Arturo Uslar Pietri
(Caracas, 1906 - Caracas, 2001)

El fuego fatuo (1935)
Red. Cuentos
(Caracas: Editorial Elite, 1936, 218 págs.);
La lluvia y otros cuentos
(Santiago de Chile: Zig-Zag, 1967)



      Viva de grillos, la noche hace delirar el campo. Late el agua. Dos o tres estrellas parpadean. Los ladridos huyen de los perros. La vereda viene como vena, culebreando, pasa junto al rancho y continúa desovillándose en la noche. Por la puerta, humo y luz de cocina salen a hacer fantasmas.
       La más vieja, removiendo la olla:
       —¡Bigotudo, melenudo, barbudo, ojos de zorro jabudo!
       La menos vieja, encogida sobre una topia:
       —¿Y qué cosas llevaba?
       —Un espadón de hierro, ancho como una teja, espuelas de cresta de gallo y una capa grande y encendida que le tapaba las ancas del potro, como pájaro cardenal.
       —¿Y un puñal?
       —Sí, un puñal como un cacho de un diablo.
       —¿Y un trabuco?
       —Sí, un trabuco que echaba truenos, grandes y bocón como negro que se ríe.
       —¡Ave María, guárdanos del Tirano Aguirre!
       —¡Ave María, guárdanos del Tirano Aguirre!

       Cuando la gritería del saqueo se iba extinguiendo, la señora gobernadora, desde el cuarto oscuro, asomó la cabeza por el postigo que daba al patio y llamó con la voz y los ojos a su hombre.
       —¡Señor marido! ¡Señor marido! ¿Qué pasa que nada se oye? ¿Han muerto los asaltantes?
       No le respondió la voz del gobernador, pero sí la sangre que con mil dedos se arrastraba sobre el embaldosado para ir a anunciarle la desgracia.
       Siguiendo la sangre, llegó hasta el cuerpo. La panza había crecido y la cabeza estaba negra del fogonazo de la pólvora, las piernas abiertas y las manos como de sapo que va a saltar.
       Más allá, siguiendo el hilo de las miradas, unas botas sucias y fuertes, unas delgadas pantorrillas, una espada fina y larga, perdido el puño entre una capa revuelta, y más arriba, sin sombrero, una cabeza descarnada donde sonreían los ojos, los dientes y las puntas del bigote.
       —Si no está su marido, estoy yo, don Lope de Aguirre, hijo de mis hazañas.
       Sin querer oír la mujer, se desató a gritar:
       —¡Han muerto a mi marido! ¡Socorro! ¡Lo han muerto los asaltantes! ¡Socorro! ¡Socorro!
       Don Lope se aproximó al postigo:
       —Yo soy los asaltantes.
       —Mi marido. ¡Socorro! ¡Socorro!
       Don Lope abrió la puerta y la hizo salir al patio.
       —¿Dónde está su marido?
       —¡Socorro! ¡Socorro!
       —¿Quién es su hombre?
       La mujer gorda y estremecida vio el cadáver y lo señaló con la mano temblorosa:
       —¡Es él! ¡Es él!
       Don Lope pensó a grandes gritos:
       —Mujer de gobernador de España parirá gobernadores de España, que seguirán haciendo mal gobierno en la colonia. Sobre esto he de escribir al rey. Pero por ahora…
       Y como si fuese a desatarle el traje, sacó la daga y le abrió el vientre en ocho direcciones. Despeñáronse las tripas y cayeron antes que el cuerpo sobre los tentáculos de la otra sangre, ya fría.

       Humo espeso de cocina de brujería hace y destruye columnas monstruosas.
       La más vieja y arrugada, que por cada arruga tiene una boca que habla:
       —Matando gente seguía su camino a resbalones sobre las cabezas de los muertos.
       La menos vieja, con una voz que apenas hace eco:
       —A resbalones también bajó los ríos en un barco pintado de sangre.
       —Lo de los ríos fue antes, también lo de las islas. Ahora la historia pasa en tierra.
       —En tierra, ¿con quiénes andaba?
       —Traía gentes de todas partes que lo seguían con miedo, porque los puñales se le desviaban del cuerpo y los tiros se paraban en el aire para no tocarlo.
       —Ahora la historia pasa en tierra. ¿Qué pasa?
       —¿Has visto pasar los entierros? Pasa él. ¿Has sentido llegar la peste? Pasa él. ¿Has adivinado de noche la hora en que mueren los señalados? Pasa él.

       La sierra no tenía fin. Se pasaba una cumbre y detrás se alzaba otra, y detrás otra, y otra y otra, como olas.
       Adelante don Lope solo, a caballo; más luego sus capitanes, a caballo; más luego la tropa de a pie, sonando hierros; más luego una vieja a cuatro patas, y la Torralba y la hija de don Lope rezando en una mula.
       La muchedumbre lo veía a la cabeza, lejos, entrando en el cielo frío sobre zancos de sombra. En llegando a la primera cumbre cayó la bestia, pero el Tirano le hundió las espuelas hasta que salió sangre azul de riñón, y el animal se incorporó y subió, siguiendo como gusano.
       A media cuesta de la otra subida, entre las piernas se le deshizo la cabalgadura, y él vino a quedar de pie sobre el pellejo, tendido como una alfombra.
       Don Lope se volvió al primero que lo seguía.
       —Dame el caballo y coge tú el del otro.
       Como fila de naipes que caen fueron pasándose los animales hasta llegar al último, que hubo de seguir a pie.
       Empinado sobre la fila de hombres, unida y rellena de tiniebla, era ya testa de serpiente inmensa que deshacíase por anillos. A la otra media cuesta tornóse a deshacer la bestia de don Lope. Cambió de nuevo. A la otra media cuesta nueva caída y nuevo cambio.
       En la noven cumbre el Tirano iba ya sobre el lomo del primer capitán. Sombra pavorosa, a contra luz, llena de brazos jadeando con dos bocas.
       —¿Te peso mucho, hijo?
       —Es liviano como pluma, don Lope.
       Cayó el primer capitán y vino a tomar la carga el segundo. Andando trecho, tornó a preguntar:
       —¿Peso mucho?
       Respondióle el golpe en tierra.
       Sucedíanse los empinados montes y la tropa zaguera iba reduciéndose. Cuando la tarde se dormía, inventando más cerros, don Lope dominaba una cima a horcajadas sobre la vieja, ya cruz de trapo desmadejada sobre títere sin sangre.

       Catorce pueblos habían atravesado sin encontrar un alma. El camino se hacía calle, pasaba por entre los ranchos vacíos, junto a una capilla silenciosa, y tornaba a ser camino sobre el campo raso. La población los había abandonado en masa.
       Al comienzo, en llegando al pueblo, don Lope hacía sonar el tambor con la esperanza de que regresaran los habitantes. Sonaba la piel tendida a golpes secos, como ritmo de arteria, pero nadie venía. Entretanto, la tropa, escasa, echábase al suelo con hambre, despiojábanse los unos a los otros y maldecían.
       —Me estoy quedando solo.
       En las vueltas de las montañas se rezagaban los destacamentos y se deshacían entre los árboles. Don Lope volvía la cabeza y veía mermar la fila de hombres.
       —Me estoy quedando solo.
       Destacaba espías para sorprender la fuga de los poblados. Aparecían como pordioseros en medio de la muchedumbre que empezaba a marchar. En la pisada, en el movimiento de los brazos, en el modo de mirar los conocían.
       —Gente del Tirano.
       Negaba el hombre, cercábanlo los fugitivos y terminaba por declarar y apresurar la fuga. Cuando llegaba don Lope encontraba la soledad. El destacado, a su vez se había ido con los otros.
       —¡Recio, toquen el tambor!
       Latía el ritmo lento, haciendo eco de las casas solas.
       Aleteaba en el aire el compás fatigoso.
       —Me estoy quedando solo.
       Era ya tiempo de danza para atraer las legiones del miedo.
       Santiguábase la niña y escupía la Torralba.
       Resonaba el parche como panza de muerto.
       —Me estoy quedando solo.

       —¿Y pasando de pueblo en pueblo, adónde vino a dar?
       La vieja, encendida por el fogón, retardó la respuesta.
       —Pasando de pueblo en pueblo, vino a dar en el señalado para la última hora.
       —¿Lo sabía él?
       —No. Pero lo sentían los otros. Se lo sintieron en los ojos, donde se prendió una luz de aviso.
       —¿Luz de aviso como estrella?
       —No, luz de aviso como fuego de cementerio.
       En redondo, por detrás de todas las colinas, ya asomaban las picas.
       Las noticias iban llegando hasta el rancho del Tirano.
       Entró un hombre.
       —¿Está aún abierto tu camino, don Hereje?
       —Ya está tomado y por él no podremos salir.
       Veíanse avanzar los piqueros cerrados y resueltos. El cerco se estrechaba y algunas explosiones de trabuco venían a rotar a los caballos.
       Como candela cercando alacrán, todas las salidas fueron cubiertas por tropa española. El último capitán vino sudoroso y pálido:
       —Ya el último camino está ocupado. No podremos irnos.
       Temblaba diciéndolo y en el silencio la vibración le tintineaba las espuelas.
       —¡No nos iremos, don Gallina!
       Los cinco capitanes, mudos, lo rodeaban. Don Lope cargó hasta la boca las pistolas con pólvora gruesa y oscura, como café. Salió a la puerta y vio próximo el círculo apretado de picas y la algazara de los soldados españoles.
       Tornó adentro y vio a la hija, que lloraba sobre el hombro indiferente de la Torralba.
       —¿Por qué lloro, padre?
       El tirano se volvió hacia el más próximo:
       —Saca el puñal, don Gallina, que no sabes sino temblar. Y tú, don Yatagán, y tú, don Perico, y tú, don Hereje, y tú.
       Las cinco puntas se mancharon de reflejos en la penumbra de la estancia cerrada.
       —Porque somos asesinos hemos de morir y no ha de quedar nadie para que los otros puedan cobrarse. Porque somos traidores, no hemos de pagar traición.
       Sobre el cuello de la hija, ya sin llanto, borbotea sangre la herida abierta. Los cinco capitanes se estremecen. Se siente profundamente el vacío que dejó el ruido del llanto al detenerse.
       Los arcabuces atruenan desflecando la puerta.
       Vocifera el Tirano, con los ojos transparentes de una viva luz.
       —Mata tu hija, don Perico.
       —No tengo don Lope.
       —¡Mata tu hija, don Lisiado!
       —No tengo, don Lope.
       La tirería abre grandes claros en el techo.
       —¡Matadlas entonces en vosotros mismos!
       Como rueda de muñecos se desploman los capitanes, apagados los puñales en la carne sudorosa.
       Asoma el cielo por los huecos del techo.
       —¡Matadlas en nosotros mismos!
       Una mano del Tirano ha caído al suelo como un guante; al eco de otro disparo le queda tallada una oreja como cresta de gallo. Mas luego una bocanada de plomo le envenena la sangre de pólvora. Gira el Tirano. Aún grita como un cerdo. Aún se arrastra como una culebra. Aún se estremece como carne de res recién muerta.

       La voz de la más vieja pierde significación y se hace de la sustancia de la noche. El humo empaña las luces y borra las paredes. Todo se sostiene sobre la agitación de las llamas.
       La otra, queriendo ver en la humareda:
       —No oigo. ¿Pasó la historia? ¿Ya ha muerto?
       La fogata deja escapar hilos de llama que revolotean.
       —¡No oigo!
       Salta del fuego, como lámpara, como luz que navega sobre aceite, una llama quieta que recorre la noche.
       —¡Ah! Se fue por el camino de la candela.
       Candela es, que viaja por la sombra cerrando los caminos.
       El resplandor regresa dando tumbos, desnudando los árboles.
       Perdidas las figuras, las dos voces viven en la tiniebla.
       —Ave María, guárdanos del alma del Tirano Aguirre, que pasa de noche en la candela.



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