Arturo Uslar Pietri
(Caracas, 1906 - Caracas, 2001)

El camino desandado
Barrabás y otros cuentos
(Barcelona: Bruguera, 1978);
Las lanzas coloradas y cuentos selectos
(Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979, pp. 232-237);
Los ganadores
(Barcelona: Seix Barral, 1980, 190 págs.)



      Me habían aconsejado no ir solo y de tarde por esos campos. Partidas de soldados del Gobierno recorrían los caminos, entraban en los caseríos y en las casas aisladas, en busca del Comandante. En una de sus frecuentes invasiones el Comandante había llegado por allí. Había tomado el pueblo cabecera del Distrito, había enviado un insolente telegrama al caudillo. “Si no tiene miedo venga a buscarme”. Había cogido unos fusiles viejos en la Jefatura, le había repartido a la gente del pueblo carne y papelón, y había desaparecido. ¿Quién sabe por dónde andaría con su partida?
       Pero yo era joven y me atraía el posible riesgo y el gusto de la aventura.
       Iba por el lado del Algarrobo. Faldas de monte, cubiertas de bosque y arboledas de café, vallecitos de pasto con algún ganado y quebradas de mucha piedra y agua espumosa. Los árboles muy tupidos y mucha hoja seca en las veredas que dan vueltas sin dejar ver a lo lejos. Además estaba oscureciendo a toda prisa.
       A poco de tomar el camino topé con la primera partida de soldados. No eran más de ocho o diez y los mandaba un hombre mal encarado, con un gran sombrero de fieltro pardo metido hasta los ojos.
       Después de registrarme me preguntaron con tono mandón y humillante muchas cosas.
       —¿Para dónde va? ¿Qué lleva? ¿Por qué viaja a esta hora? ¿Conoce al Comandante? ¿No? ¿No lo ha visto? ¿Nunca?
       No lo había visto. Había oído hablar mucho de él pero no lo había visto. Sabía, como lo sabíamos todos, que era un antiguo telegrafista. Que se había alzado y había recorrido una gran parte de territorio sin que las tropas del Gobierno lo hubieran podido coger. Que había tomado pueblos por sorpresa y había ganado muchas escaramuzas contra fuerzas aisladas. Que cuando se veía muy apretado pasaba la frontera y desaparecía por un tiempo.
       Pero ahora había vuelto. Decían que era bajito, flaco, con una barbita larga y delgada de chino, los ojos grandes y muy abiertos y una fusta de mango de plata con la que siempre se golpeaba las polainas negras.
       La gente lo ayudaba. Le facilitaban alimentos y noticias de las tropas. Y nunca daban información segura sobre su paradero. A muchos torturaron para que dijeran dónde lo habían visto y nunca lo revelaron. Siempre daban un dato falso o incompleto, cuando no podían hacer otra cosa. Y las campesinas rezaban por él.
       Hubiera sido mejor para mí haber salido con la mañana. La verdad era que no había ninguna razón para salir a aquella hora. Pero me empeñé.
       Después que me dejaron los soldados y que se borraron sus faroles y sus voces en un recodo, todo pareció ponerse más oscuro y extraño. Sonaban grillos y bichos en la oscuridad del monte y era difícil seguir la vereda que se borraba y a veces se bifurcaba entre los matorrales.
       Un poco más adelante fue que sentí como una voz, como un quejido, como una llamada muy débil. Me paré a oír. Venía de fuera del camino, de entre unos mogotes.
       Por esas cosas que le quedan a uno de muchacho, se me ocurrió que podía ser un aparecido. Me dio miedo. Uno de esos aparecidos que salen en lo espeso de la noche, cerca del lugar donde los mataron. Hasta que ponen una cruz y todo el que pasa tira una piedra para hacer un montón.
       Era un hombre que se quejaba. Me fui acercando con cuidado. Hasta que de pronto me hallé sobre él. Estaba tendido en el suelo, de costado y encogido. Hizo mucho esfuerzo para tratar de volver la cabeza y verme. Hablaba entre dientes y se le apagaba la voz.
       —Estoy herido. Ayúdeme.
       Poco a poco, habituándome a la sombra, comencé a reconocerlo. La flaca cara barbuda. La gruesa nariz. Un brazo flaco y ganchudo tendido sobre el suelo. Una vieja busaca abierta con todo el contenido regado por el suelo. Un viejo sombrero deforme y volcado.
       Era José Gabino. Me puse en cuclillas para oírlo y reconocerlo mejor. No lo veía desde hacía muchos años. Desde que yo era niño y junto con mis compañeros lo seguíamos por las calles del pueblo gritándole: “José Gabino, ladrón de camino”.
       Lo habían herido los soldados. Había sido por la tarde, me dijo. Lo amenazaron, lo torturaron y por último lo hirieron. Tenía manchada de sangre la vieja chaqueta. Manchas oscuras como de alquitrán seco.
       —Por el Comandante, me dijo. Querían que les dijera dónde estaba el Comandante. Como si yo fuera capaz de eso. Yo sí sabía dónde estaba pero no se los dije.
       Me sonreí.
       —Yo sé dónde está esta noche. Pero yo no lo traiciono.
       Después me dijo:
       —No me deje morir así. Sáqueme de aquí.
       Hacía tiempo que no sabía de él y había llegado a creer que había muerto hacía muchos años. Debía ser muy viejo, o debió haber sido siempre viejo, como el viejo sombrero, como los viejos trajes que usaba siempre.
       De primer momento no supe qué hacer. No tenía manera de auxiliarlo allí. Lo acomodé en el suelo lo mejor que pude. Le puse el sombrero de almohada. Le di agua de una cantimplora que llevaba y se la dejé. Y le dije que iría rápidamente al pueblo más cercano a buscar ayuda.
       Me puse a andar lo más rápido que podía en lo oscuro de la trocha. No lograba saber uno lo que era verdad y lo que era mentira con José Gabino. Lo del Comandante podía ser cuento, como eran cuento sus andanzas de guerrillero, de saltimbanqui o de gallero. Aquellos ojos pequeños de roedor que tenía, no sabía uno nunca si estaban viendo la realidad u otra cosa.
       Caminando llegué junto a una choza cerrada y oscura. Un perro rezongó adentro, toqué y a poco salió un hombre medio dormido. Traté de explicarle pero le costaba trabajo entenderme o no quería entenderme.
       —¿José Gabino? Ah, José Gabino.
       —¿Herido? Se habrá caído borracho.
       Le dije que sería bueno que se fuera hasta encontrarlo, para hacerle compañía mientras yo regresaba del pueblo con más auxilio. Me dijo que bueno, que más tarde. Comprendí que no iba a ir.
       Seguí la marcha. Se iba a morir el pobre hombre solo y tirado en el monte. Tal vez era mentira lo del Comandante. Tal vez era mentira lo de los soldados, pero no era mentira que estaba muriéndose abandonado en aquella soledad. Como un perro.
       No iba el Comandante a confiarse en un hombre como José Gabino. Ni José Gabino iba a tener valor para soportar el tormento y los maltratos de los soldados. Era embustero y ladrón. Robaba gallinas y se metía en los ranchos solitarios a llevarse cosas. O se sentaba a la puerta de una pulpería a contar cuentos a los peones para que le regalaran aguardiente.
       Yo le había oído el cuento de cuando era saltimbanqui, o el de sus hazañas de gallero, o aquel otro que parecía complacerlo más que todos, de cuando le ganó a los dados el caballo, las armas y hasta la querida al famoso Mano de Plomo, que fue dueño de tierras y jefe de hombres por aquellos contornos.
       Todo me parecía más solo y lejano en aquella noche. Sin duda se estaba muriendo José Gabino y yo iba caminando con su muerte y con su miedo y con el temor de las patrullas militares y con la figura del Comandante que debía estar escondido en algún rincón de aquellos montes.
       Yo sabía que todo lo que decía José Gabino podía ser mentira. Pero también José Gabino tenía que morirse un día de verdad verdad. Como se estaba muriendo ahora o como ya se habría muerto antes de que le llegara ningún socorro.
       Toqué en el rancho de María Chucena. Tenía miedo y no quería abrir. “Es muy tarde. ¿Qué quiere?”.
       Era José Gabino que se estaba muriendo en una vuelta del camino, cerca. Asomó la cabeza desconfiada. Rezongó cosas en torno al nombre del vagabundo. “Con su narizota colorada y su tufo de borracho”. “Las tropas andan por ahí, ¿usted sabe?”. “Después de todo es un cristiano”. Se persignó María Chucena al asomar por la puerta con su pañolón oscuro sobre la cabeza y los hombros. “Ya voy a ir. ¿Qué le paso?”.
       Vi salir a María Chucena y seguí el camino hacia el poblado. Me volví para gritarle: “Si encuentra gente amiga llévesela para que la ayuden a cargarlo”. Algo contestó que no pude oírle.
       No había barruntos de aclarar. A la entrada del pueblo, en medio de lo oscuro, estaba encendida una pulpería y se oían voces altas. Me fui acercando con cautela. Eran soldados con sus fusiles en la mano y sus capoteras terciadas.
       Empecé a oírlos antes de que me vieran. Hablaban del Comandante. “A ése le echaremos mano esta noche. Lo tenemos rodeado. ¿Alguno de ustedes lo ha visto?”. Todos callaban.
       “Si alguno lo ha visto, dijo uno que parecía el cabo, es mejor que hable claro. Lo peor que puede pasar es que quieran engañarnos”.
       “A José Gabino se lo dijimos”. Paré la oreja al oír el nombre. “Ese viejo loco”. Hablaban confundidamente y se reían; “Quería engañarnos. Andaba diciendo que sabía dónde estaba el Comandante. Lo agarramos. Se puso pálido. ¿Dónde está? Lo amarramos. Era puro hueso”. “Nos quería engañar. Nos tuvo dando vueltas hasta que nos cansamos”. “El sargento le dio el primer planazo. Se cimbró como burro viejo”.
       José Gabino no me dijo mentira. Habían maltratado y herido al pobre hombre. A lo mejor por culpa de otra de sus mentiras. Habría visto al Comandante de lejos. O no lo habría visto. O habría dicho por allí, como decía tantas cosas. “Yo sé dónde está el Comandante. Hace un ratico estaba con él en su escondite. A ése no le van a poder encontrar”.
       —Yo lo conocía, decía el cabo. Yo sabía que decía mucha mentira. Pero uno nunca sabe. Él andaba por muchas partes y podía haberse tropezado con el hombre. Uno nunca sabe.
       No nombraba al Comandante.
       —¿Usted lo ha visto, cabo?
       —¿Yo? No. Nunca lo he visto pero sé como es y si me lo tropiezo no me va a engañar. No se para en ningún lugar. Anda de un lado para otro. Viaja de noche, duerme de día. Anda como los venados olfateando y con la oreja parada para huir. Por eso es difícil agarrarlo. Pero quién quita. Va con poca gente y debe andar por aquí cerca. A lo mejor nos está viendo desde algún escondite.
       Todos vimos hacia los árboles y el campo. Comenzaba a clarear la madrugada.
       —José Gabino pudo haberlo encontrado.
       —¿Quién lo mandó a decir que sabía dónde estaba?
       —Nos hizo andar y andar, dando vueltas, hasta que nos dimos cuenta de que nos estaba engañando.
       —O de que no sabía nada.
       Fui yo el que lo dijo y todos callaron.
       —Ya no lo volverá a hacer.
       Salieron los soldados.
       —Nos vamos.
       Los vimos marcharse y todos quedamos un buen rato sin hablar.
       Después les dije que había encontrado al pobre hombre moribundo. Todos empezaron a recordar cuándo lo habían visto por última vez. Uno el día antes, por la tarde. Otro la última semana. Otro hacía mucho tiempo. Comenzaron a contar, con risas, los engaños y las desventuras de José Gabino.
       —Hay que ir a recoger a ese hombre. O a enterrarlo si se ha muerto.
       No hubo quien quisiera salir. Estaban sirviendo café. Como en los velorios.
       No dije más y me volví solo. Ya no había esperanza de ir más lejos para buscar ayuda.
       Ya no había para qué ir más adelante. Había empezado a regresar y el camino parecía distinto, más largo y casi desconocido. Acaso en la oscuridad de la noche no pude advertir todo lo que ahora podía ver como si lo contemplara por primera vez. No parecía ahora tan estrecho como cuando lo apretaba la sombra. Me había parecido un angosto túnel de oscuridad dentro de la oscuridad. Estaban muy cerca unos de otros los troncos del bosque. El verde de las elevadas copas de los árboles se movía en el viento lento y entraba en el azul. Ahora parecía un camino familiar. Era el camino de José Gabino. “José Gabino, ladrón de camino”. Se estaba muriendo José Gabino o se había muerto ya. Él sí debía conocer todas aquellas veredas, las subidas, las bajadas, los desvíos, los nombres de las corrientes de agua. Las que tenían agua y las que quedaban secas una parte del año. Era su camino de ir y de regresar. De pueblo a pueblo, de pulpería a pulpería, de casa a casa. Debía conocer los nombres de todos los recodos y de todos los rumbos. El camino que lleva a la casa de pedir y el camino que sale de la casa de huir. Todo lo que hubiera podido decirme cuando ya no me podía hablar tenía que ver con ese camino. Era el de sus andanzas, el de sus hambres y el de sus embustes.
       Si estaba vivo todavía debía estar tratando de ver y reconocer las caras de los que habían estado llegando.
       —Eres tú, María Chucena.
       Si pudiera le hubiera contado todo lo que hizo para ayudar y servir al Comandante. Cómo le llevó de diestro el caballo por donde no había ruta hasta sacarlo a lugar seguro.
       —Cuando ganemos te vas a acomodar, José Gabino.
       Ya no volvería a merodear las gallinas de María Chucena. Ni tendría que robar gallos de pelea. Estaba tumbado como un gallo mal herido.
       —Me mataron los hombres de la comisión, por el Comandante.
       Empecé a caminar más de prisa. Como si estuviera oyendo que me llamaran y me esperaran.
       —¡Ya voy, ya llego!
       Era más largo el camino de lo que me había parecido. Ya se habría muerto José Gabino. O se lo habrían llevado. Se habría ido como uno de aquellos pájaros sin color que levantaban el vuelo al sentirme venir.
       Aceleré el paso. Debía ir casi corriendo.
       Tuve que detenerme. Por un cruce de vereda desembocaba un grupo de hombres armados. Tres o cuatro iban a caballo, el resto a pie. Con cobijas oscuras y fusiles terciados a la cazadora. Con grandes sombreros que les tapaban la cara. El que iba adelante paró su caballo frente a mí. Era pequeño, delgado y con una barba larga. Se me quedó viendo con fijeza.
       —Para su bien, amigo, no le diga a nadie lo que ha visto.
       Picó espuelas y comenzaron a alejarse. Fue entonces cuando me di repentinamente cuenta. Era el Comandante. Lo había tenido frente a mí y no lo había conocido. No pude decirle nada. Tantas cosas que hubiera podido hablarle.
       Ya empezaban a perderse entre los árboles. Grité entonces.
       —Mataron a José Gabino. Los soldados.
       —¿A quién?
       —A José Gabino.
       —¿A quién?
       Ya no se veían, ni podrían alcanzarlos mis voces. Acabaron de perderse.
       Empecé a caminar lentamente y poco después ya no sabía para dónde quería ir.



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