Roberto Arlt
(Buenos Aires, Argentina, 1900 – Buenos Aires, 1942)


Noche terrible
El jorobadito
(Buenos Aires: Librerías Anaconda, 1933, 209 págs.)


      Distancia encajonada por las altas fachadas entre las que parece flotar una neblina de carbón. A lo largo de las cornisas, verticalmente con las molduras, contramarcos fosforescentes, perpendiculares azules, horizontales amarillas, oblicuas moradas. Incandescencias de gases de aire líquido y corrientes de alta frecuencia. Tranvías amarillos que rechinan en las curvas sin lubrificar. Ómnibus verdes trepidan sordamente lienzos de afirmados y cimientos. Por encima de las terrazas plafón de cielo sucio, borroso, a lo lejos rectángulos anaranjados en fondos de tinieblas. La luna muestra su borde de plato amarillo, cortado por cables de corriente eléctrica.
       Ricardo Stepens no olvidará jamás esta noche. Y es probable que Julia tampoco, pero por distintas razones que Ricardo.
       Él se ha detenido en la vereda, con un pie sobre el mármol del zaguán, la mano derecha en la escotadura del chaleco y los labios ligeramente entreabiertos. Un foco ilumina con ramalazo de aluminio las tres cuartas partes de su rostro, y el vértice de su córnea brilla más que el de un actor de cine. Sin embargo, su corazón galopa como el de un caballo que va a reventar. Y piensa:
       «Es casi lo mismo cometer un crimen», al tiempo que Julia tomándole de un brazo repite satisfecha:
       —Cómo van a rabiar las que yo sé. —Luego calla, regustando su satisfacción elástica y profunda. Le parece mentira haber esperado durante tantos meses la ocurrencia del suceso que se llevará a cabo mañana y que anheló tan violentamente durante años y años, llorando de congoja y envidia en su almohada de soltera, cada vez que se casaba una amiga suya. Ahora le ha llegado a ella también el turno. Realidad tan terrible y sabrosa de paladear, como una venganza. Ella no piensa en el que permanece allí a su lado, sino en sus amigas, en lo que dirán sus queridas y odiadas amigas. Y quisiera lanzarse a la calle, a preguntarle a gritos a los transeúntes:
       —¿Se imaginan ustedes lo que dirán Elsa... y Sebastiana... y María?...
       Stepens, sardónico, adivina el curso de los pensamientos de la mujer, y se dice: «Julia se casaría conmigo aunque fuera un asesino», y en voz alta, amistosamente, inquiridor, lanza su frase:
       —¡Si supieras qué feliz me hace saber que te hago tan dichosa!...
       —Querido...
       —Y estoy contento de casarme con vos, Julia. ¡Oh!, muy contento. Me has atrapado como a una criatura... y estoy contento de comportarme como un imbécil en tu presencia. Sé que vas a dominarme por completo, que te obedeceré como un esclavo...
       Stepens descubre un placer agrio y malévolo en humillarse así ante esa mujer que lo observa con ojos fríos mientras sus labios sonríen para despistar el trabajo de su observación. Julia murmura:
       —No digas eso.
       —Ansío tu dominio, y vos precisamente tenés el temperamento de mujer que se necesita para tiranizar a un hombre de tan poco carácter como el mío. Lo que aún me queda de voluntad lo disolverás como el ácido nítrico disuelve el hierro.
       Cada vez que Stepens se expresa de esta forma, en Julia se produce una modulación de sensualidad repugnante, profundamente desagradable. Al mismo tiempo la sensación la atrae, como si ese hombre despertara en su personalidad un yo monstruoso. Mas ya no queda tiempo para elegir. Mañana podrá, por fin, gritar su victoria y cambiar una mirada definitivamente agradecida con la cómplice madre que la ayudó mediante su experiencia a atrapar a este calenturiento, que susurra junto a ella:
       —Te lameré los pies como un perro...; obedeceré tu más mínimo gesto...
       Julia contempla las lejanas líneas horizontales amarillas, las oblicuas verdes, las perpendiculares rojas. Es ésta su última noche de novia. Puede dominarlo a Stepens por la sensualidad, este erótico únicamente podrá ser encadenado por su sexo y durante un instante se dice:
       «Sí, le destruiré la voluntad... me obedecerá y pobre de él si me resiste.»
       Bajo el foco eléctrico pasa un automóvil de carrocería achocolatada. El aire se impregna de olor a nafta y aceite quemado.
       Ricardo, por decir algo, murmura:
       —El carburador no funciona bien —pero al mismo tiempo se repite:
       «Es casi lo mismo cometer un crimen», y tomando la mano de Julia se la lleva despacio al rostro, aplasta la palma de la mano encima de sus labios y la besa largamente.
       Son las once...
       Ricardo Stepens no olvidará jamás esta noche, decorada en la altura por contramarcos de gases fosforescentes y locomotoras de lámparas eléctricas que ponen agujeros negros o soles violetas entre las constelaciones rosa de otros letreros luminosos que antorchan permanentemente las crestas de la ciudad capitalista con sus estructuras de castillos de hadas.
       Julia apoya una mano sobre el hombro de Ricardo. Lo examina tan profundamente, que Ricardo tiembla por su secreto. Tiene la impresión de que el rostro de la mujer ha enrigecido en las tinieblas.
       Habla ella:
       —Es nuestra última noche de novios. Mañana a esta hora...
       —Estaremos hace cuatro horas camino de Montevideo... Y entonces tú, Julia, tomándome de un brazo me dirás: «¿Querías que te destruyera la voluntad y te convirtiera en un esclavo, no?...»
       —Querido... me desagrada que hables así. Seremos compañeros.
       Stepens hace un esfuerzo para ocultar su sonrisa canalla, y murmura hipócritamente:
       —Tenés razón. Seremos compañeros. Qué hermosa es esa palabra. —Cambiando de tono vuelve sobre el viejo tema—: Sebastiana y María se pondrán verdes de rabia...
       Con falsa ecuanimidad, reflexiona Julia, arteramente:
       —Déjalas a las pobres. Hay que compadecerlas.
       Goloso como un gato que juega con un ratón, insiste Stepens:
       —No me negarás que te envidian...
       —Véanlo al presuntuoso...
       Una voz interior habla en Ricardo:
       «Sos un canalla y un monstruo. Necesitás excavar más profunda la herida...»
       Para alejarse de este reproche, Stepens comenta:
       —¡Cuántos regalos llegaron!
       —¡Y los que tienen que venir!... —Julia reflexiona. Después—: Es tan necesario todo en una casa. ¡Pero qué pálido estás!...
       Ricardo escoge la mentira. Ella no puede adivinarla. Lanza:
       —Es el deseo. Un deseo terrible. Me duele el bajo vientre, querida —como un ebrio se apoya en ella; la toma de la cintura y, apretando el semblante contra su rostro, le levanta el mentón hacia su boca y susurra—: ¿Te das cuenta?... Mañana.
       Julia apoya delicadamente una mano en el sexo del hombre.
       Resuenan pasos en la vereda y se apartan. Desaparece el transeúnte y él se derrumba verticalmente sobre ella, trabajosamente mantiene entreabierta su ropa; ella lo oprime y lo acerca a su centro y de pronto él eyacula en el aire.
       El espacio se llena de gemidos entrecortados:
       —Querida... queridita...
       —Callate... ¡ah!... querido...
       Como a través de una neblina, ellos miran apagarse y encenderse una estrella compuesta de rayas verdes. La fosforescencia de cocuyo filtra en la oscuridad distante cierta frigidez de aire líquido. Permanecen abotargados. Julia, pasando suavemente el brazo por la cintura del hombre, casi soliloquia.
       —¿Te imaginás oyéndome llamar señora? Estoy tan acostumbrada a que me llamen señorita...
       Ricardo, haciendo un esfuerzo tremendo aparta la atención de la lejana araña verde, y contesta como a través de un sueño, con la boca pastosa:
       —Te llamarán señorita, y vos dirás: «No, soy señora... la señora de Stepens». —De pronto la comedia se torna insostenible y Ricardo siente que su corazón desfallece de la misma manera que cuando tiene que sentarse en el sillón de operaciones del dentista. Cierra los ojos y apoya la cabeza en el hombro de Julia. Ella observa, sus dedos se apoyan en el relieve de su nariz, se dilatan abarcando los cartílagos y le frotan la mejilla. Ricardo dice:
       —Quisiera dormir. Estoy cansado. Estoy tan cansado como no te podés imaginar. Tengo todos los nervios rotos.
       —Yo te haré dormir. Y te diré: Dormí, chiquito mío. Y vos te dormirás, ¿no es cierto, amor?
       Stepens, con la cabeza caída en el hombro de la mujer, contempla la distancia. Hay una remota encrucijada de calles. La voz misteriosa exclama dentro de él:
       «Es casi lo mismo cometer un crimen.» Frío de hielo le sube por la pantorrilla. Se incorpora rígidamente. Julia insiste:
       —Estás un poco pálido. Descansá. Ved. Quiero darte, antes de que te vayas, mi último beso de novia.
       Las dos cabezas se entrecruzan. Y, mientras ella aprieta sus labios sobre los suyos, Ricardo piensa:
       «¡Qué segura de sí misma es esta mujer! ¡Qué firme!»
       —¿Estás contento, querido mío?
       —Me voy. Me voy. Si me quedo un minuto más, perderé el control de mí mismo.
       —Andate. Descansá bien. Pensá en mí. Levantate temprano, que a las once...
       —A las nueve estaré aquí.
       —Hasta mañana, gran amor.


«ES COMO UN CRIMEN»

      Al doblar el automóvil en la esquina, Stepens distingue la mano de Julia saludándolo. Cierra los ojos, y doblando el cuerpo sobre el asiento trasero, permanece como semiadormecido. Su corazón trabaja con altísima tensión. Por momentos los latidos se precipitan en avalancha, luego decrece el trabajo de la bomba de sangre, y el toc-toc se podría transmitir telefónicamente a larga distancia.
       Stepens se asfixia en el interior del coche. Gira la manivela del cristal. La ventanilla baja. Una bocanada de aire húmedo le refrigera la frente. Suspira profundamente. Luego:
       —¿Dónde dije que fuera, chófer?
       —A Belgrano...
       —No, hombre. Vamos al centro.
       —¿A qué parte?
       —Adonde se le dé la gana.
       De la boca de una farmacia escapa un dilatado hedor de yodoformo. Penetra en el coche.
       La lamparita del tablero de instrumentos lo deslumbra. Cierra los ojos. Piensa: «Es casi lo mismo que cometer un crimen».
       Su corazón galopa nuevamente. Le parece ir cruzando una llanura, espoleando un caballo. Tiene prisa por llegar. ¿Adónde?
       Al crimen.
       El embrague del auto rechina en la brusca frenada. Stepens distingue un quiosco gris, luego una dorada vidriera de café.
       —Pare aquí, chófer...
       —Estamos en Almagro.
       —No importa. Pare aquí.
       Abona el viaje. Entra al café. Se sienta a una mesa. Mira en redor. Está bajo un plafón de yeso con filetes dorados, que soportan frías columnas jónicas, de mármol jaspeado con motas de oro y ceniza y mostaza. Un friso de espejos ciñe la pared artesonada de cuadros de cedro. Cada espejo es un embudo rectangular de encendidos cristales escalonados. Una solapa morada se inclina hacia él:
       —...
       —Café...
       —¿Café?...
       —Sí; café y una jarra de agua.
       Entrevé un gesto despectivo. Nuevamente la solapa morada se inclina hacia él, una jarra de metal plateado se apoya en la mesa y ahora bebe ávidamente. Se desprende el nudo de la corbata, piensa que pueden confundirlo con un criminal, y se ajusta el nudo. Bebe un vaso de agua. Otro. Otro. Suspira profundamente. Descansa algunos minutos. Paladea el café. Enciende un cigarrillo. Mira las chicas de la orquesta. Vuelve el respaldar de la silla al salón, de manera que se queda mirando la calle. Una voz automática repite en él: «Es casi lo mismo cometer un crimen».
       Su espina dorsal se dobla. Una sensación muelle se le arquea en el estómago. Traga humo. Echa humo. Desparrama la ceniza del cigarrillo sobre el mármol de la mesa. Por instantes entrecierra los ojos, luego los abre; un gran descanso llueve desde el plafón a sus miembros. Descubre que está mirando un atril niquelado que soporta un gorrito de mujer.
       Lentamente la voz se desenvuelve en él, como el extremo de un carrete de cuya punta estuviera tirando un diablo.
       Y se repite:
       «Mañana me casaré... esto es evidente. Me casaré si esta noche no reviento o escapo. Cortar decorosamente es ya imposible. Mis camaradas han hecho una suscripción, han llegado regalos... mañana recibiremos nuevos obsequios...: el eterno juego de té y licores; los cubiertos raros para comer pescados o espárragos... Es maravilloso... ¿Qué diría, por ejemplo, una pareja, si le regalaran un irrigador o un anticonceptivo?»
       No puede retener la risa y se retuerce solo en su asiento, mirando el tablero de su mesa.
       —¿Llamaba el señor?
       Stepens mira la solapa morada de mala manera y hace un gesto negativo. La solapa morada desaparece:
       «Qué estúpida es la gente. No se ha acostumbrado a ver cómo sonríe un hombre. Parece que fuera obligatorio estar acompañado para reírse. Pero sí ¿por qué no se acostumbrará a regalar irrigadores en las bodas? De cualquier modo es imposible cortar decorosamente. ¿Qué pretexto inventar para dejarla a Julia? No puedo alegar que no es virgen, porque aún no me he acostado con ella. No puedo jurar que tiene mal carácter, porque es más dócil que un guante de seda. ¡Oh! la hipócrita. ¿Dócil? ¿Cuántos amantes habrá tenido? Se domina perfectamente. Me recuerda a esos astutos animalitos, excesivamente castigados por el hombre y que, por ser astutos, descubren al final la técnica para devorar a su enemigo.
       »Cierto que lo que pienso ahora pude haberlo pensado antes... aunque a decir la verdad mis conjeturas son antiguas. Es inexplicable cómo he permitido que mi situación se agravara hasta semejante extremo.
       »He aquí el misterio. ¿Por qué? Supongamos que se me condujera ante un honorable consejo de familia. ¿Qué respondería a los interrogantes que plantea mi propósito? De cualquier manera estoy divagando, porque a nadie es posible hacerle consejos de familia por tan ruines bagatelas. Suponiendo que pudiera responder algo, contestaría que “casarme” era una palabra desprovista de sentido para mí hasta el momento en que me vi abocado a la realidad de saber que tendría que convivir con una señorita que mayormente no me produce ni frío ni calor. Este caso guarda cierta similitud con aquel en el que se conversa de la muerte... ¡Qué distinto es divagar apoltronado en cualquier parte, frente a una taza de café, que no se teme la muerte!... ¡Qué desemejante con el acto de morir físicamente... perpetuamente!...
       »De cualquier modo, tengo que irme...; irme sin avisar... sin dejar rastros... como si hubiera cometido un crimen.»
       Ahora Stepens reposa con ademán incoherente. La fatiga anterior ha desaparecido. Se siente cómodo como en un baño de vapor. El confort del plafón de yeso con filetes dorados, lo penetra. Bebe a sorbitos un vaso de agua y observa burlonamente las mujeres envueltas en tapados de pieles que pasan tomadas del brazo de sus hombres. Éstos, adormecidos, las remolcan, con el cuello del sobretodo levantado.
       Stepens mira pensativamente esas parejas ignotas y se dice:
       «¿Qué objeto tiene reproducir uno de esos grupos somnolientos? Esa gente va directamente a la cama. Los machos se quitarán lentamente las medias, algunos, los más refinados, se meterán los dedos de las manos entre los dedos de los pies, y, retirándolos lentamente de las narices, les preguntarán a sus medias naranjas con perplejidad semicientífica:
       »—Qué curioso. ¿Por qué olerá como el queso? —y ellas, al tiempo que entre bufidos se quitan las fajas, responderán con el pensamiento en otra parte:
       »—Puercazo... si huele como queso, es porque no te bañás.»
       La calzada de asfalto refleja en su pulimento de humedad, alternativas franjas rojas y verdes. Son los focos traseros de los automóviles. Entre los rieles y las ruedas de los tranvías chisporrotean llamaradas azules.
       Stepens muerde un terrón de azúcar, y continúa soliloquiando:
       «Innegablemente, soy un hombre de naturaleza sensible. Humano. Otro en mi lugar, desaparecería sin más trámites; yo, en cambio, sufro sofocones y me apiado de Julia. Cierto que, a pesar de compadecerla, me voy. ¿Entonces para qué me ha servido ser dueño de una naturaleza sensible? Parece una ironía, pero la única ventaja que reporta una naturaleza sensible, es demostrarnos que somos lo suficientemente fuertes para dominarla.
       »Qué sería de nosotros si aceptáramos siempre el mandato de nuestros nobles impulsos. Mi noble impulso me arrastra a casarme con la primera desgraciada, coja, tuerta o jorobada que se me cruza en el camino. Por exceso de sensibilidad, me imagino esas vidas solitarias, recluidas en un altillo, volviendo al atardecer de los talleres, de las grandes tiendas, cargadas de pesados bultos de costura, y sufro... ¿Cómo no sufrir? Pero ¿acaso soy responsable de que estas mujeres hayan nacido con un fardo en la espalda, cojas, tuertas o jorobadas? No. No. No las he engendrado, ni tampoco soy Dios. Otro negocio sería si fuera Dios. ¡Nobles impulsos! Debemos aprender a defendernos de ellos, no de los seres humanos. Y en esta circunstancia, proceder sensatamente consiste en mandarse a mudar, desaparecer. Volatilizarse. Hacerse humo.
       »Cierto que mi actitud no es correcta, pero en los actuales momentos ni los gobiernos pueden observar procedimientos correctos: cierto que la gente hablará, pero si yo pudiera escribir en los periódicos, le rogaría a los habitantes de este hermoso país que se pusieran una mano en el pecho y que me contestaran imparcialmente: ¿cuándo la gente no ha comentado la conducta de un prójimo? Si me caso con Julia, por ejemplo, las familias de Elsa, de Sebastiana, de María, en cotorreo de personas honestas, demostrarán que tengo precisamente la pasta indispensable para ser un excelente cornudo, y como tenía pasta para ello, he buscado la mujer que puede adornarme la frente con los más variados estilos de la tauromaquia conyugal. Incluso dirán, compungiendo un gesto y adobando una lamentación:
       »—Es extraño que ese buen muchacho no haya encontrado un alma caritativa que le informara de los abortos que tuvo esa muchacha. —E incluso me mandarán la dirección de la partera... y hasta el monto de sus honorarios.
       »Si, en vez de juzgarme un cretino profundo, me calificaran de redomado pillete, en la misma rueda donde en caso contrario hubieran citado los abortos de Julia, dirán ahora:
       »—Bien decíamos que ese hombre era capaz de esto y mucho más. Bastaba mirarle la cara; ese gesto un poco atravesado, falso... pero si uno habla, dicen que es de envidia... —de manera que proceda de una forma o de otra, esa cáfila de narices largas y dientes postizos me despellejará sin consideración. Lo que la gente necesita es un motivo de conversación. La liebre. Luego con la liebre, ellos se preparan el guiso de su gusto...»
       —¿Llamaba el señor?...
       Stepens mira irritado la solapa morada, inclinada sobre él. Es innegable que el fámulo debe haberle cobrado repentinamente ojeriza, por una de aquellas misteriosas razones que hacen estallar entre dos desconocidos, al minuto de verse, el deseo de romperse a puntapiés y trompicones. Ricardo mira el reloj; son las doce y treinta y cinco minutos. Observa luego, socarronamente, el semblante del sirviente que tiene una cara redonda, con talante monástico, y le dice calmosamente:
       —Usted se equivocó de profesión. Debía ser sacristán.
       El fulano desencaja los ojos, estupefacto. Stepens continúa:
       —No venga más por aquí hasta que no lo llame. Si no le gusta mi cara, mire la del patrón.
       Espantado, el hombre de la solapa morada se retira de la mesa, y Stepens se dice:
       «Es trágico, pero el mozo me mira con antipatía, porque mi corbata de un peso le hace barruntar que recibirá propina escasa.»
       En fila india, salen de una portezuela situada en lo alto de un palco enguirnaldado de flores de papel y lamparitas azules y verdes, las lavanderas de la orquesta, disfrazadas de ninfas, con ridículos moños en la cintura, y brazos pecosos de fregonas. Stepens las considera casi inconscientemente, desde el fondo de sus ojos, y vuelve a su punto de partida:
       «Innegablemente, soy un hombre sensible. La sensibilidad es un peligro. Conduce a extremos poco honorables. Por exceso de ingenuidad, acaso bondad falseada, pero al fin y al cabo bondad y también falta de carácter, he llegado a un extremo: tener que casarme con Julia. Un imbécil honrado por sus cuatro costados de necedad se casaría con Julia. Y lo notable es que sería feliz. Posiblemente trataría previamente de convencer a sus amigos que Julia es una de las mujeres más extraordinarias que han infestado el planeta, y si ella hubiera perdido la virginidad en un momento de apuro, él diría:
       »—Sí... perdió su virginidad..., pero no es la primera ni la última. Además, ¿qué importancia tiene ese accidente en el concierto de los planetas?
       »Cierto que Julia es virgen. No me lo ha mostrado con certificado médico, de acuerdo, mas me lo ha dado a entender con sus escrúpulos terribles. Tampoco puedo ocultar que mi aseveración se basa simplemente en sus palabras y mi presunta buena fe, pues el resto son hipótesis y lucha grecorromana en los umbrales del deseo. Es trágico, pero ni pretexto tengo para romper con Julia, pues sin necesidad de mayores testimonios he dado a entender a los que querían escucharme, que el recato de Julia asumía formas extraordinarias. No me cabe duda que más de un imbécil se apartó de mi lado, seguro que si me equivocaba respecto a la virginidad de esta muchacha, los astros dejarían de rodar por sus órbitas.
       »¡Es trágico..., es humorístico..., pero es así! Nos debatimos en un océano de contradicciones. Si aceptamos a la mujer maltrecha por el amor de otro no falta quien nos tilde subterráneamente de cabrones consentidos; si la rechazamos, sobran los filosofastros y justicieros, que enarcando el belfo como si probaran una medicina repugnante nos motejan de absurdos retrógrados y energúmenos del prejuicio. ¿Qué hacer? ¿Qué debe hacerse con una mujer así? ¿Endosársela a un amigo? ¡Pobre Julial... ¿Por qué no se casará con algún amigo mío?
       »¡Y no es que yo tenga nada que decir de ella! No. ¡Dios me libre! Salvo esos conatos de lucha grecorromana donde un experto maliciaría un entrenamiento sospechoso, no tengo nada que decir.
       »Se me oprime el corazón al pensar en las dificultades que le proporcionaré. Es dramático, mas no lo puedo impedir. Para colmo de infortunio mi sensibilidad ha reconstruido el espectáculo lastimoso... hace una semana que entreveo el formidable toletole que se producirá cuando descubran mi desaparición, y no soy un hombre feroz para regocijarme en la desgracia que le sobrevendrá a un prójimo.
       »Sí, no soy un hombre feroz, y aparentemente me comporto como si lo fuera. Las apariencias me condenan, pero yo sudo sangre, y nadie lo barrunta. ¡Nadie me compadece! Es terrible, pero mañana, a las nueve y treinta, cuando Julia vea que no llego, me llamará por teléfono. La dueña de la pensión estará en el mercado y atenderá el aparato esa mala bestia de Cata, que como de costumbre ladrará que no entiende nada. ¡Es fantástico! Aunque la trompeta del Juicio Final sonara en las orejas de Cata, ella no entendería nada. ¡Es fantástico! ¿Qué tendrá esa mujer en los oídos?
       »A las diez y media hablará otra vez Julia, y Cata volverá a repetir su furiosa afirmacion de “que no entiende nada y que dentro de un rato llegará la señora”. A las once pedirá comunicarse conmigo la madre de Julia. Ya la “pensionera” habrá llegado y le responderá que no estoy. A las once y cuarto llegará a su casa en un automóvil el hermano de Julia, acompañado de su amigo, el boxeador. Harta la menestrala de los forasteros que merodean buscándome, y entreviendo en mi ausencia alguna descomunal pejiguera, acompañará a los dos perdularios hasta mi cuarto. Espantados comprobarán la desaparición de mi ropa y equipaje... menos un par de medias sucias..., esas medias sucias que siempre se dejan tiradas como un saldo sardónico en un rincón del cuarto, cuando se cambia de pensión. A las doce menos cuarto mis compañeros de oficina sonreirán socarronamente, regocijándose en la reconstrucción, posibilidades y motivo de mi canallería, simultáneamente felices de encontrar un tema de conversación que interrumpa la monotonía de sus vidas, y condenándome al mismo tiempo con un dejo de envidia. A la una de la tarde todos los braguetones de guardia en las comisarías de la capital archivarán con un gesto obsceno la noticia de mi desaparición. A las dos, el jefe de mi oficina, con grave talante, después de gargajear arduamente en el cesto de papeles, como si fuera a tratar un asunto de estado, perorará en el círculo de mis compañeros:
       »—Un desvergonzado ha desaparecido de entre nosotros... es decir, un hombre que se burlaba bajo el sayo de la patria, de la moral y de la religión, como si patria, moral y religión no fueran el freno que perentoriamente impide que un irresponsable se convierta en un decidido bellaco. —Y así continuará hasta que bostecen disimuladamente los desdichados que se pudren a sus órdenes. El que posiblemente vomitará un pensamiento sincero será Emesto. Después de la homilía del jefe, dirá cínicamente:
       »—Lo único que lamento son los diez “mangos” con que contribuí para el cheque y con los que mañana podría jugarle cinco y cinco a Colofón.
       »A las tres de la tarde, Julia, tendida en la cama; los ojos hinchados como duraznos, un pañuelo empapado de vinagre y dos rodajas de papa en las sienes, recibirá los consuelos de sus amigas. Ellas, haciéndole fresco con el pañuelo, se mirarán las unas a las otras, diciéndose con ojos aterrorizados de presunciones:
       »—Cada vez es más difícil cazar a estos hombres. ¿Qué debe hacerse para atraparlos?
       »A las cinco de la tarde, entre graznidos de claxon, bajarán del automóvil dos perfectos animales: el hermano de Julia, esgrimiendo una pistola automática de calibre cuarenta y cinco (descargada, por supuesto), y su amigo el boxeador, dibujando en el aire rounds de sombra, al tiempo que dice:
       »—Dejámelo por mi cuenta, hermano, si lo encontramos —mientras el otro, enjugándose la frente, vomitará por toda información a las amistades que habrán salido apresuradas al patio, de que en el Departamento de Policía no se ocupan de esas minucias.
       »A las seis acudirá el médico de la casa, agrio y juanetudo, maldiciendo las puterías de la juventud. Avizorando intimidades de trapos sucios, desde los umbrales de sus casas, las comadres del barrio, con los brazos cruzados sobre las ubres, menearán consternadas las cabezas, al tiempo que, recatándose del oído indiscreto de las menores, se preguntarán de puerta en puerta, con fisgona sonrisa, “¿cómo habrá quedado la muchacha después de tales trapisondas?”. Y alguna madre, libre de boca, le gritará a su párvula con escándalo de las presentes:
       »—Aprendé...; hacele adelantos a tu novio...; aprendé.
       »A todo esto, la cocinera en la despensa, cotorreará el suceso con el almacenero, quien entre aspavientos fingidos, aprovechará el relato para escamotearle a la bobalicona doscientos gramos en un kilo de azúcar, mientras que la mujer del comerciante, sinceramente interesada en el chisme, abrirá los ojos y preguntará si los dejaban mucho tiempo solos a los novios y si “la pobrecita no habrá quedado en estado interesante”.
       »A las diez de la noche harán cola en la casa los sastres y remendones de la orquesta clásica y típica. Éstos, al ser despedidos en la puerta, promoverán escándalo, exigiendo indemnización y argumentando falsamente que nadie les avisó que “no vinieran porque el matrimonio había sido suspendido”. A las once de la noche, una fila de automóviles detenidos a lo largo de la acera dibujarán una oscura aguafuerte de entierro, mientras que las púberes del barrio, tomadas del brazo, irán y vendrán frente a la casa, husmeando la tragedia que no se ve.
       »Y en la calle, todo el mundo estará inmensamente contento, sin saber por qué. »A las dos de la madrugada, Julia, con los párpados tan hinchados de llorar, que de desfigurada estará irreconocible, experimentará el decimoquinto vahído. A las tres de la madrugada, el hermano, esgrimiendo la pistola de calibre cuarenta y cinco (cargada ahora), jurará ante un crucifijo matarme como a un perro, donde me encuentre. La madre, tomándolo de un brazo a su amigo el boxeador, le rogará que interceda, no se produzcan mayores desgracias en la familia. La otra bestia replicará malamente que no, arguyendo que aunque tenga que domiciliarse en presidio por toda la vida y en el infierno por tres eternidades, me dejará la piel más cribada que una espumadera.
       »Intervendrán las amistades, y jugaría doble contra sencillo, si entre ellas no se encuentra un lector de las novelas de Edgar Wallace. Ésta será la persona que llamando aparte al hermano y a su amigo el boxeador, le recomendará tomen una venganza clandestina y misteriosa. Entonces el fulano se guardará la pistola de calibre cuarenta y cinco pensando que al día siguiente puede empeñarla en el Banco Municipal, felicitándose de tener que cumplir una venganza misteriosa. No harán falta armas de fuego y a las seis de la mañana todos, desde el gato barcino a la vecina de enfrente, tendrán la boca seca de repetir en los tonos más diversos:
       »—¿Quién iba a decir que tratábamos con un canalla?
       »A las siete el lechero dejará tres botellas blancas en el umbral después de tocar dos veces el botón del timbre. El sol iluminará las fachadas de las casas, los tranvías se llenarán de gente semidormida, y Julia, blanca como una muerta, dormirá un sueño artificial de treinta y seis horas. Y a las diez de la mañana, lastimeramente el hermano hará cola entre los desdichados que empeñan prendas en el Banco Municipal, pensando que bien vale la pena de lidiar entre muertos de hambre apresurados, para tener el placer de ir a la noche con el producto de la pistola pignorada a pasar unas horas al prostíbulo de San Fernando en compañía de su amigo el boxeador.»
       —Otro café, mozo.
       El rostro de Ricardo Stepens se desfigura a medida que compagina sucesos futuros. Entrevé lo dramático y lo grotesco del suceso. Incluso tiene que hacer fuerza para no reírse a carcajadas, por ejemplo, cuando se imagina la cara que pondrán los músicos napolitanos, despachados por el furioso ademán de su problemática suegra.
       A medida que sus pensamientos aumentan la velocidad de galope, se siente más fuerte, más dueño de sí mismo; su bellaquería se dignifica a través de la necesidad de salvar su personalidad; por momentos tiene la sensación de que está perforando los muros de la ciudad con un invisible soplete oxhídrico. Y el vigilante enfundado en su capotón, a veinte metros de la vidriera... no se entera de nada... se limita a poner un cromo azul en la claridad de sala de operaciones que abre en la ochava la niquelada quincalla de un bar automático.
       De pronto, Stepens se pega una palmada en la frente:
       «Pero, qué diablos..., es perfectamente lógico que ocurra todo lo que me he imaginado. No es posible pretender que una muchacha a quien se la planta con tres cuartos de narices el día de su boda, baile de alegría en el momento que se entera del suceso.» Y al tiempo que examina amistosamente el avinagrado semblante del mozo de solapas moradas, se dice: «Oh, dígase lo que se quiera, es un consuelo pensar con lógica».


«¿Y SI ME CASO?...»

      Ahora Stepens camina a lo largo de fachadas grises, que encajonan veredas silenciosas, rayadas por las siluetas de árboles, que lanzan a través de los follajes los globos del alumbrado eléctrico. Cruza bajo bóvedas de árboles, cuyos troncos torcidos simulan paralizados ademanes de un desesperado, pasa junto a cortinas metálicas corridas y en la muda cesación de vida de la noche, él está contento. Entrevé la liberación.
       «Supongamos que me quede... me case. Mis veinticinco años se convertirán rápidamente en cincuenta y los cinco mil pesos que ingenuamente puse en un banco para “los malos tiempos”, se derretirán como la nieve al sol... Menos mal que fui prudente y no compré muebles, so pretexto que los primeros meses los podíamos pasar en un hotel. Realmente, tienen razón los libros sagrados de todos los países cuando dicen que el hombre no se arrepiente jamás de ser prudente. Soy un hombre prudente, y la prudencia es un galardón. Además de sensible, prudente. Cuántas virtudes me descubro esta noche, Dios mío. Soy lógico, sensible y prudente. Y sería un hipócrita si no confesara que me admiro a mí mismo. Sin embargo, no se trata de divagar, sino de establecer: ¿Y si no me voy y me caso? Julia me quiere. Esto es innegable. Cierto es que no ha podido darme ninguna prueba de ese amor que siente hacia mí, pero en esa dirección ha procedido cautamente, porque cuando una mujer da pruebas de amor, le es dificultoso sostener que no se las ha dado con prioridad a otros, y entonces...
       »¿Casarse? Casarse es una forma de suicidarse. Y yo no estoy dispuesto a morir; todavía quiero vivir. Cierto que Julia me quiere, pero Julia a su edad, al mismo diablo está dispuesta a jurarle amor eterno. Y si me quiere, es con un amor natural y simple. De la misma manera podría querer a un hombre distinto a mí. Yo soy alto, pero si fuera bajo, Julia me querría lo mismo, soy rubio, pero si tuviera el pelo renegrido me querría también. Mis dos piernas funcionan perfectamente, pero si fuera rengo me querría lo mismo, porque lo que ella necesita no es un determinado hombre, sino el hombre..., cualquier hombre. Pensarlo resulta trágico... pero, ¿acaso soy yo el culpable? En cierto modo sí; porque al fin y al cabo, no debí permitir que las cosas llegaran a este punto. Mas ¿fui yo o fue ella quien encaminó los sucesos en semejante dirección?
       »Dios mío!... Nos conocimos en cualquier parte. Fue un baile; sí, un baile. Cuando quise acordarme, ella me había aislado en la fiesta; cuando nos despedimos me presentó al hermano y a la madre; al día siguiente me habló por teléfono, no sé con qué pretexto; a los cinco días me invitaban a tomar té; una semana después tuve que ir para examinar ciertos negativos que no sé qué cosa rara tenían. A la semana, ella, el hermano, la madre, el amigo del hermano, querían convertirse en mis hoteleros, surtirme diariamente de viandas.
       »¡Oh, es simplemente maravilloso!
       »Me invitaron tantas veces, que fui...; fui con esta tremenda cara de idiota que Dios me ha dado.
       »Fui sencillamente, ingenuamente. Me atracaron de ñoquis y capelletis. Todo el repertorio de las hermosas pastas italianas. Me convidaron con exquisitos licores. Hubiera sido una crueldad negarse a comer o a beber allí, máxime si se tiene en cuenta que los manjares habían sido exquisitamente cocinados en puro aceite de oliva y ofrecían un máximo de garantías para mi estómago delicado.
       »Me convertí en un habitual frecuentador de la casa. Mi timidez me impedía faltar. Cuando recuerdo, se me enrojece el rostro de vergüenza... Allí jamás ni el palco del cine me permitieron pagar. El que obsequiaba los palcos era el hermano. Este tampoco los compraba, sino que a él se los regalaba un compinche, el boxeador. Incluso llegaron a querer presentarme al sastre de la familia, y abrirme un crédito..., pero por prudencia rechacé semejantes operaciones comerciales... Y este noble gesto mío me enalteció ante los ojos de la familia, que comenzó a presentarme a sus amistades, con ese ambiguo gesto con que se exhibe a una larva de marido. En compensación de no haber aceptado el crédito, reconoceré que diezmé tremendas fuentes de tallarines, agoté innúmeras parrilladas de bifes de ternera; por mi gaznate pasaron litros y más litros de café y licor y un repostero se vería verde para calcular los kilos de masas y cremas que despaché, a pesar de tener el estómago sumamente delicado.
       »¡Lo que es la codicia humana!
       »Yo, que al principio creí me regalaban de tal manera por mi bonita cara, descubrí en breve tiempo que si esa dadivosa familia me trataba a cuerpo de rey, se debía a que albergaban profundas esperanzas de convertirme en legítimo esposo de la niña llamada Julia.
       »Y cuando me presentaban como novio de la “nena” hubiera podido decir: “No, señora...; no soy el novio de su hija, sino una simple amistad, a quien ustedes atienden muy amablemente”, pero no me atreví. Mi ingénita timidez me obligó a proceder mal. Me creo obligado a aceptar que muchos, puestos en mi dificultoso caso, hubieran procedido lo mismo, porque ¿cómo es posible, sin herir susceptibilidades, desmentir una presentación como la que dejo consignada?
       »Si faltaba un día a la casa, me hablaba por teléfono el hermano (el de la pistola automática de calibre cuarenta y cinco), después su amigo el boxeador, después la madre, más tarde Julia.
       »Un día la madre, revolviendo en su memoria fojas de gloria para los archivos caseros, recordó incidentalmente que su hijo era un héroe. “Francisco es un hombre de un genio terrible”, me decía. “Usa una pistola automática de calibre cuarenta y cinco y casi mata a un hombre el otro día.” Después de esta cordial referencia a las virtudes que hermoseaban el carácter de su primogénito, me insinuó que vería con sumo agrado que le “diera los anillos a la nena. Francisco se pondría muy contento y su amigo el boxeador también”. Cuando argüí que carecía de dinero, la señora no sólo que no se afligió, sino que se alegró, y al día siguiente me regalaba los anillos, diciéndome:
       »—Julia no sabe absolutamente nada de este regalo que le hago. Ofrézcaselos, que la pobrecita se va a morir de alegría.
       »El escepticismo es un vicio peligroso.
       »Tres días después le “regalaba” los anillos, deseando comprobar si Julia se moría de la sorpresa, pero no ocurrió tal. Ese día ella se atracó con una cantidad de capelletis, tan desmesurada, que estoy seguro hubiera puesto en peligro la vida de otro ser menos espiritual. No negaré que, insensiblemente, con la robusta ayuda de la dueña de casa, de su hijo, del amigo de su hijo, el boxeador, que obstinadamente quería convertirme en un pugilista, me fui acostumbrando a la idea de constituir una parte integrante de esa honorable casa.
       »Edifiqué mi sueño.
       »Era el mío, si se me permite la frase, el pesadillón de un desocupado en trance de convertirse en padre tornero de un convento. Transcurría siestas interminables, despatarrado como un cerdo en fuentes más vastas que los lagos de Palermo, y cargadas de pequeñas montañas rusas de tallarines. Cuando me acuciaba el deseo, por valles de lomos de ternera, avanzaba hasta una especie de catedral de crema de leche y zambayón congelado. Bajo una cúpula de crema de chocolate, en una nívea cama de repostería, me aguardaba Julia. Caía en sus brazos, luego me apartaba y en un crepúsculo verdoso de roquefort, lento como un gusanazo avanzaba hacia una loma de ravioles o un monte de ñoquis.
       »Tales eran las perspectivas intelectuales que decorarían mi existencia junto a Julia. No alardearé de ser un hombre delicado, pero no puedo ocultar que casarme con Julia en esa circunstancia me producía más repugnancia que convertirme del día a la noche en dependiente de una carnicería.
       »Su hermano, el hombre de la pistola automática, calibre cuarenta y cinco, era un excelente imbécil... de manera que, dentro del tiempo y del espacio, ese negocio marchara perfectamente, si, para mis desdichas, la mala suerte a través de la lotería no me favorece con un premio de cinco mil pesos. La familia, después de felicitarme, se creyó obligada a darme a entender que ahora no quedaba ningún pretexto para no firmar mi sentencia de muerte... y yo... acosado por la madre, las amigas, Julia, su hermano, el amigo de su hermano, el boxeador, dije que sí..., y fijé fecha.
       »Y ahora heme aquí ante el terrible trance.
       »Si me caso, dentro de quince días volveré a la oficina. Los amigos me examinarán el rostro, para deducir por la profundidad de las ojeras los estragos que he hecho en mi luna de miel. Luego... aquí no ocurrió nada y a deslomarme como siempre, que el ser jefe de familia no le autoriza a trabajar menos a uno. Dentro de nueve meses tendré un hijo y dentro de un año haré también lo que hacen todos los hombres casados: mirar a las otras mujeres y cometer sus pequeñas infidelidades. Algunos no esperan un año para cometer “sus pequeñas infidelidades”.
       »Dentro de dos años no cometeré pequeñas infidelidades, sino sabrosos adulterios, actitud que no me impedirá despotricar contra los inmorales que se pavonean con una querida ostensible. Ni vicios ni hipocresía me impedirán ser simultáneamente un buen padre y en rueda de amigos elogiaré espontáneamente a mis hijos, porque al ventosear ruidosamente o inundar la cuna de pis compiten con los del vecino. A su vez, mis amigos encomiarán las excelencias de su progenie por revelar una bestial capacidad para desgañitarse gritando o defecar espesamente. Cuestión de gustos. Luego eructando las anchoas del vermut, acariciaremos con los ojos, desde la ventana del café, las pantorrillas de las mujeres que pasan, y como no se tratará de nuestras hermanas, ni nuestras esposas, con la fácil filosofía de los burgueses satisfechos de su encanallamiento, diremos que todas las mujeres son unas putas.
       »Y la vida pasará así. ¡Oh, sí, así! Podemos felicitarnos. Julia, a su vez, me narrará chismes respecto a sus amigas, la última camorra de Mengana con su esposo, el aborto de la mujer de Fulano. ¡Delicioso!
       »Iremos al cine los días de moda. Ella, silenciosamente, admirará al babieca fotogénico de más actualidad entre los ovarios de la presente sociedad femenina. Me comparará con ciertos galopines de película y descubrirá que soy viejo, desagradable, feo, tosco; como yo por mi parte, llegaré a la conclusion que sería cien veces más agradable acostarse con Kay Francis o Joan Crawford que meterse bajo las sábanas en su compañía.
       »Cuadro de nuestra vida. Gris como el fondo de un hornillo. Pensaremos disciplinadamente con el almacenero de la esquina y el tenedor de libros de la media cuadra, ambas personas honorables, por otra parte. La justicia nos inspirará saludable terror, admiraremos los brillantes uniformes del ejército, con ingenua curiosidad nos preguntaremos si el arzobispo cree o no en la existencia de los ángeles y cuando nos hablen de comunismo vomitaremos esa espantosa sarta de lugares comunes que circulan para estupidizar a la clase media y terminar de invadirles los restos de cerebro que no han inutilizado por completo los castradores sistemas de educación.
       »Algunas arrugas se formarán en mi rostro, el brillo que ahora me hermosea los ojos desaparecerá. Paulatinamente me convertiré en una larva amarilla y taciturna, en uno de esos desdichados que tiemblan cuando piensan que pueden perder el empleo.
       »De tanto en tanto, como quien se asoma a la rendija de un sueño a mirar un país perdido y descubre en él neblinas de oro y arboledas musicales, falso espejismo, virtud de todo lo que fue, evocaré los tiempos en que Julia era mi novia, y estas groserías actuales, limadas por los años, sombreadas por la muerte, me parecerán pintados frutos, fragantes dones que por inexperiencia no supe aprovechar.
       »¿Dónde se encuentra un marido que no recuerde a veces la estación aquella de su verano, cuando la mujer no era esposa, sino su novia? Y yo pensaré en Julia, y, encontrándola cambiada, me diré: “La Julia novia es un sueño comparada con la Julia esposa”. Ahora bien: si en vez de casarme mañana con Julia, me voy, desaparezco de esta ciudad, me marcho a Europa, dentro de dos años, cuando piense en ella, Julia también me parecerá un sueño, con la ventaja, por supuesto, de no encontrarme casado con ella.
       »¿Que debí hacerme estas reflexiones con anterioridad a mi compromiso? ¡Oh!, de acuerdo.., de acuerdo, pero ¿cuándo se tiene sensación de la cárcel, sino en el momento de trasponer su umbral y tropezar con su férrea puerta?
       »En estos momentos estoy jugando a cara o cruz la libertad o una celda. Cuando me alejé de la puerta de su casa, mi corazón daba saltos. Parecía que gritara:
       »—Huye..., huye, incauto... Aún estás a tiempo.»
       Ricardo Stepens enciende la lámpara en su cuarto.moradas, se dice: «Oh, dígase lo que se quiera, es un consuelo pensar con lógica».


«ES COMO TODAS LAS MUJERES»

      Un cuartito de soltero, la cama de bronce de una plaza en el centro, a un costado el lavatorio, en un ángulo el ropero. Stepens se cubre los pies con una manta y coloca sobre el velador un rollo de dinero. Cavila un instante y envuelve el rollo en un trozo de diario; mira el reloj. Son ya las tres de la mañana.
       «Hoy a las diez me casaré. Mejor dicho, me tendría que casar. ¿Qué hacer? Julia es como todas las mujeres. Me quiere. Pero si yo la dejo, dentro de dos años querrá a otro. Y si el otro la deja, al año volverá a querer a un tercero. Supongamos lo contrario. Que yo me casara y falleciera. Julia se casaría después de algunos años. Claro está que aduciría un montón de causas para poder casarse otra vez. Razonaría de esta manera: “Si yo me hubiera muerto, Ricardo también se hubiera casado con otra mujer”. Es notable. Con razonamientos se desmontan los mecanismos más arduamente combinados por la tontería humana. Estudiemos el asunto desde otro ángulo. ¿Puedo encontrar una mujer mejor que Julia? Es difícil. Más fácil es que me enamore de una muchacha peor que Julia. Julia y yo somos dos seres humanos de carne y hueso. ¿Por qué entonces me voy a casar con Julia? Por piedad. Para no proporcionarle el monstruoso día de hoy. Porque si desaparezco, el día que hoy pasará esa mujer será terrible. Pero un día no tiene nada más que veinticuatro horas. Y en el caso de que sufra, mucho más padecería, por ejemplo, si el tranvía le hubiera cortado una pierna. De manera que el sufrimiento es relativísimo. En cambio, si no me voy y me caso, amontonaré repentinamente mi vida para arrojarla a un tacho de basura y monotonía. Y ella me dirá alguna vez, en uno de esos momentos de amargura o de riña en que se descubre el cáncer que nos roe el alma:
       »—Si hubiera sabido que el matrimonio se reducía a esto, me hubiera quedado soltera.
       »Y yo me arrepentiré en el alma de no haberme ido. Y ella y yo nos preguntaremos tonterías como ésta:
       »“¿Por qué cuando uno es joven no tiene la experiencia que dan los años?”
       »¿Y si Julia ya sabe hacia qué desengaños vamos? Ella es como todas las mujeres. Sentimental, cuando no cuesta nada ser sentimental. Con ideas, cuando las ideas no tienden a modificar el curso de los sucesos prefijados. Si yo le expusiera mis pensamientos a Julia, Julia me diría:
       »—Querido, sos muy inteligente, pero casémonos. —Mis pensamientos merecerán su respeto, siempre que yo prácticamente responda a sus puntos de vista..., que son casarse. Ella dice que se moriría sin mí... Eso no le impidió pensar positivamente respecto a todos los detalles que regulaban nuestras relaciones. ¿Puede pensar positivamente un ser humano que está dispuesto a morir por otro? No, no y no. Entonces miente... si a su mentira... se la puede llamar mentira... que no lo es, ya que todas las mujeres dicen lo mismo.
       »Porque lo curioso es que ella fue la que reguló el ritmo de nuestras relaciones. Tranquila, pisando terreno firme. No puedo reprocharle que sus procedimientos no fueran claros, y tanta claridad acertada revela una ausencia completa de sentimientos. Supo elegir perfectamente el momento en que me sugirió la conveniencia de formalizar nuestras relaciones.
       »¿Que borda a las maravillas? ¿Que es una cocinera sin par? ¡Dios mío, todas las mujeres bordan y cocinan, mas hasta ahora no se ha descubierto que cocinar y bordar sea un factor de felicidad! Además, llegaría un momento en que los platos por ella preparados me serían tan familiares que sólo llamarían la atención a nuestros invitados. En cuanto a bordar, el día que ella tenga hijos, mandará al diablo el bordado y como mujer práctica comprará ropas mucho más lindas de las que puede confeccionar... y a precio menor.
       »En cuanto a tocar el piano..., cierto, toca el piano, no lo puedo negar... Pero seamos sensatos... ¡Dios mío!... Seamos sensatos. Ni ella se va a pasar la vida tocando el piano, ni yo escuchándola. Además, casarse con una mujer porque toca el piano es absurdo. Más barato resulta adquirir una victrola ortofónica, y uno compra los discos que prefiere y los escucha cuando se le da la gana. Con la ventaja de que estarán cien veces mejor ejecutados de lo que ella pudiera tocarlos.»
       Ricardo Stepens enciende un cigarrillo. Pasea la mirada por su habitación. Arruga la frente, trata de concentrar sus pensamientos dispersos.
       «¿Que debí pensar todo esto antes? ¿Pero, y ella? ¿Cuál de nosotros es el culpable? Comenzamos una relación inocente: miradas, sonrisas, yo el entusiasmo que suscita la flor fresca, ella el recato de la “chica que se va a casar”. Luego la madre, después el hermano... ¡Dios mío! ¿Quién es más culpable de los dos? Cuando mi ardor se enfriaba, ella desaparecía, de manera que irritaba mi amor propio. Yo he sido peón en ese juego. Me ha movido en la dirección que le convenía. Cierto es que yo me dejaba mover. "No te pediré nunca nada", me decía. Y sin pedirme nada, heme aquí en el día en que me tengo que casar con Julia. Yo puse sinceridad y entusiasmo en mis sentimientos. Ella, tranquila, dejaba arder la mecha. Cuando el fuego se apagaba, echaba una gota de aceite. ¡Qué inteligencia para maniobrar! ¡Cuánto tacto!»
       Domg. Domg. Domg. Domg.
       Stepens salta de la cama. Son las cuatro de la mañana. Las cuatro. Faltan siete horas para ir hasta el Registro Civil. Echa mano al bolsillo. Saca una moneda. Piensa:
       «Vamos a ver qué dice la suerte. Si sale cara, me caso. Si sale cruz, me voy. Una es la definitiva».
       En el espejo del ropero se refleja el níquel volteando en el aire. Cae sobre la colcha. Cara. Ricardo observa la moneda, luego se la echa al bolsillo sonriendo y dice:
       «Hay que hacerle trampa al Destino. No me casaré. Que el Destino me cobre si es brujo».


AHORA...

      Stepens ha detenido una mirada triste sobre el rollo de dinero:
       «Esta plata era para casarnos. Con ella íbamos a comprar los muebles después que volviéramos de nuestro viaje. Estoy a tiempo todavía. Puedo casarme. Nada ya tiene remedio. No sé lo que se ha roto adentro mío. Quizás hubiéramos sido felices... Es dificil.»
       Lentamente se han cerrado sus ojos. El hombre fatigado, nuevamente se duerme...
       Domg. Domg. Domg. Domg. Domg. Domg.
       Ricardo Stepens salta de la cama. Tiene el cuerpo helado. El traje arrugado. Son las seis de la mañana. Piensa vertiginosamente.
       «A las siete sale el vapor para Carmelo...»
       Abre el ropero, deja en el suelo los cajones del lavatorio.
       Precipitadamente arroja su ropa en un baúl. Hunde a puñetazos las camisas, los trajes. Con los pañuelos van entremezclados paquetes de cartas. Un retrato de Julia cae entre sus manos. Lo va a mirar... rechaza la tentación y lo arroja con algunos libros entre los intersticios que en el baúl floreado deja una colcha. Mira en redor. Todo ha terminado. Baja la tapa del baúl. Gira la cerradura con la llave, y se detiene. Le tiemblan las piernas. Un recuerdo terrible le conmueve toda la blandura de ternura que yace insepulta en él. Distingue a Julia, tomándole el rostro para besarle la boca... y se recuesta en la cama desfallecido.
       —Andate —persuade el corazón...
       —¿Qué vas a hacer? ¿Estás loco? —le grita el deseo.
       Son las seis y media.
       El pecho de Ricardo se hincha como la presión de un fuelle. Se levanta tambaleándose. Se inclina sobre el baúl, lo carga a su espalda, trastabillando baja la escalera de la pensión, se detiene en la puerta inundada de sol, le hace un gesto a un chófer. Ricardo coloca el baúl en el asiento delantero, y en aquel momento postrero, piensa:
       «¿Y si le dijera que fuera a la casa de Julia?»
       Un hombre modestamente vestido asoma a una puerta. Encogido camina por la vereda arrastrando los pies, cuando en el portal del que ha salido aparece una mujer con la cara envuelta en una servilleta, que le grita roncamente:
       —No te olvides de traer el dinero, Jaime...
       Ricardo Stepens se estremece. Mira al chófer y con cierta ansiedad, le grita:
       —Dársena Sur, chófer.
       Y mientras cierra la portezuela, un pensamiento triste cruza su mente:
       «¿Qué harán en lo de Julia con los regalos?»



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