminaba tranquilo, observando las manchas en los umbrales, el verdor de los jardines, hasta que me detuve para levantar a una criatura que, al salir corriendo de un zaguán, tropezó, cayendo. La madre de la criatura me dio las gracias. Caminaba tranquilo, como si mi personalidad fuera ajena a la infamia. Sin embargo, había ocurrido algo tan enorme e imposible de remediar como la marcha del sol o la caída de un planeta. Y sólo violentando la imaginación pude imaginarme la llegada del zarrapastroso golpeando desaforadamente las manos, y el asombro de toda esa gente al recibir para una hija semejante...
       Y no podía menos de reírme, pues el sueño me había cogido como un engranaje. Me imaginaba a un caballero esgrimiendo la carta entre interrumpidos ensayos de moral doméstica y ciceronianos denuestos truncados por el desvanecimiento de la madre, las hermanas llorando ante una posible catástrofe, el hermano interrogando a gritos a la mucama sobre mi filiación para poder apalearme, la sirvienta espantada avizorando la llegada de la “niña” y murmurando entre dientes:
       —¡Cómo suceden las cosas, Dios mío! —mientras que la cocinera se regodeaba entre las cacerolas, gozando el chisme que a la noche le contaría a su marido,elogiando, en tanto, la moral de los pobres y diciendo con grotesca suficiencia, al par que colgaba una sartén:
       —Ah, no, más vale ser pobre y honrada...
       Mis carcajadas estallaban tan sonoramente en la calle, que los transeúntes se detenían para mirarme, convencidos de que me había vuelto loco, y un vigiante terminó por acercárseme y preguntarme:
       —¿Qué le pasa, amigo?...
       Lo miré insolentemente, y le respondí que ante todo no era amigo suyo y después:
       —Cómo, ¿está prohibido reírse de lo que uno piensa?
       —No era para ofenderlo, señor.
       Luego el delirio pasó. Nada podía detener lo hecho.
       Llegó la noche, y yo sabía que ella estaba allá, sufriendo.

       A través de los días supe de todos los remordimientos, Me la imaginaba a Ester Primavera al caer de la tarde, sola en su dormitorio. La pálida criatura, apoyados los brazos en el rectangular respaldar de bronce de su cama y mirando las almohadas, pensaría en mí. Y se preguntaría: “¿Es posible que me haya equivocado tanto? ¿Es posible que se encierre tal monstruo en ese hombre? Pero, ¿entonces todas las palabras que dijo son mentiras, entonces toda palabra humana es mentira? ¿Cómo es que no he visto la falsedad en su rostro y en sus ojos? Y ¿cómo pude hablar yo de mí? ¿Cómo pude expresarle tantas situaciones sinceras, darle mi yo más puro sin que se conmoviera? Pero entonces, él ha sido el más encanallado de los hombres que he conocido. ¿Por qué fue así?”
       Nunca la ví como entonces, tan triste en mi recuerdo. Parecíame que todos sus sueños levantados como esbeltos paralelepípedos en el aire luminoso de la mañana se desmoronaban cubriéndola de polvo terreno.
       Y a medida que reconstruía todas las penas que ella sufriría por mi culpa, desde lejos me sentía ligado a su substancia, y si en aquellos instantes Ester Primavera se acercara a mí para matarme, yo no me habría movido.
       Cuántas veces pensé en aquellos días en la delicia de morir a sus manos. Porque yo había creído que con la terrible infamia la limaría de mi conciencia y que nunca su pálida carita estaría en mí, pero me equivoqué. Con la cruel ofensa la coloqué en mis días más inmóvil y firme que una espada que me atravesara perpendicularmente el corazón. Y a cada latido el tajo profundo se ensancha en lento desgarramiento.
       Y durante un tiempo las noches y los días voltearon sus aspas en mis ojos como si estuviera ebrio.
       Muchos meses después la encontré...
       Caminaba yo con la cabeza inclinada, cuando instintivamente la levanté. En mi dirección, Estar Primavera cruzaba la calle, venía hacia mí. Pensé:
       —Ah, qué feliz sería si me diera una bofetada.
       ¿Adivinó ella lo que sucedía en mí?
       Rápidamente, moviendo apenas los hombros, el semblante desgarrado, la mirada fija, avanzaba hacia mí. El vestido negro se atorbellinaba en torno de sus piernas ágiles. Un bucle de cabellos dejábale libre la sien, y le ceñía la garganta una corta piel negra.
       Sus pasos se hacían cada vez más lentas. Me miró con silencio de alma. Yo era quien tanto la había hecho sufrir... De pronto ella estuvo a un paso... era la misma que estuvo un día junto a mí, la que hablaba de la montaña, del océano y de los acantilados... Nuestros ojos se encontraron más cercanos, había en su cara una claridad lunar, la arruga fina del sufrimiento le cruzó la frente... se encresparon sus labios, y sin decir palabras, desapareció...
       Hace setecientos días que pienso en ella. Y siempre por escribirle desde este infierno para pedirle perdón.
       La nieve cae oblicuamente. En la oscuridad avanza un enfermero. De pronto en su mano derecha centellea el foco de la linterna eléctrica. Me enfoca en un cono blanco de resplandor, y secamente me dice:
       —Siete, vaya a “acostarse”.
       —Ya voy.
       Hace setecientos días que pienso en ella. La nieve cae oblicuamente. Dejo la reposera y me encamino al pabellón. Pero antes de llegar tengo que rodear una baranda que mira hacia el sur. Allá, a ochocientos kilómetros está Buenos Aires. La noche infinita ocupa un espacio de desolación. Y yo pienso:
       —Ester Primavera.



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