Arturo Uslar Pietri
(Caracas, 1906 - Caracas, 2001)

El camino de El Dorado (1947)
(Buenos Aires: Losada, 1947)


A Alfredo Boulton

Primera parte
El río

Capítulo I
La noche en Moyobamba

      El viento del Mar del Sur vuela en la noche inmensa sobre la costa y sube a la sierra del reino del Perú. Es el rumoroso marero que viene vagando sobre la remota y nocturna soledad del agua. Muy de tarde en tarde tropieza la tendida vela de algún galeón que mandado por el virrey navega a Panamá con el oro de la corona. Pero al entrar en tierra parece volar silenciosamente bajo las estrellas. En la densa masa de la costa y de la sierra todo está en sombras. Alguna débil luz sitúa a Lima junto a la playa que blanquea. Cuando la sierra se empina y recoge la sombra no se rompe sobre las dormidas rancherías de los indios. Por la vereda que pasa al borde de un farallón se oye el trote de un chasqui como un pulso de agonizante. Más arriba parpadean algunos velones del Cuzco, y leguas más allá los de Trujillo. En la tardía luz del tresillo de los Oidores, o de la tertulia de los capitanes que llegan o salen a una entrada en tierras de indios. El marero arrastra a veces, por un trecho, como una hoja en un río, alguna aullada palabra quechua o el restallido de un juramento castellano. El viento pasa a través de leguas de silencio, sombra y sueño. Cuando llega a la cumbre de las enormes moles y a las desgarradas gargantas de la cordillera, se hace sutil y rápido, hasta que convertido en niebla se descuelga lentamente por la otra vertiente. De aquel otro lado, la intensidad de la noche parece mayor. Como otro mar de sombras se extiende la densa presencia de la infinita selva entre un vago rumor de agua que rueda por millares de torrentes, arroyos, y pesados ríos. Un mundo más vasto y desconocido que todo el que han recorrido los aventureros barbudos, que duermen aquella noche al abrigo de los pueblones desperdigados en la soledad. Por esa inmensidad, veinte años antes, se aventuró Gonzalo Pizarro en busca del país de la Canela, y uno de sus Capitanes, Orellana, resbaló hasta el mar sobre el lomo de colosal serpiente del río más grande del mundo. Había visto las amazonas y el linde del país de los Omaguas, donde estaba El Dorado.
       El viento del Mar del Sur, desnudo de su sal, no pasa de los picos de la sierra.
       En la sombra de la otra vertiente se ahonda el espesor de la tiniebla en turbonada silenciosa. La noche se cuaja de estrellas y en la inmensidad boscosa y fluvial palpitan por instantes, como reflejos, perdidas chispas de luz que abisman las distancias. Una fogata de los indios a la orilla de un río, abajo, a lo lejos. O aquella luz vacilante, como vuelo de cocuyo, que desde la mano de un mulato medio desnudo hace temblar, al paso, las formas y los colores de las chozas de Moyobamba, dormidas en un repliegue alto y estrecho de los estribos de la cordillera.
       Se ha detenido.
       —¡Abra, señor Cura! ¡Abra, por las Benditas Ánimas, don Pedro Portillo, que un caballero cristiano se muere sin confesión!
       Estas fuertes voces, acompañadas de recios aldabonazos, en la puerta de la casuca, resonaban siniestramente. En el corral cercano se alborotaron las gallinas y un perro empezó a ladrar a lo lejos.
       —¡Abra, por Dios, fray Pedro Portillo!
       El cura despertó sobresaltado y se incorporó en su camastro. Las voces y los golpes seguían resonando con furia creciente. Mal despabilado permaneció un instante indeciso. ¿Qué podría ser aquello? Desde hacía meses la pequeña aldea vivía llena de un inacabable trajín de soldados. De todos los rincones del Perú afluían en grupos, afluían en grupos, con sus armas, sus caballos, sus maldades y sus desplantes. Fray Pedro los conocía. Eran gente aventurera que se iban congregando en aquella aldea de Moyobamba y en la otra de Santa Cruz de Saposoba, para acompañar a don Pedro de Ursúa en la entrada que el Virrey Marqués de Cañete, le había encomendado para el país de los Omaguas y El Dorado. A diario estallaban riñas y escándalos; todas las noches había cuchilladas y muertos; las pocas mujeres vivían en perpetuo sobresalto. Por los huecos de algunas chozas salía el tembloroso reflejo de las velas iluminando los jugadores insomnes y gritones sobre los naipes sebosos.
       —¡Fray Pedro! ¡Que un caballero se muere!
       Descalzo, mal envuelto en su camisa, y temeroso de lo que pudiera ser, salió el fraile a abrir la puerta. Vio al mulato, iluminado por la bujía, que lo estaba aguardando.
       —¿Qué quieres? —preguntó el cura, ya más asegurado al ver que era uno solo y sin armas.
       —Soy Pedro de Miranda, criado de vuestra merced y del señor Gobernador, y vengo a suplicaros que vayáis conmigo a dar confesión al capitán don Juan de Vargas que está en la iglesia muy mal herido.
       Fray Pedro no se confiaba del todo y quería averiguar más.
       —¿Y quién lo ha herido y cuándo?
       El mulato no lo dejó concluir. Con brusquedad lo interrumpió.
       —Si tanto tenéis que preguntar, mejor es que no vengáis, porque no llegaremos a tiempo. Dos cuchilladas tiene el señor don Juan, que con una sola hubiera bastado para sacarlo de esta vida. Venga su merced conmigo, pero venga ya y no pregunte más, que no tenemos tiempo para tantas pláticas.
       El cura se miró la camisa y los pies descalzos.
       —Pero señor —replicó el mulato—. No veis como vengo casi desnudo. Venga como está, le digo, que ya no podemos esperar más.
       Y diciendo lo asió de un brazo, y tirando de él, tras la luz de la vela lo sacó a la calle. En la oscuridad se divisaban las casuchas y las chozas diseminadas de Moyobamba, junto a la inmensa sombra, más oscura y más densa de la selva, que se asomaba sobre ella. El cura caminaba con dificultad, porque los pedruscos y guijarros le maltrataban los pies desnudos. La luz vacilante hacía dar tumbos a las dos sombras deformes sobre las tapiás y la calle.
       A poco llegaron a la plaza y a la iglesia chata y sin espadaña que se alzaba en ella. Una puerta lateral estaba entreabierta. El mulato empujó por delante al cura. Atravesaron la nave desierta y en un rincón detrás de un pilar vieron, a la luz de un candil, a un hombre echado sobre unas mantas en el suelo y a otros tres que de pie, borrosos en la sombra, lo rodeaban. El cura no prestó mucha atención a los otros por ocuparse del herido. Se arrodilló en el suelo, se reclinó sobre él y le pasó el brazo por debajo de la cabeza. El herido entreabrió los ojos.
       —No se afane, don Juan de Vargas, que aquí estoy yo. —Empezaba a decir, cuando oyó una voz que le ordenaba con dureza:
       —Levántese, fraile, que todavía no se muere don Juan, que es mozo y tiene carne para muchas más cuchilladas. Levántese y venga a firmar este papel.
       Alzó la vista, confuso y acobardado, y vio que los tres hombres que no había distinguido bien cuando llegó, habían encendido las mechas de sus arcabuces. Se incorporó de un salto.
       —Ténganse caballeros. ¿Qué pasa? ¿Por qué van a matar a un pobre fraile que cumple su santo ministerio?
       Los hombres lo apuntaban, y uno de ellos, más mozo y de mejor postura que los otros se adelantó, teniendo un papel en la mano.
       —No, bribón. No queremos sino que firme este papel, por el que autoriza al portador a recibir el dinero que tiene en depósito, y que con tan mala fe prometió a nuestro general, el Gobernador don Pedro de Ursúa, para contribuir a los gastos de esta jornada.
       —No es cierto que yo haya prometido semejante cosa. No es cierto. Ni tampoco tengo yo tanto dinero. Y además menos sé quiénes sois, y si ciertamente tienen algo que ver con el señor Gobernador.
       El cura hablaba atropelladamente y entre jadeos de angustia. Buscaba alguna escapatoria o engañifa para salir de las manos de aquellos forajidos que parecían dispuestos a matarlo. Recordaba haber dicho al Gobernador Ursúa pocos días antes que estaba dispuesto a ayudarlo con sus ahorros a los gastos de aquella empresa. ¡Cómo se arrepentía ahora de la codicia que le hizo hacer aquella oferta! Se había visto por un momento vicario de la expedición, rico con su parte del innumerable botín y después obispo de los nuevos reinos conquistados.
       —¿Cómo sé yo quiénes sois? —preguntó, buscando un pretexto para ganar tiempo.
       El herido, que había permanecido silencioso y tranquilo, se incorporó a medias sobre un codo, contemplando la escena. Todos se volvieron hacia él. A la luz de las dos velas, y entre las sombras encontradas, se destacaban las camisolas blancas del cura y el mulato y el brillo opaco de los cañones de los arcabuces.
       —Yo le agradezco mucho, Padre, su buena intención para conmigo. Pero, felizmente no la necesito. En cambio el Gobernador sí necesita su buena intención para con él. Esos pocos maravedíes, que ahora necesita nuestro General, van luego a transformarse para vos en grandes preeminencias y montes de oro. Vais a ser el Obispo del Reino de los Amaguas y El Dorado. Y no queréis. Estos caballeros son gente abonada y de confianza. Aquellos dos son Juan Alonso de la Bandera y Pedro Alonso Casco, soldados muy valientes y probados. Y este que os presenta el papel es don Fernando de Guzmán, hijo de un veinticuatro de Sevilla, de quien nuestro General hace el mejor aprecio. Firme sin miedo y salga de estos aprietos.
       El fraile sudaba copiosamente y se pasaba a ratos el revés del brazo por la frente. Comprendía que estaba perdido y que no tenía más remedio que entregar su dinero.
       —Unos cuantos maravedises, llamáis —decía casi sollozando—, a dos mil pesos de ahorros, que a fuerza de abstinencias y trabajos he reunido en estos montes en toda una vida. ¿Y qué me dan en correspondencia, sino vanas esperanzas? ¿Sé yo acaso, siquiera, si el general me va a nombrar su vicario, y no digamos su obispo? ¿Y saben, tampoco, si van a encontrar ningunos reinos dorados, o si esta maldita expedición está maldita de veras y van a perecer todos?
       —Basta ya de pláticas —dijo Guzmán—. Venga su merced y firme aquí, o muerto es.
       El cura sintió las inexorables miradas que caían sobre él, y sin fuerzas, sin voluntad, tomó el papel, fuese a mesa y firmó como si se cortara una vena. Agotado en su esfuerzo, rompió a llorar.
       —Y ahora —dijo Guzmán, volviéndose hacia Pedro de Miranda, el mulato—, toma al fraile de tu cuenta, móntalo en uno de los caballos, y espéranos con él a la salida del pueblo, que ahora mismo nos vamos para Santa Cruz de Saposoba, donde vamos a reunirnos con el general.
       El cura, todavía sollozando y sin oponer resistencia, se dejó conducir del mulato hacia la calle. Luego, no sin alguna dificultad se incorporó el herido, y se apoyó en el brazo de Juan Alonso de la Bandera.
       —Muy bien lo has hecho Vargas —dijo Guzmán riendo—. Ahora estará contento el general, a quien mucha falta hacía este dinero.
       —Es que el Virrey, dijo Casco, ha dado poco para esta entrada que lleva mucha gente y es costosa, Y los particulares no han dado tanto como al principio ofrecieron. Conozco yo más de uno, que engolosinado al principio ofreció diez y veinte mil pesos, pero que ahora con los retardos y el enfriamiento, han venido a dar con dificultad mil o dos mil pesos.
       Juan Alonso de la Bandera, que había permanecido callado, dijo entonces con un tono sentencioso y casi amenazante:
       —No hemos empezado todavía y ya parece que queda poca gente contenta en esta expedición. Muchos creen que esta es una engañifa del virrey para limpiar al Perú de toda la gente valiente y emprendedora que podía molestarle su gobierno. Otros dicen que Ursúa está de acuerdo con él para reunir este ejército y volverse con él sobre el reino para impedir que venga su sucesor.
       Guzmán lo interrumpió:
       —Cate, cate lo que dice, Alonso de la Bandera. No es justo que nos enredemos en estas cosas. Todas estas empresas tienen sus dificultades. Recuerde si no todas las que pasó el mismo Gonzalo Pizarro en la entrada al país de la Canela, que volvieron a Quito después de dos años, desnudos, hambrientos, en los huesos, sin caballos, sin armas, sin indios, que nadie los podía reconocer. Lo que hasta ahora nosotros hemos pasado no han sido sino retardos y pequeños inconvenientes. Yo tengo confianza en que Ursúa nos lleva a una entrada que será famosa, y de mucho provecho.
       Vargas dijo entonces:
       —Yo también. Y es que ahora no vamos a ciegas Como han ido otros otras veces. Llevamos hombres, recursos y caballos suficientes. Hemos de llegar a ver El Dorado.
       En estas conversaciones fueron caminando lentamente hasta llegar al sitio en que los aguardaban las cabalgaduras. Allí estaba Pedro de Miranda con el fraile, y hasta veinte soldados, con sus armas. Después de saludarse y cabalgar los que tenían bestias, empezaron a descender lentamente, a la zaga de un guía indio, por una estrecha vereda que se desovillaba entre los grandes árboles de la montaña. Todavía estaba distante el alba y se sentía el poderoso silencio del gran bosque. A ratos, un caballo resbalaba en la tierra húmeda y se oían las blasfemias del jinete. Un soldado a pie, que iba adelante, canturreaba entre dientes una tonada. De las altas hojas de los árboles goteaba constantemente agua. Al rato de marcha, empezó a clarear. Se oyó el agudo grito de un pájaro, y más luego el aullido de un mono, y después, de pronto, un inmenso conjunto de ruidos mezclados, crujir de ramas, aullidos, trinos, todo el denso despertar de la montaña.
       La luz que iba inundando, el cielo penetraba con dificultad entre los grandes árboles. Una verdosa penumbra envolvía sus troncos. A poco empezó a resonar un bronco y sordo ruido. Era la lluvia que caía con violencia cubriendo la montaña. La luz se hizo más tenue y flotaba en el aire un frío olor de tierra. En espesos hilos penetraba el aguacero por los huecos de las tupidas copas de los árboles, corría por los rugosos troncos y goteaba de todos los zarcillos de las lianas y bejucos. Menudos arroyos empezaron a cortar la vereda que, bajo las patas de los caballos se transformó en un flojo lodazal. Los soldados se doblegaban sobre las cabalgaduras buscando protegerse dél agua con los morriones herrumbrosos. Los de a pie iban cubiertos de fango hasta la cintura. A ratos se atascaba una bestia y se oían las blasfemias de los que pugnaban por sacarla, a fuerza de golpes y empujones.
       Los más de los soldados empezaron a quitarse los gruesos escaupiles, deformes y acolchonadas chaquetas de algodón, que usaban para protegerse de las flechas de los indios, pero que con la lluvia se iban embebiendo de agua.
       El fraile, cubierto de su sola camisa y calado hasta los huesos, gimoteaba. Se le oía entre dientes rezar y protestar del atropello que se le estaba haciendo.
       Pedro Alonso Casco que le seguía, le dijo, con recia voz:
       —No llore tanto, buen fraile, que aquí con nosotros está mejor que en el Barrio de Pescadores de la ciudad de los Reyes. Ya verá todo lo que le va a dar el Gobernador tan pronto como lleguemos al reino de El Dorado. Y para que no se moje tanto, ¡tenga!
       Y le arrojó sobre los hombros, con pesado golpe, un escaupil cuajado de agua.
       Algunos soldados rieron. El cura guardó silencio. La codicia, que volvía a renacer en su ánimo, iba ganándole el combate al miedo. Si todo salía como aquellos aventureros esperaban, no iban a resultar mal empleados sus ahorros, ni aquellos malos ratos que ahora estaba pasando. Ya que no estaba en su mano remediar lo que ocurría, era, tal vez, mejor ganarse la buena voluntad de aquellos hombres. Con voz conciliadora se volvió a Casco.
       —Diga señor soldado, ¿son muchas las riquezas que se promete encontrar nuestro general?
       Don Fernando de Guzmán, que cabalgaba delante, al oír la pregunta volvió la cabeza, y alzando la voz para dominar el fuerte ruido de la lluvia y para que le oyeran los soldados, dijo:
       —El Perú y la Nueva España, no son nada, comparados con este reino de los Omaguas que vamos a conquistar. Muchos han oído su fama y algunos soldados han visto de lejos la maravillosa ciudad donde habita su rey. Figúrese su merced, que es tres o cuatro veces mayor que Sevilla, todos los techos son de oro, el rey se cubre todas las mañanas de una resina olorosa y sobre ella le espolvorean con canutos de oro volador. Cuando sale al sol encandila a los que lo miran.
       La visión de El Dorado era ya familiar en el fondo de aquellos ojos duros. Mucho habían oído de él, mucho lo habían soñado. Lo olían entre el vaho de la selva como el almizcle de un animal salvaje.
       Un hondo trueno sacudió la montaña y borró las palabras del capitán.
       La lluvia seguía arreciando. Los hombres chapoteaban en el barro con las ropas adheridas a la piel. Alguno sacaba de un sucio trapo un pedazo de yuca o de papa y lo devoraba con ansia animal.
       La luz había cambiado muy poco desde el amanecer. La fatiga, acrecida por el esfuerzo de desatascarse de los lodazales, les hacía pensar que tenían largo tiempo marchando. No había habido otra cosa que ruido y luz de aguacero y los trapos mojados sobre la piel erizada. El lodo les salpicaba el rostro.
       —¡Ah, del guía! —resonó la voz de Guzmán a lo largo de la columna—, ¿falta mucho todavía?
       Un indio que marchaba a la cabeza, en una especie de trotecillo parejo, se volvió para contestar con una voz sin entonación y apenas perceptible:
       —No mucho, señor.
       La columna de hombres y de caballos marchaba con paso lento y tenaz por la vereda de la selva, entre el vasto rumor de la lluvia. Colgando a las espaldas llevaban sus armas y el hato de trapos donde iban sus cosas: ropa, un paquete de naipes, un crucifijo, algún pedazo de oro y la yesca y el pedernal de encender la mecha.
       La luz se fue haciendo más vaga y cenicienta sin que amainara el aguacero. Se iba acercando la noche. La pendiente que iban faldeando se hacía por momentos más ríspida y los caballos resbalaban y caían atropellando a los de a pie. Ya casi no se oían voces.
       En una vuelta, por un claro, se vieron unas luces sobre una llanura próxima.
       —Allí está Santa Cruz, gracias a Dios —gritó alguien.


Capítulo II
Lluvia y sangre

      Entre el verde lento del río de los Motilones y el verde estremecido de la montaña, se encogían los sucios lomos de paja mohosa de los ranchos de Santa Cruz de Saposoba. El aire y la luz eran de un verdoso húmedo que olía a agua.
       Llovía. Llevaba meses lloviendo. La lluvia caía con denso rumor parejo. Todo parecía mojado y pegajoso. La selva se borraba en una niebla lechosa que parecía humear del suelo enfangado.
       Las estrechas chozas no podían contener la aglomeración de los soldados hacinados en ellas. No había espacio para moverse. Amontonados unos sobre otros, la espalda del que jugaba a los naipes tocaba con la del que estaba asando maíz en unas topias, o con la cabeza del que dormía. Había que espantar hacia afuera, constantemente, las gallinas, los cerdos y los perros que buscaban el cobijo de los techos.
       Vaharadas de humo de cocina los hacían toser, lloraba algún niño y se quejaban los enfermos tiritando con el frío de la fiebre.
       Los raros días de sol podían dispersarse por el estrecho espacio abierto, acercarse al linde de la selva, llegar al río, alborotar un poco los caballos en galopes y carreras, reunirse con los amigos y oír misa en la iglezuela de la aldea, con su sola campana colgada en el hueco de la espadaña. Eran también días de tratar con los indios que llegaban en canoas por el río, motilones de recortados cabellos, tubalosos de rostros pintados como máscaras, a trocar yuca y maíz por cuchillos y cuentas y baratijas de Castilla.
       Pero el tiempo de lluvia era el más y más largo. Todos parecían encogidos y tristes como los caballos atados bajo los árboles. Los soldados de Ursúa y los vecinos pasaban las largas horas, encerrados en las chozas, limpiando el orín de las armas, jugando a los naipes, tarareando gangosos ecos de canciones, y sobre todo, conversando.
       Entre el espeso rumor de la lluvia las conversaciones se poblaban de las imágenes que llenaban aquellos espíritus impacientes.
       Era un vecino que preguntaba a un soldado:
       —¿Cree vuestra merced realmente que el Gobernador don Pedro de Ursúa vaya al descubrimiento de los Omaguas y de El Dorado? Se dicen tantas cosas.
       Y el soldado replicaba:
       —Sí, ya sé lo que dicen. Lo vienen diciendo desde antes de que saliéramos de Lima. Que nuestro general no va a ninguna entrada de los Omaguas, que todo no es sino un embeleco, convenido con el mismo virrey Marqués de Cañete, para allegar soldados y volverse con ellos sobre el Perú, para hacer lo que ni el maestre Gonzalo Pizarro, ni Hernández Girón lograron: que el reino quede de una vez para siempre para los que lo conquistaron y poblaron.
       Pero luego se oía la campana de la iglesia. Doblaba y su fúnebre nota volaba entre la lluvia sobre todas las chozas.
       Las mujeres la oían y se persignaban…
       —Están doblando a muerto —decía alguno con malestar.
       La palabra resonaba en el eco de la campana.
       —Es que ya condenaron a muerte a Francisco Díaz de Arles y a Diego de Frías. Esta tarde los decapitan.
       —Yo no creo que el Gobernador vaya a ajusticiar a Arles que salió con él de Navarra y ha sido su compañero en todas partes, y menos a Frías que es criado y recomendado del Virrey Cañete.
       —¿Pero es que puede hacer otra cosa? Si mataron malamente al Teniente General Pedro Ramiro, el fundador de este pueblo y el que estaba encargado de dirigir la construcción de los navíos. Por malos y envidiosos lo mataron. El Gobernador los mandó con Ramiro a los Tubalosos a buscar alimentos y en un paso de río se quedaron detrás con él y lo mataron de la manera más miserable.
       Y el que hablaba hacía un patético gesto de estrangulación.
       Pero los incrédulos replicaban:
       —Ya verán vuestras mercedes cómo a última hora los salva y los deja ir.
       El doblar de la campana parecía poner más húmedo y triste el ambiente. Muchos quisieran estas lejos. Marchando por caminos de sol, en la costa, en el mar. Pensaban con desazón en el maravilloso país que esperaban hallar. Todos sabían algo de él.
       En todas las chozas, a ratos, como una chispa, se iluminaba en los ojos el nombre de El Dorado.
       Pedro de Miranda, el mulato, era el que hablaba en el fondo de la cabaña oscura entre los apiñados rostros febriles que lo oían:
       —Toda la ciudad es de oro. Las paredes, los techos, las calles. Tienen ídolos tamaños así como yo, todos de oro macizo. Y es grande como Sevilla, con sus torres y sus puentes. El Dorado, que es el rey, anda cubierto de polvo de oro y reluce como una onza nueva. Todo se mira amarillo de oro. Todo es de oro. De noche dicen que relumbra como las brasas de un brasero.
       —Pero ¿quién lo ha visto? ¿Quién lo ha visto? —preguntaba por entre la sombría barba un rostro de ojos ardientes.
       —Virurata, el que subió hace diez años con los portugueses y con los indios brasiles por el Marañón, el que se lo dijo al Virrey, ése lo vio —decía otro.
       Y alguien replicaba:
       —En esta entrada van como guías del Gobernador algunos de esos brasiles y el portugués Matheo. Yo he logrado hablar con algunos de ellos. Pero ellos no dicen que vieron al rey dorado ni a la ciudad, sino que llegaron a la ribera de su reino, que es el de los Omaguas y divisaron a la distancia las grandes villas y hablaron con ellos.
       Se oía de nuevo el doblar de la campana. Había cesado la lluvia. Algunos se levantaron y salieron.
       —Vamos a ver si en verdad los matan.
       Del coro surgía otra voz. Era la de Pedro de Arana, del que los más solo sabían que había estado en muchas guerras y conquistas, que tenía fama de malo y que había andado por todos los recovecos de las Indias.
       —Que yo sepa, solo uno ha visto la ciudad de los Omaguas y el rey dorado.
       Todos aguzaron los oídos.
       —Fue el Urre, uno de los alemanes que gobernaron hace veinte años por el Emperador en Tierra Firme.
       Fue en Tierra Firme.
       —Sí, pero muy adentro, muy abajo, muy hacia donde vamos.
       —¿Y cómo fue?
       —Salió con su gente de la costa y empezó a internarse hacia el mediodía. Atravesaron montañas y montañas y montañas. Y después llanuras y llanuras y llanuras. Caminaron semanas y meses y años. Mucha gente se murió de hambre y de calentura. Encontraron a muchos indios bravos.
       —¿Y después?
       —Después empezaron a pasar los ríos, ríos grandes y más grandes y más grandes. Ya iba quedando poca gente. Torcieron entonces pecho al sol.
       —¿Y entonces?
       —Entonces siguieron caminando más. Llevaban indios amigos. Y un día desde un cerro vieron la gran ciudad de los Omaguas. Se perdía de vista.
       —¿Y qué vieron?
       —Mucha gente, muchas casas, mucho oro. Quisieron entrar, pero salieron millares y millares de indios armados y empezaron a matarle los soldados. Todos salieron heridos y tuvieron que huir. Iban mal heridos. Unos se morían aquí y otros más adelante.
       —Y el Urre, ¿no volvió?
       —No volvió —dijo Arana recalcando las palabras—. En el primer poblado de españoles que topó le cortaron la cabeza sin confesión.
       En el silencio que siguió se oyó latir en el aire el doblar de la campana.
       Ya pocos quedaban en las chozas. Todos habían ido saliendo a contemplar la ejecución. A los que estaban cerca y a los que estaban lejos les pareció en un momento sentir en el aire el resplandor del tajo del verdugo. La campana seguía doblando.
       Empezaba a llover de nuevo. Los curiosos que volvían de la ejecución se dispersaban buscando el refugio de sus casas. El día oscurecía rápidamente. Los hombres y las cosas parecían flotar dentro del sordo ruido del agua.
       Volvían a encenderse las conversaciones. Volvían a repasarse las mismas imágenes ante los mismos ojos extasiados. Volvía a aletargarse el tiempo. Volvían a quejarse los enfermos estremecidos por las fiebres o agobiados por inmensas hinchazones de los miembros. Asomaban por los rincones y por las rendijas, arañas como sapos, ciempiés como serpientes, escarabajos como astrolabios.
       Sonaba la campana.
       A la casa del Gobernador iban entrando algunos hombres a traerle los detalles de la ejecución. Eran Fernando de Guzmán, el risueño andaluz; Juan de Vargas, capitán de confianza; Lorenzo Salduendo, mal encarado y curtido en las revueltas del Perú; don Juan Núñez de Guevara, comendador de San Juan, hombre entrado en años muy respetado y acatado de todos, y Pedrarias de Almesto, un soldado mozo y discreto, con alguna instrucción, que servía al Gobernador de Secretario.
       Encontraron al Gobernador Ursúa solo en su habitación, tendido en su hamaca. Despojado de las armas parecía más joven y esbelto. Denotaba preocupación y abatimiento.
       Oyó la escueta noticia. No hizo preguntas. Hubo un silencio.
       —Sangre —oyó Ursúa que dijo alguien hacia el fondo de la casa, donde estaban los indios yanaconas, los criados y los negros de servicio.
       —¿Quién dijo sangre? —preguntó el Gobernador con súbito sobresalto a los que rodeaban su hamaca.
       Juan de Vargas se sorprendió de verlo tan nervioso, y por calmarlo, le dijo a Pedrarias de Almesto, que estaba a su lado:
       —Vaya, Almesto, a ver qué ha sido.
       A poco volvió el emisario:
       —No es nada. Una mujer de la cocina diciendo sus dichos.
       —¿Pero qué decía? —Tornó a preguntar Ursúa.
       —Cosas de ellas, General, decía que lo que empieza con sangre termina con sangre.
       Ursúa se incorporó sin decir palabra, visiblemente molesto. Caminó calladamente por el aposento y al rato, sentándose sobre un taburete dijo:
       —Hay que hacer lo posible por salir pronto. Ya llevamos mucho tiempo aguardando y los ánimos se encabritan. Hoy mismo he tenido noticias del maestro Juan Corzo, quien como sabéis está, veinte leguas de aquí río abajo, construyendo los navíos de la expedición, quien me dice que su trabajo adelanta bien, que los carpinteros de ribera que tiene son excelentes, y que muy pronto todo estará listo para embarcarnos.
       —Buena noticia es esa, don Pedro —dijo Díaz de Armendáriz, su pariente, que había entrado hacía poco—. No conviene que sigamos mucho tiempo aquí. Las gentes se van arriscando y mal poniendo. Hay muchos que murmuran ya abiertamente y pregonan su descontento. Y de tantos hombres ociosos y atrevidos pueden salir mil locuras. Aun cuando la ejecución de hoy habrá servido para aconsejar a muchos.
       La alusión final a los ejecutados volvió a cortar el mal atado hilo de la conversación. Un silencio lleno de malestar volvió a caer entre los presentes, hasta que Ursúa tornó a hablar:
       —Vamos a apurar los preparativos. Para adelantar las cosas, vos, Juan de Vargas, vais a salir con el primer navío disponible y setenta hombres a la desembocadura del Cocama, donde me aguardaréis, haciendo remontar el río en canoas para recoger toda la comida que puedan. Y para socorrerle en el camino, que salga antes, en una chata, con treinta hombres, García de Arce, a recogerle comida en la provincia de los Caperuzos, por donde ha de pasar. A ver si salen pronto.
       —Por lo que a mí hace, señor —dijo Vargas levantándose—, dispuesto estoy a salir ahora mismo. Las cuchilladas de Moyobamba ya no me molestan.
       Y riendo añadió:
       —Lo único que le pido es no llevar de vicario a Fray Pedro Portillo.
       Sonriente le replicó Ursúa:
       —No hace falta. Con que vos y García de Arce salgáis y pronto, todo está bien. Entre las embarcaciones que ya están listas escoja la que mejor le convenga. Y diga ahora, al salir, a García, lo que le encomiendo.
       —Así se hará señor, y antes de tres días estaremos de salida.
       Pidió Permiso Vargas para retirarse y al hacerlo aprovecharon los otros para despedirse también.
       En ese momento entró un criado anunciando que acababan de llegar cartas, traídas por un jinete, y el general le pidió a Pedrarias de Almesto, que se quedase por si había algo urgente que contestar.
       Salieron los otros y el criado puso las cartas sobre la mesa. Eran unos cuatro pliegos. Ursúa los fue tomando y leyendo mientras Pedrarias lo observaba en silencio. El primero era de Lima y debía ser de asuntos oficiales. El segundo que abrió lo leyó y releyó con gesto hosco y contrariado.
       —Vea —dijo tendiéndoselo a Almesto—, las majaderías de los amigos. El buen don Pedro de Añasco no encuentra nada mejor para mostrarme su afecto sino anunciarme contrariedades, fracasos y muertes. Si fuera yo a hacerles caso a todos acabaría loco.
       Almesto leyó. Era una carta breve y patética, en la que Añasco decía a Ursúa, que muchos amigos suyos tenían los mayores recelos y prevenciones de su expedición por llevar en ella algunos de los peores hombres del Perú, que ya habían estado mezclados en muchas traiciones y levantamientos. Que más le valía devolverlos con buenos modos. Les nombraba entre otros a Lorenzo Salduendo, a Juan Alonso de la Bandera y a Lope de Aguirre. Y concluía diciendo que también sabía que pensaba llevar con él a una Doña Inés de Atienza, viuda, del pueblo de Trujillo, que tenía fama de ser una de las más bellas mujeres que se habían visto en las Indias, y que le aconsejaba que no lo hiciera porque era grave imprudencia, no solo por los riesgos que ella podía correr en tamaña aventura, sino también por los recelos, resquemores y malos ejemplos que podía provocar entre los aventureros.
       Cuando Pedrarias alzó los ojos de su lectura, vio que Ursúa estaba embebido en la de una menuda hoja. Su rostro reflejaba una expresión de contento y de ternura. Cuando terminó de leer quedó largo rato abstraído, sin que se borrase aquella gozosa huella.
       —Nos viene una gran visita —dijo luego como volviendo de un sueño—. Una dama, que es una criatura del cielo, quiere acompañarme en esta empresa. Yo he procurado disuadirla por todos los medios pero ha sido en vano. Doña Inés está resuelta a ir a la gloria o a la muerte a mi lado. Ya no puedo hacer nada más. Dios la guarde y la ampare. Hay que prepararse a recibirla dignamente.
       Pedrarias esquivó el punto, y añadió luego:
       —¿Qué piensa su merced de lo que dice don Pedro de Añasco sobre estos hombres? ¿Piensa devolverlos?
       Después de una breve pausa, replicó con cierta sorna y alegría:
       —Imaginando que sea cierto, ¿qué mal pueden hacer cuatro mentecatos? Tampoco se va a la conquista de El Dorado con serafines, sino con hombres curtidos en campañas. A Salduendo y la Bandera los conozco y sé que una muerte de más o de menos no los aflige. A ese Aguirre lo conozco menos. Sé que tiene fama de loco, pero anda con hija y mujer, y me parece demasiado viejo, demasiado cojo y demasiado hablador para que vaya a ponernos en jaque. No hay que ver las cosas tan negras. Todo va a mejorar ahora.
       Mientras hablaba, caminaba a grandes pasos, gesticulando, con una movilidad gratuita de niño alegre. Almesto se puso de pie, se despidió y salió a la calle.
       La tarde había caído y continuaba lloviendo con fuerza. A saltos y zancadas por entré los amplios charcos, Pedrarias se encaminó de prisa al rancho que compartía con otros soldados. Cuando entró encontró la casuca solitaria, porque los otros no habían regresado todavía. Encendió la vela y se tendió a descansar sobre una escalera. El eco de la lluvia llenaba todo el espacio y amodorraba los pensamientos. Por la imaginación de Pedrarias desfilaban las imágenes que había evocado en su conversación con el Gobernador. Veía a Salduendo y la Bandera, de quienes conocía las trágicas historias, como si estuvieran ocultos en la penumbra y en las manos les brillase la hoja de un puñal desnudo. Los veía correr persiguiendo por entre los fangales y la maraña húmeda, una mujer que huía dando alaridos y dejando pingajos de sus vestiduras en los espinos y en las ramas. Era una mujer de extraordinaria belleza. El cabello negro suelto le flotaba al aire y llevaba los grandes ojos desencajados de horror. Podía ser Doña Inés de Atienza. Debía ser Doña Inés.
       Por la puerta abierta penetraban y se precipitaban sobre la vela centenares de mariposas de todos los tamaños y colores, e insectos de mil formas, que añadían sus mezclados zumbidos al resonar del aguacero. Una mariposa negra, inmensa, entró ocultando con sus aletazos la luz y poniendo en móvil sombra lo más de la estancia.
       En su imaginación seguía corriendo la mujer perseguida. Iba a levantarse a socorrerla. Pero en aquel rincón, que iluminaban y apagaban las alas de la mariposa, se veía una figura. Una figura menuda, esmirriada, con la cara enjuta cubierta por una raída barba cana, que al caminar vacilaba sobre un pie cojo, que con una aguja en la mano le hacía señas de quedarse quieto. Se incorporó bruscamente y tomando la vela iluminó toda la estancia. No había nadie. Todo estaba tranquilo y la lluvia seguía cayendo a torrentes sobre los techos y sobre la selva.



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