Roberto
Arlt
(Buenos Aires, Argentina, 1900 – Buenos Aires, 1942)
Accidentado paseo a Moka
El criador de gorilas
(Santiago, Chile: Editorial Zig-Zag [Revista Aventura Nº 165], 1941, 112 págs.)
Cuando el “Caballo Verde”
salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado de codos en
la pasarela del paquete, cargado de negros hediondos y pirámides de
bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de
Fernando Poo empequeñecía a la distancia:
—¡Cómo ha
cambiado todo esto! ¡Cuánto! Y de qué modo!
Clavé los ojos en
el rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo
bandido, y moví también la cabeza, como si participara de sus
sentimientos. El viejo continuó:
—Fue allá por el
año 80. Entonces no existía el puerto que usted ha visto ni la catedral
con sus dos torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e
Industrias, ni alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros
en bicicleta. No. Nada de eso existía.
Fijé la mirada en
el lomo de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor de
agua al espacio, pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada
estaba detenida en el pasado. Emocionado, prosiguió:
—Cuando llegué a
Fernando Poo, la aduana era una valla de bambú y la Casa de Gobierno una
choza al pie de la colina. Algunos indígenas descalzos, embutidos en
fracs donde habían zurcido charreteras de oro y sombreros de copa,
desempeñaban funciones burocráticas con un puñal en el cinto y un
paraguas en la mano En el mismo paraje donde se levanta hoy la catedral de
Santa Isabel conocí al rey de los bupíes, un granuja pintado de ocre
amarillo que se pavoneaba, semidesnudo, por el islote, cubierto con un
sombrero de mujer y diez collares de vértebras de serpiente colgando del
cuello. Cuando comía en presencia de forasteros, una de sus mujeres, de
rodillas frente a él, soportaba en sus manos el plato de madera, en el
cual él y yo hundíamos los dedos para recoger puñados de arroz, que
antes de comer apelmazábamos en una bola, porque ésa era la costumbre.
El noble anciano
movió la cabeza.
—¡Cuánto,
cuánto ha cambiado todo esto! África ya no es África. África ha
muerto, mi querido joven. No respondí palabra, aunque me halagó el
epíteto de joven. La costa de la isla se alejaba; las cimas cobrizas del
cráter de San Agustín y el pico de Rosa Gándara superponían sus moles
triangulares en el horizonte; la bola de fuego del sol naufragaba en un
mar ígneo de vellones escarlatas.
Súbitamente la
inmensidad atlántica pareció inflamarse en rojo de piedra, el rojo
subió por los flancos del “Caballo Verde”, bajó a los puentes; los
negros parecían diablos hacinados en una caldera, las pirámides de
plátanos irradiaban una atmósfera bermeja y la isla de Fernando Poo,
ennegrecida en un juego de contraluces, en este fondo de fuego, quedó
reteñida de violeta. Mágicamente sus valles aparecieron cargados de
brumas violetas, sus montes tallados en bloques de terciopelo violeta, y
de pronto, por el rostro del noble anciano, rodaron dos lágrimas, a las
que el reflejo del Atlántico rojo dio apariencias de lágrimas de sangre.
Luego, bruscamente, se hizo la noche. El tantán de los negros resonó a
bordo del “Caballo Verde”; una luna perlática fosforeció en la
inmensidad entre enormes estrellas rebosantes de temblorosas luces, y el
noble anciano que en su juventud había sido un conspicuo bandido dijo,
mientras vertía sobre el hielo de su copa el oro de un whisky viejo:
—Esta tarde me
acordé de mi primer viaje al valle de Moka. Yo tenía dieciocho años.
Todo ocurrió en la primavera del año 80.
—Mi choza de ramas
y techo de hojas de palma se levantaba en la isla de Leben. Allí me
dedicaba a vivir desnudo en las caletas. Una mañana, como de costumbre mi
criado Alí me despertó con sus palabras rituales:
“—Que tu día
sea bendecido...
“Alí era un
chiquillo de quince años, que yo encontré vagabundeando, muerto de
hambre en las orillas del Río de Oro. Cuando tropecé con él andaba
descalzo, su turbante era un trapo indecente y su chilaba hubiese
avergonzado a un mendigo del Zoco. A cambio de esta pobreza de bienes
terrenales, Alí era valiente como un tigre y docto como un ulema, pues
hablaba holandés y un montón de dialectos africanos. Contra la seca
carne de su pecho guardaba un puñal.
“Adecenté a Alí
dentro de la posibilidad de mis recursos, y me lo llevé a la isla de
Leben, en la de Fernando Poo.
“Ahora estaba
frente a mí, más perezoso y adormilado que nunca, rezongando con la boca
abierta por un bostezo:
“—Que tu día
sea bendecido. Allí están los hombres que te conducirán a Moka.
“Hacia varios
días le había manifestado a Alí que quería visitar el valle de Moka.
El valle de Moka, antes que lo estropearan los blancos, era un paraíso de
helechos, en cuyo centro una fuente de agua hirviente dejaba escapar
vapores venenosos que mataban a los pájaros que cometían la imprudencia
de entrar en la atmósfera de sus emanaciones de óxido de carbono. Los
negros bupíes decían que el diablo vivía en el valle de Moka.
“En cierto modo,
mi aventura era descabellada, porque el calor arreciaba cada día más.
Lluvias constantes sucedían a soles de fuego, pero yo estaba dispuesto a
toda costa a entrenarme en la vida salvaje de los bosques tropicales, pues
tenía el proyecto de asaltar el próximo invierno un importante banco de
Calcuta y de huir a través de la selva; mas, precisamente, para huir a
través de la selva había que conocer la selva, estar familiarizado con
sus peligros, con sus hombres, con su misterio.
“Tal es la razón
por la que yo me veía en marcha ahora, a través de un bosque tupido, en
compañía de un pillete mahometano y cuatro salvajes auténticos. Estos
tenían el rostro rayado de cicatrices horizontales. Marchaban en fila
india, completamente desnudos, mostrando vientres enormes en cuerpos
flaquísimos, con collares de vértebras de serpiente en torno del cuello,
para librarse del mal de ojo de los genios malignos de la selva. Sobre sus
cabezas motudas cargaban las bolsas de arroz, cacao y café que
necesitábamos para sobrevivir en medio de la selva. También llevábamos
algunas botellas de pólvora para los jefes salvajes que encontráramos en
el camino. Yo iba armado con una magnífica carabina revólver y puñal.
Mi proyecto era meter a los indígenas en el valle de Moka y obligarlos a
cruzar el valle en dirección contraria a la que habían venido,
aprendizaje que tenía que ser rico en experiencias para mí y Alí, a
quien pensaba convertir en un eficiente ayudante de bandido.
“Durante los
primeros días de viaje, quiero decir, las primeras horas, el paisaje me
extasió violentamente. Mis hombres unos con yataganes prehistóricos,
otros con hachas de extraña procedencia, se abrían paso entre la cortina
vegetal que filtraba en verde la luz solar. Había momentos que
parecíamos buzos en el fondo del mar, tan perfecta era la atmósfera
verde en la cual nos movíamos constantemente. Nuestra pequeña caravana
era acompañada por los arrullos de las palomas silvestres, las voces
atroces de los papagayos, los ronquidos de los filicoti, los chillidos de
los monos, que se desgañitaban, huyendo rápidamente por las ramas más
altas.
“Alí, contra su
costumbre de irme pisando los talones y de adularme conscientemente en
cuanto sospechaba que pudiera agradarme, caminaba ahora junto a los
bupíes, que tal es el nombre de los salvajes de Poo, melancólicamente
agobiado.
“Atribuí su
silencio a que estaba fatigado, como yo también comenzaba a estarlo de
caminar continuamente sobre una crujiente alfombra de hojas secas o
podridas, cuyos vahos penetraban por las narices hasta martillear su
neuralgia en las sienes. A veces levantaba la cabeza; allá arriba, muy
alto, se veía la cúpula de los árboles cuyo nombre ignoraba, pero cuyo
tronco áspero o lustroso, de hojas gruesas o transparentes soportaba
desde sus ramas en arco innumerables bejucos, manchados de estrellas
escarlatas o de cálices blancos.
“De pronto Alí me
hizo una señal. Me acerqué a él y dijo:
“—Estos perros
enemigos del Profeta saben que estoy enfermo.
“Lo miré,
sorprendido, a él y a los cargueros.
“Efectivamente,
los bupíes debían sospechar la naturaleza de la enfermedad de Alí,
porque hablaban vivamente entre ellos. Llevé mi mano a la frente de Alí.
Quemaba de fiebre. Le tomé el pulso. Su corazón parecía querer saltar
del pecho.
“—Hagamos alto
—dije—. Di a los hombres que busquen hojas de palma, que nos
quedaremos aquí hasta mañana.
“Alí habló con
los indígenas; éstos dejaron sus cargas en el suelo y se apartaron para
recoger hojas de palma con que techar la choza que tenían que fabricar.
“Alí se dejó
caer en el suelo y entrecerró los ojos. Así permaneció durante una
hora. Lejos se escuchaban los voces de los cargueros bupíes. Alí, con la
cabeza apoyada en el tronco, dormitaba. De pronto se puso de pie, arrojó
un grito, echó a correr, golpeó de cara en un árbol y cayó. Por
momentos un estremecimiento sacudía su cuerpo. Me incliné sobre él para
examinarlo, y entonces, allí en su brazo amarillento, vi una ligera
mancha escarlata que extendía sus arabescos.
“Me retiré
estremecido.
“No quedaba duda.
Alí estaba bajo la acción del primer ataque de la enfermedad del sueño.
“Como si mi
descubrimiento hubiera aterrorizado a la naturaleza que me rodeaba, un
silencio imponente pesaba en el bosque. Las voces de los bupíes no se
escuchaban ya.
“Aturdido por la
sorpresa, me senté en el tronco de un árbol derribado por el rayo. ¿No
estaría yo también infectado? No podía ignorar las consecuencias de
esta terrible enfermedad tan contagiosa como incurable. En el Congo, más
de una vez me había encontrado con negros encadenados por el pescuezo a
recios árboles para que no pudieran deambular a través de los poblados
propagando su peste. Allá, en el fondo de la maleza, una tarde, no lejos
del Río de Oro, descubrí un alucinante grupo de negras y negros en
distintas etapas de la enfermedad. Algunos durmiendo, con la piel pegada a
los huesos, otros con los párpados tan inflamados que apenas podían
mantenerlos abiertos. Algunos, semiincorporados como espectros de ceniza,
pedían limosna desde su lecho de hojas secas. Otros, completamente
inmóviles, pegados al suelo, con las piernas encogidas, parecían
momificados en su extremísima demacración. Nubes de mosquitos se
cernían sobre sus cuerpos de muertos vivos.
“¿Qué hacer?
“Si yo abandonaba
a Ali en el bosque, lo devorarían las fieras, las hormigas gigantes, los
buitres. Si lo llevaba conmigo, me infectaba, si ya no lo estaba. ¿Qué
hacer? Alí estaba perdido, y yo también, quizá, estaba perdido. De los
bupíes no se escuchaba una sola voz. Nos habían abandonado,
aterrorizados por la enfermedad cuya peligrosidad conocían.
“Tomé mi
revólver, me acerqué a Ali y le encañoné cuidadosamente la cabeza.
Sonó un estampido.. Alí no sufriría más.
“Ahora lo que yo
tenía que hacer era volver a Leben. Hacía siete horas que habíamos
salido del islote; la noche estaría próxima. Pasaría la noche en la
selva, y al día siguiente regresaría por el camino que habían abierto
las hachas y yataganes de los bupíes.
“Dando un rodeo en
torno del cadáver de Alí, me acerqué al lugar donde los indigenas
habían abandonado las bolsas de provisiones; preparé un poco de cacao, y
deshecho por la fatiga, pensando torpemente que yo podía estar también
enfermo de la enfermedad del sueño, apoyé la cabeza en una bolsa, y bajo
la oscuridad del ramaje me quedé dormido.
“Un grito
espantoso me despertó en la noche.
“Me puse de pie en
la oscuridad. Estaba rodeado de ramas de árboles sobre las que se movían
lentejuelas fosforescentes. Eran las pupilas de los pájaros que
reflejaban en su fondo la luz de la luna, invisibles desde el lugar donde
yo vigilaba.
“Me estremecí en
mi mojadura de rocío. Ni un grito ni una voz en el bosque, donde tan
espantoso aullido había estallado. Por momentos se oía el crujido que
provocaba una ardilla al deslizarse sobre las hojas secas, o el roce de un
reptil al deslizarse.
“Me tomé el
pulso. El corazón marchaba perfectamente.
“El bosque
permanecía en un silencio total, un silencio como el que provoca la
presencia de un ser vivo entre las bestias. Sin embargo, nada denunciaba
al hombre ni al salvaje, como no ser este silencio festoneado en reflejos
amarillos.
“Sin embargo, un
grito terrible, allí cerca, había venido a despertarme. ¿Quién era el
que había gritado?
“La noche debía
estar avanzada, porque arriba, entre las ramas de los árboles, las
grandes estrellas próximas parecían flotar en un estanque de agua.
“Cautelosamente me
senté en el suelo y me puse a esperar la llegada del día. Pensé que me
sobraba razón cuando pensaba que para fugarse a través de la selva
había que estar entrenado. No nos habíamos apartado nada más que unas
horas de la orilla del agua, y ya se presentaban dificultades
insuperables.
“Otra vez me
quedé dormido. Cuando desperté, el sol estaba alto. De pronto me llamó
la atención un grupo de monos chillando en la copa de un árbol,
señalándose los unos a los otros, como seres humanos, algo que yo no
podía ver desde el lugar en que me encontraba. Recordé el grito de la
noche y trepé a un árbol para escudriñar.
“Desde la rama
más alta, donde ya me había encaramado, solo se distinguía una especie
de plazoleta o claro en el bosque. Nada más. Sin embargo, los monos
chillaban y se mostraban algo que yo no podía ver. Bajé del árbol y
comencé a cortar entre los bejucos de la cortina vegetal un camino hacia
el claro misterioso. Trabajaba alegremente, a pesar de la terrible
temperatura que hacía, porque pensaba que esa disposición para el
trabajo indicaba que todavía yo no estaba infectado por la enfermedad del
sueño.
“Finalmente
llegué a la plazoleta.
“Allí, en un
claro, a ras del suelo, se veía la cabeza de una negra dormida o muerta,
puesto que estaba con los ojos cerrados. Parecía aquella una cabeza
cortada dejada expresamente en el suelo. A unos metros de la cabeza,
separada del brazo, se veía la mano derecha de la negra. Había sido
cortada de un hachazo.
“El cuerpo de la
negra estaba enterrado en el suelo hasta el mentón.
“Comprendí.
“El castigo que
los bupíes infligían a las mujeres que cometían el delito de adulterio
o que abandonaban el bosque para vivir con un extranjero. Me incliné
sobre la negra. Ofrecía un espectáculo extraño esa cabeza con los ojos
cerrados a ras del suelo. Levanté un párpado de la cabeza. La negra
estaba viva.
“Miré en
derredor. La tribu que la castigó allí, a poca distancia, había dejado
olvidada una paleta de madera. Corrí a la pala y comencé a quitar la
tierra del hoyo en el que la negra viva estaba enterrada. El sudor corría
a grandes chorros por mi cuello. Yo descargaba y descargaba paletadas de
tierra, y la negra no abría sus ojos. Le toqué la frente. Se consumía
de fiebre. Finalmente, evitando herirle el cuerpo, abrí el hoyo y
conseguí retirar a la negra aun viva de su sepultura. Los negros que la
mutilaron le habían envuelto el muñón en hierbas, a fin de evitar la
hemorragia y prolongar así su agonía. Cargué a la negra sobre mi
espalda. Era una muchacha joven y bonita. La llevé hasta mi campamento, a
la orilla de la fuente, y le eché un poco de agua entre los labios.
“Yo no era un
sentimental; estaba acostumbrado a considerar al negro al mismo nivel que
a la bestia, pero esta negra de cara romboidal, joven y ya martirizada,
despertó mi piedad. Tres días después que la retiré de su sepultura
abrió los ojos. Me miró, sonrió, y luego volvió a cerrarlos.
Finalmente reaccionó, y por uno de aquellos milagros casi
incomprensibles, su brazo mutilado se cicatrizó.
“Yo trabajaba
alegremente para salvar la vida de Bokapi. Trabajaba alegremente como un
esclavo porque esa constante disposición para trabajar me indicaba que yo
no estaba infectado por la enfermedad del sueño. Creo que fue la primera
vez en mi vida que trabajé. Había que buscar agua, preparar el arroz,
ahuyentar de la cabaña toda clase de bicharracos: langostas, gorgojos,
hormigas, grillos, caballos del diablo. Un día recuerdo que mate una
araña negra y peluda, grande como un cangrejo. Oscilando sobre sus patas
de camello se aproximaba a Bokapi, que dormía.
“Finalmente Bokapi
me contó ei origen de sus desventuras. Su pecado consistía en haberse
ido a vivir con un mestizo.
“La cosa ocurrió
así:
“Entonces cada
tres meses, llegaba un buque al puerto de Santa Isabel. La llegada del
buque se festejaba con una fiesta fantástica. En la costa de la selva,
entre las cañas de azúcar y los plátanos, se formaban danzones de
negros. Corrían latas de aguardiente tenebroso, fuego vivo que trocaba el
danzón en una orgía de la cual también participaban los blancos. En una
de estas fiestas conoció ella al mestizo Juan, lo amó y se fue a vivir
con él en las proximidades de la empalizada de bambú.
“El mestizo la
amaba cuanto puede amar un mestizo y no le pegaba nunca, ni por la noche
ni por el día. Pero a pesar de estas virtudes, el mestizo se enfermó.
Inútilmente lo atendió el marinero que era el jefe de la aduana, y
después el hechicero del poblado más próximo. El mestizo murió como
Dios manda, y Bokapi se quedó sola.
“La tribu en el
bosque no se había olvidado de su deserción. Una tarde que Bokapi
corrió hasta el bosque a buscar una gallina, recibió un golpe en la
cabeza. Cuando despertó estaba tendida en el suelo. La habían despojado
de sus ropas; algunos bupíes armados de bambú aguardaban el momento de
su suplicio. Primero un hechicero viejo, envuelto en innumerables vueltas
de vértebras de serpiente y con la cabeza adornada de cuernos de
antílope, le había lanzado torrente de imprecaciones; después, un grupo
de viejas la flageló con látigos de bejucos hasta que Bokapi se
desmayó. Cuando recobró el conocimiento estaba oprimida por un corsé
frío que la paralizaba toda entera. Se reconoció enterrada viva, con la
cabeza a ras del suelo y un brazo fuera, sobre la tierra. Silenciosamente
danzaban en torno de ella sombras lujuriosas; de pronto las sombras se
detuvieron; el hechicero levantó el hacha y la dejó caer.
“El tremendo grito
que me había despertado fue lanzado por Bokapi al sentir la mano cortada.
“Conocí entonces
la naturaleza negra.
“Si Bokapi había
amado al mestizo, a mí me adoraba. Cuando pudo caminar y valerse, cuanta
atención le sugería su imaginación para demostrarme su amor y gratitud
la ponía en práctica. Si yo entraba en la choza, ella se ponía de
rodillas y besaba el suelo que pisaba. Luego corría a ofrecerme licor de
plátano, que sabía preparar, o solomillos de rata gigante, que se
ingeniaba para atrapar. Cuando yo dormía, ella, de pie a mi lado, movía
constantemente unas hojas de palma para renovar el aire en torno de mi
rostro. Yo pensaba ahora que no me dedicaría a ser bandido ni intentaría
robar el banco de mi proyecto. Viviría para siempre con Bokapi en la isla
de Leben, y Bokapi trabajaría para mí, y yo no haría nada más que
bañarme en las caletas y dormir en los arenales.
“Finalmente
abandonamos la selva.
“El camino que
algunas semanas antes habían abierto sus salvajes hermanos estaba
borrado. Sin embargo, Bokapi se orientaba en la selva con naturalidad
asombrosa. Tres días demoramos en llegar a los acantilados, y cuando
estábamos por salir de la floresta entre cuyos claros se distinguían los
cocoteros de los arenales, ocurrió lo imprevisto.
“Bokapi y yo
caminábamos tranquilamente, cuando, de pronto, ella me apretó el brazo,
deteniéndome.
“A cinco metros de
nosotros, desenvolviendo sus pesados aros amarillos, irritada, nos miraba
una boa. Su cabeza triangular se dirigía a nosotros con la lengua bífida
ondulando de furor fuera de la escamosa boca.
“Me paralizó un
frío mortal. No podíamos escapar. Íbamos a perecer los dos. Bokapi lo
comprendió, se despidió de mí con una mirada y rápidamente se lanzó a
la boa.
“¡Quién pudiera
contar la inútil lucha de la negra con la boa! Yo vi cómo Bokapi, con su
único brazo libre, intentó tomar la garganta de la boa; vi cómo los
anillos de la terrible serpiente prensaban sus piernas y su pecho; vi
cómo Bokapi clavó los dientes en el lomo de la boa con tan furiosa
mordedura, que súbitamente la boa duplicó su presión. Y Bokapi ya no se
movió.
“Entonces, a la
vista de la playa, entré al bosque y me puse a llorar como una criatura.
La selva era terrible.”
Literatura
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