Roberto
Arlt
(Buenos Aires, Argentina, 1900 – Buenos Aires, 1942)
Las fieras
El jorobadito
(Buenos Aires: Librerías Anaconda, 1933, 209 págs.)
No te diré nunca cómo fui
hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y
asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspero que cal
agrietada. A veces, cuando reconsidero la latitud a que he llegado, siento
que en mi cerebro se mueven grandes lienzos de sombra, camino como un
sonámbulo y el proceso de mi descomposición me parece engastado en la
arquitectura de un sueño que nunca ocurrió.
Sin embargo, hace
mucho tiempo que estoy perdido. Me faltan fuerzas para escaparme a ese
engranaje perezoso, que en la sucesión de las noches me sumerge más y
más en la profundidad de un departamento prostibulario, donde otros
espantosos aburridos como yo soportan entre los dedos una pantalla de
naipes y mueven con desgano fichas negras o verdes, mientras que el tiempo
cae con gotear de agua en el sucio pozal de nuestras almas.
Jamás le he hablado
a ninguno de mis compañeros de ti, ¿y para qué?
La unica informada
de tu existencia es Tacuara. Apretando en el bolsillo un rollo de dinero,
entra a la pieza después de las cuatro de la madrugada. El pelo de
Tacuara es lacio y renegrido; los ojos oblicuos y pampas; la cara redonda
y como espolvoreada de carbón, y la nariz chata. Tacuara tiene una
debilidad: es la lectura de la “Vida Social”, y una virtud la de
gustarle a los descargadores de naranjas y hombres de la ribera de San
Fernando.
Ceba mate mientras
yo, espatarrado en la cama, pienso en ti, a quien he perdido para siempre.
Lo dificultoso es
explicarte cómo fui hundiéndome día tras día.
A medida que pasan
los años, cae sobre mi vida una pesada losa de inercia y
acostumbramiento. La actitud más ruin y la situación más repugnante me
parece natural y aceptable. Me falta extrañeza para recordar los muros de
los calabozos donde he dormido tantas veces.
Pero a pesar de
haberme mezclado con los de abajo, jamás hombre alguno ha vivido más
aislado entre estas fieras que yo. Aún no he podido fundirme con ellos,
lo cual no me impide sonreír cuando alguna de estas bestias la estropea a
golpes a una de las desdichadas que lo mantiene, o comete una salvajada
inútil, por el solo gusto de jactarse de haberla realizado.
Muchas veces acude
tu nombre a mis labios. Recuerdo de la tarde cuando estuvimos juntos, en
la iglesia de Nueva Pompeya. También me acuerdo del podenco del
sacristán. Empinando el hocico y el paso tardo, cruzaba el mosaico del
templo por entre la fila de bancos... pero han pasado tantos cientos de
días, que ahora me parece vivir en una ciudad profundísima,
infinitamente abajo, sobre el nivel del mar. Una neblina de carbón flota
permanente en este socavón de la infrahumanidad; de tanto en tanto
chasquea el estampido de una pistola automática, y luego todos volvemos a
nuestra postura primera, como si no hubiera ocurrido nada.
Incluso he cambiado
de nombre, de manera que aunque a todos los que pasan les preguntaras por
mí, nadie sabría contestarte.
Sin embargo, vivimos
aquí en la misma ciudad, bajo idénticas estrellas.
Con la diferencia,
claro está, que yo exploto a una prostituta, tengo prontuario y moriré
con las espaldas desfondadas a balazos mientras tú te casarás algún
día con un empleado de banco o un subteniente de la reserva.
Y si me resta tu
recuerdo es por representar posibilidades de vida que yo nunca podré
vivir. Es terrible, pero rubricado en ciertos declives de la existencia,
no se escoge. Se acepta.
Estalló tu
recuerdo, una noche que tiritaba de fiebre arrojado al rincón de un
calabozo. No estaba herido, pero me habían golpeado mucho con un pedazo
de goma y la temperatura de la fiebre movía ante mis ojos paisajes de
perdición.
Grisáceo como el
trozo de un film, pasaba el recuerdo del primer viaje que efectué a un
prostíbulo de provincia, con Tacuara. Era la una de la tarde y un coche
desvencijado nos llevaba por un callejón sombrío, acolchado de polvo. El
sol centelleaba en el muro rojo del prostíbulo, y frente a la puerta de
chapa de hierro engastada en la muralla de ladrillo había un pantano de
orines y un poste para atar los caballos. El viento hacia chirriar en su
soporte un farol de petróleo.
Nunca olvidaré. El
macro judío me adelantó cincuenta latas sobre el trabajo de la mujer en
la semana, y entonces marché a entrevistarme con el jefe político y el
comisario... Estas iniquidades pasaban por mi memoria mientras estaba
tendido en el piso de portland del calabozo. A momentos creía que iba a
morir. Entreabría los párpados y distinguía murallas rodeadas de otros
cercos por otros subsuelos, y durante un minuto mi vida transcurrió el
espacio de un siglo en el fondo de los calabozos. Otros hombres, como yo,
tenían los pulmones machucados a golpes de goma. Una cuña de gran
sufrimiento me partió el cerebro, y más allá de la ferocidad de todos
nosotros, oprimidos u opresores, más allá de la dureza de las grises
piedras cuadradas, distinguí tu semblante pálido y la almendra aceituna
de tus ojos.
Fue un martillazo en
la sensibilidad. Nunca pude despierto imaginarme tu rostro con la nitidez
que en la vorágine del delirio destacaba su relieve, luego la obsesión
del castigo me volcó en la crueldad del interrogatorio. Me indagaban a
golpes por el asesinato de una mujer con la cual nada tenía que ver.
Después salí. Más
tarde me detuvieron otra vez. En la sombra me acompañaba tu recuerdo y en
la vida, fiel como una perra, la mulata Tacuara.
¡Tacuara! ¿A
dónde no habré ido con Tacuara?
Por ella conocí el
asqueroso aburrimiento complicado con olores de polvo de arroz de los
lenocinios de provincias, la regenta en chancletas cuidando un brasero que
enceniza el piso de la sala, el mate que rueda lentamente entre las manos
de diez rameras pitañosas, el viento que sacude la madera de los postigos
porque los vidrios están rotos y se han sustituido los cristales con
alambre de fiambrera, mientras llega desde afuera el ruido informe de un
carro de ruedas gigantescas, cargado con una pirámide de bolsas de maíz,
y el látigo chasquea junto a las orejas de los ocho caballos envueltos en
grandes nubes de tierra amarilla.
Por Tacuara conocí
los prostíbulos más espantosos de provincias. Aquellos en que la pieza
no tiene cama, sino un jergón de chala tirado en el suelo de ladrillos, y
mujeres con labios perforados de chancros sifilíticos. He comido sopa de
locro y he bailado tangos más siniestros que agonía en salas tan
inmensas como cuadras de un cuartel. Había allí bancos de madera sin
cepillar y en los rincones negras sosteniendo con un brazo a un recién
nacido a quien amamanta con un pecho, mientras que para no perder tiempo
con la mano libre le desprendían los pantalones a un ebrio rijoso.
¡A dónde no habré
ido con Tacuara!
En su compañía he
recorrido todo el sur de la provincia, Bahía Blanca, Marcos Juárez y
Azul, después estuvimos en Rosario de Santa Fe, Córdoba, Río Cuarto,
Villa María y Bell Ville.
Con el auxilio de
los políticos, a veces fui timbero y otras despaché chinchulines y
parrilla criolla en bodegones montados a la orilla de establecimientos
donde trabajaba con todos los hombres mi único amor.
Viajamos por agua.
Estuve en Paraná,
Corrientes, Misiones. Pasé a Santa Ana do Livramento, Río Grande do Sul,
San Pablo. En San Pablo, al expulsarme de la ciudad los carabineros, me
tiraron encima de un vagón de carga y me rompieron tres costillas.
Pasamos a Río de Janeiro, y Tacuara se inscribió en un prostíbulo de
Laranyeiras. La casa de piedra mostraba en el frontín un mosaico con la
Virgen y el Niño, y bajo el mosaico una lámpara eléctrica que iluminaba
una garita abierta en la pared y entrelazada de perpendiculares barras de
hierro a la altura de la cintura. En esta hornacina, tiesa como una
estatua, de pie, Tacuara hacia cinco horas de guardia. A través de las
rejas los hombres que le apetecían podían tocarle las carnes para
constatar su dureza. En aquel barrio de mil prostitutas, y adornado de
palmas y Cirios los días de Pascua, un retén de gendarmes, armados de
carabinas, mantenían el orden para evitar que catangas y marineros se
liaran a cuchilladas.
Volvimos a Buenos
Aires.
Yo extrañaba mi
calle Corrientes, y ella su dormitorio con olor a naranjas en la barrera
de San Fernando y el dulce y monótono zumbido de las sierras de las
cajonerías para fruta del Delta.
Y así, fui
hundiéndome día tras día, hasta venir a recalar en este rincón de
Ambos Mundos. Aquí es donde nos reunimos Cipriano, Guillermito el
Ladrón, Uña de Oro, el Relojero y Pibe Repoyo.
Por la noche llegan
perezosamente hasta la mesa de junto a la vidriera, se sientan, saludan de
soslayo a la muchacha de la victrola, piden un café y en la posición que
se han sentado permanecen horas y más horas, mirando con expresión
desgarrada, por el vidrio, la gente que pasa.
En el fondo de los
ojos de estos ex hombres se diluye una niebla gris. Cada uno de ellos ve
en sí un misterio inexplicable, un nervio aún no clasificado, roto en el
mecanismo de la voluntad. Esto los convierte en muñecos de cuerda
relajada, y este relajamiento se traduce en el silencio que guardamos.
Nadie aún lo ha observado, pero hay días que entre cuatro, apenas si
pronunciamos veinte palabras.
De un modo o de otro
hemos robado, algunos han llegado hasta el crimen; todos, sin excepción,
han destruido la vida de una mujer, y el silencio es el vaso comunicante
por el cual nuestra pesadilla de aburrimiento y angustia pasa de alma a
alma con roce oscuro. Esta sensación de aniquilamiento torvo, con las
muecas inconscientes que acompañan al recuerdo canalla, nos pone en el
rostro una máscara de fealdad cínica y dolorosa.
¡Y qué prójimos
los nuestros! ¡Qué historias las que pueden contar!
Por ejemplo... el
negro Cipriano:
Es rechoncho como un
ídolo de chocolate.
En otros tiempos
trabajó de cocinero en un prostíbulo. Cuenta, y orgullosamente, que
vestido de blanco, le servia a una escogida concurrencia de rufianes y
macrós un congrio aderezado en una bandeja de plata.
Aunque no lo diga,
se enternece evocando los paisajes sonrosados.
—Los ojos se le
humedecen e inundan de venitas de sangre, y bien se comprende: siente
nostalgia de los tiempos en que era confidente de la regenta. Ésta, con
las tetas volcadas entre las puntillas de su peinador, prostituía menores
de catorce años, para servirlas a la voracidad de terribles magistrados y
potentados ancianos. Luego secreteaba con Cipriano cuanto había ganado, y
el negro era feliz, se comprendía el hombre de confianza de la casa. No
se llega impunemente a estas alturas. Con los achocolatados párpados
entreabiertos y las quijadas apoyadas en los puños, Cipriano, como un
yacaré que sueña con la manigua, persigue con ojos amarillos fabulosas
memorias, fiestas de traficantes polacos y marselleses, rufianes
grasientos como fardos de sebo, e implacables como verdugos.
Estos hombres
tenían la piel del cogote más roja que el colodrillo de los pavos, y
ricitos de oro se escapaban por los agujeros de las narices y las orejas.
Despreciaban
profundamente los países donde medraban, les escupían en la cara a los
empleados de policía inferiores, y compraban a los jefes políticos con
cheques que firmaban guiñando un ojo socarronamente.
Cipriano sabe muchas
cosas, y cuando se le apura, confiesa que nada le agrada tanto como violar
a un muchachito, o acostarse con un marinero de la Martinica.
Y sin embargo
sonríe con la ingenuidad de un monstruo jovial.
Nadie, viéndolo,
pensaría que él, el cocinero de los prostíbulos, era además el
encargado de tatuarle con un látigo rayas moradas en las nalgas a las
prostitutas desobedientes. Cuando recuerda las mujeres que castigó,
sonríe con dulzura de hipopótamo resoplando agua y barro en el
cañaveral de una manigua.
Y más dulzura
bondadosa encierra su sonrisa, al rememorar los menores que violó, dramas
de leonera, un chico maniatado por cinco ladrones que le apretaban contra
el suelo tapándole la boca, luego ese grito de entraña roto que sacude
como una descarga de voltaje el cuerpo sujetado... y la fila de hombres,
que con los pantalones sostenidos con una mano, aguardan turno, mientras
que el cuerpo del niño perforado por un dolor terrible se arquea y luego
cae exánime.
Y si alguien, para
mofarse, le pregunta qué es lo que prefiere, una muchacha o un
ladroncito, Cipriano que se jacta de haber “desmayado grandes”,
entrecierra los ojos y hace rechinar los dientes. Como un cocodrilo
adormilado en la marisma, apetece la inmundicia, y sólo cuando está muy
contento dice algunas palabras en un dulce francés de la Martinica.
Por otra parte es
muy católico y siempre que pasa ante una iglesia se descubre
respetuosamente.
Tosiendo penosamente
se sienta algunas veces a nuestra mesa Angelito el Potrillo, ratero y
tuberculoso.
Tiene treinta años
de edad, de los cuales ha pasado diez en el cuadro quinto, cansado de
repetir siempre la misma infracción inexistente “portación de armas”
Lo perdieron las
malas juntas.
Cuando se enoja
tartamudea. Con la visera de la gorra hundida sobre los ojos se sumerge en
intrincados problemas de ajedrez, y se jacta de ser campeón de damas, y
aunque ello es verosímil, para expresar sus ideas utiliza un
procedimiento un poco absurdo. Por ejemplo, dice del Japonés, un ladrón
oscuro y feroz, que siempre encuentra laudables pretextos para desenvainar
el cuchillo:
—Es como una
niña.
Indudablemente,
resulta dificultoso comprender qué es lo que entiende por “una niña”
Angelito el Potrillo.
Cuando Angelito
está bien de salud y no se encuentra preso, desaparece durante un tiempo
de la ciudad en compañía del Japonés. Recorren el interior explotando
el cuento de “filo misho” y otros ardides más o menos sutiles, pues
Angelito el Potrillo no es como aquellos perdularios que no practican sino
su especialidad, sino que a él, “le da tanto un barrido como un fregado”.
Por ahora Angelito
está muy débil y no viaja.
Permanece horas y
horas con una sien apoyada en el vidrio, mirando hacia la calle, y los
pesquisas que pasan saben que él está enfermo, que no puede robar y no
lo detienen. Incluso algunos lo saludan y Angelito hace un gesto ahuecado
en sonrisa. Dice que “es un consuelo saber que se va a morir entre la
consideración de la gente correcta”. ¡No te diré como fui
hundiéndome día tras día!
Ahora cada uno de
nosotros lleva un recuerdo terrible que es una bazofia de tristeza.
Ayer... hoy .. mañana...
Hundiéndome día
tras día.
Cómo explicar este
fenómeno que deja libre la inteligencia, mientras los sentimientos
embadurnados de inmundicia nos aplastan más y más en toda renunciación
a la luz. Por eso la mala palabra nos muequea en la jeta, y para cada
rostro de mujer la mano se nos crispa en una tentación de cachetada,
porque junto a nosotros, no se encuentra aquella, la preciosísima que nos
destrozó la vida en una encrucijada del tiempo que fue. ¿Para qué
hablar? Si todo lo dice el silencio de sombras que entolda el bar
amarillo, donde se inclinan las cabezas que ya no tienen esperanzas
terrestres. Fieras enjauladas, permanecemos tras los barrotes de los
pensamientos residuos, y por eso es que la sonrisa canalla se despega tan
dificultosamente del semblante encolado en una contracción de
aburrimiento perrero.
Los días son
negros, las noches más encajonadas que calabozos.
A veces pasa tu
recuerdo por mi memoria como una estrella de siete puntas, y Tacuara como
si adivinara tu tránsito celeste por mi vida, me examina rápidamente de
pies a cabeza y me dice como si ella fuera mi igual:
—¿Qué te pasa?
¿Te duele el corazón?
Su ojo derecho se
entrecierra casi, alarga el cuello, frunce los labios finos, y a medias
torcida como si hubiera quedado desfigurada por una hemiplejia, me
pregunta:
—¿Te acordás de
ella?
No te diré como fui
hundiéndome día tras día. Quizá ocurrió después del horrible pecado.
La verdad es que fui quedando aislado.
Caminaba como antes
por las calles, miraba los objetos que se exhiben en las vitrinas, y hasta
me detenía sorprendido frente a ciertas ingeniosidades de la industria,
mas la verdad es que estaba horriblemente solo.
Alguna que otra vez
sentía en mis mejillas el frío roce de un alma que me buscaba por la
tierra con su pobre pensamiento encadenado. Un escalofrío se descargaba
entonces a través de los intersticios de mis vértebras.
Luego la noche del
pensamiento caía sobre mí y estuve mucho tiempo sumergido en el
crepúsculo que ya no era terrestre, y tal como deben conocerlo aquellos
que la medicina clasifica con el nombre de idiotas profundos.
Llegué así por
descendimientos progresivos hasta la miseria de esta amistad silenciosa,
en la que los infaltables son Uña de Oro, el Pibe Repoyo y el Relojero.
El Relojero no habla
nunca. A lo más sonríe melancólicamente. De vez en cuando le suministra
a su “señora” una paliza brutal, y si Guillermito el Ladrón, le
pregunta por qué le pega, el Relojero se encoge de hombros, sonríe
dolorosamente y contesta después de rumiar largo rato su respuesta:
—Qué sé yo.
Será porque estoy aburrido.
Guillermito cuida el
físico, gasta reloj pulsera de oro, se da fomentos faciales y rayos
ultravioletas, pero en la frente tiene el croquis de una arruga rápida,
crispación que anticipa el gesto de echar la mano a la cintura para sacar
el revólver y resolver un asunto de vida o de muerte. Jamás ha robado en
la ciudad, y siempre conversa de instalar una timba. Aspira como yo lo fui
en otros tiempos, a ser dueño de un recreo con parrilla criolla, pero
aún no dispone del necesario capital y sus opiniones políticas no pueden
ser más estúpidas.
Está con Yrigoyen y
la democracia.
Uña de Oro seduce a
las “loquitas” con su perfil de gavilán y los transparentes ojos
verdosos y la crueldad felina de sus maxilares que acompañan el impulso
de las sienes huidas hacia las orejas puntiagudas. Cuando está cansado
apoya los brazos en la mesa, agacha la cabeza y se duerme en la turbamulta
del café, con ronquido feroz
¿Es necesario
describir estas cosas simples, bestiales, primitivas?
Nos comunicamos con
el silencio. Un silencio que se descarga en la mirada o en una inflexión
de los labios respondiendo con un monosílabo a otro monosílabo. Cada uno
de nosotros está sumergido en un pasado oscuro donde los ojos de tanto
haber fijado, se han inmovilizado como los de cretinos que miran
absurdamente un rincón sucio.
¿Qué miramos?
No te lo podría
decir. Sé que por donde he ido me he acordado de ti, y que llegué a
profundidades increiblemente tristes. Ahora mismo.. cierro los ojos, como
Uña de Oro cargo la frente sobre el dorso de las manos... pero no duermo.
Pienso que es triste no saber a quién matar.
De pronto el choque
del cubilete de los dados revienta en mis oídos como la descarga de un
revólver, levanto la cabeza y revuelvo una saliva de veneno. La vida
continúa siempre igual, adentro y afuera, y este silencio es una verdad,
un intervalo donde descansa nuestra expectativa de una mala noticia, ya
que es necesario aguardaría siempre, aguardaría siempre en el
desconocido que entre inopinadamente al café o en el temblequeo de la
campanilla del teléfono.
Jugando a los naipes
o al dominó, volteando dados o una moneda, bajo la apariencia de olvido
persiste una constante tensión nerviosa, una especie de “alerta está”,
vigilancia inconsciente, sobresalto imperceptible que mueve
permanentemente los párpados y las pupilas, en un soslayar siniestro.
Ningún desconocido
al entrar a este café escapa a ese examen, tendido en invisible abanico
de noventa grados, sobre el círculo de los naipes o las geometrías
blancas y negras de las fichas de dominó.
Cuando no se juega,
los mentones descansan engastados en las palmas de las manos. El
cigarrillo se consume lentamente en el vértice de los labios y
entonces... cuando menos se espera aparece el sufrimiento sordo, una como
nostalgia de las entrañas que ignoran lo que quieren, arruga las frentes,
¡ah! cómo explicar esta desesperación, nos lanzamos a la calle, vamos
hacia los departamentos donde nunca falta una atorranta con la cual
acostarse, y desfogar babeando en un mal sueño este dolor que no se sabe
de dónde viene ni para qué.
Y es que todos
llevamos adentro un aburrimiento horrible, una mala palabra retenida, un
golpe que no sabe donde descargarse, y si el Relojero la desencuaderna a
puntapiés a su mujer, es porque en la noche sucia de su pieza, el alma le
envasa un dolor que es como desazón de un nervio en un diente podrido.
Y cuando este dolor,
que ellos ignoran con qué palabras se puede nombrar, estalla en un
corazón, el que permanecía callado barbotea una injuria, y por
resonancia los otros también responden, y de pronto la mesa que hasta ese
momento parecía un círculo de dormidos se anima de injurias terribles y
de odios sin razón, y sin saber cómo surgen agravios antiguos y ofensas
olvidadas. Y si no llegan a las manos es porque nunca falta un comedido
que interviene a tiempo y recuerda con melifluo palabrerío las
consecuencias de la gresca.
Una fiesta que no
hay dinero con qué pagarla, es la llegada de desconocidos y amigos
perdidos a la mesa. Vienen del interior. Han estado robando en provincias.
O purgando una pena en la cárcel. O estafando en los trenes. Pero, tengan
la cabeza rapada o melenuda, no importa: sus historias y su dinero bien
valen la acogida que se les hace; y entonces por un minuto el mozo se
soflama. Tal diversidad de bebidas solicitan los gaznates distintos. Una
alegría espantosa estalla en el interior de cada fiera, y siguiendo el
impulso de una vanidad inexplicable, de un orgullo demoniaco, se habla...
Si se habla es de cacerías de mujeres en el corazón de la ciudad, su
persecución en los clandestinos de extramuros donde se ocultan; si se
habla, es de riñas con bandas enemigas que las han raptado, de asaltos,
de emboscadas, de robos, escalamientos y fracturas. Si se habla es de
viajes en transportes nacionales a “la tierra”, si se habla es de la
cárcel, de las eternas noches en la “berlina” (calabozo triangular
donde el detenido no puede acostarse ni sentarse), si se habla es de los
procedimientos de los jueces, de los políticos a quienes están vendidos,
de los pesquisas y sus ferocidades, de interrogatorios, careos,
indagatorias y reconstrucciones, si se habla es de castigos, dolores,
torturas, golpes sobre el rostro, puñetazos en el estómago,
retorcimiento de testículos, puntapiés en las tibias, dedos prensados,
manos retorcidas, flagelaciones con la goma, martillazo con la culata del
revólver... si se habla es de mujeres asesinadas, robadas, fugitivas,
apaleadas...
Siempre los mismos
temas: el crimen, la venalidad, el castigo, la traición, la ferocidad.
Lentamente humean los cigarros. Cada frente crispa un mal recuerdo. En una
distancia Luego sobreviene el silencio. Los desconocidos se marchan
acompañados del camarada que los presentó.
Entonces las miradas
recorren las mesas próximas, se detienen en la muchacha que atiende la
victrola, estalla un comentario breve y cruel como un petardo, una sonrisa
fría encrespa algún labio, ya que se sabe con quien está por caer la
desgraciada, incluso el que la ronda ya ha anticipado el número de
palizas que le suministrará, un fósforo crepita al encenderse entre dos
dedos y el humo azulento sube despacio hacia el plafond.
¡Oh! cuántas,
cuántas cosas se cuentan en pocas palabras en estas interminables noches
negras
Una vez es
Guillermito, otras Uña de Oro. Uña de Oro, por ejemplo, cuenta cómo fue
que una vez le atravesó con un cortaplumas la palma de la mano a una
mujer.
Ella quería irse a
vivir con él, y Uña le preguntó si estaba dispuesta a darle una prueba
de amor, y cuando la meretriz le preguntó en qué consistía la prueba de
amor, él le contestó: dejarse atravesar la mano con un cuchillo, y como
ella accedió, le clavó la mano en la tabla de la mesa.
Relatos de esta
índole son frecuentes, pero para qué criticar las ferocidades inútiles.
Todos estamos coscientes que en un momento dado de nuestras vidas, por
aburrimiento o angustia, seremos capaces de cometer un acto infinitamente
más bellaco que el que no condenamos. A decir la verdad, aploma a
nuestras consciencias un sentimiento implacable, quizá la misma fiera
voluntad que encrespa a las bestias carniceras en sus cubiles de los
bosques y las montañas.
Además, conocemos
muchas tristezas que ni el mismo naipe es capaz de disolver, hastíos
semejantes a chalecos de fuerza ciñen nuestros instintos hasta el día
que caigamos bajo el cuchillo de un enemigo, o la bala de alguien que hace
mucho tiempo nos está esperando entre las tinieblas. Porque a cada uno de
nosotros, lo espera alguien.
Después de haber
vivido de esta manera, es lógico estar colmado de un silencio tan hosco,
mudez de fiera que ha recibido de la vida una fuerza maldita, utilizable
sólo en los bajíos del mal.
Ahora en la mesa del
café, bajo las luces amarillas, blancas y azules, el silencio constituye
un reposo. Tenemos necesidad de un poco de descanso, para que se asienten
nuestras infamias calladas, nuestros crímenes flojos.
La música retoba el
aburrimiento
Un tango antiguo nos
recuerda un momento carcelario, otros la noche del hallazgo de una mujer,
otros un instante terrible de cuando andábamos en la mala.
Si el tango se hace
bronco, un espasmo nos retuerce el alma. Se recuerda entonces el placer
rojo y terrible de aplastarle a puñetazos la cara a una mujer, o también
el goce de bailar trenzados con una hembra esquiva en una milonga asesina,
o también el primer dinero que nos dio la mujer que nos inició en la
vida, billete de diez pesos que ella sacó de la liga y que nosotros
recibimos con alegría temblorosa porque ese dinero lo había ganado
acostándose con otros
Lloro de bandoneones
que lo despeina a uno en dulces recuerdos, primeras emociones agridulces
de vida de cafishio: la mujer que va por la calle con un hombre; la mujer
que ríe en la mesa acompañada de tres hombres, sensación de procacidad
y ráfaga; la mujer que durante la noche ha hecho la recorrida del café y
la pieza del brazo de clientes que pasaban ante los ojos, emoción que
colma la expectativa de algunas palabras susurradas subrepticiamente: “Esperá
un momento querido, que pronto me desocupo”.
El tango nos
empenacha el alma del recuerdo de primitivas alegrías: la mujer de todos
pavoneándose en compañía de aquel a quien le regala su dinero, la gente
mirándonos al pasar, los giles asombrándose de las pornografías de la
conversación, las tenidas en las piezas de las amigas, las presentaciones
de rigor: “Le presento a mi marido”.
Tardes de lluvia
desperdigadas entre largas rondas de mate, la victrola en un rincón, la
bandeja de masas arrumbada entre tarros de gomina. Si la mujer hace la
calle, la reglamentaria despedida a las cuatro, el “hasta luego querido”,
el “tené cuidado con los tiras, nena” y la mujer que en el instante
de la despedida siempre tiene un gesto raro, casi doloroso al principio en
el oficio y que mediante un esfuerzo de voluntad recubre su rostro de una
máscara de impasibilidad convirtiéndose instantáneamente en otra,
mezclándose a los transeúntes con el tardo paso de la yiranta.
Inmediatamente a uno le cruza la mente esta preocupación: “En fija la
encanan hoy” o “¿No será la última vez que la veo hoy?”
Por eso, cuando en
el silencio que guardamos junto a la mesa de café, repiquetea el timbre
del teléfono, un sobresalto nos mueve las cabezas, y si no es para
nosotros, bajo las luces blancas, bermejas o azules, Uña de Oro bosteza y
Guillermito el Ladrón barbota una injuria, y una negrura que ni las
mismas calles más negras tienen en sus profundidades de barro, se nos
entra a los ojos, mientras tras el espesor de la vidriera que da a la
calle pasan mujeres honradas del brazo de hombres honrados.
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