Roberto
Arlt
(Buenos Aires, Argentina, 1900 – Buenos Aires, 1942)
Halid Majid el achicharrado
El criador de gorilas
(Santiago, Chile: Editorial Zig-Zag [Revista Aventura Nº 165], 1941, 112 págs.)
Una misma historia puede comenzarse
a narrar de diferentes modos y la historia de Enriqueta Dogson y de Dais
el Bint Abdalla no cabe sino narrarse de éste:
Enriqueta Dogson era
una chiflada.
A la semana de irse
a vivir a Tánger se lanzó a la calle vestida de mora estilizada y
decorativa. Es decir, calzando chinelas rojas, pantalones amarillos, una
especie de abullonada falda—corsé de color verde y el renegrido cabello
suelto sobre los hombros, como los de una mujer desesperada. Su salida fue
un éxito. Los Perros le ladraban alarmados, y todos los granujillas de
las fortificaciones del zoco la seguían en manifestación entusiasta. Los
cordeleros, sastrecillos y tintoreros abandonaban estupefactos su trabajo
para verla pasar.
El capitán Silver,
que embadurnaba telas de un modo abominable, hizo un retrato de Enriqueta
Dogson en esta facha, y para agravar su crimen, situó tras ella dos
forajidos ventrudos, cara de luna de betún y labios como rajas de
sandía. Semejantes sujetos, vestidos al modo bizantino, podían ser
eunucos, verdugos, o sabe Alá qué. Imposible establecer quién era más
loco, si el pintor Silver o la millonaria disfrazada.
Enriqueta Dogson
envió el retrato al bufete de su padre, en Nueva York. El viejo Dogson,
un hombre razonable, se echó a reír a carcajadas al descubrir a su hija
empastelada al modo islámico, y dirigiéndose al doctor Fancy le dijo:
—¿De dónde
habrá sacado semejante disfraz esta muchacha? Le juro, mi querido doctor,
que ni registrando con una linterna todos los países musulmanes
descubriremos una sola mujer que se eche a cuestas tal traje. Es absurdo.
Dicho esto, el viejo
Dogson meneó la cabeza estupefacto, al tiempo que risueñamente se decía
que el disfraz de su hija podía provocar un conflicto internacional.
Luego se encogió de hombros. Los hijos servían quizás para eso. Para
divertirle a uno con las burradas que perpetraban.
El que no se
encogió de hombros fue el anciano Faraj el Bint Abdalla.
Faraj el Bint
Abdalla estaba amostazado. En Tánger no se hacía otra cosa que murmurar
del enamoramiento de su hijo Dais con esa extranjera fantasiosa.
Un amor con una
musulmana es el ideal de todo europeo. Una intriga con un árabe, el más
glorioso recuerdo que puede llevarse una muchacha occidental. Enriqueta
Dogson era consecuente con este punto de vista. Se podían ver
fotografías de ella en compañía de Dais el Bint Abdalla. En la orilla
del Mediterráneo, sobre las murallas, recostada a lo largo de los
antiguos cañones portugueses, con Dais el Bint Abdalla sentado
melancólicamente a su lado. También aparecía Enriqueta en el palacio
del ex sultán, con el joven Dais a su lado; a la entrada de la mezquita,
con el joven Dais sentado a sus pies; en una grada del pórtico, en el
zoco, con el joven Dais ofreciéndole un ramo de rosas; bajo un grupo de
palmeras, más allá de la “Puerta del Castigo”. Aquello era
sencillamente delicioso.
Realmente, al viejo
Faraj el Bint Abdalla no le faltaban razones para andar amostazado.
El joven Dais el
Bint Abdalla se había ido enamorando. Secretamente pensaba en renunciar a
la religión musulmana, en cambiar la chilaba, las babuchas y el fez por
un correcto traje europeo y un hongo discreto, y abandonar a su familia
para ir en seguimiento de Enriqueta Dogson. Tales disparates pensaba muy
secretamente y con temor oscuro, porque no había podido olvidar ciertos
versículos del Corán que en su instancia le habían valido buenas tandas
de palos en la planta de los pies, y el Corán estaba incrustado en su
vida, y no dejaba de comprender que estaba acercando su vida a una
peligrosa playa ignorada.
El viejo Faraj el
Bint Abdalla le vigilaba con los ojos bien abiertos.
Sin pérdida de
tiempo le escribió a su corresponsal en la isla de Java, en Bali, y un
mes después recibió una respuesta afirmativa. Podía enviar su hijo a
Sava. Se haría cargo de él su amigo el usurero Hassan. Cierto es que el
Corán prohíbe terminantemente la usura; pero esto es con los musulmanes,
y el astuto Hassan, en la isla de Java, ejercía la usura no con los
musulmanes sino con los infieles, es decir, con los campesinos chinos y
budistas. El Corán no prohíbe beneficiarse con la hacienda de los
incrédulos.
El viejo Faraj, una
vez recibida la respuesta de Java, llamó a su hijo Dais a la sala de
ablusiones de su casa, y sentado frente a él, mientras el joven
permanecía respetuosamente de pie, le dijo:
—Sé que te has
enamorado de una perra infiel ¿Pretendes que la cólera de Alá ruede
sobre nuestras cabezas? ¿Sabes tú lo que encierran los sesos de carnero
de una mujer extranjera a tu raza y a tu religión? ¿De una mujer que se
pasea semidesnuda entre los hombres, mostrándoles sus piernas y su rostro
y bebiendo como una mula, no agua, sino licores?
Dais el Bint Abdalla
permanecía silencioso, como cuadra a un buen hijo.
El viejo Faraj
continuó:
—Te has enredado
como un camello en tus propias cuerdas. ¿Has olvidado la dignidad que te
debes a ti mismo y a tu familia y los peligros que encierra para un
piadoso creyente el reiterado trato con una mujerzuela oriunda sabe Alá
de qué familia? Prepara tu equipaje y apréstate a partir para Java.
Irás a trabajar a la casa de mi amigo Hassan, el prestamista. Pero antes
de salir, ve a la casa de Hacmet y dile que te haga conocer a su abuelo. Y
que su abuelo te muestre su cuerpo desnudo.
Por primera vez,
Dais abrió la boca asombrado:
—¿Que su abuelo
me muestre su cuerpo desnudo?
—Sí; que su
abuelo se desnude frente a ti y te muestre su cuerpo. Vete ahora. Y no te
olvides. Te haré apalear como a un esclavo si alguien me informa que te
ve en compañía de esa maldición de Alá.
Dais se inclinó
respetuosamente. Estaba perdido.
No le quedaba otro
recurso que matarse o partir para Java. Lo pensaría. Ah! Y antes,
visitar la casa de Hacmet y decirle que su padre le había dicho que le
hiciera conocer a su abuelo. Pero a su abuelo desnudo. Eso sí que era
una ocurrencia! El joven Dais retrocedió espantado cuando el viejo Halid
Majid terminó de desnudarse, y abriendo una ventana se mostró a la
claridad del sol.
El cuerpo del viejo
estaba surcado de terribles cicatrices. Semejantes a un follaje de piel
roja y brillante, se extendían irregularmente por todos sus miembros.
Esas cicatrices y costurones abarcaban su rostro, sus labios, sus
párpados, sus brazos.
Era como si el
cuerpo de aquel hombre hubiera pasado a través de un engranaje terrible
que, sin hacerle perder su forma humana le hubiese desgarrado con sus
dientes. No había una pulgada de epidermis en aquel anciano que no
estuviera señalado por la misteriosa tortura. Esta le daba la apariencia
de un monstruo chino. Una vez que el viejo creyó haber sido contemplado
lo suficiente por el joven Dais, le dijo:
—Siéntate, hijo
de Faraj, y escucha atentamente mi historia. Estas son las desgracias que
les ocurren a los musulmanes que se acercan a las mujeres que no son de su
raza. Cuando me hayas escuchado, el camino del deber aparecerá recto y
fácil ante tus ojos. ¿Me escuchas, hijo de Faraj?
—Sí, señor; te
escucho.
“En nombre de
Alá, el Clemente, el Misericordioso: Hace ochenta años. Yo entonces
tenía veinte años. Mi padre me envió a la ciudad de Singaragia, en la
isla de Java. No sé si tú sabrás que su población se compone en su
mayor parte de malasios infieles, de chinos hediondos y de budistas cuya
indecencia llega a extremos que no puedes imaginarte. Era mi amo un
hermano de mi padre. Aparte de traficar con nidos de golondrina, a los
cuales son muy aficionados los chinos, se dedicaba al préstamo como a la
compra de telas baticadas, que son unas telas sumamente floreadas por las
que pierden la cabeza los javaneses más sensatos.
“Mi tío tenía su
tienda al final de una calle en la que podían verse altas pértigas de
cañas de bambú adornadas en su extremo de manojos de plumas de colores.
Por esta calle pasaban hacia sus posesiones del campo los chinos
principales, muy tiesos en sus literas doradas conducidas por coolies.
También pasaban mujeres, con medio cuerpo desnudo y el rostro
descubierto, conduciendo sobre la cabeza redondas bandejas de piñas y
plátanos, que parecían ciempiés por los innúmeros rayos de palna que
de ellos partían.
“Yo estaba
asombrado de todo aquello que mis ojos veían, y nada igualaba a mi agrado
como el poder pasearme por entre las bajas montañas, de las que bajaban
como grandes escalones las terrazas de los arrozales. También acudía a
las riñas de gallos, por las que enloquecen los jóvenes, o me sentaba en
unas piedras excavadas que ellos llaman las “sillas de Shiva”,
escuchando la música que hacía el viento al pasar por unas inmensas
arpas de bambú que los nativos de esos parajes colocan en sus sembradíos
para ahuyentar a los pájaros que destrozan sus cosechas.
“No vivía sino
pasando de un asombro a otro. Solía también pasearme por el mercado,
donde había infinita variedad de infieles, algunos con los dientes
laqueados de negro, otros con la cabeza rapada, los dientes limados y las
narices perforadas, así como chinos de túnicas floreadas, sacerdotes con
mantos amarillos, cingaleses conduciendo vacas gibosas y campesinos
seguidos de sus lagartos domesticados.
“Estando una
mañana en el mercado, vi una mujer que me llamó la atención. Era alta,
majestuosa; su cuerpo estaba envuelto en una sola pieza de tela floreada y
su cabeza adornada de una corona de flores. Iba descalza, como
acostumbraban las mujeres de aquel país, y cuando me vio arrimado a la
tienda de un mercader de flores, me echó tal mirada que mis huesos se
echaron a temblar. Un mal genio me inspiró a seguirla. Eché a caminar
tras ella, hasta que entró en una casa en cuyo portal cosía prendas un
sastrecillo. La desconocida, antes de entrar al portal, se volvió y me
sonrió de tan arrebatadora manera, que súbitamente creí que el día se
había convertido en noche y que mi vida quedaba caída a la misma entrada
del portal.
“Al día siguiente
volví al mercado, y a la misma hora llegó la desconocida, que se detuvo
en el puesto de una mujer que mercaba legumbres. Yo, indeciso y tímido,
permanecí a alguna distancia de ella, pero pronto la desconocida me
descubrió y volvió a sonreírme. Yo iba a acercarme a ella, pero la
vendedora de legumbres me hizo un gesto y comprendí que tenía algún
mensaje que transmitirme. Cuando me acerqué a su puesto, me dijo que su
compradora se llamaba Turey y que era esposa de Moana, el sastrecillo.
Turey le había dicho que gustaba de mí, y que aquella noche, cuando los
vigilantes golpean en los tambores de madera la hora primera, me acercara
al portal donde podría hablarme, pues a esa hora el sastrecillo, fatigado
por las labores del día, dormía profundamente.
“Ansiosamente
esperé la noche, y llegó la noche, y después la hora primera.
Cautelosamente me acerqué al portal, cuya puerta estaba entreabierta.
Allí me aguardaba Turey. Me dijo que con riesgo de su reputación se
atrevía a hablarme. Yo le agradaba mucho. Su marido, el sastrecillo
Moana, pertenecía a la religión brahmánica, pero ella no sentía
ninguna atracción hacia él.
“Desde aquella
noche continuamos viéndonos siempre. Entrada la oscuridad, yo me
deslizaba hacia el portal que ella dejaba entreabierto, y mientras el
sastrecillo dormía, nosotros vivíamos nuestra felicidad.
“De esta manera
transcurrieron algunos meses. Dicen los sabios que el placer sacia al
hombre y encadena a la mujer. Una noche, mientras conversábamos en el
portal, Turey me preguntó si yo me casaría con ella si su marido llegara
a morir. Irreflexivamente le respondí que sí; pero luego, atacado por un
escrúpulo que me produjo el recuerdo de una bárbara costumbre practicada
en aquel país, le pregunté:
“—Pero, dime, en
este país, ¿las viudas no están condenadas a la hoguera?
“—Sí —me
respondió Turey—. Algunas mujeres practican aún esa costumbre; pero
ella queda para las viudas que no quieren cambiar de religión; que las
que abandonan el brahmanismo y se hacen musulmanas no marchan a la
hoguera, aunque el deshonor caiga sobre ellas y su familia y parientes la
repudien.
“Una esclava que
se acercó a ella en aquel momento interrumpió nuestra conversación y yo
tuve que marcharme.
“Volvimos a vernos
otras veces, y Turey no recordó más la propuesta que me hizo aquella
noche; pero una vez que llegué al portal, aunque lo encontré
entreabierto, Turey no estaba. Pensando que me convenía aguardar, me
senté allí, y Turey no tardó en aparecer.
—Escúchame —me
dijo—. Es tanto lo que deseaba vivir a tu lado, que esta noche he
envenenado a mi marido. El acaba de morir. Está allá arriba, en su cama.
Nadie sospechará que lo he matado, porque el veneno que le he dado no
mancha el cuerpo.
Ahora nadie podrá
impedirme estar a tu lado. De modo que cuando pasen algunos días, me
casaré contigo y adoptaré tu religión.
“Escuchándola, mi
corazón se aterrorizó secretamente. Jamás supuse que esa mujer fuera
capaz de envenenar al inocente sastrecillo. Me dije, razonablemente, que
bien pudiera ser que mi destino fuera morir también envenenado a manos de
Turey si la casualidad ponía en su camino a otro hombre que le agradara
más que yo. Sin poder detenerme, no le oculté mi repulsión por el
crimen que había cometido. Le dije que aquélla era la última vez que
nos veíamos, y que no se acercara nunca más a mí porque si no la
denunciaría a la justicia del Sultán por el delito cometida.
“Turey escuchó en
silencio mis palabras, y yo sentí que sus ojos me atravesaban el corazón
como dagas envenenadas. Sin saber por qué, en ese momento entró un miedo
pánico en mi entendimiento.
Sin poderme
reportar, me aparté corriendo del portal. Parecíame que la misma sombra
del sastrecillo recién asesinado me amenazaba de terrible muerte o me
previniera de un suceso peor aún.
“Aquella noche no
pude conciliar el sueño. Pensaba que en cierto modo yo era el culpable
del triste fin de Moana y que el día del Juicio Final me sería pedida
cuenta de su tremenda suerte. Desvelado con tan siniestros pensamientos,
vi llegar el amanecer; y cuando entré en la tienda de mi tío, éste me
dijo:
— ¿No sabes la
novedad? Anoche murió Moana, el sastrecillo. Su viuda ha manifestado el
deseo de morir en la misma hoguera que carbonice el cuerpo de su marido.
Realmente, estas mujeres bárbaras dan muestras a veces de una fidelidad
que ni entre los mismos creyentes se encuentra para raro ejemplo.
“Si bien me
espantó el fin del sastrecillo, más aún me asombró el propósito de
Surey. ¿Qué se proponía al manifestar su voluntad de morir en la
hoguera? ¿Hacerse perdonar por el dios de sus creencias el mortal pecado
que había cometido?
“Aunque mozo
irreflexivo, adivinaba que un destino grave había caído sobre mi cabeza.
En pocas horas, con mi conducta licenciosa había provocado la muerte de
un honesto cortador de prendas, y ahora el suicidio de su arrepentida
viuda. Indudablemente que algún día el Angel de la Muerte me pediría
cuentas de semejantes desaguisados, y no terminaba de jurarme a mí mismo
que jamás volvería a fijar los ojos en la mujer del prójimo, cuando
inopinadamente apareció la esclava de Turey, quien, dirigiéndose a mí,
me dijo:
“—Mi señora
manda a decirte que de acuerdo con las costumbres del país, su difunto
marido será quemado en una hoguera, y que ella, como cuadra a una viuda
honesta, se precipitará en la hoguera.
Díjome también que
te diga que le agradaría mucho verte en el cortejo de los que la despidan
de esta vida.
“Yo me estremecí
de horror frente al sacrificio casi inevitable. Sin embargo, para calmar
mis remordimientos, me decía que Turey, llegado el momento, no se
atrevería a arrojarse entre las llamas, y dejé que su esclava se
retirara, después de prometerle que cumpliría con mi deber e iría a
verla morir.
“Por la tarde,
lívido como el mismo muerto a quien llevaban a quemar a una hoguera que
se encendería en el bosque, me incorporé al cortejo funesto.
“Rodeada de los
malditos sacerdotes brahmanes y de viejas desgreñadas, que más parecían
fieras carniceras que seres humanos, marchaba Turey con el rostro rayado
de sangrientos arañazos y los ojos hinchados por interminable llanto. Yo
la miraba sin acertar a comprender cómo era posible que amando tanto la
vida y el placer diera su vida por un ser que cuando estuvo vivo ella
mató. A su lado, como protegiéndola de aquellos que podían persuadirla
de que no llevara a cabo tan bárbaro propósito como el de quemarse viva,
marchaban los parientes del sastrecillo, y todos la cumplimentaban por su
conducta y fidelidad a las costumbres del país.
“Llegados al
bosque los que formábamos el cortejo hicimos un círculo en torno de un
monte de leña donde se abrasaría el muerto y se suicidaría su viuda. Yo
no abandonaba la esperanza de que llegado el extremo momento Turey se
negaría a arrojarse entre las llamas. A todo esto, los sacerdotes
colocaron el cadáver del sastrecillo sobre los maderos regados de aceite
y un monje encendió la pira: Una rápida llamarada envolvió el
montecillo de madera. Turey, separándose del cortejo, echó a caminar en
torno de la hoguera para buscar el lugar más bajo y entrar en ella. Se
acercó a mí. Yo iba a recibir su postrer saludo... ¡Horror!... De
pronto me sentí agarrado por los ganchos de sus manos y arrastrado con
infernal violencia al centro del brasero. Rodamos encima de las brasas. Yo
profería terribles gritos, tratando de librarme del mortal abrazo de ese
monstruo, cuya venganza era manifiesta ahora. Las llamaradas lamían mi
cuerpo y mi túnica ardía rápidamente. De pronto, los brazos de la
horrible mujer que me mantenían pegados al fuego se aflojaron, y con mis
vestiduras incendiadas, achicharrado vivo, me arrojé fuera de la hoguera
y caí desvanecido sobre la hierba del prado.
“¿Con qué
palabras contarte mis terribles sufrimientos? ¡Oh, hijo de Faraj! Me
sumergieron en un barril de aceite, donde durante muchos días y muchas
noches creí que los sufrimientos terminarían por hacerme perder la
razón. Mi tío, mis amigos, nadie creía que resistiría las graves
quemaduras que me desfiguraban el cuerpo. Sin embargo, poco a poco fui
reponiéndome, y aunque el fuego de la hoguera me había transformado en
un monstruo, no pude menos de darle las gracias a Alá por haberme
inferido tan clemente castigo.
“Ahora ya lo
sabes, hijo del amigo de mi hijo. No busques amor de mujer fuera de tu
raza, de tu ciudad natal y de tu religión.”
Y ésta, aunque
ingenua, fue la causa por la que Enriqueta Dogson, de la mañana a la
noche, dejó de ver para siempre al joven Dais el Bint Abdalla, que, sin
despedirse de ella, se embarcó para Java en busca del olvido de una
pasión insensata.
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