Arturo Uslar Pietri
(Caracas, 1906 - Caracas, 2001)

Una fosa abierta
Los ganadores
(Barcelona: Seix Barral, 1980, 190 págs.)



      “Todo está en la tierra”, decía José Gabino a los que se acercaban al gran hueco, que ya le ocultaba medio cuerpo. Sudoroso, el raído sombrero sobre la nuca, un pañuelo rojo alrededor del cuello, en la cara, oscura de barba y de tierra, los ojos extraordinariamente vivos y brillantes. Escupía en las manos callosas y mientras empuñaba el cabo del pico para seguir la tarea, añadía: “Todo está arriba o está abajo. Lo de arriba ya tiene dueño. Cada mata, cada casa, cada campo tiene su amo que no deja que nadie se meta. Pero abajo es distinto. Uno hace un hueco y lo que encuentra es suyo”.
       Llevaba tiempo excavando en aquella cuesta de monte, a la entrada del bosque, lejos del pueblo. “Éstas son tierras austeras”, decía. “No le importan a nadie. No salen sino matojos y lagartijas”. A veces trabajaba de continuo, con mucho empeño, de sol a sol. A veces desaparecía por largo tiempo. Andaba en alguna de sus aventuras sin rumbo por los pueblos y los campos vecinos.
       Pero siempre volvía, meses más tarde, y se le divisaba desde el camino, medio hundido en el socavón, alzando y bajando al ritmo del golpe, con un grueso resuello de fatiga.
       Llegamos a creer que estaba cavando su propia tumba. Iba siempre a los entierros de la gente conocida. Trataba a veces de cargar la urna, lo que no le permitían nunca. Alguien lo empujaba de lado. Se mezclaba entre los deudos y dolientes, con el deshecho sombrero en la mano y los ojos gachos y pesarosos. Se ponía cerca de la fosa, junto a las lápidas de mármol removidas, cerca del montón de tierra fresca. Miraba con atención bajar el féretro, colocar las láminas de cemento y recubrir con mezclóte y con tierra. Se daba un manotazo como señal de la cruz y decía a los que estaban cerca: “A mí no me van a enterrar en la fosa común”. Tal vez se imaginaba que si tenía hecho aquel hoyo, fuera del pueblo, en tierras de nadie, podrían enterrarlo allí. Algún día lejano.
       “¿Qué buscas, José Gabino?”. “Ya verán”. No decía otra cosa. José Gabino creía en aparecidos y en entierros. En el pueblo había muchos cuentos de entierros y de aparecidos. A cada guerra, a cada persecución, a cada asalto, había gente que había tenido que huir. Habían enterrado joyas, dinero y objetos de valor. Desde que el pueblo se fundó, en el tiempo más viejo de los españoles. Se sabía de entierros buscados y de entierros hallados. De tesoros ocultos que revelaban fantasmas nocturnos. En el hueco de un muro, al pie de un árbol, debajo de las baldosas de un patio. Se sabía quiénes habían encontrado aquellos botines escondidos. Puñados de viejas monedas de oro y de plata, con una cruz de un lado y un retrato de rey del otro. Dentro de carcomidas arquetas herrumbrosas o en ventrudas botijuelas de barro cocido. Gente pobre, habitantes de ruinosas casas, que de la noche a la mañana se marchaban del pueblo y se iban a la ciudad a llevar vida de ricos. No lo decían, pero se sabía que habían encontrado un tesoro.
       “En esa casa había un entierro”, decían los más viejos. Daban detalles del año remoto en que sus ricos habitantes habían tenido que huir. No habían vuelto nunca. Habrían perecido en la persecución. La casa quedó en abandono y ruina. Vinieron a habitarla aquellos pobretones que no le tenían miedo al duende que salía en la alta noche. El duende del último propietario que no había regresado nunca. Todas las viejas casas del pueblo tenían su leyenda de tesoro enterrado y habían sido registradas y excavadas. A veces desde la calle se oía el ruido de la excavación. “En esa casa están buscando”, comentaban los pasantes.
       José Gabino conocía todas las historias de entierros del pueblo, Las casas donde había y donde no había. Aquéllas en las que se había hallado y aquéllas otras en las que nada se encontró, a pesar de haberlas casi demolido en las búsquedas sin tregua. Él conocía los nombres olvidados de las ricas familias desaparecidas. Repetía los fabulosos inventarios de los tesoros. “Enterraron dos mil peluconas de oro en botijas de aceite y mataron los esclavos para que ninguno pudiera señalar el sitio”. Puñados de antiguas monedas y montones de plata labrada, de objetos de iglesia y de adorno. Cruces, copones, candelabros. Había habido una custodia, antes de la guerra grande, en la iglesia mayor. José Gabino conocía el número de brillantes, esmeraldas, rubíes y zafiros que había en cada rayo, orla, festón y firulete de la deslumbrante pieza. Nunca se supo más de ella, después de que el pueblo fue tomado por los federales. Todos los que la habían visto habían muerto ya. Pero había quienes aseguraban saber donde estaba escondida, en el hueco de una tumba antigua, o debajo de una pilastra, o en algún sitio de los alrededores que ya más nadie recordó.
       José Gabino había participado en muchas pesquisas de tesoro en casas viejas. Cuando desaparecía, en una de sus frecuentes correrías, la gente llegaba a pensar que había hallado un tesoro y se había marchado. Pero, tiempo después, regresaba tan pobre, tan maltratado de trabajos e intemperies como se había ido. Fue ya en sus años finales cuando comenzó a excavar aquel hueco del pie del monte. Cada vez más hondo, hasta que ya no le asomaba sino la cabeza y el sombrero cuando estaba erguido.
       Hasta allí íbamos, a veces, los muchachos a molestarlo y a buscarle conversación. “¿Has encontrado algo?”. “Quién quita”, respondía, en su forma evasiva y continuaba golpeando lentamente con el pico en el fondo de greda húmeda. Iba poniendo sobre el borde, sobre un pañuelo de madrás a cuadros coloridos, algunas de las cosas que sacaba. Pedazos de cuarzo de colores, que él mostraba en la mano y miraba de través contra la luz del cielo. O sacaba un pedazo de raíz, torcido como cuerpo de serpiente. “Ésta en cocimiento es muy buena para el pasmo, para la lepra y también para el mal de San Vito”. “¿Tú tienes mal de San Vito?”. Se indignaba y comenzaba a lanzarnos injurias y luego piedras. Desde lejos continuábamos haciéndole burla hasta que él salía del hueco, recogía el anudado pañuelo y se terciaba el pico sobre la espalda. “José Gabino, ladrón de camino”, íbamos gritando hasta perdernos por las calles del pueblo rumbo a nuestras casas.
       No pocas veces había llegado hasta la casa de mi familia, pedigüeñeando, o vendiendo una gallina o algún objeto sin valor. Rara vez se le compraba porque se tenía desconfianza de la procedencia de las cosas que traía, pero algo se le daba de limosna. Se asomaba al patio arbolado, donde en un rincón había un macizo de bananeros. “¿Es allí donde aparece el duende?”. Era un fantasma que se decía que aparecía en la casa, algunas noches y con el que se nos metía miedo y se nos amenazaba a los muchachos. “Aquí hay un entierro. Cuando quieran yo los ayudo a sacarlo”.
       Algún día se debieron poner de acuerdo con él porque llegó una noche después de la cena. A los niños nos encerraron en nuestros cuartos y la gente mayor quedó con él en el corredor. Nos mantuvimos de pie, oyendo y con el ojo pegado del hueco de la cerradura.
       Había ordenado apagar las luces, pero la luna llena iluminaba claramente el patio y penetraba en los corredores. José Gabino dirigía una especie de rezo en el que llamaba repetidamente al ánima en pena. “Venga, hermano, no tenga miedo. Queremos ayudarlo”. Todas las miradas, y la mía también al través del hueco de la cerradura, se concentraban en el macizo de los bananeros. El juego de la luz de la luna con el brillo y las sombras de las hojas y las formas de los troncos, formaban y deformaban apariencias de vagas figuras. “Allí está. Allí se ve”. “Ave María Purísima”, cuchicheaban las voces. Yo no lograba precisar ninguna forma. Vi luego a José Gabino levantarse y avanzar lentamente hacia las matas. Se oía el cuchicheo de una conversación.
       Al día siguiente, con la ayuda de un peón, comenzó a excavar en un rincón del patio. “No hay que decir nada”, nos recomendaban los mayores. Se hizo un hueco grande sin resultado. Se intentó otro más pequeño cerca. Nada se encontró.
       Cuando José Gabino se marchaba, pocos se acercaban a aquel hueco abandonado en el borde del monte. A veces, en nuestros juegos, llegábamos hasta allí los muchachos. Era ancho y estrecho. Más parecía una fosa. Nos poníamos a recordarlo. “¿Por dónde andará ahora?”. Se habría ido a alguna feria de pueblo a embaucar bobos. Ya volvería lleno de cuentos y de mentiras que iba enhebrando sin término. Mezclaba lo que decía que le había pasado recientemente, con algunas de sus más viejas historias. Las de sus andanzas de guerra, de contrabando o de peligro. Había presenciado o había tomado parte en todos los sucesos importantes de los alrededores. Las menudas cosas que sacaba del bolsillo o de aquella gran busaca terciada sobre el costado. La sortija cobriza, el cascabel de una serpiente, un colmillo de caimán, una uña de tigre. Para cada cosa tenía una historia interminable.
       En los últimos tiempos, apenas regresaba, volvía a meterse en el hueco a cavar. De lejos se oía el golpe lento y repetido del pico. Lo oíamos sin querer. “Ése es José Gabino metido en su hoyo”.
       Algo extraño encontró una vez. Sacaba de la busaca pequeños muñecos de barro cocido. Caras chatas, ojos brotados, piernas abiertas. Eran cosas de los indios. La gente no se las compraba porque creían que acarreaban mala suerte. Algunas eran menudas vasijas con patas de animales, con formas de rostros en el vientre. Algunas representaban animales: Cachicamos, morrocoyes, tigres.
       Después se supo. Había desenterrado un gran envoltorio de trapos. Dentro, con todos aquellos muñecos, estaban envueltos los restos de un indio. José Gabino tuvo miedo. Enterró los huesos en otro sitio y estuvo tiempo sin volver a la excavación.
       Era una figurita de barro cocido la que yo tuve de él. Un hombrecito en cuclillas, con los ojos saltados y los brazos sobre las piernas encogidas. Parecía mirarme fijamente. Era de un ocre rojizo con trazas de rayas negras.
       Tuve que esconderlo porque en mi casa me dijeron todos que me iba a traer desgracia. No querían siquiera nombrar aquellas cosas. Hacían gestos rituales y decían palabras para conjurar la mala sombra. Llegué a sentir miedo de aquel poder maléfico que podía encerrar la pequeña figura de barro. Ocurrieron varios contratiempos en mi casa. No se lo decía a nadie, pero pensaba para mí que era el idolillo que conservaba escondido. Hasta que un día se murieron de moquillo las pocas gallinas del corral y yo mismo caí enfermo con una fiebre muy alta que me hacía ver en la sombra y el semisueño una forma amenazante de ídolo indio que avanzaba sobre mí.
       Apenas me repuse resolví deshacerme de él. Lo trituré con una piedra en un rincón del corral. Se convirtió en un pequeño montón de tierra gris granosa, con el pie terminé de molerlo hasta convertirlo en polvo y borrarlo sobre la tierra.
       ¿Cuántos años estuvo José Gabino cavando aquel hoyo sin término? Cada vez que volvía al pueblo. Todos los que vivió hasta el fin.
       En los últimos tiempos ya no parecía estar buscando nada, sino empeñarse en emparejar y cuadrar bien la excavación. Fue entonces cuando se me ocurrió que lo que José Gabino estaba haciendo era su propia fosa.
       En una de las últimas veces que lo vi le pregunté: “¿Ya cómo que no trabajas más en el hueco? ¿Ya terminaste?”. Hizo una mueca de duda. “Uno no sabe”.
       La última vez, cuando la invasión del Comandante, que fue cuando ya no volvió, pensé que lo traerían a enterrar en aquel sitio. Pero no fue así. Lo enterraron en el mismo camino donde quedó. ¿Quién iba a trasladar el cuerpo, ni a ocuparse del entierro?
       El hueco quedó abierto. Todavía quizás lo esté. En el tiempo de los grandes aguaceros se llenaba de agua. De ranas y de larvas de zancudos, como un estanque.
       Es, tal vez, lo único que ha quedado de José Gabino. Una fosa abierta, en un campo de nadie.



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