Arturo Uslar Pietri
(Caracas, 1906 - Caracas, 2001)

Realismo mágico (1986)
Godos, insurgentes y visionarios
(Barcelona: Editorial Seix Barral, Colección Biblioteca Breve, 1986, pp. 133-140);
también en Nuevo mundo, mundo nuevo (xxviii, 1999)



      Dese 1929 y por algunos años tres jóvenes escritores hispanoamericanos se reunían, con cotidiana frecuencia, en alguna terraza de un café de París para hablar sin término de lo que más les importaba que era la literatura de la hora y la situación política de la América Latina que, en el fondo, era una misma y sola cosa. Miguel Ángel Asturias venía de la Guatemala de Estrada Cabrera y Ubico, con la imaginación llena del Popol-Vuh, Alejo Carpentier había salido de la Cuba de Machado y yo venía de la Venezuela de Gómez. En Asturias se manifestaba, de manera casi obsesiva, el mundo disuelto de la cultura maya, en una mezcla fabulosa en la que aparecían, como extrañas figuras de un drama de guiñol, los esbirros del Dictador, los contrastes inverosímiles de situaciones y concepciones y una visión casi sobrenatural de una realidad casi irreal. Carpentier sentía pasión por los elementos negros en la cultura cubana. Podía hablar por horas de los santeros, de los ñáñigos, de los ritos del vudú, de la mágica mentalidad del cubano medio en presencia de muchos pasados y herencias. Yo, por mi parte, venía de un país en el que no predominaban ni lo indígena, ni lo negro, sino la rica mezcla inclasificable de un mestizaje cultural contradictorio. La política venía a resultar un aspecto, acaso el más visible, de esas situaciones de peculiaridad que poco tenían que ver con los patrones europeos. ¿Qué podía haber en común entre el señor Poincaré y Estrada Cabrera, Machado y Gómez, y que podía identificar al maestro de Guatemala convertido en tirano, al rumbero y trágico habanero tradicional que era Machado y al caudillo rural, astuto e instintivo, que era Gómez? Lo que salía de todos aquellos relatos y evocaciones era la noción de una condición peculiar del mundo americano que no era posible reducir a ningún modelo europeo. Se pasaban las horas evocando personajes increíbles. Estrada Cabrera y sus poetas, el siniestro hombre de la mulita que recorría solitario y amenazante las calles de Guatemala, Machado y aquella Cuba rumbosa, rumbera y trágica, y Gómez, su misterio rural rodeado de sus doctores sutiles y de sus silenciosos «chácharos».
       Nos parecía evidente que esa realidad no había sido reflejada en la literatura. Desde el romanticismo, hasta el realismo del XIX y el modernismo, había sido una literatura de mérito variable, seguidora ciega de modas y tendencias de Europa. Se había escrito novelas a la manera de Chateaubriand, o de Flaubert, o de Pereda, o de Galdós, o de D’Annunzio. Lo criollo no pasaba de un nivel costumbrista y paisajista. Ya Menéndez y Pelayo había dicho que el gran personaje y el tema fundamental de la literatura hispanoamericana era la naturaleza. Paisaje y costumbrismo, dentro de la imitación de modelos europeos, constituían los rasgos dominantes de aquella literatura, que parecía no darse cuenta del prodigioso mundo humano que la rodeaba y al que mostraba no haberse puesto a contemplar en su peculiaridad extraña y profunda.
       Era necesario levantar ese oscuro telón deformador que había descubierto aquella realidad mal conocida y no expresada, para hacer una verdadera literatura de la condición latinoamericana.
       Por entonces, Miguel Ángel Asturias, que trabajaba en El señor Presidente, publicó sus Leyendas de Guatemala. Produjo un efecto deslumbrante; en ellas expresaba y resucitaba una realidad casi ignorada e increíble, resucitaba el lenguaje y los temas del Popol-Vuh, en una lengua tan antigua y tan nueva que no tenía edad ni parecido. Por el mismo tiempo, Carpentier escribió su novela negra Ecue Yamba O, llena de magia africana y de realidad sorprendente, al igual que yo terminé y publiqué mi primera novela Las lanzas coloradas.
       Se trataba, evidentemente, de una reacción. Reacción contra la literatura descriptiva e imitativa que se hacía en la América hispana, y también reacción contra la sumisión tradicional a modas y escuelas europeas. Se estaba en la gran época creadora y tumultuosa del surrealismo francés, leíamos, con curiosidad, los manifiestos de Breton y la poesía de Eluard y de Desnos, e íbamos a ver El perro andaluz de Buñuel, pero no para imitarlos o para hacer surrealismo.
       Más tarde algunos críticos literarios han querido ver en esa nueva actitud un mero reflejo de aquellos modelos. Alguna influencia hubo, ciertamente, y no podía menos que haberla, pero es desconocer el surrealismo o desconocer esa nueva corriente de la novelística criolla pensar que son la misma cosa bajo diferentes formas y lenguaje.
       El surrealismo es un juego otoñal de una literatura aparentemente agotada. No sólo se quería renovar el lenguaje sino también los objetos. Se recurría a la incongruencia, a la contradicción, a lo escandaloso, a la búsqueda de lo insólito, para producir un efecto de asombro, un choque de nociones y percepciones incoherentes y un estado de trance o de sueño en el desacomodado lector. Era pintar relojes derretidos, jirafas incendiadas, ciudades sin hombres, o poner juntos las nociones y los objetos más ajenos y disparatados como el revólver de cabellos blancos, o el paraguas sobre la mesa del quirófano. En el fondo era un juego creador, pero sin duda un juego que terminaba en una fórmula artificial y fácil.
       Lo que se proponían aquellos escritores americanos era completamente distinto. No querían hacer juegos insólitos con los objetos y las palabras de la tribu, sino, por el contrario, revelar, descubrir, expresar, en toda su plenitud inusitada esa realidad casi desconocida y casi alucinatoria que era la de la América Latina para penetrar el gran misterio creador del mestizaje cultural. Una realidad, una sociedad, una situación peculiares que eran radicalmente distintas de las que reflejaba la narrativa europea.
       De manera superficial, algunos críticos han evocado a este propósito, como antecedentes válidos, las novelas de caballería, Las mil y una noches y toda la literatura fantástica. Esto no puede ser sino el fruto de un desconocimiento. Lo que caracterizó, a partir de aquella hora, la nueva narrativa latinoamericana no fue el uso de una desbordada fantasía sobrepuesta a la realidad, o sustituta de la realidad, como en los cuentos árabes, en los que se imaginan los más increíbles hechos y surgen apariciones gratuitas provocadas por algún poder sobrehumano o de hechicería. En los latinoamericanos se trataba de un realismo peculiar, no se abandonaba la realidad, no se prescindía de ella, no se la mezclaba con hechos y personificaciones mágicas, sino que se pretendía reflejar y expresar un fenómeno existente pero extraordinario dentro de los géneros y las categorías de la literatura tradicional. Lo que era nuevo no era la imaginación sino la peculiar realidad existente y, hasta entonces, no expresada cabalmente. Esa realidad, tan extraña para las categorías europeas, que había creado en el Nuevo Mundo, tan nuevo en tantas cosas, la fecunda y honda convivencia de las tres culturas originales en un proceso de mezcla sin término, que no podía ajustarse a ningún patrón recibido. No era un juego de la imaginación, sino un realismo que reflejaba fielmente una realidad hasta entonces no vista, contradictoria y rica en peculiaridades y deformaciones, que la hacían inusitada y sorprendente para las categorías de la literatura tradicional.
       No se trataba de que surgiera de una botella un «efrit», ni de que frotando una lámpara apareciera un sueño hecho realidad aparente, tampoco de una fantasía gratuita y escapista, sin personajes ni situaciones vividas, como en los libros de caballerías o en las leyendas de los románticos alemanes, sino de un realismo no menos estricto y fiel a una realidad que el que Flaubert, o Zola o Galdós usaron sobre otra muy distinta. Se proponía ver y hacer ver lo que estaba allí, en lo cotidiano, y parecía no haber sido visto ni reconocido. Las noches de la Guatemala de Estrada Cabrera, con sus personajes reales y alucinantes, el reino del Emperador Christophe, más rico en contrastes y matices que ninguna fantasía, la maravillante presencia de la más ordinaria existencia y relación.
       Era como volver a comenzar el cuento, que se creía saber, con otros ojos y otro sentido. Lo que aparecía era la subyacente condición creadora del mestizaje cultural latinoamericano. Nada inventó, en el estricto sentido de la palabra, Asturias, nada Carpentier, nada Aguilera Malta, nada ninguno de los otros, que ya no estuviera allí desde tiempo inmemorial, pero que, por algún motivo, había sido desdeñado.
       Era el hecho mismo de una situación cultural peculiar y única, creada por el vasto proceso del mestizaje de culturas y pasados, mentalidades y actitudes, que aparecía rica e inconfundiblemente en todas las manifestaciones de la vida colectiva y del carácter individual. En cierto sentido, era como haber descubierto de nuevo la América hispana, no la que habían creído formar los españoles, ni aquella a la que creían no poder renunciar los indigenistas, ni tampoco la fragmentaria África que trajeron los esclavos, sino aquella otra cosa que había brotado espontánea y libremente de su larga convivencia y que era una condición distinta, propia, mal conocida, cubierta de prejuicios que era, sin embargo, el más poderoso hecho de identidad reconocible.
       Los mitos y las modalidades vitales, heredados de las tres culturas, eran importantes pero, más allá de ellos, en lo más ordinario de la vida diaria surgían concepciones, formas de sociabilidad, valores, maneras, aspectos que ya no correspondían a ninguna de ellas en particular.
       Si uno lee, con ojos europeos, una novela de Asturias o de Carpentier, puede creer que se trata de una visión artificial o de una anomalía desconcertante y nada familiar. No se trataba de un añadido de personajes y sucesos fantásticos, de los que hay muchos y buenos ejemplos desde los inicios de la literatura, sino de la revelación de una situación diferente, no habitual, que chocaba con los patrones aceptados del realismo. Para los mismos hispanoamericanos era como un redescubrimiento de su situación cultural. Esta línea va desde las Leyendas de Guatemala hasta Cien años de soledad. Lo que García Márquez describe y que parece pura invención, no es otra cosa que el retrato de una situación peculiar, vista con los ojos de la gente que la vive y la crea, casi sin alteraciones. El mundo criollo está lleno de magia en el sentido de lo inhabitual y lo extraño.
       La recuperación plena de esa realidad fue el hecho fundamental que le ha dado a la literatura hispanoamericana su originalidad y el reconocimiento mundial.
       Por mucho tiempo no hubo nombre para designar esa nueva manera creadora, se trató, no pocas veces, de asimilarla a alguna tendencia francesa o inglesa, pero, evidentemente, era otra cosa.
       Muchos años después de la publicación de las primeras obras que representaban esa novedad, el año de 1949, mientras escribía un comentario sobre el cuento, se me ocurrió decir, en mi libro Letras y hombres de Venezuela: «Lo que vino a predominar… y a marcar su huella de una manera perdurable fue la consideración del hombre como misterio en medio de los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad. Lo que, a falta de otra palabra, podría llamarse un realismo mágico». ¿De dónde vino aquel nombre que iba a correr con buena suerte? Del oscuro caldo del subconsciente. Por el final de los años 20 yo había leído un breve estudio del crítico de arte alemán Franz Roh sobre la pintura postexpresionista europea, que llevaba el título de Realismo mágico. Ya no me acordaba del lejano libro pero algún oscuro mecanismo de la mente me lo hizo surgir espontáneamente en el momento en que trataba de buscar un nombre para aquella nueva forma de narrativa. No fue una designación de capricho sino la misteriosa correspondencia entre un nombre olvidado y un hecho nuevo.
       Poco más tarde Alejo Carpentier usó el nombre de lo real maravilloso para designar el mismo fenómeno literario. Es un buen nombre, aun cuando no siempre la magia tenga que ver con las maravillas, en la más ordinaria realidad hay un elemento mágico, que sólo es advertido por algunos pocos. Pero esto carece de importancia.
       Lo que importa es que, a partir de esos años 30, y de una manera continua, la mejor literatura de la América Latina, en la novela, en el cuento y en la poesía, no ha hecho otra cosa que presentar y expresar el sentido mágico de una realidad única.



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